Domingo de Ramos; ciclo B

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

(Is 50,4-7) "No retiré mi rostro de los que me injuriaban"
(Fil 2,6-11) "Se anonadó a sí mismo, tomando forma de siervo"
(Mc 14,1-15-47) "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

 

Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en el Domingo de Ramos (8-IV-1979)

--- Entrada de Jesús en Jerusalén
--- La Pasión de Cristo
--- Obediencia hasta la muerte

--- Entrada de Jesús en Jerusalén

El domingo de hoy permanece estrechamente unido con el acontecimiento que tuvo lugar cuando Jesús se acercó a Jerusalén para cumplir allí todo lo que había sido anunciado por los Profetas. Precisamente en este día los discípulos, por orden del Maestro, le llevaron un borriquillo, después de haber solicitado poder tomarlo prestado por un cierto tiempo. Y Jesús se sentó sobre él para que se cumpliese también aquel detalle de los escritos proféticos. En efecto así dice el Profeta Zacarías: “Alégrate sobre manera, hija de Sión, grita exultante, hija de Jerusalén. He aquí que viene a ti tu Rey, justo y victorioso, humilde, montado en un asno, en un pollino de asna” (9,9).

Entonces, también la gente que se traslada a Jerusalén con motivo de las fiestas -la gente que veía los hechos que Jesús realizaba y escuchaba sus palabras- manifestando la fe mesiánica que Él había despertado, gritaba: “¡Hosanna! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor! ¡Bendito el reino que viene de David, nuestro Padre! ¡Hosanna en las alturas!” (Mc 11,9-10).

Así, pues, en el camino de la Ciudad Santa, cerca de la entrada de Jerusalén, surge ante nosotros la escena del triunfo entusiasmante: “Muchos extendían sus mantos sobre el camino, otros cortaban follaje de los campos” (Mc 11,8).

El pueblo de Israel mira a Jesús con los ojos de la propia historia; ésta es la historia que llevaba al pueblo elegido, a través de todos los caminos de su espiritualidad, de su tradición, de su culto, precisamente hacia el Mesías. El reino de David representa el punto culminante de la prosperidad y de la gloria terrestre del pueblo, que desde los tiempos de Abraham, varias veces, había encontrado su alianza con Dios-Yahvé, pero también más de una vez la había roto.

Y ahora, ¿cerrará esta alianza de manera definitiva? ¿O acaso perderá de nuevo este hilo de la vocación, que ha marcado desde el comienzo el sentido de su historia?

--- La Pasión de Cristo

Jesús entra en Jerusalén sobre un borriquillo que le habían prestado. La multitud parece estar más cercana al cumplimiento de la promesa de la que habían dependido tantas generaciones. Los gritos: “¡Hosanna!” “¡Bendito el que viene en nombre del Señor!”, parecían ser expresión del encuentro ahora ya cercano de los corazones humanos con la eterna Elección. En medio de esta alegría que precede a las solemnidades pascuales, Jesús está recogido y silencioso. Es plenamente consciente de que el encuentro de los corazones humanos con la eterna elección no sucederá mediante los “hosanna”, sino mediante la cruz.

Antes que viniese a Jerusalén, acompañado por la multitud de sus paisanos, peregrinos para la fiesta de Pascua, otro lo había dado a conocer y había definido su puesto en medio de Israel. Fue precisamente Juan Bautista en el Jordán. Pero Juan, cuando vio a Jesús, al que esperaba, no gritó “hosanna”, sino que señalándolo con el dedo, dijo: “He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

Jesús siente el grito de la multitud el día de su entrada en Jerusalén, pero su pensamiento está fijo en las palabras de Juan junto al Jordán: “He aquí el que quita el pecado del mundo” (Jn 1,29).

Hoy leemos la narración de la Pasión del Señor, según Marcos. La Iglesia no cesa de leer nuevamente la narración de la Pasión de Cristo, y desea que esta descripción permanezca en nuestra conciencia y en nuestro corazón. En esta semana estamos llamados a una solidaridad particular con Jesucristo: “Varón de dolores” (Is. 53,3).

Así, pues, junto a la figura de este Mesías, que el Israel de la Antigua Alianza esperaba y, más aún, que parecía haber alcanzado ya con la propia fe en el momento de la entrada en Jerusalén, la liturgia de hoy nos presenta al mismo tiempo otra figura. La descrita por los Profetas, de modo particular por Isaías: “He dado mis espaldas a los que me herían... sabiendo que no sería confundido” (Is 50,6-7).

--- Obediencia hasta la muerte

Cristo viene a Jerusalén para que se cumplan en Él estas palabras, para realizar la figura de “Siervo de Yahvé”, mediante la cual el Profeta, ocho siglos antes, había revelado la intención de Dios. El “Siervo de Yahvé”: el Mesías, el descendiente de David, en quien se cumple el “hosanna” del pueblo, pero el que es sometido a la más terrible prueba: “Búrlanse de mí cuantos me ven..., líbrele, sálvele, pues dice que le es grato” (Sal 21,8-9).

En cambio, no mediante la “liberación” del oprobio sino precisamente mediante la obediencia hasta la muerte, mediante la cruz, debía realizarse el designio eterno del amor.

Y he aquí que habla ahora no ya el Profeta, sino el Apóstol, habla Pablo, en quien “la palabra de la cruz” ha encontrado un camino particular. Pablo, consciente del misterio de la redención, da testimonio de quien “existiendo en forma de Dios... se anonadó, tomando la forma de siervo..., se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil. 2,6-8).

He aquí la verdadera figura del Mesías, del Ungido, del Hijo de Dios, del Siervo de Yahvé. Jesús, con esta figura, entraba en Jerusalén cuando los peregrinos que lo acompañaban por el camino cantaban: “Hosanna”. Y extendían sus mantos y los ramos de los árboles en el camino por el que pasaba.

Y nosotros hoy llevamos en nuestras manos los ramos de olivo. Sabemos que después estos ramos se secarán. Con su ceniza cubriremos nuestras cabezas el próximo año, para recordar que el Hijo de Dios, hecho hombre, aceptó la muerte humana para merecernos la Vida.

DP-120 1979

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

Cualquier episodio de la vida de Jesús es de una profundidad insondable, infinita, y lo que observamos en una primera mirada es tan sólo la superficie de algo que comienza y termina en la eternidad. Con todo, la mente y el corazón se quedan perplejos al ver padecer de forma tan cruel y humillante a Aquel por quien fueron creados los ángeles, los hombres, los cielos y la tierra.

En estos días solemnes de la Semana Santa, la Iglesia nos invita a considerar los sufrimientos del Señor: el prendimiento en la noche, la traición de uno de los suyos, los golpes e insultos, los testigos falsos y el juicio clandestino, la tortura de la flagelación, la lenta marcha hacia el calvario, la muerte en las afueras de la ciudad como si fuera un criminal. Pero si el dolor físico fue grande, el de su alma roza el misterio cuando escuchamos esa pregunta dirigida al Padre: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

Los evangelistas nos cuentan con escueta sobriedad la entrega sin resistencia de Jesús al tormento y al ridículo, pero eso no impide que intuyamos el abismo de su dolor. Jesús toma sobre sí, por amor al Padre y a nosotros, el castigo que habían merecido por sus pecados todos los hombres de todos los tiempos: “Él es la víctima de propiciación por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero” (1 Jn 2,2).

¡Qué angustia probaría Jesús cuando se viera cubierto por lo que de más odioso y horrible cometió y cometerá hasta el fin de los tiempos la criatura humana! La arrogancia, la incredulidad, la rebeldía, la fiebre de la concupiscencia, las pasiones descontroladas, la obstinación del orgullo que han originado y originarán todavía tantas guerras inhumanas. La rapiña, tan vieja como la humanidad, que vende y explota a tantos inocentes. Esa ceguera humana que elimina a incontables seres humanos antes de nacer, o que mueren sin saber por qué víctimas del hambre y la miseria. Todos estos pecados están ahora ante Él, sobre Él. S. Pablo dirá: “Al que no conoció el pecado, le hizo pecado por nosotros” (2 Cor 5,21). Jesús se dirige a su Padre-Dios en la Cruz como el criminal y no la víctima. El sufrimiento humano ha alcanzado aquí su límite porque el Padre “cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros” (Is 53,6). Este horrible peso que Cristo percibe como nadie por su unión esencial con el Padre -entre el Tres veces Santo y el pecado hay un abismo infranqueable- le lleva a decir: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”.

El dolor de Cristo en su Pasión es un misterio absoluto para nosotros. El misterio de un amor que no es de este mundo y que debe hacer brotar en nosotros el más sentido agradecimiento, un sincero dolor por nuestras ofensas y olvidos, y un amor afectivo y efectivo a quien nos ha amado tanto que no se detuvo ante una muerte tan atroz y misteriosa. 

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"Lo aclamamos como Rey porque entrega su vida como Siervo"

Is 50,4-7: "No me tapé el rostro ante los ultrajes, sabiendo que no quedaré defraudado"
Sal 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: "Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?"
Flp 2,6-11: "Se rebajó, por eso Dios lo levantó sobre todo"
Mc 14,1-15,47: "Era media mañana cuando lo crucificaron"

El profeta destaca del Siervo la perfecta docilidad y entrega a la voluntad de Dios, y cómo todo eso se revela como proyecto de Dios. El Siervo resiste, pese a todo, porque sabe que el Señor está a su lado.

En la 2.a lectura, el apóstol sigue pensando en el Siervo entregado y enaltecido, doliente y glorioso, olvidado y exaltado.

El silencio de Cristo y su soledad son los dos detalles más señalados en el evangelio de san Marcos. Es el relato que menos palabras recoge de Jesús. El abandono de Jesús es total: los discípulos huyen; Pedro le sigue de lejos; y se siente dejado por el Padre...

La eficacia es hoy uno de los objetivos prioritarios. Y en función de ella se acometen muchos proyectos. Desde esta mentalidad la Cruz aparece como un fracaso y un escándalo. En otro tiempo la cruz se contraponía a la especulación y racionalidad griegas o al empirismo hebreo. Para quienes apuestan por la eficacia y la gloria hoy sigue siendo escandalosa.

"La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías llevará a cabo mediante la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. Con su celebración, el domingo de Ramos, la liturgia de la Iglesia abre la Semana Santa" (560; cf. 559. 570).

— El Siervo entregado por nosotros:

"Este designio divino de salvación a través de la muerte del  «Siervo», el Justo" (Is 53,11) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado. La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente. Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente." (601).

— El Sacrificio de Cristo, fundamento del perdón de los pecados:

"En la Pasión, la misericordia de Cristo vence al pecado. En ella, es donde éste manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo, el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados" (1851; cf. 1992).

— "Fuera de la cruz no hay otra escala por donde subir al cielo" (Santa Rosa de Lima, vida) (618).

— "Y la Iglesia venera la Cruz cantando:  «O crux, ave, spes unica»" ( «Salve, oh cruz, única esperanza»). (Himno  «Vexilla Regis») (617).

Entre un "Hosanna" y un "Aleluya" transcurre la Semana Mayor. El primero por el Rey que llega para triunfar muriendo; el segundo, por el Rey que ha triunfado resucitando".

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