Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
Homilía IV: Homilia pronunciada por S.S. Benedicto XVI
(Ex 34,4b-6.8-9) "Tómanos como heredad tuya"
(2 Cor 13,11-13) "Tened un mismo sentir y vivid en paz"
(Jn 3,16-18) "El que cree en Él no será juzgado"
Homilía I: con textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía de ordenación sacerdotal en Sión, Suiza (17-VI-1984)
--- Misterio de Dios Uno y Trino
--- Amor de Dios
--- Sacerdocio real
--- Misterio de Dios Uno y Trino
“Sursum corda”: ¡”Levantemos el corazón”!
Hoy el corazón de la Iglesia reacciona con un fervor particular ante esta invitación que introduce la plegaria eucarística. Hoy podemos responder con una intensidad de fe muy especial: “Habemus ad Dominum”: ¡”Lo tenemos levantado hacia el Señor”!
Contemplemos en la fe el misterio de Dios. Nuestra fe se vuelve precisamente hacia Él. Un misterio insondable. Dios es Dios, el Ser más allá de todo lo que podemos concebir, más grande de lo que pueda imaginarse el hombre. La revelación cristiana sólo en parte levanta el velo que oculta su vida íntima, pero guía nuestra fe hasta los umbrales de un misterio más profundo: la unidad de la Trinidad. El que es Dios único es al mismo tiempo Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cada una de las personas divinas es increada, inmensa, eterna, todopoderosa, Señor; y, sin embargo, no hay más que un Dios increado, inmenso, todopoderoso, Señor. “El Padre no ha sido hecho por nadie; no es ni creado, ni engendrado; el Hijo viene sólo del Padre; no ha sido hecho ni creado, sino engendrado; El Espíritu Santo viene del Padre y del Hijo; no ha sido hecho, ni creado, ni engendrado, sino que procede de ellos”. Así se expresa una antigua profesión de fe (el llamado símbolo de San Atanasio). Este Dios de infinita majestad que se manifiesta a Moisés y se mantiene dentro de la misteriosa nube, este Dios trascendente que revela su insondable vida, la ternura de su infinito amor, nos permite acercarnos a Él, le adoramos, prosternados ante Él. En la fe se nos ha dado la dicha de contemplar en Él a la Santísima Trinidad, antes de la plena visión de su gloria.
--- Amor de Dios
“Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo” (Ef 1,3). “Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo unigénito” (Jn 3,16). Mediante su Hijo, no sólo ha revelado su nombre, su gloria como en una epifanía de Dios que le manifiesta de manera única, sino que ha mostrado para con nosotros su ternura, su misericordia, su amor, su fidelidad, bastante más allá de lo que Moisés podía entrever: “Nos ha destinado por adelantado a ser hijos por Jesucristo”, “a ser su pueblo” (cf. Ef 1,5.11). Nuestra adoración, nuestro canto de alabanza es al mismo tiempo una acción de gracias por este “don gratuito del que nos ha colmado en su Hijo bien amado”. Pues “el primer don hecho a los creyentes” es el del Espíritu, que continúa la obra del Hijo y “lleva a la perfección toda santificación” (cf. Plegaria Eucarística IV), el Espíritu que confiere a la Iglesia la unidad del Cuerpo, la llama a manifestar a los hombres la salvación, pues por Él la habita la presencia de Dios.
--- Sacerdocio real
“Tú harás de nosotros un pueblo que te pertenezca” (Ex 34,9).
“Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, digno de alabanza y ensalzado por los siglos” (Dan 3,52). La luz de la fe nos permite elevarnos hoy con el espíritu y el corazón al misterio inescrutable de Dios, a su inaferrable unidad trinitaria. Del seno de esa Trinidad Santísima vino el Hijo de Dios a la humanidad: La Palabra eterna de Dios se hizo hombre, hijo de la Virgen María. Por su muerte en la cruz y por su resurrección descendió sobre los Apóstoles y permanece ahora presente en la Iglesia el Espíritu de Santidad.
De esta misión del Padre y del Espíritu brota la misión salvífica de la Iglesia. De la misión del Hijo, el Siervo de Dios, que recibió la unción profética, nace, en el Espíritu santo, el “sacerdocio real” de todos los bautizados.
Por su ministerio de servicio todo el Pueblo de Dios participa en el sacerdocio de Jesucristo, el único mediador entre Dios y los hombres
DP-206 1984
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Si hay algo innombrable y grande, eso es el misterio que celebramos hoy. Cuando la teología busca palabras para ilustrarnos la esencia divina: Dios Uno y Trino, experimenta la angustia de ser muda. Se diría que esta realidad nos ha sido revelada más para adorarla que para comprenderla. “Tibi laus, tibi gloria...”, ¡A Ti la alabanza, la gloria y el agradecimiento, oh Trinidad Beatísima! (Trisagio angélico). Gloria a Dios en el cielo...; Santo, Santo, Santo, cantan eternamente los ángeles y los bienaventurados sin cansarse ante la majestad de Dios, como sin cansarse se dicen cosas encendidas los que se aman.
Dios Uno y Trino es un misterio absoluto que se aleja infinitamente de las posibilidades del conocimiento humano. Dios es incomprensible, aunque no incognoscible (Conc. de Letrán). Sin embargo, ese Dios que trasciende infinitamente al hombre, es tremendamente cercano al hombre: “¿No sabéis que sois templos de Dios y que el espíritu de Dios habita en vosotros?” (1 Cor 3,16). Dios inaccesible y cercano al mismo tiempo. Dios que ha hecho del hombre su templo, un sagrario. “Desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad” (Catecismo n 260).
Es ésta una razón poderosa para tratar con un inmenso respeto el misterio de nuestro cuerpo y el de los demás, llevando una vida limpia y recta que glorifique y ame a Dios. Aquí radica también el fundamento de la dignidad de todo ser humano y del respeto con que debe ser tratado. Quien atropella a los demás ofende también a Dios.
La revelación de la Santísima Trinidad nos recuerda “que Dios, en su misterio íntimo no es soledad, sino como una familia que lleva, en Sí mismo, paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el Amor” (Juan Pablo II). A esa Familia divina está llamado el hombre que, al ser bautizado en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, se convierte en hijo de Dios. “domestici Dei” (Efes 2,19), de la familia de Dios. “No estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres” (S. Josemaría Escrivá).
Retengamos en esta Solemnidad esto: Nadie nos ama ni nos ha dado tanto como Dios. Nos ha dado la vida, la salud, la inteligencia, también las penas que son una ayuda inestimable para no olvidar que esta vida no es la definitiva y, en consecuencia, hagamos un uso sensato de la libertad. Nos ha dado a su Hijo, y Él, su Espíritu, para que seamos aquí en la tierra familia, Iglesia. Nos ha dado la Eucaristía, Memorial de su Muerte y Resurrección, el Corazón de la Iglesia.
¿Qué podemos hacer ante esta epifanía del Amor de Dios? La gloria y la alabanza y la acción de gracias (S. Responsorial), son las únicas palabras dignas y humildes que podemos dedicar a Dios, y con ellas, el amor afectivo y efectivo al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, y a todas las criaturas que han salido de sus manos. Que así sea.
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica
«Dios es amor infinito en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo»
I. LA PALABRA DE DIOS
Ex 34,4b-6.8-9: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso»
Sal Dn 3,52.53.54.55.56: «A ti gloria y alabanza por los siglos»
2Co 13,11-13: «La gracia de Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo»
Jn 3,16-18: «Dios mandó a su Hijo al mundo, para que se salve por Él»
II. APUNTE BÍBLICO-LITÚRGICO
A pesar de la infidelidad del pueblo (rotura de las tablas) el pacto continúa. Y todo por la bondad de Yavé, «compasivo y misericordioso, lento a la ira, rico en piedad y leal». Ante Cristo no hay más que dos vías: o rechazo o aceptación; o fe y vida eterna, o condenación. Él ha venido «para que tengan vida y la tengan sobreabundante».
El mismo Dios del Sinaí es el que se ha manifestado en Jesucristo. Acaso nos dé un poco de miedo, el primero por lejano y distante, y el otro por demasiado encarnado. Pero esa es precisamente la acción de Espíritu en nosotros. El cristiano, por la acción del Espíritu, reconoce al Dios del Sinaí como el de Jesucristo.
El Dios del Sinaí se hace descubrir en la historia de un pueblo. Cristo se hace historia en nuestro mundo para salvarlo; el Espíritu, en la etapa de la Iglesia, hace que reconozcamos en Él hoy la salvación en Jesús: «para que el mundo se salve por él».
III. SITUACIÓN HUMANA
Si nosotros tuvíeramos ante Dios la misma actitud que el viejo pueblo, tendríamos aún más miedo de Dios. Por que su misterio es mayor y su majestad soberana. Pero, al contrario, predomina el Dios-Amor.
IV. LA FE DE LA IGLESIA
La fe
– El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad: "Los cristianos son bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Antes responden «Creo» a la triple pregunta que les pide confesar su fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo: «La fe de todos los cristianos se cimenta en la Trinidad» (S. Cesáreo de Arlés, symb.)" (232; cf 233-237).
La respuesta
– El nombre del Señor es santo: "El cristiano comienza su jornada, sus oraciones y sus acciones con la señal de la cruz, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén». El bautizado consagra la jornada a la gloria de Dios e invoca la gracia del Señor que le permite actuar en el Espíritu como hijo del Padre" (2517).
El testimonio cristiano
– «Dios mío, Trinidad, te adoro, ayúdame a olvidarme enteramente de mi mismo para establecerme en tí, inmóvil y apacible como si mi alma estuviera ya en la eternidad; que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de tí, mi inmutable, sino de cada minuto me lleve más lejos en la profundidad de tu misterio. Pacifica mi alma. Haz de ella tu cielo, tu morada amada y el lugar de tu reposo. Que yo no te deje jamás solo en ella, sino que yo esté allí enteramente, totalmente despierta en mi fe, en adoración, entregada sin reservas a tu acción creadora (Oración de la Beata Isabel de la Trinidad)» (260).
Ante la grandeza del Misterio Trinitario sólo caben la adoración humilde, la bendición del Santo Nombre de Dios, la acción de gracias, la permanente alabanza por sus obras y el reconocimiento porque Dios nos ama.
Homilía IV: Homilia pronunciada por S.S. Benedicto XVI
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Estadio de Serravalle - República de San Marino
Domingo 19 de junio de 2011
Fiesta de la Santísima Trinidad
Queridos hermanos y hermanas:
Es grande mi alegría por poder partir con vosotros el pan de la Palabra de Dios y de la Eucaristía y poder dirigiros, queridos sanmarinenses, mi más cordial saludo. Dirijo un saludo especial a los capitanes regentes y a las demás autoridades políticas y civiles, presentes en esta celebración eucarística; saludo con afecto a vuestro obispo, monseñor Luigi Negri, al que agradezco las amables palabras que me ha dirigido, y con él a todos los sacerdotes y fieles de la diócesis de San Marino-Montefeltro; os saludo a cada uno y os expreso mi vivo agradecimiento por la cordialidad y el afecto con que me habéis acogido. He venido para compartir con vosotros alegrías y esperanzas, fatigas y compromisos, ideales y aspiraciones de esta comunidad diocesana. Sé que aquí tampoco faltan dificultades, problemas y preocupaciones. A todos quiero asegurar mi cercanía y mi recuerdo en la oración, a la que uno mi aliento a perseverar en el testimonio de los valores humanos y cristianos, tan profundamente arraigados en la fe y en la historia de este territorio y de su población, con su fe granítica, de la que ha hablado su excelencia.
Celebramos hoy la fiesta de la Santísima Trinidad: Dios Padre e Hijo y Espíritu Santo, fiesta de Dios, del centro de nuestra fe. Cuando se piensa en la Trinidad, por lo general viene a la mente el aspecto del misterio: son tres y son uno, un solo Dios en tres Personas. En realidad, Dios en su grandeza no puede menos de ser un misterio para nosotros y, sin embargo, él se ha revelado: podemos conocerlo en su Hijo, y así también conocer al Padre y al Espíritu Santo. La liturgia de hoy, en cambio, llama nuestra atención no tanto hacia el misterio, cuanto hacia la realidad de amor contenida en este primer y supremo misterio de nuestra fe. El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son uno, porque Dios es amor, y el amor es la fuerza vivificante absoluta, la unidad creada por el amor es más unidad que una unidad meramente física. El Padre da todo al Hijo; el Hijo recibe todo del Padre con agradecimiento; y el Espíritu Santo es como el fruto de este amor recíproco del Padre y del Hijo. Los textos de la santa misa de hoy hablan de Dios y por eso hablan de amor; no se detienen tanto sobre el misterio de las tres Personas, cuanto sobre el amor que constituye su esencia, y la unidad y trinidad al mismo tiempo.
El primer pasaje que hemos escuchado está tomado del Libro del Éxodo —sobre él reflexioné en una reciente catequesis del miércoles— y es sorprendente que la revelación del amor de Dios tenga lugar después de un gravísimo pecado del pueblo. Recién concluido el pacto de alianza en el monte Sinaí, el pueblo ya falta a la fidelidad. La ausencia de Moisés se prolonga y el pueblo dice: «¿Dónde está ese Moisés? ¿Dónde está su Dios?», y pide a Aarón que le haga un dios que sea visible, accesible, manipulable, al alcance del hombre, en vez de este misterioso Dios invisible, lejano. Aarón consiente, y prepara un becerro de oro. Al bajar del Sinaí, Moisés ve lo que ha sucedido y rompe las tablas de la alianza, que ya está rota, dos piedras sobre las que estaban escritas las «Diez Palabras», el contenido concreto del pacto con Dios. Todo parece perdido, la amistad ya rota inmediatamente, desde el inicio. Sin embargo, no obstante este gravísimo pecado del pueblo, Dios, por intercesión de Moisés, decide perdonar e invita a Moisés a volver a subir al monte para recibir de nuevo su ley, los diez Mandamientos y renovar el pacto. Moisés pide entonces a Dios que se revele, que le muestre su rostro. Pero Dios no muestra el rostro, más bien revela que está lleno de bondad con estas palabras: «Señor, Señor, Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad» (Ex 34, 6). Este es el rostro de Dios. Esta auto-definición de Dios manifiesta su amor misericordioso: un amor que vence al pecado, lo cubre, lo elimina. Y podemos estar siempre seguros de esta bondad que no nos abandona. No puede hacernos revelación más clara. Nosotros tenemos un Dios que renuncia a destruir al pecador y que quiere manifestar su amor de una manera aún más profunda y sorprendente precisamente ante el pecador para ofrecer siempre la posibilidad de la conversión y del perdón.
El Evangelio completa esta revelación, que escuchamos en la primera lectura, porque indica hasta qué punto Dios ha mostrado su misericordia. El evangelista san Juan refiere esta expresión de Jesús: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (3, 16). En el mundo reina el mal, el egoísmo, la maldad, y Dios podría venir para juzgar a este mundo, para destruir el mal, para castigar a aquellos que obran en las tinieblas. En cambio, muestra que ama al mundo, que ama al hombre, no obstante su pecado, y envía lo más valioso que tiene: su Hijo unigénito. Y no sólo lo envía, sino que lo dona al mundo. Jesús es el Hijo de Dios que nació por nosotros, que vivió por nosotros, que curó a los enfermos, perdonó los pecados y acogió a todos. Respondiendo al amor que viene del Padre, el Hijo dio su propia vida por nosotros: en la cruz el amor misericordioso de Dios alcanza el culmen. Y es en la cruz donde el Hijo de Dios nos obtiene la participación en la vida eterna, que se nos comunica con el don del Espíritu Santo. Así, en el misterio de la cruz están presentes las tres Personas divinas: el Padre, que dona a su Hijo unigénito para la salvación del mundo; el Hijo, que cumple hasta el fondo el designio del Padre; y el Espíritu Santo —derramado por Jesús en el momento de la muerte— que viene a hacernos partícipes de la vida divina, a transformar nuestra existencia, para que esté animada por el amor divino.
Queridos hermanos y hermanas, la fe en el Dios uno y trino ha caracterizado, en el curso de su historia antigua y gloriosa, también a esta Iglesia de San Marino-Montefeltro. La evangelización de esta tierra se atribuye a los santos canteros Marino y León, los cuales a mediados del siglo III después de Cristo habrían desembarcado en Rímini procedentes de la Dalmacia. Por su santidad de vida fueron consagrados, uno sacerdote y el otro diácono, por el obispo Gaudencio, el cual los envió tierra adentro, uno al monte Féretro, que después tomó el nombre de San León, y el otro al monte Titán, que después tomó el nombre de San Marino. Más allá de las cuestiones históricas —que no nos corresponde profundizar— interesa afirmar que Marino y León trajeron, en el contexto de esta realidad local, junto con la fe en el Dios revelado en Jesucristo, perspectivas y valores nuevos, determinando el nacimiento de una cultura y de una civilización centradas en la persona humana, imagen de Dios y, por eso, portadora de derechos anteriores a toda legislación humana. La variedad de las diversas etnias —romanos, godos y luego longobardos— que entraban en contacto entre sí, algunas veces incluso de modo conflictivo, encontraron en la común referencia a la fe un factor poderoso de edificación ética, cultural, social y, de algún modo, política. Era evidente a sus ojos que no podía considerarse realizado un proyecto de civilización hasta que todos los componentes del pueblo no se hubieran convertido en una comunidad cristiana viva, bien estructurada y edificada sobre la fe en el Dios uno y trino. Con razón, pues, se puede decir que la riqueza de este pueblo, vuestra riqueza, queridos sanmarinenses, ha sido y es la fe, y que esta fe ha creado una civilización verdaderamente única. Además de la fe, es necesario recordar la absoluta fidelidad al Obispo de Roma, al que esta Iglesia siempre ha mirado con devoción y afecto; así como la atención demostrada hacia la gran tradición de la Iglesia oriental y la profunda devoción a la Virgen María.
Vosotros, con razón, os sentís orgullosos y agradecidos por lo que el Espíritu Santo ha obrado a lo largo de los siglos en vuestra Iglesia. Pero también sabéis que el mejor modo de apreciar una herencia es cultivarla y enriquecerla. En realidad estáis llamados a desarrollar este precioso depósito en uno de los momentos más decisivos de la historia. Hoy, vuestra misión tiene que afrontar profundas y rápidas transformaciones culturales, sociales, económicas y políticas, que han determinado nuevas orientaciones y han modificado mentalidades, costumbres y sensibilidades. De hecho, aquí, como en otros lugares, tampoco faltan dificultades y obstáculos, sobre todo debidos a modelos hedonísticos que ofuscan la mente y amenazan con anular toda moralidad. Se ha insinuado la tentación de considerar que la riqueza del hombre no es la fe, sino su poder personal y social, su inteligencia, su cultura y su capacidad de manipulación científica, tecnológica y social de la realidad. Así, también en estas tierras, se ha comenzado a sustituir la fe y los valores cristianos con presuntas riquezas, que se revelan, al final, inconsistentes e incapaces de sostener la gran promesa de lo verdadero, de lo bueno, de lo bello y de lo justo que durante siglos vuestros antepasados identificaron con la experiencia de la fe. Y no conviene olvidar la crisis de no pocas familias, agravada por la generalizada fragilidad psicológica y espiritual de los cónyuges, así como la dificultad que experimentan muchos educadores para obtener continuidad formativa en los jóvenes, condicionados por múltiples precariedades, la primera de las cuales es el papel social y la posibilidad de encontrar un trabajo.
Queridos amigos, conozco bien el empeño de todos los componentes de esta Iglesia particular para promover la vida cristiana en sus diversos aspectos. Exhorto a todos los fieles a ser como fermento en el mundo, mostrándose, tanto en Montefeltro como en San Marino, cristianos presentes, emprendedores y coherentes. Que los sacerdotes, los religiosos y las religiosas vivan siempre en la más cordial y efectiva comunión eclesial, ayudando y escuchando al pastor diocesano. También entre vosotros se advierte la urgencia de una recuperación de las vocaciones sacerdotales y de especial consagración: hago un llamamiento a las familias y a los jóvenes, para que abran su alma a una pronta respuesta a la llamada del Señor. ¡Nunca nos arrepentiremos de ser generosos con Dios! A vosotros, laicos, os recomiendo que os comprometáis activamente en la comunidad, de modo que, junto a vuestras peculiares obligaciones cívicas, políticas, sociales y culturales, podáis encontrar tiempo y disponibilidad para la vida de la fe, para la vida pastoral. Queridos sanmarinenses, permaneced firmemente fieles al patrimonio construido a lo largo de los siglos por impulso de vuestros grandes patronos, Marino y León. Invoco la bendición de Dios sobre vuestro camino de hoy y de mañana, y a todos os encomiendo «a la gracia de nuestro Señor Jesucristo, al amor de Dios y a la comunión del Espíritu Santo» (2 Co 13, 13). Amén.
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