La celebración espiritual y material de la Navidad es lo propiamente humano, porque no podemos disociar nuestro cuerpo y nuestra alma
“Retumbe… la tierra y cuantos la habitan; aplaudan los ríos, aclamen los montes al Señor, que llega para regir la tierra” (Salmo 98)
Entre amigas, hay discusiones recurrentes, que visitamos una y otra vez. Nada grave y tampoco nada sobre lo que sea imprescindible alcanzar un acuerdo: que cuándo y cómo harán los niños la primera comunión, que si merece la pena tal electrodoméstico y otros temas parecidos. Tengo una amiga con la que, por estas fechas, suelo discutir acerca de las celebraciones navideñas. Ella dice que la Navidad ha sido arrasada por el consumismo y que hemos hecho de ella un festival de invierno donde el barullo de las fiestas, las luces y los regalos nos hace mirar a todas partes excepto a la pobreza del pesebre de Cristo. No le falta razón: para el mundo actual, la Navidad es muchas cosas antes que el Nacimiento del Niño Jesús.
Por ello, es una reacción piadosa y comprensible intentar vivir la Navidad con total sencillez, con la parquedad de aquel corral donde Dios nació, para que nada distraiga nuestro corazón ni nuestra mirada. Una vez leí que una familia incluso pidió a los Reyes Magos que no visitaran su casa por este motivo.
La Historia está cuajada de ejemplos de esta tensión entre el desmadre material y la pureza espiritual y me parece que ambos extremos son desordenados: el ser humano es la unión entre un cuerpo y un alma, ambos son necesarios para que seamos quiénes somos y ninguno es más importante que el otro. Así se ha entendido en Occidente desde Sócrates y en el mundo judeo-cristiano desde el Génesis. Pero, también desde el principio, ha habido materialistas que han dicho que somos sólo un cuerpo y gnósticos que han dicho que somos sólo un alma que carga apesadumbrada con un cuerpo.
Volviendo a la Navidad: creo que, cuando la sociedad ha perdido la noción de lo trascendente −cuando es materialista− puede tender al despilfarro consumista. Y, por el contrario, cuando alguien se descubre sobrecogido por el escándalo de la Encarnación, puede tender al rechazo de todo lo que es de este mundo. Esto ha sido muy habitual, por ejemplo, en el mundo protestante, sobre todo dentro del calvinismo. Pensemos en los puritanos, en los cuáqueros o en los amish.
No voy a proponer un punto medio, sino la integración de ambos extremos: si somos cuerpo y alma, debemos celebrar la Navidad con nuestro cuerpo y nuestra alma. Y eso quiere decir rezar y alabar a Dios en nuestro corazón y también celebrarlo materialmente, físicamente. Los hebreos debían de tener esto muy claro, porque todo el Libro de los salmos está lleno de esta idea: “Tengo siempre presente al Señor, […] por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa esperanzada”. Es decir, en Navidad, el gozo de la contemplación del misterio del Nacimiento de Jesús se transmite a nuestras entrañas, a nuestra carne. Porque nos maravilla que Dios ha nacido en un pobre portal, cantamos, bailamos y comemos para darle gloria.
La persona es una unidad de cuerpo y alma y por eso la alabanza se da en esas dos dimensiones: Estamos llamados a “aclamar la gloria y el poder del Señor”, pero también esperamos un banquete, la cabeza ungida con perfume y una copa que rebosa. A los justos, Dios les llenará el vientre y les vestirá de fiesta. Por ello, la celebración espiritual y material de la Navidad es lo propiamente humano, porque no podemos disociar nuestro cuerpo y nuestra alma. También por eso, cuando queremos a alguien, le abrazamos, le besamos, le agasajamos con comida y le acogemos en nuestra casa. El amor y el agradecimiento se expresan −aunque no solamente− en actos externos.
También dice el profeta Daniel que todo en la tierra ha de bendecir al Señor, incluso los vientos, los rayos, los montes, las fieras y los ganados. Y, por supuesto, los hijos de los hombres. Si hasta las piedras están llamadas a bendecir al Señor, ¿no lo habrán de estar también nuestros hogares? Aunque este año haya sido tan duro y tan triste, aunque hayamos perdido a alguien querido, aunque muchos no nos vayamos a poder reunir con nuestras familias… no dejemos de celebrar. Que, en esta Navidad, toda nuestra vida −nuestro tiempo y nuestro espacio− dé gloria al Señor: preparemos nuestro corazón y nuestra casa para darle gloria, pongamos un árbol, un belén, una mesa de fiesta, esmerémonos en la cocina, cantemos villancicos… todo, para darle gloria.
Teresa Pueyo es esposa y madre de seis. Profesora de universidad y casi doctora en Humanidades