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Para leer la Biblia

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Escrito por Rafael María de Balbín
Publicado: 08 Abril 2020

Quedarse sola o principalmente con el Antiguo Testamento será asumir los preparativos sin participar después en la fiesta

Para eso hay que perderle el miedo. Se ha dicho que la Biblia es, entre todos, el libro más editado y comprado, y el menos leído. La primera parte de esta afirmación es un hecho; la segunda parte me parece que no. Pero la frase es reveladora de una realidad: los cristianos leemos y meditamos la Biblia mucho menos de lo que sería conveniente, teniendo en cuenta que se trata de un mensaje escrito por Dios para la salvación y la felicidad de todos los hombres.

La Biblia es un libro integrado por muchos libros: 46 del Antiguo Testamento y 27 del Nuevo Testamento. El Antiguo es considerablemente más largo y como una preparación para la plenitud del Nuevo, en el que culmina la Revelación divina. “El Antiguo Testamento es una parte de la Sagrada Escritura de la que no se puede prescindir. Sus libros son libros divinamente inspirados y conservan un valor permanente (...), porque la Antigua Alianza no ha sido revocada” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 121). “Aunque contienen elementos imperfectos y pasajeros” (Conc. Vaticano II, Const. Dei Verbum, n. 15), estos libros muestran el plan pedagógico de Dios, que va enseñando poco a poco a los hombres. No se debe prescindir de ellos. “Contienen enseñanzas sublimes sobre Dios y una sabiduría salvadora acerca del hombre, encierran tesoros de oración y esconden el misterio de nuestra salvación” (Ibidem).

Sin embargo, quedarse sola o principalmente con el Antiguo Testamento será asumir los preparativos sin participar después en la fiesta. “La Palabra de Dios, que es fuerza de Dios para la salvación del que cree, se encuentra y despliega su fuerza de modo privilegiado en el Nuevo Testamento” (Ibidem, n. 17). Nos habla de Jesucristo, el Hijo de Dios encarnado, sus palabras y sus obras; y de los comienzos de su Iglesia.

El corazón de las Escrituras son los cuatro Evangelios. La Iglesia nos enseña que éstos, “cuya historicidad afirma sin vacilar, comunican fielmente lo que Jesús, Hijo de Dios, viviendo entre los hombres, hizo y enseñó realmente para la salvación de ellos, hasta el día en que fue levantado al Cielo” (Const. Dei Verbum, n. 18). Desde el comienzo los Apóstoles enseñaron de viva voz lo que Jesucristo había obrado y enseñado. Unos años después los cuatro evangelistas, bajo la inspiración del Espíritu Santo, pusieron por escrito algunas de las muchas cosas que ya se transmitían de palabra o por escrito (cf. Catecismo..., n. 126).

En la Antigua Alianza lo que Dios hace y enseña es una prefiguración de lo que vendrá: a la luz de la vida y enseñanzas de Cristo cobra toda su hondura el Antiguo Testamento. Hay una estrecha unidad entre ambos Testamentos, según aquella enseñanza de la Tradición que recoge San Agustín: el Nuevo Testamento está escondido en el Antiguo, mientras que el Antiguo se hace manifiesto en el Nuevo (cf. Catecismo..., n. 128-130).

La Iglesia recomienda vivamente el acceso de todos los hombres a la Sagrada Escritura. Ella debe ser el alma de la Teología, la predicación, la catequesis. Debe ser alimento espiritual del cristiano. Hay que perder el miedo a leer y meditar la Biblia. Todo cristiano debería hacerlo asiduamente, a diario; “pues −en frase de San Jerónimo− desconocer la Escritura es desconocer a Cristo” (cf. Catecismo..., n. 133).

Rafael María de Balbín

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