Fe, perseverancia, valor

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

https://youtu.be/p4GLOn_2Kq8

Monición de entrada

Recemos hoy por las personas que por la pandemia están comenzando a sentir problemas económicos, porque no pueden trabajar y todo eso repercute en la familia. Recemos por la gente que tiene este problema.

Homilía

Este padre pide la salud para su hijo (cfr. Jn 4,43-54). El Señor reprocha un poco a todos, y también a él: «Si no veáis signos y prodigios, no creéis» (cfr. v. 48). El funcionario, en vez de callarse y quedarse en silencio, sigue adelante y le dice: «Señor, baja antes de que se muera mi niño» (v. 49). Y Jesús le responde: «Anda, tu hijo está vivo» (v. 50).

Son tres las cosas que hacen falta para hacer una auténtica oración. La primera es la fe: “Si no tenéis fe…”. Y muchas veces, la oración es solo oral, con la boca, pero no viene de la fe del corazón; o es una fe débil… Pensemos en otro padre, el del hijo endemoniado, cuando Jesús responde: “Todo es posible para el que cree”; el padre dijo claramente: “Creo, pero aumenta mi fe” (cfr. Mc 9,23-24). La fe en la oración. Rezar con fe, ya sea cuando rezamos fuera de un lugar de culto, o cuando venimos aquí, y el Señor está ahí: ¿tengo fe o es una rutina? Estemos atentos en la oración: no caer en la rutina sin la conciencia de que el Señor está, que estoy hablando con el Señor y que Él es capaz de resolver el problema. La primera condición para una verdadera oración es la fe.

La segunda condición que el mismo Jesús nos enseña es la perseverancia. Algunos piden pero la gracia no viene: no tienen esa perseverancia, porque en el fondo no la necesitan, o no tienen fe. Y Jesús nos enseña la parábola de aquel señor que va al vecino a pedir pan a medianoche: la perseverancia de llamar a la puerta (cfr. Lc 11,5-8). O la viuda, con el juez inicuo: e insiste e insiste e insiste: es perseverancia (cfr. Lc 18,1-8). Fe y perseverancia van juntas, porque si tienes fe, estás seguro de que el Señor te dará lo que pides. Y si el Señor te hace esperar, llama, llama, llama, al final el Señor da la gracia. Y el Señor no lo hace para hacerse el interesante, o porque diga “mejor que espere”, no. Lo hace por nuestro bien, para que nos tomemos la cosa en serio. Tomar en serio la oración, no como papagayos: bla, bla, bla, y nada más. El mismo Jesús nos reprocha: “No seáis como los paganos que creen en la eficacia de la oración y en las palabras, muchas palabras” (cfr. Mt 6,7-8). No. Es la perseverancia. Es la fe.

Y la tercera cosa que Dios quiere en la oración es el valor. Alguno puede pensar: ¿Se necesita valor para orar y estar delante del Señor? Se necesita. El valor de estar ahí pidiendo y siguiendo adelante, es más, casi… –casi, no quiero decir una herejía–, pero casi como amenazando el Señor. El valor de Moisés ante Dios, cuando Dios quería destruir al pueblo y ponerle como jefe de otro pueblo. Dice: “No. Yo con el pueblo” (cfr. Ex 32,7-14). Valor. El valor de Abraham, cuando regatea la salvación de Sodoma: “Y si fuesen 30, y si fuesen 25, y si fuesen 20…”: valentía (cfr. Gn 18,22-33). Esta virtud de la valentía hace mucha falta. No solo para las acciones apostólicas, sino también para la oración.

Comunión espiritual

A tus pies, Jesús mío, me postro y te ofrezco el arrepentimiento de mi corazón contrito que se abaja en su nada y en tu santa presencia. Te adoro en el Sacramento de tu amor, la Eucaristía. Deseo recibirte en la pobre morada que te ofrece mi corazón; en espera de la felicidad de la comunión sacramental, quiero poseerte en espíritu. Ven a mí, Jesús mío, que yo voy a ti. Que tu amor inflame todo mi ser, en la vida y en la muerte. Creo en ti, espero en ti, te amo. Así sea