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Es una obviedad asentir al dato de que el amor entre el hombre y la mujer es un valor excepcional de la antropología y, consecuentemente, en la biografía de cada persona. Pero tampoco es vano consignar que la expresión de ese amor es ambivalente, pues o eleva al individuo hasta cotas de perfección suma o le degrada hasta límites de indescriptible bajeza. De hecho, las páginas más brillantes de la literatura universal se han escrito para ensalzar el amor humano; pero también la literatura más sórdida ha descrito las aberrantes degradaciones del pretendido amor entre el varón y la mujer. Ahora bien, esa exaltación o, en su caso, el envilecimiento del amor que llenan la literatura universal de todos lo tiempos no son un fenómeno exclusivamente literario, sino que se corresponden con la expresión del amor en la existencia concreta del ser humano en todos los momentos de la historia.
Pues bien, dado que el amor entre el hombre y la mujer tan decisivo en la conducta en la persona puede seguir caminos tan dispares, es lógico que requiera la atención de quienes tienen la misión educativa desde la niñez hasta que el hombre y la mujer alcancen el amor esponsalicio, que, en palabras del papa Benedicto XVI, es «el arquetipo del amor humano» (Encíclica Deus caritas est, n.2). Y, aún en el matrimonio, los esposos han de ser verdaderos usuarios el amor que les une con el fin de que engrandezca sus vidas y no las deteriore hasta hacerles infelices, de forma que fracasen en su compromiso de amarse hasta la muerte.
Esta es la razón del empeño de los padres, de los formadores, de los poderes públicos e incluso de la Iglesia por la educación sexual a todos los niveles, especialmente en la etapa de la adolescencia y, en general, de la edad escolar. Por añadidura, este compromiso se hace más apremiante por motivos circunstanciales de nuestro tiempo, debido a que las manifestaciones sexuales de la sociedad actual son tan abundantes como desmedidas, hasta el punto de vulnerar la esencia misma del amor humano. En este contexto nace la expresión «hacer el amor», siendo así que el amor no se «hace» como se elabora un instrumento, sino que se «vive». En efecto, a los más diversos niveles, se denuncia, que las formas obscenas, la pornografía y el erotismo son factores que impregnan la vida pública. Asimismo, los modos de comportamiento sexual, las formas de vestir y las más variadas expresiones culturales que algunos califican como «subcultura» deforman el amor humano y lo degradan con graves consecuencias para el individuo y para la entera sociedad, especialmente en la vida de los jóvenes.
En consecuencia, parece lógico que los proyectos educativos deberían prestar una especial atención a este tema. En efecto, el descubrimiento biológico y afectivo de la sexualidad se despierta en la edad media de la vida académica de los alumnos e influye de un modo decisivo no solo en el comportamiento escolar, sino también en las relaciones con su familia, en la convivencia social, en el rendimiento académico del alumno e incluso en la práctica religiosa y en la conducta moral. Por ello, no deja de sorprender que algunas instituciones incluso los centros de enseñanza pasen en paralelo ante un fenómeno que influye tan directamente en la conducta de los jóvenes precisamente en una etapa de la vida en la que la educación en el amor es tan decisiva.
Estas consideraciones no son ajenas a la enseñanza de la Iglesia. Así, por ejemplo, el papa Juan Pablo II describió con términos bien certeros estas situaciones, por lo cual urge a que se atiendan y se les dé respuesta en la enseñanza catequética:
Asimismo, la Congregación para la Educación Católica hizo público un amplio documento sobre Orientaciones sobre el amor humano (1-XI-1983), en el que se presenta extensamente la necesidad de la educación del amor sexuado entre la mujer y el hombre. Posteriormente, el Consejo Pontificio para la Familia publicó otro amplio documento acerca del sentido de la sexualidad y su educación: Sexualidad humana. Verdad y significado. Orientaciones educativas en familia (8-XII-1995).
A estos documentos de especial relieve en el magisterio ordinario de la Iglesia, es preciso añadir las numerosas catequesis de los últimos Papas sobre este mismo tema, las cuales se recogen y compendian en la doctrina del Catecismo de la Iglesia Católica (nn. 2331 ss.; 2520-2527).
Aquí no es posible detenerse en la exposición de las medidas concretas educativas que suscita la sexualidad en las relaciones amorosas hombre-mujer. No obstante, entre los muchos temas que cabría mencionar en la educación sexual de los jóvenes, cabe contemplar dos cuestiones de especial interés: 1º. ¿Quiénes son los agentes de esta importante y urgente misión educativa? 2º. ¿Cuáles son sus ámbitos propios; es decir, si se concreta en la mera información de la vida sexual humana o si, por el contrario, su objetivo debe ser una verdadera formación? En ambas cuestiones se trata de que los individuos se conduzcan de acuerdo con una vida sexual sana, conforme a la naturaleza sexuada masculina y femenina del ser humano.
La primera cuestión es debatida actualmente en España con especial acritud con ocasión de la ley sobre la asignatura de Educación para la ciudadanía, que pretende pasar al Estado el derecho de la formación de la sexualidad de los alumnos en la etapa escolar. Ante tal pretensión, los padres han reclamado de continuo que ellos tienen la misión principal de llevar a cabo la tarea educativa de sus hijos, especialmente en este campo de intimidad y decisión para la conducta futura de sus hijos. Por su parte, también la Iglesia, de acuerdo con la enseñanza bíblica, ha sentido continuamente la obligación de emitir juicios morales sobre el comportamiento sexual del hombre y de la mujer, de forma que les ayude a un comportamiento sexual que se inicia y se consuma en el amor esponsalicio.
Ahora bien, es preciso reconocer que esta triple competencia familia, Estado e Iglesia no se excluye mutuamente. Bien al contrario, admite la suma de estos tres agentes, de modo que todos ellos cada uno en su propio ámbito concurran en la educación sexual de los jóvenes. Tal como se admite por todos los que valoran la familia, es claro que en el campo educativo la labor principal es incumbencia de los padres y que el papel del Estado, en cuanto servidor de la sociedad, se concreta en facilitarles los medios adecuados para cumplir su labor. Este derecho se respalda en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU (a. 26) y en la Constitución Española (a. 27). Asimismo el Pontificio Consejo para la Familia reconoce este mismo derecho de los padres en la tarea educativa de sus hijos (cfr. Sexualidad humana. Verdad y significado (nn. 31-33).
Pero, de acuerdo con la naturaleza misma de la escuela, como institución delegada de los padres para la educación de los hijos, los centros escolares tampoco son ajenos en la educación sexual de los alumnos. También la Congregación para la Educación Católica mantiene este juicio: «Supuesto el deber de la familia, el cometido propio de la escuela es asistir y completar la obra de los padres, proporcionando a los niños y jóvenes una estima de la sexualidad como valor y función de toda persona creada, varón y mujer, a imagen de Dios» (Orientaciones sobre el amor humano, 69; cf. n. 23).
La misma opinión la mantienen los pedagogos. Así se expresa el reconocido autor Víctor García de la Hoz:
Es evidente que la escuela puede cumplir esta función cuando para ello es delegada por los padres, los cuales, o bien no saben impartirla o se sienten inseguros al tratar este tema con sus hijos. Este fenómeno es más común en la etapa de la pubertad. Pero, aún en el caso de que sean los respectivos padres quienes asumen este empeño, la escuela tiene otros ámbitos en los que puede arrogarse la educación de la sexualidad de los alumnos. En primer lugar, a nivel «informativo», por ejemplo, en el área de las Ciencias Naturales, en la asignatura de Biología que explica la anatomía y la fisiología propia del hombre y de la mejer; pero también en la exposición de otras asignaturas. Pienso, por ejemplo, en las clases de Historia, en cuyo desarrollo los asuntos familiares,
el amor y las aventuras sexuales en ocasiones han jugado un papel decisivo en los cambios de los pueblos. En otras áreas, por ejemplo, en la explicación del arte y de la literatura, se faltaría al rigor intelectual si la explicación del profesor se fijase exclusivamente en los datos artísticos o en el estilo literario sin subrayar el tema de la grandeza del amor y sus degradaciones que aparecen en las piezas de arte o que se desarrollan en tantas obras de la literatura universal.
Pero la educación de la sexualidad en la escuela ha de evitar el riesgo de quedarse exclusivamente en el ámbito «informativo», el cual, siendo en sí necesario, no es suficiente, sino tiene que tiene que abrirse a facilitar al alumno una concepción verdadera sobre la sexualidad específicamente humana, de forma que alcance el verdadero sentido de su ser hombre o ser mujer. La escuela no solo «informa», sino que «forma» y el profesor no es un mero «enseñante», sino un «formador», sin caer, ciertamente, en un adoctrinamiento ideológico de partido. Para ello, la escuela, además de informar sobre los elementos que constituyen la realidad sexual del hombre y de la mujer, debe enseñar el modo de integrarlo en la propia persona.
A este respecto, la formación sexual al alumno debe dejar patente que la sexualidad humana no es solo instintiva y placentera, sino intelectual y voluntaria (y, consecuentemente, responsable), al tiempo que es inseparable del aspecto afectivo-sentimental que interrelaciona al hombre y a la mujer. Asimismo tiene que empeñarse en descubrir la verdad y significado del amor humano, que relaciona mutuamente al hombre y a la mujer en orden al matrimonio y a la creación de la familia, lo cual connota también la procreación. Todos estos elementos que confluyen en la condición sexuada del ser humano deben ser tenidos en cuenta en la educación de la sexualidad. Esta consideración está de acuerdo con la concepción cristiana de la educación sexual, tal como se expresa la Congregación para la Educación Católica:
Al momento de precisar algunos aspectos que deben ser tenidos en cuenta en la educación sexual de los alumnos, parece conveniente tener a la vista los elementos que la constituyen, de forma que su comportamiento y ejercicio se corresponda con su naturaleza específica. Algunos de estos elementos constitutivos de la sexualidad específicamente humana se han mencionado más arriba. Aquí concretamos en ocho dimensiones que se integran en la constitución sexuada del ser humano. Son los siguientes:
a) Genético. La diferencia sexual se origina ya en los mismos genes: si se tiene un patrimonio genético de 44 cromosomas, más dos cromosomas sexuales X, tal sujeto será de sexo femenino (o sea, 22 pares, más uno XX). Por el contrario, si tiene un patrimonio genético con 44 cromosomas más un cromosoma X y otro cromosoma Y, es de sexo masculino (o sea, 22 pares, más otro par XY). A este respecto, conviene que el alumno caiga en la cuenta en la diferencia biológica entre el hombre y la mujer con el fin de eliminar ciertas tendencias que intentan igualar ambos sexos.
b) Morfológico-genital. La diferencia sexuada entre el hombre y la mujer conlleva una configuración somática muy diferenciada. La más marcada es la genitalidad masculina y femenina, pero también en otros datos específicos y secundarios del hombre (por ejemplo, la barba) y de la mujer (la anchura de caderas). Por ello, la diferencia del cuerpo marca ya conductas distintas en el hombre y en la mujer.
c) Instintivo. La sexualidad es un instinto fundamental y primario del ser humano: tiene la finalidad de continuar la especie generando nuevos individuos de la raza humana. Por la grandeza del fin procreador, tal instinto se muestra especialmente fuerte y en ocasiones no resulta fácil dominarlo. Se hace imperativo hacer una advertencia a este respecto, con el fin de que el alumno se empeñe en adquirir el dominio del instinto sexual, al modo como debe dominar todos los demás instintos (la ira, por ejemplo), los cuales, siendo constitutivos del ser humano, tienden a desbordarse, causándole mal al propio individuo.
d) Cognoscitivo. La sexualidad del hombre y de la mujer no es puro instinto como en los animales, sino que es humana, y por ello supone también el uso de la razón. Ello implica, pues, que en su ejercicio intervenga la inteligencia, pues no son una simple pareja de macho-hembra. El uso irracional de la sexualidad puede comportar que se ejercite de un modo in-humano.
e) Voluntario. La calidad instintiva de la sexualidad supone también la voluntad de dominio sobre el instinto y la libertad de su ejercicio. Por ello se exige la responsabilidad cuando se lleva a cabo: de ahí la expresión «maternidad y paternidad responsables».
f) Afectivo. La sexualidad humana no es meramente genital, sino que integra la totalidad de la persona. De ahí la importancia del componente afectivo-sentimental en la aparición y desarrollo de la relaciones sexuales entre el hombre y la mujer. Cuando la sexualidad se aísla del amor, se deshumaniza y se desliza lentamente hacia el zoologismo sexual.
g) Placentero. El placer es un componente esencial que acompaña a la actividad sexual. Ahora bien, el placer, además del orgasmo fisiológico, incluye la satisfacción del encuentro amoroso hombre-mujer. Será preciso advertir que no es humano reducir la sexualidad a puro placer, pero se supone e incluso se debe buscar en ese encuentro amoroso entre la mujer y el hombre.
h) Procreador. Finalmente, la sexualidad conlleva un componente esencial: la relación sexual entre los esposos lleva consigo la gestación de una nueva vida, si bien no se realiza en cada acto, pues la fecundidad está escrita en la dimensión biológica de la mujer.
Esta riqueza y singularidad de la sexualidad humana es puesta de relieve por La Declaración Persona humana de la Congregación para la Doctrina de la Fe:
Según los estudios de la ciencia, esos ocho componentes de la sexualidad específicamente humana es lo que la distingue de la mera sexualidad instintiva, próxima a la de otras especies de animales. Ahora bien, la grandeza de la sexualidad humana demanda que todos esos elementos se integren armónicamente. Tal unidad integradora constituye la virtud de la castidad, tal como se especifica en el Catecismo de la Iglesia Católica:
«La castidad significa la integración lograda de la sexualidad en la persona, y por ello en la unidad interior del hombre en su ser corporal y espiritual. La sexualidad, en la que se expresa la pertenencia del hombre al mundo corporal y biológico, se hace personal y verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo entero y temporalmente ilimitado del hombre y de la mujer. La virtud de la castidad, por tanto, entraña la integridad de la persona y la integridad del don» (CEC, 2337; cfr. 2520).No cabe duda que esta grandeza de la sexualidad humana, tal como la enseña la doctrina cristiana de acuerdo con los hallazgos de las ciencias humanas, si su práctica se lleva de acuerdo con lo que realmente es, es fuente de grandes satisfacciones. Ello explica que Jesucristo compare el reino de los cielos (la existencia cristiana) como unas bodas.
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