Invocar, caminar y agradecer

Homilía del Santo Padre Francisco en la canonización de 5 Beatos

«Tu fe te ha salvado» (Lc 17,19). Es el punto de llegada del Evangelio de hoy, que nos muestra el camino de la fe. En ese recorrido de fe vemos tres etapas, señaladas por los leprosos curados, los cuales invocan, caminan y agradecen.

Ante todo, invocar. Los leprosos se encontraban en una condición terrible, no solo por la enfermedad que, difundida todavía hoy, debe combatirse con todos los esfuerzos, sino por la exclusión social. En tiempos de Jesús eran considerados impuros y en cuanto tales debían estar aislados, aparte (cfr. Lv 13,46). Vemos de hecho que, cuando van a Jesús, “se detienen a distancia” (cfr. Lc 17,12). Pero, aunque su condición los deja aparte, invocan a Jesús, dice El Evangelio, «en voz alta» (v. 13). No se dejan paralizar por las exclusiones de los hombres y gritan a Dios, que no excluye a nadie. Así se acortan las distancias, nos levantamos de la soledad: no encerrándose en uno mismo y en sus lamentos, no pensando en los juicios de los demás, sino invocando al Señor, porque el Señor escucha el grito de quien está solo.

Como aquellos leprosos, también nosotros necesitamos curación, todos. Necesitamos ser sanados de la desconfianza en nosotros mismos, en la vida, en el futuro; de muchos miedos; de los vicios de los que somos esclavos; de tantas cerrazones, dependencias y apegamientos: al juego, al dinero, a la televisión, al móvil, al juicio de los demás. El Señor libera y cura el corazón, si lo invocamos, si le decimos: “Señor, yo creo que puedes sanarme; cúrame de mi encierros, libérame del mal y del miedo, Jesús”. Los leprosos son los primeros, en este Evangelio, que invocar el nombre de Jesús. Luego lo harán también un ciego y un malhechor en la cruz: gente necesitada invoca el nombre de Jesús, que significa Dios salva. Llaman a Dios por su nombre, de modo directo, espontáneo. Llamar por el nombre es signo de confianza, y al Señor le gusta. La fe crece así, con la invocación confiada, llevando a Jesús lo que somos, a corazón abierto, sin esconder nuestras miserias. Invoquemos con confianza cada día el nombre de Jesús: Dios salva. Repitámoslo: es rezar, decir “Jesús” es rezar. La oración es la puerta de la fe, la oración es la medicina del corazón.

La segunda palabra es caminar. Es la segunda etapa. En el breve Evangelio de hoy aparecen una decena de verbos de movimiento. Pero lo que más sorprende es que los leprosos no son curados cuando están quietos ante Jesús, sino después, mientras caminan: «Mientras iban de camino, quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14). Se curan yendo a Jerusalén, mientras afrontan un camino en cuesta. Es en el camino de la vida donde somos purificados, un camino que es a menudo en cuesta, porque conduce a lo alto. La fe requiere un camino, una salida, hace milagros si salimos de nuestras cómodas certezas, si dejamos nuestros puertos seguros, nuestros nidos confortables. La fe aumenta con el don y crece con el riesgo. La fe procede cuando vamos adelante equipados de confianza en Dios. La fe se hace camino a través de pasos humildes y concretos, como humildes y concretos fueron el camino de los leprosos y el baño en el río Jordán de Naamán (cfr. 2Re 5,14-17). Y así es también para nosotros: avanzamos en la fe con el amor humilde y concreto, con la paciencia cotidiana, invocando a Jesús y yendo adelante.

Hay otro aspecto interesante en el camino de los leprosos: se mueven juntos. «Iban» y «quedaron limpios», dice el Evangelio (v. 14), siempre en plural: la fe es también caminar juntos, nunca solos. Pero, una vez curados, nueve van por su cuento y solo uno regresa a dar gracias. Jesús entonces expresa toda su amargura: «Los otros nueve, ¿dónde están?» (v. 17). Parece como si pidiera cuento de los otros nueve al único que ha vuelto. Es verdad, es deber nuestro –de los que estamos aquí “haciendo Eucaristía”, es decir dando gracias–, es tarea nuestra cuidar a quien ha dejado de caminar, a quien ha perdido la senda: somos custodios de los hermanos alejados, todos nosotros. Somos intercesores suyos, somos responsables de ellos, llamados a responder de ellos, a preocuparnos por ellos. ¿Quieres crecer en la fe? Tú, que estás hoy aquí, ¿quieres crecer en la fe? Cuida de un hermanos alejado, de una hermanas alejada.

Invocar, caminar y agradecer: es la última etapa. Solo al que da gracias Jesús le dice: «Tu fe te ha salvado» (v. 19). No solo está sano, también está salvo. Esto nos dice que el punto de llegada no es la salud, no es estar bien, sino el encuentro con Jesús. La salvación no es beber un vaso de agua para estar en forma, es ir a la fuente, que es Jesús. Solo Él libera del mal, u cura el corazón, solo el encuentro con Él salva, hace la vida plena y hermosa. Cuando se encuentra a Jesús nace espontáneo el “gracias”, porque se descubre lo más importante de la vida: no recibir una gracia o resolver un problema, sino abrazar al Señor de la vita. Y eso es lo más importante de la vida: abrazar al Señor de la vida.

Es bonito ver que aquel hombre curado, que era un samaritano, expresa la alegría con todo su ser: alaba a Dios a gritos, se postra, agradece (cfr. vv. 15-16). El culmen del camino de fe es vivir dando gracias. Podemos preguntarnos: los que tenemos fe, ¿vivimos las jornadas como un peso que cargar o como una alabanza que ofrecer? ¿Permanecemos centrados en nosotros mismos en espera de pedir la próxima gracia o encontramos nuestra alegría al dar gracias? Cuando agradecemos, el Padre se conmueve y derrama sobre nosotros el Espíritu Santo. Agradecer no es cuestión de cortesía, de etiqueta, es cuestión de fe. Un corazón que agradece permanece joven. Decir: “Gracias, Señor” al despertar, durante el día, antes de acostarse es el antídoto al envejecimiento del corazón, porque el corazón envejece y se malacostumbra. Así también en familia, entre esposos: acordarse de decir gracias. Gracias es la palabra más sencilla y benéfica.

Invocar, caminar, agradecer. Hoy damos gracias al Señor por los nuevos Santos, que caminaron en la fe y que ahora invocamos como intercesores. Tres de ellos son monjas y nos muestran que la vida religiosa es un camino de amor en las periferias existenciales del mundo. Santa Marguerite Bays, en cambio, era una modista y nos revela lo poderosa que es la oración sencilla, la resistencia paciente, la entrega silenciosa: a través de esas cosas el Señor hizo revivir en ella, en su humildad, el esplendor de la Pascua. Es la santidad de lo ordinario, de la que habla el santo Cardenal Newman, que dijo: «El cristiano posee una paz profunda, silenciosa, escondida, que el mundo no ve. […] El cristiano es alegre, tranquilo, bueno, amable, cortés, ingenuo, modesto; no alberga pretensiones, […] su comportamiento es tan alejado de la ostentación y del refinamiento que a primera vista se puede fácilmente tomarlo por una persona ordinaria» (Parochial and Plain Sermons, V,5). Pidamos ser así, “luces amables” entre las oscuridades del mundo. Jesús, «quédate con nosotros y comenzaremos a brillar como Tú brillas, a brillar de modo que seamos una luz para los demás» (Meditations on Christian Doctrine, VII,3). Amén.