1. Introducción
Ignacio de Loyola acaba los ejercicios espirituales con la “Contemplación para alcanzar amor”. Al llegar a este momento espera que el ejercitante haya vivido una experiencia de gratuidad y desee responder a ella con todo lo que él es. Sin embargo, muchos acompañantes de ejercicios se preguntan qué ocurre hoy para que esta respuesta no se vea de manera tan clara, qué está cambiando en el hombre para que hoy no se responda a la gratuidad, qué dificultades hay para vivir desde la gratuidad. El presente trabajo quiere responder a estas preguntas desde una reflexión sobre la misma gratuidad, no limitada a la experiencia de los ejercicios espirituales, sino ampliada a las diversas dimensiones del hombre, comenzando por su misma condición ontológica.
Para iniciar nuestra reflexión observamos que la literatura sobre el concepto gratuidad es bastante insignificante. No aparece casi nada ni en compendios ni en diccionarios, salvo alguna excepción en enciclopedias de espiritualidad. En teología, la gratuidad ha remitido con frecuencia a los tratados de gracia. Sin embargo, hay que reseñar que en los últimos años es un tema que está comenzando a aparecer, de modo particular en obras de espiritualidad y mística, pero también en otros campos como el de la economía, las ciencias sociales, la educación, la antropología, etc.
Observando esta reciente literatura uno descubre que la presencia más constante del término “gratuidad” en los diferentes saberes conlleva cierta ambigüedad. Resulta extraño que hoy se hable más que nunca de gratuidad, cuando vivimos en un mundo tan marcado por las relaciones de interés, por las imposiciones del mercado, por la competencia, la eficacia, los beneficios y las recompensas. Lo cual lleva a preguntarnos si tiene sentido hablar de gratuidad cuando medimos y calculamos la repercusión o el fruto que pueda tener cada una de nuestras acciones.
Quizás tengamos que recordar el refranero español y recuperar aquella expresión tan sabia que decía “dime de qué presumes (hablas, en este caso) y te diré de qué careces”. La proliferación del término gratuidad en las diferentes ciencias probablemente responda a una carencia nuestra, de todos nuestros contemporáneos.
El Diccionario de Espiritualidad, sitúa de manera muy acertada la clave del problema [1]. Considera que entendemos por gratuidad la disposición generosa del que da por pura benevolencia, sin que haya ninguna necesidad, ni obligación, y sin que se imponga ninguna exigencia por parte del que recibe. Desde esta perspectiva se puede afirmar que la gratuidad perfecta procede de Dios, que es el único que es amor absoluto y originario. Sin embargo, el hombre puede participar analógicamente de esa gratuidad en la medida en que dejándose atrapar por el amor de Dios, es capaz de devolver amor por amor, amando al resto de los hombres de modo desinteresado.
Si tomamos como referencia esta definición, cabe preguntarse si hoy el hombre puede tener una dificultad antropológica para abrirse a esa experiencia de gratuidad radical y fundante.
Esto es lo que trataremos de mostrar en este trabajo. Señalaremos el fundamento óntico y antropológico de la experiencia de gratuidad. O dicho de otra manera, concebimos que el hombre ha de entenderse a partir de la vivencia de la gratuidad, de un ser que se le da y le sostiene. Esta experiencia ha sido puesta de relieve tanto en la filosofía, especialmente en los últimos años, en la concepción teológica y antropológica de la biblia como en la misma espiritualidad ignaciana. Sin embargo, la vivencia del hombre actual, el final del camino al que nosotros, hombres y mujeres de la posmodernidad, hemos llegado, nos muestra que estamos sufriendo las consecuencias de la ruptura con una estructura antropológica que nos ha sostenido durante siglos. Esta ruptura es la que nos está incapacitando para vivir en gratuidad.
2. El ser como don
Cuando en la segunda mitad del siglo XIX, Nietzsche anunciaba a través del personaje del insensato la muerte de Dios, no podía imaginar que más que cerrar una etapa en la historia del pensamiento occidental, estaba abriendo una nueva puerta a través de la cual se iniciaba una revolución –o una recuperación– del Dios que había quedado secuestrado en las estrechas paredes del concepto. De modo análogo a lo que para muchos ocurre en la Pasión de Jesús, tuvo que ser la muerte el lugar teológico donde se revelara la verdad última sobre Dios.
Pero el anuncio estremecedor de Nietzsche tan sólo es la cúspide de un proceso que había comenzado varios siglos antes. De hecho nos podríamos remontar a los mismos fundamentos metafísicos de la filosofía griega, cuando ser y verdad se hacen coincidir, y determinan el horizonte gnoseológico de todo el pensamiento occidental. En estos inicios podemos encontrar la huella del enclaustramiento conceptual de Dios, que hace que éste se convierta en un ídolo, a disposición de los deseos y proyecciones del ser humano [2]. Si bien durante mucho tiempo, especialmente en la filosofía medieval se remarcó que Dios era mucho mayor que nuestros conceptos, y que a Dios no podíamos encerrarlo en nuestras capacidades cognoscitivas. Por eso, tiene razón Marion cuando dice que “las cinco vías trazadas por Santo Tomás no conducen absolutamente a Dios” [3], y durante ese tiempo aún había instancias externas que salvaban a Dios de los límites del concepto [4].
Sin embargo, la modernidad introdujo un cambio de paradigma que encerró aún más a Dios en el concepto. El sujeto se convierte en instancia suprema de veracidad, se pierde el referente externo, con lo cual, la idea de Dios queda atada a los estrechos límites de la misma metafísica. Señala Marion, “cuando el consensus de ‘todos’ sea sustituido por el idiotismo ‘yo entiendo por…’, ¿quién podrá garantizar el fundamento de la equivalencia del discurso probatorio con su más allá?” [5]. Las definiciones de Dios que ofrecen Descartes, Malebranche o Spinoza, no dejan de ser “formas nominales que intentan encerrar al Otro irreductible en una infinidad verbal” [6]. Este proceso, lo culminará Hegel cuando aproxime lo divino tanto a lo humano, que dejará la sospecha de que entre lo uno y lo otro no hay en realidad diferencia [7]. Sospecha que Feuerbach resaltará cuando indique que Dios no es más que el reflejo infinito del ser humano. Dios muere, piensa Feuerbach por obra del pensamiento que lo mata al hacerlo provenir de la misma finitud, al convertirlo en el fantasma infinito de la finitud. Tras Feuerbach, Nietzsche proclamará la muerte de Dios y con él la filosofía se introducirá en la senda del nihilismo.
Será Heidegger quien firmará el acta de la muerte de Dios con su proclamación de la muerte de la metafísica, pero será él mismo quien señalará que esta muerte conlleva una nueva comprensión que puede significar la superación de la misma muerte.
El alemán reconoce que el fin de la metafísica, entendida en su sentido tradicional, llega con la identificación entre ser (entendido como ente) y Dios. Heidegger propugna una vuelta a los orígenes, la reelaboración de una teoría más elemental y básica (ontología), que se preocupe por el ser mismo entendido como fundamento del ente (no como igual al ente). La diferencia ontológica consiste en establecer la distinción entre ser y ente. El ente es lo concreto, mientras que el ser es lo que hace al ente ser ente. Por consiguiente, el ser no es el ente ni el conjunto de los entes. Para poder llegar a un cierto conocimiento del ser, es necesario volver la mirada al hombre que en su propio existir es capaz, gracias a su conciencia, de tener una cierta comprensión del ser. El ser, de algún modo, se le revela al hombre en su existir.
De este modo, Heidegger intenta superar la metafísica tradicional, que, para él, se había convertido en onto-teología, limitándose a pensar el ente concreto en su relación con el ser, pero olvidando el ser mismo. Así al preguntarse por Dios, la metafísica lo había convertido en el Dios de los filósofos, pero no en el Dios de la fe. Desde esta nueva perspectiva ontológica de Heidegger, entre filosofía y teología se ha de dar una ruptura total. Tal como lo expresa el texto citado por Marion, en el que Heidegger responde a la pregunta sobre si es lícito identificar ser y Dios:
“Ser y Dios no son idénticos y yo no intentaría nunca pensar la esencia de Dios mediante el ser. Algunos de ustedes saben que yo vengo de la teología, que guardo siempre por ella un viejo amor y que sigo entendiendo algo de ella. Si aún tuviera que poner por escrito una teología –a lo que me siento a veces tentado– entonces el término ser no podría en ningún caso intervenir. La fe no tiene necesidad de pensar el ser. Cuando ella recurre a éste, ya no es fe. Esto es lo que Lutero comprendió. Hasta en el interior de su iglesia parece olvidarse. Soy contrario a toda tentativa de emplear el ser para determinar teológicamente en qué Dios es Dios. Del ser en esta cuestión no hay nada que esperar. Creo que el ser no puede ser jamás pensado como la raíz y esencia de Dios, pero con todo, la experiencia de Dios y su manifestación, en tanto que ésta puede afectar al hombre, es en la dimensión del ser que ella fulgura, lo cual no significa a ningún precio que el ser pueda ser predicado posible de Dios. Sería necesario sobre este punto establecer distinciones y limitaciones totalmente nuevas” [8].
Estas limitaciones y distinciones que propugna el filósofo alemán en este texto, las resolverá pensando el ser no en las categorías del ente sino allí donde se revela y manifiesta, un espacio que esté al margen del pensamiento conceptual y objetivador. Si bien, como le criticará Marion, Heidegger no consigue separarse de la esfera del ser, porque en realidad éste no ha liberado a Dios del ser. Heidegger indica que “ser” es un término no teológico y que la teología habla de la revelación, que es una experiencia particular del hombre que no debe corresponder a la filosofía sino a la fe. Filosofía y teología son dos ciencias distintas. La primera es la ciencia trascendental del ser. La segunda es la ciencia categorial que se ocupa de un determinado ente, el hombre en tanto que creyente. Pero con esta distinción, Heidegger subordina la teología a la ciencia fundamental que es la ontología, pues ésta se interesa por aquello más fundamental y básico, el Dasein. El ser creyente es una forma determinada de Dasein, por consiguiente, posterior al Dasein considerado por la filosofía. De esta forma cuando la teología habla de Dios, habla de un ente concreto que se manifiesta desde la constelación del ser. Sin embargo, la incoherencia de Heidegger es que no cierra la puerta a un cierto conocimiento de Dios, aunque sólo sea desde el ser:
“Sólo desde la verdad del ser deja pensarse la esencia de la gracia. Sólo desde la esencia de la gracia está por pensar la esencia de la divinidad. Sólo en la iluminación de la esencia de la divinidad puede ser pensado y dicho lo que ha de nombrar la palabra Dios” [9].
Esta recuperación de Dios a partir de la diferencia ontológica, no es admisible para Marion [10], porque sigue manteniendo a Dios en la esfera del ser, es decir, en el ámbito idolátrico, pues permanece en el ámbito del logos.
Sin embargo, el pensamiento de Heidegger no ha quedado en saco roto. Tanto el mismo Marion como otros pensadores han intuido que el giro, la “Kehre”, que el alemán propugna, es una puerta abierta a una recuperación de Dios más auténtica. Heidegger señala que la apertura al Dios vivo sólo es posible en la escucha y en la doxología, en la medida que lo propio del ser es el darse [11].
Esta puerta se ha convertido en un reto para muchos pensadores que han seguido la estela del filósofo alemán. Entre esos autores que han asumido el reto de Heidegger podemos recordar al teólogo B. Forte, quien propone un concepto de revelación que va “más allá de la mera comunicación de verdades para profundizar en el mismo como comunicación de la vida divina” [12]. Dios se manifiesta al hombre según la estructura trinitaria de su ser: la revelación se expresa a través del Silencio (Padre), Palabra (Hijo) y Encuentro (Espíritu Santo). El creyente asume la fe a través de la escucha de la Palabra, una escucha que tiene que hacerse profunda, es decir, volver al Silencio del que brotó, para que remita más allá de sí y no se quede encerrada en los estrechos límites de nuestro mundo. Esta revelación se hace encuentro histórico a través del Espíritu Santo. Mediante este esquema revelatorio, Forte consigue superar la crisis a la que nos había llevado la razón de la modernidad y nos presenta un acceso a Dios, que sólo es posible en su Adviento hacia nosotros, en su darse al hombre.
Marion, partiendo de los presupuestos iniciales de Heidegger, también asume el reto propuesto por el filósofo alemán. Marion cree que el error de la filosofía ha sido pretender pensar a Dios racionalmente mediante conceptos. Al considerar a Dios como un “ens” [13], la filosofía y la teología han hecho de Dios un ídolo. Pues, el ídolo es el objeto de manipulación por excelencia, es el objeto dominado por un sujeto. Ya que cuando el logos racional busca conocer su objeto, intenta dominarlo de tal modo que es la razón la que decide si el objeto existe o no, como ocurriría con Dios.
El ateísmo es consecuencia, por tanto, de una metafísica del ser en la que se ha intentado conceptualizar a Dios. La regionalización de Dios, su conceptualización, posibilita su negación. Es cuestión de negar el concepto que lo sustenta. El ateísmo conceptual se muestra operatorio en la misma medida en que limita Dios al concepto. Así por ejemplo, el ateísmo de Marx, señala Marion [14], descansa sobre la limitación de Dios al concepto de objeto extraño que opera la alienación.
Para Marion, la negación de Dios produce una paradoja, la limitación que supone un concepto abre la posibilidad a otros conceptos. “La muerte de Dios implica directamente la muerte de la muerte de Dios” [15]. En la filosofía, el final de este proceso es la última negación de Dios, la proclamación de la “muerte de Dios”. O dicho de otro modo, cuando se descalifica un concepto referido a Dios, se abre la posibilidad a nuevos modos de nombrar a Dios, que a su vez podrán ser rechazados.
Pero puede haber una alternativa a éste círculo vicioso en el que se entraría a causa de la paradoja, que sería liberar a Dios de aquello que lo mantiene en ella, el ser.
Por eso, Marion se propone salir del logos conceptual para acercarse a Dios de otro modo, bajo la figura de lo impensable, figura que sólo corresponde al amor.
Para Marion, desde una terminología más mística, el amor hay que considerarlo como experiencia de lo impensable, que se manifiesta en la donación. El don no tiene necesidad para darse, ni necesidad de interlocutor que lo reciba, ni que una condición lo asegure o lo confirme. Como amor, Dios puede transgredir de golpe todas las limitaciones idolátricas. Porque la idolatría comienza en el momento en que se reserva a Dios un lugar para manifestarse.
Desde una perspectiva más novedosa y en diálogo constante con el mundo actual, se presenta la propuesta de A. Gesché [16]. Para este teólogo, es erróneo recurrir a Dios como al tapagujeros de nuestros vacíos existenciales. Dios no es el dador de sentido, al menos no en sentido fundamental, porque la realidad está llena de sentido y se puede vivir sin Dios. Sin embargo, hacerse la pregunta sobre Dios no es algo superfluo. Dios añade algo, el espacio de Dios es el del don, el universo de la gratuidad y la gracia. En este ámbito de la sobreabundancia es donde el cristiano encuentra su espacio para la fe. “Hablar de Dios, de la caridad, de la fe, es actuar de manera que cada cosa pueda comprenderse, aunque sólo sea por un instante, desde la perspectiva del exceso, de la inversión del orden de las cosas, de la conversión de las miradas de la transgresión de la regla de lo simplemente debido” [17].
Heidegger, Forte, Gesché o Marion nos han ayudado filosóficamente a recordar que a Dios no hay que apresarlo sino que debemos dejarnos apresar por Él. En estos tiempos de crisis conceptual, el lugar para abrirse a esta realidad es el de la experiencia de aquello que se nos ofrece como diferente de lo que ya creemos ser nosotros mismos. Como señalaba Alain Badiou, “lo que fundamenta un sujeto no puede ser aquello que se le debe” [18].
3. Cristianismo como experiencia de gratuidad
En sentido análogo al que acabamos de indicar, Olegario González de Cardedal recuerda en obra, “La entraña del cristianismo”, que el cristianismo desde la modernidad ha ido viviendo un proceso de exasperación y olvido del cristianismo original [19]. Porque el hombre moderno ha hecho todo lo posible para olvidar los dos fundamentos del cristianismo: la creación y la encarnación. Fundamentos que remiten al hombre a lo que es su esencia en la visión de fe: es decir que “en el principio eran el amor, el sentido, la gratuidad y el don. El hombre sólo es y permanece en la medida en que se acoge, realiza y devuelve en el amor y el don” [20].
De hecho, si hacemos un recorrido por la revelación bíblica y, por supuesto, por la espiritualidad ignaciana nos encontramos que no podemos entender el hombre sin remitirnos a ese fundamento en Dios.
3. 1. Fundamento bíblico
“Toda la revelación cristiana es anuncio de la gratuidad, de lo que no nos es debido, exigido, reclamado sino dado gratuitamente por amor, por un don de amor de misericordia” [21]. Esta afirmación no nos parece extraña, pues estamos tan acostumbrados a oír hablar del amor de Dios, de su donación, que al escucharla aseveramos con plena seguridad. Sin embargo, en el mundo antiguo no todos vivían esa experiencia. En el mundo griego, donde existía una religión que no era dadora de sentido, los dioses eran “ajenos” a los hombres. Por eso, para la tradición filosófica antigua era imposible concebir un Dios, que aunque identificado con el Bien, pudiera salir de su perfección para amar lo imperfecto. Para los primeros filósofos Dios podía ser objeto de amor, pero nunca donación de sí, y menos hacia algo que era inferior a Él. Esa mera posibilidad comprometía la misma noción de Dios, ya que suponía pensarlo como ser necesitado de otro. Lo cual contradecía su propia perfección. La experiencia de Israel, como la de otros pueblos cercanos, es muy diferente, ellos conciben su relación con Dios desde la gratuidad. En el caso del pueblo de Israel, además, la revelación gratuita de Dios adquiere connotaciones singulares con la idea de alianza y de elección.
En el Antiguo Testamento, Israel se reconoce a sí mismo desde la experiencia del amor donado y entregado sin mérito alguno por parte de Dios: “Si el Señor se enamoró de vosotros y os eligió no fue por ser vosotros más numerosos que los demás –porque sois el pueblo más pequeño–, sino que por puro amor vuestro” (Dt, 7, 7). La imagen que se ofrece de Yahvé es la de Dios que se dona en un acto de mera gratuidad, sin merito alguno por parte de los elegidos, que muestran su indignidad ante la elección.
Esa gratuidad de Dios es descrita y vivida de diversos modos. Los acontecimientos históricos se convierten para Israel en manifestación de esa donación de Dios, así el don de la tierra a un pueblo nómada o a un pueblo en el exilio, son espacios privilegiados de encuentro con Dios. De hecho, la donación de la tierra es signo de una realidad mayor que es la experiencia de la alianza, el desposorio entre Dios y su pueblo. Un pacto a través del cual se realiza la promesa de fidelidad de Dios a Israel.
La historia es para Israel un proceso de renovación y profundización en la imagen de Dios. Los profetas desvelarán o incidirán en algunos rasgos novedosos que nos recuerdan la gratuidad de Dios. Así, el amor de Dios permanecerá fiel a su pueblo, incluso en momentos de infidelidad y pecado. Oseas, Jeremías o Isaías lo expresarán con la imagen nupcial, recordando lo totalmente gratuito y sin descanso que es el amor de Dios: “con amor eterno te amé” (Jr 31, 3).
La experiencia de Israel, sin embargo, revela en ocasiones una teología del mérito que pone matices a esa gratuidad. La alianza exige fidelidad al pacto entre Dios y su pueblo. Y en ocasiones, Dios mostrará su ira ante el pecado de Israel. Por otra parte, en el Antiguo Testamento, la donación de Dios es en singular, el pueblo elegido es Israel, un pueblo pequeño, sin méritos, pero el pueblo que es posesión de Dios.
Estos matices de la revelación del Antiguo Testamento, resaltan la novedad que trae el Nuevo Testamento. En éste se revelará y manifestará en plenitud y de manera universal la gratuidad del amor de Dios. En continuidad con el Antiguo, en el Nuevo Testamento aparecen las mismas claves y los mismos signos que hemos descrito, sólo que ahora se presentan a partir de la novedad que supone Cristo, una novedad que rompe con cualquier signo que nos recuerde la teología del mérito, como ya Pablo recuerda en la primera teología cristiana: “Y ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí. Y mientras vivo en carne mortal, vivo de la fe en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí. No anulo la gracia de Dios: pues si la justicia se alcanzara por la ley, en vano habría muerto Cristo” (Ga, 2, 20-21). O también, “Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; no por mérito vuestro, sino por don de Dios; no por las obras, para que nadie se jacte” (Ef 2, 8-9).
En el Nuevo Testamento, los signos apuntan a la principal novedad, que viene dada por la iniciativa de Dios: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que quien crea no perezca, sino tenga vida eterna” (Jn 3, 16). La gratuidad de Dios se concreta en el envío de su Hijo, Jesús, para liberar al hombre del pecado. El don de Dios al mundo es el mismo Cristo, según la teología de Juan. En él se realiza plenamente el plan de Dios en la historia. Él se convierte en principio y fin de todo, lugar donde el amor de Dios se hace plenitud.
La idea de elección permanece, aunque se hace universal: “Observad, hermanos, quiénes habéis sido llamados: no muchos sabios en lo humano, no muchos poderosos no muchos nobles; antes bien, Dios ha elegido los locos del mundo para humillar a los sabios, Dios ha elegido a los débiles del mundo para humillar a los fuertes, a los plebeyos y a los despreciados del mundo ha elegido Dios, a los que nada son, para anular a lo que son algo. Y así nadie podrá engreírse frente a Dios” (1Co 1, 26-29).
Estos signos que Israel había evidenciado como expresión de la donación de Dios son releídos en el Nuevo Testamento a partir de la redención en Cristo, que ha universalizado y ampliado las promesas a Israel. El nuevo Israel es toda la humanidad. Cristo es ahora la nueva tierra, el nuevo lugar para el encuentro con Dios, que no queda reducido a las estrechas paredes del templo o a Jerusalén. También en Él, por su muerte, se realizará la Nueva Alianza de Dios con su pueblo y nos dejará una lectura nueva de la ley: “Este es mi mandamiento: que os améis unos a otros como yo os amé…Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando…que os améis unos a otros” (Jn 15, 12-14.17).
El rostro de Dios expresado por Jesús y su singular modo de relacionarse con él, hizo que la primera comunidad se diera cuenta desde el inicio que Jesús no era un profeta más, sino que él era el mismo don gratuito de Dios: “Dios nos demostró su amor, en que siendo aún pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rm 5, 8).
En los evangelios sinópticos el don de Dios se manifiesta a través de la particular conciencia que tiene Jesús de sí mismo y de su relación con Dios, el abbá. Esta relación le lleva a mostrarnos el rostro gratuito de Dios que siempre se muestra misericordioso con los hombres. Las parábolas de la misericordia en el evangelio de Lucas son paradigma del inmenso y gratuito amor de Dios. En la parábola del Hijo pródigo, el rostro de Dios sorprende no ya porque muestre su misericordia a quien se presenta con las manos vacías, después de haber roto toda relación con el padre, sino porque es también misericordia con aquellos, que como el hermano mayor, sienten que no deben nada, porque ellos han permanecidos fieles y se creen objeto de todo mérito. La parábola apunta a que el ámbito del encuentro con Dios no es el de correspondencia sino el de la parcialidad. De ahí que Dios sea gratuito. Una narración semejante aparece en Mateo, en la parábola de los jornaleros de la viña (Mt 20, 1-16), en la que el propietario de la viña se muestra igual de generoso con los que trabajaron desde la primera hora y con los que llegaron al final del día. Ambas parábolas son la expresión clara de cómo Dios se da gratuitamente.
Jesús anuncia al Padre y apunta siempre a la inmensa distancia que hay entre el don y la realidad del hombre. En su predicación no hay espacio para el mérito, por eso en el centro de la Buena Nueva, la llegada del Reino de Dios, de lo que se trata es de la soberanía de Dios en la criatura, soberanía que depende solo de la acogida o actitud abierta ante esta oferta de entera gratuidad: “el reino de Dios es como un hombre que sembró un campo: de noche se acuesta, de día se levanta, y la semilla germina y crece sin que él sepa cómo. La tierra por sí misma produce fruto: primero el tallo, después la espiga, después grana el trigo en la espiga” (Mc 4, 26-28).
3.2. La dinámica de la espiritualidad ignaciana
Ignacio acaba los Ejercicios Espirituales con la Contemplación para alcanzar Amor. A través de ella impulsa al ejercitante a vivir en la “quinta semana” el constante don de Dios en la vida de toda persona. Toda la dinámica de ejercicios ha preparado al ejercitante para vivir el don gratuito de Dios. Los ejercicios son un método que propicia el encuentro entre Dios y la criatura, y que ayuda al ejercitante a encontrarse con Dios y a buscar y hallar su voluntad. Pero la dinámica espiritual que se plantea exige abrirse a la gratuidad de Dios, al don, y eso sólo se puede conseguir si se libera de todos aquellos afectos que le impiden descentrarse y abrirse al Otro por excelencia. En las parábolas que hemos mencionado más arriba, tanto el hermano mayor como los viñadores de primera hora son incapaces de reconocer la gratuidad porque el centro de su interés está puesto sobre sí mismos. Ignacio es consciente de la dificultad que el hombre tiene para salir de su propio amor, querer e interés de ahí que la dinámica de los ejercicios busque liberar al hombre de estas dificultades.
Esta dinámica aparece resumida en el Principio y Fundamento. Donde el hombre se experimenta como criatura que descubre que todo le viene de Dios y a Dios le vuelve todo. Pero vivir la plenitud de la creaturidad no es posible si no se produce una liberación de todo afecto desordenado que impide acercarse y acoger el don desde la indiferencia. En este marco inicial que propone Ignacio se invita al ejercitante a tomar conciencia de que es necesario disponerse para poder asumir la oferta de plenitud que ofrece el Amor gratuito de Dios.
La primera semana de los ejercicios es la experiencia concreta de la gratuidad a través de la misericordia donada que nos redime de nuestra situación de pecadores. Ignacio había descubierto en experiencia propia que el camino hacia Dios comienza por el descubrimiento de un Dios liberador, que rescata al hombre de la cárcel de su propio pecado y su muerte. Por eso, la primera semana es la confrontación entre la realidad pecadora del ejercitante y la misericordia gratuita de Dios. El reconocimiento de ambas lleva al ejercitante a ponerse convertido ante Cristo y preguntarse cómo responder ante tanta misericordia recibida.
La vivencia de la primera semana dispone para la segunda. En ella se contempla la vida terrena del Señor, de tal modo que “el ejercitante se encuentra con el Sacramento del amor-misericordia del Padre, que asume nuestra condición humana y no se avergüenza de parecerse en todo a sus hermanos, para ser sacerdote compasivo y fidedigno” [22]. A través de las contemplaciones el ejercitante se abre a la bondad y amor de Dios, que se manifiesta en la petición repetida a lo largo de todas las oraciones en las que se recuerda que esa iniciativa gratuita de Dios, la de hacerse hombre, fue realizada “por mí”. La dinámica a la que Ignacio quiere llevar al ejercitante a lo largo de toda la semana es la identificación con Cristo para más amarle y seguirle, la respuesta de amor a tanto amor recibido, cuyo punto culminante se revela en la tercera manera de humildad, que es el modo en que Jesús elige ser pobre y humilde, para hacerse uno con todo el dolor y el sufrimiento de este mundo. Por eso sólo aceptando el amor gratuito ofrecido se puede responder con gratuidad.
La tercera manera de humildad anticipa el amor llevado hasta el extremo tal como se contempla en la tercera semana acompañando la pasión de Nuestro Señor. El ejercitante siente que la gratuidad del amor culmina en despojarse de todo para dar la vida por los amigos. El proceso de los ejercicios ha conducido al ejercitante, si se ha acogido la gratuidad del amor de Dios, revelado en Cristo, a despojarse de todas sus ataduras para vestirse tan sólo de la librea de Cristo.
Pero la muerte no es el fin, porque el amor lo vence todo. La cuarta semana manifiesta que la desnudez, el despojamiento, la libertad abren a una nueva vida que se convierte en misión y compromiso para el ejercitante. El Resucitado se convierte en compañero en el camino de la vida. Su presencia conforta, instruye y da fuerza a los que se convierten en sus testigos.
La contemplación para alcanzar amor recoge y sintetiza toda la experiencia vivida en los ejercicios e invita, como recuerda Javier Osuna, a “mirar la realidad invadida por la presencia del Amor vivificante que hace la nueva creación en medio de una historia conflictiva [23]. Es la experiencia englobante del Amor que se ha dado con todo lo que es y lo que tiene, que continúa dándose sin cesar, y que «desea dárseme en cuanto puede, según su ordenación divina»” [24]. Como culmen de toda la dinámica de los ejercicios, se pretende que el ejercitante vuelva al mundo habiendo asumido que la clave espiritual es la de encontrar a Dios en todo para así responderle amando y sirviendo. Por eso Ignacio recuerda que la contemplación no es mera mirada al amor sino que éste “se pone más en obras que en palabras”. De este modo deja de manifiesto que todo el proceso de los ejercicios ha estado atravesado por una triada que determina toda la finalidad de la experiencia. Esta triada está constituida por tres momentos: el conocimiento interno o experimental (Dios que se da), amor y afectividad (vivencia del ejercitante) y servicio o acción en todo (respuesta del ejercitante a tanto don recibido) [25]. Los ejercicios habrán alcanzado su objetivo en la medida en que estos tres momentos se den y se alimenten mutuamente para una verdadera integración de la experiencia.
Toda la dinámica de los ejercicios constituye una experiencia religiosa en la que al hombre se le recuerda cuál es el centro de su existencia. Ignacio, a través de los ejercicios, pone al hombre ante su auténtica verdad: que es Dios quien nos elige y que somos nosotros los que mediante el discernimiento tratamos de dar respuesta a esa elección. Una respuesta que, confrontada ante Dios, es verdadera libertad para el hombre. Y que a su vez respeta la libertad de Dios frente al hombre.
Aquí debemos recordar el contexto en que aparece la espiritualidad ignaciana. En el siglo XVI, la cultura y la filosofía están empezando a romper amarras con una concepción antropológica medieval en la que el hombre no podía dejar de comprenderse si no era desde Dios. El humanismo naciente pone en discusión el paradigma existente hasta entonces. El nuevo estatuto del hombre, a través del cual éste se va a convertir en centro de la historia, abre un abismo entre él y Dios, de tal modo que se va a desfigurar la imagen de Dios y la relación que el hombre tiene con él. Primero será un proceso de objetivación o de funcionalización, en que Dios se va a comprender desde la existencia y los intereses del ser humano [26]. Y este proceso conducirá, siglos más tarde, a la negación de Dios y al ateísmo.
Sin embargo, los ejercicios de Ignacio tienen algo singular que hay que rescatar: frente a lo que acabará diciendo la filosofía, a través de Feuerbach, que piensa que Dios no puede ser más que una proyección de los deseos humanos; Ignacio es capaz de conjugar el nuevo hombre sin negar el papel primordial de Dios en la historia. En la dinámica de los ejercicios espirituales difícilmente el ejercitante puede realizarse a través de la proyección de sus propios anhelos. Ya que la mística de los ejercicios trata de subvertir los deseos más íntimos y legítimos de todo corazón humano, invitando a un éxodo, a una salida de la propia tierra, para reunirse en el lugar que “yo te mostraré” [27]. Así, el principio y fundamento recuerdan que Dios no es el que está frente al hombre y contemplándolo ajeno a lo que le ocurre; al contrario, Dios hay que buscarlo en la intimidad de la contemplación y desde ésta abrirse a la inversión de valores que éste le propone. Por eso, sólo es desde el descubrimiento de la voluntad de Dios, que el creyente se pone en marcha y se hace protagonista de su historia.
Olegario González de Cardedal piensa que si en el s. XVI, cuando en Europa se está produciendo el cambio de paradigma cultural, hubiera triunfado el humanismo español, representado por Teresa de Jesús, Juan de la Cruz o Ignacio de Loyola, posiblemente la historia de Occidente hubiera sido muy diferente.
Es precisamente este cambio de paradigma cultural el que acabó teniendo una gran influencia en la experiencia cristiana de los siglos posteriores. Por eso, cuando hoy nos preguntamos por qué hoy muchos ejercitantes no se han dejado transformar por la experiencia de ejercicios, qué ocurre en nuestros contemporáneos para que la dinámica de experiencia de gratuidad, amor y servicio no se lleve a cabo, el origen de la respuesta hay que buscarlo en este proceso que acabamos de describir y que va a desembocar en el siglo XX en una dinámica que tiene una base ontológico-antropológica y espiritual.
Pablo Ruiz Lozano, en dialnet.unirioja.es/
Notas:
1 Cfr. P. Agaesse, “Gratuité” en Marcel Viller, S.I. (dir), Dictionnaire de spiritualité: ascétique et mystique: doctrine et histoire, vol. VI, Beauchesne, Paris 1937-1995, 788-800.
2 Cf. J-L. Marion, El ídolo y la distancia. Cinco estudios, Sígueme, Salamanca 1999, 18-21. Marion piensa que el enclaustramiento de Dios en el concepto es transformarlo en un ídolo. El ídolo es la imagen de Dios que el hombre adora y que al no personificar al Dios verdadero, acaba siendo la imagen previa que de lo divino tiene el hombre. La proyección de una idea de Dios que se hace manejable en función de los intereses del hombre.
3 ibíd., 23.
4 Cf. ibíd., 22-25.
5 ibíd., 24
6 id.
7 Cf. G.W.F.Hegel, Fenomenología del Espíritu¸ F.C.E., Madrid 1982, 440.
8 M. Heidegger, aussprache mit Martin Heidegger an 06/Xi/1951.Comité de Conferencias de estudiantes de la Universidad de Zurich. Texto en francés tomado de: J-L. Marion, Dieu sans l’être, P.U.F., Paris 1982, 92-93.
9 M. Heidegger, Carta sobre el Humanismo, Taurus, Madrid 1959, 51.
10 J-L. Marion, Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,68-69.
11 Aquí se enuncia con total claridad una tesis de la madurez de Heidegger: hay (il y a, es gibt) ser, o, si rescatamos la presencia del verbo geben, el ser se da. El es del es gibt es el ser mismo, y el gibt es la esencia dadora (gebende) del ser. En palabras de Heidegger: “el darse en lo abierto, con esto abierto, es el ser mismo” (das Sich geben ins offene mit diesem selbst ist das Sein selber): “Brief über den Humanismus”, en Wegmarken. Gesamtausgabe vol. 9, Frankfurt a. M. 1946, 334.
12 J.S. Béjar Bacas, Donde hombre y Dios se encuentran, Edicep, Valencia 2004, 166-167.
13 Cf. J.M. Rovira Belloso, “La reflexión sobre el misterio de Dios en la teología del siglo XX” en: revista Española de Teología, 1990, 319-326. El profesor Rovira intenta mostrar que esta afirmación de Marion no es correcta. Para él, Marion no comprende el concepto de “analogía” tomista, al reducir el “ens” al “esse”.
14 Cf. J-L. Marion, “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique”, en: Laval Théologique et Philosophique, (1985), 25-27; Dieu sans l’être, PUF, Paris 1982,45.
15 Ídem: “De la ‘mort de Dieu’ aux noms divins: l’itinéraire théologique de la métaphysique” 27.
16 Cf. A. Gesché, El sentido. Dios para pensar Vii, Sígueme, Salamanca 2004, 19-28.
17 ibíd., 23.
18 A. Badiou, Saint Paul. La fondation de l’universalisme, PUF 1998, 81.
19 Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 108ss.
20 ibíd., 110.
21 G. Agresti, Elogio de la gratuidad, Narcea, Madrid 1983, 6.
22 J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 262.
23 Sobre la Contemplación para alcanzar amor ha habido diversas interpretaciones. Joseph Gibert, entre otros, la consideraba algo análogo a un modo de orar. Nosotros tomamos la interpretación de I. Iparraguirre, quien creía que la Contemplación para alcanzar amor “condensa en una forma superior trascendente lo más vital de los ejercicios”. Cf. M. J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 452 y ss.
24 J. Osuna, “Gratuidad y experiencia de Dios”, en J. M. García Lomas (ed), Ejercicios espirituales y mundo de Hoy, Mensajero-Sal Terrae, Santander, 1991, 263.
25 Cf. M.J. Buckley, “Contemplación para alcanzar amor” en, J. García de Castro (dir), Diccionario de espiritualidad ignaciana i, Mensajero-Sal Terrae, Bilbao-Maliaño (Cantabria) 2007, 452-456.
26 Cf. O. González de Cardedal, La entraña del cristianismo, Secretariado Trinitario, Salamanca 1998, 170ss. Cf. también, id., La teología española ante la nueva Europa, Universidad Pontificia de Salamanca, Salamanca 1994, 37-51.
27 Una expresión muy clara de este salir de uno mismo es la petición de los coloquios de segunda semana, en los que se pide pobreza y oprobios y menosprecios. Incluso es más claro Ignacio en el número 157 de los Ejercicios. En esta nota Ignacio invita al ejercitante a seguir pidiendo pobreza, aunque sea contra la carne.
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