La misericordia de Dios hacia los hombres, a través de la Iglesia, se manifiesta ostensiblemente mediante del Sacramento de la Reconciliación
Cuando el pecador está sinceramente arrepentido de sus pecados y con un buen propósito de la enmienda, Dios le perdona, a través de este tribunal de misericordia. En los tribunales humanos al que se le halla culpable se le condena. En cambio en este tribunal divino al que reconoce su culpa se le perdona.
Cuando en un determinado ambiente escasean las Confesiones no es por falta de penitentes. Se ha dicho que hay una crisis de penitentes, pero no es verdad. Lo que quizás hay es una crisis de confesores porque los sacerdotes no están suficientemente asequibles para confesar a los fieles. El Papa Francisco les habla de sus responsabilidades: “Nunca me cansaré de insistir en que los confesores sean un verdadero signo de la misericordia del Padre. Ser confesores no se improvisa. Se llega a serlo cuando, ante todo, nos hacemos nosotros penitentes en busca de perdón. Nunca olvidemos que ser confesores significa participar de la misma misión de Jesús y ser signo concreto de la continuidad de un amor divino que perdona y que salva” (Papa Francisco, Bula Misericordiae vultus, n. 17).
Perdonar los pecados en nombre de Dios es una responsabilidad y un poder muy grande. El confesor es instrumento vivo de Jesucristo, y debe actuar en consecuencia: “Cada uno de nosotros ha recibido el don del Espíritu Santo para el perdón de los pecados, de esto somos responsables. Ninguno de nosotros es dueño del Sacramento, sino fiel servidor del perdón de Dios. Cada confesor deberá acoger a los fieles como el padre en la parábola del hijo pródigo: un padre que corre al encuentro del hijo no obstante hubiese dilapidado sus bienes. Los confesores están llamados a abrazar a ese hijo arrepentido que vuelve a casa y a manifestar la alegría por haberlo encontrado” (idem).
No es la Confesión instrumento de severidad ni de tortura espiritual: “No se cansarán de salir al encuentro también del otro hijo que se quedó afuera, incapaz de alegrarse, para explicarle que su juicio severo es injusto y no tiene ningún sentido ante la misericordia del Padre que no conoce confines. No harán preguntas impertinentes, sino como el padre de la parábola interrumpirán el discurso preparado por el hijo pródigo, porque serán capaces de percibir en el corazón de cada penitente la invocación de ayuda y la súplica de perdón. En fin, los confesores están llamados a ser siempre, en todas partes, en cada situación y a pesar de todo, el signo del primado de la misericordia” (idem).
No existe ningún pecado, por grave que sea, que Dios por medio de la Iglesia no pueda perdonar. El Papa Francisco hace un llamado, a la vez valiente y misericordioso, a los que se encuentran inmersos en la criminalidad: “La palabra del perdón pueda llegar a todos y la llamada a experimentar la misericordia no deje a ninguno indiferente. Mi invitación a la conversión se dirige con mayor insistencia a aquellas personas que se encuentran lejanas de la gracia de Dios debido a su conducta de vida. Pienso en modo particular en los hombres y mujeres que pertenecen a algún grupo criminal, cualquiera que éste sea. Por vuestro bien, os pido cambiar de vida. Os lo pido en el nombre del Hijo de Dios que si bien combate el pecado nunca rechaza a ningún pecador” (idem, n. 19).
Siempre existe la posibilidad de convertirse. No debemos desesperar de la salvación de nadie, eso sí, procurándole la ayuda de nuestra oración y de nuestra fraterna solidaridad, tan necesarias para la perspectiva cristiana. “No caigáis en la terrible trampa de pensar que la vida depende del dinero y que ante él todo el resto se vuelve carente de valor y dignidad. Es solo una ilusión. No llevamos el dinero con nosotros al más allá. El dinero no nos da la verdadera felicidad. La violencia usada para amasar fortunas que escurren sangre no convierte a nadie en poderoso ni inmortal. Para todos, tarde o temprano, llega el juicio de Dios al cual ninguno puede escapar” (idem).