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Ateísmo filosófico y religión progresista

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Escrito por Domingo Bianco Fernández
Publicado: 18 Junio 2022

1. Hegel o la critica religiosa de la religion

Comenzar por un esquemático recordatorio de  la crítica  hegeliana  de  la religión tiene, un  interés  superior  al  meramente histórico, puesto  que  abandonar  el  cobijo  idealista le está resultando al pensamiento  actual mucho más difícil de lo que se cree.

Si los hombres aceptan someterse a Dios como a su Amo absoluto y entregan de ese modo su libertad es, enseñaba Hegel, por miedo a la  muerte  y  como  precio por el consuelo de soñar una vida en el Bien eterno. Los hombres no nos veremos libres de amos humanos o del Amo divino mientras no aceptemos resueltamente el hecho inexorable y definitivo de nuestra propia muerte.

Pero Hegel no detuvo su filosofía en el  análisis  de ésta que él llama «conciencia desgraciada»,  sino que  en su sistema dialéctico general integró «lo negativo»  como un momento esencial, como el motor que impulsa la historia humana hacia el fin  positivo  del  Espíritu  absoluto. El propio Hegel sostiene expresamente  que  la síntesis de lo particular y de lo universal que Cristo representaba en cuanto Dios (universal) hecho carne (particular) debe efectuarse, aunque no  después  de  la  muerte,  sino  ahora y por nuestra acción; no en la trascendencia fantástica de lo sobrenatural, sino en la inmanencia. del  Concepto  que se encarna en el Estado moderno,  en cuanto cónciliador que la justa organización social (lo universal) y de la libertad de los individuos y grupos particulares.

Al traducir a conceptos las representaciones imaginativas de la religión, la crítica idealista proyecta la infinidad divina sobre el  plano  de  una  estatolatría  monista. El Espíritu absoluto, la idea de la idea (Noesis noeseós), la síntesis  superadora de acción  y pensamiento, de  realidad  y concepto, de naturaleza  y  espíritu,  de  vida  y  muerte, los alcanzaría la Historia en una Razón absoluto manifestada como Razón de Estado.

La crítica idealista de la religión se convierte  así, como decía Feuerbach antes  de  Marx,  en  un  sucedáneo de la religión, en una soteriología intramundana, en la última astucia de la razón para consolar a los  hombres  de su condición indigente.

2. Marx o el idealismo subyacente a una filosofía de la praxis

Es bien sabido que Marx entiende por religión la ideología segregada por un organismo enfermo. En un mundo material que separa al hombre de sí mismo y le impide realizarse, el hombre proyecta su  realización  al cielo imaginario de la religión y crea la idea de un Dios creador de todo, incluído el hombre. Al producir  la idea  de Dios, el hombre  se  rebaja a considerarse  producto  de su producto.

Desde Fichte hasta los neohegelianos de izquierda, todo el idealismo alemán ha concebido al hombre como productor en la aceptación más radical: en la de libertad creadora, y ha rechazado apasionadamente la  heteronomía del hombre. La producción humana no podría venir determinada por ninguna  instancia  superior,  declaraban los  idealistas,  porque  cualquier  idea  de  un  orden divino o sobrenatural es, como tal idea, un  producto  humano Max Stirner, el último y más radical neohegeliano, escribió El único y su propiedad para proclamar la absoluta soberanía del yo humano y prevenir el riesgo de que el individuo paralice, al objetivarse en su creatura, el dinamismo  activo  y creador  que constituye  la verdadera vida.

¿Dice lo mismo la crítica marxiana? En absoluto.  Las ideas   de   Stirner   y  demás  familia  idealista  le   parecen «fantasías inocentes y pueriles». ¿Por qué? Porque no se libera a los hombres sólo por descargarles de sus fantasmas cerebrales. Eso sería tan ridículo, dice Marx, como suponer que para no caer en el vacío baste quitarse de la cabeza  la idea de gravedad.        .

No es sólo el pensamiento lo que está por liberar, porque no hay otro pensamiento que  el  de  los  individuos de carne y hueso y si éstos no son libres en la realidad tampoco lo será su pensamiento.

La ideología (por ejemplo, la religión o la economía política) es el mundo al revés puesto que convierte a los productos (Dios o el capital, respectivamente) en productore del productor (el hombre), pero lo que pone cabeza abaJo el mundo de la ideología no es ningún error de pensamiento, sino el vuelco histórico por el que el producto material del trabajo, convertido en capital, se expropia la producción misma, transformando al trabajo en mercancía. El fetichismo religioso es un reflejo del fetichismo de la mercancía que expresa, a su vez, la inversión de la relación productor-producto en el orden práctico­material.

La crítica marxiana del idealismo no se funda en una filosofía de la historia; lo que ya era el idealismo hegeliano, sino en una filoso/fa de la praxis que obliga a trascender incluso los planteamientos históricos y  el concepto de historia:

«La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de  toda  historia,  es  que  los hombres se encuentren, para hacer historia, en condiciones de  poder vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, cobijarse bajo techo, vestirse y algunas cosas más (... ). La producción de la vida material es una condición fundamental de toda historia que lo mismo hoy que hace miles de años necesita cumplirse todos los días y a todas horas simplemente para asegurar la vida de los hombres (...). La satisfacción de esta primera necesidad (...) conduce a nuevas necesidades y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico» (1).

Nunca desarrolló Marx esta filosofía de  la  práctica que La ideología alemana y las Tesis sobre Feuerbach anuncian. Pero hasta sus escritos finales,  el  último  fundamento de la ciencia marxiana, del «materialismo histórico» entero, es la filosofía que afirma  la irreductible  prioridad de un orden práctico cuyo núcleo de  exigencias es  anterior a la historia, invariable y fijo. Todavía el escrito de 1880 contra el economista Wagner insiste en  la  primicia de esa Praxis que es  el  terreno  originario  de  la  verdad del conocimiento y del lenguaje:

«Los hombres no comienzan de ningún modo por encontrarse a sí mismos en una relación teórica con las cosas del mundo exterior sino, a ejemplo de codo animal comienzan por comer, beber, etc., es decir, comienzan por comportarse activamente y apoderarse  de  ciertas  cosas por la acción, satisfaciendo así sus necesidades. Más tarde, designarán esas cosas mediante un lenguaje según les aparece en función de su experiencia práctica» (2)

No niega Marx que la validez lógica y metodológica de cualquier construcción teórica guarde un valor autónomo, mensurable por criterios meramente  especulativos, pero sí sostiene que la verdad objetiva del conocimiento, es decir, de toda teoría que sea más que tautoló­ gica, sólo puede probarse en y por la práctica (Tesis 2 sobre Feuerbach). La teoría jamás podrá reducir la heterogeneidad de sus fundamentos  práctico-materiales  y  es en la pretensión contraria en lo que radica el carácter ilusorio del idealismo.

¿Cómo es posible que hayan caído en el vacío cien años de insistencia en lo definitivamente inconmensurable de los dos órdenes y continúe hoy generalizada la creencia de los intelectuales en un acercamiento asintótico del orden teórico al orden real? ¿Por qué el idealismo resurge una y otra vez con la misma fuerza,  como si fuese inmune a la crítica? ¿No se topa aquí con una dificultad inherente a la índole misma del pensamiento en su espontáneo ejercicio de  la  reflexión?.  En efecto, criticar al idealismo equivale a pedir a la razón que se acepte heterónoma y esto es lo mismo que exigir a la razón que sospeche de la evidencia que al reflexionar se ofrece así misma. En la fascinación de la autoconciencia, el pensamiento, «que no se ve venir, que se ve ser» (según la expresión certera del poeta), olvida o rechaza su dependencia para con lo inconsciente material de que resulta. Como decía Meyerson, «la razón  no  tiene  más  que  un  medio de explicar lo que no viene de ella y es reducirlo a la nada» (3).

Reconocer la primacía de la práctica exigía una reforma tan completa y enérgica del entendimiento filosófico-histórico que ni Marx ni nadie hubiera podido recti­ ficar de un golpe toda la carga de su formación idealista: ideas, creencias, expectativas y postulados. La consiguiente diplop fa filosófica marxista vamos a examinarla, para empezar, en posiciones idealistas de Engels y Lenin, señaladas por diversos autores marxistas, para remontar después al origen de esas inconsecuencias en el pensamiento de Marx.

(Sea dicho entre paréntesis, los marxólogos tendrían un inagotable tema de estudio en la degradación que el marxismo padece desde su fundador a los epígonos, degradación que, obviamente, no se detiene en Engels  y Lenin. Los fundadores del socialismo español, por ejemplo, aprendieron marxismo en las simplificaciones francesas -que sacaban de quicio a Marx y le llevaban a exclamar repetidamente: «yo no soy marxista»- de Guesde y Lafargue, autor este último de un libro cuyo título, «El derecho a la pereza», había de resultar premonitorio para tantos dirigentes dispuestos a casi todo menos a leer El Capital. Luis Araquistáin creía elogiar a Marx afirmando:

«El marxismo es lo más opuesto a la ciencia». Y el más grande intelectual del socialismo español, Julián Besteiro ensalzaba la posición filosófica de Marx calificándolo de idealista: «El marxismo es una posición  idealista (... ) que ve la luz de las ideas y no otra luz  cualquiera... »  (4). Como en el socialismo español, éstos que ponían a Marx cabeza abajo, Araquistáin y Besteiro eran, a su vez, los maestros, calcúlese la comprensión que discípulos y militantes rasos demostrarán  hacia el  que quiere simplemente poner a Marx de pie, sobre todo si tenemos en  cuenta que, a medida que desciende el nivel teórico,  suele aumentar la virulencia del dogmatismo).

Pues bien, Engels concibe la unidad de la naturaleza y el espíritu en un sistema monista que constituye, como  el de Hegel, un «espiritualismo de la sustancia». Es Gustavo Bueno quien establece la comparación en sus Ensayos materialistas, y de esto a compárarlo con un teólogo no hay más que un paso. En efecto, Engels interpreta la unidad teleológica del Universo como una construcción progresiva del espíritu a partir de la naturaleza, es decir, de un modo extraordinariamente similar a Teilhard de Chardin, para quien la evolución natural es un camino de convergencia hacia la concordia universal, cristocéntrica, del «punto Omega» (5).

Si Gustavo Bueno acierta y Engels fue  un precursor de Teilhard, ¿cómo negar que el cristianismo sea compatible  con  el  marxismo?  Así  lo  quieren  demostrar  en un reciente documento sobre Fe cristiana y materialista marxista  los  teólogos José  María Díez-Alegría  y Reyes Mate, junto a Carlos Jiménez de Parga y José Luis Fernández, confirmando las conocidas posiciones de García Salve Comín, Miret Magdalena y tantos otros. Con el debido respeto a las personas hay que decir que llevan al límite la confusión. Porque la compatibilidad no es la del cristianismo con el materialismo marxista, como ellos pretenden, sino con los componentes idealistas del progresismo marxista que  son  precisamente  incompatibles  con el materialismo de cualquier filosofía de la praxis. Con el anterior y con lo que  sigue creo dar cumplida  razón  de  por qué la pretensión de los cristianos marxistas es filosóficamente disparatada, pero también de por qué ese equívoco tiene una larga vida por delante.

Sobre el idealismo de Engels y Lenin ya era revelador, sin más, que ambos designaran a todo lo real  material con el término kantiano de «cosa en sí» e incluso lo declarasen absolutamente reductible a conocimiento. Proyectaban así el orden de la praxis al plano de la objetividad y dejaban de consideralo heterogéneo. Entre el fenómeno y la cosa en sí -escribía Lenin  glosando  a Engels- no hay otra diferencia que  la  de  lo  conocido frente a lo  que  aún  no lo es (6).  Cierto que, a diferencia  de Hegel, Engels y Lenin no consideran ya realizado el saber absoluto con ellos mismos, sino que remiten al infinito desarrollo de la ciencia Ia identidad de los dos ordenes, material e ideal. Pero ¿quién es el teólogo que no ha remitido al infinito la unidad suprema? Que el infinito se entienda en acto o en potencia no modifica el idealismo de la posición. Si todo lo que existe será objeto de concepto, la filosofía de Engels y Lenin es un idealismo conjugado en tiempo futuro, un especie de idealismo diferido que postula, como todo idealismo, la realización de una Razón absoluta en una teleología histórica orientada hacia un polo positivo superador de injusticias, contradicciones y conflictos y reductor del Mal. Es esta pseudo-teología lo que funciona como encubierto fundamento de la llamada ideología «progresista», la cual apoya así su declarada voluntad racionalista en representaciones imaginativas que no dan expresión más que al orden pre-racional del sentimiento. Un progresismo cuasi-religioso, es decir, pre-científico y pre-filosófico no es un progresismo, sino una nueva figura del oscurantismo y de la reacción. Desde la atalaya de 130 años transcurridos no puede resultarnos más certera la advertencia que dirigió Proudhon a Marx en carta de 17 de mayo de 1846:

«No nos hagamos los jefes de una nueva  intolerancia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva religión, aunque ésta fuese la religión de la razón» (7).

Hoy son los «eurocomunistas» quienes denuncian desde dentro la condición eclesial o cuasi-religiosa del movimiento marxista. Por ejemplo, Santiago Carrillo, quien declaraba el 30 de junio de  1976  en  la Conferencia de PC europeos celebrada en Berlín:

«Era como si los comunistas tuviéramos una nueva Iglesia con nuestros mártires y nuestros profetas; durante años, Moscú ha sido nuestra Roma. Nosotros  hablábamos de la gran revolución de Octubre como de nuestra Navidad. Era nuestro período de infancia» (8).

Carrillo se expresaba en  tiempo  pasado  porque  en las autocríticas es casi inevitable. Y efectivamente, entre tantos signos del pasado, cómo olvidar la insistencia machacona de Stalin en afirmar que la edificación del socialismo es, por encima de todo,  una  cuestión  de  Fe;  o aquel estigma con que se fulminaba a los militantes arrepentidos, el mismo que se  empleaba  contra  los sacerdotes que volvían al siglo: «renegados». Pero cómo ignorar además, entre tantos signos del presente, que el  PCUS sigue declarando el marxismo-leninismo «doctrina inmortal e invencible», lo que vale como una muy correcta definición de Dogma; o que los tribunales de justicia soviéticos continúan  condenando  las ofensas a Lenin  o a la Revolución como «blasfemias» y «sacrilegios» (9).

¿Este presente es únicamente el de la URSS? Si los dirigentes latinos reconocen su error anterior ¿no es innecesario insistir  desde  el  punto de vista filosófico?  No  lo creo. Supongamos que el eurocomunismo desea sinceramente la renuncia al espíritu religioso. Supongamos incluso que la renuncia a la «dictadura  del  proletariado» no quede neutralizada, anulada por la conversación del «centralismo democrático». ¿Se  habría superado  por  eso el idealísmo marxista? Porque si el  idealismo  sigue  en pie, no se podrá evitar que los militantes continúen hablando y actuando como hombres de Iglesia.

Sólo cabe una respuesta: es imposible superar  un  error que no se ha reconocido, que ni siquiera parece barruntarse, y que podría formularse así:

Cuando Marx afirma, contra todo fetichismo, la autonomía del hombre de carne y hueso, prejuzga a renglón seguido una autoidentidad humana expresable en razón científica, con lo que su  posición  materialista  bascula hacia el hombre el postulado de una autonomía  de  la Razón que contradice precisamente la primacía materialista del orden práctico. Es  verdad  que  la  no-heteronomía del orden práctico excluye  la  heteronomía  de  la Razón para con  cualquier  presunta  realidad  trascendente o sobrenatural por ella ideada, pero está implicando otra heteronomía distinta: la de la Razón con respecto a la  Praxis misma. Aquí radica, a mi juicio, la fuente de las inconsecuencias y contradicciones marxistas.

Si ésta fuese una opinión personal, poco podría contar  para  un  movimiento  como el  marxista  en  el que, justo  por        lo que tiene de cuasi-religioso, se  concede  una importancia decisiva a los argumentos de autoridad. Resulta por eso poco menos que obligada la estrategia de expresarse con palabras cargadas  de  más  autoridad  que las propias.

Por ejemplo las de G. Gottier en su libro sobre El ateísmo del joven Marx,  donde  muestra  cómo  el  término de «alienación» que Marx recibe de Hegel, lo  había  tomado éste de la Epístola paulina a los Filipenses en la traducción de Lutero. San Pablo escribía (Flp 2, 6-9):

«Cristo, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes bien, se vació de sí mismo (se anonadó) tomando la condición de esclavo (...) y una vez reconocido como hombre se humilló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha elevado a lo más alto y le ha gratificado con el nombre que  está  por  encima  de  todo  nombre  para que ante él doble la rodilla  cuanto  hay  en  los cielos,  en la tierra y en los abismos y toda  lengua  confiese  que Cristo es Señor...».

La palabra «Kenosis » dice en griego el acto por el que Cristo se aniquila y asume la humanidad hasta la muerte y sólo así reconquista la positividad absoluta. Este esquema de la kenosis pasa al idealismo alemán como esquema dialéctico (afirmación, negación, negación de la negación) a través de la traducción que del esquema de la kenosis propuso Lutero utilizando el término Entaüsserung: alienación (10).

Hegel esperaba que el Estado moderno efectuase la síntesis de lo particular y de lo universal representada en la figura del Dios hecho carne. Para Marx, en cambio, es el proletariado el que debe llegar como la persona de Cristo hasta el fondo del sacrificio y de la negación de sí mismo para poder así, y por eso, elevarse hasta su plena y soberana realización. Es la misma síntesis religiosa de lo particular y de lo universal la que Marx declara realizable en esa clase social que «por ser la pérdida total del hombre sólo puede ganarse así misma mediante la recuperación total de hombre» (11).

Una crítica idealista de la religión se yuxtapone a la crítica materialista en los escritos de Marx, íncluído El Capital, donde escribe:

«El reflejo religioso sólo desaparecerá para siempre cuando las condiciones de la vida diaria representen  para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y con respecto a la naturaleza» (12).

«Bien largo me lo fiáis», podrían comentar hoy los dirigentes del Este. Si la religión no desaparecerá  hasta  que la vida diaria se vuelva  racionalmente  transparente, hay religión para rato. Esa imagen marxiana de un futuro hombre racional que, al realizarse  plenamente,  ni  siquiera necesitará soñar por las noches, no era un concepto científico, sino precisamente un sueño, el del «hombre total», a la vez cazador,  pescador,  intelectual, gobernante, obrero y campesino, individuo desarrollado en su totalidad y capaz de hacer frente a las exigencias más diversificadas del trabajo (13). Que el hombre total sea el símbolo de lo que nos falta no basta para legitimar científicamente esa expectativa ni la que lleva  aparejada  de una abolición de la división  social  del  trabajo  en  tareas de mando y tareas de ejecución, en manual e intelectual, vexata quaestio que los teóricos marxistas  hacen lo  posible por soslayar.

Excepción honrosa, Leszek Kolakowski acaba de hacer frente a ese tabú para revelar en profundidad el idealismo que subyace a la expectativa marxiana de unidad entre la sociedad política y la sociedad civil, expectativa  que   no  es  sino  otro  aspecto  de  la  creencia  en el «hombre  total» y que Kolakowski   caracteriza   como «mito de la autoidentidad humana» (14).

El ateísmo de la filosofía de la praxis coexiste en Marx con una soteriología intramundana  que  pone  toda su fe y su esperanza en una sociedad futura en la que no sólo quedará curada la escisión entre las funciones sociales y personales, políticas y privadas, sino también la división entre el sujeto y el objeto del  proceso  histórico (las relaciones sociales serán transparentes, los individuos asociados controlarán sus procesos vitales, etc.), la división entre los deseos y los deberes e incluso, concluye profundamente el ex-profesor de la Universidad de Varsovia, la división entre la esencia y la existencia.

Contra los enemigos de esa ideal  sociedad  positiva sin opresores ni oprimidos, en la que «manarán a  caño libre las fuentes de la riqueza colectiva» y se habrán superado la injusticia y el crimen, y en nombre de esa definitiva victoria sobre el Mal, Marx justificaba incondicionalmente el terrorismo revolucionario (véase el Neue Rheinische Zeitung de 7 de noviembre de 1848 y 18  de mayo de 1849) y Stalin recomendaba a su policía, desde 1937, la aplicación sistemática de la tortura. ¿No eran medidas consecuentes? ¿La Iglesia no se permitía acaso torturar y tostar herejes porque aun los tormentos más atroces no eran nada en comparación con la  salvación eterna que sólo la propia Iglesia  administraba?  Si la  voz de la Iglesia era la palabra de Dios,  el  hereje,  como  el ateo, no podía ser sólo un hombre equivocado; tenía  que ser o un loco a quien encerrar o un  pecador enemigo  de Dios al que se eliminaba  para que  no  siguiera conspirando contra los planes divinos. En estricto paralelo, si una organización política expresa el conjunto  de  intereses reales de los trabajadores, los disidentes, aún cuando subjetivamente pueden equivocarse de  buena  fe,  no pueden ser, objetivamente considerados, más que cómplices de los explotadores y enemigos del pueblo, es decir, alimañas a las que exterminar sin más argumentaciones, porque su misma inhumanidad les excluye  de  merecer trato humano. En ambos casos, tanto para  el  cristiano como para el militante progresista, ser o no  ser  hombre viene a medirse, no como unas exigencias y una actividad prácticas no por una individualidad de carne y hueso y entendimientó, no por la praxis, sino por la adecuación o inadecuación a un patrón ideal absoluto.

Con la praxis revolucionaria, eso sí, los testarudos hechos acaban trastrocando el contenido de la Idea, pero su valor absoluto persiste y esto es lo único que cuenta. En la imaginación de Marx, la libertad consistía en convertir al Estado en un órgano completamente subordinado a la sociedad. Pero cuando las previsiones de extinción del Estado no se confirman en la práctica, basta permutar sujeto y predicado para seguir aspirando a la unidad. Quiero decir que entre subordinar el Estado a la sociedad civil o someter la sociedad civil al Estado ninguna organización marxista señala otra cosa que diferencias accidentales. Esto hace concluir a Kolakowski que la expectativa marxiana del hombre unificado tenía que en­ gendrar, por fuerza, un crecimiento canceroso de la burocracia, a cuyo dictado cuasiomnipotente queda sometida cualquier posible iniciativa o espontaneidad de la sociedad civil. En el postulado de unidad entre sociedad civil y sociedad política, el profesor polaco encuentra ya prefigurados los trazos del Estado totalitario.

Ninguna formación  social se  atribuyó  en  la historia, a excepción de la Iglesia y de los ejércitos en guerra, una justificación tan absoluta de sus actos como el Estado del proletariado, porque ninguna se había  fijado  una  finalidad tan absoluta. Trotsky lo declaraba sin ambages:

«Ninguna organización social, excepto el ejército, se ha considerado nunca justificada para subordinar a los ciudadanos a ella misma en tal medida  y  a  controlarlos por su voluntad hasta tal grado (...) como el Estado de la dictadura del  proletariado  se  considera  justificado  a hacer y hace (...). Pues no tenemos otro camino hacia el socialismo que la regulación autoritaria de  las  fuerzas  y los recursos económicos del país (...) conforme al plan general del Estado» (15).

Comenta Kolakowski que en  este discurso anunciaba Trotsky un socialismo concebido como un campo de concentración permanente y justificaba  esa promesa por la necesidad de someter la sociedad civil al plan y a los intereses generales del Estado. En la estatolatría que diera plasmación histórica a la Idea absoluta de Hegel se ha cerrado así el círculo del idealismo marxista.

* * *

Los que más necesitan enterarse  de  algo suelen  ser los menos dispuestos. El viento que mueven  las palabras del profesor polaco, o las del ambicioso estudio  de  Michel Henry (16), las de  Sartre,  Gustavo  Bueno,  el  último Lukács  (17) y las de  tantos otros que han confirmado  a Kolakowski, hará vibrar muy pocos tímpanos de militantes. No resulta arriesgado pronosticar que las expectativas soteriológicas de Marx se conservarán tan intactas como hasta el presente. Las puertas de la burguesía no prevalecerán contra ellas. Y por lo mismo, muchos cristianos desilusionados en su fe seguirán viendo en  la futura sociedad pintada por Marx, y literalmente hablando, el «cielo» abierto.

Ahí está, como muestra, desde hace dieciséis años, la Crítica de la razón dialéctica y sus destinatarios se encuentran hoy tan necesitados de su enseñanza como se encontraban entonces. Todos los esfuerzos de sus Questions de méthode iban encaminados a mostrar cómo el idealismo marxista había llegado a perder el sentido  de lo que es un hombre y el interés por analizar los acontecimientos reales. No se podrá reconquistar al hombre en el interior del marxismo, advertía Sartre, sin restablecer la irreductibilidad de la praxis humana a la teoría, la primacía de la existencia sobre la esencia y la imposibilidad de su unidad. Cuando Marx escribe que «la concepción materialista del mundo significa simplemente la concepción de la naturaleza tal como es, sin ninguna adición exterior», Marx se toma a sí mismo por una mirada objetiva que contemplaría la naturaleza tal como ella es absolutamente. Ignora así que el experimentador forma parte del sistema experimental y en consecuencia, señala Sartre, recae en el postulado idealista del saber absoluto (18).

* * *

Ciertamente, no es la «autoridad» lo que merece discutirse en los autores expuestos, sino los argumentos racionales. La reflexión filosófica, que  siempre  fue  en gran medida ocupación solitaria, no debe proponerse reforzar las convicciones de nadie, ni siqtiiera las opiniones de la mayoría, sino contribuir a la educación de esa mayoría y, cada vez que haga falta, contribuir a la educación  de  los  educadores.  Resulta  que  la  palabra  alemana «Praxis»,  además  de  «práctica»,   significa   «clientela»  o « parroquia» y desgraciadamente cabe  preguntarse  si  no es en esta segunda acepción como la entiende  la mayoría  de sus cultivadores.

Conviene tener muy presente la fina advertencia de Paul Feyerabend; «los argumentos racionales van bien solamente con la gente racional y una apelación a la argumentación racional es por lo tanto discriminatoria» (19). Dirigir argumentos racionales contra alguna religión es arriesgarse a ser respondido con menos contraargumentos racionales que anatemas, descalificaciones morales y demás desahogos de  la agresividad.  Está en la fuerza de las cosas  que  los que  apoyan  sus convicciones  en el sentimiento reduzcan todo el contenido de los argumentos a la alternativa «el que no  está  conmigo  está contra mí». Pese a todo, no cabe en este punto otro modelo de conducta que el declarado en el prólogo a El Capital:

«En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré ateniéndome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso e lascia dir le genti!».

Añadiré una precisión final a este largo apartado. La exposición tenía que centrarse en los aspectos filosófico­materialista e ideológico-idealista del marxismo, y apenas ha quedado aludida su dimensión científica. Como la expresión «socialismo científico» induce fácilmente a confusión, conviene recordar que  el asp cto  científico  de la obra marxiana se reduce a la crítica de la Economía política, que Marx declaraba a su vez abierta, como toda ciencia, a la crítica. ¿Por qué sino  por  espíritu  científico se negó Marx a presentar un proyecto articulado de  la futura sociedad socialista que no hubiera podido ser más utópico? La expresión «socialismo científico» no significa que se posea un saber científico sobre la sociedad futura, sino la voluntad de no ser utópico.

Otra cosa es que Marx no pudiera evitar una previa representación del socialismo basada en las expectativas utópicas que hemos examinado, acerca de una ciencia absoluta, de  una  sociedad  racionalmente  transparente  y de un  mítico  «hombre  total»  presuntamente  superador  de la división del trabajo (técnica y social) y de la división de las sociedades civil y política.

Que Marx no cobrase conciencia del idealismo  de esos postulados resulta explicable porque nunca  desa­ rrolló la filosofía de la práctica, cuyo embrión sí contenía una crítica consecuente de la región. Aunque aquí no es posible ni siquiera esbozar esos desarrollos, sí puede intentarse la transposición del problema a los términos más asequibles y mejor conocidos de la filosofía  tradicional, con el propósito de plantear la cuestión de fondo del ateísmo.

3. Un existencialismo teista: el neotomismo

Comprender la heterogeneidad entre teoría y práctica encierra la misma dificultad que la filosofía cristiana encontraba en pensar la distinción real de esencia y existencia.

Para Tomás de Aquino, el esse es aliud que  el  id quod est. Entiennt Gilsoh puso de manifiesto la falta de claridad de  ese  planteamiento.  Al  no  disponer  siquiera de un lenguaje adecuado, el  Aquinate  se  vió obligado  a un doble uso de los términos «potencia» y «acto» que le llevó a sinsentidos como el de afirmar que «en  cierto modo» (quodammodo) el acto es potencia. En efecto:

y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que  induce  a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a  renglón seguido de haberla declarado inconcebible,  el que  culmi­ na en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas

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De modo que la forma, qué es acto  último  en  el orden de la ousía, resulta ser potencia en el orden de la entidad (20).

Se topa con los límites del lenguaje cuando  se intenta superar el idealismo... aunque sólo sea a escala de inmanencia mundana. Para el tomismo, el esse no  es objeto de concepto; «nunca lo repetiremos bastante» advertía Descocqs, el esse no es pensable. Porque el esse trasciende la esencia, trasciende también el concepto.

La inflexión clave del tomismo y su genial astucia estaba en bautizar a la existencia misma con el nombre de Dios-Entendimiento infinito. Como la esencia  de Dios es existir, la heterogeneidad o distinción real entre esencia y existencia resulta valer solamente a nivel de las creaturas y de su débil y parásita realidad. A nivel de realidad verdadera y última, la del infinito divino, se cancela la heterogeneidad y se identifican esencia y existencia. Todo estudiante de filosofía sabe que esta identidad de Dios de lo idéntico (la Idea) y lo no-idéntico (la Realidad existente) es el eje de la Teología cristiana, que el idealismo hegeliano secularizó.

Considero inapelable esta sentencia de Gilson: «Una ciencia del existir es una noción contradictoria», pero me pregunto por qué una teología del existir sería  una noción menos contradictoria. Era también Gilson el que escribía:

«Todo lo que posee realmente  la existencia  es  a fin de cuentas algo individual. Ahora  bien,  la ciencia  no llega directamente más que a lo universal. Es, pues, inevitable que ni aun la metafísica llegue, salvo  indirectamente, a esos actos particulares de existir  de  los que  decíamos que  son  lo que  hay de  más  real en la  realidad» (21).

De acuerdo, la existencia no se deja conceptualizar. Pero ¿acaso puede llegar a proclamarse la identidad de la existencia  con  la esencia de  un ser  personal  e infinito sin «conceptualizar?» Una teología sin conceptualización sería una teología sin logos, sin discurso, sin saber. Afirmaría la existencia como lo absoluto sin ninguna racionalización y, en  pura consecuencia,  debería renunciar  incluso a la palabra «Dios», tan inevitablemente cargada de connotaciones conceptuales. La llamada «Teología negativa» es aún demasiado positiva si se considera Teología, y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousía aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmina en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas del «hombre total», es decir, al topos uranós de un futuro imaginario.

4.           Una filosofia de la contingencia: el existencialismo ateo

Los tomistas han sabido siempre que es en el problema de la existencia donde se decide la cuestión del ateísmo. Ahora bien, es el existencialismo la corriente filosófica que ha centrado su reflexión en la primacía de una existencia irreductible a la esencia, es decir, en la primacía de una existencia sin atributos.

Su «ateísmo consecuente» lo fundaba Sartre, precísamente, en que la existencia es inconcebible, en que no cabe ciencia ni teoría alguna de la existencia:

«El mundo de las explicaciones y de  las razones  no es el de la existencia. Un  círculo  no es absurdo, se explica muy bien. Pero un círculo  no  existe.  La  existencia bruta está por debajo de cualquier explicación. La existencia no es la necesidad sino, al contrario,  es la posición de la contingencia como fundamento absoluto. Ningún ser  necesario   puede  explicar  la  existencia.  La contingencia de lo existente no es una apariencia que alguna doctrina pudiera disipar. La contingencia es lo absoluto, la gratuidad perfecta» (22).

La misma convicción impulsó de principio a fin la reflexión de Merleau-Ponty:

«La contingencia del mundo no ha de ser entendida como un ser menor o como  una  laguna en  el  tejido  del ser necesario, como una amenaza a la  racionalidad  ni como un problema que resolver lo antes posible por el descubrimiento de alguna necesidad más  profunda.  Esta es una contingencia óntica que se da en el interior del mundo. Pero la contingencia ontológica, la del mundo mismo, al ser radical es, por el contrario, la que funda de una vez por todas nuestra idea de la verdad» (23).

Si dijéramos que la contingencia es un problema, habría que precisar  que  el  problema  es  más  profundo que cualquiera de sus soluciones, porque  la  inteligibilidad de éstas está en función de la existencia y supone intacto su problema.

La filosofía marxiana de la praxis era también forzosamente atea en la medida en que sostenía igualmente la primacía de la existencia y su irreductibilidad  al  plano del conocimiento, si bien Marx no pasaba de  un  salto desde el orden de  la  autoconciencia  o  del  para-sí  al orden de la existencia bruta y absurda del en-sí,  como Sartre tiende a hacer, sino que se centra en  un  orden situado entre ambos extremos, a saber, en el orden de las necesidades naturales y en el de la acción encaminada a satisfacerlas. El hambre, el  deseo  sexual,  el  trabajo  no son significaciones de una conciencia, pero tampoco se confunden con la masa innominable de lo en-sí, porque orientan. Entre la Teoría y el Vértigo está esa orientación, más profunda que la historia, que cada individuo  encuentra ya en su propia organización corporal. Que las determinaciones, no teóricas sino normativas, de la praxis y de sus puntos fijos, transhistóricos, hayan sido lamentablemente descuidadas por la historia del marxismo desde Marx ha terminado reduciendo el criterio materialista  de  la práctica a un mero formalismo que está vaciando no sólo la estrategia política, sino la moral y aún  la  teoría  marxista de cualquier sujección a contenidos precisos y definidos (24).

5.           El desarrollo del pensamiento ateo: Nietzsche

En la crítica del idealismo y de la teología que Marx no hizo más que esbozar fué donde concentró  Nietzsche los esfuerzos de su filosofía de la praxis. «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo», decía, como Marx. De la diversidad, sin posible Aufhebung, de los intereses de los deseos y de las contrapuestas y parciales voluntades de poder nace el conflicto de las interpretaciones, tan irreductible como aquella diversidad.

Por eso juzga Nietzsche indecidible el conflicto de las clases y de sus respectivas morales del poder y del resentimiento. O el conflicto de  los sexos, que el Psiconálisis confirmará bien a su pesar cuando las mujeres, incluso psicoanalistas, rechazan sistemáticamente la interpretación freudiana de la  sexualidad  femenina  (la  «envidia del pene»)  como  absurdamente  falocéntrica  ¿Como sería  posible  una  verdad  en  sí  de  la  diferencia   sexual, una verdad  del  hombre o  de  la mujer  en  si que  no viniera de la  experiencia  interesada  y  parcial  de  un  hombre  o de una  mujer?  La verdad  en  sí de  la mujer  o  del  hombre no existen, subrayaba recientemente Jacques Derrida,       hablando de Nietzsche (25),  porque  toda teoría resulta de un parti-pris, de una parcelación de las experiencias sin posible síntesis superadora, como tampoco la tiene la instalación existencial que les sirve de base. Las interpretaciones de la existencia o del mundo son siempre juez y parte, irreductibles entre sí y, en su pretensión universalizadora, absolutamente indecidibles. ¿Cómo resultarían desinteresadas las interpretaciones si son los intereses los que funcionan como órganos de visión? No era otro el problema de fondo en la Genealogía de la moral:

«A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento de sí mismo»: en esos conceptos  se  nos pide siempre que pensemos un ojo que de ninguna manera puede ser pensando, un ojo carente en absoluto de roda orientación, en el cual deberían estar entorpecidas  y ausentes  las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embargo, las que hacen que ver sea ver algo» (26).

No hace falta ser partidario de Nietzsche, ni minimizar las graves ambigüedades antidemocráticas que no escamotea el problema de  lo  «negativo»,  que  no  reduce el mal a mera privación, que  no levanta  un  nuevo altar a  la unidad suprema apenas derruídos los anteriores. En la bienpensante Historia de la Filosofía, Nietzsche es una excepción. Para él, la contradicción no es un estado pasajero, ni dice que el hombre actual esté alienado  o  enfermo. Dice que «el hombres ES el animal enfermo» y justamente «porque es el único animal que sabe decir NO» esto es, porque él mismo consiste  en  la negatividad  y  en la contradicción. La  Gran  Salud  y  el  Superhombre  no son símbolos de una superación de la  tragedia  humana, sino de una vida que asume la contradicción y la ambivalencia en una declarada voluntad de lo efímero (eterno retorno). En ese pensamiento de la no-identidad consigo mismo, según comenta hoy Bernard Pautrat (27), el instante y la cosa se dispersan infinitamente en la  suma puntual pero nunca  totalmente  enumerable  de  simulacros de identidad sin modelo asignable para siempre.

Cuando Nietzsche postula un pensamiento que vaya más allá del Bien y del Mal efectúa uno de los raros es­ fuerzos históricos por superar la oposición  maniquea  entre un Bien monolítico y un Mal unitario. «El que no es hombre de una sola virtud es  batalla  y campo de  batalla de  virtudes»,  escribe. También  el  bioo se opone  al bien  o la virtud a la virtud, incluso en el mismo individuo, en función de una pluralidad de contextos y fines que ni siquiera sería plenamente enumerable. Por eso, los dioses griegos que encamaban los diversos valores no podían por menos que disputar y oponerse. Nietzsche nos revela el fondo de su pensamiento y el del ateísmo filosófico cuando escribe que para la antigüedad griega el monoteísmo no hubiera significado sino el más absoluto ateísmo: el nihilismo.

«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo que se acabaron. ¡Y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!

No encontraron la muerte en un «crepúsculo» -ésa es la mentira que se cuenta. Al contrario,  ¡se murieron de risa!.

Esto ocurrió cuando  la palabra más atea de  todas fué pronunciada por un dios mismo, -la palabra: «¡Existe un único Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!» - Un viejo dios huraño, un dios celoso se excedió hasta ese punto. Y todos los dioses rieron entonces, se bambolearon en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existen dioses, pero no dios?». El que tenga oídos, que me oiga» (28).

6.           Conclusión

Una de las funciones de la filosofía, y quizá la más importante, ha sido, desde Sócrates, ayudarnos a reconocer que no sabemos.  Contra los  consuelos  de  la religión y los maniqueísmos ideológicos, la filosofía nos impide olvidar que la tragedia humana es  tan irreductible  como los enigmas del mundo y de la persona.

Quienes se tengan a sí  mismos  por  materialistas  en el sentido de la filosofía  de  la práctica,  que  ciertamente no es el sentido vulgar del materialismo, sólo por inconsecuencia pueden desconocer el policentrismo de la Verdad y de los intereses, que podrá ser destruído o repri­ mido, pero que no se dejará integrar en ninguna síntesis superadora.

Las derivaciones políticas de una filosofía de la praxis no podrían abordarse en los límites de este trabajo, pero habrán de ser en todo caso consecuentes con la pluralidad irreductible de los centros de verdad -y de poder- y con las libertades que garantizan su despliegue y su limitación mutua. Se me permitirá también aquí remitir a los pasos medidos y rigurosos por los que Gustavo Bueno alcanza esta conclusión:

«El materialismo de la Verdad es la afirmación de una pluralidad de verdá.dey (partes extra partes) contrapuestas entre sí muchas efe ellas -y, por tanto-, carentes de interés o incluso peligrosas para la propia vida del hombre en una situación determinada. El materialismo de la Verdad no es otra cosa sino la aplicación de la tesis de la inconmensurabilidad de las partes de la Realidad al universo de verdades; por tanto, la negación del Monismo de la Verdad y, en consecuencia, la evidencia práctica de la necesidad de seleccionar verdades según crite­ rios no «especulativos». (29).

La radical sospecha hacia Dios y hacia el Estado legada por Nietzsche se despierta a partir de una sospecha más profunda contra la vieja fe filosófica en la uni­ dad de los trancendeniales: Ser, Uno, Bien, Verdad, Belleza. El intento de encerrar una realidad heterogénea y sobredeterminada en la Verdad de un discurso que pretende enunciarse en nombre de un Bien absoluto, presente o futuro, tiende en pura ctmsecuencia a convertirse en dictado del Estado absoluto, «el más frío  de todos los monstruos fríos».

La alternativa filosófica no se plantea  ya  como opción entre la teleología de totalización racional o la dispersión nihilista-esquizofrénica. Ninguna grandiosa doctrina ni organización suprema conciliarán definitivamente lo universal y lo particular. Por el contrario, tanto más precaria será la fórmula del compromiso  político cuanta más realidad sepa acogér en el equilibrio sobredeterminado de contextos y centros de interés y deseo. Ninguna doctrina se  necesita  como  base  de  sustentación o tendencia conciliadora de las plurales posiciones de in­ terpretación sino, como decía el Herzog de Saul Bellw, «una buena síntesis de cuatro perr as», y que ciertamente muy poco necesitará tener de especulativa: la de las normas ético-jurídicas que proclamen imperativos incondicionales e intangibles todos los orientados a garantizar la preservación de la integridad y personal, la de cada individuo de carne y hueso, como base permanente y transhistórica sobre la que podrán después preferirse unas u otras fórmulas de convivencia en proporción decidible a nivel de consensus.

Domingo Bianco Fernández, dialnet.unirioja.es/

Notas:

(1)     Carlos Marx y Federico Eogels, La ideologiá alemana, Ed. Pueblos Uoidos-Grijalbo, Barcelona 1974, p. 28. (los sijbtayados son míos).

(2)     Karl Marx, Ot11vre1 ed. Pléiade, París, t. II.

(3)     E. Meyerson, La deducción relativista, art. 186. Cit. por E. Gilson El ser y la esencia, Desdée de Brouwer,  Buenos  Aires 1951. lema.

(4)     Cf. E. Lamo, Filosofía y política en Julián Besteiro, Ed. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1973, pp. 185, 194 y 235.

(5)     G. Buena, Ensayos materialistas, Ed. Tauros, Madrid 1972, pp. 124 a 126.·

(6)     Lénine, Oeuvres, t. 14, Matérialisme et Empiriocritic Snu, Ed. s c s. París. Ed. n langues étrangéres-Moscou, p. 104: «Il n y a,  il ne peuc y avoir aucuoe d1fference de  pnncipe entre le

Phénomene ec la hose en soi. II n'y a de  différence  qu'emre ce qui ese connu et  ce qui  ne l'esr

pas encore.

(7)     Cf. M. Rubel, Chronologie, en Marx, Oeuvres, Pléiade, I, p. LXIX

(8)     Cf. Le Monde de I de julio de 1976.

(9)     Cf. por  ejemplo L'af/aire Siniavski-Daniel, Christia? Bourgois éditeur! París 1967, J:P· 71, 72, 128: fosuJcar el nombre sagrado de Lerun -dice el Juez- es una blasfemia y un sacrilegio.

(10)      G. Cottier, L'atheisme d:, je,me Marx, Vrin, París 1950, p. 28. f. también Michel Henry, Marx, t.J, Gallimard, París 1976, pp. 120 a 161.

(11)      Marx, En torno a la crítica de la filosofía del derecho de Higel, en La Sagrada Familía) y otros escritos, Grijalbo, México 1962, p. 14.

(12)      El Capital, 1, F.C.E., México, p. 44.

(13)      Ibid. p. 408.

(14)      L. Kolakowki,  El mito de la autoidentidad humana, Cuadernos Teorema, Universidad  de   Valencia 1976.

(15)      Ibid. pp. 20 y 21.

(16)      M.Henry, Marx, 2 vols., Ed. Gallimard, París 1976.

(17)      Gyorgy Lukács, Sofjenitsyne, Gallimard, col. ldées, París 1970.

(18)      Sartre, CritiqNe de la raison dialectique, Gallimard, París 1960, pp. 30-31 y 58-59.

(19)      Paul K. Feyerabend, Conía el método, Ariel, Barcelona 1974, p. 155

(20)      Cf. E. Gilson, op. cit., p. 100.

(21)      Ibid. p. 109.

(22)      Sartre, La nausée, Gallimard, Parí;, pp. 161 ss.

(23)      M. Merleau-Ponty, Fenomenr,k,gtá de la percepcÚn, F.C.E., México 1957, p. 437.

(24)      Cf. Domingo !rala, Las relaciones de producción socialistas, Ed. Fernando Torres Col. lnterdisciplinar, Valencia 1975.

(25)      Cf. Nietzscheaujourd'hui, col. 10/18, París 1973, t. 1, p. 268.

(26)      Genealogía de la moral, Alianza Ed., Madrid 1972, pp. 138 s.

(27)      Cf. Nietzsche aujourd'hui, I, p. 17.

(28)      Así habló Zaratustra, Alianza Ed., Madrid 1972, p. 256.

(29)      G. Bueno, Ensayos materialistas, p. 146.


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