Junto a razones de “hombría de bien” comunes a todos, las razones espirituales son un refuerzo de esas convicciones humanas
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El actuar “de cara a Dios” y no solo de “cara a los hombres” refuerza el empeño en portarse bien, en hacer lo que se debe hacer, independientemente de lo que hagan otros, o de lo que sea más cómodo o de lo que me pueda beneficiar económicamente, políticamente, etc.
Quizás no sea necesario escribir estas líneas, porque para una gran mayoría de personas está bastante clara la respuesta. Las escribo pensando más bien en aquellos para los que no está tan clara, o piensan que la religión no aporta nada, o incluso puede ser algo negativo.
La religión, y concretamente la religión cristiana, parte del reconocimiento de la existencia de Dios, y por tanto de la necesidad de orientar su vida hacia Él. Esto significa que el cristiano sabe que está en el mundo para cumplir la voluntad de Dios, y de este modo ser feliz, hacer felices a los demás y poder alcanzar el cielo: el sumo Bien, sin mezcla de mal alguno, y para siempre.
La persona que parte de este principio básico sabe que cumplir la voluntad de Dios implica cumplir bien sus deberes familiares, profesionales, etc., que son una parte importantísima de lo que Dios espera de él. Este es sin duda un motivo fuerte con el que cuenta el cristiano para dar a su vida un sentido de servicio a los demás.
Indudablemente este empeño tiene que llevar consigo actuar con rectitud de intención, buscando sinceramente la verdad y el bien de todos, sin dejarse llevar de intereses menos nobles, sin ceder a presiones que tal vez podrían reportarle beneficios materiales pero que si es a costa de lesionar la justicia, derechos de terceros u otros principios morales no le interesarán.
Es cierto que este comportamiento es propio de toda persona honrada, íntegra, sin necesidad de acudir a razones o motivos espirituales. Pero también es igualmente cierto que junto a razones de “hombría de bien” comunes a todos, las razones espirituales son un refuerzo de esas convicciones humanas. El actuar “de cara a Dios” y no solo de “cara a los hombres” refuerza el empeño en portarse bien, en hacer lo que se debe hacer, independientemente de lo que hagan otros, o de lo que sea más cómodo o de lo que me pueda beneficiar económicamente, políticamente, etc.
El creyente sabe que su vida de fe no puede ser algo al margen de su vida diaria, en su casa, en su trabajo, en sus obligaciones sociales… Su fe debe iluminar su quehacer diario, para en ese lugar y en esa tarea portarse con un buen creyente, como un buen cristiano. No sería un buen cristiano si no fuera un buen profesional, si no fuera una persona íntegra, ejemplar, servicial, competente, amable…, si no tratara con afecto y respeto a todas las personas, también a las que, precisamente por ser creyente, pudieran no tratarle bien a él: no puede responder a la intolerancia y a la incomprensión con la misma moneda. Tiene derecho a defender sus derechos legítimos —también su derecho a vivir de acuerdo con sus creencias religiosas—, pero no “dejar de lado” —no interesarse, descalificarlos, etc.— a los que pretendan dejarle de lado a él.
El creyente, además, tiene más facilidad para conocerse a sí mismo: su grandeza en cuanto persona, y sus posibles limitaciones e incluso miserias, también como persona. ¿Por qué?: porque conoce a Dios, y por eso puede saber mejor quién es él, criatura salida de sus manos. «Que te conozca Señor, y me conozca», decía ya San Agustín. El no creyente, el agnóstico, al no tener claro el fundamento último de la vida humana y del mundo, tendrá también más dificultad para “conocerse” a sí mismo, para responder a las grandes preguntas: yo quién soy, de dónde vengo, cuál es mi fin, para qué existo… No son cuestiones menores, y por tanto la respuesta que demos influirá mucho en el enfoque de la vida diaria.
Las creencias religiosas —la fe cristiana en particular— sirven para estar más atento a otro de los mayores peligros que podemos tener: dejarnos llevar de la tendencia al orgullo y a la soberbia, que nos alejan de los demás y nos llevan a la envidia y a otros inconvenientes. El cristiano debe ser consciente de que todo lo bueno que posee lo ha recibido de Dios, y por tanto no tendría sentido atribuirse méritos que en último término no habrían sido posibles sin las cualidades humanas que Dios le ha dado, aunque haya procurado cultivarlas. De este modo es más fácil también no envanecerse ante los éxitos, como si fueran algo exclusivamente propio.
El creyente, y el cristiano en particular, debe ser siempre un hombre de paz. La violencia es opuesta a la fe. Recordemos el discurso del Papa en Ratisbona, donde insistió en que la violencia es opuesta a la razón, y como Dios es la suprema Razón, una Razón creadora, la violencia es algo que se opone directamente a Dios. No puede tener justificación, y menos apelando a Dios. Otra cosa es la legítima defensa ante un injusto agresor.
El cristiano —no obstante estas “ventajas”— no se considera “mejor” que los demás: él también tiene mucho que aprender y mejorar, porque no siempre se porta como debería esperarse de un creyente. Pero en este caso su mal comportamiento no se deberá a ser cristiano, sino más bien, precisamente a ser poco cristiano. Como tal, debe reconocer sus errores o sus faltas, y debe rectificar y comenzar de nuevo. También para esta necesidad de mejora continua es muy útil la fe.
No he agotado las “ventajas” de la fe, pero las recordadas pueden ayudar a ver mejor para que “sirve” ser creyente y, concretamente, cristiano.