Contra la cultura de la indiferencia

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

El Evangelio de hoy (Lc 7,11-17), que narra la resurrección del hijo de la viuda de Naín por obra de Jesús, nos recuerda que, en el Antiguo Testamento, los más pobres del pueblo eran precisamente las viudas, los huérfanos, los extranjeros, los forasteros. ¡Hemos de cuidarlos, para que se integren en la sociedad! Por eso, Jesús, que tiene la capacidad de estar en los detalles porque mira con el corazón, tiene compasión.

La compasión es un sentimiento que te involucra, un sentimiento del corazón, de las entrañas, que lo abarca todo. No es lo mismo que: “¡qué pena!”; o: “¡qué lástima, pobre gente!”: no, no es lo mismo. La compasión te implica. Es “padecer-con”. Eso es la compasión. El Señor se implica con una viuda y con un huérfano. Pero dime, tú que tienes a toda una muchedumbre ahí, ¿por qué no hablas a la gente? ¡Déjalo, la vida es así, son tragedias que suceden, cosas que pasan! ¡No! Para Él era más importante aquella viuda y aquel huérfano muerto, que la gente a la que estaba hablando y le seguía. ¿Por qué? Porque su corazón, sus entrañas se han implicado. El Señor, con su compasión, se ha involucrado en ese caso. Tuvo compasión, “se compadeció de ella”.

La compasión, además, empuja a acercarse. Se pueden ver muchas cosas, pero no acercarse a ellas. Hay que acercarse y tocar la realidad. ¡Tocarla; no mirarla de lejos! Dice el texto: “Cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: «No llores.» Acercándose…”. Se compadeció –primera palabra–; acercándose –segunda palabra–. Y luego hace el milagro, pero Jesús no dice: Adiós, yo sigo mi camino: no. Toma al chico y ¿qué dice el Evangelio? “Lo entregó a su madre”: lo entregó –tercera palabra–, lo devolvió a su madre. Jesús hace milagros para devolver, para restituir, para poner en su sitio a las personas. Eso es lo que hizo con la redención: tuvo compasión –Dios tuvo compasión–, se acercó a nosotros en su Hijo, y nos devolvió a todos la dignidad de hijos de Dios. ¡Nos recreó a todos!

Así pues, debemos hacer lo mismo, seguir el ejemplo de Cristo, acercarnos a los necesitados; no ayudarles de lejos, porque está sucio, no se ducha, apesta… Tantas veces vemos en el telediario o en la portada de los periódicos esas tragedias: Mira, en ese país los niños no tienen para comer; en aquel país los niños hacen de soldados; en aquel otro las mujeres son esclavizadas; en ese país… ¡oh, qué calamidad! ¡Pobre gente! Paso página y voy a la novela, a la telenovela que viene después. Y eso no es cristiano. Por eso, la pregunta que yo haría ahora, mirando a todos, también a mí, es: ¿Soy capaz de tener compasión? ¿De rezar? Cuando veo esas cosas, que me las traen a casa, a través de los medios de comunicación, ¿se me remueven las entrañas? ¿El corazón padece con esa gente, o siento pena, y digo “pobre gente”, o algo así? Y si no puedes tener compasión, pide la gracia: ¡Señor, dame la gracia de la compasión!

Con la oración de intercesión, con nuestra labor de cristianos, debemos ser capaces de ayudar a la gente que sufre, para que sea devuelta a la sociedad, a la vida de familia, de trabajo; en definitiva: ¡a la vida ordinaria!