El hecho de que Juan Pablo II haya sido la persona que más jóvenes haya convocado en la historia humana, a pesar de que su mensaje podía resultarles particularmente incómodo y exigente (a ellos como a todos nosotros), tiene que ver con que ese anciano era un hombre que planteaba las preguntas fundamentales de la vida, las únicas que son capaces de sacar a la gente de su aburrimiento
Las últimas dos décadas del siglo XX dieron por tierra con los utopismos, la exaltación de las revoluciones y la creencia de que unos individuos eran tan inteligentes que se podían dedicar a remodelar la sociedad y el hombre a su antojo. Los gritos y puños crispados de los que querían cambiarlo todo, fueron reemplazados por la sonrisa burlona del que piensa que no hay nada nuevo bajo el sol.
La generación postrevolucionaria no alberga grandes esperanzas, prefiere sufrir un poco todos los días antes que encontrarse con grandes decepciones. La razón contemporánea es una razón cansada, nihilista. Ya no pretende desentrañar el sentido de la historia ni buscar la verdad de las cosas. Tiene horror al fracaso y prefiere el juego.
Hace unos años, en la Ciudad Universitaria de Santiago de Compostela, decía una pared pintada: “Dios no existe, Marx ha muerto, y últimamente yo no me encuentro nada de bien”. Pero el malestar actual no es comparable a las tragedias que tuvieron que sufrir millones de personas en el siglo pasado. Es simplemente el malestar de quien dice: “comamos y bebamos, que mañana moriremos”.
Nada se debe hacer en demasía. Hoy, hasta muchos estudiantes universitarios han descubierto las ventajas de la esquizofrenia: mientras de lunes a viernes mantienen un comportamiento irreprochable, dejan los excesos para el fin de semana. Ciertos respetables gerentes hacen otro tanto. Es la esquizofrenia estabilizada, medida.
Una de las características de estas personas es la carencia de raíces. Son perfectamente cosmopolitas, y hoy están en Santiago como mañana podrían estar instalados en Nueva York, si hubiese presupuesto para hacerlo. Pasan, pero no moran. El valor que más aprecian es la autonomía.
Para sus teóricos, éste parece ser el bien supremo que debe garantizar el ordenamiento legal, y las cuestiones más importantes, como la vida de los no nacidos, se deciden en función de ella (naturalmente, de la autonomía de los nacidos, o sea de los poderosos). Este narcisismo jurídico mira con desconfianza la idea de bien común y lo único que pide a sus cultores es que se abstengan de dañar a terceros.
La religión, cuando existe, es entendida como un asunto puramente individual. Pocas cosas los ponen más nerviosos que el hecho de que alguna autoridad religiosa tenga la mala ocurrencia de pronunciarse sobre algún asunto que afecte la convivencia, sea el divorcio, el aborto, la eutanasia o cosas semejantes. De inmediato rasgan sus vestiduras denunciando la manipulación de las conciencias y la ruptura de la convivencia democrática que esos actos suponen.
Nunca se explica demasiado por qué esas opiniones pueden producir tan terribles resultados, ni tampoco se aclara la razón de que haya un grupo de ciudadanos —los obispos, por ejemplo— que tienen restringida su libertad de expresión, mientras todo el resto de los mortales podemos hablar acerca de lo que nos parezca.
En este contexto, los llamados de Juan Pablo II para recristianizar Occidente no cayeron demasiado bien en esos círculos. Sin embargo, son importantes. Ellos tienen que ver precisamente con aquello que le falta al mundo postmoderno: el sentido. Porque la cosa más importante de la vida es saber para qué se vive.
Muchos hombres de nuestro tiempo tienen auténtico horror a plantearse esta pregunta. Pienso que el hecho de que Juan Pablo II haya sido la persona que más jóvenes haya convocado en la historia humana, a pesar de que su mensaje podía resultarles particularmente incómodo y exigente (a ellos como a todos nosotros), tiene que ver con que ese anciano era un hombre que planteaba las preguntas fundamentales de la vida, las únicas que son capaces de sacar a la gente de su aburrimiento.
Porque un mundo en donde la gente no sabe para qué vivir y necesita provocarse emociones cada vez más fuertes, sea por la vía del alcohol, de la droga, del erotismo o de los deportes de alto riesgo, es un mundo bastante aburrido. “Rota la fe, sólo nos queda llorar/ Vivamos un poco después de que el amor muera”, dicen los Stones en “Wild Horses”.
La diferencia entre los cristianos y algunos posmodernos es semejante a la que se da entre los niños de campo, que son capaces de jugar durante horas con unas piedras o unos palitos, y los niños urbanos de familia rica, que necesitan juguetes cada vez más sofisticados, en donde el niño se limita a apretar un botón y ver cómo el juguete juega por él.
Con todo, esos niños de ciudad se horrorizan con la sola posibilidad de que les quiten los juguetes por un tiempo y los lleven al campo, donde hay tierra, hormigas y otros elementos de gran peligrosidad.
Muchas personas tienen miedo al cristianismo, o mejor dicho a la caricatura que de él se han formado. Es explicable: no se han encontrado con él en directo, sino a través de la imagen que les han transmitido, ya sea los medios de comunicación, ya algunos cristianos. Si el cristianismo es eso, prometo hacerme mormón o budista mañana mismo.
Frente a una existencia que transcurre en la superficie, el cristianismo busca ir al fondo de las cosas. Se trata de vivir esencialmente, meter las raíces en la tierra, jugarse la vida en cada instante por algo más grande que el estómago, el bolsillo o el curriculum vitae.
Junto con llamar a la recristianización, Juan Pablo II salió en defensa de una de las notas distintivas de Occidente, la razón. En Fides et ratio procuró mostrar que, ante el fin de las utopías y de la creencia en que la razón humana era capaz de moldear perfectamente el futuro, la respuesta no es el cansancio y desánimo de la razón, sino una relación honesta de la inteligencia con la verdad. Ella nunca se agota y siempre está abierta a ser escrutada por el hombre:
«Él nunca podría fundar la propia vida sobre la duda, la incertidumbre o la mentira; tal existencia estaría continuamente amenazada por el miedo y la angustia. Se puede definir, pues, al hombre, como “aquél que busca la verdad”»[1].
El llamado a volver a las raíces cristianas de nuestra cultura, ha sido recibido de maneras muy diferentes. Sin perjuicio de escépticos y críticos, en muchos casos ha encontrado un eco entusiasmado en personas que son conscientes de que se trata de una oportunidad histórica. Otros lo han oído con aprobación, como algo que ojalá se pudiera hacer y pronto. Pero quizá estas personas no son conscientes del esfuerzo que supone esta tarea histórica.
Pensemos, por un momento, en la cantidad de dinero, de tiempo y esfuerzos que hubo que invertir, por ejemplo, en la primera cristianización de América. Pensemos en el costo que supuso fundar miles de escuelas, hospitales, iglesias, universidades, etc. La segunda evangelización de este continente tendrá que suponer un empeño proporcionado. La mezcla de ignorancia, abandono y secularización habrá que superarla con medios pacíficos, pero con mucho esfuerzo.
La diferencia entre una y otra aventura no está tanto en su magnitud como en sus protagonistas. La primera evangelización pesó fundamentalmente sobre los hombros de miles de religiosos y sacerdotes. La segunda representa la hora de los laicos: de su tiempo, su dinero y su valentía para dar la cara.
Dar la cara supone no dejarse amedrentar. A veces los cristianos parecen paralizados por el temor a ser criticados. Sin embargo, las críticas son inevitables. Siempre habrá alguien que considere que uno es un moralista exagerado. Hasta Vito Corleone, el personaje de El Padrino, tuvo que recibir críticas de los otros mafiosos, porque no quería meter a la mafia en el negocio de la droga.
De modo, entonces, que no hay que preocuparse demasiado. Lo que hay que preguntarle a un cristiano —sea una persona o una institución— no es ¿por qué usted recibe tantas críticas?, sino ¿cómo se las arregla usted para que todos lo aplaudan, cuando su propio Maestro fue signo de contradicción? ¿No estará pagando un precio demasiado caro?.
Esto no significa que los cristianos deban ir por la vida pisando callos y coleccionando orgullosos los recortes de prensa que los atacan. Simplemente se trata de que alguien que sabe que ha tenido una fortuna incomparable no tiene ninguna razón para sentirse acomplejado.
El único complejo que podría tener es el complejo de culpa: ¿por qué hay tantos millones de hombres que no han recibido lo mismo que yo?, pero ese no es, en primer lugar, un problema suyo, sino de Dios. Y en lo que tiene de suyo no debería impulsarlo al apocamiento, sino a tratar de que sean muchos los que se interesen por recibir ese mismo regalo.
[1] Enc. Fides et ratio, n. 28.
Joaquín García Huidobro es abogado, doctor en filosofía y actualmente trabaja como profesor en la Universidad de los Andes (Chile). Este artículo es un capítulo de su libro “Una locura bastante razonable”, Andrés Bello, Santiago de Chile 2003
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