El Sermón de la Montaña

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Para no perderse a lo largo del camino de la fe, los cristianos tienen un preciso indicador de dirección: las Bienaventuranzas. Ignorar las rutas que propone puede querer decir resbalarse por los tres escalones de los ídolos del egoísmo, la idolatría del dinero, y la vanidad, esa saciedad de un corazón que ríe de satisfacción propia ignorando a los demás.

El Evangelio de Mateo (5,1-12) nos muestra a Jesús adoctrinando a las gentes con el célebre Sermón de la Montaña. Enseñaba la nueva ley, que no borra la antigua, sino que la perfecciona llevándola a su plenitud. Esa es la ley nueva, la que llamamos las Bienaventuranzas. Es la nueva ley del Señor para nosotros. Son la hoja de ruta, el itinerario, los navegadores de la vida cristiana. Ahí vemos, en ese camino, según las indicaciones del navegador, cómo podemos avanzar en nuestra vida cristiana.

Podemos completar, por así decir, el texto de Mateo con le consideraciones que el evangelista Lucas (6, 24-26)[1] pone al final del análogo relato de las Bienaventuranzas, es decir, la lista de los cuatro ¡ay!: ay de los ricos, de los saciados, de los que ríen, y de los que todos hablan bien. He dicho muchas veces que las riquezas son buenas, y que lo que hace daño es el apego a las riquezas, que las convierte en idolatría. Esa es la anti-ley, el navegador equivocado. Es curioso: son como los escalones que llevan a la perdición, así como las Bienaventuranzas son los escalones que llevan a la vida. Y los escalones que llevan a la perdición son el apego a las riquezas, porque no necesito nada; la vanidad, que todos hablen bien de mí: me siento importante, demasiado incienso… y creo que soy justo, no como aquel, como el otro… Pensemos en la parábola del fariseo y el publicano: Te doy gracias porque no soy como ese… Gracias, Señor, porque soy tan buen católico, no como el vecino, la vecina… Todos los días pasa esto. Segundo la vanidad y, tercero, el orgullo que es la saciedad, las risas que cierran el corazón.

Entre todas las Bienaventuranzas, hay una que no digo que sea la clave de todas, pero nos hace pensar: Bienaventurados los mansos. La mansedumbre. Jesús dice de sí mismo: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29). La mansedumbre es un modo de ser que nos acerca mucho a Jesús. En cambio, la actitud contraria siempre procura enemistades, guerras… tantas cosas feas que pasan. Pero la mansedumbre, la mansedumbre de corazón que no es insensatez, no: es otra cosa; es la profundidad para entender la grandeza de Dios y la adoración.


[1] Mas ¡ay de vosotros, ricos! porque ya tenéis vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados! porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís! porque lamentaréis y lloraréis. ¡Ay de vosotros, cuando todos los hombres hablen bien de vosotros! porque así hacían sus padres con los falsos profetas.