La fe es un don que trasmiten sobre todo las madres

Homilía de la Misa en Santa Marta

La Iglesia celebra hoy la memoria de los Santos Timoteo y Tito. Por eso hemos leído la segunda Carta de San Pablo a Timoteo (1,1-8), donde el Apóstol recuerda al discípulo de dónde viene su fe sincera: la recibió del Espíritu Santo a través de su madre y de su abuela. Son las madres, las abuelas, las que trasmiten la fe. Una cosa es trasmitir la fe y otra es enseñar las cosas de la fe. La fe es un don. La fe no se puede estudiar. Se estudian las cosas de la fe, sí, para entenderla mejor, pero solo con el estudio no se llega a la fe. La fe es un don del Espíritu Santo, un regalo, que va más allá que cualquier preparación. Y es un regalo que pasa a través del hermoso trabajo de las madres y abuelas, ese bonito trabajo de las mujeres de una familia, puede ser incluso la empleada doméstica o una tía las que trasmiten la fe. Y me pregunto: ¿Por qué son principalmente las mujeres las que trasmiten la fe? Simplemente porque la que nos trajo a Jesús es una mujer. Es el camino elegido por Jesús, que quiso tener una madre: así pues, también el don de la fe pasa por las mujeres, como María para Jesús.

Tenemos que pensar si las mujeres de hoy tienen esta conciencia del deber de trasmitir la fe. Pablo invita a Timoteo a reavivar el don de Dios, evitando las vacías discusiones paganas y mundanas. Todos hemos recibido el don de la fe. Debemos protegerlo para no aguarlo, para que siga siendo fuerte con el poder del Espíritu Santo, que nos lo regaló. Y la fe se protege reavivando el don de Dios. Si no procuramos cada día reavivar ese regalo de Dios, entonces la fe se debilita, se diluye, acaba siendo una especie de  cultura: Sí, claro que soy cristiano, por supuesto: solamente una cultura. O una gnosis, un conocimiento: Si, conozco bien todas las cosas de la fe, me sé el catecismo. Ya, pero ¿cómo vives tu fe? De ahí la importancia de reavivar cada día este don, este regalo: hacerlo vivo.

Son contrarias a la fe viva —dice San Paolo— dos cosas: el espíritu cobarde y la vergüenza. Dios no nos dio un espíritu cobarde. El espíritu cobarde va contra el don de la fe, no lo deja crecer, ni que siga adelante, ni que sea grande. Y la vergüenza es este pecado: Sí, tengo fe, pero la tapo, para que no se vea mucho. Un poco de acá, un poco de allá: como dirían nuestros mayores, un barniz de fe, porque me avergüenzo de vivirla en serio. Pues esa no es la fe: ni cobardía ni vergüenza.

¿Y entonces qué es? Es un espíritu de fuerza, caridad y prudencia. Eso es la fe. El espíritu de prudencia es saber que no podemos hacer todo lo que nos dé la gana, significa buscar caminos, maneras de llevar adelante la fe, pero con prudencia.

Pidamos al Señor la gracia de tener una fe sincera, una fe no negociable, a merced de las oportunidades que se presenten. Una fe que cada día procuro reavivar o, al menos, pido al Espíritu Santo que la reavive de modo que pueda dar mucho fruto.