La valentía de obedecer a Dios

Homilía de la Misa en Santa Marta

La liturgia del día nos habla de obediencia. Esa obediencia que muchas veces nos lleva por un camino que no es el que habíamos pensado, sino por otro. Por eso, obedecer es tener el valor de cambiar de camino cuando el Señor nos lo pide: el que obedece tiene la vida eterna, pero si no obedece, la ira de Dios permanece sobre él (cfr. Jn 3,36).

Lo vemos en la primera lectura de los Hechos de los Apóstoles (cfr. Hch 5,27-33), cuando los sacerdotes y los jefes del pueblo ordenan a los discípulos de Jesús que no prediquen más el Evangelio: se enfadan, están llenos de celos porque, en su presencia, hacen milagros, el pueblo les sigue y el número de los creyentes iba creciendo. Y hasta los meten en la cárcel, pero de noche, el Ángel de Dios los libera y vuelven a anunciar el Evangelio. Arrestados e interrogados de nuevo, Pedro responde a las amenazas del sumo sacerdote: Es preciso obedecer a Dios antes que a los hombres (Hch 5,29). Los sacerdotes no lo entendían —¡y eso que eran doctores!—: habían estudiado la historia del pueblo, habían estudiado las profecías, habían estudiado la ley, conocían toda la teología del pueblo de Israel, la revelación de Dios, lo sabían todo, ¡eran doctores!, pero fueron incapaces de reconocer la salvación de Dios. ¿Cómo es posible esta dureza de corazón? Porque no es dureza de cabeza, no es una simple testarudez. ¡No, es dureza! Y nos podemos preguntar: ¿Cómo se llega a esa terquedad, tan grande, de cabeza y de corazón?

La historia de esa testarudez —su itinerario— es encerrarse en sí mismos, no dialogar: ¡es la falta de diálogo! Esos no sabían dialogar, no sabían hablar con Dios, porque no sabían rezar ni sentir la voz del Señor, y tampoco sabían dialogar con los demás. ¿Y por qué interpretan las cosas tan mal? Porque solamente interpretaban cómo era la ley para hacerla más precisa, pero estaban cerrados a las señales de Dios en la historia, estaban encerrados en su pueblo. ¡Estaban cerrados y encerrados! Y la falta de diálogo —esa cerrazón del corazón— le llevó a no obedecer a Dios. Ese es el drama de esos doctores de Israel, de esos teólogos del pueblo de Dio: no sabían escuchar, no sabían dialogar. Porque el diálogo se hace con Dios y con los hermanos.

Y la señal que revela que una persona no sabe dialogar, que no está abierta a la voz del Señor, ni a las señales que el Señor realiza en el pueblo, es la furia y las ganas de hacer callar a todos los que predican —en este caso— la novedad de Dios, o sea, que Jesús ha resucitado. No tienen razón, pero llegan a eso. Es un itinerario doloroso. Y son los mismos que pagaron a los guardias del sepulcro para decir que los discípulos había robado el cuerpo de Jesús. ¡Hacen lo que sea con tal de no abrirse a la voz de Dios! Por eso, en esta Misa rezaremos por los maestros, por los doctores, por los que enseñan al pueblo de Dios, para que no se cierren, para que dialoguen, y así se salven de la ira de Dios porque, si no cambian de actitud, permanecerá sobre ellos (cfr. Jn 3,36).