Pobreza de espíritu

Homilía de la Misa en Santa Marta

El apegamiento a las riquezas es una idolatría: no es posible servir a dos señores: o se sirve a Dios o a las riquezas.Jesús no está contra las riquezas en sí mismas, sino que nos alerta ante los que ponen su seguridad en el dinero, que puede convertir a la religión una agencia de seguros.Además, el apegamiento al dinero divide, como dice el Evangelio(Lc 12,13-21) que habla de dos hermanos que se pelean por la herencia.Pensemos en cuántas familias conocemos que se han peleado –y siguen peleadas–, que no se saludan, o que se odian por una herencia. ¡Y este es solo uno de los casos! Donde lo más importante no es el amor de la familia, el amor de los hijos, de los padres; no, es el dinero. ¡Y eso destruye! ¿Y las guerras?¡Las que vemos hoy! Sí, puede que haya un ideal, pero detrás está el dinero: el dinero de los traficantes de armas, el dinero de los que se aprovechan de la guerra. Y esa es una familia, pero todos–estoy seguro–conocemos al menos una familia dividida así. Y Jesús es claro: guardaos de toda clase de codicia. Pues, aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes. Es peligrosa la avaricia, porque nos da una seguridad que no es auténtica y te lleva quizá a rezar –puedes rezar e ir a la Iglesia– pero también a tener el corazón apegado y, al final, acaba mal.

Entonces Jesús cuenta la parábola de un hombre rico, un buen empresario, cuya campaña había dado una cosecha abundante y estaba lleno de riquezas, pero en vez de pensar: “Compartiré esto con mis obreros, con mis empleados, para que también ellos tengan un poco más para sus familias”, razonaba entre sí: ¿Qué haré? No tengo donde almacenar la cosecha. Haré lo siguiente: derribaré los graneros y construiré otros más grandes… ¡Siempre más! La sed del apegamiento a las riquezas no acaba nunca. Si tienes el corazón apegado a las riquezas –cuando tienes tantas–, quieres más. Ese es el dios de la persona que está apegada a las riquezas.

El camino de la salvación es el de las Bienaventuranzas, y la primera es la pobreza de espíritu, es decir, no estar apegados a las riquezas que –si se poseen– son para el servicio de los demás, para compartir, para ayudar a sacar la gente adelante. Y la señal de que no estamos en ese pecado de idolatría es hacer limosna, es dar a los que lo necesitan, y dar no de lo superfluo sino de lo que me cuesta alguna privación porque quizá es necesario para mí. Esa es una buena señal. Eso significa que es más grande el amor a Dios que el apegamiento a las riquezas.

Por tanto, hay tres preguntas que podemos hacernos: primera: ¿Doy? Segunda: ¿Cuánto doy? Tercera: ¿Cómo doy? ¿Como da Jesús, con la caricia del amor, o como quien paga un impuesto? ¿Cómo doy? Pero, ¿qué quiere usted decir con eso? Cuando ayudas a una persona, ¿la miras a los ojos? ¿Le tocas la mano? ¡Es la carne de Cristo, es tu hermano, tu hermana! Y tú, en ese momento, eres como el Padre que no deja que le falte el alimento a los pajarillos del Cielo. ¡Con cuánto amor da el Padre! Pidamos al Señor la gracia de estar libres de esta idolatría, del apegamiento de las riquezas; la gracia de mirarle a Él, tan rico en su amor y tan rico en su generosidad, en su misericordia; y la gracia de ayudar a los demás con el ejercicio de la limosna, pero como lo hace Él. Pero si Él no se privó de nada… Jesucristo, siendo igual a Dios, se privó de eso, se abajó, se anonadó y, por tanto, también Él se privó.

Colabora con Almudi