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  • La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis III

La «experiencia» como lugar antropológico en C. S. Lewis III

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Escrito por Mª Dolores Odero
Publicado: 23 Febrero 2025

III.     La vía hacia Dios a través de los amores naturales

Antes de escribir su tratado sobre el amor, Los cuatro amores (1960) Lewis había ya tocado de paso el mismo tema en The Great Divorce y en Cartas del diablo a su sobrino, con una gran agudeza psicológica. Pero es en la que sería su última novela, Mientras no tengamos rostro, donde aborda el tema en forma de ficción, con una profundidad sorprendente.

En Los cuatro amores, utiliza el análisis fenomenológico de la experiencia humana del amor para ayudar al lector a examinar con sinceridad la calidad de sus amores naturales y, a partir de ahí, llevarle a Dios. La tesis central del autor es que los amores naturales, aún siendo realidades de suyo muy buenas, no son autosuficientes; por eso en su relativización es donde reside su verdadera grandeza: «Entregados a ellos mismos desaparecen o se vuelven demonios» (FL, 132). Los amores naturales sólo pueden mantenerse en su esencia, permaneciendo como auténticos amores, si son transformados por el amor divino; es entonces cuando los recuperamos como lo que realmente son. Cuando se buscan como algo absoluto, se corrompen.

Lewis distingue cuatro formas de amor: afecto, amistad, eros y caridad; y estudia cómo se relacionan estas clases de amor entre sí. A lo largo de la obra va  descubriendo los destellos  que hay de la caridad —el amor de Dios—, en los distintos  amores  naturales: estos amores siempre anticipan algo de lo que en la caridad será plenitud.

a) Los amores naturales

Los amores naturales, en cuanto naturales, son algo bueno, pero no debemos ni idolatrados  ni ridiculizarlos. Puestos  por  Dios en el hombre al crearlo, son  una invitación —después del oscurecimiento al que nos ha llevado el pecado original— a descubrir nuestra verdadera naturaleza. Nos ayudan a entender para qué estamos hechos y cuál es el camino para aproximarnos a ese fin. ¿Cómo realizan esto?

Hemos visto que el hombre tiene un deseo infinito de verdad, de bien, de felicidad en definitiva, el cual no se puede saciar en esta tierra. Todos entendemos por felicidad un estado perfecto en la mayor medida imaginable, pero permanece oculto cuál es y en qué consiste [39].

Pero percibimos que la experiencia humana del amor es lo más cercano a lo que intuimos como felicidad. Un fenómeno sorprendente para el hombre, pero confirmado por la más elemental experiencia, es que la felicidad no consiste en tener cosas, ni en el bienestar,  ni en la comodidad: se puede tener todo eso y no ser feliz; y al mismo tiempo, comprobamos en muchas ocasiones que dolor y felicidad son compatibles si hay amor.

El amor es siempre lo que da sentido a la vida del hombre, lo que nos llena el corazón y nos hace felices, con la felicidad relativa que se puede conseguir en la tierra [40]. El amor nos saca de nosotros mismos y en esa experiencia de salir de sí mismo y darse a los demás, el hombre encuentra felicidad [41]. El amor por lo tanto nos descubre que la felicidad sólo  la encontramos en la entrega, no en el egoísmo, porque estamos hechos de esa forma por Dios. Esta es  una verdad que no aprendemos fácilmente: «Lo que está fuera del sistema de darse a sí mismo no es la tierra ni la naturaleza ni la vida ordinaria sino simple y puramente el infierno», el infierno es la «ardiente prisión dentro de la individualidad» (PP, 149).

En este sentido el amor nos da luz sobre la situación real del hombre y nos ayuda a superar, en alguna medida, algunos de los efectos nocivos con que el pecado original ha lastrado la naturaleza humana. El amor vence la tendencia a ver el yo corno lo más real, porque hace más reales a las personas objeto de nuestro amor [42]. El amor nos descubre que nuestra felicidad consiste en vivir para otros —no en la posesión de bienes materiales— y que hacia ese fin debe orientarse nuestra libertad.

Por otra parte, los amores naturales contienen en sí mismos, en cuanto que experimentamos sus limitaciones, una llamada a no considerarlos como absolutos: «Nunca nos falta la invitación a que nuestros amores naturales se conviertan en caridad, y la proporcionan esos roces y frustraciones en que ellos mismos nos ponen; prueba inequívoca de que el amor natural no basta» (FL, 149). La necesidad de conversión es, pues, inexorable; por eso los amores son  uno  de los despertadores de Dios, para que el hombre se dé cuenta de que hay «algo más» que el objeto empírico de su amor.

Incluso una emoción buena como la compasión, si no está controlada por la caridad y por la justicia  puede conducir, a través de la ira, a la crueldad: «La mayoría de las atrocidades son estimuladas por medio de relatos concernientes a las atrocidades cometidas por el enemigo; la compasión hacia las clases oprimidas, tomada aparte de la ley moral como un todo, mediante un proceso muy natural conduce a las imperdonables brutalidades del reinado del terror» (PP, 65). Paradójicamente nos hemos vuelto crueles —concluye Lewis— al intentar reducir todas las virtudes a la bondad.

b) Principios de una teología del amor

La evaluación teológica de los amores humanos no es tarea fácil: «Dios es Amor, dice San Juan. Cuando por primera vez intenté escribir este libro —relata Lewis al comienzo de Los cuatro amores—, pensé que esta máxima me llevaría por un camino ancho y fácil a través de todo el tema. Pensé que podría decir que los amores humanos merecen el nombre de amor en tanto que se parecen a ese Amor que es Dios» (FL, 11). El problema es que los amores humanos no siempre tienen las mismas características del Amor que es Dios.

Lewis distingue entre lo que llama amor-dádiva: el que hace referencia a la entrega  desinteresada de la persona a algo o a alguien, y el amor-necesidad: el amor interesado  que nace de una carencia o de un vacío en la propia persona. El Amor que tiene Dios  por  nosotros siempre es Amor-dádiva, abundancia que quiere dar: «Dios, que no necesita nada, da por amor la existencia a criaturas completamente innecesarias, a fin de que Él pueda amarlas y perfeccionarlas» (FL, 140). Amor-necesidad es el del niño que acude a su madre. Este amor caracteriza nuestra relación con Dios: somos esencialmente  receptores; por eso la primera forma de amor a Dios es una expresión de nuestra necesidad de Él.

El hombre es capaz de amar a Dios o a otras personas ofreciéndose como don, pero eso no conlleva que podamos negar el nombre de amor al amor-necesidad. Ambos son genuinas formas de amor: «Dios —afirma Lewis— como Creador de  la  naturaleza,  implanta en nosotros tanto los amores-dádiva como los amores­necesidad. Los amores-dádiva son imágenes naturales de Él mismo; cercanos a Él por semejanza, no son necesariamente, ni en todos los hombres, cercanía de aproximación. Los amores-necesidad, hasta donde me ha sido posible verlo, no tienen parecido con el Amor que es Dios, son más bien correlativos, opuestos; no como la mal es  opuesto al bien, sino como la forma de una torta es opuesta a la forma de su molde» (FL 141).

Hay, por lo tanto, dos modos de cercanía a Dios. Una es la  cercanía por semejanza —Dios ha impreso una especie de semejanza de Sí mismo a todo lo que Él ha hecho—; y otra es lo que Lewis denomina cercanía de aproximación: «Las situaciones en que el hombre está más cerca de Dios son aquellas en las que se acerca más segura y rápidamente a su final unión con Dios, a la visión de Dios y su alegría en Dios» (FL, 14).

Para ilustrar esto Lewis recurre a una analogía: «Supongamos  que a través de una montaña nos dirigimos al pueblo donde está nuestra casa. Al mediodía llegamos al una escarpada cima desde donde vemos que en línea recta nos encontramos muy cerca del pueblo: está justo debajo de nosotros; hasta podríamos arrojarle una piedra. Pero como no somos buenos escaladores, no podemos llegar abajo directamente, tenemos que dar un largo rodeo de quizá unos ocho kilómetros, Durante ese rodeo, y en diversos puntos de él, al detenernos veremos que nos encontramos mucho más lejos del pueblo que cuando estuvimos sentados arriba en la Cima; pero eso sólo será así cuando nos detengamos, porque desde el punto de vista del avance que realizamos estamos cada vez más cerca de un baño caliente y de una buena cena». (FL, 15).

Al comparar la cercanía por semejanza y la cercanía por aproximación, vemos que no necesariamente. No es fácil, por lo tanto, juzgar nuestros amores por estos dos baremos. Nuestros amores-dádiva «son semejantes al Amor divino como cercanía de semejanza al amor de Dios los más generosos y más incansables para dar» (FL, 18), pero esto, por si solo, no produce cercanía de aproximación, es decir, esos amores pueden apartarnos de Dios cuando son desordenados.

Los amores naturales no están llamados a desaparecer, sino a ser modos de caridad permaneciendo al mismo tiempo como los amores naturales que fueron. Están llamados a conseguir esa cercanía por aproximación que es la santificación. Y es ahí, en cuanto que consiguen esa especial cercanía, donde está su gloria: «En este sometimiento reside su verdadera libertad» (FL, 132). Si lo consiguen, además de llevarnos a Dios, serán verdaderamente amores naturales, es decir, «cumplirán lo que prometen». Pero si no lo consiguen, por mucha semejanza que tengan por ser amor-donación, se volverán diabólicos y desaparecerán como amores [43].

En Adán,  de  una  forma  natural,  todo  estaba  ordenado  a  Dios  y los amores naturales eran «ellos mismos» y daban la máxima felicidad que pueden dar en la tierra. Pero  después  del pecado original en todo amor humano coexisten una tendencia a  la  entrega —en  todo  amor  hay  una  llamada  al  sacrificio,   al  don  de  sí,  al  desinterés— y también una tendencia a centrarse en el yo, al egoísmo más o menos oculto. Todo esto supone que la necesidad de una cierta conversión es ineludible para todo amante [44].

El hombre fácilmente puede llegar a considerar algún amor como absoluto —este peligro late sobre todo en los más semejantes al amor de Dios— y prestar a ese amor la adoración de carácter absoluto que sólo debemos a Dios. «La semejanza es un esplendor», y por eso podemos confundir lo semejante con lo idéntico: podemos dar a nuestros amores humanos la adhesión incondicional que solamente debemos a Dios: «De este modo se destruirán a sí mismos y nos destruirán a nosotros; porque los amores naturales que se convierten en dioses dejan de ser amores. Continuamos llamándoles así, pero de hecho pueden llegar a ser complicadas formas de odio» (FL, 18).

Nuestros amores-necesidad pueden ser a menudo voraces y exigentes, pero no se erigen a  sí mismos en  dioses. No están tan cerca —por semejanza— de Dios como para  pretenderlo.  Pero otros amores, como son el afecto familiar, la más profunda amistad o el eros, se pueden volver venenos, cuando no se ordenan al servicio del amor divino.

Veamos a continuación de modo analítico cómo se aplican estos principios en los tres amores naturales que Lewis describe.

c) El afecto

En el afecto se pueden detectar destellos de la caridad. Es el amor más universal, el más abierto. Es el menos discriminador de los amores: puede darse entre las personas más  heterogéneas, sólo pide que su objeto de amor sea  familiar. Por eso casi todo el mundo  puede ser objeto de afecto. Es el amor más humilde, no se da importancia. Es el más sencillo y extendido y «parece como si se colara o filtrara por nuestras vidas» (FL, 46). Esta forma de amor es la que da ese tono tan importante de familiaridad a nuestros otros amores.

El afecto nos hace salir de nuestro yo —«hemos cruzado una frontera» (FL, 48) —, porque aprendemos a valorar la bondad o la inteligencia en sí mismas —el afecto puede amar lo que no es atractivo para nosotros— y a descubrir a los demás: «Nos enseña primero a saber observar a las personas que están ahí, luego a soportarlas, después a sonreírles, luego a que nos sean gratas, y al fin a apreciarlas. (...) El afecto nos descubre el bien que podríamos no haber visto o que, sin él, podríamos no haber apreciado» (FL, 49).

Pero el afecto, como los demás amores naturales, está marcado con el signo de la enfermedad del hombre caído. Abandonado a sí mismo cederá enseguida a la codicia, al egoísmo, al autoengaño y a la autocompasión. Sus desviaciones son en algún caso patológicas,  pero «entre la gente normal el hecho de ceder a ellas —¿y  quién  no ha cedido  alguna vez? — no es una enfermedad, sino un  pecado.  La  dirección  espiritual nos ayudará más que el tratamiento médico» (FL, 66).

El afecto produce felicidad sólo si hay sentido común, un dar y recibir mutuos, bondad, paciencia, abnegación, humildad, «y la intervención continua de una clase de amor mucho  más alta, amor que el afecto en sí mismo considerado nunca podrá llegar a ser» (FL, 67).

Lewis dibuja personajes con este afecto torcido en The Great Divorce y en Mientras no tengamos rostro. En la primera de estas obras describe a dos mujeres, recién llegadas al  infierno. Una es  una madre que amaba a su hijo, Michael, hasta dar toda su vida  por  él. Hizo todo lo que pudo por hacerle la vida feliz y, después de su muerte, vivió sólo para su memoria «manteniendo su habitación exactamente como él la dejó, guardando sus aniversarios, rehusando dejar la  casa, aunque su marido y su hija fueran desgraciados allí» (GrD, 85). Su amor se volvió así malo, incontrolado, cruel, monomaníaco. Finalmente llega a admitir que  preferiría tener a su hijo con ella en el infierno a verle feliz en el cielo.

La otra es una mujer que dedicó su vida a su esposo, Robert: «¡Hice un hombre de él! ¡Sacrifiqué toda mi vida por él!» (GrD, 77). Le obligó a trabajar trece horas al día para conseguir comprar  una casa más cara y promocionarse, tuvo que renunciar a sus antiguos amigos y empezar a entretenerse correctamente. Todo lo hizo por su bien.

El objeto del verdadero interés de estas dos mujeres no son ni Michael ni Robert, sino ellas mismas. El amor ha dejado de ser amor y se ha convertido en egoísmo: ya no busca el bien de la persona amada sino que se busca a sí mismo. Como afirma la primera expresivamente: «Yo quiero a mi niño. Es mío, ¿lo entiendes?, mío, mío para siempre, para siempre» (GrD, 86). Los afectos necesitan convertirse: deben rechazar su absolutización si quieren seguir siendo auténticos amores.

En estos términos traza Lewis la degeneración del afecto de Orual por su hermana Psique en Mientras no tengamos rostro. Orual ha de ocupar durante años el lugar de la madre que Psique nunca conoció; en esta tarea se propone que ningún niño haya sido mejor amado o más devotamente cuidado que Psique. Pero en la grandeza de ese amor —en  su  exceso,  se  podría decir—  hay signos  de peligro.

Orual necesita sentirse necesitada. La seguridad  y fortaleza de  su hermana Psique la irritan, porque es capaz de encontrar su consuelo fuera de ella. Hay una incapacidad de Orual para percibir la realidad del mundo en el que ahora vive Psique, en parte por su formación racionalista, pero sobre todo porque su afecto desordenado le impide ver que su hermana disfruta de un  mundo glorioso en el  que ella no cuenta; no quiere ver la realidad de esa nueva felicidad, porque eso le llevaría a renunciar a su amor posesivo por Psique. Orual desea sobre todo continuar con su papel materno y no quiere renunciar a la  dependencia  que  Psique tenía de ella, es decir, quiere a su hermana, pero la quiere para sí misma.

Pero Orual, a diferencia de las dos mujeres  que aparecen  en The Great Divorce, reacciona contra su egocentrismo. Reflexiona sobre la verdad de su vida y es capaz de admitir la realidad del egoísmo que se escondía bajo su amor: ha querido ser el centro y no ha sabido devolver a los demás la clase de amor que le daban a ella. En esta sinceridad consigo misma está el principio de su conversión.

Según hemos visto, el afecto, el más instintivo de los amores, se puede volver irracional y suscitar los celos más feroces. El afecto es a la vez un amor don y un amor necesidad, porque quien desea  dar, necesita ser necesitado. Lo propio de dar  es poner  el recipiente en un estado en el que no necesite más nuestro  don; pero es ahí  donde está el peligro del afecto, en que en vez de buscar la felicidad de la otra persona, se busque desordenadamente la compensación del agradecimiento y para eso se desee que nunca cese  la dependencia del amad0 respecto del amante. De esta forma el afecto degenera en egoísmo.

d) La amistad

Este amor natural es, según Lewis, el mejor don que la vida natural puede ofrecer (cfr. FL, 84). Nuestro autor pretende  rehabilitar la amistad ya que opina que el mundo moderno la ignora con demasiada frecuencia: «Pocos la valoran, porque son posos los que la experimentan» (FL, 70).

Vamos a detenernos a analizar cómo Lewis  muestra su valor  y sus limitaciones. La amistad se diferencia del eros. Aunque podamos sentir amor erótico y amistad por la misma persona, sin embargo, son claramente amores distintos: «Normalmente los enamorados están frente a frente, absortos el uno en el otro; los amigos  van  el  uno al lado del otro, absortos en algún interés común» (FL, 73). De  ahí que en este tipo de amor el ¿Me amas? Significa ¿Ves tú la misma verdad que veo yo? O, por lo menos, ¿Te interesa?: «La persona que está de acuerdo con nosotros en que un determinado problema, casi ignorado por otros, es de gran importancia, puede ser amigo  nuestro; no es necesario que esté de acuerdo con nosotros  en la solución» (FL, 78).

Por otra parte, el eros se da necesariamente sólo entre dos; sin embargo, «dos amigos se sienten felices cuando se les une un tercero, y tres cuando se les une un cuarto, siempre que el recién llegado esté cualificado para ser un verdadero amigo (...), porque en  este amor compartir no es quitar» (FL, 73). Cada amigo aporta luces distintas, de modo que la realidad aparece cada vez más plenamente [45]. Este amor, que  no  nace  del instinto,  que  está libre de todo lo que es deber salvo aquel que el amor asume libremente, que permanece casi absolutamente libre de los celos y libre sin reservas de sentirse necesario, «es un amor eminentemente espiritual» (FL, 89).

Lewis considera muy acertadamente que la amistad es un instrumento que Dios utiliza para facilitarnos el camino hacia la verdad y hacia el bien. Por medio  de la amistad  «Dios  nos abre los ojos» (FL, 101) a las bellezas de los demás y, como todas las bellezas proceden de Él, también se nos manifiesta Él mismo a través de la amistad.

Pero espiritual no significa necesariamente bueno. No podemos pensar que por ser espiritual la amistad ha de ser necesariamente santa o infalible en sí misma: «Existe el mal espíritu tanto como el espíritu bueno. Hay ángeles malvados tanto como ángeles santos. Los peores pecados del hombre son los espirituales» (FL, 89).

Sabemos por experiencia que la amistad puede ser tanto  una escuela de virtud como una escuela de vicio: «La amistad es ambivalente: hace mejores a los hombres buenos y peores  a los  malos» (FL, 92), según el fin que persigan y los intereses que les unan.

Además, incluso las mejores amistades encierran peligros. En primer lugar, la indiferencia o sordera parcial respecto a la opinión exterior que se da en toda amistad, aunque necesaria y justificada, puede conducir a una «sordera total, que es arrogante e inhumana» (FL, 94). De ese modo se puede llegar a no atender, incluso a despreciar, otras razones que no sean las del grupo. Así, el peligro de orgullo corporativo es inseparable del amor de amistad: «La amistad es excluyente. Del inocente y necesario  acto de excluir,  al espíritu  de exclusividad hay un paso muy fácil de dar y, desde ahí, al placer degradante de la exclusividad» (FL, 98).

Por lo tanto la amistad, precisamente por ser el  más espiritual de los amores está sujeto al mayor peligro, también espiritual: la soberbia. De ahí que necesite estar protegida por la humildad (cfr. FL, 99). La amistad, como los demás amores naturales, aun siendo algo muy bueno en sí mismo, no se puede considerar un bien absoluto.

e)       Eros

Los amores naturales también demuestran que son indignos de ocupar el lugar de Dios, porque no pueden subsistir como tales y cumplir lo que prometen sin la ayuda de Dios.

Esto es tal vez especialmente claro en el eros: Lewis llama eros a la variedad propiamente humana de la sexualidad, que es  una forma del amor. Al hablar de este amor afirma que no subscribe la idea muy extendida de que es la ausencia o presencia del eros lo que hace que el acto sexual sea impuro o puro, degradante o hermoso, ilícito o lícito: «Dios no ha querido que la distinción entre pecado y deber dependa de sentimientos sublimes. Ese acto, como cualquier otro, se justifica o no por  criterios  mucho  más  prosaicos  y definibles;  por el cumplimiento o quebrantamiento de una  promesa,  por  la  justicia o injusticia cometida, por la caridad o el egoísmo, por la obediencia o la desobediencia» (FL, 104).

El deseo sexual, sin eros, quiere el placer sensual en sí: un hecho que ocurre en el propio cuerpo, referido a nosotros. Por el contrario el eros quiere a la persona amada, a una persona en particular, no el placer que puede procurar: «Llega a ser casi un modo de percepción  y, enteramente,  un  modo de expresión. Se siente como algo objetivado, algo que está fuera  de uno, en el  mundo  real» (FL, 107).

Como en los demás amores naturales, en su grandeza está su peligro: «Su hablar como un dios, su compromiso total, su desprecio imprudente de la felicidad, su trascendencia ante la estimación de sí mismo, suenan a mensaje de eternidad» (FL, 119). Hay en él una cercanía de Dios por semejanza, pero no, en consecuencia y necesariamente, una cercanía de aproximación. Aunque por supuesto el eros, cuando está ordenado al amor a Dios y al prójimo, puede  llegar a ser para nosotros un medio de aproximación a Dios.

El compromiso y la entrega total y desinteresada que son características del eros resultan un paradigma o ejemplo, inherente a nuestra naturaleza, del amor que deberíamos profesar a Dios y al prójimo. En el eros, espontáneamente y sin esfuerzo, cumplimos con la  ley  —hacia  una  persona—, de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos: «Es una imagen, un sabor anticipado de lo que llegaríamos a ser para todos si el Amor en sí mismo imperara en nosotros sin rival alguno» (FL, 126). El eros borra la distinción entre dar y recibir. En el eros se ve en la persona que es el objeto del amor una realidad admirable en sí misma,  importante  mucho  más allá de su relación con la necesidad del enamorado.

El acontecimiento de enamorarse es de tal naturaleza que el amante rechaza como intolerable la idea de que pudiera ser transitorio. De esta forma, en un solo salto el eros ha transpuesto el muro macizo de nuestra individualidad: ha hecho del apetito mismo algo altruista, ha echado a un lado la felicidad personal como una trivialidad y ha instalado los intereses de otra persona en el centro de nuestro ser.

Pero el eros puede inclinar tanto el mal como  el  bien.  Es,  de todos  los  amores,  el  más  propenso a  demandar  nuestra adoración, a convertir el hecho de «estar enamorado»  en  una especie de religión que puede llevar con facilidad a justificar cualquier pecado, yendo contra la moral y la virtud: «La pareja puede decirse, el uno al otro, casi con el tono de quien ofrece  un sacrificio: es  por causa  del amor que he descuidado a mis padres...  que he dejado a mis hijos... engañado  a  mi socio...  o fallado  a  mi  amigo  en  su  mayor  necesidad. Sus fieles hasta pueden llegar a sentir que hay un mérito especial en estos sacrificios, porque ¿qué ofrenda más  costosa puede dejarse en el altar del amor que la propia conciencia?» (FL, 125) [46].

Por otra parte, en el eros se da lo que Lewis llama «una broma siniestra», ya que es claramente el más perecedero de nuestros amores: «El mundo truena con las quejas de su  inconstancia» (FL, 125). El puro sentimiento erótico es incapaz de «aceptar lo desagradable junto con lo agradable» (FL, 127), eso de ser fiel hasta la muerte. Así esta forma de amor, como los demás amores naturales, necesita ayuda, es  decir, necesita ser gobernado: «El  dios  muere, o se vuelve demonio, a no ser que obedezca a Dios» (FL, 127).

El eros encuentra su perfección propia en el matrimonio. ¿Cómo explicaba Lewis el estado matrimonial? [47]. Sin duda el apartado más discutido o comentado de Mere Christianity  es el que se refiere a la moral sexual y al matrimonio cristiano. Lewis expone en toda su crudeza la doctrina cristiana sobre la castidad: «La norma cristiana es: o matrimonio, con fidelidad completa al cónyuge, o total abstinencia» (MChr, 86), y da argumentos para defender la virtud cristiana de la castidad, que parece ser la menos popular.

El cristianismo no dice que la sexualidad sea mala. De entre  las grandes religiones es la que otorga más valor al cuerpo humano, hasta el punto de verlo como algo esencial para nuestra  felicidad,  pues lo corporal es absolutamente necesario para  conseguir  el  fin que Dios ha señalado al hombre. Es así que creemos en la resurrección de la carne como parte de la vida eterna.

Lewis, analizando cuál es el origen de las dificultades que encuentra el hombre en la actualidad para vivir rectamente la sexualidad, señala dos principios: nuestra naturaleza torcida y los demonios que nos tientan. Además hace mención de la fuerte propaganda contemporánea que hay en contra de la castidad. En efecto, está de moda pensar y decir que todos los deseos que no hacen daño físico a otros son naturales, saludables y razonables, de modo que lo perverso y anormal sería resistirlos o reprimirlos: «Novelas, películas..., asocian la idea de la indulgencia sexual con ideas de salud, normalidad, juventud, franqueza y buen humor» (MChr, 90). Es verdad  que el sexo es algo normal y saludable, pero «la mentira consiste en pensar que todo acto sexual al que somos tentados en un momento concreto, es también  normal  y saludable (...). Esto, incluso dejando aparte  el cristianismo, no tiene sentido» (MChr, 90).

Respecto al matrimonio cristiano, Lewis afirma enérgicamente, basándose en las enseñanzas de Cristo, que los  dos cónyuges se hacen una sola carne, y que esto no es  un sentimiento:  «El  inventor de la máquina humana nos  dice  que  marido  y  mujer  son  dos  mitades que se unen no sólo a nivel sexual, sino en  la totalidad» (MChr, 93). En consecuencia se puede  concluir que el matrimonio es para toda la vida y está basado en un amor que no es  voluble, porque reside en la voluntad y en la promesa que se hace sobre actos futuros, sean cuales fueran los sentimientos futuros.

Como hemos visto, el verdadero amor es distinto del mero sentimiento, del estar enamorado. El amor crea una profunda unidad, mantenida por la voluntad, y en los cristianos reforzada por la gracia de Dios: «Los enamorados siempre hacen promesas de constancia eterna. La ley cristiana sólo pide a los enamorados que se tomen en serio su pasión» (MChr, 95). Con este argumento Lewis combate la idea de los que piensan que si te has casado con la persona correcta, debes esperar estar enamorado siempre, o que enamorarse es un sentimiento irresistible, que justifica todo. En su opinión, a quienes no creen que el matrimonio es permanente, la pura lógica debía llevarles a no contraer  matrimonio; pues «si el amor es todo, la promesa no puede añadir nada, y si no añade nada, no debe ser hecha» (MChr,  93) [48].

f) Caridad

El último capítulo de Los cuatro amores Lewis lo dedica a la caridad. La caridad  es un don que  nos concede Dios con la gracia,  y en el que pueden distinguirse tres tipos de dádivas.

Por una parte, Dios comunica a los hombres una parte de su propio Amor-dádiva, distinto de los amores-dádiva insertos en nuestra naturaleza. En este Amor infuso están contenidos de una forma plena los aspectos positivos que veíamos en los amores naturales. Este amor que Dios nos da es enteramente desinteresado, de modo que mediante él el hombre quiere puramente lo que es mejor para el ser amado. Así  nos permite amar en los demás hombres incluso lo que  no nos parecería naturalmente digno de amor.

Caridad quiere decir —afirma Lewis— amor en el sentido cristiano. Y amor, en el sentido cristiano, no quiere decir  emoción;  es  un estado de la voluntad, no de los sentimientos. Un estado de la voluntad que se podría decir que tenemos de una forma natural con nosotros mismos y que debemos aprender a tener con los demás. Amarnos a nosotros mismos no quiere decir que nos guste nuestra forma de ser, sino que deseamos nuestro bien [49]. De la misma  manera el amor cristiano, la caridad con nuestro prójimo, no requiere que previamente nos parezcan agradables. Nuestras simpatías naturales no son ni un pecado ni una virtud, son hechos que podemos convertir en actos pecaminosos o virtuosos: «No pierdas el tiempo preguntándote si amas a tu prójimo; actúa como si le amaras. En cuanto lo hagas aprenderás uno de los grandes secretos. Cuando te comportas como si amaras a alguien, empiezas a amarle» (MChr, 114). Esta es una de las características que deben distinguir a un cristiano. El no cristiano trata normalmente con amabilidad sólo a los que le caen  bien. El cristiano intenta tratar bien de corazón a todo el mundo.

Además, en la comunicación de este amor dádiva, Dios  capacita al cristiano para que tenga amor-dádiva hacia Él: «Lo que es Suyo por derecho, y que no existiría ni por un instante  si  dejara  de ser Suyo (como la canción en el que está cantando), lo ha hecho sin embargo nuestro, de tal modo que  podemos libremente ofrecérselo a Él de nuevo» (FL, 142).

La segunda gracia concedida por Dios con la caridad es un amor­necesidad sobrenatural de Él. El pleno reconocimiento, la total y complacida aceptación de la necesidad que tenemos de Dios: «Nos convertimos en alegres mendigos» [50] (FL, 144); y también  experimentamos un amor-necesidad de nuestros semejantes.

Por último, otra gracia  que  —según  Lewis—  Dios  despierta  en el hombre a través de la caridad, es un amor apreciativo sobrenatural hacia Él, un amor en cierto modo desinteresado, por el que amamos y adoramos a Dios porque es bueno, digno de ser amado: «De entre todos los dones, éste es el más deseable, porque aquí, y no en nuestros amores naturales, ni tampoco en la ética, radica el verdadero centro de toda vida humana y angélica» (FL, 154).

La reflexión de Lewis se detiene aquí: «Con esto, donde un libro mejor podría empezar, debe terminar el mío. No me atrevo a seguir» (FL, 163). Su ensayo sobre el amor espera, pues, una fundamentación teológica más honda que penetre en la esencia de la caridad: la fuente trinitaria del Amor divino.

g)  Amor a Dios y amores naturales

Dios ha creado al hombre con una intrínseca vocación al amor [51]. El hombre está en camino, es un ser incompleto: nuestro ser es «algo en preparación, vacío, desordenado» (FL, 13), que clama a un Dios aún no  poseído. Dios hizo al hombre libre y el don de la libertad se le dio al hombre para amar, para que pudiera entregarse libremente; es en el ejercicio recto de esa libertad en el que la persona se realiza como persona [52].

En este sentido se podría decir que los amores naturales son  un medio que Dios utiliza para que el hombre no se encierre en sí mismo sino que se entregue, salga de sí, y así se perfeccione como persona: para que pueda ir gustando y entrenándose para lo que está hecho realmente. Los afectos naturales pueden llegar a ser enemigos del amor de Dios, pero «también pueden llegar a ser como semejanzas preparatorias de él, como un entrenamiento por así decir de los músculos espirituales que la gracia podrá, más adelante, poner al servicio de algo más elevado» (FL, 35).

Por esta razón Lewis pone en guardia, ante todo, contra la tentación extrema del egoísmo, que es la negación del amor: no querer amar porque nos complica la vida. Para estar seguro de  mantener el corazón intacto, «hay que rodearlo cuidadosamente de caprichos y de pequeños lujos; evitar todo compromiso; guardarlo a buen recaudo bajo llave en el cofre o en el ataúd de nuestro egoísmo» (FL, 135). Un cofre que Lewis describe como «seguro, oscuro, inmóvil y sin aire» y que nos preparará para  «el  único sitio,  aparte del cielo, donde se puede estar perfectamente a salvo de todos los peligros y perturbaciones del amor: para el infierno» (FL, 135).

Lewis insiste en que el hombre ha sido creado para participar de la vida divina, la cual consiste en una plena comunión en el Amor. Los amores naturales nos atraen en cuanto  que se parecen al amor de Dios, que es para lo que estamos hechos: «Hemos sido hechos  para Dios, y sólo siendo de alguna manera como Él, sólo siendo una manifestación de  su  belleza, de su bondad amorosa, de su sabiduría o virtud, los seres amados terrenos han  podido  despertar  nuestro amor» [53] (FL, 153). De ahí la afirmación  de  Lewis: «La salud  espiritual de un hombre es proporcional a su amor a Dios» (FL, 13).

Puede ser que no entendamos bien lo que quiere decir que Dios es nuestro fin, que nuestra vocación como hombres consiste en participar de la comunión de Amor que se da en la Santísima Trinidad [54]. Pero podemos entenderlo de alguna forma desde la experiencia de los amores naturales. Igual que llegamos al conocimiento de la infinita Bondad de Dios desde la bondad de las criaturas, que reflejan a su Creador, así podemos llegar a percibir algo de lo que es el  Amor de Dios a partir de los amores naturales.

La semejanza entre el Amor que nos tiene Dios y los amores naturales se nos da, la aproximación, la unión con Dios, aunque iniciada y ayudada por la gracia, es algo que nosotros debemos realizar. Se nos pide, no la semejanza de un retrato, sino la unidad con Dios en la voluntad. De ahí que nuestra imitación de Dios en esta vida —esto es, nuestra imitación voluntaria, distinta de cualquier semejanza que Él haya podido imprimir en nuestra naturaleza o estado— tiene que ser una imitación del Dios encarnado: nuestro modelo es Jesús [55].

Todos los amores naturales pueden ser desordenados, pero no en el sentido de «amar demasiado». Podemos amar a una criatura demasiado, sólo si en proporción amamos poco a Dios: «Es la pequeñez de nuestro amor a Dios, no la magnitud de nuestro amor por el hombre, lo que constituye lo desordenado»  (FL, 136). La pregunta que nos tenemos que hacer no es sobre la intensidad de nuestro sentimiento en un caso y en otro, sino a cuál servimos, o  elegimos, o ponemos primero, al presentarse la alternativa: «¿Ante qué exigencia, en última instancia, se inclina nuestra voluntad?» (FL, 136).

El Señor nos ha dicho: «Si alguno viene a Mí y no odia a su padre y a su madre y a su esposa (...) y aun a su propia vida,  no  puede ser mi discípulo» (Lc 14, 26). Odiar —explica Lewis— es rechazar al ser amado, enfrentarse a él, no concederle nada cuando nos susurra las mismas insinuaciones del demonio, por muy tierna y lastimosamente que lo haga.

Un ejemplo, a un nivel muy inferior, nos puede iluminar esta verdad: «El Caballero poeta, al partir hacia la guerra, dice a su dama: No podría quererte, oh amada, tanto si no amara aún más el honor. Hay mujeres para quienes esta argumentación no tendría el más mínimo sentido. El honor sería para ellas solamente una de estas cosas estúpidas de que los hombres hablan;  una excusa formal  y, por lo tanto, un agravante, una ofensa contra la ley del amor que el Caballero poeta está a punto de cometer. Lovelace, en cambio, puede usarla con toda confianza, porque su dama es la dama de un caballero, que valora como él las exigencias del honor. Él no necesita odiarla, enfrentarse a ella, porque él y ella reconocen la misma ley» (FL, 138).

Es este previo acuerdo el que es  tan  necesario cuando se  trata de exigencias aún mayores que las del honor. A este acuerdo se debería llegar antes de que una amistad o un  matrimonio  cuaje,  porque «el mejor amor, del tipo que sea, no es  ciego.  (...)  Si  el  Todo  por amor está implícito en la actitud del amado, su amor  no  tiene entidad: no se relaciona de manera correcta con  el  Amor  en  sí  mismo» (FL, 139).

Tal vez el profundo pensamiento de Lewis al tratar el tema del amor hubiera quedado perfectamente redondeado con un paso más. Lewis ha mostrado cómo los amores naturales sólo serán amores cuando el hombre no los considere como absolutos y sepa colocar en primer lugar el amor a Dios. Lo que Lewis  no supo alcanzar  a ver es  que al recuperar los amores naturales, se consigue  algo fundamental en la vida de un cristiano: la unidad de vida.

Es desde la unidad de vida cómo la sentencia de San Agustín: «Ama y haz lo que quieras», bien entendida, conduce a una liberación y una seguridad sólo posible para un cristiano. Amar a Dios sobre todas las cosas supone no una coacción o un rechazo de algún aspecto esencial de la vida natural, sino la seguridad de acertar en todas nuestras acciones y, a la vez, la seguridad  de recuperar  todos los aspectos de la vida natural en su forma más plena [56].

Mª Dolores Odero, en revistas.unav.edu

Notas:

39. Cfr. S. TOMÁS DE AQUINO, In Sent entiarum, II, d. 38, q. 1, a. 2 ad 2.

40. En este sentido, Pieper recoge una curiosa cita  de  Sartre,  escrita  completamente de espaldas  a su  filosofía:  «Este es el núcleo de  la alegría  del  amor: que  en él sentimos justificado nuestro ser» (L'etre el le néant, París 1949, p. 439, cit. En J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 446). Pieper ha traducido al alemán varias obras de Lewis y conoce bien su obra; lo citaremos con cierta frecuencia ya que mantienen puntos en común.

41. Frankl lo explica de una forma  muy  gráfica: «La puerta de la felicidad se abre hacia fuera, y a quien  intenta derribarla  se le cierra con  llave» (V.  FRANKL, La psicoterapia al alcance de todos, Barcelona 1983, p. 14).

42. Dice Spaemann que el amor es una «afirmación ontológica» de la persona que se ama (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 156), nos permite captar a otra persona humana  en  su  esencia íntima, en  su  modo  de ser  concreto, en su unicidad, en su realidad única: «En el amor, el  otro deviene para mí tan real como yo lo soy para mí» (ibídem, p. 161).

43. «Bueno sólo es Dios. Todo es bueno cuando nos  lleva a Él, y  malo cuando  nos aparta de El» (GrD, 89).

44. Según  Spaemann: «El amor es la constitución normal de un ser racional y la necesidad de conversión se funda en el pecaminoso apartamiento del hombre de  su normal constitución» (R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 146).

45. Lewis explica de esa forma la comunión de los santos que  hay en  el cielo.  Cada uno de los bienaventurados conocerá  y alabará  por siempre  algún  aspecto de la belleza divina mejor que otra criatura: «El cielo es una ciudad y un cuerpo,  porque los bienaventurados permanecen eternamente distintos; y es una sociedad  porque cada uno tiene algo que decir a los demás -renovadas  y siempre  frescas  noticias de Mi Dios que cada uno encuentra en Aquel  a  quien  todos  alaban  como Nuestro Dios» (PP, 147).

46. Spaemann se refiere a esto cuando afirma que la pasión deja fuera de consideración toda reflexión y llega a ver a un ser como símbolo del absoluto (cfr. R. SPAEMANN, Felicidad y benevolencia, Madrid 1991, p. 167).

47. Nos limitaremos a lo que dice en  Mere Christianity,  pero  también  en Cartas del diablo a su sobrino y de forma distinta en Una pena observada, aparecen intuiciones muy acertadas de Lewis.

48. Lewis, sin embargo, es poco coherente al aceptar acríticamente que haya confesiones cristianas que admitan el divorcio en algunos casos, con  la excusa  de que es algo excepcional. Por otra parte, aunque ha afirmado antes que el cristianismo tiene toda la verdad sobre el hombre, sostiene que no se puede negar a los no cristianos la posibilidad del divorcio. La solución que apunta a este problema es que haya dos clases distintas de matrimonio: uno civil, regulado por el Estado y susceptible de disolución, y otro por la Iglesia, con normas para sus propios miembros. Tolkien opinaba que Lewis hacía mala teología en algunos razonamientos que desarrollaba en Mere Christianity y reaccionó especialmente ante esta teoría del matrimonio (cfr. W. GRIFFIN, C. S. Lewis. The  Authentic  Voice, London 1988,  p. 212).

49. En Mere Christianity Lewis explica que no comprendía cómo se podía aborrecer el pecado y amar al pecador: «Durante mucho  tiempo  no lo entendí, hasta que me di cuenta de que lo había hecho durante toda mi vida con una persona: conmigo mismo» (MChr, 103).

50. De esta forma Dios nos previene contra la tendencia natural a creer que Dios nos ama, no porque es Amor, sino porque «somos intrínsecamente amables. (FL, 144).

51. Como explica Danielou: «Lo que la fe de Jesucristo nos revela es que nuestra existencia es esencialmente una relación de amor con otro, que somos criaturas que reciben su ser de otro y que se realizan plenamente en la relación con ese otro. Esta relación en vez de ser una especie de alienación de nuestra  humanidad es,  por el contrario, el  modo como la humanidad encuentra su perfecto cumplimiento en la comunión del amor»  DANIELOU,  Cristianismo  y mundo contemporáneo, Madrid  1970,  p.  39). Por su   parte  Pieper añade: «Todo nuestro ser está estructurado y dispuesto para amar» PIEPER, Las virtudes  fundamentales, Madrid 1988, p. 498).

52. Se podrían recoger muchas  citas  para  apoyar esta afirmación de Lewis. Vamos a señalar dos: «La verdadera  personalidad  no es  afirmación  monolítica y crispada de sí  mismo en  el  yo soy dueño de mí mismo como del universo, sino  la apertura a otro» (Ch. MOELLER, Mentalidad moderna y evangelización, Barcelona 1967, p. 114). «El hombre sólo se realiza por la comunicación  con alguien  personal frente a él, con el que entra en trato recíproco» (R. SPAEMANN, Lo natural y lo racional, Madrid 1989, p. 82).

53. Pieper señala que el amor humano no puede ser más que reproducción, una especie de repetición de ese amor de Dios Creador, y ve una señal de esto en el componente de gratitud que hay en toda experiencia de amor (Cfr. J. PIEPER, Las virtudes fundamentales, Madrid 1988, p. 443).

54. La unión con Dios es «una continua entrega, una apertura, un desvelar, un rendirse a sí misma» (PP,  148).    

55. El mandamiento nuevo que Cristo nos dio es que nos amáramos como El nos amó, en eso se deben distinguir los cristianos (cfr. Jn 13, 34-35).

56. Sobre la caridad como fundamento de la unidad de vida del cristiano, cfr. A. ARANDA, Creatividad  teológica y experiencia cristiana, en «Annales  theologici» 4 (1990) 295-296.

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