Publicado en L'Osservatore Romano (22-IV-2007)
En la Parte IV de la Notificación sobre las obras del P. Jon Sobrino, la Congregación para la Doctrina de la Fe afirma que «Jesucristo y el Reino en un cierto sentido se identifican: en la persona de Jesús el Reino ya se ha hecho presente». Se trata de una cierta identidad entre Cristo y el Reino de Dios que, como recuerda la misma Notificación, «ha sido puesta de relieve desde la época patrística». En palabras de Juan Pablo II: «la predicación de la Iglesia primitiva se ha centrado en el anuncio de Jesucristo, con el que se identifica el Reino de Dios» [1].
Como es conocido, el Reino de Dios es una realidad a la que ya se hace referencia en el Antiguo Testamento y que en el Nuevo adquiere gran relevancia, en su doble dimensión temporal y escatológica. El Reino se ha hecho presente ya con Jesucristo entre los hombres (cfr. Mt 12, 28; Mc 1, 15; Lc 10, 9.11; 11, 20; 17, 21; etc.), pero al mismo tiempo es una realidad que se debe buscar (cfr. Mt 6, 33; 19, 24), cuya venida debe pedirse en la oración (cfr. Mt 6, 10), y que sólo al fin de la historia llegará a su plenitud (cfr. Lc 21, 31; 22, 18; 1 Cor 15, 24; Ap 12, 10; etc.) [2].
Tanto en su etapa temporal como en su realización definitiva, el Reino de Dios se identifica con Jesucristo: se identifica «en un cierto sentido», dice la Notificación. De hecho, se trata de una identidad o identificación que no excluye una evidente distinción pero no separación entre Cristo y el Reino. Como explica la Constitución Lumen gentium, el Reino se manifiesta sobre todo en la Persona de Cristo y, a la vez, es una realidad que como el mismo Jesús explicó en las parábolas del Reino (cfr., por ejemplo, Mc 4, 26-29) crece y se desarrolla hasta el fin de los tiempos [3]. «El Reino de Dios es la manifestación y la realización de su designio de salvación en toda su plenitud» [4]. Por lo tanto el Reino es la entera creación en cuanto reconciliada con Dios. Jesucristo es el Rey de este Reino: Él no ha venido a tomar posesión de un Reino terreno (cfr. Jn 18, 36), sino para constituir un Reino: el mundo transformado por la fuerza de la Redención.
El Reino de Dios «se desarrolla donde se realiza la voluntad de Dios. Está presente donde hay personas que se abren a su llegada y así dejan que Dios entre en el mundo. Por eso Jesús es el Reino de Dios en persona: el hombre en el cual Dios está en medio de nosotros y a través del cual podemos tocar a Dios, acercarnos a Dios. Donde esto acontece, el mundo se salva» [5].
Para reflexionar brevemente sobre estos argumentos, es necesario no olvidar que estamos ante el misterio de la Encarnación y que «de los textos bíblicos y de los testimonios patrísticos, así como de los documentos del Magisterio de la Iglesia no se deducen significados unívocos para las expresiones Reino de los Cielos, Reino de Dios y Reino de Cristo, ni de la relación de los mismos con la Iglesia, ella misma misterio que no puede ser totalmente encerrado en un concepto humano. Pueden existir, por lo tanto, diversas explicaciones teológicas sobre estos argumentos. Sin embargo, ninguna de estas posibles explicaciones puede negar o vaciar de contenido en modo alguno la íntima conexión entre Cristo, el Reino y la Iglesia» [6].
San Pablo, resumiendo lo que sucedía durante la vida de Jesús en la tierra, afirma: «en Cristo, Dios estaba reconciliando al mundo consigo» (2 Cor 5, 19). Y San Agustín comenta: mundus reconciliatus, Ecclesia [7]: la Iglesia es el mundo en cuanto reconciliado con Dios; pero no es solamente la convocación de aquellos que han sido reconciliados, sino que ella misma es también salvífica, es decir, sacramento de salvación [8]. Por esto, la Iglesia in terris es el germen y el inicio del Reino [9]: mientras que la misma Iglesia al final de los tiempos, la Jerusalén celeste, será el Reino definitivo, en su plena realización.
Por eso la identificación del Reino con Jesucristo es también la identificación de Cristo con su Iglesia. De hecho, la Iglesia, no en su realidad visible y social sino en su más profunda realidad mistérica, es verdaderamente Cristo: «la Iglesia es eso: Cristo presente entre nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria» [10]. La Iglesia es el «totus Christus» [11], el Cuerpo místico de Cristo; expresión que no es simplemente metafórica, sino que expresa una realidad, ciertamente misteriosa, que nos ha sido revelada sobre todo a través de San Pablo (cfr. Rom 12, 8; 1 Cor 6, 15; 12, 12.27; Gal 3, 28, etc.) [12]. Según la célebre expresión de Santo Tomás, Cristo y la Iglesia forman «quasi una persona mystica» [13]. Como el mismo San Pablo escribe, esta singular identidad entre Cristo y la Iglesia está fundamentada en la Eucaristía (cfr. 1 Cor 10, 17); de hecho «la Eucaristía es Cristo que se nos entrega, edificándonos continuamente como su cuerpo» [14]; en otras palabras, la Iglesia es el Pueblo de Dios que vive del Cuerpo de Cristo y se hace Cuerpo de Cristo en la celebración de la Eucaristía [15]. Ciertamente hay que afirmar también la alteridad de la Iglesia respecto a Cristo distinción entre Esposo y Esposa, entre Cabeza y miembros, pero al mismo tiempo debe subrayarse que ese ser otro de la Iglesia su existir es donación de Cristo precisamente en orden a la identificación, a la unificación de todo en Él.
En el misterio de esta identificación, que no excluye la distinción, entre Cristo, Reino e Iglesia cabe considerar otro aspecto importante, relativo a la mediación de Cristo. La Notificación recuerda che «no es suficiente hablar de una conexión íntima o de una relación constitutiva entre Jesús y el Reino o de una "ultimidad del mediador", si éste nos remite a algo que es distinto de él mismo». Es ante todo necesario afirmar «la singularidad y la unicidad de la mediación de Cristo»: toda la realidad del Reino, toda la salvación también de aquellos que no pertenecen formalmente a la Iglesia proviene de Dios mediante Jesucristo [16]. Y esta mediación, remitiendo al Reino, remite a Jesús mismo. Por eso sería contrario a la fe católica negar «la unicidad de la relación que Cristo y la Iglesia tienen con el Reino de Dios» [17].
Otro aspecto, relacionado con el precedente y también destacado por la Notificación, es que no es aceptable la afirmación de P. Sobrino según la cual a Cristo «la posibilidad de ser mediador "le viene del ejercicio de lo humano"». Ciertamente, Jesús es mediador entre Dios y los hombres a través de su humanidad: «porque uno solo es Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre» (1 Tim 2, 5). Pero la posibilidad de esta mediación a través de su humanidad proviene del hecho único de que esta humanidad es la humanidad de Dios, de la Persona del Verbo. Jesús es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6): verdad y vida porque es Dios; camino porque Él mismo es hombre [18]. Por eso, la mediación de Cristo no remite a algo diverso de Él; sino que remite de modo inmediato a Él mismo. «En el mediador Cristo encontramos inmediatamente a Dios. Él es el mediador verdadero justamente porque lleva a la inmediatez o, por mejor decir, porque él mismo es la inmediatez» [19].
Solamente en Cristo se tiene acceso al Padre (cfr. Jn 14, 6), sólo en Él se edifica el Reino de Dios en la historia y sólo en Él, al final de los tiempos, será plenamente instaurado «el Reino eterno y universal: Reino de verdad y de vida, Reino de santidad y de gracia, Reino de justicia, de amor y de paz» [20]. Entonces se cumplirá el designio divino de «recapitular en Cristo todas las cosas» (Ef 1, 10), cuando todo el universo será sometido a Jesús, unificado en Él, en Él glorificado [21], y por Él entregado al Padre (cfr. 1 Cor 15, 24).
Notas
[1] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 16; cfr. n. 18, citado también por la Notificación.
[2] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 541-560.
[3] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 5.
[4] Juan Pablo II, Enc. Redemptoris missio, n. 15.
[5] Benedicto XVI, Discurso a la Curia Romana, 22-XII-2006.
[6] Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, 6-VIII-2000, n. 18.
[7] S. Agustín, Sermo 96, 8: PL 38, 588.
[8] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, nn. 1 y 48.
[9] Cfr. ibidem, n. 5.
[10] S. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid, 30ª ed 1994, n. 131.
[11] S. Agustín, Sermo 341, 1,1: PL 39, 1493.
[12] Cfr. Concilio Vaticano II, Const. Lumen gentium, n. 7; Pío XII, Enc. Mystici corporis.
[13] S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, III, q. 48, a. 2 ad 1.
[14] Benedicto XVI, Ex. Ap. Sacramentum caritatis, n. 14; cfr. n. 15. Sobre la relación entre Eucaristía e Iglesia, cfr. también Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia.
[15] «Die Kirche ist das Volk Gottes, das vom Leib Christi lebt und in der Eucharistiefeier selbst Leib Christi wird» (J. Ratzinger, Zeichen unter den Völkern, en M. Schmaus y A. Läpple, eds., Wahrheit und Zeugnis, Patmos, Düsseldorf 1964, p. 459).
[16] Cfr. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Dominus Iesus, nn. 13-15; A. Amato, Unicità e universalità del mistero salvifico di Cristo, in AA.VV. Dichiarazione "Dominus Iesus". Documenti e studi, Libreria Editrice Vaticana 2002, pp. 98-106.
[17] Ibidem, n. 19.
[18] Cfr. S. Agustín, Tract. in Ioannem, 34, 9: CCL 36, 316.
[19] J. Ratzinger, Teoría de los Principios teológicos, Herder, Barcelona 1985, p. 328.
[20] Misal Romano, Prefacio de la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo.
[21] Sobre la historia de la exégesis de Ef 1, 10, Cfr. J.M. Casciaro, Estudios sobre cristología del Nuevo Testamento, Eunsa, Pamplona 1982, pp. 308-324.
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