Sal y luz,... ¡para darlas a los demás!

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Sal y luz. Jesús, en el Evangelio de hoy (Mt 5,13-16),  habla con palabras fáciles, con comparaciones sencillas, para que todos puedan entender el mensaje. De ahí la definición del cristiano que debe ser sal y luz. Ninguna de las dos cosas es para sí misma: la luz es para iluminar a otro; la sal es para dar sabor o conservar a otro. ¿Pero cómo puede hacer el cristiano para que la sal y la luz no vengan a menos, para que no se acabe el aceite para encender las lámparas?

¿Cuál es la batería del cristiano para dar luz? Simplemente la oración. Tú puedes hacer muchas cosas, tantas obras, incluso obras de misericordia, y puedes hacer muchas cosas grandes por la Iglesia —una universidad católica, un colegio, un hospital…—, y hasta puede que te hagan un monumento como benefactor de la Iglesia, pero si no rezas, todo eso quedará un poco oscuro. ¡Cuántas obras acaban oscuras, por falta de luz, por falta de oración! Lo que mantiene, lo que da vida a la luz cristiana, lo que ilumina, es la oración. La oración en serio, la oración de adoración al Padre, de alabanza a la Trinidad, la oración de acción de gracias, y también la oración de pedir cosas al Señor, pero la oración que sale del corazón. Ese es el aceite, esa es la batería que da vida a la luz.

Tampoco la sal se da sabor a sí misma. La sal se convierte en sal cuando se da. Y esa es otra actitud del cristiano: darse; dar sabor a la vida de los demás, dar sabor a tantas cosas con el mensaje del Evangelio. ¡Darse. No conservarse para sí mismo! La sal no es para el cristiano, sino para darla. La tiene el cristiano para darla, es sal para darse, pero no para sí. Las dos —es curioso esto—, luz y sal, son para los demás, no para sí mismas. La luz no se ilumina a sí misma; la sal no se da sabor a sí misma.

Ciertamente, se podría preguntar hasta cuándo podrán durar la sal y la luz si se dan sin descanso. Ahí entra la fuerza de Dios, porque el cristiano es una sal dada por Dios en el Bautismo, es algo que te es dado como don y se te continúa dando como don si tú sigues dándola: ¡iluminando y dando! Y nunca se acaba. Que es precisamente lo que le sucede, en la Primera Lectura (1Re 17,7-16), a la viuda de Sarepta, que se fía del profeta Elías y ni su harina ni su aceite se gastan nunca. Por tanto, ilumina con tu luz, pero defiéndete de la tentación de iluminarte a ti mismo. Eso es algo feo, es como la espiritualidad del espejo: me ilumino a mí mismo. Defiéndete de la tentación de cuidarte a ti mismo. Sé luz para iluminar, sé sal para dar sabor y conservar.

La sal y la luz no son para sí mismas, son para darlas a los demás con buenas obras. Alumbre así vuestra luz a los hombres. ¿Para qué? Para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en el cielo. Es decir, para volver a Aquel que te dio la luz y te dio la sal. Que el Señor nos ayude en esto, en cuidar siempre de la luz, no escondiéndola, sino poniéndola en alto. Y la sal darla justamente, a quien la necesite, pero darla, porque así crece. Esas son las buenas obras del cristiano.