El espíritu de la mundanidad

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Como vemos en el Evangelio de hoy (Lc 11,15-26), el demonio, cuando toma posesión del corazón de una persona, se queda ahí, como en su casa, y no quiere salir. Cuando Jesús expulsa demonios, estos buscan arruinar a la persona, hacerle daño, incluso físicamente. Muchas veces Jesús expulsó demonios, que son sus y nuestros verdaderos enemigos. La lucha entre el bien y el mal a veces parece demasiado abstracta. Pero la verdadera lucha es la primera lucha entre Dios y la serpiente antigua, entre Jesús y el diablo. Y esa lucha se hace dentro de nosotros. Cada uno está en lucha, quizá sin saberlo, estamos en lucha. El Evangelio de hoy comienza con algunas personas que acusan a Jesús de haber expulsado un demonio por medio de Belcebú. Siempre hay malas lenguas, y se establece una discusión entre Jesús y esas personas.

La esencia del demonio es destruir, su vocación es precisamente destruir la obra de Dios. Y el riesgo es ser como niños que se chupan el dedo creyendo que no es así, que son invenciones de los curas. Sin embargo, el demonio destruye, y cuando no puede destruir cara a cara, porque hay delante una fuerza de Dios que defiende a la persona, entonces, siendo más astuto que un zorro, busca el modo de retomar posesión de aquella persona. Dice el Evangelio que “cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, anda vagando por lugares áridos, en busca de reposo, y al no hallarlo, dice: Volveré a mi casa –de donde había sido expulsado por Jesús–, de donde salí”. Hasta en el habla se presenta educadamente, diciendo “salí”, cuando en realidad fue expulsado. “Y al llegar, la encuentra barrida y arreglada. Entonces va por otros siete espíritus peores que él y vienen a instalarse allí, y así la situación final de aquel hombre resulta peor que la de antes”. Cuando el diablo no puede destruir directamente, piensa en otra estrategia, la estrategia que usa con todos nosotros. Somos cristianos, católicos, vamos a Misa, rezamos… Parece que todo está bien. Sí, tenemos nuestros defectos, nuestros pecadillos, pero todo parece en orden. Y él se hace el educado: va, ve, busca una buena pandilla, llama a la puerta: “¿Se puede?  ¿Puedo entrar?”, y toca el timbre. Y esos demonios educados son peores que los primeros, porque no te das cuenta de que los tienes en casa. Y ese es el espíritu mundano, el espíritu del mundo. El demonio o destruye directamente con vicios, con guerras, con injusticias directamente, o destruye educadamente, diplomáticamente de ese modo que dice Jesús. No hacen ruido, se hacen amigos, te persuaden –“No, ve, no es para tanto, no, hasta ahí está bien”– y te llevan por la senda de la mediocridad, te hacen tibio por la vía de la mundanidad.

Cuidado con caer en esa mediocridad espiritual, en ese espíritu del mundo, que nos corrompe por dentro. Me dan más miedo estos demonios que los primeros. Cuando me dicen: “Necesitamos un exorcista porque una persona está poseída por el diablo”, no me preocupo tanto como cuando veo a esa gente que abre la puerta a los demonios educados, esos que te persuaden por dentro de que no son tan enemigos. Yo muchas veces me pregunto: ¿Qué es peor, un pecado claro o vivir con el espíritu del mundo, de la mundanidad? ¿Que el demonio te tire en un pecado –o veinte, treinta pecados, pero claros, que te dan vergüenza–, o que el demonio esté a la mesa y viva contigo, y todo tan normal, y ahí, te va insinuando y te posee con el espíritu de la mundanidad?

El espíritu de la mundanidad es eso: los que llevan los demonios educados. Acordaos de la oración de Jesús en la Última Cena –“defiéndelos del espíritu del mundo”–. Ante esos demonios educados que quieren entrar por la puerta de casa como invitados a bodas, decimos: Vigilancia y calma. Vigilancia: ese es el mensaje de Jesús, la vigilancia cristiana. ¿Qué pasa en mi corazón? ¿Porqué soy tan mediocre? ¿Porqué soy tan tibio? ¿Cuántos “educados” viven en mi casa sin pagar el alquiler?