Para mí, leer a Jorge, muchos días significaba ofrecer un mal rato, un sufrimiento menor, renunciar a un capricho innecesario, esbozar una sonrisa en lugar de perpetrar un ladrido, abrir los ojos ante la gratuidad de lo verdaderamente importante
Caldo de cultivo de nuestra estridente insignificancia, las redes sociales son, por lo general, eco y espejo de nuestras miserias. Pero hay veces en que lo son también de nuestras pequeñas grandezas. Jorge Ribera ha sido maestro de lo segundo.
A Jorge lo conocí de casualidad −o quizá no− navegando por las procelosas aguas de Twitter, donde recalé un día en un perfil, @suitedelresort, suficientemente potente como para hacer que me detuviera, entre admirada y conmovida. Desde su cuenta “Aislado en mi suite”, Jorge se definía: “Smile Soldier. Aquí voy relatando lo que me va pasando en mi aislada estancia, día a día, en la Suite del grandísimo Hospital-Resort La Fe de Valencia”. Desde allí, tirando de humor y redaños, Jorge iba contando y poniéndonos en danza. Cada vez que los embates de la leucemia le dejaban, entre punción lumbar y aspirado de médula, Jorge, que ante todo era hombre de fe, nos invitaba a rezar (él decía “mandar refuerzos”, “duplicar la artillería” o “presionar al Jefe”) no solo por él, sino por infinitos casos de compañeros de hospital, amigos o conocidos sufrientes que en aquel momento necesitaban de apoyo. Siguiendo la estela del inmenso Pablo Ráez, pedía también donaciones de médula; pero Jorge hacía, además, la lectura trascendente.
Así, día tras día, año tras año, se fue tejiendo una invisible red de apoyo y oración que partía desde aquella suite: los Smile Soldiers, el ejército de los orantes online, atentos a cada petición que salía del capitán. Cuando la leucemia comenzó a ganar terreno y la perseverancia de Jorge se resintió, los mensajes ya no llegaban “de su puño y letra”, sino de mano de su madre, que se convirtió en la voz del hijo que se iba apagando, y de algún familiar que nos hacía llegar, generosamente, los partes médicos. Las peticiones de oración se incrementaban. Un día tras otro, hora tras hora, desde todos los rincones del mundo, se pedía el milagro, YA Y PARA SIEMPRE. Cuando en el hospital vieron que médicamente era imposible hacer nada más y que el cáncer estaba demasiado extendido, Jorge volvió a casa, envuelto en los cuidados paliativos de un fabuloso equipo. Arropado por su familia, falleció el pasado 29 de febrero, a los 24 años, después de más de diez de lucha contra la leucemia e incontables padecimientos.
El milagro no llegó.
O quizá sí.
A los que no crean en el poder de la oración, y para los que todo este asunto, más allá de la compasión, la autocomplacencia y el propio beneficio psicológico, les parezca una moñez, diré que los comprendo. Visto desde fuera, resulta difícil asumir la utilidad de lo invisible, la trascendencia de lo aparentemente estéril. Pero también diré algo más: no hubo milagro para Jorge Ribera, el milagro fue Jorge Ribera. Jorge nos puso a rezar. Nos removió hasta lograr lo que hasta entonces no habían logrado remover otros motores. Y esa oración quizá no salvó su vida, pero sí nos salvó a nosotros. El beneficio de un avemaría desgranada, un padrenuestro, una oración de intercesión queda a Dios Nuestro Señor dirigirlo conforme a su santa y tantas veces inexplicable voluntad. Pero también repercute −y eso lo sabe bien quien la frecuenta− en quien la dice. Para mí, leer a Jorge, muchos días significaba ofrecer un mal rato, un sufrimiento menor, renunciar a un capricho innecesario, esbozar una sonrisa en lugar de perpetrar un ladrido, abrir los ojos ante la gratuidad de lo verdaderamente importante. Para mí, los vídeos de Jorge eran la medicación invisible contra la angustia del mal inexistente, la transformación de la preocupación en agradecimiento, de la pereza en esfuerzo, de la comodidad en ejercicio de la voluntad. Recordar a Jorge era también apartar el móvil para mirar a los ojos a mis hijos, llamar a mis padres, agradecer a mi esposo, escribir a mis amigos, lanzar un propósito al Cielo. Me consta que, gracias a Jorge, el sentir general es “él me ha hecho mejor persona”. ¿Cabe mayor utilidad, mayor sentido para el sufrimiento? Desde una cama de hospital, Jorge ha sido más útil a los ojos de Dios que todas las campañas de concienciación del último lustro. ¿Cabe mayor milagro?
El don de la fe no es ningún seguro de vida pero sí permite el abandono, la confianza ciega, en que el Creador, que es Padre, sabe más. ¿Certeza? Ninguna. Igual que no la tuvo Jorge, que quería curarse, pero aceptó la enfermedad con serenidad, con abandono total en Dios y sin perder nunca la sonrisa. En sus ensayos, el filósofo alemán Schiller habla de que la dignidad es la serenidad en el padecer, y que un alma bella se comporta según el modelo humano, pero un alma sublime va más allá, porque es capaz de contradecirse a sí misma y sobreponerse. El alma sublime no ve la vida como a ella le viene bien, sino que se pregunta qué es lo que hace falta en realidad, qué es necesario hacer, y en consecuencia, actúa. La posibilidad de que la muerte no sea una falta de libertad llega sólo si el hombre entiende que esa muerte es “útil”, es decir, que tiene un sentido, y entonces la acepta voluntariamente. Esa aceptación es el mayor acto de libertad.
Tengo la sensación de que Schiller hablaba de Jorge Ribera.
Por las redes sociales me consta que siguen circulando varias decenas de almas sublimes que, postradas y acosadas por las más diversas enfermedades, logran volver fecundo el sufrimiento aparentemente más estéril. A todos ellos, gracias por su coraje, por su ejemplo diario, por su gran humanidad.
Y a Ti, Señor, gracias por la vida de Jorge Ribera, que pasó haciendo el bien, que nos ayudó a ser mejores, y que desde el sábado ocupa −estoy segura− ya y para siempre, la mejor suite de tu resort.