Dejar la fe en herencia

Homilía del papa Francisco en Santa Marta

La primera lectura de hoy nos habla de la muerte del Rey David (cfr. 1Re 2,1-4.10-12). En toda vida hay un fin. Es un pensamiento que no nos gusta mucho —siempre lo tapamos—, pero es la realidad de todos los días. Pensar en el último paso es una luz que ilumina la vida, una realidad que debemos tener siempre ante nosotros.

En una de las audiencias de los miércoles, entre los enfermos había una monjita anciana, pero con una cara de paz y una mirada luminosa. —¿Cuántos años tiene usted, hermana? Y con una sonrisa: —83, pero estoy terminando mi recorrido en esta vida, para comenzar el otro recorrido con el Señor, porque tengo un cáncer en el páncreas. Y así, en paz, aquella mujer había vivido con intensidad su vida consagrada. No tenía miedo de la muerte: Estoy acabando mi periodo de vida para comenzar el otro. Es un paso. Estas cosas nos hacen bien.

David reinó en Israel 40 años. Pero también 40 años pasan. Antes de morir, David exhorta al hijo Salomón a observar la Ley del Señor. Él, en vida, pecó mucho, pero había aprendido a pedir perdón, y la Iglesia lo llama el Santo rey David. ¡Pecador, pero Santo! Ahora, a punto de morir, deja al hijo la herencia más hermosa y más grande que un hombre o una mujer pueda dejar a sus hijos: le deja la fe. Cuando se hace testamento la gente dice: A éste le dejo esto, a éste le dejo aquello, a éste le dejo lo otro… Sí, está bien, pero la herencia más hermosa, la herencia más grande que un hombre, una mujer, puede dejar a sus hijos es la fe. Y David hace memoria de las promesas de Dios, hace memoria de su fe en esas promesas y se las recuerda al hijo. ¡Dejar la fe en herencia!

Cuando en la ceremonia del Bautismo damos a los padres la vela encendida, la luz de la fe, les estamos diciendo: Consérvala, hazla crecer en tu hijo y en tu hija y déjasela como herencia. Dejar la fe como herencia: eso nos enseña David, y así muere, sencillamente, como todo hombre. Pero sabe bien qué aconsejar al hijo y cuál es la mejor herencia que le deja: ¡no el reino, sino la fe! Nos vendrá bien preguntarnos: ¿Cuál es la herencia que dejo con mi vida? ¿Dejo la herencia de un hombre, de una mujer de fe? ¿Dejo a los míos esa herencia?

Pidamos al Señor dos cosas: no tener miedo a ese último paso, como la monja de la audiencia del miércoles —estoy acabando mi recorrido y comienzo el otro— que no tenía miedo; y la segunda, que todos podamos dejar con nuestra vida, como mejor herencia, la fe, la fe en este Dios fiel, este Dios que siempre está a nuestro lado, este Dios que es Padre y nunca defrauda.