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Joseph Pearce, una carrera con el diablo

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Escrito por Gonzalo Altozano
Publicado: 03 Marzo 2012
Detestaba a los inmigrantes con todo su corazón… Y las reservas de odio que le quedaban las empleaba con los católicos<br /><br />

La Gaceta

Joseph Pearce detestaba a los inmigrantes con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente. Y las reservas de odio que le quedaban las empleaba con los católicos

      Es uno de los autores más solicitados en los circuitos católicos. Biógrafo de Chesterton, de Belloc, de Tolkien, de Lewis, de Campbell, de Shakespeare, de Wilde, de Solzhenitsyn, a sus lectores les debe el relato de la vida de otro gran escritor: la del mismo Pearce.

      El diablo se mostró diligente con aquel adolescente furioso que ni creía en él —a los quince ya se declaraba agnóstico— ni había oído hablar de Fausto, pero que hubiera vendido su alma por dedicarse a tiempo completo al National Front, el partido de la derecha dura británica en los setenta y los ochenta. Solo un año después de rellenar su ficha de afiliación, Pearce era nombrado director de Bulldog, órgano de expresión de los cachorros ultras, y a los diecinueve era el miembro más joven de la mesa nacional.

      Joe Pearce nació en el East End londinense en una época en la que la inmigración masiva —Enoch Powell tenía razón— empezaba a cambiarle la cara a la merry England, la feliz Inglaterra. Pertenece, por tanto, a esa generación de chicos de barrio que para reafirmarse en la rivalidad no tuvo que jugar a policías y ladrones o a sioux y vaqueros al salir de clase, pues cada día se zurraba la badana con los asiáticos recién llegados.

      Pronto encauzó Pearce su mala leche —“joven infeliz”, le llamó Auberon Waugh— militando en las airadas filas de la derecha hooligan, donde cualquier ración de violencia sabía a poco. Su adolescencia son recuerdos de manifestaciones callejeras que acababan en batallas campales con posterior visita a la comisaría o al hospital.

      Pearce detestaba a los inmigrantes con todo su corazón, con toda su alma, con toda su mente. Y las reservas de odio que le quedaban las empleaba con los católicos. Había hecho suyo ese prejuicio tan inglés de que estos eran agentes al servicio de una potencia extranjera: Roma. Y luego estaban, claro, los terroristas del IRA, que se decían hijos de la Iglesia.

      La mejor expresión de su anticatolicismo fue su ingreso en la Orden de Orange, sociedad secreta cuyo único propósito conocido era amargarle la vida al Papa. Fue durante aquellas expediciones al Ulster donde Pearce descubrió de verdad qué era la violencia. Allí conoció a paramilitares unionistas que le ofrecían gratis sus servicios de eliminación de objetivos políticos. Para rechazar la oferta sin herir susceptibilidades, hubo de ejercitarse en una disciplina desconocida por él: la diplomacia.

      Es curioso, pero las vocaciones que con los años configurarían su carácter —la literatura y el catolicismo— ya se dibujaban en el Pearce más activista, más fanatizado. Su primer libro fue sobre Skrewdriver, la banda de rock nazi liderada por Ian Stuart Donaldson, y para la que Pearce llegó a grabar algunos coros.

      En cuanto a su incorporación a la Iglesia católica… Bueno, sencillamente le enfurecía que alguien pudiera pensar que por enfrentarse a los comunistas en las calles eran las tropas de asalto del capitalismo. «La única alternativa a Mammon no puede ser Marx», se repetía atormentado.

      Un amigo que sabía de su empeño por encontrar una tercera vía le aconsejó que estudiara el distributismo. Así que compró un libro de Chesterton, se sentó a leerlo y… cuál sería su sorpresa cuando descubrió que la mayoría de los artículos eran una defensa de la fe católica. Y más aún: que no tenía argumentos que oponer a los de Chesterton. El de Beaconsfield llevó a Pearce a Belloc, y a Lewis, y a Newman, y a Tolkien…

      Luego vendría su primera declaración de fe (en la prisión de Wornwood Scrubs), y los rosarios en la soledad de su celda, y la puesta en libertad que puso punto final a su larga aventura ultra. Estaba harto de estar harto. Ya no quería entregar su vida a ninguna causa política; ahora solo quería darla por Cristo.

      Hoy, echa la vista atrás y, como John Newton, sigue asombrado por la Gracia que echó raíces en el desierto de su alma, que salvó a un pecador como él.

Gonzalo Altozano

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