Cuando la calidad de vida es el único criterio de juicio<br /><br />
L´Osservatore Romano
Hay que prestar mucha atención a colgar el cartel de “indigno” a quien, habiendo sobrevivido con la propia debilidad, todavía puede enseñar a pensar y posiblemente a vivir
El reciente caso de un médico acusado de haber practicado la eutanasia en siete de sus pacientes —matándolos a fin de “abreviar sus sufrimientos”— ha atizado el debate sobre la aplicación de la ley del final de la vida en Francia. Más allá de la gravedad de lo sucedido y tras algunas intervenciones de médicos y periodistas publicadas estos días por la prensa francesa, el hecho ofrece la posibilidad de una reflexión desde el exterior.
De las palabras dichas y escritas se desprenden con claridad al menos dos evidencias: el escaso conocimiento de los principios de la medicina paliativa y la tentación de considerar la vida más o menos digna de ser vivida según las características y capacidades visibles en una persona enferma o discapacitada.
Desde un servicio de urgencias de una ciudad francesa, un médico, en una entrevista publicada el 8 de septiembre en Le Monde, afirma que a menudo se presenta el dilema de aplicar o no los medios de soporte vital a pacientes en peligro de muerte y añade que «se suministra frecuentemente morfina para aliviar los sufrimientos del paciente». Esto —continúa— «probablemente acorta la vida, pero al menos el enfermo morirá con dignidad».
Una afirmación tal puede ser engañosa, pues induce a pensar que el enfermo en cuestión muere por la administración de morfina y no por la carente aplicación de medios de soporte vital. Esta confusión puede nacer sólo si no se tienen presentes los progresos de la medicina paliativa: si se suministran en dosis oportunas con intención de aliviar el sufrimiento y no de matar a la persona, los fármacos opiáceos no sólo no abrevian la vida, sino que pueden incluso prolongarla eliminado el estrés físico y psíquico derivado del sufrimiento.
Por eso la muerte digna no es la que provoca un médico que quiere abreviar la existencia del enfermo, sino aquella a la que se encamina el propio enfermo acompañado de quien, atendiéndole, tiene el único objetivo de aliviar sus sufrimientos, también con el uso de la morfina, según los principios éticos y científicos de la medicina paliativa.
Siempre en las columnas del diario francés y siempre de labios de un médico, esta vez una neuróloga de un gran hospital parisino, se recoge la siguiente frase, referida a la decisión de no reanimar a pacientes afectados de ataques vasculares cerebrales agudos y destinados tal vez a vivir con importante déficit físico o mental: «Se tiene conciencia de decidir sobre la vida o la muerte. Se plantea si la vida con tal discapacidad merece vivirse; si no es preferible la muerte». Sabedores de la situación extremadamente delicada y del séquito de sufrimientos que un evento así puede desencadenar en el enfermo y en sus familiares, en cambio hay que interrogarse a fondo acerca de la gravedad de afirmaciones como estas que hacen de la “calidad de vida” el supremo criterio de juicio.
El primer pensamiento se dirige a todas las familias cuya vida y dedicación —como afirmó Benedicto XVI el pasado 20 de agosto en la visita al instituto Fundación San José, de Madrid— «proclaman la grandeza a la que está llamado el hombre: compadecerse y acompañar por amor a quien sufre, como ha hecho Dios mismo».
Verdaderamente son muchas las personas que cuidan cada día —a costa de indecibles fatigas y moviéndose en una complicadísima jungla de obstáculos hasta burocráticos— a sus seres queridos, quienes, supervivientes de crisis de este tipo, ya no son como antes y se habrían transformado en “vidas no dignas de ser vividas”. Sin embargo hay que prestar mucha atención a colgar el cartel de “indigno” a quien, habiendo sobrevivido con la propia debilidad, todavía puede enseñar a pensar y posiblemente a vivir.