Con víctimas de abusos sexuales por parte del clero

Me acuerdo de Pedro viendo salir a Jesús de aquel terrible interro­gato­rio. Pedro cruza la mirada con Jesús y llora. Me viene hoy al corazón esa imagen al ver vuestra mirada y la de tantos hombres y mujeres, niños y niñas. Siento la mirada de Jesús y le pido la gracia de su oración, la gracia de que la Iglesia llore y repare por los hijos e hijas que traicionaron su misión, que abusaron de personas inocentes. Os estoy muy agradecido por haber venido. Desde hace tiempo siento en el corazón un dolor profundo, un sufrimiento tanto tiempo oculto, tanto tiempo disimulado con una complicidad que no tiene explicación, hasta que alguien sintió que Jesús le miraba, y otro lo mismo y otro…, y se animaron a sostener esa mirada.

Los pocos que comenzaron a llorar nos contagiaron la conciencia de este grave crimen y pecado. Esa es mi angustia y mi dolor por algunos sacerdotes y obispos que violaron la inocencia de menores y su propia vocación sacerdotal al abusar sexualmente de ellos. Es mucho peor que actos reprobables. Es como un culto sacrílego, porque esos chicos y chicas fueron confiados a su carisma sacerdotal para llevarlos a Dios, pero ellos los sacrificaron al ídolo de su concupiscencia. Profanan la imagen misma de Dios, a cuya imagen hemos sido creados. La infancia -lo sabemos todos- es un tesoro. El corazón joven, tan lleno de esperanza, contempla los misterios del amor de Dios, y se muestra dispuesto de forma única a ser alimentado en la fe. Hoy el corazón de la Iglesia mira los ojos de Jesús en esos niños y niñas, y quiere llorar. Pide la gracia de llorar ante los execrables actos de abuso perpetrados contra menores. Actos que han dejado cicatrices para toda la vida.

Sé que esas heridas son fuente de profunda y, a menudo, implacable angustia emocional y espiritual. Incluso de desesperación. Muchos de los que han sufrido esa experiencia han buscado paliativos por el camino de la adicción. Otros han experimentado trastornos en sus relaciones con padres, cónyuges e hijos. El sufrimiento de las familias ha sido especialmente grave, ya que el daño provocado por el abuso, afecta a estas relaciones vitales de la familia. Algunos han sufrido incluso la terrible tragedia del suicido de un ser querido. Las muertes de esos hijos tan amados de Dios pesan en el corazón y en la conciencia mía y de toda la Iglesia. Por esas familias ofrezco mis sentimientos de amor y de dolor. Jesús torturado e interrogado con la pasión del odio es llevado a otro lugar, y mira. Mira a uno de los suyos, el que lo negó, y lo hace llorar. Pedimos esa gracia junto a la de la reparación.

Los pecados de abuso sexual contra menores por parte del clero tienen un efecto virulento en la fe y esperanza en Dios. Algunos se han aferrado a la fe mientras que, en otros, la traición y el abandono han erosionado su fe en Dios. Vuestra presencia aquí habla del milagro de la esperanza que prevalece contra la más profunda oscuridad. Sin duda es un signo de la misericordia de Dios el que hoy tengamos esta oportunidad de encontrarnos, de adorar a Dios, de mirarnos a los ojos y buscar la gracia de la reconciliación. Ante Dios y su pueblo expreso mi dolor por los graves pecados y crímenes de abusos sexuales cometidos por el clero contra vosotros y, humildemente, pido perdón. También os pido perdón por los pecados de omisión de algunos líderes de la Iglesia que no respondieron adecuadamente a las denuncias de abuso presentadas por familiares y por los que fueron víctimas del abuso, lo que les llevó a un sufrimiento mayor y ponía en peligro a otros menores que estaban en situación de riesgo.

Por otro lado, la valentía que vosotros y otros habéis demostrado al exponer la verdad ha sido un servicio de amor al habernos traído luz sobre una terrible oscuridad en la vida de la Iglesia. No hay lugar en el ministerio de la Iglesia para quienes cometen esos abusos, y me comprometo a no tolerar el daño infligido a un menor por parte de nadie, independientemente de su estado clerical. Todos los obispos deben ejercer su oficio de pastores con sumo cuidado para salvaguardar la protección de menores y rendirán cuentas de esa responsabilidad. Para todos nosotros tiene vigencia el consejo que Jesús da a los que dan escándalos: la piedra de molino y el mar (cf. Mat 18,6).

Por otra parte, vamos a seguir vigilantes en la preparación al sacerdocio. Cuento con los miembros de la Pontificia Comisión para la Protección de Menores, de todos los menores, sean de la religión que sean, que son hijos que Dios mira con amor. Pido auxilio para que me ayuden a asegurar de que disponemos de las mejores políticas y procedimientos en la Iglesia Universal para la protección de menores y la capacitación de personal de la Iglesia en el cumplimiento de dichas políticas y procedimientos. Hay que hacer todo lo que haga falta para asegurar que esos pecados no vuelvan a ocurrir en la Iglesia.

Hermanos y hermanas, siendo todos miembros de la Familia de Dios, estamos llamados a entrar en la dinámica de la misericordia. El Señor Jesús nuestro salvador es el ejemplo supremo, el inocente que tomó nuestros pecados en la Cruz; reconciliarnos es la esencia misma de nuestra identidad común como seguidores de Jesucristo. Volviéndonos a El, acompañados de nuestra Madre Santísima a los pies de la Cruz buscamos la gracia de la reconciliación con todo el Pueblo de Dios. La suave intercesión de nuestra Señora de la Tierna Misericordia es fuente inagotable de ayuda en nuestro viaje de sanación.

Vosotros y todos los que sufrieron abusos por parte del clero sois amados por Dios. Rezo para que los restos de oscuridad que os tocaron se curen por el abrazo del Niño Jesús, y que al daño hecho a vosotros le suceda una fe y una alegría restaurada. Agradezco este encuentro. Y por favor, rezad por mí, para que los ojos de mi corazón vean siempre claramente el camino del amor misericordioso, y que Dios me conceda la valentía de seguir ese camino por el bien de los menores.

Jesús sale de un juicio injusto, de un interrogatorio cruel y mira a los ojos de Pedro, y Pedro llora. Nosotros pedimos que nos mire, que nos dejemos mirar, que lloremos, y nos dé la gracia de la vergüenza para que, como Pedro, cuarenta días después podamos responderle: “Sabes que te quiero” y escuchar su voz “Vuelve por tu camino y apacienta mis ovejas”; y yo añado: “y no permitas que ningún lobo se meta en el rebaño”.