Una homilía no es un tratado teológico, sin embargo, cuando ésta es pronunciada por quien ha tenido gran conocimiento de la teología y una honda experiencia espiritual que ilumina de modo vivo algún aspecto de la vida cristiana o de la vida de la Iglesia, no es infrecuente que contenga una penetración intuitiva en las verdades de la fe y en el espíritu del evangelio que ofrezca un modo de entender que anima a la reflexión teológica aunque ésta no fuese la intención del autor. Este es el caso de san Josemaría Escrivá.
El fundador del Opus Dei tuvo una experiencia espiritual por la que comprendió con especial hondura qué significa ser hijo de Dios [1]. Percibió así cómo la conciencia de la filiación divina ilumina todos los aspectos de la vida humana, haciendo referencia directa a la capacidad que tiene el hombre de reconocer su identidad como hijo de Dios y, por tanto, al sentido de su libertad.
El 10-IV-1956 san Josemaría pronuncia una homilía que después se publicará con el título La libertad, don de Dios [2], singular expresión de su meditación sobre la doctrina paulina acerca de la libertad y el pecado. Las afirmaciones que fundamentan su exposición son las siguientes. La libertad es entendida, en su sentido radical, como la capacidad que Dios otorga al hombre de tomar posición ante Él. Como consecuencia inmediata se pone de relieve que sólo desde la fe se alcanza el pleno sentido de la libertad. Por último, se afirma que la voluntad de Dios para el hombre, incluso cuando aparece bajo el signo del dolor, es su libertad.
La libertad como posición del hombre ante Dios
Dios ha creado al hombre. Esta es la verdad que funda la existencia humana. Una verdad de carácter metafísico que señala la radical dependencia que el hombre tiene respecto al Creador. Este es el modo de la existencia humana, haber tenido origen en la libertad de Dios. «En todos los misterios de nuestra fe católica aletea ese canto a la libertad. La Trinidad Beatísima saca de la nada el mundo y el hombre, en un libre derroche de amor» [3].
Tanto hay en Dios de libertad como de amor. Y lo mismo en el hombre —salvo por la inclinación al pecado—, creado a su imagen y semejanza. Crea Dios libre al hombre, para que sea capaz de amar: «Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres» [4].
Por esta razón la libertad es un don que engrandece al hombre, pues le sitúa en el plano de la relación personal con Dios, lo realiza como «persona», le llama a ser hijo. Pero, sobre todo, este don habla de la grandeza de Dios, que abre una puerta hacia Él al regalar al hombre la libertad. Por eso la libertad se debe recibir como un don que mueve al agradecimiento. «Vuelvo a levantar mi corazón en acción de gracias
a mi Dios, a mi Señor, porque nada le impedía habernos creados impecables, con un impulso irresistible hacia el bien, pero juzgó que serían mejores sus servidores si libremente le servían. ¡Qué grande es el amor, la misericordia de nuestro Padre!» [5].
La libertad es don, esto es, regalo de Dios que no quiere forzar el amor de la criatura. Pero si la libertad es don, sólo permanece como tal, con su verdadero significado, cuando el hombre es capaz de reconocer su propia verdad: «La verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre (...). El que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más íntima, y carece en su actuación del dominio y del señorío propios de los que aman al Señor por encima de todas las cosas» [6]. Se abre el hombre a la conciencia de una existencia en la que todo es don. Entiende la existencia como algo recibido —no puede ser de otro modo para el hombre— y como posibilidad de donarse libremente. Esta verdad de ser hijo y no sólo criatura, introduce al hombre dentro de una paradoja llena de sentido: sólo puede ser libre reconociendo su dependencia. Sólo puede cumplir su verdad más íntima, alcanzar la plenitud de su identidad, si libremente se reconoce hijo. ¿Cómo es esto posible?, ¿cómo se percibe y acontece?
En el origen del mundo, cuando éste todavía era el Paraíso, el hombre estaba en comunión inmediata con Dios, podía reconocer sin dificultad su condición de hijo. Este reconocimiento no significaba otra cosa que saber con verdad quién es Dios y quién es el hombre, entender el modo adecuado de su relación, agradecer el don recibido y confesar la legitimidad de la dependencia como verdad de su relación con el Creador, tenerse el hombre a sí mismo en lo que es y mostrar su agradecimiento. Se trataba de un profundo reconocimiento de su filiación, que queda oscurecido después del pecado. El pecado consistió en querer dejar de saberse imagen para querer ser origen, significó la pérdida del Paraíso, de la comunión inmediata con Dios. Desde entonces la inteligencia y la voluntad, heridas en su propia capacidad, se resisten a aceptar una dependencia que parece imponerse desde fuera.
Ahora bien, aceptar la dependencia de Dios no constituye una opción extrínseca a la persona, una elección posterior a su existencia, sino rendir tributo a la propia verdad, a la verdad de haberme recibido, y por esta razón se puede aceptar en un contexto de agradecimiento. Es propio de la naturaleza humana corresponder espontáneamente con amor al que ama ¿y no es la entrega de la propia existencia —no esclavizada— una manifestación clara de amor? Sin embargo, después del pecado la dependencia de Dios queda de tal modo desdibujada que ya no se percibe de modo inmediato su sentido de amistad o filiación. Por eso el hombre busca —debe buscar— el sentido de su libertad.
Escoger la vida
El hombre ha sido creado de tal modo que puede dar libremente gloria a Dios. Reconocer su verdad en su condición de imagen, ahí reside su dignidad: el hombre es la única criatura —junto al ángel— capaz de amar a Dios. «Las criaturas todas han sido sacadas de la nada por Dios y para Dios (...). Pero, en medio de esta maravillosa variedad, sólo nosotros los hombres —no hablo aquí de los ángeles— nos unimos al Creador por el ejercicio de nuestra libertad: podemos rendir o negar al Señor la gloria que le corresponde como Autor de todo lo que existe. Esta posibilidad compone el claroscuro de la libertad humana» [7].
El hombre demuestra su amor en la obediencia, en el sometimiento, al amor divino que manifiesta su voluntad a modo de invitación. Son tres los ejemplos que señala san Josemaría: el joven rico, María y Cristo. Los tres son significativos acerca del modo en que se relacionan vocación —voluntad de Dios— e identidad —cumplimiento—.
El joven rico, afirma Josemaría Escrivá, «perdió la alegría porque se negó a entregar su libertad a Dios» [8]. ¿Cuál es el motivo de una tristeza tan profunda? Su falta no consistió en negar a Dios una cosa concreta sino que radica en que no supo «escoger la vida», decidirse por Dios.
La Virgen pronuncia su fiat como inicio del cumplimiento de una voluntad de Dios a la que es fiel hasta llegar al Calvario pero cuyo sentido no puede percibir hasta el final. Vive en el «claroscuro de la fe». En ella se realiza perfectamente su identidad porque ha cumplido la voluntad de Dios, ha sabido «escoger la vida». Su vida es «el fruto de la mejor libertad: la de decidirse por Dios» [9].
Cristo es el ejemplo perfecto de libertad en el sometimiento. Su muerte en la Cruz es el misterio de Dios: «El Verbo baja del Cielo y toma nuestra carne con este sello estupendo de la libertad en el sometimiento (...): por eso mi Padre me ama, porque doy mi vida para tomarla otra vez. Nadie me la arranca, sino que yo la doy de mi propia voluntad, y soy dueño de darla y dueño de recobrarla (Ioh X, 17-18)» [10]. «Nunca podremos acabar de entender esa libertad de Jesucristo, inmensa —infinita— como su amor» [11].
De esta secuencia de ejemplos se desprenden tres características de cuanto significa el cumplimiento de la voluntad de Dios: para el hombre la obediencia a la voluntad de Dios hace referencia a la realización de la propia identidad; el sentido de la voluntad de Dios queda en cierta manera velado para la criatura durante el transcurso de su vida terrena; el cumplimiento de la voluntad de Dios asocia al hombre al misterio de la cruz de Cristo.
La voluntad de Dios no se impone. Se expresa en forma de un dialogo abierto y no cerrado incluso para aquellos que no atienden a lo que Dios les pide. Así el cumplimiento de la voluntad de Dios no significa sometimiento a una voluntad despótica, sino aceptación amorosa de una voluntad que encierra la propia verdad.
Ser libre es propio del hombre, imagen y semejanza de un Dios libre. La razón de la libertad en Dios es el amor; la razón de la libertad en el hombre es el amor. Ahora bien, si el amor es una forma de entrega, ¿no volvemos a encontrarnos envueltos en la paradoja de que la libertad exige su pérdida?, ¿qué entrega es capaz de hacer más libre al hombre?
«La libertad no se basta a sí misma: necesita un norte, una guía» [12], se afirma rotundamente. El hombre no es libre para ser libre. La libertad es una condición de la persona que significa su capacidad de determinarse hacia algo, su capacidad de reconocer una verdad acerca de su ser. Elegir es elegirse. San Josemaría usará la expresión «escoger la vida» para indicar el modo en que uno se define por la identidad del hijo o la del esclavo.
El sentido cristiano de la libertad
El hombre es creado libre, pero también debe conquistar su libertad. Así es descrita la situación en que queda el hombre cuando hace entrega de su libertad a un contenido que no lo libera: «¡Pero nadie me coacciona!, repiten obstinadamente. ¿Nadie? Todos coaccionan esa ilusoria libertad, que no se arriesga a aceptar responsablemente las consecuencias de actuaciones libres, personales. Donde no hay amor de Dios, se produce un vacío de individual y responsable ejercicio de la propia libertad: allí —no obstante las apariencias— todo es coacción. El indeciso, el irresoluto, es como materia plástica a merced de las circunstancias; cualquiera lo moldea a su antojo y, antes que nada, las pasiones y las peores tendencias de la naturaleza herida por el pecado» [13].
Todo hombre se convierte en esclavo de aquello que persigue, aun cuando se trate de un bien material o un fin noble y también cuando busca la satisfacción de sus propias pasiones. «Esclavitud por esclavitud —si, de todos modos hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, esa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento perdemos la situación de esclavos, para convertirnos en amigos, en hijos» [14]. Se alcanza la libertad más grande, la libertad de vivir en la propia verdad y poder dar cumplimiento a la propia identidad.
La libertad humana no significa mera autonomía. ¿Qué significa ser autónomo para un ser creado para amar? Tampoco la libertad se identifica exclusivamente con la capacidad de elección. No es así ni en Dios. La libertad del hombre lo es de un ser abierto y finito que al escoger la vida en sentido radical asiente o contradice a su propia verdad. Si el obrar sigue al ser, el ser del hombre es ser hijo. Pero, ¿cómo obrar con adecuación a lo que somos si no somos capaces de reconocer nuestra filiación?
El que se reconoce hijo, no se encuentra atado a la esclavitud de su propia decisión, no tiene ya que dotar de sentido a la realidad que le rodea, sino más bien abrirse al sentido que Dios Padre le ofrece. De este modo, puede trascenderse a sí mismo y vivir libre de sí, de su único horizonte y posibilidad. Pero eso significa introducirse en el misterio y vivir dentro de él. ¿Cómo podría el hombre liberarse del pecado? Es más, ¿cómo podría alcanzar la libertad respecto de sí, si sólo él fuese la fuente creadora de sentido? ¿Acaso no necesita el hombre de la acción de Dios, de la gracia? «“Apártate de mí Señor que soy un hombre pecador” (Lc 5, 8). Una verdad —no me cabe duda— que conviene perfectamente a la situación personal de todos. Sin embargo, os aseguro que, al tropezar durante mi vida con tantos prodigios de la gracia, obrados a través de manos humanas, me he sentido inclinado, diariamente más inclinado, a gritar: Señor, no te apartes de mí, pues sin ti no puedo hacer nada bueno» [15].
«Por amor a la libertad, nos atamos» [16], por eso no hay «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [17]; es más, sólo desde la libertad se puede permanecer en la entrega, porque sólo puede amar quien es libre. «La libertad sólo puede entregarse por amor; otra clase de desprendimiento no la concibo» [18], y el amor es la vocación del hombre.
Si la libertad es escoger la vida, la libertad significa en primer lugar responsabilidad: «nadie puede elegir por nosotros» [19]. Cada hombre debe situarse ante el juicio de su propia conciencia donde puede percibir su propia verdad. Y de modo inmediato la conciencia nos sitúa frente a Dios, porque «somos responsables ante Dios de todas las acciones que realizamos libremente» [20].
Esto no significa sólo que el hombre deba saberse situado ante Dios, sino también que debe respetar la conciencia de cada hombre, tal y como Dios la respeta. Por esta razón el seguimiento de Cristo no se puede imponer por medio de la coacción física ni moral [21]. Se trata de respetar al hombre igual que Dios le respeta al querer que la obediencia a la fe sea un acto de entrega libre. Esto es lo que expresa san Josemaría con la distinción entre libertad de la conciencia y libertad de las conciencias. Si el hombre no puede prescindir de la referencia al Creador, pues en ésta radica su verdad, tampoco puede imponer a otros la verdad. «No es exacto hablar de libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios (...). Yo defiendo con todas mis fuerzas la libertad de las conciencias, que denota que a nadie le es lícito impedir que la criatura tribute culto a Dios (...). Pero nadie en la tierra debe permitirse imponer al prójimo una fe de la que carece» [22].
La voluntad de Dios es la libertad
«La Voluntad divina, también cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere, coincide exactamente con la libertad, que sólo reside en Dios y en sus designios» [23]. ¿Cómo es esto posible? ¿Cómo puede la voluntad de otro ser mi libertad? Es más, ¿cómo puede hacerme libre la voluntad de otro que consiente en mi sufrimiento? Respecto del hombre la voluntad de Dios es libertad y respecto de la creación material es necesidad. Volvamos a un dato fundamental: Dios quiso al hombre hijo y no esclavo. Sin embargo, esta libertad, siendo verdadera, permitiendo al hombre determinarse ante Dios —escoger la vida—, es una libertad dependiente. La libertad de un ser que no es todo su ser. Se podría deducir de ahí que la voluntad de Dios es la libertad en cuanto que es asumida libremente, pero detrás de esta afirmación se esconde mucho más. Se afirma que es el propio contenido de la voluntad de Dios lo que hace al hombre libre.
Cómo se concilian voluntad de Dios y voluntad del hombre, omnipotencia divina y libertad humana, es un problema que la teología ha afrontado durante siglos sin alcanzar una solución clara. Se trata de un problema que supera las fuerzas del espíritu finito. Reconocer la incapacidad de la inteligencia humana para resolver de modo definitivo este problema es adentrarse en la verdad de la existencia humana haciendo un acto de humildad y, por tanto, de adoración. No podemos conceptualmente descifrar este misterio, pero desde la fe no aparece como un sinsentido. La voluntad de Dios no es una fuerza que mueve al hombre como la piedra es movida por una palanca sino que la voluntad de Dios mueve al hombre por la fuerza de su verdad. Una verdad que se impone interiormente al creyente y que éste libremente abraza, reconociendo en ella su propia verdad.
Un Dios que es Padre amoroso sólo puede querer para sus hijos aquello que les hace ser lo que son. Dios no sólo respeta la libertad que ha otorgado al hombre sino que se esfuerza por desvelar esa libertad. Por esta razón se puede afirmar que la voluntad de Dios es la libertad y que conduce al hombre hacia el cumplimiento de su verdad. En esa entrega el hombre gana en libertad, pues al reconocer lo que es y obrar según es, camina bajo la dirección del amor del Padre, lo que le dirige al cumplimiento de su propia identidad como hijo. No hace libre al hombre sólo el hecho de asumir la voluntad de Dios, sino también el contenido de esa voluntad. Esto es posible porque Dios conoce y ama al hombre mejor de lo que el hombre se conoce y se ama. Por esto también se puede decir que la voluntad de Dios es amor y el amor es libertad.
Ahora bien, la voluntad de Dios es la libertad también «cuando se presenta con matices de dolor, de exigencia que hiere», afirma el san Josemaría. ¿Por qué esto es así? Sólo se puede responder a esta pregunta desde el misterio de Cristo.
El pecado significó la pérdida del Paraíso, la ausencia de la comunión inmediata con Dios, la dificultad para reconocer la propia filiación y por tanto la esclavitud de no vivir en la verdad. Dios quiso redimir al hombre, que no quiso ser imagen sino origen, con la obediencia —probada hasta la muerte— del que no quiso ser otra cosa que Hijo.
«La elección que prefiere el error, no libera; el único que libera es Cristo, ya que sólo Él es el Camino, la Verdad y la Vida» [24]. Ahora bien, forma parte del misterio de Cristo la redención por el dolor. Por esta razón, ser hijo en el Hijo significa estar asociado a un misterio que no se puede desvelar. Y el dolor es cruz que libera al hombre del pecado. «El yugo es la libertad, el yugo es el amor, el yugo es la unidad, el yugo es la vida, que Él nos ganó en la Cruz» [25].
El dolor es redentor si me reconozco hijo y amo, como hijo, la voluntad no de otro sino de mi Padre. La propia libertad se entrega al reconocimiento de su condición de hijo y permanece en el amor al Padre, esto es, en el cumplimiento de su voluntad, libremente, por amor. Vuelve a aparecer la paradoja. El dolor es necesario para el amor, el dolor rescata del pecado que impide al hombre reconocer su filiación, el dolor es camino hacia la libertad. Paradoja que no se puede resolver conceptualmente pero que desde la vida de fe aparece llena de sentido.
«Pensad que el Todopoderoso, el que con su Providencia gobierna el Universo, no desea siervos forzados, prefiere hijos libres. Ha metido en el alma de cada uno de nosotros —aunque nacemos proni ad peccatum, inclinados al pecado, por la caída de la primera pareja— una chispa de su inteligencia infinita, la atracción por lo bueno, un ansia de paz perdurable. Y nos lleva a comprender que la verdad, la felicidad y la libertad se consiguen cuando procuramos que germine en nosotros esa semilla de vida eterna» [26]. Sólo la vida de fe introduce al hombre dentro de esta lógica divina que, si bien desconcierta a la lógica humana, existencialmente se puede percibir como llena de sentido.
Mónica Codina en dadun.unav.edu
Notas:
1. Cfr. VÁZQUEZ DE PRADA, A., El fundador del Opus Dei. ¡Señor, que vea!, I, Rialp, Madrid 1997, pp. 389-391.
2. Esta homilía se publicará revisada por el autor con el título La libertad, don de Dios, en Folletos Mundo Cristiano. Más tarde se reedita formando parte de un compendio de homilías en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977. Se citará por el título y numeración del texto.
3. La libertad, don de Dios, 25.
4. La libertad, don de Dios, 33.
5. La libertad, don de Dios, 33.
6. La libertad, don de Dios, 26.
7. La libertad, don de Dios, 24.
8. La libertad, don de Dios, 24.
9. La libertad, don de Dios, 25.
10. La libertad, don de Dios, 25.
11. La libertad, don de Dios, 26.
12. La libertad, don de Dios, 26.
13. La libertad, don de Dios, 29.
14. La libertad, don de Dios, 35.
15. La libertad, don de Dios, 23.
16. La libertad, don de Dios, 31.
17. La libertad, don de Dios, 30.
18. La libertad, don de Dios, 31.
19. La libertad, don de Dios, 27.
20. La libertad, don de Dios, 36.
21. Cfr. La libertad, don de Dios, 37.
22. La libertad, don de Dios, 32.
23. La libertad, don de Dios, 28.
24. La libertad, don de Dios, 26.
25. La libertad, don de Dios, 31.
26. La libertad, don de Dios, 33.
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