Homilía de la Misa en Santa Marta
En la Epístola a los Efesios que acabamos de escuchar (Ef 3,14-21), San Pablo describe su experiencia de Jesús, una experiencia que le llevó a dejarlo todo, porque estaba enamorado de Cristo. El suyo es un acto de adoración, dobla, ante todo, sus rodillas ante el Padre (cfr. Ef 3,14) que tiene el poder de hacer mucho más de lo que podemos pedir o pensar (cfr. Ef 3,20). Usa un lenguaje sin límites: adora a este Dios que es como un mar sin orillas, sin límites, un mar inmenso (cfr. Ef 3,16.18-19).
Pablo pide al Padre, para todos nosotros, que seamos poderosamente fortificados en el hombre interior, mediante su Espíritu (cfr. Ef 3,16). Pide al Padre que el Espíritu venga y nos fortalezca, que nos dé la fuerza. No se puede ir adelante sin la fuerza del Espíritu. Nuestras fuerzas son débiles. No se puede ser cristiano sin la gracia del Espíritu. Es precisamente el Espíritu quien nos cambia el corazón y nos hace ir adelante en la virtud, para cumplir los mandamientos. Y luego pide otra gracia al Padre: la presencia de Cristo, para que nos haga crecer en la caridad. El amor de Cristo, que supera todo conocimiento, no se puede entender si no a través de ese acto de adoración de aquella gran inmensidad (cfr. Ef 3,19).
Esta es una experiencia mística de Pablo que nos enseña la oración de alabanza y la oración de adoración. Ante nuestras pequeñeces y nuestros intereses egoístas, tantos, Pablo estalla en esa alabanza, en ese acto de adoración, y pide al Padre que nos envíe al Espíritu para darnos fuerza y poder seguir adelante; que nos haga comprender el amor de Cristo y que Cristo nos consolide en el amor. Y dice al Padre: Gracias, porque Tú eres capaz de hacer hasta lo que nosotros no nos atrevemos a pensar (cfr. Ef 3,20). Es una bonita oración, muy bonita.
Y con esa vida interior se puede entender que Pablo lo haya dejado todo y considere todo como basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallado en Él (Filp 3,8). Nos viene bien pensar así, nos hace bien adorar a Dios. Nos hace bien alabar a Dios, entrar en ese mundo de amplitud, de grandiosidad, de generosidad y de amor. Nos hace bien porque así podemos seguir adelante en el gran mandamiento —el único mandamiento, que está en la base de todos los demás—: el amor; amar a Dios y amar al prójimo.