“Entrar en la Iglesia, sin quedarse en el vestíbulo”

Homilía de la Misa en Santa Marta

El trabajo lo hizo Jesús hace dos mil años, cuando eligió a las doce columnas para construir encima su Iglesia, poniéndose él mismo como base y piedra angular. Luego, aquella Iglesia abrió las puertas a cualquiera, sin distinciones, porque a Cristo le interesa amar y curar los corazones, no medir los pecados. Así lo vemos en el Evangelio de hoy (cfr. Lc 6,12-19), que nos cuenta el nacimiento de la Iglesia con la llamada de los Apóstoles, y en la Carta de San Pablo (cfr. Ef 2,19-22), que describe a la Iglesia como un edificio que crece bien ensamblado sobre sus cimientos. En particular, llaman nuestra atención las acciones que marcan la fundación de la Iglesia: Jesús que se retira en oración, luego baja y va a los discípulos, elige a doce y, a la vez, acoge y cura incluso a quien solo intentaba tocarle.

Jesús reza, Jesús llama, Jesús elige, Jesús envía a los discípulos, Jesús cura a la gente. Dentro de este templo, Jesús, que es la piedra angular, hace todo el trabajo: es Él quien saca adelante la Iglesia. Como dice San Pablo, esta Iglesia está edificada sobre el fundamento de los Apóstoles —de éste a quien eligió, aquí—: escogió a doce. Todos pecadores, todos. Judas Iscariote no era el más pecador —no sé quién sería el más pecador—, pero Judas, pobrecillo, es quien se cerró al amor y por eso fue el traidor. Pero todos salieron huyendo en el momento difícil de la Pasión y dejaron solo a Jesús. Todos son pecadores. Pero Él los escogió.

Jesús nos quiere dentro de la Iglesia, no como invitados o huéspedes, sino con el derecho de un ciudadano. En la Iglesia no estamos de paso, estamos arraigados aquí. ¡Nuestra vida está aquí! Somos ciudadanos, conciudadanos de esta Iglesia. Si no entramos en este templo y formamos parte de la construcción, para que el Espíritu Santo viva en nosotros, no estamos en la Iglesia. Nos quedamos en la puerta, mirando y diciendo: —¡Qué bonita… sí, eso es muy bonito! Cristianos que no pasan del vestíbulo de la Iglesia: se quedan en la puerta. —¡Pues yo soy católico…, pero no demasiado, que no hay que exagerar!

Todo esto no tiene sentido en comparación con el amor y la misericordia totales que Jesús tiene por cada persona. Lo demuestra la actitud de Cristo con Pedro, que había sido puesto a la cabeza de la Iglesia. Aunque la primera de las columnas traicionase a Jesús, el Señor responde perdonándola y conservándola en su sitio. A Jesús no le importó el pecado de Pedro: buscaba su corazón. Pero para encontrar ese corazón y poder curarlo, rezó. Jesús que reza y Jesús que cura, también por cada uno de nosotros. No podemos entender a la Iglesia sin este Jesús que reza y este Jesús que cura.

Que el Espíritu Santo nos haga entender a todos esta Iglesia que tiene la fuerza en la oración de Jesús por nosotros y es capaz de curarnos a todos.