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 Domingo XXIII del tiempo ordinario

Del sermón de san León Magno, papa, sobre las bienaventuranzas (Sermón 95, 6-8: PL, 54, 464-465)

La sabiduría cristiana

Después de esto, el Señor prosiguió, diciendo: Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Esta hambre no desea nada corporal, esta sed no apetece nada terreno; el bien del que anhela saciarse consiste en la justicia, y el objeto por el que suspira es penetrar en el conocimiento de los misterios ocultos, hasta saciarse del mismo Dios.

Feliz el alma que ambiciona este manjar y anhela esta bebida; ciertamente no la desearía si no hubiera gustado ya antes de su suavidad. De esta dulzura, el alma recibió ya una pregustación, al oír al profeta que le decía: Gustad y ved qué bueno es el Señor; con esta pregustación, tanto se inflamó en el amor de los placeres castos, que, abandonando todas las cosas temporales, sólo puso ya su afecto en comer y beber la justicia, adhiriéndose a aquel primer mandamiento que dice: Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda el alma y con todas tus fuerzas. Porque amar la justicia no es otra cosa sino amar a Dios.

Y, como este amor de Dios va siempre unido al amor que se interesa por el bien del prójimo, el hambre de la justicia se ve acompañada de la virtud de la misericordia; por ello, se añade a continuación: Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.

Reconoce, oh cristiano, la altísima dignidad de esta tu sabiduría, y entiende bien cuál ha de ser tu conducta y cuáles los premios que se te prometen. La misericordia quiere que seas misericordioso, la justicia desea que seas justo, pues el Creador quiere verse reflejado en su criatura, y Dios quiere ver reproducida su imagen en el espejo del corazón humano, mediante la imitación que tú realizas de las obras divinas. No quedará frustrada la fe de los que así obran, tus deseos llegarán a ser realidad, y gozarás eternamente de aquello que es el objeto de tu amor.

Y porque todo será limpio para ti, a causa de la limosna, llegarás también a gozar de aquella otra bienaventuranza que te promete el Señor, como consecuencia de lo que hasta aquí se te ha dicho: Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Gran felicidad es ésta, amadísimos hermanos, para la que se prepara un premio tan grande. Pues, ¿qué significa tener limpio el corazón, sino desear las virtudes de que antes hemos hablado? ¿Qué inteligencia puede llegar a concebir, o qué palabras lograrán explicar la grandeza de una felicidad que consiste en ver a Dios? Y es esto precisamente lo que se realizará cuando la naturaleza humana se transforme, y podamos contemplar la divinidad no confusamente en un espejo, sino cara a cara, viendo tal como es a aquel a quien ningún hombre jamás contempló; entonces lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar, lo alcanzaremos en el gozo inefable de una contemplación eterna.

Lunes XXIII del tiempo ordinario

Del sermón de san León Magno, papa, sobre las bienaventuranzas (Sermón 95, 8-9: PL. 54, 465-466)

Mucha paz tienen los que aman tus leyes

Con toda razón se promete a los limpios de corazón la bienaventuranza de la visión divina. Nunca una vida manchada podrá contemplar el esplendor de la luz verdadera, pues aquello mismo que constituirá el gozo de las almas limpias será el castigo de las que estén manchadas. Que huyan, pues, las tinieblas de la vanidad terrena y que ojos del alma se purifiquen de las inmundicias del pecado, para que así puedan saciarse gozando en paz de la magnífica visión de Dios.

Pero para merecer este don es necesario lo que a continuación sigue: Dichosos las que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los hijos de Dios. Esta bienaventuranza, amadísimos, no puede referirse a cualquier clase de concordia o armonía humana, sino que debe entenderse precisamente de aquella a la que alude el Apóstol cuando dice: Estad en paz con Dios, o a la que se refiere el salmista al afirmar: Mucha paz tienen los que aman tus leyes, y nada los hace tropezar.

Esta paz no se logra ni con los lazos de la más íntima amistad ni con una profunda semejanza de carácter, si todo ello no está fundamentado en una total comunión de nuestra voluntad con la voluntad de Dios. Una amistad fundada en deseos pecaminosos, en pactos que arrancan de la injusticia y en el acuerdo que parte de los vicios nada tiene que ver con el logro de esta paz. El amor del mundo y el amor de Dios no concuerdan entre sí, ni puede uno tener su parte entre los hijos de Dios si no se ha separado antes del consorcio de los que viven según la carne. Mas los que sin cesar se esfuerzan por mantener la unidad del Espíritu con el vínculo de la paz jamás se apartan de la ley divina, diciendo, por ello, fielmente en la oración: Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo.

Estos son los que obran la paz, éstos los que viven santamente unánimes y concordes, y por ello merecen ser llamados con el nombre eterno de hijos de Dios y coherederos con Cristo; todo ello lo realiza el amor de Dios y el amor del prójimo, y de tal manera lo realiza que ya no sienten ninguna adversidad ni temen ningún tropiezo, sino que, superado el combate de todas las tentaciones, descansan tranquilamente en la paz de Dios, por nuestro Señor Jesucristo, que, con el Padre y el Espíritu Santo, vive y reina por los siglos de los siglos. Amén.

Martes XXIII del tiempo ordinario

De los sermones de san Bernardo, abad (Sermón 5 sobre diversas materias, 1-4: Opera omnia, edición cisterciense, 6, 1 [1970], 98-103)

Me pondré de centinela para escuchar lo que me dice

Leemos en el Evangelio que en cierta ocasión, al predicar el Salvador y al exhortar a sus discípulos a participar de su pasión comiendo sacramentalmente su carne, hubo quienes dijeron: Este modo de hablar es duro. Y dejaron ya de ir con él. Preguntados los demás discípulos si también ellos querían marcharse, respondieron: Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna.

Lo mismo os digo yo, queridos hermanos. Hasta ahora para algunos es evidente que las palabras que dice Cristo son espíritu y son vida, y por eso lo siguen. A otros, en cambio, les parecen inaceptables y tratan de buscar al margen de él un mezquino consuelo. Está llamando la sabiduría por las plazas, en el espacioso camino que lleva a la perdición, para apartar de él a los que por él caminan.

Finalmente, dice: Durante cuarenta años aquella generación me asqueó, y dije: “Es un pueblo de corazón extraviado”. Y en otro salmo se lee: Dios ha hablado una vez. Es cierto: una sola vez. Porque siempre está hablando, ya que su palabra es una sola, sin interrupción, constante, eterna.

Esta voz hace reflexionar a los pecadores. Acusa los desvíos del corazón: y en él vive, y dentro de él habla. Está realizando, efectivamente, lo que manifestó por el profeta, cuando decía: Hablad al corazón de Jerusalén.

Ved, queridos hermanos, qué provechosamente nos advierte el salmista que, si escuchamos hoy su voz, no endurezcamos nuestros corazones. Casi idénticas palabras encontramos en el Evangelio y en el salmista. El Señor nos dice en el Evangelio: Mis ovejas escuchan mi voz. Y el santo David dice en el salmo: Su pueblo (evidentemente el del Señor), el rebaño que él guía, ojalá escuchéis hoy su voz: “No endurezcáis el corazón.”

Escucha, finalmente, las palabras del profeta Habacuc. No usa de eufemismos, sino de expresiones claras, pero que expresan solicitud, para dirigirse a su pueblo: Me pondré de centinela, en pie vigilaré, velaré para escuchar lo que me dice, qué responde a mis quejas. También nosotros, queridos hermanos, pongámonos de centinela, porque es tiempo de lucha.

Adentrémonos en lo íntimo del corazón, donde vive Cristo. Permanezcamos en la sensatez, en la prudencia, sin poner la confianza en nosotros, fiándonos de nuestra débil guardia.

Miércoles XXIII del tiempo ordinario

De los sermones de san Bernardo, abad (Sermón 5 sobre diversas materias, 4-5: Opera omnia, edición cisterciense, 6, 1 [1970] 103-104)

Sobre los grados de la contemplación

Vigilemos en pie, apoyándonos con todas nuestras fuerzas en la roca firmísima que es Cristo, como está escrito: Afianzó mis pies sobre roca, y aseguró mis pasos. Apoyados y afianzados en esta forma, veamos qué nos dice y qué decimos a quien nos pone objeciones.

Amadísimos hermanos, éste es el primer grado de la contemplación: pensar constantemente qué es lo que quiere el Señor, qué es lo que le agrada, qué es lo que resulta aceptable en su presencia. Y, pues todos faltamos a menudo, y nuestro orgullo choca contra la rectitud de la voluntad del Señor, y no puede aceptarla ni ponerse de acuerdo con ella, humillémonos bajo la poderosa mano del Dios altísimo y esforcémonos en poner nuestra miseria a la vista de su misericordia, con estas palabras: Sáname, Señor, y quedaré sano; sálvame y quedaré a salvo. Y también aquellas otras: Señor, ten misericordia, sáname, porque he pecado contra ti.

Una vez que se ha purificado la mirada de nuestra alma con esas consideraciones, ya no nos ocupamos con amargura en nuestro propio espíritu, sino en el espíritu divino, y ello con gran deleite. Y ya no andamos pensando cuál sea la voluntad de Dios respecto a nosotros, sino cuál sea en sí misma.

Y, ya que la vida está en la voluntad del Señor, indudablemente lo más provechoso y útil para nosotros será lo que está en conformidad con la voluntad del Señor. Por eso, si nos proponemos de verdad conservar la vida de nuestra alma, hemos de poner también verdadero empeño en no apartarnos lo más mínimo de la voluntad divina.

Conforme vayamos avanzando en la vida espiritual, siguiendo los impulsos del Espíritu, que ahonda en lo más íntimo de Dios, pensemos en la dulzura del Señor, qué bueno es en sí mismo. Pidamos también, con el salmista, gozar de la dulzura del Señor, contemplando, no nuestro propio corazón, sino su templo, diciendo con el mismo salmista: Cuando mi alma se acongoja, te recuerdo.

En estos dos grados está todo el resumen de nuestra vida espiritual: Que la propia consideración ponga quietud y tristeza en nuestra alma, para conducir a la salvación, y que nos hallemos como en nuestro elemento en la consideración divina, para lograr el verdadero consuelo en el gozo del Espíritu Santo. Por el primero, nos fundaremos en el santo temor y en la verdadera humildad; por el segundo, nos abriremos a la esperanza y al amor.

Jueves XXIII del tiempo ordinario

Del comentario de san Bruno, presbítero, sobre los salmos (Salmo 83: Edición de la Cartuja de Pratis, 1891, 376-377)

Si me olvido de ti; Jerusalén

¡Qué deseables son tus moradas! Mi alma se consume y anhela llegar a los atrios del Señor, es decir, desea llegar a la Jerusalén del cielo, la gran ciudad del Dios vivo.

El salmista nos muestra cuál sea la razón por la que desea llegar a los atrios del Señor: “Lo deseo, Señor, Dios de los ejércitos celestiales, Rey mío y Dios mío, porque son dichosos los que viven en tu casa, la Jerusalén celestial”. Es como si dijera: ¿Quién no anhelará llegar a tus atrios, siendo tú el mismo Dios, el Señor de los ejércitos, el Rey del universo? ¿Quién no anhelará penetrar en tu tabernáculo si son dichosos los que viven en tu casa?” Atrios y casa significan aquí lo mismo. Y cuando dice aquí dichosos ya se sobrentiende que tienen tanta dicha cuanta el hombre es capaz de concebir. Por ello, son dichosos los que habitan en sus atrios, porque alaban a Dios con un amor totalmente definitivo, que durará por los siglos de los siglos, es decir, eternamente; y no podrían alabar eternamente, sino fueran eternamente dichosos.

Esta dicha nadie puede alcanzarla por sus propias fuerzas, aunque posea ya la esperanza, la fe y el amor; únicamente la logra el hombre dichoso que encuentra en ti su fuerza, y con ella dispone su corazón para que llegue a esta suprema felicidad, Que es lo mismo que decir: únicamente alcanza esta suprema dicha aquel que, después de ejercitarse en las diversas virtudes y buenas obras, recibe además el auxilio de la gracia divina; pues por sí mismo nadie puede llegar a esta suprema felicidad, como lo afirma el mismo Señor: Nadie ha subido al cielo -se entiende por sí mismo-, sino el Hijo del hombre que está en el cielo.

Afirmo que dispone su corazón para subir hasta esta suprema felicidad, porque, de hecho, el hombre se encuentra en un árido valle de lágrimas, es decir, en un mundo que, en comparación con la vida eterna, que viene a ser como un monte repleto de alegría, es un valle profundo donde abundan los sufrimientos y las tribulaciones.

Pero, como sea que el profeta declara dichoso al hombre que encuentra en ti su fuerza, podría alguien preguntarse: “¿Concede Dios su ayuda para conseguir esto?” A ello respondo: “Sin duda alguna, Dios concede a los santos este auxilio”. En efecto, nuestro legislador, Cristo, el mismo que nos dio la ley, nos ha dado y continuará dándonos sin cesar sus bendiciones; con ellas nos irá elevando hacia la dicha suprema, y así subiremos, de altura en altura, hasta que lleguemos a contemplar a Cristo, el Dios de los dioses; él nos divinizará en la futura Jerusalén del cielo: por esto, allí podremos contemplar al Dios de los dioses, es decir, a la Santa Trinidad en sus mismos santos; es decir, nuestra inteligencia sabrá descubrir en nosotros mismos a aquel Dios a quien nadie en este mundo pudo ver, y de esta forma Dios lo será todo en todos.

Viernes XXIII del tiempo ordinario

De los sermones del beato Isaac, abad del monasterio de Stella (Sermón 11: PL. 194, 1728-1729)

Nada quiere perdonar Cristo sin la Iglesia

Hay dos cosas que son de la exclusiva de Dios: la honra de la confesión y el poder de personar. Hemos de confesarnos a él. Hemos de esperar de él el perdón. ¿Quién puede perdonar pecados, fuera de Dios? Por eso, hemos de confesar ante él. Pero, al desposarse el Omnipotente con la débil, el Altísimo con la humilde, haciendo reina a la esclava, puso en su costado a la que estaba a sus pies. Porque brotó de su costado. En él le otorgó las arras de su matrimonio. Y, del mismo modo que todo lo del Padre es del Hijo, y todo lo del Hijo es del Padre, porque por naturaleza son uno, igualmente el Esposo dio todo lo suyo a la esposa, y la esposa dio todo lo suyo al Esposo, y así la hizo uno consigo mismo y con el Padre: Éste es mi deseo, dice Cristo, dirigiéndose al Padre en favor de su esposa, que ellos también sean uno en nosotros, como tú en mi y yo en ti.

Por eso, el Esposo, que es uno con el Padre y uno con la esposa, hizo desaparecer de su esposa todo lo que halló en ella de impropio, lo clavó en la cruz y en ella expió todos los pecados de la esposa. Todo lo borró por el madero. Tomó sobre sí lo que era propio de la naturaleza de la esposa y se revistió de ello; a su vez, le otorgó lo que era propio de la naturaleza divina. En efecto, hizo desaparecer lo que era diabólico, tomó sobre sí lo que era humano y comunicó lo divino. Y así es del Esposo todo lo de la esposa. Por eso, el que no cometió pecado y en cuya boca no se halló engaño pudo muy bien decir: Misericordia, Señor, que desfallezco. De esta manera, participa él en la debilidad y en el llanto de su esposa, y todo resulta común entre el esposo y la esposa, incluso el honor de recibir la confesión y el poder de perdonar los pecados; por ello dice: Ve a presentarte al sacerdote.

Nada podría perdonar la Iglesia sin Cristo: nada quiere perdonar Cristo sin la Iglesia. Nada puede perdonar la Iglesia; sino al que se arrepiente, o sea, al que ha sido tocado por Cristo. Nada quiere mantener perdonado Cristo al que desprecia a la Iglesia. Pues lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre. Es éste un gran misterio: y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia.

No quites la cabeza al cuerpo. Así no podría estar el Cristo total en ninguna parte. En ningún sitio está entero Cristo sin su Iglesia. En ningún sitio está entera la Iglesia sin Cristo. Porque el Cristo entero e integral es cabeza y cuerpo. Por eso dice el Evangelio: Nadie ha subido al cielo, sino el Hijo del hombre, que está en el cielo. Y éste es el único hombre que puede perdonar los pecados.

Sábado XXIII del tiempo ordinario

De los sermones de san Atanasio, obispo (Sermón sobre la encarnación del Verbo, 10: PG, 25, 111-114)

Renueva los tiempos pasados

El Verbo de Dios, Hijo del mejor Padre, no abandonó la naturaleza humana corrompida. Con la oblación de su propio cuerpo, destruyó la muerte, castigo en que había incurrido el género humano. Trató de corregir su descuido, adoctrinándolo, y restauró todas las cosas humanas con su eficacia y poder.

Estas afirmaciones de los teólogos hallan apoyo en el testimonio de los discípulos del Salvador, como se lee en sus escritos: Nos apremia el amor de Cristo, al considerar que, si uno murió por todos, todos murieron. Murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos, nuestro Señor Jesucristo. Y en otro pasaje: Al que Dios había hecho un poco inferior a los ángeles, a Jesús, lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Así, por la gracia de Dios, ha padecido la muerte para bien de todos. Más adelante, la Escritura prueba que el único que debía hacerse hombre era el Verbo de Dios, cuando dice: Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación. Con estas palabras, da a entender que el único que debía librar al hombre de su corrupción era el Verbo de Dios, el mismo que lo había creado desde el principio.

Prueba además que el Verbo mismo tomó un cuerpo precisamente con el fin de ofrendarse por los que tenían cuerpos semejantes. Y así lo dice: Los hijos de una familia son todos de la misma carne y sangre, y de nuestra carne y sangre participó también él; así, muriendo, aniquiló al que tenía el poder de la muerte, es decir, al diablo, y libró a todos los que por miedo a la muerte pasaban la vida entera como esclavos. Ya que, al inmolar su propio cuerpo, acabó con la ley que pesaba contra nosotros y renovó el principio de vida con la esperanza de la resurrección.

Como la muerte había cobrado fuerzas contra los hombres, de los mismos hombres, por eso, se logró la victoria sobre la muerte y la resurrección para la vida por el mismo Verbo de Dios, hecho hombre para los hombres, así pudo decir muy bien aquel hombre lleno de Cristo: Si por un hombre vino la muerte, por un hombre ha venido la resurrección. Si por Adán murieron todos, por Cristo todos volverán a la vida. Y lo demás que pone a continuación. Así que no morimos ya para ser condenados, sino para ser resucitados de entre los muertos. Esperan la común resurrección de todos. A su tiempo nos la dará Dios, que la hace y la comunica.