El Papa ha recordado en la Audiencia general la elección de Mateo, uno de los doce apóstoles
Queridos hermanos y hermanas:
Hemos escuchado la narración evangélica de la llamada de Mateo. Por ser publicano, es decir, un recaudador de impuestos en nombre del imperio romano, era considerado por los fariseos un pecador público. Jesús, en cambio, invita a Mateo a seguirlo, y comparte su mesa con publicanos y pecadores, ofreciendo también a ellos la posibilidad de ser sus discípulos.
Con estos gestos, les indica que no mira a su pasado, a su condición social o a los convencionalismos exteriores, sino que los acoge con sencillez y les abre un futuro. Esta actitud de Jesús vale también para cada uno de nosotros: ser cristianos no nos hace impecables. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana es, pues, una escuela de humildad que se abre a la gracia, en la que se aprende a ver a nuestros hermanos a la luz del amor y de la misericordia del Padre.
Nos reconforta contemplar a Jesús que no excluye a nadie. Él es el buen médico que se compadece de nuestras enfermedades. No hay ninguna que él no pueda curar. Nos libra del miedo, de la muerte y del demonio. Nos hace sus comensales, ofreciéndonos la salvación en la doble mesa de la Palabra y de la Eucaristía. Estas son las medicinas con las que el Divino Maestro nos nutre, nos transforma y nos redime.
Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, en particular a los grupos provenientes de España y Latinoamérica. Que el Señor Jesús nos alcance la gracia de mirar siempre a los demás con benevolencia y a reconocerlos como invitados a la mesa del Señor, porque todos, sin excepción, tenemos necesidad de experimentar y de nutrirnos de su misericordia, que es fuente de la que brota nuestra salvación. Muchas gracias. Muchas gracias.
Hemos escuchado el evangelio de la vocación de Mateo (cfr. Mt 9,9-13). Mateo era un publicano, es decir un recaudador de impuestos a cuenta del Imperio romano, y por eso era considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirle y ser su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cenar a su casa, con sus discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús porque estos comparten mesa con publicanos y pecadores. ¡Pero tú no puedes ir a casa de esa gente!, les decían.
En efecto, Jesús no los aleja, es más, frecuenta sus casas y se sienta a su lado; eso significa que también ellos pueden llegar a ser sus discípulos. Y es igualmente cierto que ser cristianos no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros confía en la gracia del Señor, a pesar de sus propios pecados. Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, su condición social, sus convenciones exteriores, sino que más bien les abre un nuevo futuro.
Una vez escuché un bonito dicho: No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro. Es bonito, y es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado ni pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con corazón humilde y sincero. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. Así pues, la vita cristiana es escuela de humildad que nos abre a la gracia. Dicho comportamiento no lo comprende quien tiene la presunción de creerse justo y de creerse mejor que los demás. Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación; es más, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y actuar con misericordia. Son un muro: la soberbia, el orgullo… Son un muro que impide el trato con Dios.
Sin embargo, la misión de Jesús es precisamente esa: venir en busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirle con amor. Lo dice claramente: No tienen necesidad de médico los sanos sino los enfermos (Mt 9,12). Jesús se presenta como un buen médico. Anuncia el Reino de Dios, y las señales de su venida son evidentes: cura las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Ante Jesús ningún pecador queda excluido −¡ningún pecador queda excluido!− porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedad que no pueda ser curada; y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos cure.
Llamando a los pecadores a su mesa, les cura devolviéndoles la vocación que creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: Preparará el Señor de los ejércitos para todos los pueblos, en este monte, un banquete de deliciosas viandas, un banquete de vinos excelentes, de alimentos suculentos, de vinos refinados. Y se dirá en aquel día: He aquí a nuestro Dios; en Él hemos esperado para que nos salvase. Este es el Señor en quien hemos esperado; alegrémonos, exultemos por su salvación (25,6-9), así dice Isaías.
Si los fariseos ven en los invitados solo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús al contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios. De este modo, sentarse a la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana, la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y está la mesa de la Eucaristía (cfr. Dei Verbum, 21). Esos son los fármacos con los que el Médico Divino nos cura y nos alimenta. Con el primero −la Palabra− se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los publicanos, las prostitutas… ¡No, no tenía miedo, los amaba a todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, opera en profundidad para liberarnos del mal que anida en nuestra vida.
A veces, esa Palabra es dolorosa porque incide en las hipocresías, desenmascara las falsas excusas, saca a la luz las verdades escondidas; pero al mismo tempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un precioso reconstituyente en nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre con la misma vida de Jesús y, como un potentísimo remedio, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nos nutrimos con el Cuerpo y la Sangre de Jesús; a pesar de ello, viniendo a nosotros, es Jesús quien nos une a su Cuerpo.
Concluyendo el diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6,6): Id y aprended qué quiere decir misericordia quiero y no sacrificio (Mt 9,13). Dirigiéndose al pueblo de Israel, el profeta le reprocha que las oraciones que elevaban eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad de fachada, sin vivir en profundidad el mandato del Señor. Por eso el profeta insiste: Misericordia quiero, es decir, la lealtad de un corazón que reconoce sus pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. Y no sacrificio: ¡sin un corazón arrepentido, cualquier acción religiosa es ineficaz!
Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir mesa con publicanos y pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por tanto, de una curación; non ponían en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la Ley, demostraban no conocer el corazón de Dios. Es como si te regalasen un paquete con un regalo dentro y tú, en vez de ir a buscar el regalo, miras solo el papel en el que está envuelto: solo las apariencias, las formas, y no el núcleo de la gracia, del don que viene dado.
Queridos hermanos y hermanas, todos estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación a sentarnos junto a Él con sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos nuestro comensal. Todos somos discípulos que necesitamos experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Todos necesitamos nutrirnos de la misericordia de Dios, porque de esa fuente mana nuestra salvación. Gracias.
Fuente: romereports.com / vatican.va,
Traducción de Luis Montoya.
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