Pio Santiago

Pio Santiago

 

Livio Melina

Publicado en: L. MELINA-J. NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana, Ed. Palabra, Madrid 2006, pp. 185-197.

Índice:

1. El problema del extrinsecismo y sus raíces

2. La perspectiva del dinamismo del obrar

3. La fe como nuevo principio operativo

4. La operatividad de las virtudes teologales

5. Conclusión: la unidad de la fe y la vida moral


“El cristiano que vive de la fe debe fundar su conducta moral sobre su fe. Y puesto que el contenido de ésta, Jesucristo, el revelador del divino amor trinitario, tomó la figura del primer Adán y asumió tanto su falta como también las ansiedades, las perplejidades y las decisiones de su existencia, el cristiano está seguro de reencontrar en el segundo Adán al primer hombre con toda la problemática moral que le es propia.”[1]

Estas son las palabras del gran teólogo suizo Hans Urs von Balthasar en su famoso texto de la Comisión Teológica Internacional presentado en diciembre de 1974 con las que reivindica el carácter intrínsecamente cristiano de la moral y lo funda en su vínculo con la fe en un nivel cristocéntrico por la correspondencia entre el primer y segundo Adán. La plenitud de la fe en Cristo ofrece el punto de vista más adecuado para iluminar desde el interior las decisiones de la vida de un hombre que precisamente ha sido creado en Cristo y que desde siempre ha sido destinado a Él, para ser “hijo en el Hijo” según la densa expresión de Émile Mersch retomada por Veritatis splendor[2]. Al mismo tiempo, el horizonte cristocéntrico no elimina, sino, al contrario, funda la necesidad de un estudio adecuado de la dimensión humana del obrar moral con la atención debida a su problemática específica, a la cual no nos podemos sustraer sin caer en un cristocentrismo inconcluyente.

1. El problema del extrinsecismo y sus raíces

La necesidad de asegurar la síntesis vital entre la fe y la moral también fue advertida con fuerza durante el Concilio Vaticano II, hasta el punto que los Padres, en la constitución pastoral Gaudium et spes afirmaron: “La ruptura entre la fe que profesan y la vida ordinaria de muchos debe ser contada como uno de los más graves errores de nuestro tiempo”[3]. Estas palabras reflejan ante todo un anhelo pastoral, pero bien pueden aplicarse a la situación de la teología moral post-tridentina, que en su sistematización manualística había separado la moral de la dogmática y de la espiritualidad, al concentrarla sobre las temáticas de la ley y la obligación, de la conciencia y el pecado.

La raíz de este divorcio entre la fe y la vida cotidiana denunciado por el Vaticano II, ¿acaso no se encuentra también en la concepción minimalista de la moral que caracteriza la manualística, en la simple juxtaposición de la finalidad sobrenatural a las exigencias éticas de la ley natural y en el positivismo extrínseco del derecho eclesiástico? Ya antes del Concilio, el padre Pinckaers había indicado las líneas de renovación de la teología moral por medio de un “ressourcissement”, que no se limitaba sólo al redescubrimiento de los grandes textos de la Tradición bíblica y patrística, sino que debía ser ante todo un redescubrimiento de la fuente viva de la fe, don del Espíritu, a fin de permitir insertarla en el dinamismo del obrar[4].

Pero, ¿qué etapas habrían sido necesarias para realizar verdaderamente tal renovación de la moral, capaz de superar los límites de la manualística? El extrinsecismo entre la fe y la vida moral no era un hecho ocasional que hubiera podido superarse con un ligero barniz bíblico o el simple añadido de una premisa de contenido teológico sobre el tradicional modo casuístico de este tratado. El intento pionero realizado por Fritz Tillmann en los años 30 del siglo pasado, si bien supo captar la problemática e indicar el camino a seguir, al mismo tiempo, todavía mostraba la insuficiencia de un cierto “cristocentrismo material” y la necesidad de una elaboración mucho más profunda en categorías teológicas y antropológicas desde el interior de la perspectiva moral[5]. ¿Cómo se puede, por una parte, pensar el obrar moral del hombre y, por otra, pensar la fe en sí misma, y evitar que permanezcan como dos dimensiones recíprocamente extrínsecas?

Paradójicamente, a cuarenta años del Concilio y después de medio siglo de intentos de renovación de la moral, la encíclica de Juan Pablo II, Veritatis splendor denuncia una vez más que: “está también difundida la opinión que pone en duda el nexo intrínseco e indisoluble entre fe y moral”[6] como uno de los dos factores decisivos de la crisis en la cual la teología moral todavía se encuentra, pues el segundo factor es el intento de: “erradicar la libertad humana de su relación esencial y constitutiva con la verdad.”

En efecto, estos intentos de renovación, aun siendo admirables y meritorios en muchos aspectos, tal vez estaban unidos a caminos sin salida y a posiciones en conflicto con la “sana doctrina”. En el fondo, la cuestión íntima de la unión vital de la fe y el obrar moral del cristiano había quedado sin solución o, mejor, había encontrado soluciones no plenamente satisfactorias. El mismo extrinsecismo entre la fe y la moral que afectaba a la manualística post-tridentina, se presentaba de nuevo en la corriente denominada “nueva moral”[7]. Y esto a causa de presupuestos inadecuados tanto desde el punto de vista de la comprensión de la acción humana, como de la reflexión teológica sobre la fe en su nexo con el obrar. Podemos entender estas insuficiencias a partir de las dos corrientes que han dominado el panorama reciente de la moral católica: el proporcionalismo y la moral autónoma, que han encontrado además variadas formas de recíproca hibridación.

El proporcionalismo busca una argumentación que justifique la rectitud de las acciones humanas sobre la base del cálculo de los bienes y los males pre-morales que se derivan de esa acción[8]. Al separar la bondad (goodness) de la persona, de la rectitud (rightness) de los actos, se realiza una reducción del juicio moral objetivo a la consideración del acto exterior, según una perspectiva de carácter técnico. Desde el punto de vista de la rectitud, el “obrar” queda reducido a un “hacer”, y, con la separación entre la persona y el acto, acaba por disolverse también la perspectiva de la finalidad propiamente moral.

En este sentido, los proporcionalistas comparten substancialmente con los casuistas la misma perspectiva exterior del obrar humano, éstos a su vez consideran la moralidad como una cualidad accidental del acto proveniente de su comparación con la ley[9]. Observar la acción desde el exterior, y valorar la moralidad respectiva sobre la base de su conformidad a la ley y a las reglas de aplicación, como hacen los casuistas; o bien sobre la base de la ponderación de las consecuencias, como hace el proporcionalismo, significa, en todos los casos, separarse de la dinámica finalista de la intencionalidad y aislarla como un átomo cristalizado. Así se comprende bien cómo la fe acaba por quedar extrínseca a la consideración ética, la cual queda confinada en la dimensión normativa.

Por otro lado, aquí se encuentra la objeción radical puesta contra el influjo de la fe sobre la moral de la así llamada “moral autónoma” de impronta kantiana[10]. Sólo se respetaría la dignidad racional y libre del obrar cuando la ley moral fuera aquella que el mismo hombre se diese, sin recibirla de ninguna autoridad externa. En esta visión, la fe puede tener un influjo sobre las motivaciones subjetivas de tipo general y formal, pero no tiene nada que decir sobre las determinaciones del contenido material de la acción. En tal nivel la única competencia es la de la razón. No puede servir de ningún modo de criterio de discernimiento moral concreto la referencia a Dios, y más específicamente, al Dios que ha manifestado su voluntad en la Revelación custodiada por la Tradición, por la Sagrada Escritura e interpretada auténticamente en la Iglesia por el Magisterio. Desde este punto de vista, lo “específicamente cristiano” está reducido completamente a lo “auténticamente humano”[11]. La fe se limita a inspirar subjetivamente, y de un modo formal, un obrar que recibe sus contenidos determinados por la razón autónoma, común a todos los hombres. Por esto, desde el punto de vista del obrar exterior, nada distingue a un cristiano del que no lo es. Según las palabras de Karl Rahner: “el cristiano es el hombre sin más, el cual sabe también que esta vida, que él realiza y de cuya realización él sabe, puede acontecer también allí donde uno no es cristiano en forma explícita y no se conoce reflejamente como tal”[12].

Aquí nos topamos con cuál es la raíz última del extrinsecismo entre la fe y la moral: el problema teológico suscitado históricamente por el luteranismo; la relevancia de las obras humanas en vista de la salvación. Si la justificación ante Dios del hombre pecador proviene de la gratuita atribución de la justicia divina que Dios concede al pecador por su fe en los méritos de Cristo, entonces el hombre se salva sólo por este acto de abandono fiducial, mientras que sus obras no contribuyen en nada a ello. Según el Padre de la Reforma: “Las buenas obras no hacen al hombre bueno; por el contrario, es el hombre bueno el que realiza obras buenas”[13]. Ante Dios, por tanto, sólo la fe califica la identidad del hombre y no sus obras, respecto a las cuales el hombre se halla con libertad. La ética pierde así toda relevancia decisiva para la salvación: aquélla es un afán mundano que mira las relaciones sociales y políticas; es la ciencia que regula la convivencia humana en vista del bien terreno de la sociedad. La moral queda reducida entonces a un problema secular: se trata de calcular lo que promueve el bienestar exterior y temporal de la sociedad[14].

La determinación de las profundas raíces históricas y teoréticas del extrinsecismo entre la fe y la vida moral, que aquí han sido sumariamente indicadas, delinea también la tarea de una teología moral que quiera renovarse verdaderamente: en primer lugar, la necesidad de tomar de un modo nuevo la acción del hombre en su dinamismo finalizado y como expresión de la persona; en segundo lugar, la de buscar una comprensión de la fe que permita verla como un auténtico principio operativo. Éstos serán entonces los dos pasos a dar en nuestra siguiente reflexión.

2. La perspectiva del dinamismo del obrar

Precisamente en este punto se puede apreciar la contribución de la perspectiva elaborada por Santo Tomás de Aquino en la Secunda Pars de la Summa Theologiae[15]. Es lo que han hecho algunos estudiosos de moral en los últimos decenios, siguiendo la enseñanza del padre Pinckaers. Era necesario naturalmente superar la aproximación reductiva al pensamiento moral tomista propia de la segunda escolástica y de la neo-escolástica, que se habían acercado a la obra del Aquinate a partir de los presupuestos propios de la concepción moderna, valorando sobre todo los tratados acerca de la ley y la conciencia y, secundariamente, el de los actos, considerados a partir del problema de su imputabilidad. Se trataba ahora, en cambio, de redescubrir en su originalidad y con su fuerza de innovación, el punto de vista global sobre el obrar humano, introducido por Tomás en la Prima-Secundae.

En el origen del movimiento que suscita la acción del hombre está la atracción singular del bien, hecha posible por la unión afectiva, que es el nivel elemental de la experiencia amorosa. Implica un primer enriquecimiento del sujeto, que contiene en sí una promesa de plenitud y de felicidad. No se trata ciertamente de una felicidad cualquiera, sino de la auténtica, sólo ella es la que puede apagar el deseo humano y puede venir a nuestro encuentro únicamente como un don que supera toda expectativa del hombre, pero que, al mismo tiempo, se corresponde extraordinariamente con su corazón. La visión amante de Dios, en la comunión beatífica con Él, es la respuesta de la Revelación cristiana a la demanda de felicidad que está en la raíz de la acción humana. La fe en Cristo, con la que se reconoce y acoge una sorpresa tan sorprendente, se coloca entonces en el centro más íntimo del dinamismo del obrar; llega a ser una luz que orienta su intencionalidad fundamental hacia el fin de la vida. Ofrece a la libertad del hombre el horizonte de su plenitud en la comunión con Dios y el ideal de una vida buena en la comunión con los otros hombres, hermanos porque son hijos del mismo Padre. La voluntad humana no es, entonces, en primer lugar la facultad de elegir indiferentemente una cosa antes que otra; más bien, es la energía del amor que, mediante las acciones, busca alcanzar al Amado.

El nexo íntimo entre la fe y la vida moral se establece así, no desde el exterior por una imposición normativa en relación a los actos aislados, sino desde el interior del dinamismo del obrar, que es sustancialmente el de un amor que tiende a construir la comunión con el Amado y, en Él, con todos los hombres. Se esclarece, por otra parte, que el amor no puede contentarse con el mínimo requerido por la ley, sino que en los actos particulares busca la excelencia en la cual se anticipa y se pregusta la comunión. Más allá del respeto a los límites, la moral cristiana se inclinará a promover la creatividad del amor y de la respuesta única y personal que cada uno está llamado a dar al Amor que se le ha revelado.

Pero una creatividad y excelencia tales, exigen una perfección de la libertad humana que no está dada naturalmente; debe ser pacientemente construida y madurada en sinergia con la gracia divina. La perspectiva del sujeto agente exige proponerse como tema los principios interiores del obrar y la dimensión de la afectividad, que sostiene y connota el dinamismo del obrar. De un modo bien diferente al de una concepción autonomista de la libertad, aquí se debe valorar precisamente su condición histórica y creatural. El movimiento del obrar emerge del encuentro con la realidad, de la atracción que provoca, de las pasiones que consecuentemente se agitan en el hombre. Éstas son una riqueza y no un obstáculo para la acción, porque contribuyen a su construcción; pero que todavía deben encontrar una luz y una orientación para no ser destructivas. Deben ser plasmadas e integradas en la perspectiva de la verdad sobre el bien de la persona: esto es, deben llegar a ser una virtud.

Si la libertad es fundamentalmente una capacidad de amar, entonces, las virtudes morales son las estrategias del amor[16]; no de las costumbres que limitan la posibilidad de elección, sino de las cualidades que permiten a la libertad realizarse como don dentro de las elecciones concretas y pluriformes de la vida moral. Tomadas desde esta perspectiva, las virtudes morales no encierran al sujeto en la búsqueda de un autoperfeccionamiento individualista, sino, más bien, lo abren a una dinámica comunional, que tiene como fin el don de sí en la caridad[17].

El concepto de integración nos ayuda a comprender de qué estamos hablando[18]. Con este concepto se hace referencia a una multiplicidad de dinamismos operativos, que deben ser guiados y reconducidos a la unidad para producir una acción realmente adecuada a la persona, capaz de expresarla en su tensión al fin. Se tratará de una unidad al mismo tiempo dinámica y jerárquica. Dinámica, porque precisamente en el movimiento del obrar deben confluir todos los factores que hacen posible la acción: afectos, motivaciones, capacidades, circunstancias. Jerárquica, porque la unidad estará fundada sobre el primado del significado de la acción en vista del fin.

La unidad personal que se expresa en la totalidad del acto de amor, seguirá entonces una doble línea de desarrollo para llegar a la integración[19]. Por un lado, la de la afirmación de la verdad del bien, en cuanto corresponde a la razón la dirección de los afectos para la consecución de tal bien. Además, se observa que la racionalidad práctica que toma la verdad del bien de la persona, encuentra su originalidad por el hecho que se radica en las mismas virtudes morales, las cuales no desempeñan así un papel meramente ejecutivo y consecutivo al conocimiento, sino constitutivo de la misma en la construcción de un obrar excelente[20]. Por otro lado, la integración puede venir por el vínculo con el amado; de hecho, por medio de la acción se busca una mayor unión con él. En relación a ello se puede reconocer hasta el fondo el papel del amor y en particular de la caridad como principio directivo de las acciones. Para Tomás la misma prudencia es una virtud perfecta y puede desarrollar adecuadamente su decisiva función en el obrar, sólo cuando está presente la caridad, que establece la orientación del sujeto agente hacia el fin último[21].

Así se llega a ser relevante para el corazón del obrar la dimensión interpersonal por lo cual se puede hablar no sólo de una “moral de primera persona”, sino también de una “moral de segunda persona”[22]; se abre así la puerta a una comprensión del papel de la amistad y de la amistad con Cristo, esto es, de la caridad, en la construcción de la acción.

3. La fe como nuevo principio operativo

Debemos ahora desarrollar una segunda serie de reflexiones que permitan captar el valor de la fe como “nuevo principio operativo”, según la expresión usada por Veritatis splendor, n. 88. La palabra bíblica que iluminará nuestra reflexión es la de la epístola a los Gálatas: πίστις δι’αγάπης ενεργουμένη (Gal 5,6): “la fe que obra mediante la caridad”[23].

El punto de partida puede ser el de volver a la figura antropológica general de la fe, que se coloca en la raíz del obrar y que constituye al mismo tiempo el presupuesto para la inteligencia y de la misma fe cristiana en sentido específico[24]. La experiencia moral surge al mismo tiempo, como se ha dicho, del don de un primer encuentro con el bien y de la atracción que suscita, que en su darse inicial se ofrece como una simple promesa. El bien que nos aparece como el objeto adecuado de la aspiración no se nos presenta  como un dato de hecho que nos sea totalmente comprensible, aferrable por los sentidos o capturable conceptualmente. Entre nuestra acción y la consecución de la felicidad que esperamos se abre un espacio que sólo puede colmar el riesgo de la fe. Maurice Blondel exploró el misterio de la acción humana al mostrar que el darse de la evidencia proviene sólo del mismo obrar y a precio del riesgo supremo de la fe[25]. Así queda superada una concepción intelectualista de la verdad moral, como si se diese previamente al obrar e independientemente de las disposiciones afectivas del sujeto.

Esto resulta todavía más evidente en la narración bíblica, donde el cumplimiento prometido supera infinitamente las capacidades humanas y la posibilidad de la acción. En la figura de Abrahán la fe se expresa como obediencia fiducial a la palabra de Aquél que puede cumplir la promesa, que puede conceder un hijo de una mujer estéril, que puede además, hacer resurgir el hijo de la muerte (cfr. Hbr 11,8-19). La proporción entre la acción humana y su plenitud no está dada empíricamente, sino mediada por la obediencia de la fe, que se funda en la fidelidad de Dios. La verdad no es una dimensión puramente racional, una propiedad del concepto, sino la fidelidad de Dios a su Palabra en la historia de una Alianza. El cumplimiento de la plenitud esperada nos ha sido prometido en anticipación simbólica y mediante la palabra de Aquél que llama, promete y nos pide obediencia, para cumplir su designio.

La fe bíblica no es nunca un puro creer teórico, sino que se expresa siempre, necesariamente, en un obrar. En la Sagrada Escritura, creer significa obrar: salir del propio país, aceptar el realizar un sacrificio, marcharse de Egipto, obedecer a las palabras de la Alianza. Sólo en la acción se expresa la propia fe en Dios, porque “no todo el que dice: Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 7,21). Y, por esto, el gran discurso moral de Jesús, conocido como el Sermón de la Montaña, se cierra con la amonestación de que una sólida construcción de la propia vida se fundamenta sobre la unidad entre escuchar y poner en práctica aquello que se ha oído, de otro modo sería como haber construido sobre arena, en vez de sobre la roca (cfr. Mt 7,24-27). El verdadero discípulo que sigue a Jesús, es aquel que expresa en la praxis su adhesión de fe. Pero precisamente, el sabio que construye sobre la roca es ante todo el mismo Cristo, que para edificar la Iglesia, pone como su fundamento la unidad insuperable entre la fe y la vida moral[26].

De nuevo nos vuelve para este propósito la referencia cristológica de la fe, como fundamento de su unidad con la vida. Es precisamente la definición de fe presentada en la constitución Dei Verbum (n. 5) la que nos recuerda su esencial dimensión personalista y existencial: “Cuando Dios se revela –dicen los Padres conciliares- el hombre tiene que someterse en la fe. Por la fe el hombre se entrega entera y libremente a Dios, le ofrece «el homenaje total de su entendimiento y voluntad», asintiendo libremente a lo que Dios revela.” Sin negar la dimensión de contenido de la verdad a creer, que se reconoce con el homenaje del entendimiento y la voluntad, el Concilio Vaticano II valora el aspecto personalista más fundamental de la fe, que implica un abandono de toda la propia persona a Dios que se ha revelado en la Persona de Jesús.

La fe cristiana tiene entonces la forma específica de una relación con Jesús, reconocido como el Hijo del Padre y como el camino que llega a la praxis y se expresa en el obrar. ¿Pero, cómo llega a ser la fe un principio operativo?

4. La operatividad de las virtudes teologales

“La fe genera la esperanza y la esperanza la caridad” afirma Santo Tomás en armonía con la tradición que le precede. La unidad  de la persona en su obrar es el principio que nos permite comprender la relación entre las tres virtudes teologales entre las cuales la fe tiene una precedencia de origen[27]. Aunque, eso sí, el valor personal de la fe y de la esperanza encuentran su último soporte en la caridad, desde el momento en que sólo en ella se realiza el significado completo de virtud que es el de “unirnos a Dios”[28]. En tal sentido se entiende la afirmación por la cual la caridad es la madre y la raíz de todas las virtudes siendo ella misma su forma. Así Tomás llega a decir incluso que sin la caridad la fe no es verdaderamente una virtud. Es en verdad la caridad la que da unidad y sentido completo a la vida moral. No sólo esto, la misma fe, en cuanto a lo que concierne el orden de la generación de las virtudes teologales, está precedida, de una forma germinal e imperfecta, por un amor que después, una vez realizado el acto de fe y de esperanza, podrá ser asumido y perfeccionado en la caridad[29].

Así se hace evidente el valor singular de la unión afectiva que tiene una vinculación directa con la gracia[30]. Según Tomás, es precisamente la fe en Cristo la que nos abre la posibilidad de una presencia íntima del Espíritu que llega a ser nuestra dirección en el obrar: es éste, el elemento específico y primario de la ley nueva[31]. De este modo, se eleva a la perfección en una dimensión específicamente sobrenatural, la dinámica de integración de los afectos que ya estaba implicada en el concepto aristotélico de virtud. La fe, suscitada por un amor primero e imperfecto, reconoce por el don del Espíritu Santo ese bien que constituye el fin de sus aspiraciones y de su amor: la comunión con Dios. Así se coloca la fe en el interior del dinamismo moral cristiano como su más profunda fuente. Se puede decir con el padre Cessario que: “el acto de la fe constituye una tal entelequia de la acción” que informa de por sí todo el dinamismo de las virtudes[32]. Mediante la caridad y todo el organismo de las virtudes morales, la fe se convierte en un verdadero principio operativo que guía el obrar cristiano y le confiere un valor sobrenatural.

El acto de fe, producido en nosotros por la gracia, y también, al mismo tiempo (simul según Santo Tomás[33]) es un acto libre del hombre, una elección de su libertad. Si usamos el lenguaje de Veritatis splendor “la fe es una decisión que afecta a toda la existencia” (n. 88), incluso podemos decir con Joseph Ratzinger que la fe establece la vida en el horizonte de la relación con el Tú de Dios, que es la opción fundamental del cristiano[34]. El acto de fe comporta una intencionalidad que queda orientada hacia Dios y que tiende a expresarse en obras. Es una vez más el Aquinate el que habla de una “virtud de la primera intención”, que permanece e informa de por sí todo deseo del creyente y todas sus elecciones[35].  En verdad, el primer acto libre fija el horizonte último de las elecciones y configura así a nivel intencional la dinámica del obrar que se desarrollará posteriormente mediante las virtudes[36].

5. Conclusión: la unidad de la fe y la vida moral

Finalmente, ahora podemos recoger resultado del camino realizado con el objeto de dilucidar el nexo intrínseco de la fe con la vida moral. Los caminos recorridos por la teología moral, no sin parones y bandazos, han podido explorar más adecuadamente tanto el sentido específicamente moral de la acción, como la dimensión personalista del acto de fe.

Con las reservas provenientes de un redescubrimiento de la auténtica doctrina tomista y de la aportación de la reflexión fenomenológica y de la así llamada teoría de la acción[37], los moralistas han ido tomando una aguda conciencia de la perspectiva moral[38], de la naturaleza específica de la racionalidad práctica, de las virtudes como los principios constitutivos de la acción. El éxito de esta nueva perspectiva permite entrever la posibilidad de una relación íntima de la vida moral con la fe, precisamente porque puede valorar la aportación que empeña toda la persona del creyente con la persona de Jesús. Tomada desde el horizonte dinámico del crecimiento de la caridad, la fe aparece como la elección fundamental del cristiano, que provoca una respuesta de toda la vida y que permanece como orientación del obrar.

Asumir, tal como aquí se ha sugerido, la caridad y las virtudes como mediaciones necesarias de la operatividad de la fe permite evitar los unilateralismos concurrentes que oponen extrínsecamente la fe y la moral: por un lado, la absolutización estética del momento de la fe, que no toma en serio la dinámica del obrar y de la racionalidad práctica y acaba siendo inconcluyente, a modo de una afirmación antropológica abstracta, que no está mediada a nivel de los principios propios de la acción; y por el otro, la clausura de la perspectiva ética en una autosuficiencia que confina el horizonte de la fe a ser una simple aportación de motivos subjetivos y de carácter decorativo. Ambas posturas no ofrecen entonces las bases para una auténtica teología moral, sino que dan lugar respectivamente: a una antropología teológica que abandona el obrar a la intuición de la conciencia subjetiva y a una ética racional autosuficiente, aunque pudiera ser completada eventualmente con una aportación teológica.

En cambio, en la perspectiva sugerida aquí de la “fe que obra por la caridad”, se puede hacer honor hasta el final a la tarea principal que el entonces cardenal Joseph Ratzinger señalaba a la teología moral: la de pensar “la colaboración de las acciones humana y divina en la plena realización del hombre”.[39]

Notas:

 

[1] H.U. von Balthasar, “Las Nueve Tesis”, en Comisión Teológica Internacional, Documentos (1969-1996), BAC, Madrid 1998, 87.

[2] É. Mersch, Morale et Corps Mystique, Desclée de Brouwer, Bruxelles-Bruges-Paris 1937; la fórmula aparece en Veritatis splendor, n. 18.

[3] Gaudium et spes, n. 43.

[4] Cfr. S. Pinckaers, Le renouveau de la morale. Études pour une morale fidèle à ses sources et à sa mission présente, Casterman, Tournai 1964, 13-25; el texto del capítulo se remonta a 1956.

[5] Cfr. F. Tillmann, Die Idee der Nachfolge Christi, Schawnn, Düsseldorf 1934, que se inserta como el tercer volumen de la obra completa: Handbuch der katholischen Sittenlehre. Los límites de este intento fueron señalados por: L.B. Gillon, Cristo e la teologia morale, Edizione Romane Mame, Roma 1961. Para una visión del conjunto de la cuestión: L. Melina, “Hacia un cristocentrismo de la acción”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba,La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 123-154.

[6] Veritatis splendor, n. 4.

[7] Ver: R. Cessario, “Casuistry and Revisionism: Structural Similarities in Method and Content”, en Aa.Vv., “Humanae vitae”: 20 anni dopo. Atti del II Congresso Internazionale di Teologia Morale, Ares, Milano 1989, 385-409.

[8] Para una presentación de la teoría y su debate: B. Hoose, Proportionalism. The American Debate and its European Roots, Georgetown University Press, Washington DC 1987. Por la importancia en la discusión señalamos igualmente el ensayo de: J. Fuchs, “Intrinsece malum: Überlegungen zu einem umstrittenen Begriff”, en W. Kerber (ed.), Sittliche Normen: Zum Problem ihrer allgemeinen un unwadelbaren Geltung, Patmos, Düsseldorf 1981, 74-91.También entra en el debate sobre esta problemática: S. Pinckaers, Ce qu’on ne peut jamais faire. La question des actes intrinsèquement mauvais. Histoire et discussion, Éd. Universitaires Fribourg-Du Cerf, Fribourg Suisse-Paris 1986.

[9] Cfr. por ejemplo: D. Prümmer, Manuale Theologiae Moralis secundum principia S. Thomae Aquinatis, Herder, Friburgi Brisgoviae 1935, I, II, cap. III, a. 1, n. 9, 67-68.

[10] El texto de referencia es el de: A. Auer, Autonome Moral und christlicher Glaube, Patmos, Dusseldorf 1971.

[11] Véanse las tesis de: J. Fuchs, “Morale autonoma ed etica di fede”, en Id., Responsabilità personale e norma morale, Dehoniane, Bologna 1978, 45-76, y de S. Bastianel,Autonomia morale del cadente. Senso e motivación di un’attuale tendenza teologica, Morcelliana, Brescia 1980.

[12] K. Rahner, Curso fundamental de la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Herder, Barcelona 1979, 494.

[13] M. Lutero, A treatise on Christian Liberty, en Id., Three Treatises, Philadelphia 1943, 271.

[14] Cfr. B. Wald, Genitrix virtutum. Zum Wandel es aristotelischen Begriffs praktischer Vernunft, Lit, Münster 1986. G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, Las, Roma 1996, muestra como el utilitarismo teológico del clero anglicano escocés ha sido el primer ejemplo de ética utilitarista y ha constituido el eslabón decisivo para el paso al utilitarismo filosófico clásico. Así, se puede ver también cómo el presupuesto para la aceptación en la teología moral católica del proporcionalismo es precisamente la secularización de la ética, mediante la acogida del presupuesto protestante de la separación entre un “orden de la salvación” (Heilethos) y un “orden ético mundano” (Weltethos).

[15] Véase particularmente: S. Pinckaers, “Morale de l’obbligation et morale dell’amitié”, en Id.,Le renouveau, cit., 26-43. Además: G. Abbà, Lex et virtus. Studi sull’evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d’Aquino, Las, Roma 1983, 142-225.

[16] Cfr. P.J. Wadell, La primacía del amor. Una introducción a la Ética de Tomás de Aquino, Palabra, Madrid 2002, 162 s.

[17] Véase: J. Noriega, “La virtudes y la comunión”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba,La plenitud del obrar cristiano, Palabra, Madrid 2001, 403-411.

[18] Para este tema véase: K. Wotjyla, Persona y acción, BAC. Madrid 1982, 219-301.

[19] Además del estudio clásico de: C.A.J. van Ouwerkerk, Caritas et ratio. Étude sur le double principe de la vie morale chrétienne d’après S. Thomas d’Aquin, Drukkerij Gebr. Janssen, Nijmegen 1956; véase también el reciente ensayo de: M. Sherwin, Charity and Knowledge in the Moral Theology of St. Thomas Aquinas, Catholic University of America Press, Washington DC 2005.

[20] Hay que destacar: L. Melina, “La verdad sobre el bien”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, cit., 41-63.

[21] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 65, a. 2; también: ib., II-II, q. 47, a. 13.

[22] La expresión es de: P. Ricoeur, “Sympathie et respect. Phénoménologie et éthique de la seconde personne”, en Revue de métaphysique et de morale 59 (1954) 380-397. La presencia de esta perspectiva en Santo Tomás ha sido documentada por el estudio de: J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “Amor es nombre de persona” (I, q. 37, a. 1). Estudio de la interpersonalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia, Roma 2001.

[23] Cfr. H. Schlier, La carta a los Gálatas, Ediciones Sígueme, Salamanca 1975, 270-271.

[24] Sobre el tema: G. Angelini, “El senso orientato al sapere. L’etica come questione teologica”, en G. Colombo (ed.), L’evidenza della fede, Glossa, Milano 1988, 387-443.

[25] Cfr. M. Blondel, La Acción (1893). Ensayo de una critica de la vida y una ciencia de la práctica, BAC, Madrid 1996.

[26] Para una interpretación cristológica de este símil me remito a: J. Ratzinger, Mirar a Cristo. Ejercicio de fe, esperanza y amor, Edicep, Valencia 1990, 63-65.

[27] S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 66, a. 6, ag. 3 que cita la Glossa.

[28] Cfr. Ibidem, a. 6c: “En el orden de la perfección, la caridad precede a la fe y la esperanza, pues tanto la fe como la esperanza obtienen su forma por la caridad y adquieren la perfección de la virtud.”

[29] Cfr. Idem, Q.D. de caritate, q. un, a. 3c y ad 12.

[30] Cfr. J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “Amor es nombre de persona”, cit., 587-625.

[31] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 106, a. 1.

[32] R. Cessario, The Moral Virtues and Theological Ethics, University of Notre Dame Press, Notre Dame-London 1991, 24.

[33] Cfr. S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 113, a. 3.

[34] Cfr. J. Ratzinger, Teoría de los principios teológicos. Materiales para una teología fundamental, Herder, Barcelona 1985, 77-87; J.J. Pérez-Soba Diez del Corral, “La fe como «elección fundamental»”, en L. Melina-J. Noriega-J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano, cit., 201-215.

[35] S. Tomás de Aquino, STh., I-II, q. 1, a. 6, ad 3.

[36] Cfr. Ibidem, I-II, q. 89, a. 6; sobre el tema: J. Maritain, “La dialectique immanente du premier acte de libertè”, en Nova et Vetera 3 (1945) 131-165 ; y C. Fabro, Riflessioni sulla libertà, Maggioli, Rimini 1983, 57-85.

[37] En este tema se ha de citar al menos: G.E.M. Anscombe, Intention, Basil Blackwell Publisher, Oxford 1963.

[38] Cfr. M. Rhonheimer, La perspectiva de la moral, Rialp, Madrid 2001.

[39] J. Ratzinger, “La fe como camino: Introducción a la encíclica «Veritatis splendor» sobre los fundamentos de la moral”, en Id., La fe como camino, EIUNSA, Barcelona 1997, 64; cfr. también los ensayos de: J. Ratzinger, “Il rinnovamento della teologia morale: prospettive del Vaticano II e di Veritatis splendor” y A. Cañizares Llovera, “L’orizzonte teologico della morale cristiana”, ambos en L. Melina –J. Noriega (eds.), “Camminare nella luce”. Prospettive della teologia morale a partire da Veritatis splendor, Lateran University Press, Roma 2004, 35-45 y 47-61 respectivamente.

Pio Santiago

 

César Izquierdo. Facultad de Teología. Universidad de Navarra

Publicado en: César IZQUIERDO - José María YANGUAS, Creemos porque amamos, Fe y libertad para un tiempo nuevo, Lumen, Buenos Aires 2006, pp. 81-98.

Índice

1.    Creer es "pensar con asentimiento"

2.    Entendimiento y voluntad

3.    Los “misterios” de la fe

4.    La enseñanza de "Fides et Ratio"

5.    La racionalidad teológica


El nacimiento y desarrollo de la filosofía moderna ha tenido, entre otros resultados, la separación entre lo que se conoce racionalmente y lo que se cree. Aunque ha habido vaivenes, ha sido constante la idea –que en nuestros días reverdece y se hace más fuerte– de que no se puede ser al mismo tiempo racional y creyente. La mera separación que inicialmente se afirma ha ido dando lugar paulatinamente a una minusvaloración de la fe que se ve postergada a ser una manifestación de la esfera emotiva del sujeto y a un residuo de la relación del hombre maduro con la realidad que le rodea.

Sin embargo, la autocomprensión del creyente no se identifica con ningún modelo que separe y oponga la razón y la fe. En realidad, sin razón no puede existir una fe auténtica, y viceversa: una razón que niegue la fe se ve limitada en su propia naturaleza racional. La argumentación de que no puede existir un auténtico conocimiento allí donde interviene la libertad en el acto de conocer –lo cual sucede realmente en la fe– presupone que la razón humana no puede conocer nada más que lo universal y necesario. Ahora bien, si la realidad se limita a lo que puede ser conocido de forma necesaria, la consecuencia inevitable es que la realidad se ve reducida a lo cuantificable y la razón, a su vez, sólo puede pronunciarse por lo que alcanza more geometrico. El resto recibe un estatuto de realidad inevitablemente de segundo orden.

El acto cristiano de fe se relaciona necesariamente con la razón y con la libertad. Sólo de esa manera la fe puede ser verdaderamente humana y el creer un acto éticamente perfecto, porque no supone dimisión alguna de la racionalidad sino, al contrario, perfeccionamiento.

1. Creer es "pensar con asentimiento"

La base de las relaciones entre la fe y la razón, y entre la filosofía y la teología se halla en la comprensión de lo que significa “creer” referido a la revelación cristiana. La historia es rica en ejemplos en los que fe religiosa en general, y la fe cristiana en particular, es presentada como sinónimo de explicación ingenua, cuando no de forma de pensar mítico o simplemente de superstición. De modo radical lo dejó escrito W.C. Clifford: «Es malo siempre, en cualquier parte y para cualquier persona creer algo sin evidencia suficiente». Una afirmación tan extrema no era, sin embargo, más que la conclusión lógica de algunos postulados de la razón ilustrada que, en este punto, no se ha debilitado, e incluso ha llevado su influjo hasta terrenos cercanos a la teología y a la exégesis modernas.

Refiriéndose al creer, S. Agustín lo describía como “cum assensione cogitare”, es decir, "pensar con asentimiento" En su simplicidad, esta expresión encierra una tensión muy fecunda, que ha sido puesta de relieve por Santo Tomás[1]. Pensar con asentimiento incluye opuestos como son la incondicionalidad del creer y la búsqueda de comprensión. ¿Cómo puede darse un asentimiento independientemente de la investigación racional que podría conducir a él? ¿No será la fe por eso mismo un caso de credulidad, tal vez más elaborado, pero en último término creencia sin razones? O, finalmente, ¿son el asentir y el pensar fases sucesivas que sólo una razón analítica puede discernir? En todos estos casos, la separación entre el pensar y el asentir afectaría a la unidad del acto de creer del sujeto, lo cual minaría una relación auténtica del creer y del saber en el lugar único en que se pueden dar de hecho: en el propio creyente.

El pensamiento cristiano entiende el “pensar con asentimiento” de una manera sintética, como un acto en el que los dos elementos se condicionan, y sólo de ese modo dan lugar a la fe. Un asentimiento desligado del pensar es posible, pero no es fe, lo mismo que un pensar independiente del asentimiento. Por esa razón, la fe es conocimiento, un conocimiento específico, irreducible a cualquier otro tipo, conocimiento de fe pero conocimiento verdadero. No hay ninguna dificultad, por ello, en afirmar que el que cree, sabe.

Si la fe es una forma de conocimiento, ¿cómo se comprende a sí misma y en relación con las otras formas de conocer propias del hombre? Parece claro que la fe no puede solaparse con cualquier otro modo de conocer, ni tampoco ser tan distinta de todos los demás que en nada se asemeje a ellos. Santo Tomás se ha ocupado de esta cuestión (en De Veritate, q. 14, a. 1), y ofrece un análisis de cinco modos de conocer que se articulan en torno al asentimiento y a la investigación con los que S. Agustín había caracterizado la fe. Estos cinco modos son, de menos a más, los siguientes: duda, opinión, fe, ciencia y eviden­cia de simple aprehensión. La posición central de la fe es al mismo tiempo expresión de su imperfección y de su grandeza.

La investigación (cogitatio) y el asentimiento (assensus), en principio se excluyen uno a otro. En tanto está pendiente la investigación, no puede haber asentimiento. Cuando tiene lugar éste último la investigación, en lo que se refiere al objeto del asentimiento, cesa porque ya se ha alcanzado la claridad que se pretendía. De este modo sucede que en la duda no hay asentimiento, y las posibilidades de investigación son totales, aunque de hecho el que duda no realice esa investigación. En el caso de la opinión, ya hay un cierto asentimiento, aunque acompañado de duda y de temor de que lo contrario sea verdadero; también en este caso la investigación está plenamente abierta, independientemente de que el que opina se interese por realizarla o no. En cuanto a la ciencia, el asentimiento es firme debido a la evidencia a la que se ha llegado por medio del razonamiento. En el caso de la ciencia hay una investigación anterior que se ve mitigada después de la evidencia de la demostración. En la evidencia de simple aprehensión el asentimiento es inmediato, como lo es la evidencia, y no hay nada de investigación.

La fe ocupa en esa estructura, como ya se ha dicho, el lugar intermedio. Por un lado, el asentimiento es firme, pero no por la evidencia del objeto, sino bajo el imperio de la voluntad que empuja a la inteligencia a cubrir el trecho que lleva de la credibilidad a la fe. Precisamente esa credibilidad es el objeto de la investigación anterior al asentimiento; después del asentimiento, la investigación continúa como búsqueda del intellectus fidei (teología). Como el asentimiento proviene todo él de la voluntad, por firme que sea no pone un término a lacogitatio, a la investigación insatisfecha.

De acuerdo con todo lo anterior, la fe no puede ser reducida ni a la opinión ni a la ciencia. El asentimiento de la fe no es, como el de la opinión, inseguro sino total y firme. Por el motivo en que se apoya —Dios revelador— el fundamento objetivo de ese asentimiento es incluso más firme que el de la ciencia del sujeto. Tampoco se funda ese  asentimiento, como afirman los racionalistas, en la ciencia porque, en la fe, la inteligencia no asiente por sí misma a una verdad que no percibe directamente, sino que el asentimiento es resultado de la voluntad. En consecuencia, decimos que la fe es subjetivamente inferior a la ciencia porque de hecho la fe busca la evidencia en su conocer (fides quaerens intellectum) sin que por ello la falta de evidencia afecte a la firmeza del asentimiento. Al mismo tiempo, la fe como conocimiento, implica necesariamente la intervención de la entera persona que debe aceptar el compromiso que supone llegar a la fe. Se pone así de manifiesto el carácter especialmente humano del creer, su dimensión moral que lleva al hombre a salir al encuentro y a aceptar una verdad que no sólo ilumina su inteligencia sino que afecta a toda su existencia.

2. Entendimiento y voluntad

Creer a Dios que se revela se traduce, entre otras cosas, necesariamente en un juicio que afirma la verdad de lo revelado: “esto es así”, “amén”[2]. Hacer juicios es propio de la inteligencia, y por eso en el acto de fe la inteligencia interviene necesa­riamente y de forma insustituible. Concretamente, se puede afirmar que la inteligencia interviene en tres momentos: 1) La inteligencia entiende la palabra que se le dirige, y gracias a ello el sujeto sabe lo que se le propone para que lo crea; 2) La inteligencia interviene para juzgar la verosimilitud, la plausibilidad y la credibilidad de lo que se le propone; 3) La inteligencia interviene en el acto de fe, confesando la verdad de lo revelado, pronun­ciando el “amén” del asentimiento.

Pero la fe no es sólo asunto de la inteligencia, como pretende el racionalismo de viejo y nuevo cuño, ni el creer puede ir acompañado de evidencia. La evidencia eliminaría la oscuridad que existe en la fe, haría imposible su carácter libre y acabaría disolviendo la fe en ciencia o en filosofía (idealismo). La realidad es, sin embargo, que en el acto de fe interviene también —y esencialmente— la voluntad. No hay nada que me obligue a creer, y por tanto creo si quiero. La voluntad consiente voluntariamente a lo que la inteligencia conoce, y si no quiere creer, no cree. “En las cosas de fe consentimos con la voluntad y no por la necesidad de la razón, porque están más allá de la razón”[3]. No basta con querer para creer, porque la fe es gracia, pero sólo el que quiere creer acaba creyendo, por lo que sin la voluntad de creer la gracia es ineficaz.

Se puede, en consecuencia, decir con verdad creo porque quiero. Con ello se afirma la libertad del acto de fe, pero no sólo eso. El querer creer debe entenderse en un sentido amplio, que es el de amar. “Creo porque quiero” deriva así a creo porque amo. Este matiz, puesto de relieve con tanta claridad por Newman (“creemos porque amamos”)[4] no es sino una especificación de la fe interpersonal, del encuentro entre personas que mutuamente se reconocen: “creo en ti-te creo”.

Inteligencia y voluntad intervienen, en consecuencia, armónicamente en el acto de fe: la inteligencia conoce y juzga, sin llegar nunca a la evidencia subjetiva frente a la cual no podría resistirse, y —ante el bien que se le presenta— la voluntad decide creer. Si no interviniera la inteligencia, el acto de fe sería ciego e irracional; si no interviniera la voluntad, o no se llegaría nunca a prestar el acto de fe, o la fe desaparecería como tal por haberse disuelto en ciencia.

La cooperación de inteligencia y voluntad para el acto de fe no tiene lugar a través de momentos sucesivos, sino mutuamente implicados y situados en la unidad del acto del entero ser personal. El modo concreto como se relacionan lo pone en claro el estudio de la credibilidad de revelación y de la racionabilidad de la fe. Aquí, sin embargo, es necesario insistir en el carácter personal —es decir, que afecta a toda la persona— del acto de fe. Creer a Dios es no sólo asentir a su palabra, sino entregarse totalmente a El, dejándose afectar en toda la hondura del ser, en la totalidad de lo que se es y se tiene, de forma que de todo se hace entrega intencional, y se está dispuesto a supeditarlo todo a la fe.

3. Los “misterios” de la fe

¿Cómo se justifica un conocimiento como el de la fe? Se justifica porque sólo mediante ella es posible acceder a la realidad-verdad a que se refiere, la cual, en su ser íntimo, no pertenece a este mundo. De este modo, reencontramos la cuestión esencial que se halla presente, aunque sea implícitamente, en toda referencia a la fe: la revelación de Dios. La fe no es una autoposición del sujeto, ni mero postulado de su obrar moral, ni siquiera, podría decirse, una realidad en sí misma, o un acto sustantivo, sino respuesta del hombre a la autocomunicación de Dios en Cristo. Es la intervención humana radical en el diálogo abierto por la iniciativa reveladora de Dios.

La revelación implica la trascendencia de la verdad no sólo respecto al propio conocimiento actual, sino incluso respecto a toda posibilidad de conocimiento futuro. Esta verdad trascendente recibe el nombre de “misterio”. Ahora bien, parte de las dificultades que se oponen al carácter racional de la fe proceden de una interpretación reductiva de su naturaleza, entendida en ocasiones como puro asentimiento a una verdad. Es, por eso, especialmente oportuno recordar la célebre afirmación de S. Tomás según la cual el acto de fe no se dirige a la proposición, sino a la realidad (“actus fidei non terminatur ad enuntiabile sed ad rem”). La fe se dirige a una realidad, y concretamente a una realidad personal: al “misterio de Cristo” reconocido en su verdad mediante el asentimiento (“oboedientia fidei”), y acogido en su realidad entregada través de la adhesión (“oboedientia amoris”).

Las relaciones entre verdad y misterio dependen también de la comprensión de la revelación y de su relación con la razón. El intento idealista de someter la revelación a la razón priva de importancia y seriedad a la revelación –que no sería más que la forma histórica como tiene lugar el descubrimiento dialéctico de la verdad– y anula el misterio, reducido a ser un momento transitivo para la formación de la idea. Por otro lado, el racionalismo niega a la revelación –como ya se visto anteriormente– el valor de conocimiento, y confina al misterio a la región de lo irracional, a ser mito o superstición (cf. Fides et Ratio, 48).

Desde un punto de vista formal, revelación y misterio son nociones correlativas, que se exigen mutuamente, y entre las cuales hay una cierta relación dialéctica: hay revelación porque existe el misterio, pero al mismo tiempo en la medida en que no es totalmente misterio; y sabemos del misterio porque ha sido revelado, pero esa revelación deja el misterio intocado. Misterio y revelación son, por tanto, correlativos, pero no se oponen. Así, por ejemplo, no se trata de que cuanta menor sea la revelación, mayor será el misterio, y cuanto más clara la revelación, menor sea el misterio.

Más allá del plano formal, ¿qué es propiamente el misterio? En sentido teológico estricto, el misterio se refiere a la realidad misma de Dios y al orden de lo divino. Cualquier otra realidad, por impenetrable que sea, no puede compararse de ninguna manera con la densidad de la realidad única de Dios. Por eso se dice que el contenido de la revelación es el misterio de Dios, y más concretamente el misterio del Padre: el Deus absconditus, a quien nadie vió jamás, que nos ha sido revelado por el Hijo único, “que está en el seno del Padre” (Jn 1, 18).  Este es el misterio mantenido escondido durante siglos eternos y manifestado ahora a los gentiles, a los apóstoles y profetas (cfr. Ro 16, 26; Ef 3, 5; Col 1, 26). Este misterio que Dios da a conocer en su revelación no es la sola manifestación de lo que el hombre no puede llegar a conocer, sino que es principalmente el “misterio de su voluntad” (Ef  1, 9). Este misterio es, en último término, el “misterio de Cristo” (Ef. 3, 4) o, como afirma el Vaticano II refiriéndose a lo que Cristo manifiesta al hombre, “el misterio del Padre y de su amor” (Gaudium et Spes 22).

La revelación cristiana da a conocer el misterio como misterio salvador. Por eso, el misterio comporta siempre una llamada al hombre para que conozca y se introduzca en esa acción de Dios en la que El se entrega a los hombres. Dios no llama sólo a la inteligencia, sino al hombre entero. El misterio, de este modo, que existe originariamente en Dios, acaba instalándose en el mismo hombre. La acción de Dios en los hombres da lugar en ellos al misterio de la gracia.

Aunque el misterio es una realidad más rica que la mera comunicación de una verdad, tiene también ese aspecto de verdad sobrenatural que supera la posibilidad de comprensión de la razón humana. Nunca, sin embargo, el misterio es algo absurdo o contradictorio. Al contrario, el misterio encierra una concentración de verdad y de sentido que el hombre no puede comprender intrínsecamente, pero que ilumina la reflexión y el conocimiento de la realidad. Como se ha dicho, “el misterio es una verdad oculta en sí misma que ilumina todas las demás “(A. Frossard). El hecho de que los misterios –en los que se manifiesta y especifica el único misterio, el misterio de Dios revelado en Cristo– no sean “demostrables” es el resultado de su trascendencia respecto del pensamiento humano actual o posible. Los misterios expresan la libertad y soberanía del Dios vivo que no permite que se le reduzca a una realidad disponible, o ser “demostrado”. También en este punto sería incompleto, sin embargo, pensar en los misterios simplemente como conocimiento oculto o reservado. La soberanía y libertad de Dios preservada por el misterio es la condición de “su revelación como libertad que se abre y se vuelve a nosotros, como libertad en el amor. El misterio de la revelación de Dios es, pues, su libre autocomunicación en el amor”[5]. Pero aunque los misterios transciendan a cualquier horizonte humano de comprensión, no son contradictorios: no se pueden demostrar en sí mismos, pero se puede demostrar que no encierran una contradicción.

4. La enseñanza de "Fides et Ratio"

Juan Pablo II publicó en 1998 la encíclica "Fides et Ratio" en la que aborda de manera, hasta la fecha, la más desarrollada en enseñanzas pontificias, toda la problemática en torno a las relaciones entre la fe y la racionalidad. En lo que sigue, se ofrece una síntesis ordenada y razonada de las enseñanzas nucleares del Papa sobre la comprensión y la libertad de la fe cristiana.

Frente a quienes excluyen a la revelación y a la fe del campo del verdadero conocimiento, Fides et Ratio afirma de nuevo el valor de la revelación como medio de llegar a la verdad, así como la densidad ontológica del misterio que se acepta por la fe. Para la razón que se muestra celosa de su pura autonomía y recelosa del carácter cognoscitivo de lo creído, la separación de la fe trae consecuencias ruinosas para la misma razón y concretamente la de no poder recorrer sino “caminos secundarios que tienen el peligro de hacerle perder de vista su meta final” (48). Separarse de la revelación y de los misterios conduce a una razón truncada y débil, cerrada a la búsqueda metafísica de las preguntas últimas del hombre, y concentrada “en los problemas particulares y regionales, a veces incluso puramente formales” (61).

La apertura a la fe, o al menos el reconocimiento de la legitimidad racional del creer afecta, por tanto, a la comprensión misma de la razón. Y así, Fides et Ratio relaciona el inagotable deseo de conocer que tiene el hombre, con su “constante apertura al misterio” (71). Esa apertura puede ser confirmada o negada por la razón, con efectos consiguientes sobre la misma razón. Por eso, la encíclica anima a la reflexión filosófica “para que no se cierre el camino que conduce al reconocimiento del misterio” (51).

Se tiende a pensar que los misterios se refieren al ser íntimo de Dios. Es innegable que así es. En Dios se da la “plenitud del misterio” (17). Misterios que suponen verdaderos retos para la reflexión filosófica son la Encarnación (93), y la kénosis, la Cruz de Cristo (23, 93). Pero el misterio de Dios tiene su prolongación en el misterio del hombre. En este punto se hace necesario precisar, una vez más. El misterio del hombre no parece que se pueda plantear en el mismo nivel del misterio de Dios, y por ello algunos proponen que se evite el término misterio para referirse al hombre, y se acuda más bien a “enigma”, “problema” u otra expresión semejante. El enigma del hombre vendría a ser el conjunto de preguntas que acompañan inevitablemente a la existencia humana y cuya respuesta se presenta, al menos, como problemática. Se trataría de la versión fenomenológica del problema del sentido, tal como la presenta también Fides et Ratio en varios lugares.

Ahora bien, si se piensa que todo el problema reside en ofrecer unas respuestas a preguntas e interrogantes del hombre, se caería en un error. No se llega verdaderamente al sentido simplemente porque ya no haya más preguntas. El esquema pregunta-respuesta; inquietud-quietud; estímulo-satisfacción, u otros semejantes, dejan intocado el problema real del sentido del hombre. Se puede lograr tener narcotizada a toda la humanidad, en un estado de satisfacción y quietud, y sin embargo no atisbar ni de lejos el sentido. Al afirmar que el hombre es un buscador de la verdad, se desata un poder saber que empuja en la dirección del misterio de Dios. Cabe ciertamente ofrecer explicaciones reduccionistas del hombre, al que sólo le interesaría el dominio, el placer o el tener, lo cual arrojaría a la inquietud por saber a un rincón en la evolución de los sueños de la humanidad. Esta sería la vida entendida como juego, como el “divertissement” pascaliano. En ese sentido, no habría más enigma humano que el de lograr una versión económica adecuada para garantizar una ordenación de relaciones y bienes que fueran suficientes y abundantes para todos.

La realidad, sin embargo, es otra. La pregunta por el sentido es radical, en la línea del interrogarse heideggeriano de por qué el ser en lugar de la nada; o como la plantea Fides et Ratio “en la pregunta metafísica radical: «¿Por qué existe algo?»” (76). Y para esta pregunta no existe más respuesta satisfactoria que la que viene de la revelación, y concretamente de la encarnación de Dios y de la Cruz de Cristo. Y así es como el misterio revelado (de Dios, de Cristo) da a conocer el misterio del hombre, que cuenta también con dimensiones reveladas, a las que solamente se llega a partir de lo creído. Este es, a mi entender, el sentido profundo de la afirmación del Vaticano II, citada en tan numerosas ocasiones por Juan Pablo II: “En verdad, el misterio del hombre sólo se ilumina a la luz del misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et Spes22). A lo cual se podría añadir que el misterio del hombre es también camino para conocer mejor el misterio de Dios.

Si se admite lo anterior, no habrá inconveniente en aceptar que la “constante apertura (del hombre) al misterio y su inagotable deseo de conocer” (71) le sitúan en una disposición abierta para enfrentarse con un horizonte de realidad al que solamente se accede por fe. Es cierto que esa aceptación va acompañada necesariamente de un, digamos, sacrificio de la inteligencia; pero sería una visión unilateral si se considerara que ese sacrificio sólo tiene una valor negativo. Difícilmente se encontraría hoy alguien que compartiera plenamente la afirmación de Clifford recogida en las páginas anteriores (“es malo siempre, en cualquier parte y para cualquier persona creer algo sin evidencia suficiente”). En toda creencia –y las creencias son el origen de la mayor parte de las certezas humanas, y desde luego de las más “interesantes”– hay una sumisión de la inteligencia, una “obediencia” en terminología paulina. No por ello deja de tener relación con el conocimiento. Así lo ponen de relieve en nuestro tiempo diversas instancias, como la filosofía de la ciencia, que reconoce un papel fundamental a las hipótesis; la antropología existencial que encuentra en las creencias fundamento e impulso para la vida humana que solamente se puede realizar en la medida en que se proyecta en un futuro en que se cree; y la filosofía personalista que ha insistido, por su parte, en la importancia que tiene el creer como modo de relación de la persona con la realidad, y de las personas entre sí.

La relación de la razón con la fe tiene lugar en el propio itinerario hacia la fe, en el que la razón tiene un papel insustituible, así como en el acto por el que la fe busca entender (teología). Pero además, la razón se encuentra de otras maneras con la verdad revelada. Dos al menos son posibles. La primera cuando a la razón se le presentan afirmaciones cuyo origen es la revelación. Frente a este tipo de conocimientos se puede reaccionar de diversas maneras, pero la menos racional es la que lleva al rechazo prejudicial, a priori, sencillamente porque no procede de la razón. La posibilidad –opción– más lógica es el examen de esas afirmaciones, el pesarlas desde el punto de vista de la razón para determinar su consistencia ante el juicio racional. “El filósofo —dejó escrito Gilson— puede especular a partir de un mito, o de una fe religiosa, o de un sueño, o de una experiencia personal afectiva, o de una experiencia social colectiva, poco importa; lo único que cuenta es lo que justifica su razón”[6].

Junto a ese encontrarse ante una verdad ya formulada cuyo origen es revelado, existe además para la razón la posibilidad de “explorar vías que por sí sola no habría siquiera sospechado poder recorrer” (73). En este sentido, la razón se encuentra en el nivel objetivo, en el que se ve impulsada a “explorar –tómese nota de la repetición del verbo– el carácter racional de algunas verdades expresadas por la Sagrada Escritura, como la posibilidad de una vocación sobrenatural del hombre e incluso el mismo pecado original” (76). Valdría la pena detenerse en estos dos ejemplos, a los que se podrían añadir otros, para examinar sus posibilidades de examen racional. Quizá entonces descubriría en ellos el filósofo principios que iluminan el problema de la libertad y del destino del hombre así como el problema del mal.

Y añade Juan Pablo II: “Son tareas que llevan a la razón a reconocer que lo verdadero racional supera los estrechos confines dentro de los que ella tendería a encerrarse. Estos temas amplían de hecho el ámbito de lo racional” (Ibidem). Una idea semejante aparece un poco después: “En este misterio los retos para la filosofía son radicales, porque la razón está llamada a asumir una lógica que derriba los muros dentro de los cuales corre el riesgo de quedar encerrada” (80).

La audacia de la razón tiene un punto de llegada, que es la apertura a la fe, la disposición a aceptar la verdad grande por la autoridad de la misma verdad conocida, ciertamente, en un encuentro interpersonal: con Cristo en la tradición de los creyentes.

5. La racionalidad teológica

Comprendida la fe en su dimensión plena, estamos en condiciones de afrontar la naturaleza de la racionalidad teológica, conscientes de que su afirmación despierta recelos en una parte de los pensadores que no logran superar la contraposición entre racionalidad y fe. Este fenómeno es nuevo para la historia del pensamiento cristiano, que se construyó precisamente en cuanto proceso de confluencia entre lo sabido y lo creído: después de la desconfianza inicial de los creyentes en relación con la filosofía, los Padres “acogieron plenamente la razón abierta a lo absoluto y en ella incorporaron la riqueza de la Revelación”, o, como afirma un poco antes la misma encíclica: “fueron capaces de sacar a la luz plenamente lo que todavía permanecía implícito y propedéutico en el pensamiento de los grandes filósofos antiguos” (41). Fueron, en definitiva, asimilando diversos sistemas filosóficos, con la preeminencia final del platonismo agustiniano y –ya en pleno medievo– de la filosofía aristotélica[7]. Ese edificio especulativo se vino abajo en el pensamiento moderno, que estableció la separación, como principio entre lo creído y lo sabido.

La consecuencia de esa separación afectó de lleno a la teología. La teología se vio relegada desde fuera a la condición de lo no universal, de lo particular, de lo propio de quienes tienen fe y por eso se sitúan fuera del ámbito universalizador de la razón. El resultado fue un progresivo estado de inferioridad de la teología, que experimentaba al mismo tiempo la seducción y el temor ante la razón. La verdad se fragmenta: ya no hay una única verdad que se conoce de diversos modos (por fe o por razón), sino una verdad de la razón y una “verdad” de la fe que no puede reclamar un valor necesario ni universal. Esto llevó a un fenómeno interior a la propia teología, en la que se dio un corrimiento del método y de la problemática propios hacia aspectos más formales, lo cual condujo a una cierta pérdida de su cometido específico. El esfuerzo de los teólogos perseguía situarse en el nivel de la razón, sin advertir que, al haberse separado ésta de la fe, también ella había quedado herida. Así lo muestra la evolución posterior de la misma razón, que ha debido ella sola dar cuenta del todo, oscilando entonces entre la absolutización y el reduccionismo. De este modo, Fides et Ratio puede referirse al devenir de la filosofía en el idealismo, marxismo, positivismo, nihilismo, eclecticismo, historicismo, “modernismo”, cientifismo pragmatismo, pensamiento débil (postmodernidad) (46; 86-91).

La condición para poder hablar con sentido de racionalidad teológica pasa por la relación de la fe con la verdad, y de la fe con la filosofía. De ahí la reclamación que Fides et Ratio hace a los teólogos de que no caigan en la tentación de desinteresarse por la filosofía (68). Y avisa: “Si el teólogo rechazase la ayuda de la filosofía, correría el riesgo de hacer filosofía sin darse cuenta y de encerrarse en estructuras de pensamiento poco adecuadas para la inteligencia de la fe” (77). Privada de la relación con la verdad –Fides et Ratio dice “sin un horizonte metafísico”– la teología “no conseguiría ir más allá del análisis de la experiencia religiosa”, lo cual “no permitiría al intellectus fidei expresar con coherencia el valor universal y trascendente de la verdad revelada” (83).

No puede existir, por tanto, auténtica teología sin filosofía. Y no porque sea necesario acudir a la ayuda de uno u otro sistema de pensamiento, sino, primariamente, porque la fe exige la crítica, es decir, el examen racional, con la seguridad de que puede justificarse ante ella. ¿No es demasiado atrevida esta pretensión? ¿No es precisamente la fe resultado de la aceptación, más allá de toda crítica, de una palabra de autoridad?

En las preguntas anteriores, en las que se hace patente el temor de que si se toma en serio la crítica los efectos sobre la fe sean destructores, opera una confusión de fondo, comprensible, pero que impide una percepción acertada de las cosas. Es correcto afirmar que la fe es un principio subjetivo distinto de la razón. Pero la fe es mucho más, y concretamente, para entenderla hay que tomar en cuenta su referente objetivo, que es la revelación. Por su dependencia de la revelación, la fe no está en inferioridad de condiciones respecto a la razón a la hora del examen crítico. Solamente la crítica radicalizada que niega la revelación afecta negativamente a la fe. En este último caso –es decir, privada de su auténtico referente–, la fe estaría condenada a expresar lo no racional.

La fe se autocomprende, por tanto, en relación con la revelación, no con la razón. La revelación es su principio, su referente, su “objeto”, su “realidad”. Por este origen la fe no está al lado de la razón a la hora de expresar lo humano, sino en la formalidad de “lo otro”, de “lo diverso” de la razón. La fe teologal es la respuesta a la revelación, y bajo este aspecto expresa lo humano, precisamente lo humano en cuanto abierto a la revelación, no en cuanto alternativo a la razón[8]. Lo que está al lado de la razón, y a lo que, por tanto se dirige la crítica, es a la expresión de la fe que tiene que mostrar su consistencia ante el ejercicio de una razón coherente y rigurosa.

El resultado de ello es la construcción de la racionalidad teológica. Y así, por ejemplo, recuerdaFides et Ratio que a la teología dogmática le compete formular “expresiones conceptuales elaboradas de modo crítico y comunicables universalmente” (66). Más aún, el trabajo teológico es “obra de la razón crítica a la luz de la fe (...), presupone y exige en toda su investigación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente” (77).

La razón teológica, en consecuencia utiliza los recursos metodológicos de la ciencia y está esencialmente abierta al diálogo. La teología no es un discurso cerrado, reservado para el cenáculo de los teólogos por exigir unas claves de interpretación accesibles a unos pocos. Sucede por el contrario que la reflexión teológica es susceptible de valoración por científicos y filósofos en la medida en que se ocupa de cuestiones comunes con los campos de éstos. Precisamente, en el diálogo vivo con ellos mostrará su consistencia como discurso susceptible de examen racional, aunque nunca podrá ser reducido a la filosofía ni a ciencia.

Para que este diálogo sea eficaz es preciso fijar claramente los respectivos puntos de partida y la mutua implicación que se da en los diversos modos de afirmar lo real. Un ejemplo de ello es lo que Fides et Ratio recuerda a los teólogos: que el intellectus fidei necesita recurrir a la filosofía del ser, la cual “debe poder replantear el problema del ser según las exigencias y las aportaciones de toda la tradición filosófica, incluida la más reciente, evitando caer en inútiles repeticiones de esquemas anticuados”(97). Al mismo tiempo, la encíclica afirma con claridad la necesidad de que “teólogos y filósofos se dejen guiar por la única autoridad de la verdad” (79). Esta autoridad de la verdad, finalmente, tiene que ver con Cristo. Y así, con una afirmación de gran audacia, Fides et Ratio ofrece el siguiente principio: “La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal que dirige, estimula y hace crecer (cf. Ef 4, 15) tanto la teología como la filosofía” (92).

Retengamos esta última afirmación: “La Verdad, que es Cristo, se impone como autoridad universal...”. A este respecto parece que la relación de Cristo-verdad con la filosofía y con la teología es asimétrica, ya que en realidad Cristo representa el misterio del que se ocupa cabalmente la teología, en tanto que la filosofía está como a la espera de que se le formule el misterio. Este planteamiento debe ser completado por dos cuestiones ulteriores. La primera se refiere al límite de toda consideración objetiva (filosofía-teología), lo cual obliga a ir más allá, a los sujetos concretos (filósofos, teólogos) en quienes aquellas existen, ya que son las personas las que necesitan vivir su fe y su razón en unidad. La segunda consideración nos lleva al carácter definitivo de la respuesta de la fe, la cual es dada  a todos los creyentes, más allá de cualquier modo puramente racional de búsqueda de la verdad.

Si se tiene en cuenta lo que se viene diciendo, el teólogo ve aclarada e iluminada su insustituible tarea de servicio a la racionalidad de la fe. Se entiende entonces que la necesidad de la filosofía para el quehacer teológico no consiste en la incorporación extrínseca de reflexiones ajenas (filosóficas), sino en la capacidad de que el teólogo sea también filósofo, como ya se ha afirmado anteriormente. A este respecto es importante entender que la teología no es un híbrido de pensamiento filosófico y textos bíblicos. La propia razón teológica genera una reflexión que enriquece el acervo del saber y de la comprensión de la realidad. En este sentido se debe entender la referencia de Juan Pablo II a “todos los progresos importantes del pensamiento filosófico que no se hubieran realizado sin la aportación, directa o indirecta, de la fe cristiana” (76).

La racionalidad teológica parte de hechos, de aquellos hechos reveladores (incluyendo a este respecto la palabra como un hecho) caracterizados por la libertad y el amor de Dios, hechos, por tanto, gratuitos, independientes de toda concatenación necesaria. Una vez fracasada la tentativa racionalista de someter la revelación a una explicación apriorística, restan todavía residuos de aquella mentalidad, ante la cual la racionalidad teológica puede aparecer como algo menor y constitutivamente débil, ya que se construye a partir de esos hechos, hechos que resulta imposible integrar en un sistema regido por la ley de una coherencia necesaria y plena. En este contexto, la renuncia al control de la verdad y de los hechos que es connatural con la fe, supondría para la teología —en cuanto reflexión a posteriori de la revelación— un limitarse a la búsqueda de razones fundadas en la analogía; es decir, a la elaboración de argumentos de congruencia o de conveniencia.

Pero la teología no se limita a justificar en la medida de lo posible y desde abajo la racionalidad de la fe. Su explicación de la realidad una –y a este respecto resulta indiferente que se trate de lo racional o de lo revelado– en la medida en que ofrece una explicación última, es fuente de inteligibilidad para  comprender la realidad en su sentido más profundo. A la luz de estos principios, también el filósofo creyente se ve afectado, ya que persigue un camino racional para alcanzar una verdad a la que, por la fe, ya ha llegado. Gracias a ello, está en situación de hacer el camino de vuelta y, a partir de lo creído, llegar a lo sabido; es decir, de poner en ejercicio una fides quaerens intellectum. De esta manera se completa la unidad entre filosofía y teología: no se puede ser teólogo si no se es filósofo (“nemo theologus nisi philosophus”, afirmaba el aforismo clásico); a su vez, el filósofo creyente es necesariamente también teólogo.

A los teólogos se les presenta el reto de servir a la racionalidad del misterio cristiano sin reduccionismos ni separaciones indebidas. Deben, en consecuencia, como se ha expresado anteriormente, elaborar de forma crítica una reflexión sobre la fe revelada; o, si se prefiere, deben dar cuenta de la verdad del misterio de manera consistente ante las preguntas de la razón, sin por ello convertir su discurso en filosofía. La tarea de la razón teológica es formalizar la inteligibilidad de la revelación de forma satisfactoria para la razón crítica. La razón teológica se distancia de la razón pseudo-crítica que ha liquidado la cuestión de la verdad, bien disolviéndola en sentido; bien reduciéndola a la cuestión de «evidencia experimental»”[9]. Esta razón pseudo-crítica tiende a olvidar que junto al conocimiento científico, y anterior a él, están los conocimientos fundantes que permiten una interpretación global de la realidad.

Pero al enfrentarse con hechos y palabras reveladores y salvadores, el servicio que la teología presta a la racionalidad de la fe no puede ser meramente intelectual. Su preocupación por la verdad va necesariamente acompañada de una relación con el misterio, siendo ambos, aspectos inseparables de una misma actividad. Ello significa que, además de pensado, el misterio debe ser vivido, y esa vivencia no es ajena a la racionalidad con que se comprenden los mismos misterios. La vivencia, por su parte, no debe encerrarse en sí misma, en una experiencia autofundada, sino abrirse a la comunicación y a la valoración racionales. De este modo, la fe pensada y vivida se prolonga en el diálogo y se encarna en el testimonio.

La racionalidad de la fe alcanza su coherencia suprema en el testimonio porque, para el testigo, un ejercicio inmoderado de la racionalidad siempre es equilibrado por lo que él mismo ha experimentado. Así, por ejemplo, el testigo de que Aquiles alcanza a la tortuga quizá no esté en condiciones de explicar el problema del movimiento, pero sabe  que realmente la alcanza, y por tanto, que la afirmación racional  de que no puede alcanzarla responde a un problema mal planteado o mal resuelto. De modo semejante, a la experiencia del límite en el examen racional de la fe le sucede otra experiencia, y ahora de superación, en el sentido de un saber, de una sabiduría que se alimenta del contacto directo con la realidad. La teología, entonces, muestra una dimensión que le es consustancial: la de ser no sólo intellectus fidei, sino también affectus fidei.

 

Notas

[1] S. TOMÁS, Summa Theologiae, II-II, q. 2, a. 1

[2] J. RATZINGER, Introducción al cristianismo, Sígueme, Salamanca 1969, pp. 19 ss.

[3] S. TOMAS, In Epist. ad Romanos, c.1, lect.4

[4] “We believe because we love”: J. H. NEWMAN, Oxford University Sermons, 236

[5] W. KASPER, El Dios de Jesucristo, Sígueme, Salamanca 1985, p.155

[6] E. GILSON, El filósofo y al teología, Guadarrama, Madrid 1962, p. 223

[7] Por eso puede recomendar Fides et Ratio a los teólogos que sigan el ejemplo de los Padres y de los grandes teólogos cristianos “que destacaron también como grandes filósofos” (74).

[8] Cfr. G. COLOMBO, La ragione teologica, Glossa, Milano 1995, p. 8

[9] Ibidem. p 10

Pio Santiago

 

Juan-José Pérez-Soba. Facultad de Teología “San Dámaso”. Madrid

Publicado en: T. TRIGO (ed.), «Dar razón de la esperanza». Homenaje al Prof. Dr. José Luis Illanes, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Navarra, Pamplona 2004, pp. 677-706.


Índice

1. 

2. 

3. 

3.1. 

3.2. 

3.3. 

4. 


Toda la segunda mitad del siglo XX, ha estado caracterizada por un profundo deseo de renovación teológica que se ha ido abriendo paso entre tanteos, propuestas, correcciones y confusiones dentro de una vida eclesial especialmente rica. Precisamente, en el desarrollo de  este proceso la Iglesia ha ido conociéndose mejor a sí misma y es más consciente de su misión.

Este deseo de renovación y los caminos que ha ido abriendo se pueden considerar en verdad como un «signo de los tiempos» (cfr. Mt 16,3). Por él se ha de entender un auténtico modo de responder la Iglesia a la voluntad de su Señor, que Aquélla llega a conocer en la medida en que se hace consciente de las exigencias que se le presentan en la historia de su vida y de su pensamiento.

En este camino de renovación teológica, los obstáculos que había que superar eran muchos. Posiblemente, entre ellos, los más difíciles de afrontar no eran los más aparentes, aquellos en los que se centran los debates teológicos más renombrados: estos son habitualmente dificultades relacionadas con la cultura de cada momento, que se agudizan en la medida en que las claves de la sociedad han dejado de ser cristianas. Los mayores problemas son precisamente aquellos que están más escondidos. Ante ellos, la dificultad que se encuentra es de otro orden. No  reside en primer lugar en la dificultad de encontrar una solución, sino de poderlos determinar, porque sólo entonces se puede acceder al segundo momento, que consiste en saber encontrar el remedio y el modo de juzgar los avances en su superación.

Esto es lo que ha pasado con el tema central de la misma teología en cuanto ciencia, que se puede denominar «la fragmentación del saber teológico», que consiste en convertir tal conocimiento en la sistematización racional de unos contenidos que se podían descomponer en especialidades separadas, comprensibles en sí mismas, de modo autónomo. Este nuevo sistema de saber, en clara ruptura con el patrístico y medieval, se guía por una lógica apologética nacida de las disputas generadas por la Reforma y en clara oposición a ella.

La conciencia de este hecho y la búsqueda de un camino diferente han estado detrás de las principales propuestas de renovación teológica. Los análisis, en general, se han centrado en las consecuencias que ha producido un racionalismo reduccionista en el sistema fundamental de pensamiento que sostenía a la teología, y en la metodología específicamente teológica que está en su base. De allí se ha seguido una profundización notable de la «Teología Fundamental», y sus principios han tenido su expresión magisterial, fruto de toda una evolución del pensamiento, en el Concilio Vaticano II, y después, como aclaración de puntos que habían quedado en la sombra, en las encíclicas Veritatis splendor y Fides et ratio. Estas dos últimas son en verdad un auténtico balance de los intentos habidos en todo el siglo, de sus figuras principales y de los argumentos controvertidos.

En ellas no sólo se hace un análisis profundo de los problemas de la situación actual, del camino recorrido y de los campos abiertos para el descubrimiento de las soluciones; además, se destacan las raíces más profundas de esta situación. Está claro que su intención principal no es quedarse en los problemas surgidos, es mirar hacia el futuro para no perder la perspectiva que debe conducir a un crecimiento continuado de los principios de renovación. En este sentido, hay que afirmar que sus fundamentos no son sólo académicos, ni culturales, sino que nacen de la misma vida cristiana que está en su base y les da un sentido.

En esta misma dirección se inscribe toda la obra de investigación teológica que ha llevado a cabo José Luis Illanes desde un principio. En ella destaca el tratamiento de esos problemas fundamentales, realizado en su conexión con la misma vida cristiana, que se convierte en el «lugar hermenéutico» del quehacer teológico. Como decía al presentar su opinión sobre las raíces de la crisis de la moral: «El hombre manifiesta su dignidad en su capacidad de ideales. Cuando los ideales se desvanecen, el horizonte humano se achica y la sociedad se cuartea. Analizar, pues, este aspecto de nuestro momento histórico resulta imprescindible de cara a nuestra suerte futura».

Un acercamiento a las fuentes históricas en las que se puedan rastrear las huellas de esta situación, nos conduce precisamente a constatar que, antes de cualquier fragmentación teológica, podemos descubrir una fragmentación ya presente de la plenitud de la vida cristiana dentro de la Iglesia. Es un hecho que se puede entender como la pérdida, en la conciencia general de los fieles, de la necesidad imperiosa de una búsqueda real de la santidad. Por ello, el primer momento con el que se inicia el proceso desvertebrador es la efectiva separación de la teología espiritual -o como se la denominaba entonces, «teología mística»- de la llamada «teología escolástica». Una teología espiritual apartada de la búsqueda de las verdades últimas de la vida, está peligrosamente inclinada al psicologismo. Por otra parte, la aceptación efectiva de una teología sin impronta de misterio será el primer paso hacia una consideración racionalista de la teología, que hallará una expresión inicial con el nominalismo. Este sistema de pensamiento, en su inicio, supone una verdadera ruptura con la tradición, la aparición de un modo «crítico» de pensar que se sitúa de una forma neutra, y no necesita del ámbito vital de la Iglesia.

Esta separación original tiene una gran repercusión en todo el hacer teológico, y se ha destacado frecuentemente que su superación ha de ser uno de los principios más profundos de renovación teológica. Una teología sin contacto con la vida espiritual parece abocada a un racionalismo craso, que se fundamenta sólo en razonamientos claros y no en la «connaturalidad» con el misterio. Éste ha sido siempre un elemento fundamental de la «analogia fidei», que nutre internamente el proceso del quehacer teológico.

La fractura inicial, una vez que arraiga en el pensamiento, tiene una influencia negativa en la misma vida eclesial y va creciendo paulatinamente. Uno de sus efectos es el fortalecimiento de una postura crítica respecto de la Iglesia. La pérdida de una referencia de comunión eclesial hace que la teología se convierta en un ámbito de disputas y confrontaciones que recorrerán todo el s. XVI, y llegan a caracterizar el desarrollo teológico posterior. Es la aparición de una teología fuera de un sujeto eclesial, entendida como una tarea intelectual privada que no considera su pensamiento como una misión para la misma Iglesia.

El paso siguiente en este proceso de fragmentación aparece en el momento de la manualística. La división apologética de los tratados, que rompe la unidad sistemática propia de las Summae, va a dar lugar a otra división novedosa. Esta vez es la que se establece entre la dogmática y la teología moral, que reclama para sí una autonomía. La pretensión está sustentada en su peculiar relación con la vida pastoral, es decir, en su carácter aplicativo a una realidad contingente, que hace que se la denomine también «teología práctica». Ésta, en su fin y su racionalidad, va a tener principios distintos de los de la  «teología teórica».

Una vez consumada, esta nueva división tendrá consecuencias casi inmediatas en el conjunto de la teología con la separación que esta vez se produce, dentro de la espiritualidad, entre ascética y mística, que se van a diferenciar por sus objetos formales, según se ponga el acento en el esfuerzo humano o en el don de Dios.

En este sentido, se pueden entender los esfuerzos que desde el principio del siglo XX se han venido dando para vencer una inercia de siglos y abrir las mentes y los espíritus a nuevos campos de investigación teológica, en especial, a una nueva perspectiva que ha de dirigir su estudio.

Un punto muy importante en el que se centraron estos esfuerzos fue el de una profundización en la comprensión de las virtudes teológicas –fe, esperanza y caridad- como fundamento de la vida cristiana. Se trataba de sacarlas del encerramiento en el que se encontraban al ser tratadas como un elemento más de la teología moral, para descubrir en ellas un valor singular de la existencia cristiana en cuanto tal. Un camino que se trazaba desde su inicio el objetivo de superar la separación entre fe y vida, que esteriliza el trabajo teológico y que oscurece la vida cristiana.

En esta corriente hemos de referirnos a los primeros trabajos de Mersch conducentes a ver en la Iglesia –Cuerpo Místico de Cristo- el lugar donde vivir estas virtudes que nos hacen «hijos en el Hijo». La intención de su estudio era buscar una realidad viva; más que una mera comprensión de los elementos definidores de las virtudes teológicas, quería revelar su valor dinámico, que va conformando un auténtico sujeto cristiano. Se configuraban así los trazos de una vida que tenía, por consiguiente, un valor eclesial esencial, es decir, comunitario y abierto a la acción de Dios, con un sentido sacramental básico. Se trataba de un primer intento, todavía vacilante; la temprana muerte de este teólogo dejó incompleto un camino fecundo de investigación.

Tras la segunda Guerra Mundial, estos primeros intentos fueron continuados de un modo más crítico, en cuanto se partía de una reflexión que tomaba en cuenta los requisitos metodológicos básicos exigidos por el mismo tema de la caridad. Con ello se pretendía encontrar ya en la caridad un centro de pensamiento que explicara toda la vida cristiana en sus elementos principales. El intento más orgánico y pensado que se produce en este momento es, sin duda, el que realiza Gilleman, que va a tener una gran resonancia en el tiempo anterior al Concilio Vaticano. Vemos en él la clara expresión de la necesidad de una fundamentación más teológica de la dinámica vital del hombre, que no puede comprenderse sin contar con la acción de Dios en su vida.

La esperanza, a la que hasta ahora se le concedía en un papel secundario en la vida real de las personas, va a tener también en este periodo un gran desarrollo: la «teología de la esperanza». Es un modo global de entender la teología, que insiste en la repercusión social de tal virtud cristiana.

Igualmente, la renovación existencial y dialógica de la teología de la Revelación, conduce a un profundo repensamiento del tema de la fe y tendrá una expresión privilegiada en la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.

Para terminar este brevísimo esbozo histórico, hemos de referirnos a la figura de Juan Alfaro. Es un autor que comienza con el estudio detenido del problema del sobrenatural, que había sido uno de los debates teológicos más vivos durante los años cincuenta. Luego, dirigirá su investigación a cómo se ha de comprender tal sobrenaturalidad en las virtudes teológicas. Lo hace insistiendo en una percepción nueva del valor existencial de la dimensión teologal de la vida cristiana, que se puede encontrar en la dinámica interna de estas virtudes. Con ello, articula todo un cuerpo de doctrina de gran importancia por su carácter sintético y propositivo, que va a desarrollar ya en la etapa posconciliar también con un interés marcadamente cristológico.

Extrañamente, una línea verdaderamente fecunda de pensamiento -en el doble sentido de ofrecer una fuente teológica de primera magnitud y una conexión con los aspectos más existenciales de la vida humana-, quedó posteriormente relegada al olvido. Probablemente, este hecho se debió a la crispación de las polémicas teológicas de los años 70, que turbaron hasta sus raíces el campo moral. En ellas, el pensamiento se perdía en afrontar multitud de cuestiones coyunturales que se vivían con gran intensidad, pero que impedían volver la atención a los puntos verdaderamente neurálgicos de la moral, que no pueden reducirse a una cuestión meramente normativa, sino que requieren, en último término, ilustrar la construcción del sujeto moral. Centrado el debate en la posibilidad o no de la existencia de normas específicamente cristianas, el tema de las virtudes teológicas quedó en un segundo término y muy dependiente de otros presupuestos. Por la falta de perspectiva y la tensión de los enfrentamientos, no se pudo hacer una labor más positiva en continuidad con la realizada anteriormente.

A pesar de que la situación polémica de la teología de esos años ya se puede considerar definitivamente superada, todavía en los nuevos planes de estudio de Teología de muchas Facultades y Universidades se puede observar una marginación del antiguo tratado de las virtudes teológicas, que ahora prácticamente no aparece. Una excepción a este olvido generalizado ha sido la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra, en la que pude cursar estudios del ciclo institucional durante los años 1984-88, justo una época en la que era su decano José Luis Illanes. En el currículum de asignaturas que se ofrecía al estudiante, aparecían, dentro de la parte moral, las virtudes teológicas como una asignatura específica. La elección de esta permanencia se debía al criterio de tomar como división de la parte moral la estructura propia de la Summa Theologiae de Santo Tomás de Aquino. Todo ello dentro de una visión profunda del papel de una Facultad de Teología, de acuerdo con las exigencias epistemológicas de la misma Teología, un tema que ha estudiado detenidamente José Luis Illanes.

En todo caso, para mí significó la posibilidad de acceder a un estudio directo de las fuentes clásicas en una perspectiva más unitaria de la que los estudios de moral suelen facilitar en la actualidad; un camino específico para conocer un centro de cuestiones teológicas que normalmente se ven repartidas por los más diversos tratados y sólo se conocen de modo fragmentado. Por eso, siempre he relacionado la centralidad del tema de las virtudes teológicas y la renovación teológica que está incluida en ella con la figura de José Luis Illanes como docente y como organizador de los estudios de la Facultad de Teología de Navarra. Éste ha sido el motivo de la elección del tema que nos ocupa, como colaboración a este libro que se realiza para su merecido homenaje.

1. La novedad de la perspectiva 

En verdad, hay que reconocer que no es fácil reemprender un sendero cuando éste ha sido olvidado. En él crecieron las hierbas que borraron las señales de sus lindes. Para poderlo recorrer se han de seguir penosamente las huellas de los últimos que lo han transitado, con la inquietud de poder perder el camino en cualquier momento. Esto es lo sucedido en el tema de las virtudes teológicas, aquellas en las que reside lo específicamente cristiano.

Este horizonte sombrío contrasta con la gran renovación que ha tenido el estudio de las virtudes, en especial a partir del libro de Alasdair MacIntyre Tras la virtud. El autor abre en él un panorama novedoso que permite intuir lo original de la perspectiva de una ética de la virtud. La importancia de la obra radica en que toma como contrapunto de la falta de tal ética el emotivismo contemporáneo. Sabe destacar de qué modo éste ha conducido a una ética de situación que encierra al hombre en un estado verdaderamente angustioso: el de afrontar su existencia a modo de una secuencia arbitraria de decisiones separadas de la construcción de su propia vida. En esta confrontación, MacIntyre ha sido el promotor de un conocimiento más profundo de la función y el dinamismo de las virtudes, que ha cambiado notablemente el panorama moral. Uno de los puntos fundamentales en este debate ha sido su diferenciación con la concepción estoica de la virtud, para la que, en realidad, no existen virtudes sino una sola: la de la obediencia. Para el estoico, la esencia de la virtud se reduce a la voluntad de adaptarse a una norma. Un estudio histórico detenido permite comprobar que ha sido ésta la concepción que ha influido en la fundamentación de la ética contemporánea y que todavía tiene una gran repercusión en el modo de comprender actualmente la moralidad.

Esta nueva perspectiva ha querido dejar clara su diferencia respecto de una moral legalista, que pone el fin de la moral en la determinación de una ley que rija la bondad de la acción. La toma de distancia afecta igualmente a las dos vertientes del legalismo, tanto a la que se aferra a una ley objetiva deducida de la naturaleza -como era el caso de la manualística-, como a la propia del caso moderno, que se centra en la ley subjetiva de la conciencia. La ética de la virtud, separándose de estas interpretaciones, ha profundizado en una doble vertiente, que es importante mencionar por su implicación en la perspectiva cristiana.

1) La primera es la corriente que se denomina narrativa, que señala lo específico del valor moral precisamente en el hecho de que el hombre construye la propia vida por medio de las acciones que lo conforman como un sujeto virtuoso. Esta corriente surge como respuesta a la necesidad de no separar la moral de la historia personal y de encontrar los lazos más importantes de esta relación. Es un modo de enfrentarse a la cuestión moral que conecta muy de cerca con uno de los principios que mencionábamos antes al hablar de la renovación teológica: con la búsqueda de la unión más estrecha entre la fe y la vida.

Entre sus principios destaca que, en la construcción de su propia historia, la persona no se encuentra sola, es más, que aislar al hombre en ese proceso es un modo de debilitarlo hasta el punto de hacerlo incapaz de construirse a sí mismo. Por eso, estos autores insisten en el valor relevante que tiene para la vida moral la existencia de una comunidad de referencia que se vive en una amistad. MacIntyre señala al respecto la necesidad de referirse a unatradición, para salvar la objeción acerca del modo en que las virtudes alcanzan a definir unethos determinado. Es por medio de la tradición por lo que los conceptos morales no se vacían de contenido. Ambos elementos, comunidad y tradición, están íntimamente relacionados y tienen una vinculación muy directa, pues ofrecen unas bases muy importantes para la posibilidad de fundamentar una moral específicamente cristiana.

2) La segunda de las corrientes que hemos anunciado es la que relaciona las virtudes con el modo concreto que el hombre tiene de acceder al conocimiento moral. Estamos hablando de la corriente que se denomina de la racionalidad práctica. Si bien sus primeros pasos se han dado como reacción a los excesos de la filosofía analítica en materia moral, después la investigación de estos temas se ha centrado en los estudios sobre el conocimiento moral en Santo Tomás. En general, esto se ha hecho fijándose sobre todo en sus fuentes aristotélicas. Esta nueva perspectiva se ha desarrollado con especial profundidad al estudiar con detenimiento la evolución que se observa en el pensamiento del Aquinate. En él se puede rastrear cómo va cambiando la perspectiva moral desde una moral de la ley -que es dominante en el Scriptum super Sententiis- a una primacía de la virtud y de la prudencia en la SummaTheologiae. Desde esta percepción original a la que llega el Doctor Angélico, se estructura un detallado estudio de todo el ámbito del conocimiento moral propio de la racionalidad práctica. A éste se añade una cuidadosa teoría de la acción, que le señala el distinto sentido de la verdad práctica y la racionalidad en cada paso del acto humano. La conjunción de todos estos elementos conduce a una renovación profunda de la concepción de la moral, que alcanza a todo su conjunto.

El punto clave de esta renovación de la racionalidad práctica aparece reflejada en la importante afirmación de principio que hace la Veritatis splendor: «para poder aprehender el objeto de un acto, que lo especifica moralmente, hay que situarse en la perspectiva de la persona que actúa». Al tomar esta perspectiva para el conocimiento moral, la encíclica se introduce en el quicio de cómo una persona se construye mediante su acción. Con ello, se separa decididamente de toda concepción moral que entienda la acción humana como una simple decisión sobre un elemento exterior, al modo de una cosa que se elige entre otras. Por el contrario, destaca con fuerza que se trata de una elección de sí mismo en la realización de un acto. Cuando elijo robar no elijo tanto lo robado cuanto el hacerme un ladrón por la acción de apropiarme indebidamente tal objeto. Ése es el contenido real de la acción.

En la medida en que esta perspectiva se centra en la relación intrínseca entre la persona y la acción, se ha denominado a sí misma «moral de la primera persona». Se distingue así de los sistemas éticos que reducen el sentido de la moralidad de un acto al momento del juicio en la medida que se toma desde la perspectiva del «observador imparcial» que valora el acto, pero desde fuera de él. Es una forma de realizar el juicio moral que ignora las disposiciones interiores del hombre: tanto su afectividad, como las virtudes. Esta perspectiva ha sido la común en todos los intentos «modernos» de construcción moral que están en el fundamento de muchas posturas actuales.

Con esta propuesta de la racionalidad práctica se devuelve el protagonismo de la persona en la construcción de la propia vida, precisamente el punto que destacaban los autores narrativos. Por tanto, no se ha de entender la expresión anterior -«moral de la primera persona»- como si fuera un sistema de pensamiento que prima el individualismo. Todo lo contrario, se fundamenta en la persona mediante la determinación de la verdad del bien de la acción que se realiza en la comunicación con los demás. El ámbito comunicativo y social forma parte integrante del conocimiento moral.

En esta breve exposición se puede intuir la magnitud de esta propuesta y la amplitud de implicaciones morales que ofrece. Podemos resumirlas en sus puntos básicos, que se pueden considerar bien fundamentados y que tienen un valor singular para la construcción global de la moral.

· La virtud no es un mero hábito repetitivo, sino electivo, que tiene que ver con una excelencia en los actos, que es expresión de la vida personal en una dinámica de crecimiento en libertad.

· Produce la integración afectiva respecto a los propios fines de la virtud. De este modo se conforma una disposición estable que permite al agente dirigir sus actos en relación con la verdad integral de su vida personal. Se trata de una verdad práctica que el sujeto va conformando en sus acciones.

· Capacita a la persona para conocer de modo connatural la verdad del bien en las acciones concretas.

· Da firmeza a la intención humana en su capacidad de dirigir las acciones a la construcción de la vida como un todo.

En cuanto a la extensión de esta propuesta, hay que decir que procede más directamente del ámbito filosófico. Es en él donde ha surgido y encontrado eco. No ha tenido la misma repercusión en el mundo teológico, que, a veces, ha sido incluso renuente respecto de la aceptación de la categoría de virtud, por considerar que era una categoría refractaria a su integración en la teología. Por eso, es importante ver de qué modo la recepción de esta corriente renovadora supone un serio replanteamiento del concepto de virtud que se emplea para las virtudes teológicas, en lo que se puede denominar la «construcción del sujeto cristiano», que, evidentemente, no se realiza por las simples virtudes humanas denominadas cardinales.

Falta una verdadera reflexión que enfatice la presencia de lo sagrado, de lo teologal, en la racionalidad misma de lo cotidiano que conforman las virtudes. Sin este horizonte que nace de la mirada de fe, lo cristiano podría parecer como un añadido a modo de adorno de la nobleza simplemente humana de las virtudes. Es una seria advertencia que han destacado algunos teólogos.

2. El concepto de virtud teológica         

La pregunta de la que partimos: de qué modo hay que comprender la virtud en cuanto se aplica a las virtudes teológicas, no es superflua. Se trata de un asunto todavía por resolver, una laguna en la teología, que no está cubierta. Es cierto que en los últimos años podemos observar un reflorecimiento del interés sobre el tema por la aparición de toda una serie de manuales acerca de las virtudes teológicas y de su relación interna. Este hecho no es sino la expresión de que se hace patente la necesidad de colmar el vacío que existía en el conjunto de la teología y que se había hecho muy evidente en este campo específico. Por eso mismo, hemos de felicitarnos por estos intentos que ayudan a revitalizar la cuestión. Pero un acercamiento a esta literatura nos lleva a constatar igualmente que las obras que se han publicado hasta ahora tienen un alcance principalmente divulgativo. En general, a pesar del intento de recoger lo nuevo que se ha dicho en torno a las virtudes teológicas, se ha de decir que no han sabido integrar la profunda renovación de los estudios sobre la virtud, de la que hemos hablado en el epígrafe anterior y, en consecuencia, que no la han sabido aplicar a la tradición específica de las virtudes teológicas. En mi opinión, es el momento de aceptar el reto de llevar a cabo esta aplicación con todas sus implicaciones.

Acudir a la historia nos puede aportar una primera clarificación que nos ayudará en esta dirección. Hemos de decir que sí se ha estudiado históricamente cómo surge el concepto, en sí mismo extraño, de «virtud sobrenatural». Lo especial de esa expresión es que el concepto virtud parece provenir de un desarrollo de las potencias de la persona en la consecución de los «fines virtutum» que están unidos a las inclinaciones naturales. Ateniéndose a esta definición, parecería que no hay lugar para una «sobrenaturalización» de la virtud. En cambio, en la tradición cristiana no sólo se usa la categoría de virtud desde un principio, sino que se aplica para expresar la recepción humana de los dones de Dios.

El primer acercamiento dirigido hacia tal sobrenaturalización es la exégesis que hace el Ambrosiaster del capítulo trece de la primera epístola a los Corintios. En ella, en el marco en el que se destaca la centralidad de Dios como objeto de ese «amor que no pasa nunca» (v. 8), surge por vez primera una afirmación que va a tener un éxito inusitado: «caritas … mater omnium bonorum». Esta expresión más primitiva dará lugar, tras una larga historia redaccional, a una recepción peculiar de Pedro Lombardo, que consagra el conocido axioma: «caritas forma virtutum». Esta expresión se vuelve un auténtico principio teológico indiscutido en toda la teología occidental. Desde ella va surgiendo poco a poco la reflexión sistemática de la trilogía de la fe, esperanza y caridad que se encuentra en el célebre himno de San Pablo.

El paso de una a otra expresión se realiza, dentro de la teología latina, en dos momentos. El primero tiene como núcleo la primacía de la caridad y, en correspondencia, de la fe y de la esperanza en la vida cristiana. Su especificidad se determina en el hecho de tener como objeto a Dios mismo y como origen un don de Dios. Se destaca así la iniciativa divina que sostiene todo su desarrollo, pero se hace de un modo que implica al mismo tiempo la acción humana y sus principios operativos. Es una cuidadosa interacción que se realiza en relación muy estrecha con el concepto de mérito. A partir de este primer núcleo, se va a desarrollar todo un pensamiento en el cual la presencia activa de Dios en el hombre se sostiene por medio de la existencia dinámica de la trilogía anterior. En esta línea se ha de entender la insistencia en el valor activo de la caridad, como se recoge en la tradición de San Gregorio Magno cuando dice: «el amor de Dios nunca está ocioso, pues obra cosas grandes si está, y si rehuye el obrar, es que no está».

El segundo paso que se da en esta historia está centrado en la relación íntima de la caridad con las virtudes, que cuenta como fundamento con el modo de comprender la virtud que tienen S. Ambrosio y S. Agustín. Es por ello por lo que se aplica el calificativo de virtud a la tríada completa, que tiene su punto definitivo con San Gregorio Magno. Aunque hay que añadir a continuación que, al hacer esto, se destaca siempre su especificidad, es decir, que no son como las otras. Estaban claras algunas de sus características: el hecho de no poder pecar por exceso y de no tener una medida simplemente humana, eran puntos muy definitivos para conservar siempre su valor específico. La importancia excepcional de estas tres virtudes conduce a entender que a ellas se puede reducir todo el culto a Dios que puede realizar el hombre, es decir, pueden definir la misma vida del hombre hacia Dios.

En todo este proceso, la caridad tiene un papel preponderante que influye en las otras dos virtudes. En este sentido, un punto esencial es la primacía de la caridad que afirma con gran fuerza el obispo de Hipona, hasta el punto de quedar reflejada en su mismo concepto de virtud. Esto se evidencia en su definición de virtud como el «ordo amoris». Es un orden que tiene como centro la caridad, que sería de este modo la virtud por excelencia, de cuya verdad originaria procederían las otras virtudes. Estas son sus palabras: «Si la virtud nos conduce a la vida feliz, nada en absoluto se puede afirmar como virtud si no es el amor sumo de Dios. Pues lo que se dice de la virtud cuatripartita, se dice, en cuanto lo entiendo, desde el variado afecto del mismo amor».

La insistencia en este punto es una constante en su pensamiento. De este modo, podía afirmar con una claridad meridiana el primado de la gracia en toda acción humana y mantener así su especificidad cristiana. Así puede asegurar la necesidad de las virtudes, sin perder para nada la dependencia radical de Dios. El punto débil de tal planteamiento es que la subordinación de las demás virtudes, también las cardinales, respecto a la caridad oculta su contenido propio, que queda en la sombra.

El modo de presentar todas las virtudes en dependencia muy estrecha con la caridad será posteriormente uno de los puntos principales para la misma determinación medieval del concepto de sobrenatural. Es de aquí de donde procede directamente la consideración de la caridad como «forma» de las demás virtudes, que se realiza en la primera escolástica. Con esta expresión se podía llegar a entender que es la caridad la que concede a las otras virtudes la misma «forma» de virtud, de tal modo que, sin ella, no lo serían. Éste parece ser el sentido que le da Pedro Lombardo cuando, refiriéndose a la caridad, afirma: «sin la cual ninguna virtud es verdadera».

Podemos ver aquí que, en este paso, el término virtud no se emplea todavía de un modo suficientemente clarificado. En San Agustín, su uso está muy influido por el sentido tardo-estoico de la escuela latina, que antes ha sido desarrollado en S. Ambrosio. Éste recibe la impronta de Cicerón, como se comprueba en su De officiis ministrorum, y este concepto permanece en toda la primera escolástica. Por eso, esta primera atribución del concepto de virtud todavía es imperfecta. En cambio, el momento en el que se va a determinar más cuidadosamente el uso de la «virtud teológica» se produce con la aparición de los estudios universitarios y la recepción del entero corpus aristotélico en los estudios generales, con una mención especial a la Ética a Nicómaco. Se accede así a todo un sistema de pensamiento en el que el concepto de virtud está relacionado no sólo con la facilitación de la acción, sino que incluye la integración afectiva y el momento cognoscitivo. Este hecho va a producir un importante adelanto teológico que hay que saber apreciar en todo su valor.

El momento concreto en que se realiza la aplicación del término más depurado de virtud se producirá como reacción a la discusión creada a partir de Pedro Lombardo sobre el tema de la caridad. El motivo es que el Maestro de las Sentencias entiende la caridad de un modo puramente actualista, al reducir la acción del hombre a su momento efectivo. Desde esta percepción, llega a identificar el amor de caridad con el mismo Espíritu Santo, que obra en el alma del justo. Esto es así, porque no concibe ningún principio interno de actuación en el hombre. Con esta propuesta, busca destacar precisamente la relación personal e íntima que está presente en la caridad. De este modo, con esa presencia fascinante del Espíritu, se hace incomprensible una caridad que no actúe. En la disputa que provoca como reacción, todos los teólogos coinciden en rechazar esta posición por medio de la adquisición del concepto de virtud como hábito, esto es, una disposición subjetiva permanente y próxima al acto. Su clarificación será fundamental para poder hablar del modo de actuar propio de un cristiano. Este modo no puede ser la acción inmediata de Dios en él, sino que Dios mismo es el que, por la recepción de sus dones, activa en el hombre principios nuevos de actuaciones que le van configurando y le conducen a una plenitud.

Con esta solución, surgida del debate anterior, en el acervo teológico se incorpora al concepto de virtud teológica un sentido nuevo, el de nacer de la recepción de un don. En concreto, se asume el hecho de realizarse en la relación interpersonal que surge entre el dar y el recibir. Es un fundamento con una profunda raigambre teológica; una de sus raíces está en el modo de comprender que el nombre propio del Espíritu Santo es el de don.

Un estudio detallado del concepto de caridad en Santo Tomás, nos conduce a determinar que ha sido precisamente la necesidad de una relación interpersonal que le permitiera explicar al mismo tiempo el hecho de ser dinámica y de proceder de un don primero de Dios, lo que le guía a su afirmación fundamental por la cual define la caridad como «una cierta amistad con Dios». Esta afirmación, presente desde el principio de su obra a modo de intuición, será luego el pilar firme donde asentar toda su moral. Su aceptación radical le obliga a una reformulación del concepto de virtud en la medida en que lo aplica a las virtudes teológicas. Es el paso siguiente que hemos de dar en nuestro estudio.

Pero antes de entrar en ese análisis, no podemos por menos que constatar que estos principios teológicos que en la gran escolástica alimentaban el pensamiento sobre las virtudes teológicas, van a ser poco a poco relegados a un lugar marginal en la segunda escolástica. En particular, los comentadores de Santo Tomás van a tender progresivamente hacia una interpretación más filosófica de la virtud, que, para el caso de las virtudes teológicas, pierde su valor analógico y su propiedad de referirse a la persona en cuanto tal.

De este rápido repaso histórico llegamos a una primera conclusión: los autores de la gran escolástica realizan ya un estudio detenido de las virtudes teológicas en el que se tiene en cuenta de un modo muy delicado el valor analógico del término virtud. El punto central es que tales virtudes se han de fundamentar en un don primero de Dios, y no, como ocurre con el resto de las virtudes, en la acción humana. Es una cuestión que hay que entender en su globalidad para la auténtica comprensión del papel y del dinamismo de tales virtudes. En estos autores, el valor teologal de las virtudes teológicas está en su misma realidad y dinamismo interior, y no en un hecho exterior como podría ser el dato de que son infusas por provenir de un don. La teoría de las virtudes infusas, tal como la desarrolla el Aquinate, es un claro exponente para la clarificación de este tema.

3. La clave de la “teologalidad” en Santo Tomás

Nos proponemos ahora ver de qué modo la profundización del sentido de misterio de las virtudes teológicas ayuda a una reformulación del mismo concepto de virtud que se les aplica. En verdad encontramos una ayuda inestimable para ello en la doctrina del Aquinate. En el desarrollo de su pensamiento supo perfilar este argumento en una lenta evolución que se puede rastrear en sus escritos. En ellos, refulge con un brillo meridiano su afirmación de la caridad como amistad, que va a tener un valor de excepción.

Aunque se puede rastrear incoativamente en otras obras, es un hecho que se manifiesta completamente en la Summa Theologiae. En ella, al tratar de las virtudes teológicas, el Angélico utiliza dos series de argumentos coincidentes pero distintos, que hemos de analizar brevemente.

La primera serie está centrada en el argumento del valor dispositivo de la virtud respecto de la bienaventuranza. Este principio, cuando se aplica al caso de la perfecta bienaventuranza del hombre, exige la existencia de un don primero de Dios que haga posible tal felicidad. Las virtudes teológicas provienen entonces de tal don, que se describe como una primera participación en el ser de Dios (cfr. 2Pe 1,4).

La segunda serie de argumentos procede de la razón misma de virtud en cuanto introduce una «medida» en las acciones humanas. En este caso, lo que se afirma es que la medida de los actos del hombre es doble: una, la connatural a sus fuerzas: la razón humana; y otra, la que le excede: el mismo Dios.

3.1  La ordenación para la perfecta bienaventuranza

El primer modo de argumentar parte de la relación directa entre las virtudes y la felicidad. Es un argumento que necesitaba Santo Tomás para introducir las virtudes teológicas en el orden global que había dispuesto para la Prima Secundae. En ella, siguiendo el ordo disciplinae, la división de las cuestiones parte de la bienaventuranza. En lo que concierne a la relación entre las virtudes morales y las teológicas, su comparación le va a conducir necesariamente al problema de la «doble felicidad», que ya se encuentra en Aristóteles y que Santo Tomás va a destacar con mucha fuerza. Existe una felicidad que se determina con relación a los bienes de este mundo y es connatural a las virtudes, y una felicidad que consiste, en su esencia, en la visión de Dios, que las excede absolutamente.

El argumento, entonces, está tomado desde la razón de virtud de modo exacto, pues no se refiere a la felicidad como la mera presencia de un fin nuevo, sino que introduce ese fin en la acción en cuanto se refiere al momento en el que la virtud ordena los actos hacia ese fin. En consecuencia, el razonamiento queda como sigue: una felicidad cuyo contenido exceda las fuerzas del hombre requiere un nuevo principio ordenador, un nuevo tipo de virtudes. Con esta conclusión, se ve que la presentación del verdadero fin último por medio de la fe y de la caridad va a ser un elemento imprescindible de toda la moral cristiana, que informa internamente las virtudes y las dirige de un modo nuevo. Es un paso muy importante dentro del conjunto de la moral tomista.

La debilidad de este tipo de razonamiento es que emplea un silogismo postulatorio: una realidad indudablemente presente, exige la presencia de otra. Es un modo de argumentar que siempre ha estado presente al tratar los temas que tocan la cuestión del sobrenatural. Pero ha sido en tal debate donde se han visto los límites de esa argumentación. El que nos afecta especialmente en nuestro tema es muy claro: no nos facilita el conocimiento de la realidad cuya existencia se nos postula. Sólo se puede acceder a ella por el paralelo de la comparación que se ha establecido. En nuestro caso, al fundarse directamente en la virtud humana, no nos permite ver si hay algo específico que pueda distinguir la virtud teológica. En consecuencia, en este primer modo de argumentación, no se profundiza en el modo propio como la virtud humana dirige a la felicidad, para poder ver analógicamente el modo y la originalidad de la virtud teológica en esta dinámica. Por eso, en el fondo no se puede percibir una clave que nos permita ver una especificidad de la virtud teológica desde dentro del concepto de virtud.

El mismo modo de presentar la bienaventuranza parece limitado: no se nos muestra la perfecta bienaventuranza sino de un modo negativo, en cuanto «excede la naturaleza del hombre, y a la cual sólo puede llegar por la potencia divina». Por eso, el razonamiento que se sigue, aunque se fundamente en la relación real entre toda felicidad y la virtud, no nos permite ver adecuadamente si la virtud teológica añade a su esencia alguna nueva consideración respecto de las virtudes morales.

Es cierto que se aplica el sentido de la analogía de modo que diferencia las virtudes que proceden de un don de Dios de las que se adquieren por los actos humanos, pero lo hace desde la analogía de proporción. Así se ve en el siguiente texto: «sólo las virtudes infusas pueden ser llamadas virtudes perfectamente y de por sí. Las otras virtudes, es decir, las adquiridas, son virtudes según algún aspecto, pero no de por sí: en algún sentido ordenan bien al hombre respecto del último fin, pero no lo hacen completamente». La virtud humana es en sí imperfecta, porque sólo puede ser dispositiva respecto de la felicidad completa y ésta no es directamente el objeto de sus acciones. Este modo de presentar la virtud es esencial para demostrar que se trata de una auténtica comprensión teológica de la acción moral y no una mera aplicación sin más de unos conceptos aristotélicos, como a veces se le ha achacado.

De hecho, en estos textos, el modo de presentar las virtudes teológicas está en relación muy estrecha con la existencia postulada de las virtudes morales infusas. La diferencia entre ambas sólo aparece al hablar de su objeto, pero no por su razón de virtud. Parece que lo fundamental es el hecho de ser ambas infusas, provenientes de un don de Dios y no en la diferencia en la concepción de virtud. En cambio, cuando se habla de las relaciones entre ellas se pueden ver diferencias muy grandes, de las cuales no se sacan consecuencias.

En este sentido hemos de presentar el principio que afirma que es la caridad la que reúne en sí el sentido primero de toda virtud, por el hecho de que «las otras [virtudes teológicas] tienen en su propia razón una cierta distancia a su objeto: la fe es de lo que no se ve, y la esperanza de lo que no se tiene. Pero el amor de caridad es de lo que ya se tiene». Aquí se nos ofrece una relación específica con el fin, que es distinta de la propia de las virtudes morales: por la caridad «ya se tiene» el fin, la verdadera bienaventuranza.

Con esto se puede ver lo limitado del planteamiento anterior. El problema está en que, a pesar de notar las diferencias que se observan en el modo que tienen de dirigirse al fin las virtudes morales y las teológicas, en estos textos no se acaba de profundizar en ellas. Digámoslo brevemente, la virtud moral es sólo dispositiva respecto de cualquier felicidad. Es cierto que el virtuoso será feliz, pero lo es por la acción perfecta a la cual le dispone el conjunto de las virtudes. No sucede lo mismo con la caridad, que contiene en sí una perfección que ya lo une con el fin definitivo. En este punto concreto, incide precisamente la segunda serie de argumentos que hemos presentado.

3.2  La “medida” divina

Este segundo modo de considerar lo específico del concepto de virtud teológica parte también de un sentido propio del concepto de virtud moral; en este caso se trata de la categoría demedida o regla de la acción. Puede parecer muy próximo al anterior, pues el término medida procede de la ordenabilidad hacia el fin, que es lo que se destacaba en el primer argumento. Pero es fácil percibir las diferencias. Si bien toda regla hace referencia interna a la existencia de un fin, en nuestro caso: la medida moral de la acción necesita de la dirección a la felicidad humana; en cambio, no todo fin supone una medida, sino sólo aquél que no se alcanza directamente pero está presente en todo acto conducente a él. No basta para expresar el concepto de medida la sola mención del orden, porque existe un doble orden respecto del fin: uno, que es una simple dirección al fin; y otro, el del movimiento que acerca al fin. En este segundo modo la presencia del fin puede ser implícita y sostener la acción desde el interior.

El argumento anterior partía de un fin último ofrecido, al cual se debe ordenar la acción. Esto es precisamente lo que no se nos aparece conscientemente en el momento de construir nuestras acciones, que no proceden de la percepción del fin último en sí. En esta segunda perspectiva, el partir de la medida de la acción expresa mejor el modo en que en nuestras obras percibimos una cierta plenitud incoada que nos guía poco a poco hacia su realización acabada. Así podemos acceder al modo como, por medio de las virtudes, las acciones se dirigen y ordenan hacia el fin. Es en este punto concreto donde podremos percibir la diferencia entre las virtudes teológicas y las adquiridas.

Con ello nos hemos introducido en la forma específica en la que la presencia de un fin conforma la acción del hombre. Lo propio del fin del hombre es precisamente que no se puede alcanzar por una acción simple. El último fin no es nunca el objeto, el contenido próximo, de alguna acción, pero sí es la acción a la que le disponen sus virtudes. Alcanzar la felicidad no es posible sino por medio de un proceso de acciones dirigidas a tal fin. Es aquí donde Santo Tomás introduce el concepto de bienaventuranza imperfecta aplicada a las acciones. Una categoría que le exige y le ilumina el concepto de virtud: «Los hombres consiguen [la bienaventuranza] por muchos movimientos de acción, que se llaman méritos. Por lo que, según el filósofo, la bienaventuranza es el premio de las obras virtuosas».

Se trata del concepto de la acción como un motus, esto es, una dirección responsable hacia el fin, que sólo lo alcanza por medio de la disposición que engendran sus acciones desde el don primero de Dios. El Aquinate da tanta importancia a esta categoría que va a caracterizar toda su concepción de la moral, comenzando con la famosa definición con la que se inicia laSumma Theologiae: «motus rationalis creaturae in Deum».

La virtud moral no se dirige entonces de un modo inmediato al fin último, sino por medio de eaquae sunt ad finem, que permiten determinar cómo los fines virtutum hacen operable el fin último en las acciones concretas del hombre. Es así como el mismo concepto de mensurapertenece a la esencia de la virtud y plantea una vinculación con el fin último distinta de la que habíamos podido ver en el argumento anterior. Aquí se destaca el papel de la virtud, que es esencial en el modo concreto del movimiento para llevar a cabo la ordenación interna de eaquae sunt ad finem. Es precisamente el dinamismo moral que no aparece suficientemente clarificado en la acción por la mención única del fin y el orden que genera.

No es extraño entonces que este argumento lo encontremos desarrollado sobre todo en laSecunda Secundae, cuando trata de la naturaleza virtuosa de las virtudes teológicas. Antes, en la Prima Secundae, quería afirmar sin duda alguna el valor teológico del esquema de las virtudes dentro de todo el sistema de su moral; ahora, en cambio, su finalidad es destacar el verdadero papel de virtud que tienen las virtudes teológicas. Éstas ocupan pues, respecto de las virtudes morales cardinales, el lugar que tenía la bienaventuranza en la Prima Secundae.

La existencia de una doble regula en la acción humana -una la de la razón y otra la de la caridad- es un principio presente a lo largo de toda la parte moral de la SummaTheologiae. Alcanza una gran resonancia en el modo concreto del actuar del hombre en la medida en que, por comparación con la ratio prudencial, atribuye a la caridad un valor cognoscitivo de una importancia esencial para la vida moral cristiana. Es un elemento muy ligado a la concepción de virtud que recibe de Aristóteles y que incluye todo el conocimiento de la denominada racionalidad práctica. De este modo, se respeta la autonomía participada de la razón humana, y se manifiesta lo original del conocimiento moral, que nos ofrece una claridad que ilumina a la misma razón.

La determinación de este punto nos ha abierto un camino para analizar de modo más preciso la especificidad de las virtudes teológicas en el pensamiento del Doctor Angélico y de qué modo se relacionan con el conjunto de su moral. Para ello, nos centraremos en el texto fundamental en el que explica por qué la caridad es una virtud. Estas son sus palabras: «así pues, también alcanzar a Dios constituye una razón de virtud: como antes se ha dicho de la fe y la esperanza. Y, como la caridad alcanza a Dios porque nos une con Él… en consecuencia, la caridad es una virtud».

El punto fundamental está claro: «attingere Deum constituit rationem virtutis». A pesar de la referencia que hace el texto a las otras virtudes teológicas, en el caso de la fe no nos encontramos con un razonamiento semejante, y sólo lo hallamos en la esperanza, que es una confirmación del argumento con los mismos términos exactos. El motivo de la diferencia en el caso de la fe lo analizaremos después. Ahora debemos preguntarnos en qué consiste este «attingere Deum». Como hemos visto anteriormente, no se trata de Dios en cuanto fin último de nuestros actos, felicidad completa, sino como regla de los mismos, es decir, orden interior de la acción que permite descubrir una promesa de plenitud en la misma. Lo propio de la caridad no es presentar el fin, ni siquiera ordenar al fin, sino de algún modo tocar el fin. Ésta es la realidad específica que va a constituir la misma regla de la acción que exige considerarla no sólo como un don, sino como una auténtica virtud. Es aquí donde confirmamos que en la caridad se da una nueva relación con la bienaventuranza como algo ya presente que ha de crecer en la vida del hombre. En este punto es donde podemos ver los elementos de coincidencia entre los dos argumentos, al mismo tiempo que quedan claras las diferencias.

En mi opinión, ese «tocar el fin», alcanzarlo de un modo que no puede ser todavía pleno, sólo es comprensible desde la categoría de amistad y en relación con su fundamento afectivo. Es lo que se refuerza en el texto por la mención de la autoridad de San Agustín, que incide exactamente sobre la afectividad: «La caridad es la virtud que en cuanto es nuestro afecto rectísimo por el cual amamos a Dios, nos une a Él». Aquí nos encontramos con toda claridad los dos elementos que van a ser las claves de la respuesta: una unión con Dios que se realiza en el afecto.

La explicación más detallada se ha de fundar entonces en el análisis del afecto en cuanto amor. Así lo hace Santo Tomás ya en la Prima Secundae, cuando quiere explicar la primacía de la caridad respecto de las otras virtudes teológicas. Lo explica acudiendo al valor original de la unión afectiva, que será luego la clave para comprender el acto de la caridad: «El amado está de algún modo en el amante y también el amante por el afecto es atraído a la unión con el amado». Es el paso que existe entre una unión inicial, la unión afectiva que es el mismo amor, y la unión real, a la que el amado lo atrae afectivamente hacia sí.

Este análisis afectivo se refuerza con la consideración de que la caridad es una amistad. El amigo, presente en mí por una unión afectiva, es el que dirige internamente la acción en un doble sentido: moviéndola a actuar y conformando al amante con el amigo. En la unión afectiva está presente desde un inicio la intención del amigo que atrae hacia sí al que ama. Está aquí contenida toda la fuerza de la llamada a la reciprocidad. Es precisamente ésta la explicación que ofrece Santo Tomás cuando habla de la dinámica interna de las virtudes.

Para explicar la vinculación intrínseca entre la esperanza y la caridad, el Angélico acude a la relación afectiva que existe entre las pasiones del amor y la esperanza. Lo hace con estas palabras: «la voluntad se ordena hacia aquél fin en tanto que tiende hacia él en la medida que es posible de conseguir, lo que pertenece a la esperanza; y en cuanto a una cierta unión espiritual por la cual de algún modo nos transformamos en el mismo fin, lo que se realiza en la caridad. El apetito de cualquier cosa naturalmente se mueve y tiende a su fin connatural: y este movimiento proviene de una cierta conformidad de la cosa con su fin».

Con ello nos descubre lo propio del movimiento afectivo, que siempre surge de un amor primero que nos conforma con el fin amado. Son los dos momentos de un afecto, la unión que nos conforma y el movimiento generado por tal unión. Ese movimiento, que tiene que ver con la acción del hombre, surge entonces en la medida en que la unión misma todavía no es perfecta, y engendra, por consiguiente, un motus hacia el fin percibido, con el cual el amante está unido por el amor. El motus surge entonces de dentro del hombre, provocando todo un dinamismo que se diversifica en los distintos ámbitos perfectivos de su vida y que va constituyendo al hombre virtuoso en la medida en que se conforma por el amor con el Amigo. Por eso se puede afirmar: «todas las otras virtudes de algún modo dependen de la caridad».

Esta unión afectiva con el amado tiene en verdad un valor de medida respecto de las acciones que tengan como fin el amado. Será tanto la ordenación efectiva de la acción respecto del amado, cuanto el hecho de hacer surgir muchas acciones por su causa, lo que constituirá sin duda una verdad propia de la acción que conforma el hábito de la amistad.

3.3  La fe que obra por la caridad, la dinámica virtuosa cristiana

El análisis anterior nos ha permitido introducirnos en el modo preciso según el cual se produce la ordenación interior de la acción del hombre en la medida en que es un motus. Al estudiarlo, nos habíamos extrañado del hecho de que, en el caso de probar que la fe es una virtud, no aparecía el argumento que Santo Tomás aplicaba a la esperanza y la caridad. La razón es clara pero desconcertante, pues se centra en una afirmación muy fuerte del Aquinate: «La fe informe no es una virtud». En esta negativa, que puede parecer asombrosa en un primer momento, podemos encontrar una nueva enseñanza respecto al concepto de virtud teológica que estamos buscando.

Para explicar esta negativa no se puede acudir al hecho de proceder de un don de Dios, ni de tener a Dios como objeto. Precisamente estas eran las características generales que aparecían en la presentación de las virtudes teológicas. El razonamiento que usa el Aquinate procede más bien de otra característica propia de la razón de virtud que no se da en la fe si está separada de la caridad. Lo que le falta es: «que se ordene infaliblemente al último fin, por el cual la voluntad asiente a la verdad». Esto es, se hace referencia precisamente al modo de ordenar los actos hacia el fin, que es lo que le corresponde propiamente a la virtud. No se actúa virtuosamente cuando se sigue al fin simplemente por ser presentado por la inteligencia, pues es el modo de actuar del que todavía no es virtuoso sino un mero continente. En este sentido, la fe, separada de la caridad, no ordena hacia el último fin y no ayuda a alcanzar esa regla de los actos humanos que es Dios mismo.

La frase de San Pablo «la fe que obra por la caridad» (Gal 5,6) se convierte entonces en el modo específico de comprender el actuar cristiano. Por una parte, se aprecia la necesidad de la fe para que se reconozca la presencia de un don que es incognoscible fuera de la revelación de Dios. En ese sentido es como se entiende que: «las buenas obras tienen un cierto orden a la fe».

La necesidad de la fe, como nos señala el texto, incluye dos elementos: uno, la luz para poder dirigirse a la verdad revelada en su misterio, y otro, el asentimiento de la voluntad a Aquel que se revela. En ambos se ve la profundidad del don de Dios en el que se asienta y que reclama a la persona entera y que, por ello, se puede comprender como una dinámica de un don, el de Dios al hombre. La dinámica de la fe como respuesta al primer don de Dios, tendrá entonces el valor de una conversión, unida al asentimiento y la entrega que es intrínseca a la fe. Es esta dinámica la que configura la fe como una auténtica elección fundamental. El objeto que muestra con la verdad primera es el último fin en la medida en que no lo presenta según la idea del hombre (la idea de Dios no es último fin del hombre sino Dios mismo), sino según la revelación de Dios. Es así como en la adhesión de la fe está incluido un nuevo modo de dirigirse al fin último que exige la respuesta de amor, que será de caridad. La presencia inicial de Dios es especial en la medida en que no se corresponde a las fuerzas del hombre, sino al don inicial divino, que es un don de sí y le hace aparecer como amigo.

Se puede comprobar así que la insistencia en «obrar por la caridad» no se ha de entender como un momento posterior a la fe, sino como una realidad que está incluida en el mismo don inicial que se recibe. Así, la «fe informe» es una ruptura interna de la fe y no una privación de algo añadido. Puede seguir existiendo, pero le falta algo íntimo a su dinamismo, a su propia realidad. Por este motivo la fe informe no es una virtud.

Ahora es el valor personal del don de Dios el que exige una respuesta personal por parte del hombre, que se va a dar no sólo con la fe, sino por el amor. Eso sí, en cuanto la respuesta que se pide es en verdad personal requiere un conocimiento real de la llamada de Dios, que es imposible sin la fe.

Podemos ahora comprender bien que ni por naturaleza, ni por sus acciones el hombre puede tener una unión afectiva con Dios en la que esté presente como amigo, y que es necesario entonces un don de Dios para que alcance esa regla en su propia acción. Tal posición de amigo es específica, no se da en cualquier amor hacia Dios; por eso, no cualquier amor verdadero a una persona es amor de caridad. Lo explica el mismo Santo Tomás al poner como fundamento de la caridad la presencia del fin último, esto es, la communicatiobeatitudinis. De este modo, no se pierde el valor específico de la bienaventuranza completa como elemento definidor de la virtud teológica, pero se incorpora más perfectamente a un dinamismo específico propio de tal virtud y se relaciona dinámicamente con el resto de las virtudes.

Así, al explicar cómo la caridad por su misma presencia exige la fe y la esperanza, Santo Tomás se expresa directamente con la aplicación de la analogía de la amistad, con ejemplos bíblicos. Con ello parte de una comprensión detallada de todo el dinamismo del amor que pide siempre una correspondencia y necesita un medio de comunicación entre las personas, un bien objetivo, que se describe al modo de una vida común.

La amistad entonces tiene un valor propio y pleno de virtud por tratarse ahora de unaamistad con Dios que supera todo particularismo con el amigo. La amistad con un hombre no es el fin último de nuestra vida y por ello no puede ser regla de todos nuestros actos. La caridad nos vincula a la universalidad de Dios, que sí lo es. Esto, al mismo tiempo, nos abre a la verdadera posibilidad de un amor universal que se fundamente en el don de sí de Dios.

Otro valor específico que realiza el amor de amistad propio de la caridad es ofrecer una primera integración afectiva análoga a la de las virtudes, como se ve en el caso de las denominadas virtudes infusas. Este aspecto integrativo está relacionado con el sentido específico de virtud moral en su papel dispositivo del afecto para la acción perfecta. El valor afectivo del don inicial de Dios, propio de las virtudes teológicas, es entonces muy importante para comprender su valor específico de virtud.

Toda esta perspectiva se comprueba suficientemente por el hecho de que Santo Tomás cita la frase de Gálatas, no sólo en el contexto de la relación entre las virtudes teológicas, sino también dentro del tratado de la ley nueva, que define como: «la gracia del Espíritu Santo que se da por la fe en Cristo». Es necesario destacar este punto para indicar convenientemente la íntima relación que existe entre la dinámica interna de la gracia y el ejercicio de las virtudes teológicas, que sigue estrechamente la de la fe y la caridad, que hemos visto poco antes.

Con este análisis que nos ha descubierto la profundidad de la visión de Santo Tomás en laSumma Theologiae, hemos demostrado que el concepto de virtud propio de las virtudes teológicas es específico y no es idéntico, sino analógico, respecto al de las virtudes morales, y que ambos se complementan y son necesarios para construir una moral verdaderamente cristiana.

4. La centralidad de la persona en la relación entre las virtudes

Todo el análisis anterior ha estado centrado en la importancia de la relación personal entre el hombre y Dios, que se vive de modo especialísimo en las virtudes teológicas. Se puede ver así cómo la aplicación de categorías personalistas, más apropiadas a estas virtudes que la mera dinámica de las potencias operativas, nos abre a campos nuevos de estudio con relación a la acción del hombre.

Se nos abre así un camino de estudio para ver la relación íntima entre la gracia y las virtudes teologales que proceda de un conocimiento de los dinamismos personales y no sólo de la división de las potencias. En este sentido, juega un papel específico la categoría personal de la presencia, que es la que aparece enfatizada en el tema de la inhabitación.

El uso de estas categorías no responde a la estrategia de adaptar un lenguaje a las circunstancias históricas; se trata más bien de un camino nuevo para profundizar en elementos que habían permanecido en la sombra y que ahora destacan por su importancia.

Uno de ellos es la relación de las virtudes teológicas con Cristo: una verdad cuyo estudio fue clásico, pues Pedro Lombardo ponía el tratado de virtudes en la segunda parte, que trata sobre Cristo, pero que ha ido languideciendo posteriormente. Es uno de los puntos de renovación moral más intentados y que todavía no ha dado los efectos esperados, por la dificultad de integrar en una concepción cristológica una multitud de elementos diversos que proceden de perspectivas muy alejadas de tal visión.

Como es obvio, no podemos aquí ni siquiera bosquejar una moral de virtudes que asuma de modo completo el papel fundamental de Cristo en las mismas; simplemente podremos destacar dos pequeños datos que se desprenden de los análisis anteriores:

1º La cuestión de la bienaventuranza, que tiene una relación directa con la gracia de Cristo como el que posee en plenitud el Espíritu Santo.

2º Esto nos ayuda a replantear el tema de la «medida» puesto que, entonces, nuestra recepción del don de Dios, es «a la medida de Cristo».

El primer punto se enmarca dentro del estudio de la gracia de Cristo, que, a pesar de los títulos, a veces no ha estado en verdad centrado cristológicamente. La gracia de Cristo denominada «singular» es la que le corresponde como Hijo de Dios y consiste en recibir la plenitud del Espíritu Santo, esto es, la plenitud de los carismas y perfecciones que el Padre quiere dispensar a los hombres y que éstos reciben en cuanto hijos.

Es así como Santo Tomás comprende que Cristo recibe la visión beatífica, porque tiene en sí la plenitud de la caridad. Sólo de este modo puede fundamentar que la caridad sea, en último término, la comunicación real de la bienaventuranza divina.

En cuanto al segundo aspecto, Santo Tomás compara la frase de Jn 3,34: «no le dio el Espíritu con medida» -que aplica a Cristo-, con la que dice: «a la medida» de Cristo (cfr. Ef 4,7), que es entonces la medida propia de los cristianos, y se ha de entender en un marco eclesial. Así lo explica al comentar el Evangelio de San Juan: «Él recibió todos los dones del Espíritu Santo sin medida, según la plenitud perfecta, pero nosotros participamos de alguna parte de su plenitud por medio de Él, y esto es según la medida que a cada uno ha repartido Dios. Ef IV (7): “A cada uno de nosotros se le ha dado la gracia según la medida de su don”».

Es una forma privilegiada de ver cómo las virtudes teológicas nos configuran con Cristo en la vida de los hijos de Dios. Que ese «tocar a Dios», del que hablábamos, se realiza en Cristo, en donde existe esa «coiunctio» de un modo singular derivado de la misma gracia de unión. Por eso, en Santo Tomás se observa una gran evolución en su doctrina de la gracia al tratar de la humanidad de Cristo como «instrumentum coniunctum» de la divinidad.

Vemos así que se nos abre una comprensión de las virtudes teologales de un gran alcance. A pesar del valor intrínseco de estos argumentos, no se puede decir que Santo Tomás los haya desarrollado en todas sus implicaciones. Es la tarea del teólogo saber desarrollar el pensamiento que otro ha dejado inacabado o descubrir un panorama más amplio anteriormente sólo esbozado.

En la misma dirección cristológica está el aspecto eclesiológico de las virtudes teológicas, que fue el punto inicial de la investigación de Mersch. En este caso, se relaciona muy de cerca al valor de la communicatio con la caridad, que, como hemos visto, sostiene a las otras virtudes teológicas en la medida en que su objeto es la misma beatitudo. Para comprender la repercusión completa de esta dinámica comunicativa, es necesario saber conjugar la comunicación con la dinámica del don. En concreto, que el hecho de que varias personas reciban el mismo don, crea una communicatio especial entre ellos. Si además estamos hablando de un don de sí personal, podemos decir que constituye una auténtica comunión de personas. Es aquí donde el papel del Espíritu Santo cobra una relevancia singular, que nace de la Comunión trinitaria y que tiene en el don de sí de Cristo la fuente de su envío.

En algunos textos de Santo Tomás se percibe muy directamente este papel eclesiológico de la caridad. Es en ellos donde se puede ver la profundidad de esa comunión y su importancia para la misión de la Iglesia en el mundo. Una comunión en la tierra, que es participación directa de la Comunión trinitaria, tiene ante sí la tarea de ser fermento de comunión en el mundo.

Hemos comenzado nuestro estudio viendo la necesidad eclesial de una renovación teológica y cómo ha sido una fragmentación dentro de la vida de la Iglesia lo que condujo a la debilidad en los estudios teológicos. Ahora vemos que es la misma eclesialidad de la vida cristiana la que debe animar los estudios teológicos y que tiene una repercusión específica en la moral. «Por su naturaleza y dinamismo, la teología auténtica sólo puede florecer y desarrollarse mediante una convencida y responsable participación y “pertenencia” a la Iglesia, como “comunidad de fe”, de la misma manera que el fruto de la investigación y la profundización teológica recae sobre esta misma Iglesia y su vida de fe». A lo cual, bien podríamos añadir: «de una fe que obra por la caridad».


Notas

 Un argumento que ha desarrollado: J.L. Scola, Frammentazione del sapere teologico ed unità dell’io, en Ospitare el reale. Per una "idea" di Università, Roma 1999, 55-71.

 Cfr. en el aspecto del método la obra colectiva: G. Colombo (ed.), L'evidenza e la fede, Milano 1988.

 Los comentarios más destacados de las mismas: G. del Pozo (ed.), Comentarios a la «Veritatis splendor», Madrid 1994; J. Prades–J.Mª Magaz (eds.), La razón creyente. Actas del Congreso Internacional sobre la Encíclica «Fides et Ratio». Madrid, 16-18 de febrero de 2000, Publicaciones de la Facultad de Teología “San Dámaso”, Madrid 2002.

 J.L. Illanes, Presentación, en J.L. Illanes-P.G. Alves de Sousa-T. López-A. Sarmiento (eds.) Ética y teología ante la crisis contemporánea. I. Simposio Internacional de Teología, Universidad de Navarra, Pamplona 1980, 18. Son palabras de una entrevista que le hicieron, publicada en los diarios “Unidad” de San Sebastián (11-IV-1979) e “Hierro” de Bilbao (14-IV-1979).

 Cfr. L. Vereecke, Da Guglielmo d'Ockham a sant'Alfonso de Liguori. Saggi di storia della teologia morale moderna 1300-1787, Milano 1990, 35: «La novità radicale del XIV secolo, “questo autentico avvio verso la modernità”, non si manifesta soltanto nella curiosità degli uomini di questo secolo, ma anche “nella volontà di scuotere il giogo di antiche tradizioni che appaiono superate”, come pure “di antiche formule politiche”». Las citas son de L. Febvre,Combats pour l'histoire, Paris 1953, 285.

 Así lo destaca: J.L. Illanes, Desafíos teológicos de la nueva evangelización. En el horizonte del tercer milenio, Madrid 1999, 116-121.

 Cfr. H.U. von Balthasar, “Teología y santidad”, en Ensayos teológicos, I: Verbum caro, Madrid 1964, 235-268.

 Cfr. Gr. Borgonovo, Soggetto morale e Chiesa. Lutero, Erasmo, Newman e Guardini a confronto, Casale Monferrato 2000.

 Ha estudiado detenidamente este punto: J. Theiner, Die Entwicklung der Moraltheologie zur eigenständigen Disziplin, Regensburg 1970. Para su historia posterior: J.A. Gallagher,Time Past, Time Future. An Historical Study of Catholic Moral Theology, Mahwah, N.J. 1990.

 Cfr. J.L. Illanes–J.I. Saranyana, Historia de la teología, Madrid 1996, 313-402.

 Cfr. S. Conc. Oec. Vat. II, Const. Past. Gaudium et spes, n. 43, AAS 58 (1966) 1062.

 En su libro fundamental: É. Mersch,  Morale et Corps Mystique, Bruxelles-Bruges-Paris 1937.

 Cfr. Idem, La grâce et les vertus théologales, en “Nouvelle Revue Théologique” 64 (1937) 802-817.

 Como se encuentra en los trabajos de Carpentier que se resumen en: R. Carpentier,Vers une morale de la charité, en “Gregorianum” 34 (1953) 32-55.

 Cfr. G. Gilleman, Le primat de la charité en théologie morale. Essai méthodologique, Bruxelles-Bruges-Paris 1952; para un estudio de la repercusión de este intento: cfr. R. Caseri,Il principio della carità in Teologia morale. Dal contributo di G. Gilleman a una via riproposta, Milano 1995.

 Cfr. J. Moltmann, Teología de la esperanza, Salamanca 1969.

 Cfr. C. Izquierdo Urbina, Teología fundamental, Pamplona 1998.

 Cfr. J. Alfaro, Lo natural y lo sobrenatural. Estudio histórico desde Santo Tomás hasta Cayetano (1274 -1534), Madrid 1952. Para la cuestión del sobrenatural: G. Colombo, Del soprannaturale, Milano 1996.

 Cfr. J. Alfaro, Fides, Spes, Caritas. Adnotationes in Tractatum De Virtutibus Theologicis, Romae 1968; Idem, Esperanza cristiana y liberación humana, Barcelona 1972; Idem, Attitudes fondamentales de l’existence chrétienne, en “Nouvelle Revue Théologique” 95 (1973) 705-734. Un estudio sobre su doctrina: U.M. Yáñez, Esperanza y Solidaridad. Una fundamentación antropológico-teológica de la moral cristiana en la obra de Juan Alfaro, Madrid 1999.

 Es el análisis que realiza: L. Melina, Moral: entre la crisis y la renovación, Barcelona21998.

 Sobre ese debate: cfr. T. López y G. Aranda, Lo específico de la moral cristiana. (Valoración de la literatura sobre el tema), en “Scripta Theologica”  7 (1975) 687-767.

 Cfr. J.L. Illanes, Teología y Facultades de Teología, Pamplona 1991.

 A. MacIntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, Notre Dame, Indiana 1981; en la segunda edición (London 1984) se incluye un postscriptum (264-278) en el que se hace mención y se responde al debate despertado por la primera edición. En español aparece la traducción de esta segunda edición, realizada por A. Valcárcel: Tras la virtud, Barcelona 1988.

 Una referencia bibliográfica de este debate se encuentra en: G. Abbà, Felicidad, vida buena y virtud, Barcelona 1992, 90, nota 5.

 Para este punto hay que destacar los trabajos de: M.C. Nussbaum, The Fragility of Goodness. Luck and Ethics in Greek Tragedy and Philosophy, Cambridge 1986; Idem,Upheavals of Thought. The Intelligence of Emotions, Cambridge 2001.

 Uno de sus máximos representantes es: S. Hauerwas, A Community of Character: Toward a Constructive Christian Social Ethics, Notre Dame, Indiana 1981.

 Especialmente: P.J. Wadell, Friendship and the Moral Life, Notre Dame, Indiana 1989.

 Cfr. el capítulo 15 de After Virtue2: «The Virtues, the Unity of a Human Life and the Concept of a Tradition» (ib. 204-225). Idea que el autor desarrolla posteriormente en su libro:Three Rival Versions of Moral Enquiry. Encyclopaedia, Genealogy, and Tradition, London 1990; cfr. también Idem, Whose Justice? Which Rationality?, London 1988, 349-388, en donde estudia la racionalidad propia de una tradición y la comunicación entre distintas tradiciones.

 El primer paso conocido es el de: G.E.M. Anscombe, Modern Moral Philosophy, en “Philosophy” 33 (1958) 1-19.

 Por el conocido estudio de: G. Abbà, Lex et virtus. Studi sull'evoluzione della dottrina morale di san Tommaso d'Aquino, Roma 1983.

 El primer estudio es el de: W. Kluxen, Philosophische Ethik bei Thomas von Aquin, Darmstad 31998; al que siguen: L. Melina, La conoscenza morale. Linee di riflessione sul Commento di san Tommaso all'Etica Nicomachea, Roma 1987; M. Rhonheimer, Natur als Grundlage der Moral, Innsbruck-Wien 1987; E. Schockenhoff, Bonum hominis. Die anthropologischen und theologischen Grundlagen der Tugendethik des Thomas von Aquin, Mainz 1987. Más contemporáneamente: A.M. González, Moral, razón y naturaleza. Una investigación sobre Tomás de Aquino, Pamplona 1998.

 Juan Pablo II, Lit. Enc. Veritatis splendor, n. 78, AAS 85 (1993) 1196.

 Es la comparación que realiza: I. Murdoch, The Sovereignity of Good, London 1970, 8: «On this view one might say that morality is assimilated to a visit to a shop. I enter the shop in a condition of totally responsible freedom, I objectively estimate the features of the goods, and I choose».

 Cfr. L. Melina, Moral: entre la crisis y la renovación, Barcelona 21998, 126s.: «“ética de la primera persona”, es decir, en la perspectiva del sujeto agente, que debe elegir y forjar una acción excelente, adecuada a la singularidad personal y a las circunstancias».

 Como lo expone magistralmente: G. Abbà, Quale impostazione per la filosofia morale?, Roma 1996.

 Cfr. S. Pinckaers, La vertu est toute autre chose qu’une habitude, en Le renouveau de la morale, Tornaci 1964, 144-161.

 Cfr. M.C. Nussbaum, The Therapy of Desire. Theory and Practice in Hellenistic Ethics, New Jersey 1994.

 Cfr. M. Rhonheimer, La prospettiva della morale. Fondamenti dell'etica filosofica, Roma 1994.

 Es el argumento principal del libro: G. Abbà, Felicità, vita buona e virtù, Roma 1989.

 Es el caso de: G. Angelini, Le virtù e la fede, Milano 1994: «il tempo sacro, sia pure in forma nascosta e sempre da capo dimenticata, è il principio a cui attinge tutto ciò che è abituale; tutto ciò -s'intende- che costituisce buona abitudine, e dunque virtù».

 Cfr. M. Cozzoli, Etica teologale. Fede, Carità, Speranza, Cinisello Balsamo 1991; R. Cessario, Las virtudes, Valencia 1992, 11-121; M. Lubomirski, Vita nuova nella fede, speranza, carità, Assisi 2000; M. Gelabert Ballester, Para encontrar a Dios, Salamanca-Madrid 2002; J.-R. Flecha Andrés, Vida cristiana, vida teologal. Para una moral de la virtud, Salamanca 2002.

 Observamos una mayor profundización del tema en: R. Cessario, The Moral Virtues and Theological Ethics, Notre Dame, Ind. 1991.

 Ambrosiaster, Ad Corinthios Prima, 8, 2 (CSEL 81,92): «dum enim caritatem, quaemater omnium bonorum est». Cfr. A.J. Falanga, Charity the Form of the Virtues According to Saint Thomas, Washington, D.C. 1948.

 Petrus Lombardus, Libri Sententiarum III, d. 23, c. 3, 2, ed. Collegii S. Bonaventura ad Claras Aquas, II, Grottaferrata, Romae 1981, 142: «Caritas... mater est omnium virtutum». Es una expresión que en la Edad Media se atribuirá a San Ambrosio.

 Cfr. R. Balducelli, Il concetto teologico di carità attraverso le maggiori interpretazioni patristiche e medievali di I ad Cor. XIII, Washington, D.C. 1951, 72: «L’introduzione del concetto di merito nell'esegesi della pericopa doveva avere anche una importante conseguenza per il concetto di carità stessa. Praticamente si può dire che dal momento in cui tale concetto venne ivi usato in funzione interpretativa il concetto di carità, che nei Greci era stato di indole prevalentemente morale, veniva trasferito automaticamente entro la sfera delle virtù religiose».

 S. Gregorius Magnus, XL Homiliarum in Evang., l. 2, h. 30, 2 (PL 76,1221): «Nunquam est Dei amor otiosus operatur etenim magna, si est; si vero operari renuit, amor non est».

 Cfr. S. Gregorius Magnus, Moralia in Iob, l. 1, cc. 32-33, 44-46 (CCSL 143,48-49).

 Según la famosa afirmación que estructura todo el libro de: S. Augustinus,Enchiridium, I, 3 (CCSL 46,49): «Hic si respondero fide spe caritate colendum deum».

 S. Augustinus, De moribus Ecclesiæ catholicæ et de moribus manichæorum libri duo, l. 1, c. 15, 25 (PL 32,1322): «Quod si virtus ad beatam vitam nos ducit, nihil omnino esse virtutem affirmaverim, nisi summum amorem Dei. Namque illud quod quadripartita dicitur virtus, ex ipsius amoris vario quodam affectu, quantum intelligo, dicitur». Relación que describe luego en: ibidem, l. 1, c. 25, 46 (PL 32,1330s.).

 Para ello es fundamental el estudio de: A. Landgraf, Studien zur Erkenntnis des Übernatürlichen in der Frühscholastik, en “Scholastik” 4 (1929) 1-37; 189-220; 352-389.

 Cfr. Petrus Lombardus, Libri Sententiarum III, d. 23, c. 3, 2, cit., 142: «Caritas..., quae omnes [virtutes] informat, sine qua nulla vera virtus est». Para el debate general: cfr. O. Lottin, “Les prèmiers définitions et classifications des vertus au moyen âge”, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles,  III: Problèmes de morale, c. XI, Louvain -Grembloux 1949, 99-150.

 Cfr. J. Gründel, Tugend, en LTK, 10 (1965) 395-399.

 En Santo Tomás influye sobre todo por la traducción de Guillermo de Moerbecke: M. Grabmann, Guglielmo di Moerbecke O.P. il traduttore delle opere di Aristotele, Roma 1946.

 Así valora este paso teológico: J.L. Illanes, Verdad moral y dignidad del hombre, en “Annales Theologici” 8 (1994) 328: «Se reentroncó así con la gran tradición clásica, y en particular con Aristóteles, con la consiguiente reafirmación del valor de la virtud y, en consecuencia, de la vida moral vista y valorada no como mero cumplimiento de obligaciones, sino como búsqueda de un fin, como realización de un ideal».

 Según la célebre afirmación: Petrus Lombardus, Libri Sententiarum I, d. 17, c. 1, 2, I, Grottaferrata, Romae 1971, 141: «His autem addendum est quod ipse idem Spiritus Sanctus est amor sive caritas, qua nos diligimus Deum et proximum; quae caritas cum ita est in nobis ut nos faciat diligere Deum et proximum, tunc Spiritus Sanctus dicitur mitti vel dari nobis; et qui diligit ipsam dilectionem qua diligit proximum, in eo ipso Deum diligit, quia ipsa dilectio Deus est, id est Spiritus Sanctus». Un estudio sobre este debate en: G. Hibbert, Created and Uncreated Charity. A study of the doctrinal and historical context of St. Thomas teaching on the nature of charity, en “Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale” 31 (1964) 63-84.

 Cfr. G. Colzani, Dalla grazia creata alla libertà donata. Per una diversa comprensione della tesi dell’«habitus», en “La Scuola Católica” 112 (1984) 399-434.

 Cfr. G.G. Meersseman, Pourquoi le Lombard n'a-t-il pas conçu la charité comme amitié?, en Miscellanea Lombardiana, Istituto Geografico de Agostini, Novara 1957, 165-174.

 Cfr. J. Gutiérrez González, Génesis de la doctrina sobre el Espíritu Santo-Don desde Anselmo de Laon hasta Guillermo de Auxerre, México 1966.

 Cfr. I. Keller, De virtute caritatis ut amicitia quadam divina, en Xenia Thomistica, II, Typis Poliglotis Vaticanis, Romae 1925, 233-276; L.-B. Gillon, A propos de la théorie thomiste de l'amitié. “Fundatur super aliqua communicatione” (II-II, q. 23, a. 1), en “Angelicum” 25 (1948) 1-17.

 Como lo demuestra: L. Cacciabue, La carità soprannaturale come amicizia con Dio. Studio storico sui Commentatori di S. Tommaso dal Gaetano ai Salmanticensi, Brixiae 1972.

 Cfr. O. Lottin, Morale Fondamentale, I, Desclée, Tournai 1954, 383: «Pour scruter la nature de ces vertus [théologales], force nous est d'user de termes analogiques, car nous sommes ici dans un monde essentiellement surnaturel. Ces vertus sont, en effet, des habitus à rapprocher des vertus morales acquises dont in a parlé plus haut, mais elles en diffèrent, même en tant qu'habitus».

 Es el argumento fundamental de: I-II, q. 62, a. 1: «Est autem duplex hominis beatitudo sive felicitas... Una quidem proportionata humanae naturae, ad quam scilicet homo pervenire potest per principia suae naturae. Alia autem est beatitudo naturam hominis excedens, ad quam homo sola divina virtute pervenire potest, secundum quandam divinitatis participationem». Sigue esa misma argumentación en: I-II, q. 65, a. 2; y algo semejante encontramos en: II-II, q. 4, a. 5.

 Es el argumento principal de: II-II, q. 23, a. 3. Precedido por: II-II, q. 17, a. 1 y cuyo argumento remite a: I-II, q. 71, a. 6.

 Por eso en el artículo de I-II, q. 62, a. 1, hace dos referencias internas al tratado de la bienaventuranza. En concreto a: I-II, q. 5, a. 7 y a. 5 por ese orden. Cfr. O. Bonnewijn, La béatitude et les beatitudes. Une approche thomiste de l’éthique, Roma 2001, 220-227.

 Es el argumento que estudia: P. Mercken, Transformation of the Ethics of Aristotle in the Moral Philosophy of Thomas Aquinas, en Atti del Congresso Internazionali (Roma-Napoli, 17/24 aprile 1974). Tommaso d'Aquino nel suo settimo centenario, V: L'Agire Morale, Napoli 1977, 151-162.  En el sentido propiamente tomista: cfr. D.J. Bradley, Aquinas on the Twofold Human Good Reason and Human Happiness in Aquinas’ Moral Science, Catholic University of America Press, Washington, D.C. 1997.

 La razón está clara: I-II, q. 62, a. 1: «oportet quod superaddantur homini divinitus aliqua principia, per quae ita ordinetur ad beatitudinem supernaturalem». Se repite insistentemente: cfr. I-II, q. 62, a. 3; q. 63, a. 3 y ad 2; q. 65, a. 2; a. 3; a. 5, ad 1; II-II, q. 4, a. 5.

 Así lo explica con gran precisión respecto de la prudencia: I-II, q. 65, a. 2: «Ad rectam autem rationem prudentiae multo magis requiritur quod homo bene se habeat circa ultimum finem, quam circa alios fines, quod fit per virtutes morales».

 I-II, q. 62, a. 1.

 I-II, q. 65, a 2: «Patet igitur ex dictis quod solae virtutes infusae sunt perfectae, et simpliciter dicendae virtudes: quia bene ordinant hominem ad finem ultimum simpliciter. Aliae vero virtutes, scilicet adquisitae, sunt secundum quid virtutes, non autem simpliciter: ordinant enim hominem bene respectu finis ultimi in aliquo genere, non autem respectu finis ultimi simpliciter».

 Cfr. L.G. Jones, The Theological Transformation of Aristotelian Friendship in the Thought of St. Thomas Aquinas, en “The New Scholasticism” 61 (1987) 373-399.

 Cfr. I-II, q. 63, a. 3 y q. 65, a. 3. Al seguir la explicación de esta parte llega a una conclusión semejante: O. Lottin, Les vertus morales infuses pendant la seconde moitié du XIIIesiécle, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, III: Problèmes de morale, cit., c. XVII, 459-535.

 I-II, q. 66, a. 6: «Nam aliae important in sui ratione quandam distantiam ad obiecto: est enim fides de non visis, spes autem de non habitis. Sed amor caritatis est de eo quod iam habetur».

 Cfr. I-II, q. 67, a. 6, ad 1: «imperfectio caritatis per accidens se haber ad ipsam».

 El mismo Santo Tomás lo considera lo propio de la virtud: I-II, q. 64, a. 4: «Una quidem secundum ipsam rationem virtutis. Et sic mensura et regula virtutis theologicae est ipse Deus».

 Ya lo expresa de modo exacto Santo Tomás al hablar del último fin con relación al afecto: I-II, q. 1, a. 5, s.c.: «illud in quo quiescit aliquis sicut in ultimo fine, hominis affectui dominatur: quia ex eo totius vitae suae regulae accipit».

 I-II, q. 5, a. 7. Para el concepto de «bienaventuranza imperfecta»: cfr. C. Hamain,Morale chrétienne et réalités terrestres. Une réponse de saint Thomas d’Aquin: “la béatitude imparfaite”, en “Recherches de Théologie Ancienne et Médiévale” 35 (1968) 134-176; 260-290.

 Como lo dice explícitamente: I-II, q. 5, a. 7: «Cum autem beatitudo excedat omnem naturam creatam, nulla pura creatura convenienter beatitudinem consequitur absque motu operationis, per quam tendit in ipsam».

 I, q. 2, prol. Lo estudia detenidamente: G. Abbà, Lex et virtus, cit., 163s.

 Cfr. I-II, q. 65, a. 3, ad 1: «Unde oportet ad hoc quod homo bene operetur in his quae sunt ad finem, quod non solum habeat virtutem qua bene se habeat circa finem, sed etiam virtutes quibus bene se habeat circa ea quae sunt ad finem: nam virtus quae est circa finem, se habet ut principalis et motiva respectu earum quae sunt ad finem. Et ideo cum caritate necesse est etiam habere alias virtutes morales».

 Cfr. R. Guindon, Béatitude et Théologie morale chez saint Thomas d'Aquin. Origines-Interprétation, Ottawa 1956, 294.

 Ha estudiado esta doble referencia: C.A.J. van Ouwerkerk, Caritas et ratio. Étude sur le double principe de la vie morale chrétienne d'après S. Thomas d'Aquin, Nijmegen 1956.

 Cfr. J. Noriega Bastos, "Guiados por el Espíritu". El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, Roma 2000, 417-469.

 Un estudio sobre este punto: T. Horváth, Caritas est in ratione. Die Lehre des hl.Thomas über die Einheit der intellektiven und affektiven Begnadung des Menschen, Münster Westfalen 1966.

 II-II, q. 23, a. 3: «ita etiam attingere Deum constituit rationem virtutis: sicut etiam supra dictum est de fide et spe. Unde, cum caritas attingit Deum, quia coniungit nos Deo, ut patet per auctoritatem Augustini; consequens est caritatem esse virtutem».

 Cfr. II-II, q. 17, a. 1: «omnis actus humanus attingens ad rationem aut ad ipsum Deum est bonus»; También en: ib., ad 1.

 II-II, q. 23, a. 3, s.c. Se trata de una versión un tanto libre de: S. Augustinus, De moribus Ecclesiae Catholicae, l. 1, c. 11, 19 (PL 32,1319): «Sin virtus illa dicta est, quae ipsius animi nostri rectissima affectio est: si in alio est, favet ut conjungamur Deo; si in nobis est, ipsa conjungit».

 I-II, q. 66, a. 6: «est enim amatum quodammodo in amante, et etiam amans per affectum trahitur ad unionem amati». Para el análisis del acto de caridad y la unión afectiva: cfr. II-II, q. 27, a. 2.

 Cfr. Contra Gentiles, l. 1, c. 91 (n. 760): «affectus amantis sit quodammodo unitus amato, tendit appetitus in perfectionem unionis, ut scilicet unio quae inchoata est in affectu, compleatur in actu».

 Cfr. B.-M. Simon, Essai sur la réciprocité amicale dans l'amour de charité, Bononiae 1988.

 La estudia detenidamente: M. Labourdette, Cours de Théologie Morale, L'espérance: Secunda -Secundae, q. 17-22, ciclostilado, Toulouse 1959-1960.

 I-II, q. 62, a. 3: «voluntas ordinatur in illum finem et quantum ad motum intentionis, in ipsum tendentem sicut in id quod est possibile consequi, quod pertinet ad spem: et quantum ad unionem quandam spiritualem, per quam quodammodo transformatur in illum finem, quod fit per caritatem. Appetitus enim uniuscuiusque rei naturaliter movetur et tendit in finem sibi connaturalem: et iste motus provenit ex quadam conformitate rei ad suum finem». Ha tratado del amor y de la esperanza como pasiones en: I-II, qq. 26 y 40 respectivamente.

 I-II, q. 62, a. 3, ad 3: «Ad appetitum duo pertinent: scilicet motus in finem; et conformatio ad finem per amorem». Cfr. L. Melina, Amore, desiderio e azione, en L. Melina-J. Noriega (eds.), Domanda sul bene e domada su Dio, Roma 1999, 91-108.

 I-II, q. 62, a. 2, ad 3: «quod omnes aliae virtutes aliqualiter a caritate dependeant».

 Para el valor moral de la amistad: cfr. P.J. Wadell, Friends of God. Virtues and Gifts in Aquinas, New York 1991.

 II-II, q. 4, a. 5.

 Cfr. I-II, q. 62, a. 1.

 II-II, q. 4, a. 5.

 II-II, q. 8, a. 3: «Operationes autem bonae quendam ordinem ad fidem habent». En este artículo (cfr. ad 3) insiste en el sentido de la regula de los actos humanos.

 Recordemos la importancia del asentimiento para: J.H. Newman, An Essay in Aid of a Grammar of Assent, London 1870. Cfr. P.P. De Marchi, Etica dell’assenso, Milano 2002.

 Cfr. J. Ratzinger, Glaube als Umkehr – Metanoia. Glaube als Erkenntnis und als Praxis – die Grundoption des christlichen Credo, en Theologisches Prinzipienlehre. Bausteine zur Fundamentaltheologie, München 1982, 57-78.

 Es el razonamiento de: II-II, q. 9, a. 3: «Sed quia prima veritas est etiam ultimus finis, propter quem operamur, inde etiam est quod fides ad operationem se extendit, secundum illud Gal. 5,6: “Fides per dilectionem operatur”». Que también se encuentra en: II-II, q. 4, a. 2, ad 3; q. 8, a. 3.

 Cfr. II-II, q. 23, a. 2, ad 2: «fides non operatur per dilectionem sicut per instrumentum, ut dominus per servum; sed sicut per formam propriam». Un estudio interesante de la expresión se encuentra en: J. Noriega Bastos, "Guiados por el Espíritu". El Espíritu Santo y el conocimiento moral en Tomás de Aquino, cit., 442s., nota 10.

 Cfr. I-II, q. 62, a. 2, ad 3: «licet caritas sit amor, non tamen omnis amor est caritas». Lo estudia: A. Queralt, Todo acto de amor al prójimo ¿incluye necesariamente el amor a Dios? Investigación crítica del pensamiento de Sto. Tomás sobre la caridad, en “Gregorianum” 55 (1974) 273-317.

 Cfr. II-II, q. 23, a. 1,

 Cfr. I-II, q. 65, a. 5: «Unde sicut aliquis non posset cum aliquo amicitiam habere, si discrederet vel desperaret se posse habere aliquam societatem vel familiarem conversationem cum ipso; ita aliquis non potest habere amicitiam ad Deum, quae est caritas, nisi fidem habeat, per quam credat huiusmodi societatem et conversationem hominis cum Deo, et speret se ad hanc societatem pertinere». Para el debate sobre la relación entre estas virtudes: cfr. O. Lottin,La connexion des vertus chez saint Thomas d'Aquin et ses prédécesseurs, en Psychologie et morale aux XIIe et XIIIe siècles, III: Problèmes de morale, cit., c. XIII, 195-252, en especial 209-219, que hablan de las virtudes infusas.

 Como se ve inclinado a reconocerlo Santo Tomás corrigiendo en el fondo a Aristóteles: II-II, q. 23, a. 3, ad 1: “Posset enim dici quod [amicitia] est virtus moralis circa operationes quae sunt ad alium, sub alia tamen ratione quam iustitia.”

 Es la argumentación que realiza en: Contra Gentiles, l. 3, c. 117 (n. 2895): “Oportet enim esse unionem affectus inter eos quibus est unus finis communis. Communicant autem homines in uno ultimo fine beatitudinis, ad quem divinitus ordinantur. Oportet igitur quod uniantur homines ad invicem mutua dilectione”.

 Se trata de la “conexión virtuosa” que describe de algún modo en: I-II, q. 65, a. 3. La explicación que ofrecemos aquí corrige la de: O. Lottin, Psychologie et morale aux XIIe et XIIIesiècles, III: Problèmes de morale, cit., 468-472.

 I-II, q. 106, a. 1. Las citas de Gal 6 en el tratado de la ley son: I-II, q. 100, a. 1, ag. 3; q. 108, a. 2, ag. 1; q. 114, a. 4, ad 3. Cfr. S. Pinckaers, La Loi Nouvelle, sommet de la morale chrétienne selon l’encyclique «Veritatis splendor», en G. Borgonovo (ed.), Gesù Cristo, legge vivente e personale della Santa Chiesa. Atti del IX Colloquio Internazionale di Teologia di Lugano sul Primo capitolo dell’Enciclica «Veritatis splendor», Lugano, 15-17 giugno 1995, Facoltà di Teologia di Lugano, Casale Monferrato (AL) 1996, 121-146.

 Cfr. J. Prades, “Deus specialiter est in sanctis per gratiam”: el misterio de la inhabitación de la trinidad en los escritos de santo Tomás, Analecta Gregoriana, Roma 1993.

 Cfr. D.M. Gallagher, Person and Ethics in Thomas Aquinas, en “Acta Philosophica” 4 (1995) 51-71.

 Para ver los fundamentos de una moral de ese tipo: L. Melina, Sharing in Christ’s Virtues. For the Renewal of Moral Theology in Light of “Veritatis Splendor”, Washington, DC 2001.

 Cfr. J.A. Riestra, Cristo y la plenitud del Cuerpo Místico. Estudio sobre la cristología de Santo Tomás de Aquino, Pamplona 1985.

 Cfr. I-II, q. 65, a. 5, ad 3; III, q. 7, aa. 3-4.

 In Ioannis Evangelium, c. 1, lec. 10 (202): «Ipse enim accepit omnia dona Spiritus sancti sine mensura, secundum plenitudinem perfectam, sed nos de plenitudine eius partem aliquam participamus per ipsum; et hoc secundum mensuram, quam unicuique Deus divisit. Eph. IV (7): “Unicuique autem nostrum data est gratia, secundum mensuram donationis”». Para un estudio de este tema: J. Larrú Ramos, La amistad luz de la redención. Estudio en el Comentario al Evangelio de S. Juan de Sto. Tomás de Aquino, Valencia 2002.

 Cfr. sobre el tema: E. Monteleone, L’umanità di Cristo “strumento della divinità”. Attualità ed evoluzione del pensiero di Tommaso d’Aquino, Acireale 1999.

 Así lo hace: B.D. de la Soujeole, Société et “communicatio” chez saint Thomas d'Aquin, en “Revue Thomiste” 90 (1990) 587-622.

 Como aparece sobre todo en la definición de virtud propia de: De Caritate, q. un, a. 2. Un análisis de esta cuestión se encuentra en: M. Labourdette, Cours de Théologie Morale. La charité (IIa-IIae, 23-46), ciclostilado, Toulouse 1959-1960, 41.

 Juan Pablo II, Lit. enc. Veritatis splendor, n. 109, AAS 85 (1993) 1219. Sobre este aspecto eclesiológico: cfr. J.L. Illanes, La Iglesia, contemporaneidad de Cristo con el hombre de todo tiempo, en G. Borgonovo (ed.), Gesù Cristo, legge vivente e personale della Santa Chiesa, cit., 177-209.