Intervención del Prof. Jaime Nubiola, de la Universidad de Navarra, en una de las sesiones de las ‘46 Jornadas de Cuestiones Pastorales’, que se han celebrado en Castelldaura (Premià de Mar), durante los días 25 y 26 de enero pasado
«La ruptura entre Evangelio y cultura es,
sin duda alguna, el drama de nuestro tiempo».
Pablo VI, Evangelii nuntiandi, n. 20
Hace sólo tres meses tuvieron la fortuna muchos de ustedes de concelebrar la misa con Benedicto XVI en la Sagrada Familia. Sin duda, fue un acontecimiento singular que ejemplifica luminosamente lo que quiero decirles en mi intervención. Participar junto a un Papa en la solemne dedicación de un templo tan hermoso —fe hecha arquitectura— debió ser una experiencia impresionante. Si se tiene en cuenta, además, que la Sagrada Familia es con seguridad la muestra más sobresaliente de la arquitectura religiosa actual y que la celebración eucarística fue retransmitida por televisión a millones de personas de todo el globo, se advierte con claridad el carácter emblemático de aquel acontecimiento para el tema que me ocupa hoy aquí: la transmisión de la fe en la cultura actual. "Ha sido una celebración que nunca olvidaré", le decía el Papa al cardenal de Barcelona[1]. Y así reflexionaba Benedicto XVI a los pocos días en Roma ante el Consejo pontificio para la cultura como un eco de su estancia entre nosotros[2]:
También en la cultura tecnológica actual el paradigma permanente de la inculturación del Evangelio es la guía, que purifica, sana y eleva los mejores elementos de los nuevos lenguajes y de las nuevas formas de comunicación. Para esta tarea, difícil y fascinante, la Iglesia puede servirse del extraordinario patrimonio de símbolos, imágenes, ritos y gestos de su tradición. En particular, el rico y denso simbolismo de la liturgia debe brillar con toda su fuerza como elemento comunicativo, hasta tocar profundamente la conciencia humana, el corazón y el intelecto. La tradición cristiana siempre ha unido estrechamente a la liturgia el lenguaje del arte, cuya belleza tiene su fuerza comunicativa particular. Lo experimentamos también el domingo pasado, en Barcelona, en la basílica de la Sagrada Familia, obra de Antoni Gaudí, que conjugó genialmente el sentido de lo sagrado y de la liturgia con formas artísticas tanto modernas como en sintonía con las mejores tradiciones arquitectónicas.
No dudo que ustedes son expertos en esta tarea de la inculturación de la fe y a ella dedican sus mejores esfuerzos, pero quizá también puede ayudarles la perspectiva de un filósofo. Todavía resuenan en mis oídos las palabras que escuché al Papa filósofo Juan Pablo II en el Paraninfo de la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense en la mañana del 3 de noviembre de 1982: "La síntesis entre cultura y fe no es sólo una exigencia de la cultura, sino también de la fe... Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida"[3]. Han pasado casi treinta años y aquella amable invitación sigue siendo —al menos para mí— tan apremiante como entonces.
De acuerdo con esas palabras, he organizado mi exposición en cuatro secciones que he titulado respectivamente: 1º) Acoger la fe en una sociedad "post-cristiana"; 2º) Pensar de nuevo la fe hoy; 3º) Vivir fiel y creativamente la fe; y, finalmente, 4º) Algunas recomendaciones prácticas.
1. Acoger la fe en una sociedad "post-cristiana"
Hace un par de años, en enero del 2009, el cardenal Tarcisio Bertone, Secretario de Estado de Benedicto XVI, tuvo un interesante encuentro con el mundo de la cultura y la educación en la ciudad mexicana de Querétaro. De sus palabras, llamó particularmente mi atención la contraposición que establecía entre dos modos de concebir el mundo y de situarse en la realidad, dos modelos de vida opuestos que configuran lo que identificaba como "dos culturas diferentes"[4]:
Por una parte, la ideología de la praxis, de la eficacia y de la acción. Por otra, aquella que, inspirándose en el versículo de san Juan, podemos definir como «cultura de la palabra», según la bella expresión del Papa Benedicto XVI[5] (...). Es ésta una definición que contiene en germen todo un programa intelectual y existencial para quienes trabajan en este campo. La cultura de la praxis aparece con todo el brillo seductor de la eficiencia, la energía, la acción. Frente a ella, la cultura de la palabra requiere la actitud de la acogida, la disposición interior a la escucha.
Es claro que todos y cada uno de nosotros por muy comprometidos que estemos con la praxis, la acción y la eficacia —tan propia por otra parte de los catalanes— hemos optado vitalmente por la cultura de la palabra y esa indispensable actitud de escucha y de acogida. Escucha de la palabra divina y de las palabras humanas, acogida de todas las personas de todas las razas y creencias que ahora pueblan nuestro país. (Dicho sea de paso, la Cataluña de mi infancia y juventud —hace ya 40 años— no tiene casi nada que ver con la de hoy. Lo saben ustedes mejor que yo. Cada vez que vuelvo a Barcelona me persuado de que ha dejado de ser la conservadora ciudad industrial del pasado siglo y se ha convertido en una ciudad internacional de esparcimiento, habitada por turistas e inmigrantes de diversísimas nacionalidades).
No estamos ya en la Cataluña cristiana de Torras i Bages, pero tampoco sería acertado decir que Cataluña ha dejado de ser cristiana tal como testimonia de manera fehaciente la calurosa acogida al Papa en el mes de noviembre. Un reciente estudio sociológico —referido al conjunto del Estado español— detectaba que persisten con claridad los sentimientos de pertenencia a la Iglesia Católica en una amplia mayoría de la población, con un compromiso relativamente profundo por parte de casi un tercio. En contraste, advertía el crecimiento de otros grupos religiosos (sobre todo, a través del aumento de la inmigración), "los manejos de un adversario secularista que parece a veces bastante beligerante", pero sobre todo —a juicio de Pérez-Díaz[6]— lo más inquietante es la impresión global de que
la población en su conjunto parece un tanto a la deriva. Los rasgos de su conducta —tales como la disparidad entre sus sentimientos religiosos y sus prácticas relativas a la vida familiar, el sexo y la política— sugieren un grado muy modesto de coherencia personal. Esto a su vez parece encajar con una pauta generalizada, entre gentes tanto religiosas como menos religiosas, de creencias borrosas, incluyendo una cierta inclinación hacia el pensamiento mágico y sus manifestaciones cotidianas.
Se trata de un lúcido análisis que ustedes contemplan hecho realidad todos los días. No es sólo que la corrupción más o menos generalizada de la clase política intoxique a toda la sociedad, sino que el relativismo moral —y a menudo su beligerancia religiosa— incapacita a nuestros gobernantes para crear una moral laica suficientemente autónoma capaz de ordenar razonablemente la vida de los ciudadanos. No resulta fácil decirlo con palabras más sencillas.
El hundimiento del "universo cristiano", la desaparición de aquel consenso institucional que era la base de la sociedad europea, es un fenómeno detectado por la mayor parte de quienes analizan la situación actual: "El mundo —decía el Papa a la Curia Romana el pasado 20 de diciembre— con todas sus nuevas esperanzas y posibilidades está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo. Un consenso sin el cual las estructuras jurídicas y políticas no funcionan; por consiguiente, las fuerzas movilizadas para la defensa de tales estructuras parecen estar destinadas al fracaso"[7]. Seguro que les impresionaron —como a mí— las palabras de Benedicto XVI en Westminster Hall y los rostros atentos de quienes le escuchaban[8]:
Si los principios éticos que sostienen el proceso democrático no se rigen por nada más sólido que el mero consenso social, entonces este proceso se presenta evidentemente frágil. Aquí reside el verdadero desafío para la democracia. (...) ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos.
El problema no afecta sólo a Inglaterra, sino a buena parte de las sociedades occidentales que se encuentran en muchos lugares en una situación que podemos denominar "post-cristiana". (Por ejemplo, ¡cuántas iglesias en el Reino Unido convertidas en restaurantes o aquí cuántas iglesias cerradas casi siempre¡[9]). Otros hablan de una "metamorfosis —de un cambio profundo— de lo sagrado"[10]. De ahí la oportunidad de la reciente creación del Consejo Pontificio para la Promoción de la Nueva Evangelización en los "territorios de tradición cristiana donde con mayor evidencia se manifiesta el fenómeno de la secularización"[11].
El punto que querría destacar es que el papel de la Iglesia —y muy en particular el de los sacerdotes— se torna cada vez más importante en medio de este naufragio moral más o menos generalizado. Los ciudadanos de a pie necesitamos seguridad, apoyo y aliento en las encrucijadas morales que la vida inevitablemente trae consigo; necesitamos de la fidelidad y el testimonio valiente y cordial de nuestros pastores que hagan realidad en sus vidas una articulación efectiva de Evangelio y cultura. Acoger plenamente la fe significa, por tanto, convertirla en cultura, hacerla vida de nuestra vida, con un amplio espacio para la libertad y creatividad personales.
2. Pensar de nuevo la fe hoy
Me impactó mucho hace unos pocos años la rotunda afirmación de la jurista norteamericana Mary Ann Glendon, profesora de la Universidad de Harvard, cuando agradecía el doctorado honoris causa que le había sido conferido en la Universidad de Navarra: "Podemos dar razones de las posiciones morales que mantenemos". Desde entonces esa afirmación me ha servido como lema de una tertulia doctrinal sobre cuestiones de actualidad que bajo el título general de "Razones de la vida cristiana" he venido teniendo cada semana con 30 ó 40 universitarios a lo largo de los últimos siete años. Al hilo de los debates de la actualidad y utilizando casi siempre algunos textos selectos del Catecismo de la Iglesia Católica o de las enseñanzas del Papa o de la Conferencia Episcopal, hemos ido desgranando las cuestiones centrales que realmente más interpelan a los jóvenes.
Casi siempre lo más interesante es saber escuchar atentamente las preguntas y las dificultades que se plantean los jóvenes que a veces resultan del todo inesperadas para los profesores. De ordinario es posible contestar a las preguntas, pero otras veces hay que anotarse la pregunta y decir "lo estudiaré con atención y la próxima semana hablamos de este tema". Tampoco faltarán ocasiones en las que hay que saber decir que la cuestión planteada es realmente un misterio con el que debemos aprender a vivir, pues en última instancia no podemos comprenderlo.
La profesora Glendon en aquel discurso añadía[12]:
La idea fundamental que quiero subrayar es que los educadores e intelectuales católicos tienen que volver a familiarizarse con la gran tradición intelectual que es nuestra herencia fundamental. Lo necesitamos no sólo por el bien de nuestra vocación bautismal, o por el de la Iglesia, sino también por el bien de nuestras sociedades.
Es preciso, efectivamente, explorar el riquísimo potencial de la gran tradición católica —tal como atestigua, por ejemplo, el magnífico Catecismo de la Iglesia Católica— que nos permite sentirnos orgullosos de pertenecer a una estirpe tan ilustre de hombres y mujeres que se atrevieron a pensar a fondo su fe desde las categorías culturales de su tiempo y trataron de presentarla de la forma que les parecía más atractiva y más inteligible a sus coetáneos.
Lo mismo hemos de hacer nosotros ahora en esta sociedad pluralista. En este sentido, me gusta recordar que la fórmula preferida de la escolástica medieval era la disputatio, la confrontación entre los diversos pareceres, persuadidos de que todas las opiniones humanas merecen nuestra atención: “Omnes enim opiniones secundum quid aliquid verum dicunt”[13], "Todas las opiniones, en cierto sentido, dicen algo verdadero". No todas las opiniones son igualmente verdaderas, pero si han sido formuladas seriamente en todas ellas hay algo de lo que podemos aprender. No sólo la razón de cada uno es camino de la verdad, sino que también las razones de los demás sugieren y apuntan otros caminos que enriquecen y amplían la propia comprensión. No es esto relativismo. Como dice la gente joven ahora: "para nada". "La verdad que se cree no es verdad porque se cree, sino que se cree porque es verdad", ha escrito brillantemente la filósofa chilena Alejandra Carrasco[14].
Con lo que acabo de decir estará claro que no hay nada que me parezca más contraproducente que la repetición rutinaria de unas fórmulas o de unas soluciones estereotipadas a problemas que a veces ni siquiera se han llegado a comprender en sus verdaderos términos. Hace falta pensar de nuevo la fe hoy y nadie puede pensar por cada uno de nosotros. Esta es la clave de la genuina reflexión filosófica y teológica. Y esta clave se pierde cuando la filosofía o la teología se convierten en una escolástica en el peor sentido del término, esto es, cuando se convierte en algo que se enseña, pero no en algo que se vive; cuando aquello que se enseña en las homilías o en las clases es incapaz de conferir sentido a la vida de quienes las imparten.
Lo importante son los problemas, comprender su hondura, su complejidad, las diversas maneras de abordarlos. Entender a fondo un problema es más importante incluso que su misma solución, pues nuestras soluciones son humanas, esto es, son siempre falibles, corregibles y mejorables. No tenemos un método universal solucionador de problemas ni un repertorio de soluciones para todos los problemas. Por una parte, hay algunos problemas radicalmente novedosos como los que plantean los más avanzados desarrollos de la tecnología o de las investigaciones médicas; por otra, hay muchas cuestiones y muy importantes que —apelando a la famosa distinción de Gabriel Marcel— más que problemas se trata verdaderamente de misterios, que realmente no podemos ni solucionar, ni siquiera a veces llegar a comprender plenamente.
El mayor peligro del escolasticismo es la renuncia a pensar por cuenta propia tanto los estudiantes como los profesores. Cuando hace años leí el relato autobiográfico del filósofo Anthony Kenny en el que daba cuenta de su penoso abandono de la Iglesia Católica me impresionó mucho el contraste que describía entre sus profesores de la Universidad Gregoriana en Roma y sus profesores de Oxford, donde se integró. Decía de sus nuevos colegas de Oxford: "Sus pensamientos afectaban a sus vidas; el modo en que ellos enseñaban filosofía afectaba al modo en que se comportaban"[15]. Me parece a mí que el talante genuino del maestro cristiano se encontraba quizá más entre sus nuevos colegas que en el ambiente académico que en Roma él había encontrado.
A este respecto, me gusta recordar una actitud de santo Tomás de Aquino, que es para mí la marca distintiva del sabio. Tomás “nunca se conformó –escribe uno de sus biógrafos— con una simple repetición de un punto de vista expresado anteriormente, incluso cuando respondía a las consultas epistolares que buscaban su experta opinión sobre distintos problemas; siempre repensaba la cuestión. Quizás éste fue el secreto de su originalidad y frescor: plantear siempre nuevamente todo problema, y presentar nuevas y más precisas soluciones a antiguas dificultades”[16]. Esto es lo que significa para mí pensar de nuevo la fe hoy y eso es lo que, con la ayuda del cielo, espera la sociedad de cada uno de nosotros.
3. Vivir fiel y creativamente la fe
La desarticulación de pensamiento y vida ha sido una cuestión que ha desgarrado la filosofía de los dos últimos siglos y que todavía conmueve a la cultura contemporánea. Como saben bien, el eje central de las enseñanzas de Benedicto XVI —su ariete intelectual en el panorama a veces desolador de la cultura actual— se encuentra en su reiterada afirmación de que es preciso ensanchar la razón humana moderna —la razón científica— para que en ella quepan el corazón, los sentimientos, la belleza y la bondad, "las fuerzas salvadoras de la fe, el discernimiento entre el bien y el mal"[17]; para que en la razón puedan encontrar cabida aquellos elementos más humanos que fueron desechados por el materialismo científico ilustrado de los dos últimos siglos. Este es también el núcleo del famoso discurso de Ratisbona:
Este intento de crítica de la razón moderna desde su interior, expuesto sólo a grandes rasgos, no comporta de manera alguna la opinión de que hay que regresar al período anterior a la Ilustración, rechazando de plano las convicciones de la época moderna. [...] La intención no es retroceder o hacer una crítica negativa, sino ampliar nuestro concepto de razón y de su uso. [...] Sólo lo lograremos si la razón y la fe se reencuentran de un modo nuevo, si superamos la limitación que la razón se impone a sí misma de reducirse a lo que se puede verificar con la experimentación, y le volvemos a abrir su horizonte en toda su amplitud[18].
Benedicto XVI recuerda a menudo con palabras de la Fides et ratio de Juan Pablo II que "la fe no teme a la razón, sino que la busca y confía en ella"[19]. La razón y la fe son las dos alas que nos permiten volar derechamente hacia el encuentro de Dios y hacia el encuentro con los demás. Los seres humanos somos capaces de distinguir con nuestra razón entre el bien y el mal en los contextos ordinarios más habituales, pero sobre todo lo que mueve nuestro asentimiento, lo que nos arrastra, es el testimonio, el ejemplo de vida de los santos y de todos aquellos que procuran vivir fielmente su fe en y desde su propia realidad personal. He añadido el adverbio "creativamente" en el título de esta sección para destacar que la fidelidad no puede ser nunca la mera repetición rutinaria de unas prácticas, sino que es esencialmente personal y creativa, como puede serlo una recreación en directo de una sinfonía de Beethoven por parte de un buen director de orquesta frente a la reproducción automática que nos proporciona un DVD.
Vivir fielmente la fe exige en el sacerdote una vida de intimidad con Dios —honda filiación al Padre, amistad enamorada con Jesucristo y docilidad en manos del Espíritu Santo— que se traduce en una entrega efectiva y abnegada a todos sus hermanos hombres y mujeres. Saben ustedes esto muy bien, pero yo querría recordar algo aprendido personalmente de San Josemaría Escrivá a principios de los años 70 en un encuentro con sacerdotes en Valencia. Alguien le había hecho una pregunta y San Josemaría recordó una anotación que había tomado esa mañana en su oración personal. Sacó su agenda del bolsillo y de ella extrajo un papel suelto, se levantó las gafas para poder ver el texto de cerca y antes de leerlo dijo, "Hermanos míos, yo vivo de papelitos". San Josemaría alimentaba su vida de trato con Dios a través de sus anotaciones y de su escritura como atestiguan con claridad sus Apuntes íntimos y sus libros.
Escribir en los ratos de meditación personal ayuda a fijar la atención en Dios y ayuda, sobre todo, a profundizar en Él. Esa fue la experiencia de San Agustín ("Debo confesar que escribiendo yo mismo aprendí muchas cosas que no sabía"[20]), la de San Atanasio ("Que cada uno anote y escriba sus actos e impulsos del alma como si tuviera que revelárselos a otros"[21]) o la de San Josemaría que, tomando nota en su oración de las cosas que Dios ponía en su alma, llenó el mundo de palabras luminosas capaces de encender a los demás.
El lugar de la transformación personal, de la transformación de la manera de pensar, de sentir y de vivir es nuestro espacio de oración: es en la oración donde la fe se hace vida. Si hacemos la oración por escrito ese proceso puede intensificarse mucho. Copio lo que anota Charles de Foucauld en su Viajero en la noche: "'Te gusta escribir lo que te dicen tus directores. Agudiza el oído para escribir lo que yo te digo', dije a santa Teresa". Y añade: "Nuestro Señor, al igual que San Pablo, bien podía tomar alguna vez la pluma por la tarde y, a modo de recreación del alma, dejar plasmar en el papel sus palabras a su Padre... Meditar por escrito de ninguna manera está reñido con su ejemplo"[22]. Lo que estoy sugiriendo es que para lograr una articulación personal de fe y vida un camino particularmente adecuado para quienes cultivan la vida intelectual —y todo sacerdote debe cultivar su vida intelectual— es la escritura. Para un intelectual vivir es escribir y escribir es vivir, y tanto vivir como escribir son —¡pueden ser!— hacer oración, trato íntimo con Dios Trino, que se vuelca decididamente en un servicio generoso a los demás.
Todos atesoramos en nuestro corazón el luminoso ejemplo de la Madre Teresa de Calcuta, a pesar de la negrura interior en la que vivió casi de modo permanente y que sólo hemos conocido después de su muerte. Lo recordaba hace unos meses en "La contra" de La Vanguardia Joaquín Navarro-Valls[23]:
En Calcuta visité con ella aquellas inmensas estancias llenas de moribundos, hindúes, musulmanes, que ella recogía por las calles. "¿Usted los convierte?", le pregunté. "No —me dijo—, sólo pretendo que personas que han vivido como bestias puedan morir como hijos de Dios, es decir: lavados, peinados, alimentados". ¿Cuál ha sido la gran lección? —le pregunta la entrevistadora—. Que nunca puedes instrumentalizar a otro por un fin mayor, porque no existe nada más importante que un ser humano.
Algo parecido venía a escribirme una filósofa argentina a quien pregunté sobre este asunto: "Más que el descubrimiento de principios, la gente necesita descubrir al verdadero Jesús de Nazaret. No se trata de la crisis de una razón impura u oscura que no encuentra los principios, sino de una crisis de santos que vivan, piensen y amen como Jesús. Es muy significativo que este mundo tan anti-iglesia romana, sin embargo admire, ame, respete, escuche y siga a una minúscula viejita arrugada y fea, que vivía tan pobremente como los más pobres de este mundo en las miserables calles de Calcuta. Ella no necesitaba decirle a nadie lo que tenía que hacer, ni cuáles eran los principios morales objetivos, simplemente vivía como Jesús en Galilea".
Todos nos damos cuenta de la profunda verdad que resplandece en una vida como la de la Madre Teresa y su formidable impacto en la cultura contemporánea. Tal como concluía Benedicto XVI ante el Consejo de la cultura,
la belleza de la vida cristiana es más incisiva aún que el arte y la imagen en la comunicación del mensaje evangélico. En definitiva, sólo el amor es digno de fe y resulta creíble. La vida de los santos, de los mártires, muestra una singular belleza que fascina y atrae, porque una vida cristiana vivida en plenitud habla sin palabras. Necesitamos hombres y mujeres que hablen con su vida, que sepan comunicar el Evangelio, con claridad y valentía, con la transparencia de las acciones, con la pasión gozosa de la caridad[24].
4. Algunas recomendaciones prácticas
Sin duda, es una osadía por mi parte atreverme a hacerles algunas recomendaciones, pero no tengo todos los días la ocasión de hablar ante un auditorio tan cualificado como este. Y quiero hacerles tres recomendaciones vitales —en modo alguno pueden ser entendidas como recetas— para poder transmitir la fe en la cultura de hoy.
La primera es un profundo amor a la libertad y, por tanto, al legítimo pluralismo en la sociedad civil y, por supuesto, al pluralismo dentro de la Iglesia. El pluralismo nos enriquece de verdad a todos. Para algunos católicos la tentación consiste a veces en huir del mundo moderno para quedarse sólo con la fe. Como ha escrito Martin Rhonheimer, la "desconfianza frente a la libertad y al pluralismo (...) constituye la variante típicamente católica de la separación entre fe y mundo moderno"[25]. La fe católica no tiene un recetario predeterminado de soluciones para arreglar los problemas de la convivencia en una sociedad democrática. Corresponde más bien a cada ciudadano y a las diversas organizaciones y entidades sociales el arbitrar por cauces democráticos las soluciones que en cada caso se consideren mejores en todas esas materias opinables.
La segunda es el amor al estudio, el cultivo de la vida intelectual del sacerdote, el seguir estudiando las enseñanzas de la Iglesia, desde los Padres hasta el magisterio más reciente, pasando por los libros de teología, historia, estudios bíblicos y litúrgicos, cada uno de acuerdo con su formación personal y sus preferencias más arraigadas. Viene a la cabeza el maravilloso ejemplo del Beato John Henry Newman a quien el estudio a fondo de los Padres de la Iglesia le condujo a la Iglesia Católica. También viene muy bien —me insistía mi colega de Valencia Santiago Pons— el estudio de la cosmovisión científica del mundo, pues a veces puede parecer que los sacerdotes tengan miedo a todo lo que suene a científico. De acuerdo con las preferencias de cada uno, merece la pena seguir con más atención alguna de las ramas de la ciencia.
La tercera es lo que a veces llamo el autobiografismo retórico, esto es, el tratar de enraizar siempre la predicación en la propia experiencia personal, en aquello que uno ama y cree. A menudo se quejan los feligreses de que las predicaciones son aburridas o de que no se entienden. "El que aburre cuando habla es que no siente lo que dice", dejó escrito lúcidamente Martín Descalzo[26]. Me parece que no les falta razón, aunque a veces el problema se encuentre también en que el auditorio no presta atención, no tiene ganas de escuchar. Para recuperar su atención les he contado yo —también como ejemplo práctico— varias anécdotas que me han ocurrido en estos últimos años.
No puedo finalmente omitir una historia más. Escribía estas líneas el pasado 5 de noviembre, pocas horas después de que falleciera la profesora de Teología de mi Universidad Jutta Burgraff, a la que admiraba profundamente y tenía un gran afecto. A ella me encomendaba —y les encomendaba a ustedes— al redactar mi conferencia y, por eso, quiero cederle a ella mis últimas palabras:
Un cristiano no tiene que ser perfecto, pero sí auténtico. Los otros notan si una persona está convencida del contenido de su discurso, o no. Las mismas palabras —por ejemplo, Dios es Amor— pueden ser triviales o extraordinarias, según la forma en que se digan. "Esa forma depende de la profundidad de la región en el ser de un hombre, de donde proceden, sin que la voluntad pueda hacer nada. Y, por un maravilloso acuerdo, alcanzan la misma región en quien las escucha"[27]. Si alguien habla desde la alegría de haber encontrado a Dios en el fondo de su corazón, puede pasar que conmueva a los demás con la fuerza de su palabra. No hace falta que sea un brillante orador. Habla sencillamente con la autoridad de quien vive —o trata de vivir— lo que dice; comunica algo desde el centro mismo de su existencia, sin frases hechas ni recetas aburridas[28].
Así sea. Muchísimas gracias por el regalo de su atención.
Jaime Nubiola
[Agradezco la invitación de Albert Barceló para impartir esta sesión y la ayuda de Adriana Gallego, Jacin Luna, Ramon Nubiola, José Antonio Palacios, Moris Polanco, Santiago Pons y Juan Ruiz de Torres para la preparación y revisión del texto].
[1] Lluís Martínez Sistach, "Palabra y vida: Una visita memorable", 13 noviembre 2010.
[2] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 13 noviembre 2010.
[3] Juan Pablo II, "Discurso a los universitarios y a los hombres de la cultura, de la investigación y el pensamiento en la Universidad Complutense de Madrid", 3 noviembre 1982, Mensaje de Juan Pablo II a España, BAC,
[4] "Encuentro del Sr. Card. Tarcisio Bertone, Secretario de Estado de Su Santidad, con universitarios y representantes del mundo de la cultura", Santiago de Querétaro, México, 19 de enero de 2009
[5] Cf. Benedicto XVI, "Discurso en el encuentro con el mundo de la cultura en el Collège des Bernardins", París, 12 de septiembre de 2008.
[6] Víctor Pérez Díaz, "La religión española en un cruce de caminos", Monitoreo Religioso 2008 España. Panorama de actitudes y prácticas religiosas, Bertelsmann, Gütersloh, 2008, p. 43. Sobre el laicismo en España, vid. Rafael Díaz-Salazar, "Laicismo y catolicismo. ¿Una nueva confrontación?", Claves de razón práctica, nº 208, diciembre 2010, pp. 64-73.
[7] Benedicto XVI, Discurso a los miembros de la Curia Romana, 20 diciembre de 2010
[8] Benedicto XVI, Discurso en Westminster Hall, 17 de septiembre de 2010
[9] Cfr. Josep Mª Margenat, "¿Por qué están vacías las iglesias?", El Ciervo, LIX, julio-agosto 2010, p. 23.
[10] Cfr. Juan Martín Velasco, Metamorfosis de lo sagrado y futuro del cristianismo, Sal Terrae, Santander, 1998.
[11] Benedicto XVI, Motu Proprio Ubicumque et semper, 21 septiembre 2010, artº 2.
[12] Mary Ann Glendon, Discurso al recibir el doctorado honoris causa, 17 de enero 2003. [<
[13] Tomás de Aquino, 1 Dist 23 q.1, a. 3.
[14] A. Carrasco, "Educar para la libertad en un mundo plural y diverso", 1995.
[15] Anthony Kenny, A Path from Rome: An Autobiography, Sidgwick & Jackson, London, 1985, p. 197.
[16] James A. Weisheipl, Tomás de Aquino, p. 365. Algo parecido advierte Hannah Arendt: "Siempre pensé que había que empezar a pensar como si nadie hubiera pensado antes y luego empezar a aprender de los demás". Hannah Arendt, De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 170-171.
[17] Benedicto XVI, Spe salvi, n. 23; cf. Deus caritas est, n. 28, Caritas in veritate, n. 33, etc.
[18] Benedicto XVI, "Fe, razón y universidad. Recuerdos y reflexiones", Discurso del Santo Padre en la Universidad de Ratisbona, 12 de septiembre 2006, (las cursivas son mías),
[19] Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 43.
[20] San Agustín, De Trinitate, III, 3.
[21] San Atanasio, Vita Antonii, 15, 9.
[22] Charles de Foucauld, Viajero en la noche. Ciudad Nueva, Madrid, 1994, p. 31.
[23] Ima Sanchís, Entrevista con Joaquín Navarro-Valls, La Vanguardia, 2 de junio de 2010, p. 64.
[24] Benedicto XVI, Discurso a los participantes en la Asamblea plenaria del Consejo pontificio para la cultura, 13 noviembre 2010. Y en Luz del mundo, p. 77, el Papa da la razón a Habermas en que “el proceso interior de traducción de las grandes palabras a la imagen verbal y conceptual de nuestro tiempo está avanzando, pero aún no se ha logrado realmente”. Benedicto XVI entiende que ese proceso de traducción de las verdades de la fe a la cultura de nuestro tiempo "solo puede conseguirse si lo hombres viven el cristianismo desde Aquel que vendrá”. Es decir, si la “traducción existencial” (en la vida) antecede a la “traducción intelectual”. Agradezco a Moris Polanco esta apostilla.
[25] Martin Rhonheimer, Transformación del mundo, Rialp, Madrid, 2006, p. 71.
[26] José Luis Martín Descalzo, Razones para el amor, Sígueme, Salamanca, 2000, p. 36.
[27] Simone Weil, Gravity and Grace, Putnam's Sons, Nueva York, 1952, p. 117.
[28] Jutta Burgraff, "La transmisión de la fe en el postmodernismo: en y desde la familia", Mujeres del Opus Dei, diciembre 2009.
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