Homilía de la Misa en Santa Marta
La humildad salva al hombre a los ojos de Dios, la soberbia lo pierde. La clave está en el corazón. El del humilde es abierto, sabe arrepentirse, aceptar una corrección y se fía de Dios. El del soberbio es justo lo opuesto: arrogante, cerrado, no tiene vergüenza, es impermeable a la voz de Dios. El texto del profeta Sofonías y el del Evangelio sugieren una reflexión en paralelo. Ambos textos hablan de un juicio del que dependen la salvación y la condena.
La situación descrita por el profeta Sofonías es la de una ciudad rebelde, en la que sin embargo hay un grupo que se arrepiente de sus pecados: ese es el pueblo de Dios que tiene en sí las tres características de humildad, pobreza, confianza en el Señor. Pero en la ciudad también están los que no aceptaron la corrección ni confiaron en el Señor. A ellos les tocará la condena. No pueden recibir la salvación. Están cerrados a la salvación. ‘Dejaré en medio de ti un pueblo humilde y pobre; confiará en el nombre del Señor’, toda la vida. Y eso hasta hoy. Cuando vemos al santo pueblo de Dios que es humilde, que tiene sus riquezas en la fe en el Señor, en la confianza en el Señor —el pueblo humilde y pobre que confía en el Señor—, esos son los que se salvan, ese es el camino de la Iglesia. Hay que ir por ese camino, no por el que no escucha la voz, ni acepta la corrección, ni confía en el Señor.
La escena del Evangelio es la del contraste entre los dos hijos invitados por el padre a trabajar en la viña. El primero rechaza pero luego se arrepiente y va, el segundo dice que sí al padre pero en realidad lo engaña. Jesús cuenta esta historia a los jefes del pueblo afirmando con claridad que son ellos los que no quisieron escuchar la voz de Dios a través de Juan y que, por eso en el Reino de los cielos, serán superados por publicanos y meretrices, que sí creyeron en Juan. El escándalo provocado por esta última afirmación es idéntico al de tantos cristianos que se sienten “puros” solo porque van a Misa y comulgan. Pero Dios necesita más. Si tu corazón no está arrepentido, si no escuchas al Señor, si no aceptas la corrección y no confías en Él, tienes un corazón no arrepentido. Y esos hipócritas que se escandalizan de lo que dice Jesús sobre publicanos y meretrices, pero que luego iban a ellos a escondidas para desfogar sus pasiones o para hacer negocios —pero todo a escondidas— ¡eran puros! Y a esos el Señor no los quiere.
Este juicio nos de esperanza. Con tal de que se tenga el valor de abrir el corazón a Dios sin reservas, dándole hasta la lista de los propios pecados. Acordaos de la historia de aquel santo que pensaba haber dado todo al Señor, con extrema generosidad. Escuchaba al Señor, actuaba siempre según su voluntad, pero el Señor le dijo: Todavía hay una cosa que no me has dado. Y el pobre era tan bueno que dice: ¿Señor, qué es lo que no te he dado? Te he dado mi vida, trabajo para los pobres, doy catequesis, trabajo aquí, trabajo allá… Pues algo aún no me has dado. ¿Qué, Señor? Tus pecados. Cuando seamos capaces de decir: Señor, estos son mis pecados —no son de aquel, o del otro, sino míos…, son los míos. Cógelos tú y yo seré salvado—, cuando seamos capaces de hacer eso, entonces seremos ese buen pueblo, pueblo humilde y pobre, que confía en el nombre del Señor. Que el Señor nos conceda esta gracia.