z2lect-cast-santos-to-3

4 de marzo. SAN CASIMIRO

De la Vida de san Casimiro, escrita por un autor casi contemporáneo (Caps. 2-3: Acta Sanctorum Martii 1, 347-348)

Invirtió su tesoro según el mandato del Altísimo

La sorprendente, sincera y no engañosa caridad de Casimiro, por la que amaba ardientemente al Dios todopoderoso en el Espíritu, impregnaba de tal forma su corazón, que brotaba espontáneamente hacia su prójimo. No había cosa más agradable y más deseable para él que repartir sus bienes y entregarse a sí mismo a los pobres de Cristo, a los peregrinos, enfermos, cautivos y atribulados.

Para las viudas y huérfanos y necesitados era no solamente un defensor y un protector, sino que se portaba con ellos como si fuera su padre, su hijo o su hermano.

Tendríamos que escribir una larga historia si hubiésemos de contar uno por uno sus actos de amor a Dios y sus obras de caridad con el prójimo.

Es poco menos que imposible describir su gran amor por la justicia, su templanza, su prudencia, su fortaleza y constancia, precisamente en esa edad en la que los hombres suelen sentir mayor inclinación al mal.

A cada paso exhortaba a su padre, el rey, a respetar la justicia en el gobierno de la nación y en el de los pueblos que le estaban sometidos. Y, si alguna vez el rey por debilidad o negligencia incurría en algún error, no dudaba en reprochárselo con modestia.

Tomaba como suyas las causas de los pobres y miserables, por lo que la gente le llamaba «defensor de los pobres». A pesar de su dignidad de príncipe y de su nobleza de sangre, no tenía dificultad en tratar con cualquier persona por humilde y despreciable que pareciera.

Siempre fue su deseo ser contado más bien entre los pobres de espíritu, de quienes es el reino de los cielos, que entre los personajes famosos y poderosos de este mundo. No tuvo ambición del dominio terreno ni quiso nunca recibir la corona que el padre le ofrecía, por temor de que su alma se viera herida por el aguijón de las riquezas, que nuestro Señor Jesucristo llamó espinas, o sufriera el contagio de las cosas terrenas.

Personas de gran autoridad, algunas de las cuales viven aún y que conocían hasta el fondo su comportamiento, aseguran que permaneció virgen hasta el fin de sus días.

7 de marzo. SANTA PERPETUA Y SANTA FELICIDAD, MÁRTIRES

De la Historia del martirio de los santos mártires cartagineses (Caps. 18. 20-21: edición van Beek, Nimega 1936, pp. 42. 46-52)

Llamados y elegidos para gloria del Señor

Brilló por fin el día de la victoria de los mártires y marchaban de la cárcel al anfiteatro, como si fueran al cielo, con el rostro resplandeciente de alegría, y sobrecogidos no por el temor, sino por el gozo.

La primera en ser lanzada en alto fue Perpetua y cayó de espaldas. Se levantó, y como viera a Felicidad tendida en el suelo, se acercó, le dio la mano y la levantó. Ambas juntas se mantuvieron de pie y, doblegada la crueldad del pueblo, fueron llevadas a la puerta llamada Sanavivaria. Allí Perpetua fue recibida por un tal Rústico, que por entonces era catecúmeno, y que la acompañaba. Ella, como si despertara de un sueño (tan fuera de sí había estado su espíritu), comenzó a mirar alrededor suyo y, asombrando a todos, dijo:

«¿Cuándo nos arrojarán esa vaca, no sé cual?»

Como le dijeran que ya se la habían arrojado, no quiso creerlo hasta que comprobé en su cuerpo y en su vestido las marcas de la embestida. Después, haciendo venir a su hermano, también catecúmeno, dijo:

«Permaneced firmes en la fe, amaos los unos a los otros y no os escandalicéis de nuestros padecimientos.»

Del mismo modo Saturo, junto a la otra puerta, exhortaba al soldado Pudente, diciéndole:

«En resumen, como presentía y predije, hasta ahora no he sentido ninguna de las bestias. Ahora créeme de todo corazón: cuando salga de nuevo, seré abatido por una única dentellada de leopardo.»

Cuando el espectáculo se acercaba a su fin, fue arrojado a un leopardo y de una dentellada quedó tan cubierto de sangre, que el pueblo, cuando el leopardo intentaba morderle de nuevo, como dando testimonio de aquel segundo bautismo, gritaba:

«Salvo, el que está lavado; salvo, el que está lavado.» Y ciertamente estaba salvado por haber sido lavado de esta forma.

Entonces Saturo dijo al soldado Pudente: «Adiós, y acuérdate de la fe y de mí; que estos padecimientos no te turben, sino que te confirmen.»

Luego le pidió un anillo que llevaba al dedo y, empapándolo en su sangre, se lo entregó como si fuera su herencia, dejándoselo como prenda y recuerdo de su sangre. Después, exánime, cayó en tierra, donde se encontraban todos los demás que iban a ser degollados en el lugar acostumbrado.

Pero el pueblo exigió que fueran llevados al centro del anfiteatro para ayudar, con sus ojos homicidas, a la espada que iba a atravesar sus cuerpos. Ellos se levantaron y se colocaron allí donde el pueblo quería, y se besaron unos a otros para sellar el martirio con el rito solemne de la paz.

Todos, inmóviles y en silencio, recibieron el golpe de la espada; especialmente Saturo, que había subido el primero, pues ayudaba a Perpetua, fue el primero en entregar su espíritu.

Perpetua dio un salto al recibir el golpe de la espada entre los huesos, sin duda para que sufriera algún dolor. Y ella misma trajo la mano titubeante del gladiador inexperto hasta su misma garganta. Quizás una mujer de este temple, que era temida por el mismo espíritu inmundo, no hubiera podido ser muerta de otra forma, si ella misma no lo hubiese querido.

¡Oh valerosos y felices mártires! ¡Oh, vosotros, que de verdad habéis sido llamados y elegidos para gloria de nuestro Señor Jesucristo!

8 de marzo. SAN JUAN DE DIOS, RELIGIOSO

De las cartas de san Juan de Dios, religioso (Archivo general de la Orden Hospitalaria, Cuaderno: De las cartas..., ff 23(v), 24(r), 27(rv): O. Marcos, Cartas y escritos de nuestro glorioso padre san Juan de Dios, Madrid 1935, pp. 18-19. 48-50)

Jesucristo es fiel lo provee todo

Si mirásemos cuán grande es la misericordia de Dios, nunca dejaríamos de hacer bien mientras pudiésemos: pues que, dando nosotros, por su amor, a los pobres lo que él mismo nos da, nos promete ciento por uno en la bienaventuranza. ¡Oh bienaventurado logro y ganancia! ¿Quién no da lo que tiene a este bendito mercader, pues hace con nosotros tan buena mercancía y nos ruega, los brazos abiertos, que nos convirtamos y lloremos nuestros pecados y hagamos caridad primero a nuestras ánimas y después a los prójimos? Porque, así como el agua mata al fuego, así la caridad al pecado.

Son tantos los pobres que aquí se llegan, que yo mismo muchas veces estoy espantado como se pueden sustentar, mas Jesucristo lo provee todo y les da de comer. Como la ciudad es grande y muy fría, especialmente ahora en invierno, son muchos los pobres que se llegan a esta casa de Dios. Entre todos, enfermos y sanos, gente de servicio y peregrinos, hay más de ciento diez. Como esta casa a general, reciben en ella generalmente de todas enfermedades y suerte de gentes, así que aquí hay tullidos, mancos, leprosos, mudos, locos, paralíticos, tiñosos, y otros muy viejos y muy niños, y, sin estos, otros muchos peregrinos y viandantes, que aquí se allegan, y les dan fuego y agua, sal y vasijas para guisar de comer. Para todo esto no hay renta, mas Jesucristo lo provee todo.

De esta manera, estoy aquí empeñado y cautivo por solo Jesucristo. Viéndome tan empeñado, muchas veces no salgo de casa por las deudas que debo, y viendo padecer tantos pobres, mis hermanos y prójimos, y con tantas necesidades, así al cuerpo como al ánima, como no los puedo socorrer, estoy muy triste, mas empero confío en Jesucristo; que él me desempeñará, pues él sabe mi corazón. Y, así, digo que maldito el hombre que fía de los hombres, sino de solo Jesucristo; de los hombres has de ser desamparado, que quieras o no; mas Jesucristo es fiel y durable, y pues que Jesucristo lo provee todo, a él sean dadas las gracias por siempre jamás. Amén.

9 de marzo. SANTA FRANCISCA ROMANA, RELIGIOSA

De la Vida de santa Francisca Romana, escrita por María Magdalena Anguillaria, superiora de las Oblatas de Tor de’ Specchi (Caps. 6-7: Acta Sanctorum Martii 2, *188-*189)

La paciencia y caridad de santa Francisca

Dios probó la paciencia de Francisca no sólo en su fortuna, sino también en su mismo cuerpo, haciéndola experimentar largas y graves enfermedades, como se ha dicho antes y se dirá luego. Sin embargo, no se pudo observar en ella ningún acto de impaciencia, ni mostró el menor signo de desagrado por la torpeza con que a veces la atendían.

Francisca manifestó su entereza en la muerte prematura de sus hijos, a los que amaba tiernamente; siempre aceptó con serenidad la voluntad de Dios, dando gracias por todo lo que le acontecía. Con la misma paciencia soportaba a los que la criticaban, calumniaban y hablaban mal de su forma de vivir. Nunca se adivinó en ella ni el más leve indicio de aversión respecto de aquellas personas que hablaban mal de ella y de sus asuntos; al contrario, devolviendo bien por mal, rogaba a Dios continuamente por dichas personas.

Y ya que Dios no la había elegido para que se preocupara exclusivamente de su santificación, sino para que emplease los dones que él le había concedido para la salud espiritual y corporal del prójimo, la había dotado de tal bondad que, a quien le acontecía ponerse en contacto con ella, se sentía inmediatamente cautivado por su amor y su estima, y se hacía dócil a todas sus indicaciones. Es que, por el poder de Dios, sus palabras poseían tal eficacia que con una breve exhortación consolaba a los afligidos y desconsolados; tranquilizaba a los desasosegados, calmaba a los iracundos, reconciliaba a los enemigos, extinguía odios y rencores inveterados, en una palabra, moderaba las pasiones de los hombres y las orientaba hacia su recto fin.

Por esto todo el mundo recurría a Francisca como a un asilo seguro, y todos encontraban consuelo, aunque reprendía severamente a los pecadores y censuraba sin timidez a los que habían ofendido o eran ingratos a Dios.

Francisca, entre las diversas enfermedades mortales y pestes que abundaban en Roma, despreciando todo peligro de contagio, ejercitaba su misericordia con todos los desgraciados y todos los que necesitaban ayuda de los demás. Fácilmente los encontraba; en primer lugar les incitaba a la expiación uniendo sus padecimientos a los de Cristo, después les atendía con todo cuidado, exhortándoles amorosamente a que aceptasen gustosos todas las incomodidades como venidas de la mano de Dios, y a que las soportasen por el amor de aquel que había sufrido tanto por ellos.

Francisca no se contentaba con atender a los enfermos que podía recoger en su casa, sino que los buscaba en sus chozas y hospitales públicos. Allí calmaba su sed, arreglaba sus camas y curaba sus úlceras con tanto mayor cuidado cuanto más fétidas o repugnantes eran.

Acostumbraba también a ir al hospital de Camposanto y allí distribuía entre los más necesitados alimentos y delicados manjares. Cuando volvía a casa, llevaba consigo los harapos y los paños sucios y los lavaba cuidadosamente y planchaba con esmero, colocándolos entre armas, como si fueran a servir para su mismo Señor.

Durante treinta años desempeñó Francisca este servicio a los enfermos, es decir, mientras vivió en casa de su marido, y también durante este tiempo realizaba frecuentes visitas a los hospitales de Santa María, de Santa Cecilia en el Trastevere, del Espíritu Santo y de Camposanto. Y, como durante este tiempo en el que abundaban las enfermedades contagiosas, era muy difícil encontrar no sólo médicos que curasen los cuerpos, sino también sacerdotes que se preocupasen de lo necesario para el alma, ella misma los buscaba y los llevaba a los enfermos que ya estaban preparados para recibir la penitencia y la eucaristía. Para poder actuar con más libertad, ella misma retribuía de su propio peculio a aquellos sacerdotes que atendían en los hospitales a los enfermos que ella les indicaba.