Año 2009: Año paulino
La oraci
ónJosemaría Monforte
Conferencia cuaresmal en la Parroquia de san Josemaría Escrivá de Valencia, a las 20.00 del viernes 20 de enero de 2009
Introducci
Desde el Miércoles de Ceniza y durante toda la Cuaresma escuchamos y pronunciamos las palabras oración, ayuno y limosna. Estamos acostumbrados desde la niñez como cristianos a pensar en ellas como en obras piadosas y buenas que todos los bautizados hemos de procurar vivir en este tiempo de preparación a los misterios pascuales del Señor.
Tal modo de pensar es correcto, pero no completo. ¿Por qué? Pues porque la oración, la limosna y el ayuno requieren ser comprendidos más profundamente si queremos insertarlos más a fondo en nuestras vidas y no considerarlos como decía Juan Pablo II como «simples prácticas pasajeras, que exigen de nosotros sólo algo momentáneo o que sólo momentáneamente nos privan de algo» (Juan Pablo II, Catequesis, 14-II-1979).
El verdadero sentido y fuerza que tienen la oración, el ayuno y la limosna en el proceso de conversión a Dios es que nos hacen progresar en nuestra madurez espiritual. Ambas van unidas: nuestra maduración espiritual es fruto de la conversión a Dios; y también la conversión se realiza mediante la oración, ayuno y limosna, como medios para una maduración espiritual, un progreso interior.
La Cuaresma debe dejar una impronta fuerte e indeleble en nuestra vida. Debe renovar en nosotros la conciencia de nuestra unión con Jesucristo, quien nos hace ver la necesidad de la conversión y nos marca el camino para realizarla. La senda hacia la conversión pasa por la oración, el ayuno y la limosna.
Hoy vamos a comenzar por la oración, tratando de comprender en profundidad su significado. En los próximos días reflexionaremos también sobre el ayuno y la limosna. Las tres prácticas guardan una estrecha relación entre sí. Como escribía un Padre de la Iglesia: «Tres son, hermanos, los resortes que hacen que la fe se mantenga firme, la devoción sea constante, y la virtud permanente. Estos tres resortes son: la oración, el ayuno y la misericordia. Porque la oración llama, el ayuno intercede, la misericordia recibe. Oración, miericordia y ayuno constituyen una sola y única cosa, y se vitalizan recíprocamente. El ayuno, en efecto, es el alma de la oración, y la misericordia es la vida del ayuno. Que nadie trate de dividirlos, pues no pueden separarse. Quien posee uno solo de los tres, si al mismo tiempo no posee a los otros, no posee ninguno. Por tanto, quien ora, que ayune; quien ayuna, que se compadezca; que preste oídos a quien le suplica aquel que, al suplicar, desea que se le oiga, pues Dios presta oído a quien no cierra los suyos al que le suplica» (San Pedro Crisólogo Sermóbn 43; PL 52, 320. 322).
El consejo del ap
óstol PabloY además otra novedad para este año. Como estamos viviendo el año paulino que ha establecido Benedicto XVI, trataré de mostrar estos caminos de conversión y acercamiento a Dios a través de las enseñanzas de san Pablo. Tal novedad nos permite descubrir las raíces veterotestamentarias de estas prácticas que Jesús en el Nuevo Testamento aconsejó como sendas certeras en el encuentro con Dios. Saulo el fariseo que conocía muy bien la oracón, el ayuno y la limosna, va a vivirlas después de su encuentro con el Resucitado en el camino de Damasco de un modo nuevo, no con los ojos de Moisés, sino con los ojos de Cristo.
«"Orad constantemente" (1 Ts 5, 17), "dando gracias continuamente y por todo a Dios Padre, en nombre de Nuestro Señor Jesucristo" (Ef 5, 20), "siempre en oración y suplica, orando en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con perseverancia e intercediendo por todos los santos" (Ef 6, 18)."No nos ha sido prescrito trabajar, vigilar y ayunar constantemente; pero sí tenemos una ley que nos manda orar sin cesar" (Evagrio, cap. pract. 49). Este ardor incansable no puede venir más que del amor. Contra nuestra inercia y nuestra pereza, el combate de la oración es el del amor humilde, confiado y perseverante. Este amor abre nuestros corazones a tres evidencias de fe, luminosas y vivificantes:
Orar es siempre posible: El tiempo del cristiano es el de Cristo resucitado que está "con nosotros, todos los días" (Mt 28, 20), cualesquiera que sean las tempestades (cf Lc 8, 24). Nuestro tiempo está en las manos de Dios: Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina (San Juan Crisóstomo, ecl.2).
Orar es una necesidad vital: si no nos dejamos llevar por el Espíritu caemos en la esclavitud del pecado (cf Ga 5, 16-25). ¿Cómo puede el Espíritu Santo ser "vida nuestra", si nuestro corazón está lejos de él? Nada vale como la oración: hace posible lo que es imposible, fácil lo que es difícil. Es imposible que el hombre que ora pueda pecar (San Juan Crisóstomo, Anna 4, 5). Quien ora se salva ciertamente, quien no ora se condena ciertamente (San Alfonso María de Ligorio, mez.).
Oración y vida cristiana son inseparables porque se trata del mismo amor y de la misma renuncia que procede del amor. La misma conformidad filial y amorosa al designio de amor del Padre. La misma unión transformante en el Espíritu Santo que nos conforma cada vez más con Cristo Jesús. El mismo amor a todos los hombres, ese amor con el cual Jesús nos ha amado. "Todo lo que pidáis al Padre en mi Nombre os lo concederá. Lo que os mando es que os améis los unos a los otros" (Jn 15, 16-17). Ora continuamente el que une la oración a las obras y las obras a la oración. Sólo así podemos encontrar realizable el principio de la oración continua (Orígenes, or. 12)». (Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 2742-2745)
Cuando hacemos retiros o ejercicios espirituales, una de las meditaciones suele ser sobre la oración. Nos preguntamos no sólo por la cantidad, sino por la calidad de nuestra oración: con qué frecuencia rezamos y cómo dejamos que nuestra vida se deje configurar por la voluntad de Dios.
Nuestra oración puede ser de alabanza, de súplica, de acción de gracias, o también de obediencia en la fe, dejándonos llenar por Aquel que nos ama. Con cierta frecuencia oramos dando gracias a Dios por la vida, por las personas que conocemos, por su obra en nosotros. Pero, ¿damos gracias a Dios por el don de la fe? Seguro que conocemos a personas a las que les gustaría poder creer, pero no saben cómo. Personas que viven su relación con Dios como una tragedia a la que no saben dar una respuesta.
San Pablo dice en su Carta a los romanos que su intención era llegar a España. No lo sabemos con seguridad. Pero en cualquier caso podemos aventurar que el Evangelio efectivamente llegó hasta estas playas del Mediterráneo por medio de personas que, como Pablo, entendieron la llamada urgente a la misión. Dicho de otra forma, ¿agradecemos a Dios su amor por nosotros, que nos ha concedido no sólo poder vivir en su presencia, sino la gracia que supone el habernos revelado a su Hijo Jesús?
En el texto de los Hechos de los apóstoles, los sumos sacerdotes prohíben explícitamente anunciar «el nombre de ese». Ni siquiera pronuncian el nombre de Jesús, para que el desprecio sea mayor. Pero los apóstoles responden de forma magnífica: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres». Dicho de otra forma: si Dios nos ha concedido conocer a su Hijo, ¿cómo nos podemos callar? La fe se vive como don gratuito que nos reconcilia con el Dios de la Vida y del Amor, y no se puede vivir de otra manera. Cuando oramos no podemos olvidar a todas las personas, que generación tras generación, han transmitido en nuestra vida el don, maravilloso a la vez que sencillo, de la fe en Jesús el Señor: nuestros padres, nuestros catequistas, nuestros acompañantes en la fe...
El conocido libro El peregrino ruso se desarrolla tomando esta frase paulina orate sine intermissionecomo único argumento: ¿De verdad es posible rezar ininterrumpidamente? Es más, ¿es necesario? De una forma bella, el anónimo autor de esta obra nos va llevando por las estepas rusas de la mano de este peregrino que repite sin cesar: «Jesús, ten misericordia de mí».
Nosotros no sabemos a ciencia cierta qué quería decir san Pablo con esta afirmación. Podemos, al menos, rastrear otros textos en los que menciona la necesidad de la oración (aproximación externa desde sus escritos), pero podemos también argumentar desde su condición de «apóstol místico», desde el único centro que tenía, desde Cristo.
La oraci
ón en el Antiguo TestamentoY ¿cómo era la oración en los tiempos de la Antigua Ley? Lo resumimos con el Compendio del Catecismo:
«¿En qué sentido Abraham es un modelo de oración?.- Abraham es un modelo de oración porque camina en la presencia de Dios, le escucha y obedece. Su oración es un combate de la fe porque, aún en los momentos de prueba, él continúa creyendo que Dios es fiel. Aún más, después de recibir en su propia tienda la visita del Señor que le confía sus designios, Abraham se atreve a interceder con audaz confianza por los pecadores.
¿Cómo oraba Moisés? La oración de Moisés es modelo de la oración contemplativa: Dios, que llama a Moisés desde la zarza ardiente, conversa frecuente y largamente con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33, 11). De esta intimidad con Dios, Moisés saca la fuerza para interceder con tenacidad a favor del pueblo; su oración prefigura así la intercesión del único mediador, Cristo Jesús.
¿Qué relaciones tienen en el Antiguo Testamento el templo y el rey con la oración?.- A la sombra de la morada de Dios el Arca de la Alianza y más tarde el Templo se desarrolla la oración del Pueblo de Dios bajo la guía de sus pastores. Entre ellos, David es el rey «según el corazón de Dios» (cf Hch 13, 22), el pastor que ora por su pueblo. Su oración es un modelo para la oración del pueblo, puesto que es adhesión a la promesa divina, y confianza plena de amor, en Aquél que es el solo Rey y Señor.
¿Qué papel desempeña la oración en la misión de los Profetas?.- Los Profetas sacan de la oración luz y fuerza para exhortar al pueblo a la fe y a la conversión del corazón: entran en una gran intimidad con Dios c interceden por los hermanos, a quienes anuncian cuanto han visto y oído del Señor. Elías es el padre de los Profetas, de aquellos que buscan el Rostro de Dios. En el monte Carmelo, obtiene el retomo del pueblo a la fe gracias a la intervención de Dios, al que Elías suplicó así: «¡Respóndeme, Señor, respóndeme!» (IR 18, 37).
¿Cuál es la importancia de los Salmos en la oración? Los Salmos son el vértice de la oración en el Antiguo Testamento: la Palabra de Dios se convierte en oración del hombre. Indisociable-mente individual y comunitaria, esta oración, inspirada por el Espíritu Santo, canta las maravillas de Dios en la Creación y en la historia de la salvación. Cristo ha orado con los Salmos y los ha llevado a su cumplimiento. Por esto, siguen siendo un elemento esencial y permanente de la oración de la Iglesia, que se adaptan a los hombres de toda condición y tiempo» (Catecismo de la Iglesia Católica. Compendio, nn. 536-540).
Jes
ús como modelo de oraciónJesús no sólo es para los cristianos el gran modelo de oración, sino que Él mismo enseña a sus discípulos a orar y da a su Iglesia la oración que hasta el fin de los tiempos, como oración del Señor, será su más propia y genuina oración.
En efecto, Jesús de Nazaret en su largo y programático discurso del Sermón de la Montaña, refiere estos actos de piedad usual en las costumbres judías, pero purificándola con dos consejos muy prácticos: uno, evitando al rezar exhibirse o presumir delante de los hombres; y otro, el no emplear muchas palabras dando una importancia exagerada a la locuacidad (como era frecuente entre los gentiles):
«5Cuando oréis, no seáis como los hipócritas, que son amigos de orar puestos de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para exhibirse delante de los hombres; en verdad os digo que ya recibieron su recompensa. 6Tú, por el contrario, cuando te pogas a orar, entra en tu aposento y, cerrada la puerta, ora a tu Padre, que está en lo oculto; y tu Padre que ve en lo oculto, te recompensará. 7Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados. 8No seáis, pues, como ellos; porque bien sabe vuestro Padre de qué tenéis necesidad antes de que se lo pidáis».
Y termina enseñándoles una oración que resume todo lo que hemos de pedir al Padre del Cielo: «9Vosotros, pues, orad así: Padre nuestro, que estás en los Cielos, santificado sea tu Nombre; 10venga tu Reino; hágase tu voluntad así en la tierra como en el Cielo. 11El pan nuestro de cada día dánosle hoy; 12y perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros deudores; 13y no nos dejes caer en la tentación, mas líbranos del mal». Y añade como colofón: «14Pues si perdonáis a los hombres sus ofensas, también os perdonará vuestro Padre Celestial. 15Pero si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados» (Mt 6, 5-15).
El camino de la oración nos resulta más cercano y familiar que el ayuno y la limosna. Quizá comprendemos mejor que sin la oración es imposible convertirse a Dios y seguir al Señor Jesús; y que permanecer en unión con Él es senda de maduración espiritual. Seguro que entre los que ahora me oís tenéis una experiencia propia de la oración y que podéis hacer partícipes a los demás.
¿Como se aprende a rezar? Pues rezando. Así obró Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre: «y pasó la noche orando» (Lc 6,12); otro día «subió a un monte apartado a orar y, llegada la noche, estab allí sólo» (Mt 14,23). Antes de su Pasión y Muerte fue al Monte de los Olivos y animó a los Apóstoles a orar, y El mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustía, oraba más intensamente (cfr Lc 22,39-46). Sólo una vez, le preguntaron los apóstoles: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1), les dió el contenido más sencillo y profundo de su oración: el Padrenuestro.
La misma Transfiguración de Jesús fue una experiencia de oración (cfr Lc 9,28-29). La oración, de hecho, alcanza su culmen, y por ello se convierte en luz interior, cuando el espíritu del hombre se adhiere al de Dios y sus voluntades se funden, como formando una sola cosa. Junto con el ayuno y las obras de misericordia, la oración conforma la estructura que rige nuestra vida espiritual.
Rasgos de la oraci
ón cristianaOración y filiación divina. Con la novedad inaudita para su tiempo de llamar «Padre» a Dios, Cristo trae también la nueva relación filial para con Dios, el Padre celestial, y crea así la condición esencial para la oración propiamente cristiana. El cristiano no sólo puede llamar Padre a Dios, sino que se ha hecho hijo suyo (cf. Jn 3,1). Como hijo del Padre celestial puede pedirlo todo (Mc 11,24).
Pedir en el nombre de Jesús.- En el Evangelio de Juan, este modo de orar se llama oración «en el nombre» de Jesús (Jn 14,13s; 15,16; 16,23.26). Pedir en su nombre significa, por su mandato, según su voluntad, y también invocando su nombre o, uniendo las dos cosas, en tal unión con Él, como se describe en el capítulo 15 del Evangelio de Juan. Al mismo modo de orar se refiere el Señor cuando, en la conversación con la samaritana, habla de la adoración en espíritu y en verdad (Jn 4,23.24). Con esta expresión no ha de entenderse que la oración haya de hacerse en pura espiritualidad, es decir, con desprendimiento de todo lo material y como corresponde al verdadero conocimiento de Dios. Con ella se designa más bien aquel modo de adoración que sólo es posible a los hijos de Dios, es decir, a aquellos a quienes Cristo ha abierto el acceso a la realidad de Dios, a los que han nacido del Espíritu (cf. Jn 3,5). La adoración en espíritu y en verdad pudiera parafrasearse como adoración en unión con el espíritu de Dios, tal como fue dado por Cristo.
El apóstol Pablo señaladamente une la oración de los hijos de Dios con el Espíritu, por el que se concede la filiación divina al hombre. Parece cierto que Pablo piensa en la oración cuando dice: «El Espíritu mismo atestigua a nuestro espíritu que somos hijos de Dios» (Rom 8,16), y puede suponerse que alude el comienzo del padrenuestro cuando antes afirma: «Habéis recibido el espíritu de adopción, por elque gritamos: "Abba!, ¡padre!"» (Rom 8,15). Según Ga 4,6, es el Espíritu mismo de Dios quien grita en nosotros «¡padre!». Por si mismo, en efecto, el hombre no sabe cómo ha de orar debidamente a Dios. El Espíritu ayuda a su flaqueza e intercede por él con gemidos inefables (Rom 8,26). Pablo, pues, considera la oración cristiana como obra del Espíritu Santo, por lo cual está cierto de que es oída (Rom 8,27).
La oración en la Iglesia primitiva. De todos estos elementos se forma un cuadro de la oración cristiana, tal como se puede reconstruir de la oración real de la Iglesia primitiva, según el testimonio del libro de los Hechos, las cartas del NT y del Apocalipsis.
Por lo que atañe a lo exterior de la oración, la comunidad primitiva:
conserva las horas judías de orar: a la hora nona, Pedro y Juan suben al templo para orar (Hch 3,1); a la ora sexta, sube Pedro a orar a la terraza de la casa en que se hospeda (Hch 9,10).
Se ora, como siempre, en el templo y en las sinagogas, pero también se tienen reuniones en las casas cristianas para orar y celebrar en culto (Hch 2,42ss; cf. 4,43ss; 12,5).
Se ora de pie (Mc 11,25; cf. Lc 18,9-14) o de rodillas, como Jesús en Getsemani (Mc 14,35; Act 7,60; cf. 21,5).
Naturalmente, en la reunión litúrgica se ora en común (1 Cor 14,13ss; cf. Mt 18,19.20).
Resulta extraño que la oración de Pablo en sus cartas no recuerde los elementos fundamentales de la oración judía. Pareciera que la experiencia personal con Cristo y su posterior elaboración y sistematización hicieron que olvidara del todo la oración judía.
Al menos esto podemos deducir si buscamos en el vocabulario de sus cartas la palabra «sinagoga», que no aparece nunca, pero que sí lo hace en el libro de los Hechos (quince veces). En el epistolario paulino sí encontramos la palabra Iglesia, en dieciséis ocasiones, refiriéndose a la comunidad o comunidades, nunca al edificio, sencillamente porque ni este existía ni se podía pensar en que algún día existiera.
La confesión de fe judía el shemano posee dogmas de fe. Sin embargo, todos los judíos, cuando se acuestan y se levantan, confiesan que creen en un solo Dios, y piden que sólo a Él se le ame. Esta confesión de fe comienza de una forma curiosa: «Escucha». O, lo que es lo mismo, «atiende», «presta atención». La fe de Israel no sólo vive del reconocimiento de que Dios existe y de que es único, sino también de que se le debe amar con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas.
Tampoco aparece la referencia al Shema Israel, la oración fundamental de los judíos, en ninguna de las cartas de Pablo. Sin embargo, sí aparece en los evangelios sinópticos, si bien con alguna diferencia. En el evangelio de Marcos, un escriba experto en la ley de Moisés se acerca a Jesús porque le ha escuchado y ve que argumenta bien. Entonces le pregunta cuál es el primer mandamiento de la Ley. En los demás evangelios, la escena es la misma: se trata de un escriba de la Ley, un hombre joven, impresionado por las palabras de Jesús, que se acerca a él para preguntarle: Mc 12,29-30.
Desde los siglos anteriores al cristianismo, y coincidiendo con la restauración del segundo Templo de Jerusalén, los judíos recitan diariamente el Shema Israel. Se recita dos veces al día: durante el primer cuarto del día y después de la caída de la noche, siguiendo el mandato bíblico de decir la oración «al acostarte y al levantarte».
El Snema Israel se compone de tres textos bíblicos. El primero lo encontramos en Dt 6,4-9, el segundo en Dt 11,13-21; el tercero en Núm 15,37-41:
«Escucha, Israel:
El Se
ñor, nuestro Dios, es el único Señor.Ama al Se
ñor, tu Dios, con todo tu corazón,con toda tu alma y con todas tus fuerzas.
Graba sobre tu coraz
ón las palabras que yo te dicto hoy.Inc
úlcaselas a tus hijosy rep
íteselas cuando estés en casa,lo mismo que cuando est
és de viaje,acostado o levantado.
Á
tatelas a las manos para que te sirvan de señal,p
óntelas en la frente entre los ojos.Escr
íbelas en los postes de tu casay en tus puertas»
(Dt 6,4-9)Aunque se deba recitar dos veces al día de forma obligatoria, para el judaísmo no es propiamente una oración, sino una declaración de fe. Es una afirmación de la unicidad y unidad de Dios que recuerda las obligaciones del judío para con Él: Lc 10,27 y Mt 22,37.
Es más, Pablo recuerda en dos ocasiones el mandato de amar al prójimo escrito en la ley de Moisés, pero no lo relaciona con el Shema (Dt 6,4ss.), como hacen los evangelios de Mateo y Lucas. ¿Por qué?
Lv 19,18: «No serás vengativo, ni guardarás rencor hacia tus conciudadanos. Amarás al prójimo como a ti mismo: yo, el Señor»
Rm 13,19: «Porque: no cometerás adulterio, no matarás, no robarás, no codiciarás y cualquier otro mandamiento, todo se reduce a esto: amarás al prójimo como a ti mismo».
Ga 5,14: «Porque toda la Ley se resume en ese precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo»
La oraci
ón cristiana y la bendición y alabanzaEste apartado no pretende ser un compendio explicativo sobre la oración cristiana, pues deberíamos comentar el Padrenuestro y no es nuestro propósito en este trabajo. Sólo queremos destacar algunas actitudes fundamentales que encontramos en los escritos del Apóstol. Todas tienen que ver con la nueva actitud que promueve el Evangelio y constituye una invitación a situarse de forma nueva ante Dios y los hermanos.
«Bendecid, no maldigáis» (Rom 12,14). Es significativa esta exhortación, puesto que en el Nuevo Testamento desaparece el binomio «bendición-maldición» presente en el Antiguo Testamento. En el Antiguo Testamento, la «bendición-maldición» la encontramos, en primer lugar, en la llamada de Abrahán y en la propuesta que Dios mismo le hace: «Yo bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan. Por ti serán bendecidas todas las comunidades de la tierra» (Gén 12,2-3).
Aparece en la bendición de Isaac a Jacob: «Que los pueblos te sirvan y las naciones se inclinen ante ti. Sé señor de tus hermanos e inclínense ante ti los hijos de tu madre. Maldito sea el que te maldiga y bendito el que te bendiga» (Gén 27,29).
El recorrido de Israel por el desierto se mueve entre las dos promesas futuras antes de entrar en la Tierra prometida. «Cuando hayáis pasado el Jordán, se pondrán en el monte Garizín las tribus de Simeón, Leví. Judá, Isacar, José y Benjamín para pronunciar la bendición al pueblo. Las de Rubén, Gad, Aser, Zabulón, Dan.y Neftalí se pondrán en el monte Ebál para pronunciar la maldición al pueblo» (Dt 27,15).
En un tema muy bíblico, el de la elección entre dos formas de vida (posteriormente en el cristianismo se instará a elegir entre dos caminos), Dios le pide a su pueblo que tome una decisión. Advierte que una de ellas está unida a la vida, pero es el pueblo el que debe decidir: «Yo pongo hoy por testigos al cielo y la tierra; pongo delante de ti la vida y la muerte, la bendición y la maldición. Elige la vida, para que vivas tú y tu descendencia» (Dt 30,19).
Cuando llegamos al mensaje de Jesús, encontramos un nuevo sentido. Podemos citar dos textos con estas palabras. El primero es de Lucas; el otro, de Pablo. Incluso es posible establecer cierta correspondencia entre ellos: «Bendecid a los que os maldicen; orad por los que os calumnien» (Lc 6,28) y «Bendecid a los que os persiguen; bendecid, y no maldigáis» (Rm 12,14).
La oraci
ón y la lucha ascética«Vence el mal con el bien» (Rom 12,21). La ley de correspondencia que aplicamos espontáneamente en la vida dice: al mal que te hacen, devuélveles la misma moneda. «Ya me vendrá la pelota a mi campo», decimos. Sin embargo, recomendamos, al que te apoya o ayuda, favorécele. «Hoy por ti y mañana por mí». Esta ley no escrita que todos aplicamos en nuestra vida ordinaria, ya aparece en las Escrituras. El orante se queja ante Dios de que le devuelven «mal por bien» (Sal 109, 1-5).
Pablo, en virtud de la nueva vida cristiana, insiste en que el nacido en el bautismo debe vivir no conforme a las normas de correspondencia en el trato de este mundo, sino conforme al espíritu de bondad del Evangelio:
«No devolváis a nadie mal por mal. Procurad hacer el bien ante todos los hombres. En cuanto de vosotros depende, haced todo lo posible para vivir en paz con todo el mundo» (Rom 12,17).
Sin duda en la durísima ciudad de Roma, capital del Imperio, llena de esclavos y de señores, estas palabras resultarían llamativas: «No te dejes vencer por el mal; al contrario, vence el mal con el bien» (Rom 12,21).
Esta consigna no sólo está dirigida a la gran ciudad, sino también a las otras comunidades dispersas por el Mediterráneo. También a los habitantes de Tesalónica les pide el mismo comportamiento: «Procurad que nadie vuelva a otro mal por mal; tened siempre por meta el bien, tanto entre vosotros como para los demás» (1 Tes 5,15).
Si Pablo les pide a romanos y tesalonicenses que no se comporten como si fueran paganos, ¿qué nos diría a nosotros?
Oraci
ón y Gloria a Dios «con nombres propios»La oración cristiana, como la bíblica, es una alabanza a Dios por todas las maravillas que hizo en el pasado y que sigue haciendo hoy.
El pueblo de Israel no se cansa de cantar estas maravillas. Tanto en la experiencia de la salvación en el mar Rojo, cuando Dios les regala una libertad de forma gratuita:
«¿Quién igual a ti, Señor, entre los dioses? ¿Quién igual a ti, sublime en sabiduría, tremendo en gloria, autor de maravillas» (Éx 15,11);
Como en la fe confiada de los orantes que acuden al templo de Jerusalén:
«Venid y ved las proezas de Dios, las maravillas que ha hecho por los hombres» (Sal 66,5).
Las maravillas que hace Dios son motivo para bendecirlo:
«Bendito sea el Señor, Dios de Israel, el único que hace maravillas» (Sal 72,18). Y todo esto lo hace «por amor»: «Sólo Él ha hecho grandes maravillas, porque es eterno su amor» (Sal 136,4). A Dios pertenece la «gloria y el poder»: «Tuya es, Señor, la grandeza, el poder, el honor, la majestad y la gloria, pues todo cuanto hay en el cielo y en la tierra es tuyo» (l Crón 29,11), y todas las naciones están convocadas a su alabanza: «Familias de los pueblos, rendid ante el Señor, rendid ante el Señor la gloria y el poder» (Sal 96,7).
Pablo, fiel a la tradición bíblica, sabe que sólo a Dios se le puede rendir Gloria (dóxa) y honor. La novedad está en que esta sabiduría de Dios, y este honor que se le debe, se ha manifestado personalmente en Cristo.
Muchas veces, nuestros acompañantes espirituales nos recomiendan mencionar nombres de personas en nuestra oración. No se trata sólo de rezar de forma genérica: «Te pido por toda la humanidad», o te ruego «por todos los que sufren», que también es necesario. Pablo recuerda a personas concretas. Detrás de cada uno de ellos hay historias pequeñas, quizá poco importantes, pero que son grandes para Dios. Pablo no tiene ningún reparo en ir deslabazando nombres en sus cartas, como si de un rosario de historias personales se tratara.
«El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial. A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén. Saluda a Prisca y Áquila, ya la familia de Onesíforo. Erasto se quedó en Corinto. A Trófimo lo dejé enfermo en Mileto. Ven antes del invierno. Te saludan Eubulo, Pudente, Lino, Claudia y todos los hermanos. Que Jesús, el Señor, esté contigo. Que la gracia esté con vosotros» (2 Tim 4,19).
Las doxolog
ías paulinasA Dios se le alaba, se le bendice y se le da gloria (dóxa). La oración de bendición es bien conocida en el mundo hebreo, por lo cual no debería extrañamos que Pablo la use con frecuencia. Pero Pablo no sólo alaba a Dios, sino que alaba al Padre por el Hijo, por Jesucristo.
Pablo alaba al Dios creador: «Porque de Él y por Él y para Él son todas las cosas. A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 11,36).
Pablo alaba a Dios, cuya sabiduría se nos ha revelado plenamente en Jesucristo: «A Dios, el único sabio, por medio de Jesucristo, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Rom 16,27).
Pablo alaba al Dios Único y Padre, cuya voluntad es que toda la humanidad se salve: «Al rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, honor y gloria por los siglos de los siglos. Amén» (l Tim 1,17).
Pablo alaba a Dios por los siglos: «A Dios, Padre nuestro, la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Flp 4,20). «Os deseamos la gracia y la paz de Dios nuestro Padre y de Jesucristo nuestro Señor, que se entregó a sí mismo por nuestros pecados para sacamos de este mundo perverso, conforme a la voluntad de nuestro Dios y Padre, a quien sea la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (Ga 1,3-5). «El Señor me librará de todo mal y me dará la salvación en su reino celestial. A Él la gloria por los siglos de los siglos. Amén» (2Tim 4,18).
Despedida mariana
«Queridos hermanos y hermanas, os exhorto a encontrar en este tiempo de Cuaresma momentos prolongados de silencio, si es posible de retiro, para revisar la propia vida a la luz del designio de amor del Padre celestial. Dejaos guiar en esta escucha más intensa de Dios por la Virgen María, maestra y modelo de oración. También Ella, en la profunda oscuridad de la Pasión de Cristo, no perdió sino que custodió en su espíritu la luz del Hijo divino. ¡Por este motivo, la invoquemos como Maestra de la confianza y de la esperanza!» (Benedicto XVI, Angelus, 8-III-2009).
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