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Construir el futuro con los migrantes y los refugiados

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Escrito por P.P. Francisco
Publicado: 20 Mayo 2022

«No tenemos aquí abajo una ciudad permanente, sino que buscamos la futura» (Hb 13, 14).

Queridos hermanos  y  hermanas: el sentido último de nuestro “viaje” en este mundo es la búsqueda de la  verdadera patria, el Reino de Dios inaugurado por Jesucristo, que encontrará su plena realización cuando Él vuelva en su gloria. Su Reino aún no se ha cumplido, pero ya está presente en aquellos que han acogido la salvación. «El Reino de Dios está en nosotros. Aunque todavía sea escatológico, sea el futuro del mundo, de la humanidad, se encuentra al mismo tiempo en nosotros» (S. Juan Pablo II, Visita a la parroquia romana de San Francisco de Asís y Santa Catalina de Siena, 26-XI-1989).

La ciudad futura es una «ciudad de sólidos  cimientos, cuyo  arquitecto y constructor  es  Dios»  (Hb 11, 10). Su proyecto prevé  una   intensa  obra  de  edificación, en la que todos debemos sentirnos comprometidos personalmente. Se trata de un trabajo minucioso de conversión personal y de transformación de la realidad, para que se adapte cada vez más al plan divino. Los dramas de la historia nos recuerdan cuán lejos estamos  todavía de alcanzar  nuestra meta, la Nueva Jerusalén, «morada de Dios  entre los  hombres» (Ap 21 ,3). Pero  no por  eso  debemos desanimarnos. A la luz de lo que hemos aprendido en las tribulaciones de los últimos tiempos, estamos  llamados a renovar nuestro compromiso para la construcción de un futuro más acorde  con el plan de Dios, de un mundo donde todos podamos vivir dignamente en paz.

«Pero nosotros, de acuerdo con la promesa del Señor, esperamos un cielo nuevo y una tierra nueva donde habitará la justicia» (2P 3, 13). La justicia es uno de los elementos constitutivos del Reino de Dios. En la búsqueda cotidiana de su voluntad, ésta debe edificarse con paciencia, sacrificio y determinación, para que todos los que tienen hambre y sed de ella sean saciados (cfr. Mt 5, 6). La justicia del Reino debe entenderse como la realización del orden divino, de su armonioso designio, según el cual, en Cristo muerto y resucitado, toda la creación vuelve a ser “buena” y la humanidad “muy buena” (cfr. Gn 1, 1-31). Sin embargo, para que reine esta maravillosa armonía, es necesario acoger la salvación de Cristo, su Evangelio de amor, para que se eliminen las desigualdades y las discriminaciones del mundo presente.

Nadie debe ser excluido. Su  proyecto  es  esencialmente inclusivo y sitúa en el centro a los habitantes de las periferias existenciales. Entre  ellos  hay  muchos migrantes y refugiados, desplazados y víctimas de la trata. Es con ellos que Dios quiere edificar su Reino, porque  sin ellos no sería el Reino  que Dios  quiere. La inclusión de las personas más vulnerables es una condición necesaria para obtener la plena ciudadanía. De  hecho,  dice el  Señor: «Venid, benditos de mi Padre, y recibid en herencia el Reino que os fue preparado desde el comienzo del mundo, porque tuve hambre, y  me disteis  de comer; tuve sed,  y me disteis de beber; estaba  de paso,  y me  alojasteis; desnudo, y  me  vestisteis; enfermo,  y  me  visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 34-36).

Construir el futuro con los  migrantes  y  los  refugiados  significa  también reconocer y  valorar  lo  que  cada  uno  de  ellos  puede  aportar  al proceso de edificación. Me gusta ver este enfoque del fenómeno migratorio en una visión profética  de  Isaías, en la que   los  extranjeros  no  figuran como  invasores y  destructores,  sino  como  trabajadores  bien  dispuestos  que  reconstruyen las murallas de la Nueva Jerusalén, la Jerusalén abierta a todos los pueblos (cfr. Is 60, 10-11).

En la misma profecía, la llegada de  los extranjeros se presenta como fuente de enriquecimiento: «Se volcarán sobre ti los tesoros del mar y las riquezas de las naciones llegarán  hasta ti» (Is 60,5). De  hecho, la  historia  nos  enseña  que la aportación de los migrantes y refugiados ha sido fundamental para el crecimiento social y económico de  nuestras sociedades. Y lo  sigue siendo también hoy. Su trabajo, su capacidad de sacrificio, su juventud y su entusiasmo enriquecen a las comunidades que los acogen. Pero esta aportación podría ser mucho mayor si se valorara y se apoyara mediante programas  específicos.  Se  trata de un enorme potencial, pronto a manifestarse, si se le ofrece la oportunidad.

Los habitantes de la Nueva Jerusalén —sigue profetizando Isaías— mantienen siempre las puertas de la ciudad abiertas de par en par, para que puedan entrar los extranjeros con sus dones: «Tus puertas estarán siempre abiertas, no se cerrarán ni de día ni de noche, para que te traigan las riquezas de las naciones» (Is 60, 11). La presencia de los migrantes y los refugiados representa un enorme reto, pero también una oportunidad de crecimiento cultural y espiritual para todos. Gracias a ellos  tenemos  la  oportunidad  de  conocer mejor  el mundo  y la belleza de su diversidad. Podemos madurar en humanidad y construir juntos un “nosotros” más grande. En la disponibilidad recíproca se generan espacios de confrontación fecunda entre visiones y tradiciones diferentes, que abren la mente a perspectivas nuevas. Descubrimos   también  la  riqueza  que encierra  religiones  y  espiritualidades desconocidas para nosotros, y esto nos estimula a profundizar nuestras propias convicciones.

En la Jerusalén  de las  gentes, el  templo del  Señor se embellece cada vez más gracias a las ofrendas que llegan de tierras  extranjeras: «En ti se congregarán todos los rebaños de Quedar, los carneros de Nebaiot estarán a tu servicio: subirán como ofrenda aceptable sobre mi altar y yo glorificaré mi Casa gloriosa» (Is 60, 7). En esta perspectiva, la llegada de migrantes y refugiados católicos ofrece energía nueva a la vida eclesial de las comunidades que los acogen. Ellos son a menudo portadores de dinámicas revitalizantes y animadores de celebraciones vibrantes. Compartir expresiones  de fe  y  devociones diferentes   representa una ocasión privilegiada para vivir con mayor plenitud la catolicidad del pueblo de Dios.

Queridos  hermanos  y  hermanas, y  especialmente  ustedes, jóvenes, si queremos cooperar  con  nuestro Padre celestial en la  construcción del futuro, hagámoslo junto con nuestros hermanos y hermanas migrantes y refugiados. ¡Construyámoslo hoy! Porque el futuro empieza hoy, y empieza por cada uno de nosotros. No podemos dejar a las  próximas  generaciones  la  responsabilidad  de  decisiones  que  es necesario  tomar  ahora,  para  que el  proyecto de  Dios sobre el mundo pueda realizarse y venga su Reino de justicia, de fraternidad y de paz.

Oración

Señor, haznos portadores de esperanza,

para que donde haya oscuridad reine tu luz,

y donde haya resignación renazca la confianza en el futuro.

Señor, haznos instrumentos de tu justicia,

para que donde haya exclusión, florezca la fraternidad,

y donde haya codicia, florezca la comunión.

Señor, haznos constructores de tu Reino

junto con los migrantes y los refugiados

y con todos los habitantes de las periferias.

Señor, haz que aprendamos cuán bello es

vivir como hermanos y hermanas. Amén.

P.P. Francisco, en vaticannews.va/

 

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