La primera vez (…) tuve la íntima sensación de que era sencillamente “el Padre”
Yo me atrevería a decir que por encima de sus títulos y curriculum impresionante −que nunca exhibió ni hizo pesar− destacó su sencilla humildad, ejercida primero como el hijo y colaborador más efectivo del fundador, y después como padre de todo el Opus Dei
Todavía vivimos muchas personas que hemos conocido a Álvaro del Portillo, primer sucesor de san Josemaría al frente del Opus Dei. A él le correspondió concluir una tarea aparentemente inacabada del fundador: la aplicación de una norma jurídica que expresase adecuadamente lo que esta institución es, una de las estructuras jurisdiccionales de las que se dota la Iglesia, con un prelado a la cabeza, un presbiterio de sacerdotes seculares y pueblo fiel compuesto de mujeres y hombres que son cristianos corrientes. He afirmado que el fundador dejó aparentemente inacabada esa tarea, porque las prelaturas personales ya las había creado el Concilio Vaticano II, pero esperaba el prudente momento para solicitar la erección del Opus Dei como tal.
También recayó sobre él la no menos importante labor de continuar fiel y dinámicamente −fidelidad no es esclerotizar− la obra que Dios había hecho ver a san Josemaría el ya lejano 2 de octubre de 1928. Se lanzó sin medios, pero con una fe gigante a extender esa labor por muchos nuevos países de los cinco continentes, impulsó la santidad y el apostolado personales de todos los miembros, porque esa es la tarea genuina de la Prelatura, a la vez que promovía una gran cantidad de obras asistenciales y educativas −estas, de un modo muy preferente entre los más necesitados−, impulsó escuelas de formación para la mujer, viajó por el ancho mundo para alentar a sus hijas e hijos espirituales haciendo centenares de miles de kilómetros, estimuló la creación de universidades y centros de investigación, a la vez que trabajaba en multitud de tareas encomendadas en la Curia romana. Y no le fue ajeno ningún sufrimiento humano.
Pero yo me atrevería a decir que por encima de sus títulos y curriculum impresionante −que nunca exhibió ni hizo pesar− destacó su sencilla humildad, ejercida primero como el hijo y colaborador más efectivo del fundador, y después como padre de todo el Opus Dei. La primera vez que lo vi ejerciendo esta misión fue en Madrid, entre una multitud de personas, pero tuve la íntima sensación de que era sencillamente el Padre, tanto que alguna persona afirmó que quien había fallecido era Álvaro del Portillo. Aún de modo más personal, tuve la misma impresión cuando volví a Roma siendo ya sacerdote, al poco tiempo de morir san Josemaría. Había llevado a don Álvaro muchas veces en coche −siempre sentado al lado del conductor− y, al darme un abrazo, exclamó: «¡mi viejo chófer!, pero ahora mi hijo que es mucho más importante».
Y en verdad lo era: vivió aquellos años con la profunda convicción de que estaba en la tierra sencillamente para ser el padre de esa familia que es la Obra, con un aire de hogar cristiano normal, tal cual Dios lo quiso. San Josemaría había dicho con su claridad proverbial: el día que algo de vuestros hermanos os resulte indiferente, habéis matado el Opus Dei. Y don Álvaro, como también su sucesor, se ocupa constantemente de que sea así. Si viviendo una absoluta libertad en tantos temas que la Iglesia considera opinables, algún día no se pudiera decir de nosotros lo que se afirmó de los primeros cristianos −mirad cómo se aman− habríamos emprendido la senda del descamino. Ahora hay un beato más en el cielo intercediendo para que no suceda jamás.