Un amor apasionado que da la vida para conseguirnos esa existencia eterna que no hay modo de explicar
Las Provincias
Un amor apasionado por los humanos, que comenzó a mostrar en la creación, que se hizo amabilísimo cuando se encarnó para ser uno de nosotros y que da la vida para conseguirnos esa existencia eterna que no hay modo de explicar
Cuando pasa el Nazareno / de la túnica morada, / con la frente ensangrentada, / la mirada del Dios bueno / y la soga al cuello echada, / el pecado me tortura, / las entrañas se me anegan / en torrentes de amargura, / y las lágrimas me ciegan, / y me hiere la ternura…
Para muchos, la Semana Santa continúa siendo ingenua y sobria, como estos versos de Gabriel y Galán en la "La pedrada". Todo lo relativo a la fe cristiana es muy sencillo, aunque pueda presentarse como un alambicado sistema de creencias, mandamientos y ceremonias. Nuestra fe consiste en buscar, encontrar y amar a Cristo. Y lo que creemos y vivimos se ordena a ese fin. Por tal razón, los misterios celebrados y recordados en la Semana Santa tienen toda la sencilla grandeza de la pasión, muerte y resurrección de Jesús de Nazaret, la cúspide de la existencia terrena del Hombre-Dios entregada hasta el extremo por amor. El amor verdadero es sencillo, el humano y el divino, aunque éste adquiere una magnitud inefable.
Estas celebraciones santas no son simplemente una tradición cultural, ni un periodo de descanso, aunque también lo contengan. Pero un cristiano ha de entender más. Basta recordar dos o tres frases del Evangelio. San Juan, relatando la conversación de Jesús con Nicodemo, pone estas palabras en boca de Cristo: tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. ¿Encontraríamos algo semejante en nuestra historia? Un Dios que se hace hombre para entregar durísimamente su vida a alguien de quien no necesita nada. Además, como narra san Lucas, lo deseaba fervientemente: tengo que ser bautizado con un bautismo de sangre —afirma Jesús—, y ¡qué ansias tengo hasta que se lleve a cabo!
Vuelve a ser san Juan quien, para introducirnos en aquella noche de la Última Cena, pletórica de cariño, escribe: la víspera de la fiesta de la Pascua, como Jesús sabía que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin. Y les lavará los pies para enseñarles la grandeza de servir, les indicará que se amen los unos a los otros, se muestra como el Camino, la Verdad y la Vida... Y sobre todo, instituye la Eucaristía, anticipación sacramental de la Cruz, por la que transforma la violencia brutal en una acción de amor inenarrable al darnos su Cuerpo que entregará y la Sangre que derramará.
Luego vendrá la agonía en Getsemaní, su prendimiento, la burla de un juicio mentiroso, la cobardía de Pilatos, la durísima flagelación, coronación de espinas, el camino doloroso hacia el Calvario, su enclavamiento y muerte. Al tercer día su gloriosa resurrección. Un sucinto recuerdo de un amor apasionado por los humanos, que comenzó a mostrar en la creación, que se hizo amabilísimo cuando se encarnó para ser uno de nosotros y que da la vida para conseguirnos esa existencia eterna que no hay modo de explicar.
Algo de todo eso celebramos en Semana Santa. Para bien de todos, de los que tenemos la fe cristiana y de aquellos que aún no la tienen. Escribió san Pablo que Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad, esa verdad ante la que nos deja libres, sin imposiciones de ningún género, tal vez porque, como decía Teresa de Ávila, pensó que seríamos mejores servidores si lo hacíamos libremente. Tenemos mil maneras de vivir estos días: leyendo los pasajes del Nuevo testamento que narran estos hechos, pero leer orando, hablando con el Cristo que padece y muere; acudiendo al sacramento de la Penitencia, en el que se muestra la maravilla de un Dios que perdona todo porque ama inconmensurablemente. Participemos también en las ceremonias litúrgicas y en las procesiones convertidas en oración, en silencio o con la saeta, cantar del pueblo andaluz, que todas las primaveras anda buscando escaleras para subir a la cruz.
Tienen hondura esas frases de Machado que acabo de escribir: la Cruz de Cristo es un misterio, como también lo es que busquemos escaleras para subir a ella, algo que realizamos cada vez que damos sentido al dolor físico o moral, a las carencias, a la contradicción, al denuedo para buscar un empleo, a la angustia de los sin techo, al brío del trabajo, al hambre de pan y de Dios que tienen tantos, aunque muchos no sean muy conscientes de esta última penuria, y el esfuerzo consista en llevárselo amablemente, con el cariño del Cristo caminante que ha de ser todo cristiano.
«¡Qué hermosas esas cruces en la cumbre de los montes, en lo alto de los grandes monumentos... Pero la Cruz hay que insertarla también en las entrañas del mundo...: en el ruido de las fábricas y de los talleres, en el silencio de las bibliotecas, en el fragor de las calles, en la quietud de los campos, en la intimidad de las familias, en las asambleas, en los estadios...» (San Josemaría, Vía Crucis).