Gabriel Martí Andrés

1. Las virtudes morales como clave del perfeccionamiento espiritual y el crecimiento personal

Existen distintos tipos de disposiciones tanto operativas como entitativas en el alma espiritual, con distintos grados de estabilidad. Y así, podríamos hablar de la fortaleza, la opinión, la ciencia, la sospecha, la prudencia, las habilidades técnicas… Pero, entre las disposiciones operativas, es el hábito (virtud-vicio) el que goza de un mayor grado de permanencia [1], como ya explicamos en la primera parte de este trabajo [2]. En tanto que perfeccionan de una manera estable al alma, los hábitos pueden ser considerados en cierto modo parte de su naturaleza [3]; su condición de accidentes, de cualidades, de perfecciones secundarias, nos obliga a situarlas en un segundo nivel, en una secunda natura. Conforman la personalidad del ser humano, aquellos rasgos que van definiendo su carácter individual determinando o su particular ordenación al fin y que vienen a sumarse a la dotación natural del hombre (personeidad), que recibe al ser engendrado y que le sitúa en el grupo de los entes espirituales o racionales. A ello se refieren los griegos con el término ethos, siendo así la Ética la disciplina que estudia la formación —el crecimiento y el empobrecimiento— de la personalidad (moral) del hombre, que estudia la virtud y los hábitos operativos en general.

Pues bien, es realmente aquí donde los actos adquieren su más alta dimesión moral. Desde un punto de vista ético, lo más relevante y decisivo de los actos buenos o malos no son los mismos actos en sí; lo realmente importante es que nos hacen buenos o malos, prudentes o imprudentes, justos o injustos… Como dice Aristóteles, «practicando la justicia nos hacemos justos, practicando la templanza, templados, y practicando la fortaleza, fuertes» [4]. Hacer el bien nos hace virtuosos; la virtud nos hace crecer como personas, aumentando nuestra capacidad de amar y haciéndonos más dignos de ser amados; y así se facilita el crecimiento y la mejora de los demás. Y, en el lado opuesto, hacer el mal nos hace peores personas:

Entre todos estos pensamientos —dice Platón— sobresale uno inquebrantable, a saber, que se debe temer más cometer una injusticia que padecerla, y procurar, más que parecer bueno, serlo de veras, en público y en privado; que si alguien faltare en algo, debe ser castigado, y que, después del bien de ser justo, está el segundo de llegar a serlo sufriendo el castigo correspondiente [5].

Con el ejercicio del mal vemos dañada nuestra naturaleza y frustrada nuestra natural aspiración a la felicidad. En efecto, «la felicidad —dice Aristóteles— es una actividad conforme a la virtud» [6] o, dicho aún más claramente, es «el premio y el fin de la virtud» [7].La auténtica felicidad se corresponde con la perfección (beatitudo), y solo es alcanzada en la medida en que perfeccionamos nuestra naturaleza con la práctica de la virtud. Se trata de un sentimiento estable derivado del ejercicio del bien, derivado del ejercicio de la virtud, que, en cuanto que tal, se inscribe en el ámbito de la naturaleza, de la segunda naturaleza del alma, si bien es cierto, como dice Tomás Melendo, que «especialmente en los estados de honda exaltación humana, en las alegrías más entrañables y profundas, el alborozo y la satisfacción interiores se nos ofrecen como algo radicalmente gratuito, como una delicia que viene a colmar nuestras ambiciones mucho más allá de lo que en estricta justicia considerábamos merecer» [8]. El mal moral constituye un innoble ejercicio de nuestra libertad que nos aleja paulatinamente de la auténtica felicidad.

Los ángeles, disfrutando de perfección de naturaleza desde el primer momento (con la consecuente felicidad-beatitud natural), creados en gracia [9] y, por tanto, ordenados a la felicidad sobrenatural, se hacen merecedores o no de esta bienaventuranza sobrenatural, así como de un determinado grado de gloria (gracia consumada o perfecta) o de pena, con un solo acto de su voluntad: meritorio (acto caritativo de conversión a Dios) o demeritorio (acto soberbio de aversión a Dios) [10]. En cambio, «el hombre según su naturaleza no alcanza la última perfección al instante, como el ángel, y por esto al hombre, para merecer la bienaventuranza, le ha sido dado un camino más largo que al ángel» [11]. Y este camino es el del crecimiento en la virtud.

Como hemos sugerido en varias ocasiones, existen hábitos entitativos y hábitos operativos. En el plano natural, los hábitos (más bien disposiciones) entitativos son los del cuerpo [12] y los operativos, los del alma (entendimiento y voluntad) [13]. En el sobrenatural también encontramos hábitos entitativos —como la gracia, con la que el cristiano recibe una participación en la misma naturaleza divina— y hábitos operativos —como la fe (en el entendimiento) y la caridad (en la voluntad) y, en general, todas las virtudes operativas del cristiano— [14].

Pero hablamos de la naturaleza del alma y, en este sentido, nos centraremos en el plano natural —aunque, para facilitar la comprensión, hagamos algunas referencias al sobrenatural— y, en concreto, en los hábitos naturales operativos. Por lo demás, si bien las virtudes intelectuales o dianoéticas tienen una importancia capital, las que hacen bueno al hombre son las virtudes apetitivas o éticas:

De dos maneras un hábito se ordena al acto bueno. Primero, en cuanto que por el hábito adquiere el hombre la capacidad para el acto bueno […]. Segundo, un hábito puede conferir no solo la capacidad de obrar, sino también el recto uso de tal aptitud […]. Y como la virtud es lo que hace bueno al que la tiene y buena su obra, son estos hábitos los que se dicen virtudes en sentido propio […]. No se le dice a algún hombre bueno absolutamente hablando porque sea sabio o maestro en un arte, sino solo en un sentido relativo, por ejemplo, buen gramático o buen artesano. Y por esto a menudo la ciencia y el arte son clasificados por oposición a la virtud y otras veces se dicen virtudes [15].

Ya Aristóteles lo había advertido con bastante claridad muchos siglos antes:

Con razón se dice, pues, que realizando acciones justas se hace uno justo, y con acciones morigeradas, morigerado. Y sin hacerlas ninguno tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno. Pero los más no practican estas cosas, sino que se refugian en la teoría y creen filosofar y poder llegar así a ser hombres cabales; se comportan de un modo parecido a los enfermos que escuchan atentamente a los médicos y no hacen nada de lo que les prescriben. Y así, lo mismo que éstos no sanarán del cuerpo con tal tratamiento, tampoco aquéllos sanarán del alma con tal filosofía [16].

La facultad apetitiva del alma es la que pone en acto [facit uti] todas las potencias y hábitos, y de ella depende su recto uso [bene uti] [17]. Lo que nos hace buenos no es el conocer lo que está bien, que, no obstante, es algo de suma importancia, sino el quererlo, el estar inclinados a buscar lo bueno y a rechazar lo malo, y esto se consigue con la justicia, la fortaleza y la templanza [18]. Nos centraremos, pues, en los hábitos morales y muy especialmente en las virtudes, pues a ellas se ordena la naturaleza del alma. Pero para encuadrar correctamente dichas virtudes, es necesario clasificar y definir antes las intelectuales, a saber, arte, ciencia, sabiduría, intelecto y prudencia [19], tratando esta última con un poco de más detenimiento por su importancia para las virtudes éticas.

La prudencia y las demás virtudes intelectuales.-

Las virtudes intelectuales se encuentran propiamente en el entendimiento posible, y solo secundariamente en los sentidos internos:

Como las potencias aprehensivas preparan internamente el objeto propio del entendimiento posible, de las buenas disposiciones de estas virtudes, a lo cual ayuda la buena disposición del cuerpo, depende que el hombre entienda con facilidad. Y así los hábitos intelectivos pueden estar secundariamente en estas potencias, pero principalmente en el entendimiento posible [20].

Y en otro lugar:

En el hombre, aquello que se adquiere por costumbre en la memoria y en las demás potencias aprehensivas sensitivas, no es hábito por sí mismo, sino algo anejo a los hábitos de la parte intelectiva [21].

En efecto. En las potencias aprehensivas sensitivas se dan ciertas disposiciones.

«Santo Tomás —nos dice Teófilo Urdanoz— invoca sobre esto la frase Aristotélica: “Con el ejercicio y la costumbre se adquiere buena memoria”, lo mismo que la fantasía con la práctica aprende y se habitúa a sus propias funciones, v. gr., a la facilidad de versificar, a la representación de piezas musicales, de discursos, operaciones matemáticas, etc., y la cogitativa —como ya notaba Suárez— también se habilita a secundar la razón en la estimación práctica de las cosas singulares» [22].  Ahora bien, «la voluntad solo puede moverlas [a las facultades cognoscitivas sensibles] al ejercicio, no a la especificación de sus actos; bajo este aspecto se hallan determinadas por sus objetos, las especies recibidas de los sentidos externos […]. No se dan, pues, en ellas hábitos perfectos, porque no participan plenamente del obrar voluntario ni son, por consiguiente, modificables en diversos sentidos respecto de sus objetos» [23]. La memoria, la imaginación, la cogitativa y el sentido común dependen de la voluntad para ponerse en acción y ejercitarse en ella hasta la adquisición del hábito —algo que no puede decirse del sentido externo, por cuanto se ordena a sus actos determinados por la misma disposición de su naturaleza— [24],pero en cuanto al objeto o acto concreto, dichas facultades sensitivas tienen un carácter previo a la razón y, por ende, a la voluntad. En este sentido, pueden estar mal dispuestas (lo cual es no estar dispuestas en absoluto), pero no pueden disponerse al mal: al modo de la voluntas ut natura, están orientadas ad unum. Solo podemos hablar, pues, de hábitos imperfectos, disposiciones que determinan en gran medida la buena disposición del entendimiento [25], pero que son subsidiarias de los hábitos intelectuales; y en este sentido dice Santo Tomás que los hábitos del entendimiento se dan en las potencias aprehensivas sensitivas de un modo secundario.

En definitiva, «la acción de conocer se consuma en el entendimiento, y por esto las virtudes cognoscitivas están en el mismo intelecto o razón» [26]. Pues bien, según que capaciten a la razón teórica o a la razón práctica [27], podemos hablar de virtudes intelectuales especulativas y de virtudes intelectuales prácticas.

●          «La virtud intelectual especulativa es aquella por la cual el intelecto especulativo es perfeccionado para considerar la verdad» [28]. Ahora, lo verdadero puede ser conocido por sí mismo o por otro; a su vez, las verdades que son conocidas mediante la investigación de la razón pueden ser últimas en un determinado género o últimas respecto de todo el conocimiento humano. Y así, podemos hablar de tres virtudes especulativas:

—         Intellectus, que es el hábito que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades evidentes. Estas verdades son los primeros principios (identidad

—con respecto a la unidad—, no contradicción —en relación a la aliquidad—, razón suficiente —en atención a la verdad—, conveniencia [29] —con respecto a la bondad— y principios derivados, como los de causalidad —concreción del de razón suficiente— o finalidad —concreción del de conveniencia— [30]),y por ello el intellectus es denominado también hábito de los primeros principios. Es un hábito innato, aunque, como el resto, susceptible de crecimiento [31].

—         Ciencia, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las verdades que son últimas en un determinado género. En cuanto hay muy diversos géneros de verdades cognoscibles, la virtud de la ciencia se diversifica en múltiples hábitos científicos.

—         Sabiduría, que perfecciona al entendimiento en el conocimiento de las causas supremas —que son absolutamente últimas en el conocimiento humano— a partir del correcto juicio y ordenación de todas las verdades. Es, como Aristóteles ya defiende y ahora veremos con más detenimiento, «el más perfecto de los modos de conocimiento» [32].

Intellectus, ciencia y sabiduría no se distinguen por igual entre sí, sino que existe cierto orden entre ellos: constituyen una especie de “todo potencial”. Santo Tomás describe también la mente como un todo potencial, y hace lo propio con el alma en su conjunto, así como con la gracia como fuente de virtudes [33]. Si bien es cierto que las virtudes especulativas no constituyen una unidad tan completa y acabada como la mente, pues se abre a otras virtudes intelectuales y morales que le son irreductibles, sí que gozan de una unidad sistémica en la que «una parte es más perfecta que la otra» [34]. En efecto, el intellectus proporciona el conocimiento de los principios más universales; bajo la luz del intellectus la razón discursiva se dispersa en gran variedad de conocimientos deductivos o ciencias, que dependen de él como del hábito principal; y «ambas virtudes dependen de la sabiduría como del hábito principalísimo, por cuanto en ella se contiene tanto el intellectus como la ciencia» [35], juzgando de las conclusiones de las ciencias y de los principios de las mismas desde las causas últimas y principios supremos y estableciendo así la correcta ordenación de todos los conocimientos [36].

Estas tres virtudes naturales se corresponden con tres hábitos en el plano sobrenatural, con tres dones del Espíritu Santo [37]. Reciben los mismos nombres que sus hábitos naturales respectivos y, siendo no obstante infundidos por Dios, también son susceptibles de crecimiento, y requieren de buena disposición por nuestra parte para su actuación, para la acción divina:— El intellectus como conocimiento de los principios evidentes se corresponde con el intellectus como don  que proporciona un penetrante conocimiento intuitivo de las verdades reveladas y asentidas por la fe.— La ciencia matemática, física, biológica… se corresponde con la ciencia como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas humanas o creadas (causas particulares).— La virtud de la sabiduría, tan necesaria en la Filosofía y la Teología, se corresponde con la sabiduría como don que proporciona un recto juicio acerca de las verdades reveladas referentes a las cosas divinas, a Dios mismo y al misterio divino (Causa Universal) [38].

Por último, los vicios contrarios al intellectus, a la ciencia y a la sabiduría como hábitos naturales son, respectivamente, la ceguera intelectual del que se niega a reconocer lo evidente, la ignorancia del que desea mantenerse en el desconocimiento y la necedad del que, al estar absorbido por las cosas terrenas, no puede elevar la mirada hacia Dios para juzgar desde Él.

●          Las virtudes intelectuales de la razón práctica son el arte o técnica y la prudencia. En efecto, «estos hábitos de dirección práctica son de doble género, pues la humana actividad puede ser regulada desde un doble punto de vista: en cuanto es libre ejercicio de la actividad voluntaria en orden al fin moral (agere) y en cuanto es realización o acción productora de algo exterior (facere). La perfección de la razón práctica para dirigir la producción de una obra es el arte; la dirección racional de la actividad voluntaria constituye la prudencia» [39].

El arte es «la recta razón de algunas cosas que han de ser hechas [facere]» [40], a saber, de los artificios o artefactos producidos por el hombre, desde las bellas artes hasta los productos de la industria, pasando por la mecánica, la artesanía, la técnica..., diversificándose así al modo de las ciencias en muy numerosos hábitos (se pueden tener unos sin poseer otros). Todos ellos, sin embargo, con un punto en común: todos los hábitos artísticos tienen por materia la producción de algo exterior al hombre, no la pura actividad intelectual, y tampoco la fantasía y otras facultades sensibles, que ya vimos que cuentan con sus disposiciones propias. Al igual que las especulativas, el arte es una virtud imperfecta, pues no asegura el buen uso:

Para que el hombre use bien del arte que tiene, se requiere buena voluntad, que es perfeccionada por la virtud moral; por esto dice el Filósofo que hay una virtud del arte como virtud moral, en cuanto que para su buen uso se requiere una virtud moral [41].

Y no solo eso, sino que «la moral, y máxime la vida sobrenatural, deben influir positivamente en el arte mismo y perfeccionarlo, elevarlo y ennoblecerlo en su fondo mismo artístico» [42]. Y así, por ejemplo, «en el artista cristiano, la fe y el amor ardientes pueden fecundar y animar todas sus facultades de creación artística, llevándole a aquel grado de elevación y pureza, de maravillosas expresiones del arte, que se admiran en los grandes creadores cristianos [43].»

Si el arte es «la recta razón de lo factible» o «la recta razón en la producción de las cosas», la prudencia es «la recta razón de lo agible» o «la recta razón en el obrar». A diferencia del arte, la prudencia sí es ya una virtud perfecta, pues «presupone  la rectitud del apetito» o estar «bien dispuesto acerca de los fines». «De ahí que la prudencia requiera la virtud moral, por la cual el apetito adquiere rectitud» [44]. En efecto, la buena disposición en orden a los medios (prudencia) requiere de la buena disposición en orden a los fines (virtudes morales): el prudente es el que delibera y elige los medios adecuados en orden al fin debido [45]. En este sentido, el injusto difícilmente puede ser prudente.

Y el imprudente difícilmente puede actuar conforme a la justicia o ser justo con virtud bien formada: sin prudencia, las virtudes morales son fuerzas ciegas. Y es que «las virtudes morales no se autodirigen, pues no es propio de la voluntad conocer nada. Su forma se la deben a la prudencia» [46]. En toda operación virtuosa hay dos elementos, la disposición al fin-bien y la recta elección de los medios concretos, pues no se puede practicar la justicia sin la recta disposición de dicha virtud, pero tampoco sin la recta elección de lo justo en cada caso: las virtudes morales —decía Aristóteles, siguiendo en esto a Sócrates— «no se dan sin la prudencia», pues solo es recta la razón que se conforma a ella [47].

Respondo diciendo que el fin propio de toda virtud moral es conformarse con la recta razón; así, la templanza esto procura, a saber, que el hombre no se aparte de la razón por las concupiscencias; y del mismo modo la fortaleza procura que el hombre no se aparte del recto juicio de la razón por el temor o la audacia. Este fin le es impuesto al hombre por la razón natural, pues esta ordena a todos obrar según la razón. Pero cómo y por qué el hombre alcanza en el obrar el medio de la razón pertenece a la disposición de la prudencia [48].

Platón decía que la prudencia es auriga de las virtudes, en cuanto rige todas las virtudes morales. Tomás de Aquino añade que es genitrix virtutum [49], en cuanto principio de las mismas. «La prudencia —como dice M. A. Belmonte— ocupa respecto a las virtudes morales un lugar análogo al de la caridad respecto a las teologales. Así como la caridad es la forma de todas las virtudes, la prudencia es la madre de las virtudes morales» [50]. Volveremos sobre ello al hablar de la conexión entre las virtudes.

En el ejercicio de la prudencia se dan tres actos o momentos: el consejo-indagación, el juicio acerca de los medios hallados —ambos actos pertenecientes a la razón especulativa— y el mandato —que es acto ya de la razón práctica consistente en la «aplicación de los consejos y juicios a la operación»— [51]. En cuanto que la prudencia es la recta razón de lo agible, el mandato o imperio es su acto principal o específico. En efecto, el mandato es lo que define propiamente a la prudencia, si bien la orden —para ser prudencial— debe ser el fruto de una correcta deliberación y de un recto juicio, los cuales, en este sentido, son actos secundarios y preparatorios. De aquí resultan tres virtudes auxiliares: la eubulía o virtud del buen consejo, que es el hábito de la buena deliberación [52], la sínesis o sensatez, que capacita para juzgar y sentenciar bien en los casos ordinarios, según las leyes comunes del buen obrar [53], y la gnome o perspicacia, que capacita para juzgar conforme a una razón superior en los casos extraordinarios no previstos por la ley común [54].

Por lo demás, para el acto perfecto de prudencia son necesarios los siguientes elementos o “partes integrales”:

—         Partes de la prudencia en cuanto cognoscitiva (consejo y juicio): memoria (conocimiento de las cosas pasadas), inteligencia (conocimiento de los principios del obrar), sagacidad o solercia (conocimiento ágil por propio descubrimiento), razón (conocimiento de unas cosas a partir de otras) y docilidad (que nos dispone para recibir bien el conocimiento de los sabios y prudentes).

—         Partes de la prudencia en cuanto directiva (mandato): previsión o providencia (del fin que se pretende y al que se ordenan los medios), circunspección (para tener en cuenta todas las circunstancias, que pueden hacer malo lo que en principio debería ser bueno) y precaución (para evitar los obstáculos).

En definitiva, como dice Pieper, «el núcleo y la finalidad propia de la doctrina de la prudencia estriba precisamente en demostrar la necesidad de esta conexión entre el deber y el ser, pues en el acto de prudencia, el deber viene determinado por el ser […]. La doctrina de la prudencia […] dice: el bien es aquello que está conforme con la realidad» [55].

No se corresponde la virtud del arte con ningún don específico, si bien los dones del intellectus, la sabiduría y la ciencia, aunque en cuanto que perfeccionan a la fe son fundamentalmente especulativos, tienen una innegable eficacia práctica por la que alcanzan también de algún modo a esta y otras virtudes. Sí hay don propio para la prudencia, el don del consejo, que proporciona una recta deliberación de lo que conviene hacer en orden al fin sobrenatural; como la sabiduría y la ciencia, capacita para un recto juicio acerca de las verdades reveladas, pero en su aplicación a las acciones singulares [56].

Por lo demás, el vicio opuesto al arte, a la destreza del buen artesano o artista, es la torpeza. Hay diversos vicios opuestos a la prudencia. Siguiendo a San Agustín, Tomás de Aquino los divide en dos grupos: los que se oponen manifiestamente, «que proceden de la falta de prudencia o de aquellas cosas que son requeridas para ella», y los que presentan una falsa semejanza con ella, «que se dan por abuso de aquellas cosas que son necesarias para la prudencia» [57].

El primer grupo está formado por la imprudencia, que desprecia el consejo u otro elemento del acto prudencial, y la negligencia, que se opone a la diligencia exigida por el imperio. La imprudencia puede adoptar diversas formas, de acuerdo con los tres momentos de la prudencia (consejo, juicio e imperio —diligente—): precipitación o temeridad en la deliberación o consejo (vicio opuesto a la eubulía) [58] —que incluye los defectos en la docilidad, en la memoria y en la atención—, insensatez o inconsideración de lo necesario para un juicio recto (vicio opuesto a la sínesis y a la gnome) [59] —que incluye la falta de cautela y la ausencia de circunspección—, la inflexibilidad, rigidez o falta de perspicacia del que juzga todos los casos por igual (vicio opuesto específicamente a la gnome) y la inconstancia en el precepto [60] —que incluye la imprevisión y los defectos de inteligencia y de sagacidad—. La negligencia se incluiría en última instancia entre los defectos del imperio y merece una atención especial: «dice el Filósofo en el libro VI de la Ética que se ha de deliberar con calma pero, una vez finalizada la deliberación, se ha de actuar con rápida determinación» [61]. El negligente se diferencia del inconstante en que este falla en el precepto por algún impedimento, mientras que aquel falla por falta de prontitud o solicitud a la hora de imperar sobre lo ya debidamente deliberado y juzgado [62].

El segundo grupo está formado por:

—         La prudencia de la carne —término procedente de la Teología, frente a prudencia del espíritu—, que se propone los bienes carnales como fin de la vida. «Pero si eso ocurre, entonces ni se ve ni se puede buscar el último fin de la vida humana, fin que ni consiste ni puede consistir en los bienes del cuerpo, puesto que éstos son variables, sometidos a pérdidas, y respecto de los cuales el hombre no sólo no satura su deseo de felicidad sino que si los persigue con ahínco cae en el estragamiento, se vuelve estólido y aburrido, y a la postre, ni siquiera es capaz de gozar de esos bienes» [63].

—         La astucia —se ordena al fin, sea bueno o malo, sin reparar en los medios—, que incluye el engaño, el dolo y el fraude —constituyen la ejecución de la astucia, bien solo con hechos (fraude), bien con palabras (dolo in verbis o mentira), bien con hechos y/o palabras (engaño)—. Surge cuando, en lugar de someter la voluntad a la recta razón, eligiendo los medios adecuados en orden al fin debido, es la razón la que se pone al servicio de la voluntad para legitimar artificialmente —mediante el engaño y las argucias— y llevar a efecto por cualquier medio sus inclinaciones. La astucia, tan reputada por Maquiavelo como virtud del buen Príncipe [64], es en realidad vicio opuesto al buen gobierno de la prudencia. «Compañeros suyos son […] la doblez, la simulación, el disimulo, la apariencia, etc. Se torna, pues, hipócrita» [65].

—         La excesiva preocupación por las cosas temporales —pues se ha de atender preferentemente a lo espiritual [66] —y del porvenir —debiéndose reservar la inquietud para su debido tiempo— [67].Y esto bien «a causa de tomar los bienes materiales, las posesiones físicas, el trabajo, los negocios, el placer, etc. como fin en sí», bien «a causa del interés excesivo […] que ponemos para allegar recursos, acarrear méritos, etc.», bien «por el temor excesivo a perder en el futuro lo que se tiene […], y ello a pesar de poner los medios razonables para que no se pierdan los bienes de que se dispone». Y es que «en rigor, sin medida la solicitud no es virtud, sino un “vicio” opuesto a la prudencia» [68].

●          Mención aparte merece la sindéresis o razón natural, que es el hábito innato de la razón práctica equivalente al hábito de los primeros principios de la razón teórica. La sindéresis proporciona el conocimiento de los primeros principios de lo operable, los principios prácticos o del orden moral, como «los fines de las virtudes morales» [69] y las potencias del alma y «los preceptos de la ley natural» [70], de tal modo que «la sindéresis mueve a la prudencia como el entendimiento de los principios a la ciencia» [71]. Ambas virtudes —dice García López— son naturales, surgen de manera espontánea y sin esfuerzo alguno; no faltan en ningún hombre, y son la base de todas las demás […]. Nadie puede dejar de ver que una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo y bajo el mismo aspecto (primer principio de la inteligencia), ni tampoco que hay que buscar el bien y rechazar el mal (primer principio de la sindéresis)» [72].

Como afirma Juan Fernando Sellés, la sindéresis y el hábito de los primeros principios especulativos «son perfecciones de entrada con que a modo de instrumento cuenta el entendimiento agente» [73]. Así lo dice Santo Tomás explícitamente: «los primeros principios de la demostración […] son en nosotros como los instrumentos del entendimiento agente por cuya luz está vigente la razón natural» [74]. Sin embargo, el Angélico los ubica en el entendimiento posible:

Si hay en el entendimiento posible algún hábito causado inmediatamente por el entendimiento agente, tal hábito es incorruptible tanto por sí como por accidente. Y de esta naturaleza son los hábitos de los primeros principios, tanto de los especulativos como de los prácticos [75].

Pero, ¿cómo es posible que sean innatos y, al mismo tiempo, causados por el entendimiento agente en el posible? Prosiguiendo los planteamientos tomistas y en coherencia con ellos, podemos afirmar que los hábitos de los primeros principios como tales hábitos radican en el entendimiento agente, pero el conocimiento mismo de dichos principios, como cualquier otro conocimiento, reside en el posible. Por  lo demás, como el resto de los hábitos, es susceptible de crecimiento, y también de decrecimiento, aunque no pueda desaparecer en cuanto tal [76]. En este sentido, ni en los principios prácticos ni en los especulativos cabe el error [77].

Gabriel Martí Andrés, en revistas.uma.es/

Notas:

1   Esta no es, no obstante, la única diferencia con respecto a las disposiciones no habituales, pues, en función del tipo de disposición con la que se compare, podríamos hablar también de la infinitud potencial, la voluntariedad, la indeterminación…; pero es la que más claramente configura al hábito como segunda naturaleza. En el animal son las destrezas, tanto innatas como adquiridas, las que gozan de mayor permanencia; de ahí la importancia del adiestramiento: «Sed quia bruta animalia a ratione hominis per quandam consuetudinem disponuntur ad aliquid operandum sic vel aliter, hoc modo in brutis animalibus habitus quodammodo poni possunt» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Ahora bien, en ningún caso dichas habilidades animales adquirirán la estabilidad de las habilidades técnicas del hombre; y así, un aguilucho cautivo pronto pierde las destrezas transmitidas por su madre, lo cual no sucede con las técnicas adquiridas por el hombre (nadar, montar en bicicleta…).

2   Martí, Gabriel: “El crecimiento en la virtud a la luz del pensamiento aristotélico-tomista (I): las pasiones del alma”; en Metafísica y Persona, año 2 (Julio 2010), nº 4.

3   En esto abunda la idea —defendida por Aristóteles en las Categorías y asumida y desarrollada por los medievales— de que los hábitos constituyen la primera especie de cualidad, refiriéndose esencialmente más a la naturaleza que a la potencia, aunque, claro está, haya hábitos —justo los que estamos estudiando— que impliquen orden inmediato a la acción y que, en este sentido, radiquen propiamente en las potencias del alma.

4   Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro segundo, cap. I, 1103 a-b. Traducción castellana: Marías, Julián y Araujo, María. Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1985.

5   Platón: Gorgias, 527, b.

6   Aristóteles: o. c., libro décimo, cap. VII, 1177 a.

7   Ib., libro primero, cap. IX, 1099 b.

8   Melendo, Tomás: Felicidad y autoestima. Madrid: Eiunsa, 2006, p. 29.

9   En el grado determinado por sus dotes naturales, que tienen prioridad ontológica o en orden de naturaleza.

10    «…soli Deo beatitudo perfecta est naturalis […]» (S. Th. I, q. 62, a. 4, co). Por lo demás, el acto con el que el ángel decide su destino definitivo es el primer acto de libre arbitrio, pues hay que tener en cuenta que en el ángel no hay nada que impida o retarde el movimiento de su naturaleza intelectual (cf. S. Th. I, q. 62, a. 6, ad 3). De este modo, la decisión se da en un segundo instante tras la creación, pues, así como en el hombre el punto inicial en el procedimiento de antecedencias mutuas voluntad-entendimiento es el conocimiento de los primeros principios, en el ángel la primera operación es la vuelta a sí por el conocimiento vespertino. «Sed ab hac operatione quidam per matutinam cognitionem ad laudem verbi sunt conversi, quidam vero, in seipsis remanentes, facti sunt nox, per superbiam intumescentes, ut Augustinus dicit, IV super Gn. ad Litt. Et sic prima operatio fuit omnibus communis; sed in secunda sunt discreti. Et ideo in primo instanti omnes fuerunt boni; sed in secundo fuerunt boni a malis distincti» (S. Th. I, q. 63, a. 6, ad 4). Se puede hablar por tanto —doctrina que Sto. Tomás toma de S. Agustín— de dos conocimientos en el ángel: el conocimiento vespertino —común a todos—, que es aquel por el cual conoce la realidad —también el Verbo (por su imagen) — en su naturaleza propia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 58, a. 7, co) y el conocimiento matutino —exclusivo de los ángeles buenos— que es el conocimiento perfecto de la gloria, el conocimiento del Verbo (y de la realidad) por la visión directa de Su esencia (cf. De ver. q. 8, a. 16; De pot. q. 4, a. 2; S. Th. I, q. 62, a. 1, ad 3). En consecuencia, la primera operación del ángel es un acto de entendimiento; el segundo, un acto de voluntad. Esto es lógico, si se tiene en cuenta que el objeto de la voluntad es el bien aprehendido. Es en este segundo acto, el primero de libre arbitrio, en el que el ángel decide su destino (cf. S. Th. I, q. 62-63; In II Sent, d. 5, q. 2, a. 2; Quodl. IX, q. 4, a. 3; De ver. q. 29, a. 8, ad 2; De mal. q. 16, a. 4).

11    S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 1. «Ad secundum dicendum quod Angelus est supra tempus rerum corporalium, unde instantia diversa in his quae ad Angelos pertinent, non accipiuntur nisi secundum successionem in ipsorum actibus» (S. Th. I, q. 62, a. 5, ad 2). Ciertamente, podemos hablar de ciertos hábitos también en el ángel. En el orden sobrenatural se dan en él los mismos que en el hombre, en cuanto a su potencia obediencial. Y en el orden natural no podemos hablar de hábitos entitativos, puesto que son sustancias puramente espirituales, ni de hábitos operativos intelectuales —más que en un sentido impropio (especies infusas) —, por cuanto su conocimiento es intuitivo; pero sí de ciertos hábitos operativos de la voluntad: «En cuanto a la voluntad angélica, se actuaría en el orden natural por un simple hábito de conversión al bien, precedido de otro prudencial en la razón en práctica. Estos, en el orden actual, son sustituidos por la gloria y caridad en los buenos y por la ceguera y hábito de obstinación en los ángeles malos» (Urdanoz, Teófilo: Introducción al ‘Tratado de los hábitos y virtudes’ de la Suma teológica. Madrid: BAC, 1954, tomo V, p. 54). Pero en ningún caso se da en el ángel este largo camino de crecimiento paulatino en la virtud.

12    Hablamos fundamentalmente de tres, a saber, el vigor físico (frente a la debilidad), la salud (frente a la enfermedad) y la belleza exterior (frente a la deformidad). En el hombre, en última instancia, son las disposiciones para la recepción del alma. Este es, por lo demás, el único sentido en el que Sto. Tomás atribuye hábitos/disposiciones a los animales: «vires sensitivae in brutis animalibus non operantur ex imperio rationis; sed si sibi relinquantur bruta animalia, operantur ex instinctu naturae. Et sic in brutis animalibus non sunt aliqui habitus ordinati ad operationes. Sunt tamen in eis aliquae dispositiones in ordine ad naturam, ut sanitas et pulchritudo» (S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 2). Y también en el alma nutritiva podemos hablar de ciertas disposiciones entitativas, si bien en los animales y plantas las tres disposiciones entitativas mencionadas adquieren formas peculiares, como la estampa de un pura sangre (belleza exterior) o la resistencia a las heladas de un cactus (vigor físico). Por otra parte, hay ciertas destrezas o habilidades en el cuerpo que constituyen, sin duda, disposiciones —que no hábitos— operativas, pero dichas disposiciones lo son del cuerpo solo secundariamente, pues en el viviente el principio de operaciones es el alma. Es cierto que tienen una correspondencia en los miembros, igual que la potencia motriz, pero son en un sentido primario disposiciones del alma (dependientes de la técnica). Así se concilian las posturas de Juan de Santo Tomás y de Cayetano. Por lo demás, también en este sentido podemos hablar de disposiciones en el animal, como en los casos ya mencionados más arriba de amaestramiento o domesticación —en un sentido positivo— (solo sería propiamente técnica, en cuanto virtud intelectual, en el entrenador, que se valdría del animal a modo de instrumento) o de pérdida de habilidades naturales en las situaciones de vida en cautividad —en un sentido negativo—, si bien las destrezas humanas, elevadas a técnica, gozan, como vimos, de mayor estabilidad.

13    Solo caben hábitos en las potencias inferiores del alma en cuanto estas son imperadas por el entendimiento y la voluntad. Y así, los hábitos intelectuales requieren una buena educación de los sentidos internos, y las morales, de los apetitos sensibles —en los que propiamente radican algunas de ellas—.

14    Juan Fernando Sellés dice con bastante acierto que la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza sobrenaturales son «virtudes infusas en la naturaleza», mientras que la fe, la esperanza y la caridad son «virtudes sobrenaturales infusas en la persona» (Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 9). Supuesta la infusión, las virtudes sobrenaturales pueden ser actualizadas cuando el hombre quiera, y en esto se diferencian de los dones, que solo actúan cuando Dios quiere, como veremos más adelante. Merece la pena citar un brillante artículo de Enrique Martínez acerca de la educación de la virtud: «Sin embargo, en la vida sobrenatural el agente educativo principal siempre es Dios, y el educando tratará de responder adecuadamente a la iniciativa divina, cooperando con ella en el caso de las virtudes, o no poniendo obstáculos en el caso de los dones». Y más adelante: «Es verdad que la iniciativa en toda la vida sobrenatural es de Dios, especialmente en la actuación de los dones del Espíritu Santo; mas en lo que puede actuar el hombre —las virtudes infusas, presupuesta la gracia—, éste puede enseñar a disponerse adecuadamente a la recepción de estos dones, lo que se hace, sobre todo, por medio de la oración nacida de una fe viva» (Martínez, Enrique: “Educar en la virtud. Principios pedagógicos de Santo Tomás”; en E-aquinas, nº 1, Enero-2003, pp. 38 y 46).

15    «Dupliciter autem habitus aliquis ordinatur ad bonum actum. Uno modo, inquantum per huius modi habitum acquiritur homini facultas ad bonum actum […]. Alio modo, aliquis habitus non solum facit facultatem agendi, sed etiam facit quod aliquis recte facultate utatur […]. Et quia virtus est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum reddit, huiusmodi habitus simpliciter dicuntur virtutes […]. Non enim dicitur simpliciter aliquis homo bonus, ex hoc quod est sciens vel artifex, sed dicitur bonus solum secundum quid, puta bonus grammaticus,   aut bonus faber. Et propter hoc, plerumque scientia et ars contra virtutem dividitur, quandoque autem virtutes dicuntur, ut patet in VI Ethic» (S. Th. I-II, q. 56, a. 3, co; cf. In III Sent. d. 23, q. 1, a. 4, qc. 1, co). Podríamos decir que la sabiduría, la ciencia, el intellectus, el arte y la técnica son virtudes en sentido estricto solo en cuanto que son gobernados por las virtudes morales o “perfectas”.

16    Aristóteles: o. c., libro segundo, cap. IV, 1105 b.

17    Cf. S. Th. I-II, q. 57, a. 1, co.

18    Cf. García López, Jesús: Virtud y personalidad según Tomás de Aquino. Pamplona: Eunsa, 2003, p. 194.

19    Cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b.

20    S. Th. I-II, q. 50, a. 4, ad 3.

21    S. Th. I-II, q. 56, a. 5, co.

22    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 46.

23    Ib.

24    Cf. S. Th. I-II, q. 50, a. 3, ad 3; In III Sent, d. 14, a. 1, qc. 2 et d. 23, q. 1, a. 1; De virt. q. 1, a. 1.

25    Así, dice Santo Tomás, por poner un ejemplo, que la buena memoria es una de las condiciones requeridas para la prudencia (cf. S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 3).

26    «Et ideo opus cognitionis in intellectu terminatur. Et propter hoc, virtutes cognoscitivae sunt in ipso intellectu vel ratione» (S. Th. I-II, q. 56, a. 5, ad 1).

27    El entendimiento es esencialmente especulativo, pues tiende a la contemplación de la verdad en sí, pero «intellectus speculativus extensione fit practicus» (S. Th. II-II, q. 4, a. 2, ad 3), en cuanto que dirige la acción.

28    S. Th. I-II, q. 57, a. 2, co; cf. De virt. q. 1, a. 12.

29    «Sobre la trascendentalidad de la bondad se funda inmediatamente el principio de conveniencia o de bien. Se han propuesto diversas fórmulas de este primer principio. Registremos algunas: “el bien es superior al mal”; “el ser es mejor que el no ser”; “existir es ser amado”; “el bien se ha de hacer y el mal se ha de evitar”. También se ha expresado bajo la forma del llamado principio de finalidad que puede formularse doblemente: “la potencia es por el acto”, y “todo agente obra por un fin”» (González Álvarez, Ángel: Tratado de Metafísica. Madrid: Gredos, 1961, p. 165)

30    No todos estos principios encuentran formulación explícita en Tomás de Aquino. Algunos, ciertamente, ya estaban en Aristóteles, como el de no contradicción y conveniencia, y son desarrollados ampliamente por el Angélico. Otros, si bien fueron formulados con anterioridad, no son recogidos como tales por nuestro autor, como el de identidad, ya presente con bastante claridad en Parménides. Y otros fueron formulados con posterioridad; tal es el caso del de razón suficiente (todo ente tiene una razón suficiente de ser o todo ente es inteligible en tanto que es ente), que encuentra antecedentes en Abelardo y en Giordano Bruno, habiendo de esperar a Leibniz, no obstante, para encontrar una formulación explícita.

31    Cf. Sellés, Juan Fernando: o. c., p. 15.

32    Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. VII, 1141 a. No podemos incluir en la lista la opinión o la sospecha, por cuanto —aun siendo ciertos hábitos cognoscitivos (imperfectos)— pueden expresar igualmente verdad que falsedad (cf. Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. III, 1139 b; S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 3).

33    Cf. In III Sent., d. 36, q. 1, a. 2, co. «Et sicut ab essentia animae fluunt eius potentiae, ita a gratia fluunt quaedam perfectiones ad potentias animae, quae dicuntur virtutes et dona, quibus potentiae perficiuntur in ordine ad suos actus» (S. Th., III, q. 62, a. 2, co).

34    S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2.

35    “Et utrumque dependet a sapientia sicut a principalissimo, quae sub se continet et intellectum et scientiam” (S. Th., I-II, q. 57, a. 2, ad 2).

36    Cf. Super De Trinitate, pars 1, q. 2, a. 2, ad 1

37    Los dones del Espíritu Santo y las virtudes infusas (entre las que destacan las virtudes teologales) son recibidas junto con la gracia en el Bautismo como auxilio necesario al hombre en su camino hacia la felicidad sobrenatural o bienaventuranza. La diferencia entre los primeros y las segundas es que las virtudes, siendo infusas, pueden sin embargo ser actualizadas cuando el hombre quiere, mientras que los dones solo actúan por iniciativa divina: los dones son hábitos operativos ordenados como a fin a la perfección de las virtudes teologales, que disponen al hombre para seguir con prontitud la moción del Espíritu Santo, recibir con facilidad sus iluminaciones u obedecer con diligencia su iniciativa. Con las virtudes sobrenaturales, en definitiva, participamos de la vida del Espíritu Santo al modo humano; con los dones, al modo divino. Unas y otros crecen simultáneamente, pero «es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esta ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones» (Iraburu, José María: Por obra del Espíritu Santo. Pamplona: Fundación Gratis Date, 2007, p. 21. La cursiva es mía).

38    En cuanto que dones, no se puede hablar en sentido estricto de vicios opuestos. Sin embargo, sí que se pueden disponer mal las facultades para su actuación por parte de Dios, generándose así una serie de hábitos que, de algún modo, se oponen a los dones, sin que estos desaparezcan en estado de gracia. Así, frente al intellectus, la ciencia y la sabiduría tenemos el embotamiento (incapacidad para penetrar en lo íntimo de las cosas), la ignorancia (mal juicio respecto de lo particular) y la estulticia (mal juicio sobre el fin común de la vida), respectivamente. Por lo demás, si bien estos dones del entendimiento tienen una clara correspondencia con hábitos naturales, constituyen, como claramente se aprecia en sus definiciones, un complemento a la fe (y en el caso de la sabiduría, también y sobre todo a la caridad, como veremos).

39    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 202

40    «Respondeo dicendum quod ars nihil aliud est quam ratio recta aliquorum operum faciendorum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, co; cf. De virt., q. 1, a. 7).

41    «Ad secundum dicendum quod, quia ad hoc ut homo bene utatur arte quam habet, requiritur bona voluntas, quae perficitur per virtutem moralem; ideo philosophus dicit quod artis est virtus, scilicet moralis, inquantum ad bonum usum eius aliqua virtus moralis requiritur» (S. Th., I-II, q. 57, a. 3, ad 2).

42    Urdanoz, Teófilo: o. c., p. 204.

43    Ib.

44    «Dictum est autem supra quod aliquis habitus habet rationem virtutis ex hoc solum quod facit facultatem boni operis, aliquis autem ex hoc quod facit non solum facultatem boni operis, sed etiam usum. Ars autem facit solum facultatem boni operis, quia non respicit appetitum. Prudentia autem non solum facit boni operis facultatem, sed etiam usum, respicit enim appetitum, tanquam praesupponens rectitudinem appetitus. Cuius differentiae ratio est, quia ars est recta ratio factibilium; prudentia vero est recta ratio agibilium. Differt autem facere et agere quia, ut dicitur in IX Metaphys., factio est actus transiens in exteriorem materiam, sicut aedificare, secare, et huiusmodi; agere autem est actus permanens in ipso agente, sicut videre, velle, et huiusmodi. Sic igitur hoc modo se habet prudentia ad huiusmodi actus humanos, qui sunt usus potentiarum et habituum, sicut se habet ars ad exteriores factiones, quia utraque est perfecta ratio respectu illorum ad quae comparatur. Perfectio autem et rectitudo rationis in speculativis, dependet ex principiis, ex quibus ratio syllogizat, sicut dictum est quod scientia dependet ab intellectu, qui est habitus principiorum, et praesupponit ipsum. In humanis autem actibus se habent fines sicut principia in speculativis, ut dicitur in VII Ethic. Et ideo ad prudentiam, quae est recta ratio agibilium, requiritur quod homo sit bene dispositus circa fines, quod quidem est per appetitum rectum. Et ideo ad prudentiam requiritur moralis virtus, per quam fit appetitus rectus» (S. Th., I-II, q. 57, a. 4, co; cf. De virt., q. 1, a. 12).

45    «Verum autem intellectus practici accipitur per conformitatem ad appetitum rectum» (S. Th., I-II, q. 57, a. 5, ad 3), mientras que la del entendimiento especulativo lo es por conformidad con la cosa.

46    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 36; cf. In III Sent., d. 27, q. 2, a. 4, co, ad. 1 et ad. 2; cf. De Ver., q. 27, a. 5, ad 5.

47 Aristóteles: o. c., libro sexto, cap. XIII, 1144 b.

48    S. Th., II-II, q. 47, a. 7, co; cf. In III Sent., d. 33, q. 2, a. 3.

49    In III Sent., d. 33, q. 2, a. 5, co.

50    Belmonte, Miguel Ángel: “Aproximación a una genealogía de la prudencia”; en E-aquinas, año 3 (Agosto-2005), p. 11.

51    S. Th., II-II, q. 47, a. 8, co; cf. In Rom. 8, lect. 1.

52    La deliberación es una operación inmanente. No se trata, pues, de aconsejar o pedir consejo a otros —algo que también es importante—, sino de aconsejarse, sopesando los pros y los contras de una acción (cf. Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 45).

53 El matiz que diferencia a la prudencia de la sínesis es claro: «Unde dicit quod prudentia est praeceptiva, inquantum scilicet est finis ipsius determinare quid oporteat agere vel non agere, sed synesis est solum iudicativa» (Sententia Ethic., lib. 6, l. 9, n. 6).

54    Cf. In III Sent., d. 33, q. 3, a. 1, qc 3-4; De Virt., q. 1, a. 12, ad 26 et q. 5, a. 1; S. Th., I-II, q. 57, 55 Pieper, Josef: Las virtudes fundamentales. Madrid: Rialp, 2003, p. 17.

56    El hábito que se opone al don del consejo, en el limitado sentido en el que se puede hablar de vicios opuestos a los dones y que antes explicamos, es la precipitación del que osa obrar sin previa deliberación.

57    S. Th., II-II, q. 53, pr.

58    «En ella la voluntad no queda eximida de culpa, porque es ella quien zanja prematuramente la deliberación racional por motivos infundados, es decir, por ceder a caprichos o apetencias sensibles fáciles de satisfacer, o por soberbia» (Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 96). a. 6.

59    «De esa culpa, obviamente, la voluntad no queda eximida, pues ésta ha devenido débil para elegir, y cede ante la atracción de las pasiones» (Ib., p. 102).

60    «Un hombre inconstante es quien se despreocupa por flojera de llevar a cabo lo propuesto y lo decidido. Lo propuesto se debe al juicio práctico de la razón. Lo decidido, a la elección de la voluntad» (Ib., p. 105).

61    S. Th., II-II, q. 47, a. 9, co.

62    Si bien no todos ellos constituyen en sentido estricto vicios, sino más bien impedimentos para el ejercicio perfecto de la virtud, a cada una de las partes integrales de la prudencia se opone un hábito. Y así, podemos hablar de olvido, ignorancia, irracionalidad, negligencia, indocilidad, imprevisión, falta de circunspección y falta de cautela.

63    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 172.

64    Cf. Maquiavelo, Nicolás: El Príncipe, cap. XVIII.

65    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 173. La calumnia, la corrupción, la traición, el hurto, la especulación… también están implicadas no pocas veces en la astucia (cf. Ib., pp. 175-177).

66    «Et ideo concludit quod principaliter nostra sollicitudo esse debet de spiritualibus bonis, sperantes quod etiam temporalia nobis provenient ad necessitatem, si fecerimus quod debemus» (S. Th., II-II, q. 55, a. 6, co).

67    Cf. C. G., lib. 3, cap. 135; S. Th. II-II, q. 55, a. 7, ad 2.

68    Sellés, Juan Fernando: La virtud de la prudencia según Tomás de Aquino. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 1999, p. 177-179

69    S. Th., II-II, q. 47, a. 6, co.

70    S. Th., I-II, q. 94, a. 1, ad 2

71    «Sed synderesis movet prudentiam, sicut intellectus principiorum scientiam» (S. Th., II-II, q. 47, a. 6, ad 3).

72    García López, Jesús: o. c., p. 199.

73    Sellés, Juan Fernando: Los hábitos adquiridos. Pamplona: Cuadernos de Anuario Filosófico, 2000, p. 15.

74    «Prima autem principia demonstrationis […] sunt in nobis quasi instrumenta intellectus agentis, cuius lumine in nobis viget ratio naturalis» (De ver., q. 10, a. 13, co).

75    «Unde si aliquis habitus sit in intellectu possibili immediate ab intellectu agente causatus, talis habitus est incorruptibilis et per se et per accidens. Huiusmodi autem sunt habitus primorum principiorum, tam speculabilium quam practicorum» (S. Th., I-II, q. 53, a. 1, co).

76    Cf. In II Sent, d. 24, q. 2, a. 3, ad 5.

77    Cf. Quodl., III, q. 12, a. 1, co.

Waldo Villalpando

La esclavitud en la historia [1]

Adoptando diferentes modalidades, la esclavitud ha existido a lo largo de la historia humana, por lo menos desde los tiempos en que se tenga registro. En muchos casos ha constituido un modo de dominación adicional de un pueblo sobre otro siguiendo a la conquista militar. En otros, la práctica de someter a los seres humanos a un estado total de dependencia, constituyó una manera de organización económica íntimamente ligada a la producción de bienes o el estilo de vida de los pueblos.

Los grandes imperios antiguos –y sus extraordinarias obras arquitectónicas que todavía admiramos- se construyeron con mano de obra esclava. Así en la antigua Mesopotamia, India, China o Egipto. Pero también en otras civilizaciones, como en Grecia, Roma o los imperios precolombinos de América. El tratamiento difería adoptando en muchos casos formas bestiales (por ejemplo en la explotación de minas) y en otros casos, adoptando modos más benignos, cercanos a las actuales servidumbres domésticas. De ese modo, los esclavos fueron empleados en los hogares, comercio, construcción, transporte, explotación de recursos naturales y agricultura al punto de constituir una parte natural de la vida social sin considerar a la esclavitud una práctica éticamente objetable.

Algunos autores vinculan la esclavitud con la aparición de formas de tratamiento más humanitario. Por ejemplo, la costumbre de proteger y no eliminar a los prisioneros de guerra, exigencia del actual derecho internacional humanitario, se conecta con el objetivo de preservarlos para esclavizarlos, emplearlos en trabajos forzosos o algún modo de incorporación social [2]. No siempre los esclavos eran encerrados si no que en algunos casos gozaban de libertad de movimiento y de ciertos derechos como parece haber ocurrido en Atenas. Kitto [3] afirma que en esta polis “los esclavos gozaban en general de una considerable libertad y tenían protección legal… conducta bien conocida porque los espartanos se burlaban de que en las calles de Atenas los esclavos no se distinguían de los ciudadanos”. En la misma línea Géza Alföldy [4] sostiene que el estrato más oprimido del imperio romano no eran los esclavos, apreciados por sus amos y alimentados regularmente, sino los campesinos supuestamente libres pero que no tenían medios de subsistencia y que en la mayoría de las provincias carecían del beneficio de ser “ciudadanos romanos”.

En este contexto puede admitirse que el pensamiento antiguo no objetara la esclavitud, sino que la considerara como innata al sistema de vida de los pueblos. Así, Aristóteles, en consonancia con su época, sostiene que “la economía doméstica, para ser completa, debe comprender hombres libres y esclavos” Y para justificar la esclavitud recurre al único aporte que caracteriza al esclavo: su fuerza física: “A veces uno es inferior a sus semejantes, tanto como lo son el cuerpo respecto del alma y el bruto respecto del hombre. Tal es la condición de todos aquéllos en quienes el empleo de las fuerzas corporales es el mejor y el único partido que puede sacarse de su ser. Entonces se es esclavo por naturaleza” [5].

Las grandes religiones monoteístas tendieron a mitigar las condiciones y el tratamiento a los esclavos, sin llegar a eliminar la propia institución. En el Antiguo Testamento se admite la esclavitud pero se establecen limitaciones temporales: la liberación al séptimo año de la adquisición del esclavo, la libertad de todos los  esclavos en el Jubileo (cada cincuenta años)  y el tratamiento benigno (Ex 21 1-11; Lv 25, 35-55; Dt 15, 12-18). El cristianismo predica el mensaje de que todos los hombres –libres o esclavos– son hijos de Dios de modo que su doctrina implícita es contraria a la esclavitud. Sin embargo, San Pablo solo exhorta a los siervos a servir con respeto y responsabilidad al patrón, y a éste, tratar sin abusos a los siervos (Ef 6, 5-9; Col 3, 22; Tm 6, 1-2). No hay mención explícita en  el Corán sobre la esclavitud propia de su tiempo, pero las interpretaciones más reconocidas consideran que el islamismo es contrario a la esclavitud y que en realidad el Corán propende a su eliminación gradual [6].

El hecho de que la esclavitud sea atenuada y la práctica judía de liberar a los esclavos a los siete años (repitiendo el ciclo de la creación del mundo realizada en seis días y descansar el séptimo aceptado por las tres religiones monoteístas) no es exactamente contradictoria, sino que debe interpretarse como un modo de reparar la injusticia humana. Refiriéndose a la ley judía de liberación de esclavos cada siete años, Crossan [7] se pregunta qué lógica hay de esta práctica si, por otro lado, no se prohibía la esclavitud. ¿Cuál es la lógica detrás? ¿Por qué deben liberarse los esclavos? Los matrimonios, por ejemplo, no se divorcian a los siete años. Estas leyes tienen sentido sólo si hay un supuesto constitucional de que la justicia divina involucra la igualdad radical… involucra un rechazo incesante de la desigualdad que insiste en imponerse entre los hombres”. En suma, las religiones monoteístas de hace algunos siglos consideraban la esclavitud como injusta sobre la base del principio de igualdad del género humano ante Dios. Sus efectos más negativos debían ser evitados pero la institución en sí se admitía.

Durante el período medieval el Imperio Otomano fue el principal captador de esclavos negros provenientes del Sur del Sahara. Una de las rutas, conocida como “transahariana” atravesaba el desierto del Magreb en dirección al Medio Oriente. Esta travesía era especialmente dura. Austen [8] calcula que solo en el cruce del desierto hacia Marruecos morían alrededor del 5% de los esclavos transportados, pero si se iba en dirección a la actual Libia podía alcanzar el 20% e incluso “terminar en una hecatombe”. Este tráfico es menos conocido porque se realizaba por tierra pero se prolongó por siglos. El mismo Austen [9] estima que aproximadamente diecisiete millones de africanos negros habrían sido capturados y esclavizados entre los siglos VII a XIX. Aunque históricamente menor, la práctica todavía continúa, particularmente con mujeres [10]. Volveremos sobre este tema.

Una alternativa al tráfico esclavo partía del África Oriental hacia Asia con diversas bases costeras, la más conocida, la isla de Zanzíbar (etimológicamente “costa de negros”, hoy, parte de Tanzania) de las que salían convoyes en dirección al sudeste asiático e incluso hacia el Río de la Plata. En Asia, el destino eran India y China, en cuyo puerto de Cantón se había asentado un establecimiento de comerciantes árabes [11]. De hecho, la esclavitud y su comercio recién fue abolida en Zanzíbar en 1897 bajo el sultanato de Hamoud bin Mohammed. Mauritania sólo prohibió legalmente la esclavitud en 1982.

Un tercer itinerario esclavista hacia Turquía se desarrolló en el Mar Mediterráneo desde la fundación de la Regencia de Argel (1541) bajo dominio otomano y dentro del proceso de islamización de África del Norte. Entre los siglos XVI y XIX, Argel se convirtió en una potencia militar marítima que controló el comercio de toda la cuenca del Mediterráneo. Este dominio acabó en 1847 con la conquista de la actual Argelia por Francia y la progresiva decadencia  del imperio otomano. Durante los siglos de dominación turca se desarrolló también un intenso tráfico de esclavos provenientes de otras regiones. Se capturaban mujeres para los harenes especialmente en Europa Oriental (la palabra “esclavo” proviene de la voz “eslavo”; de ahí surge también el giro “trata de blancas” con que se identificó a la prostitución forzosa femenina). El secuestro de la población eslava coincide, a su vez, con el período de guerras internas del siglo X y siguientes que asolaron la actual Europa Oriental. Desde el siglo XVI esta práctica se vio reforzada por los piratas que incursionaban por el Mar Mediterráneo, muchos de ellos europeos, aliados a los turcos, como lo fueron los hermanos Barbarroja, fundadores de la Regencia. Las mujeres capturadas ingresaban a los harenes o burdeles y los hombres eran destinados a trabajar en las canteras y las minas de sal.

Durante el período medieval, en Europa propiamente dicha, se desarrollaron formas alternativas de dependencia, que fueron las bases del régimen feudal. De hecho, este sistema, llamado de servidumbre o gleba, se desarrolla con la caída del Imperio Romano y la inseguridad general que acompaña a la fragmentación política del imperio. Así, el pequeño propietario y otros individuos se confían o se venden al señor feudal, que, a su vez, les provee de protección contra invasores o maleantes. El sistema se aproxima a una forma contractual  de mutua prestación de servicios, en el que las partes intercambian libertad por seguridad: Se comenta de un dicho en boga en la Edad Media, la posesión feudal estable vale más que una propiedad insegura [12].

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La trata masiva de esclavos africanos hacia América

La conquista de América por los países europeos llevó consigo la restauración de la esclavitud a fin de explotar las riquezas mineras y agrícolas del nuevo continente. Como ya se ha dicho los africanos subsaharianos habían sido por siglos víctimas de incursiones de levas  de esclavos por parte de los árabes del norte de África. Sin embargo, las nuevas necesidades económicas de América generaron un comercio en gran escala de africanos hacia América y secundariamente, también hacia Europa. Se abrió otro itinerario de comercio esclavista, una suerte de triángulo de comercio esclavo entre los países costeros de Europa, el occidente de África y este de América principalmente el Caribe y Brasil.

El tráfico de esclavos negros desde la costa occidental africana fue sustancialmente un negocio privado desarrollado empresarialmente con “licencias” otorgadas por las autoridades coloniales europeas [13] En su origen la trata fue un asunto organizado en pequeña escala pero ya en el siglo XVI se transformó en un formidable negocio de traslado forzoso de población negra hacia América para someterla a condiciones de esclavitud absoluta. Su dureza variaba según los patrones o las circunstancias. Entre los siglos XVI a XIX este proceso –equivalente al árabe, musulmán en Oriente- fue planificado y desarrollado cuidadosamente. Las estadísticas de la población deportada y sometida a esclavitud desde África Occidental solamente, o bien muerta en el intento, sigue siendo polémica aunque puede considerarse que entre 15 y 20 millones de africanos la habrían sufrido [14].

Sirva de ilustración el cuadro que se acompaña elaborado por la UNESCO que proyecta la magnitud y dirección de este trágico negocio. Bajo el título de “La ruta del esclavo” se proyecta una síntesis de este “itinerario de la inhumanidad” como lo define la propia Organización. En los cuadros adicionales se puede observar los inicios del comercio de esclavos africanos en los siglos XV y XVI, su apogeo en el siglo XVIII y su progresiva decadencia a partir del siglo XIX [15].

Aun después de la abolición formal de la esclavitud, algunas regiones africanas, particularmente la del Congo, continuaron siendo un centro de explotación esclava. En 1884 se creó unilateralmente el Estado Libre del Congo que las potencias coloniales donaron al rey de Bélgica Leopoldo II personalmente (no a Bélgica). Bajo su monarquía se organizó la explotación forzada del caucho y del marfil que convirtió al Congo en una suerte de campo de concentración para la producción, en el que murieron alrededor de diez millones de africanos, además de millones de mutilados [16]. Esta ocupación terminó formalmente en 1908 cuando Leopoldo II “donó” ese territorio al reino de Bélgica. Sin embargo, los establecimientos de producción (quizás en condiciones más benignas) continuaron hasta la independencia del país (hoy República Democrática del Congo) en 1960.

Las denuncias por estos hechos son bien conocidas. Además de las investigaciones emprendidas por otros países e instituciones cabe citar las obras literarias de Joseph Conrad (El corazón de las tinieblas) y Mario Vargas Llosa (El sueño del celta) así como la cinematográfica de Francis Ford Cóppola (Apocalypse now, cuyo guión se inspira en la obra de Conrad combinada con escenas de la guerra de Vietnam))

El abolicionismo

Los movimientos abolicionistas de fines del siglo XVIII surgieron especialmente en Inglaterra de las nuevas iglesias protestantes disidentes del anglicanismo. Tal fue el caso del fundador de la Iglesia Metodista, Juan Wesley, que en 1774 publicó “Pensamientos sobre la esclavitud” donde polemizó con la Iglesia Anglicana y calificó la esclavitud como “el más execrable de los comercios… y escándalo de Inglaterra y la Humanidad”. Lo propio ocurrió con la Iglesia de los Amigos, más conocida como “cuáqueros” que se opuso a la esclavitud desde su origen, tanto en Gran Bretaña como en EEUU.

En Inglaterra, el punto de inflexión en la lucha contra la esclavitud lo constituyó el caso de un esclavo negro llamado Jonathan Strong que había sido golpeado brutalmente y abandonado por su amo. El conocido escritor Granville Sharp lo recogió y curó. Cuando Strong sanó, su amo anterior pretendió recuperarlo como esclavo. La lucha para que se declarara su liberación fue defendida pública y clamorosamente por el propio Granville Sharp. El Tribunal Supremo inglés finalmente dispuso su liberación en 1765. Desde entonces Sharp se convirtió en un conocido promotor del abolicionismo y denunciante de los excesos de la esclavitud.

Entre tantos otros luchadores abolicionistas es justo mencionar a William Wilberforce, miembro de la Cámara de los Comunes que mantuvo durante unos quince años en el Parlamento un proyecto de ley de abolición de la esclavitud (que sistemáticamente era rechazado por  la Cámara), hasta que finalmente se aprobó en 1807. También Thomas Clarkson, fundador en Londres de la “Sociedad para efectuar la abolición de la Esclavitud”. Otro conocido luchador fue Olaudah Equiano, ex esclavo que logró su liberación y pudo educarse en Londres. Publicó sus memorias y varios libros de apasionada defensa del abolicionismo. Entre otras posturas defendía los matrimonios mixtos como modo de superar el racismo y él mismo se casó con una ciudadana inglesa (Susannah Cullen) con quien tuvo dos hijas.

Similares movimientos siguieron en otros países europeos hasta la abolición de la esclavitud: así, en Inglaterra, a partir de 1807 con diversas leyes que confirmaron la abolición definitiva y en Dinamarca desde 1802. En Holanda y Francia en 1815. La libertad de vientres fue declarada en España en 1870 pero solo aplicada contra el tráfico negrero de modo gradual en los años siguientes. Portugal abolió la esclavitud formalmente en Brasil en 1888. En la medida que los países latinoamericanos se independizaron durante el siglo XIX, se aprobaron leyes contra la esclavitud: libertad de vientres, prohibición del comercio esclavista, abolición total de la esclavitud. En Estados Unidos, la esclavitud fue abolida luego de la Guerra de Secesión, en 1865. En Argentina la “libertad de vientres” se declaró en 1813, tres años después de iniciado el proceso de independencia colonial y la abolición total quedó consagrada como principio constitucional en 1853.

Por otro lado, la evolución que llevó consigo la revolución industrial en Europa, colaboró en la decadencia del esclavismo como sistema económicamente rentable. La organización de la producción de bienes industriales se encaminó hacia un régimen de patrón-asalariado, que técnicamente era más eficaz que la esclavitud. Sin embargo, la producción de bienes primarios, servicios y extracción de recursos naturales, la explotación sexual, continuaron y aún continúan siendo reductos de la trata humana, principalmente en los países menos desarrollados.

La legislación internacional

•  El Acuerdo de Bruselas

La prohibición de someter a esclavitud a los prisioneros de guerra o la población civil durante un conflicto figuraba ya en el Código de Lieber (1863¸ arts. 23, 42 y 58). Este documento, uno de los antecedentes más importantes del actual Derecho Internacional Humanitario fue elaborado en ocasión de la Guerra de Secesión.

A su vez, los movimientos abolicionistas que ya existían en casi todos los países europeos y Estados Unidos, lograron finalmente convocar, con el apoyo del rey Leopoldo II de Bégica [17], una Conferencia Internacional realizada en Bruselas en 1889/1890. En ella se dispuso la abolición de la esclavitud y penalizar su comercio, la vigilancia de su aplicación y la limitación o prohibición del consumo de alcohol (puesto que la captura se facilitaba alcoholizando previamente a las víctimas del comercio). Lo importante de esta Conferencia son los Estados signatarios, 17 en total, que comprendían las grandes potencias colonizadoras de África más algún invitado extraterritorial que brindó una imagen cosmopolita. Firmaron el acuerdo Alemania, Austria, Bélgica, Congo (de hecho bajo dominio de la corona belga), Dinamarca, España, Estados Unidos, Francia, Gran Bretaña, Holanda, Imperio Otomano (invitado por sus intereses en África y así asociar a un país musulmán), Italia, Persia, Rusia, Suecia / Noruega (por entonces un solo reino) y Zanzíbar (en la época bajo dominio inglés, hoy parte de Tanzania). Más tarde se adhirió Japón.

•  Convención sobre la Esclavitud (1926).

La Declaración de Bruselas fue confirmada en 1919 poco después de la terminación de la Primera Guerra en la Convención de Saint Germain en Laye. La Sociedad de las Naciones creó una Comisión Temporal Preparatoria para la abolición y castigo de la esclavitud en junio de 1924. Esta Comisión redactó la Convención sobre la Esclavitud que fue firmada en Ginebra el 25 de septiembre de 1926. Además de prohibir la esclavitud, la Convención tenía por objeto impedir que el trabajo forzoso se convirtiera en una condición análoga. Se trata del primer gran documento de vocación universal que protege un derecho fundamental de los seres humanos.

De un modo casi pedagógico, el art.1 define, de un modo sencillo lo que entiende por esclavitud y trata de esclavos:

”La esclavitud es el estado o condición de un individuo sobre el cual se ejercitan los atributos del derecho de propiedad o algunos de ellos.

La trata de esclavos comprende todo acto de captura, adquisición  o cesión de un individuo para venderle o cambiarle; todo acto de cesión por venta o cambio de un esclavo, adquirido para venderle  o cambiarle, y en general todo acto de comercio o transporte de esclavos” [18].

En consecuencia, los Estados se comprometen (art. 2) a:

a)       prevenir y reprimir la trata de esclavos;

b)       procurar de una manera progresiva, y tan pronto como sea posible, la supresión completa de la esclavitud en todas sus formas.

Además, los Estados se obligan a adoptar todas las medidas necesarias para que las infracciones a esta Convención sean “castigadas con penas severas” (art. 6). En caso de diferencias en la interpretación o la aplicación, los Estados se someten a la decisión de la Corte Permanente de Justicia (hoy en día su sucesora, la Corte Internacional de Justicia).

A fin de evitar formas encubiertas de esclavitud, particularmente el trabajo forzoso, el art.5 de la Convención establece que los Estados deben “tomar todas las medidas pertinentes para evitar que el trabajo forzoso u obligatorio lleve consigo condiciones análogas a la esclavitud”.

•        Convención suplementaria sobre la abolición de la esclavitud, la trata de esclavos y las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud” (1956).

Treinta años más tarde, luego de la Segunda Guerra y teniendo a la vista la Declaración Universal de los Derechos Humanos, se sancionó una nueva Convención en línea con la de 1926 a tal punto que le agregó la calificación de “suplementaria”. En efecto, la Convención de 1956 confirma la vigencia de la anterior pero amplía notablemente su alcance y precisión.

Como base las definiciones genéricas de “esclavitud” y “trata de esclavos” reproducen las expuestas en la Convención de 1926 (art. 7). Pero lo importante es que se profundiza en otras situaciones análogas que a partir de entonces se han considerando como equivalentes a esclavitud, a saber (art. 1):

a)       La servidumbre por deudas. En consonancia el tradicional principio jurídico de no admitir la prisión por deuda.

b)       La servidumbre de la gleba. Se entiende por ella la condición de la persona que queda obligada por la ley, la costumbre o un acuerdo a vivir y trabajar sobre una tierra que pertenece a otra persona y prestar al dueño determinados servicios “sin libertad para cambiar su condición”.

c)       La dependencia de la mujer. Se prohíbe la sujeción involuntaria de la mujer a su marido o a su clan cuando: i) sin libertad para oponerse, es prometida o dada en casamiento por una suma de dinero o en especie: ii) el marido de la mujer, la familia o el clan del marido tienen el derecho de cederla a un tercero; iii) a la muerte de su marido puede ser transmitida por herencia a otra persona.

d)       La especial protección del menor. Es considerada análoga a la esclavitud toda situación o práctica en virtud de la cual un niño o joven [19] menor de 18 años es entregado por sus padres o uno de ellos o su tutor a otra persona mediante remuneración o sin ella con el propósito de explotar la persona o el trabajo del niño o joven.

Los Estados Partes asumen diversas obligaciones ahora mucho más específicas que las de 1926. Por ejemplo, prescribir disposiciones para garantizar la libre voluntad de los contrayentes a contraer matrimonio y la creación de un registro matrimonial (art.2); prohibir y castigar el transporte o el intento de transportar esclavos de un país a otro y específicamente impedir y castigar el transporte de esclavos en buques o aeronaves autorizados a enarbolar el pabellón nacional; impedir que sus puertos, aeropuertos o costas sean utilizados para el transporte de esclavos (art.3). Queda igualmente prohibido mutilar, marcar a fuego o por otro medio a un esclavo o a una persona en condición servil, sea para indicar su condición, castigarlo o cualquier otra razón (art. 5).

En acuerdo con todo lo anterior, todo esclavo que se refugie a bordo de un buque de un Estado Parte quedará libre ipso facto (art. 4). Esta disposición es luego reproducida en el art. 99 de la Convención del Mar.

Los Estados quedan obligados también a que las prácticas de esclavitud descriptas en la Convención sean castigadas penalmente dentro de sus territorios (art. 6). Se establecen diversas formas de cooperación entre los Estados (art. 8).

Los Estados que ratifiquen la Convención no podrán formular reserva alguna a la Convención (art. 9). Cualquier conflicto que surja de la interpretación de esta Convención que no pueda se resuelta por negociación será sometido a la Corte Internacional de Justicia (art. 10).

•        Declaración Universal de los Derechos Humanos. Estatuto de la Corte Penal Internacional

La Declaración Universal de los Derechos Humanos fue aprobada en 1948. Consagró como un derecho personalísimo (art. 4) el de no ser sometido a esclavitud o servidumbre. Declara además que la esclavitud y la trata de esclavos están prohibidas en todas formas.

Prosiguiendo antecedentes penales internacionales, los Estatutos de Nuremberg (1945), y de los Tribunales Penales Internacionales para la Ex Yugoslavia (1993) y para Rwanda (1994), el del Estatuto de la Corte Penal Internacional (1998) estableció que la práctica de la esclavitud es crimen de lesa humanidad. Es interesante notar que la definición de este Estatuto, si bien breve, recoge, por un lado, la tradicional definición de la Convención de 1926, pero agrega una mención nueva al referirse específicamente a mujeres y niños, en consonancia con futuros documentos internacionales (por ejemplo, el Protocolo del año 2000 que se menciona más adelante) que prohibirán con mayor precisión la trata de estos grupos de personas para la prostitución. La definición de la Corte dice así:

“Por esclavitud se entenderá el ejercicio de los atributos del derecho de propiedad sobre una persona, o de algunos de ellos, incluido el ejercicio de esos atributos en el tráfico de personas en particular de mujeres y niños” (art. 7 inc. c)

Tanto la Convención contra la Esclavitud de 1956 como el Estatuto de la Corte Penal Internacional han sido ratificados por Argentina.

La trata de personas en la actualidad.

Formas análogas a la esclavitud se reflejan en nuestros días principalmente en la trata de personas, práctica que ha aumentado de modo alarmante con la aparición de la criminalidad organizada transnacional. La Organización Internacional del Trabajo (OIT, en inglés ILO) estima que la trata involucra unas 2.450.000 víctimas provenientes de 127 países. El total de las ganancias ilícitas obtenidas se calcula, para un año solamente, en treinta y dos mil millones de dólares (32.000.000.000) [20].

La trata de personas de nuestros días tiene, generalmente, dos objetivos: a) la explotación laboral, incluyendo la mano de obra infantil; b) la explotación sexual. Esta última práctica supera ampliamente a la anterior y tiende a ser acompañada de algún tipo de violencia. Aproximadamente dos tercios de las personas traficadas son mujeres y un 79% de ellas destinadas a la prostitución. Si bien existe algún tipo de decisión personal, ésta se ve distorsionada por la violencia, las amenazas de violencia contra ella o sus familias, o bien engaños diversos, seguidos de violencia o abuso de la vulnerabilidad [21].

La criminalidad organizada transnacional ha dado un nuevo relieve a este delito mediante la creación de una suerte de red de cómplices que operan en el reclutamiento, la concentración en áreas de partida hacia el exterior, la falsificación de documentos, el transporte internacional,  la nueva localización y la distribución en burdeles o zonas de explotación. Se aplica un capital significativo, utilización de una tecnología de avanzada, transporte rápido y, por supuesto, la corrupción a todo nivel. Si bien la mayor parte de las víctimas proceden de los países menos desarrollados no ocurre en todos, sino en aquéllos en que opera la criminalidad organizada [22].

La legislación internacional sobre la trata de mujeres

La elaboración de los instrumentos interestatales contra la trata de mujeres se inicia con el Acuerdo Internacional del 18 de mayo de 1904 firmado en París por doce Estados, todos ellos europeos. Le siguió el Convenio Internacional relativo a la Trata de Blancas, también firmado en París, en mayo de 1910. En ambos documentos los Estados se comprometen a castigar los que hayan “contratado, arrastrado o desviado… a mujeres o niñas menores con el fin de libertinaje”, aun con su consentimiento (art.1) o bien la misma conducta respecto de mujeres mayores cuando mediara fraude, violencia, amenazas, abusos de autoridad u otro medio de sujeción para “satisfacer las pasiones de otros o con el fin de libertinaje” (art.2). Otros dos documentos auspiciados por la Sociedad de las Naciones en los años 1921 y 1933 respectivamente completaron algunos términos ambiguos de esta legislación. Después de la Segunda Guerra, en 1949, las Naciones Unidas, promovieron la firma de un nuevo Convenio para la represión de la trata de personas y de la explotación de la prostitución ajena que avanzó notablemente sobre la materia.

Sin embargo, en todos estos documentos la definición del delito de trata de mujeres era incompleta, lo que les ha restado eficacia legal. La insistencia de una adecuada definición, en este caso como en muchos otros delitos internacionales, no es sólo una cuestión de buena técnica jurídica, sino que representa el acuerdo de Estados de todo el mundo para calificar una conducta como universalmente sancionable más allá de los diversos sistemas jurídicos, las costumbres sociales y culturas, punto aun más controvertido cuando se refiere a las relaciones de sexo.

Recién en el año 2000 se alcanza un acuerdo internacional para definir el delito de trata de mujeres en el “Protocolo de Naciones Unidas para Prevenir, Reprimir y Sancionar la Trata de Personas, especialmente Mujeres y Niños”. Este documento es anexo a la Convención Internacional contra la Delincuencia Organizada Transnacional aprobada por la Asamblea General también en Noviembre 2000. Como se ha dicho, el Protocolo salva la carencia de una definición internacional suficientemente amplia y eficaz [23]. En síntesis, el delito se describe así:

i.        La captación, transporte, traslado, acogida o recepción de personas;

ii.       utilizando medios indebidos (amenaza de usar la fuerza, coacción, rapto, fraude, engaño, abuso de poder, vulnerabilidad de la víctima o lograr su disponibilidad mediante beneficios a favor de quien tenga autoridad sobre ella;

iii.      con el fin de la explotación sexual, trabajos o servicios forzados, esclavitud o situaciones análogas, por ejemplo servidumbre y extracción de órganos.

iv.      Se aclara, además, que cualquiera de las acciones previstas se considerará “trata de personas” cuando se trate de niños (toda persona menor de 18 años) aunque haya mediado consentimiento de las víctimas o sus familias.

Tanto el Protocolo como la Convención no son meras proclamaciones sino instrumentos objetivos que permiten alcanzar uniformidad jurídica internacional para combatir la explotación de seres humanos. Se busca así salvar la gran dispersión jurídica que existe entre los países, obstáculo esencial para una eficaz acción internacional. Castiga también las actividades delictivas anexas a saber: la complicidad así sea circunstancial, la corrupción, el blanqueo de dinero y la obstrucción de la investigación. El análisis de estas Convenciones y su problemática implica un estudio más profundo y especializado que será materia de un trabajo separado.

* * * * *

Si bien las formas históricas más vergonzantes de la esclavitud ya no existen y la condena universal de esa práctica es un hecho, el crimen como tal no ha desaparecido. Persiste a través de lo que ahora se llama trata de personas. Las modernas formas de este crimen son producto de las nuevas condiciones materiales, entre ellas, la globalización, el perfeccionamiento de los medios de comunicación, la facilidad y abaratamiento del transporte, la sobrepoblación mundial, la pobreza endémica de vastas regiones del globo y la aparición del crimen organizado transnacional. Hoy al menos existe una legislación apropiada y que ha ido adquiriendo validez y consenso internacional.

Sin embargo, un comportamiento personal sigue siendo un factor fundamental en la trata de personas y en otros crímenes transnacionales: la corrupción. Estos delitos proliferan sobre la base del soborno, la “vista gorda” de funcionarios y políticos, la obstrucción a las investigaciones, la complicidad en actos menores pero esenciales al crimen mayor y las múltiples variaciones de la inmoralidad. La persistencia de la esclavitud en buena medida refleja la crisis ética individual que a veces parece superar los ideales de justicia e igualdad del género humano. La lucha contra la esclavitud es también, y de modo esencial, una lucha contra la corrupción y en favor de la transparencia personal.

Waldo Villalpando, en dialnet.unirioja.es/

Notas:

1      Para el enfoque general consultamos la siguiente bibliografía: Bastide, Roger, Las Américas negras, Alianza, Madrid, 1969. Ferro, Marc (Coordinador). “El libro negro del colonialismo”, La esfera de los libros, Madrid, 2005. Lengellé, Maurice,”La esclavitud”, Icaria, Barcelona, 1971. Manis, Daniel y Cowley, M. “Historia de la trata de negros”, Alianza, Madrid, 1970. Thomas, Hugh, “La trata de esclavos. Historia del tráfico de seres humanos de 1440 a 1870”, Planeta, Barcelona, 1998. UNESCO, “La ruta del esclavo”, http:/www.lacult.org/docc. Otras fuentes se indican en el texto.

2      Sassoli, Marco, Bouvier, Antoine A., “How does law protect in war?”, Internacional Committee of the Red Cross, Ginebra, 2006, p.83

3      Kitto, H.D.F., “Los griegos”, Eudeba, Buenos Aires, 1962, p.182

4      Alföldy, Géza , Historia Social de Roma, Alianza, Madrid, 1996, p. 145 y ss.

5      Aristóteles, “Política”, Libro I, Cap. II

6      Tapsir Nemune, dirigida por el Ayatollah Nazer Makarem Shirazi, Qom 1993, T.21, p.410 y ss.

7      Crossan, John Dominic, El nacimiento del Cristianismo, Emecé Editores, Buenos Aires, 2003, p. 569

8      Austen, Ralph. The trans-Saharan slave trade, a tentative census, Geremy Arcons, The uncommon market, 23-76. También de Austen, African Economic History, James Currey, 1997, pp.275 y ss.

9      Ídem ant.

10      Un film norteamericano, Ashanti (1979), denuncia este comercio en la actualidad a través de la historia de una operación de secuestro de una médica, que es llevada al norte de África a través del desierto para ser vendida como esclava sexual. El papel del mercader de esclavos en la ficción es desempeñado por Peter Ustinov (1921-2004), un reconocido actor que defendió causas humanitarias desde la pantalla y fuera de ella.

11      Heers, Jacques, Les négriers en terres de l’Islam (vi – xvi siècle), Perrin, París, 2003, p. 117 y ss.

12      Touchard, Jean, Historia de las ideas políticas, Tecnos, Madrid, 1964, p. 132.

13      Véase el espeluznante documento sobre la organización técnica de la captura, transporte y depósito de los esclavos. Se hace una descripción de la logística, el transporte, la seguridad de la mercancía (los esclavos) y las directivas para rentabilizar el negocio. En “Los depósitos de los esclavos como artefactos de funcionamiento múltiple”, ponencia para las VII Jornadas Latinoamericanas de Estudios Sociales y Técnicos, 2008, firmado por Lalouf, A., Santos, G. y Buch, A.

14      Producto de diversas fuentes ya citadas. Este cálculo en particular proviene de Becker, Charles, “Les effets démographiques de la traite des esclaves en Senegambie”, de “De la traite de l’esclavage”, acts du Coloque de Nantes,tomo 2, CRHMA y SFHOM, Nantes, París, 1988. Citado y ampliado a su vez por Diop-Maes, Louise, “Historia de la Esclavitud”, Le Monde Diplomatique, Diciembre 2007. Similar recopilación de información en “De África a la plantación” de Carlo Caranci, en el dossier “La abolición de la esclavitud” de “La aventura de la Historia”, Septiembre 2007. Téngase en cuenta que a los africanos transportados efectivamente para esclavizarlos debe agregarse los muertos en las guerras de captura y las marchas hacia la costa, además, los muertos en los barracones de los barcos durante la travesía y los echados al mar para eliminar pruebas cuando comenzó a perseguirse la trata.

15      Fuente: UNESCO, Joseph Harris,, La ruta del esclavo, Ver en portal UNESCO The slave route Map, 2006.

16      Forbath, Peter, The River Congo, The discovery, exploration and exploitation of the world’s most dramatic river, Harper and Row, New York, 1991. Nzongola Ntalaja, The Congo from Leopold to Kabila:a people history, Zed Books Limited, New York, 2002.

17      A pesar del régimen de explotación que instauró en el Congo, Leopoldo II promovió, por otro lado, iniciativas sociales y humanitarias que resultan incompatibles con su política personal en África. Por ello, y por mucho tiempo el rey Leopoldo mantuvo la imagen de hombre filántropo y sensible a los problemas sociales

18      El primer párrafo de esta definición se reproduce en la Convención Suplementaria de 1956 y define el delito de lesa humanidad de “Esclavitud” en el Estatuto de la Corte Penal Internacional (art. 7, párrafos.1 c) y 2 c)

19      En ambos casos se entiende masculino o femenino

20      ILO, A Global Alliance Against Forced Labour, Ginebra, 2006. La Oficina de Naciones Unidas contra el Crimen y la droga (UNODC en sus siglas en inglés) mantuvo ese cálculo en su Informe 2010, The globalization of the Crime, Viena., 2010, p. 39.

21      Ídem ant.

22      La descripción de los pasos de la prostitución transnacional son descriptos por Denisova, Tatiana, Trafficking in Women and Children for Purposes of Sexual Exploitation, Law Department, Zaporishie State University, http:/ (www.childrentrafficking.com//Docs/Derisova. También en UNODC, The globalization…, op.cit., p.45.

23      En el preámbulo del Protocolo se comenta que “si bien existe una gran variedad de instrumentos jurídicos internacionales que contienen normas y medidas prácticas para combatir la explotación de las personas, especialmente las mujeres y niños, no hay instrumento universal que aborde todos los aspectos de la trata de personas” (párr.3).

Eduardo Sanz de Miguel

1.        Introducción

Adolf  Loos, el precursor de la arquitectura moderna, explicaba: "Escribo para hombres que poseen una sensibilidad moderna. Para hombres que se consumen en la añoranza del Renacimiento o del Rococó, para esos no escribo". Y todo el sueño de la gran arquitectura moderna ha sido el poner al hombre en "hábitats" de aluminio y cristal para una vida nueva y el nacimiento de un hombre nuevo... En buena parte, el propósito de esta arquitectura ha sido un largo fracaso» (José Jiménez Lozano)

A lo largo del pasado siglo XX hemos asistido a una evolución radical en las costumbres, las relaciones, los valores y las creencias de nuestra sociedad. Naturalmente, esto ha tenido también su reflejo en el Arte. Los poderes políticos, los museos, los medios de comunicación social... han dado su apoyo incondicional a las vanguardias que separaban la creación artística de los cánones de belleza. Estaba vetada toda referencia al realismo, a la tradición, a la permanencia, a la mesura. Para ser modernos había que romper con lo anterior e inventarlo todo cada día. Una corriente de pensamiento, una escuela, una moda, quedaban anticuadas en pocos años. El arte ya no se entendía como un reflejo de la belleza eterna ni como una búsqueda de la armonía; debía manifestar la descomposición de nuestra sociedad y de sus estructuras.

Se pasó de habitar en casas familiares, normalmente heredadas de los mayores, a apartamentos anónimos y funcionales, despojados de toda pretensión estética. En las viejas casas, la distribución de los espacios, las paredes irregulares y los mismos muebles proclamaban la estética de lo hecho a mano, reflejaban las huellas de la historia (de la gran Historia y de las pequeñas historias familiares). En los nuevos «pisos» no había espacio para los viejos muebles. Los objetos de conglomerado, plástico, aluminio o cristal ocupan menos espacio y son más fáciles de limpiar. Pero no hablan de los esfuerzos de quienes los realizaron ni van asociados a recuerdos, por lo que no se reparan cuando se estropean o pasan de moda, sino que se cambian por otros. Algo similar se vivió en la Iglesia: los nuevos templos copiaban las naves industriales, se retiraron los santos a las sacristías, los ornamentos bordados en seda fueron sustituidos por otros de nailon o poliéster, los cálices labrados en plata por otros lisos de barro o de metales oscuros (todos iguales, todos realizados en serie, todos sin alma). Curiosamente, la mayoría vivió este proceso como una liberación.

A pesar de todo, en el corazón humano anida una obstinada nostalgia por los lugares y los objetos relacionados con nuestra infancia o que conservan la huella de las manos que los realizaron o los utilizaron. En las nuevas viviendas se ha regresado al ladrillo cara vista, a los acabados en madera, a las decoraciones tradicionales. Incluso los apartamentos comprados en los años 60-70 se han ido llenando de maderas torneadas, cerámicas, piezas de artesanía, objetos provenientes de anticuarios, curiosidades adquiridas en bazares... No es nada extraño encontrar en viviendas privadas un incensario, la columna de un retablo, o unas sacras retiradas de alguna iglesia.

Todo este proceso al que hemos hecho referencia ha influido en nuestra vida más de lo que a veces pensamos. El tipo de viviendas y los objetos con los que nos relacionamos han cambiado nuestra percepción del entorno y las relaciones inter-generacionales. Por poner sólo un par de ejemplos: Los abuelos o los familiares que llegan de visita ya no caben en nuestras casas; un cuadro o una imagen de la Virgen ya no tienen valor por lo que representan, sino por su condición de antigüedad, por su precio en el mercado. Muchas manifestaciones tradicionales de piedad han pasado a un desuso casi generalizado (las 40 horas, los 7 domingos de S. José, triduos y novenas, la música del órgano, el incienso, las capas pluviales...). Algunas veces han sido sustituidas por clases de Biblia o por el rezo de la Liturgia de las Horas. En otras ocasiones han dejado un vacío que se ha ocupado con telenovelas o paseos al Corte Inglés.

Hay que reconocer que las viejas fórmulas del culto y los antiguos espacios sagrados, aunque recubiertos por un polvo de siglos y necesitados de una revisión, mantenían el sentido del misterio, hacían tomar conciencia de lo sagrado, de los valores eternos e inmutables. Se necesitaba una reforma radical que simplificara el culto y la vida, aunque a veces se hayan producido tensiones y el resultado final no ha sido siempre el deseado. Curiosamente, hoy son los jóvenes los que recuperan el canto gregoriano y restauran lo que la generación anterior había condenado al olvido. Si hace unos años se insistía en la necesidad de odres nuevos para el vino nuevo (Mt 9, 17), hoy se subraya que el Reino de los Cielos es «como el padre de familia que sabe sacar del arcón lo viejo y lo nuevo» (Mt 13, 52), según conviene en cada momento.

Las disciplinas humanísticas, incluida la Teología, también han sufrido una enorme evolución en los años pasados. Las facultades de Teología han entrado en la dinámica de las especializaciones y hoy se puede realizar una licencia en Moral, Antropología Teológica, Liturgia o Mariología. El legítimo deseo de actualizar la vida y la reflexión de los creyentes nos ha hecho profundizar en las fuentes bíblicas y patrísticas y ha relegado al olvido muchas cuestiones que antes eran consideradas fundamentales, subrayando otras que anteriormente sólo se trataban de pasada. Por ejemplo: Hoy podemos encontrar una abundantísima bibliografía sobre la doctrina social de la Iglesia, pero apenas algunos volúmenes sobre los novísimos o sobre el pecado. Una cosa es cierta: nuestra fe se ha hecho más intelectual. Cada día nos resulta más difícil aceptar algo sólo porque lo dice la Iglesia. Las «rationes» han desplazado definitivamente a las «auctoritates».

Unos textos tomados de dos importantes pensadores de tiempos recientes pueden ayudarnos a situar el tema que pretendo desarrollar. El primero es de Unamuno:

«Perdí mi fe pensando en los dogmas, en los misterios en cuanto dogmas; la he recobrado pensando en los misterios, en los dogmas en cuanto misterios». A veces hemos presentado nuestra fe como un conjunto de enunciados que aprender de memoria. Pero Dios no es «algo» que se puede definir, medir o pesar, sino «Alguien» que sale a nuestro encuentro porque quiere entrar en relación con nosotros. En este venir a nuestro encuentro nos ha manifestado su belleza, ternura y generosidad. La experiencia de Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), patrona de Europa, puede servirnos de ilustración. Mujer de capacidades sorprendentes: Filósofa, feminista, políglota, escritora, conferenciante... fue una incansable buscadora de la verdad. Cuando se convirtió, después de leer el Libro de la Vida de Santa Teresa de Jesús, exclamó: «Ésta es la verdad. Yo he creído siempre que la verdad era algo intelectual, comprensible con el poder de la mente, y he descubierto que la verdad es algo vital, relacional: Dios mismo que sale a nuestro encuentro y nos ilumina».

La segunda cita es de Hermann Hesse: «Hay una teología que es arte y otra que es ciencia -o que se esfuerza en serlo-. Y los científicos siempre se han olvidado del vino antiguo en odres nuevos, mientras que los artistas, manteniendo despreocupados algún error externo, han traído consuelo y alegría a muchos. Es la eterna y desigual lucha entre crítica y creación, ciencia y arte, en la que siempre tiene razón aquélla sin que eso le sirva a nadie para nada; ésta, sin embargo, siembra una y otra vez la simiente de la fe, del amor, del consuelo, de la belleza y de la esperanza eterna, y encuentra siempre buen suelo. Porque la vida es más fuerte que la muerte y la fe más poderosa que la duda». Como podéis imaginar, yo abogo por una teología que tiene mucho de experiencia vital, arte, poesía y música, porque estoy convencido de que las palabras ordinarias son insuficientes e inapropiadas para hablar del misterio de Dios. S. Juan de la Cruz utilizó siempre esta manera de hacer teología, y lo justificaba porque así lo hizo Dios mismo: «En la Escritura Divina, no pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usados, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas».

2.        Dios deja su huella en lo que hace

Todos los libros bíblicos utilizan narraciones llenas de imágenes, símbolos, juegos de números y palabras, para transmitirnos el mensaje de la Revelación. De manera especial lo hacen el Génesis y el Apocalipsis; aquellos que quieren reflexionar sobre el misterio de nuestro origen y de nuestro destino último (en definitiva, sobre el sentido de nuestra existencia). Nos acercaremos brevemente a los dos primeros capítulos del Génesis para profundizar en esta afirmación.

Génesis 1 narra de manera poética y solemne la obra creadora de Dios. Durante siete días Dios «habla» y con la fuerza de su Palabra todo llega a existir. Al principio, todo es desorden, tinieblas. Pero Dios va realizando una compleja obra, que corresponde a un plan perfectamente programado, para que del «caos» surja el «cosmos». Separa la luz de las tinieblas, el cielo de la tierra, los mares de los continentes, crea los distintos astros para iluminar el día y la noche, hace que surjan las plantas y los animales según sus especies... Después de cada operación, Dios contempla su obra y ve que es buena, que le ha salido bien. Como artista, se goza ante un proyecto largamente deseado y, finalmente, realizado. Después de crear a los seres humanos bendice su obra recién terminada y se alegra porque «era muy buena». Por último, crea y bendice el «sábado»: el día del descanso, de la contemplación, de la bendición, del gozo, de la comunión.

Génesis 2 presenta el mismo argumento de manera distinta. Es una narración mucho más antigua, con un lenguaje más popular, menos teológico, aunque no menos profundo. Habla de Dios como de un artesano, un «alfarero» que hace las cosas con sus propias manos, que se mancha con el barro, que cultiva un jardín, que pasea entre los árboles al atardecer... El Salmo 8 dice: «Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has creado...». Nos habla de la obra de «los dedos» de Dios, lo que hace una referencia más directa al contacto personal con el barro, al trabajo minucioso para crear piezas únicas. Todo lo contrario de las obras en serie. En la Escritura se utiliza muchas veces el verbo «modelar» para hablar del obrar de Dios. Se llega incluso a afirmar que Dios «modeló la luz». Así se indica que él se compromete con lo que hace, como el trabajador que se esfuerza para que su obra le salga bien.

Después de modelar al ser humano, Dios se nos presenta como el primer jardinero, ya que él mismo «planta un jardín». El jardín ocupa un lugar simbólico en toda la historia de la humanidad, porque es la naturaleza transformada por el hombre. El ser humano no puede sobrevivir en la selva, donde no hay sendas por las que desplazarse, ni espacios que cultivar y los animales salvajes suponen un peligro. Pero el jardín es la naturaleza «humanizada», imagen de nuestra propia vida, en la que la cultura y el espíritu transforman los instintos. Pues bien, Dios mismo nos regala un jardín, un espacio a medida humana, habitable, ameno, seguro. Con el pecado, el hombre se exiliará del jardín y volverá a la selva, a los instintos, a la violencia, al mundo animal.

«El Señor Dios plantó un huerto en Edén, y en él puso al hombre que había formado. El Señor Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles hermosos de ver y buenos para comer... De Edén salía un río que regaba el huerto, y desde allí se dividía en cuatro. El primero se llama Pisón; es el que bordea la región de Evilá. En él hay oro. El oro de esta región es finísimo; y también hay allí resinas olorosas y piedras de ónice» (Gn 2, 8ss). En este jardín de las maravillas que Dios nos regala, deja su impronta. Aquí podemos descubrir claramente las ideas que vamos a desarrollar:

La belleza. Dios deja en sus obras un rastro de su ser. Por eso, los árboles que crea son «bellos» y «buenos» y en el jardín hay oro, piedras preciosas y perfumes. Todo ello nos produce sensaciones profundamente gratificantes.

La ternura. Dios no sólo crea lo necesario para la alimentación. Nos manifiesta su ternura en la creación de elementos totalmente innecesarios, como el oro, las gemas o el incienso, pero que hacen la vida humana más agradable.

La gratuidad. El hombre no puede presentar ningún derecho ante su hacedor. La misma vida es un don. Y todo lo que la acompaña, también. Además, Dios no da con medida, sino generosamente, desbordando cualquier cálculo humano. No nos da una tierra cualquiera, sino un jardín. No un río, sino cuatro. Incluso él mismo se hace compañero del hombre al atardecer, a la hora de la brisa.

Estos elementos se repetirán en cada una de las intervenciones de Dios a favor del pueblo o de los individuos. Coloca una túnica de piel sobre Adán, que se siente desnudo y una señal sobre Caín, que se siente amenazado. No sólo libera a Israel de la esclavitud, sino que lo enriquece con las joyas de los egipcios. No sólo libra del hambre al pueblo en el desierto, sino que le permite saciarse de codornices, etc. Un canto pascual de los israelitas nos servirá para tomar conciencia de lo dicho:

«¡Cuántos bienes nos ha dado el Señor! Si sólo nos hubiera sacado de la esclavitud de Egipto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha regalado las riquezas de los egipcios. Si sólo nos hubiera regalado las riquezas de los egipcios, nos habría bastado. Pero, además, nos ha guiado por el desierto. Si sólo nos hubiera guiado por el desierto, nos habría bastado. Pero, además, nos ha hecho cruzar a pie enjuto el mar rojo...». A continuación se van nombrando otras gracias recibidas del Señor: nos ha dado el maná, las codornices, el agua que manaba de la roca, ha hecho alianza con nosotros, nos ha librado de los enemigos, nos ha dado la tierra, etc. A Israel sólo le queda «dar gracias al Señor, porque es eterna su misericordia» (Sal 136).

3.        La belleza de Dios

Los clásicos griegos y los Padres de la Iglesia invitaban a descubrir una huella de la belleza de Dios en su obra: la armonía de las esferas celestes, la interrelación entre las especies, la grandeza de la naturaleza... les hablaba de una belleza infinitamente mayor y mejor. S. Agustín de Hipona justifica, en parte, su propio extravío y el de sus contemporáneos, por la hermosura de la creación: «La belleza de tus criaturas me atraía y cautivaba mi corazón; y no sabía descubrir que era sólo un reflejo de tu infinita hermosura». Después de su conversión, la contemplación de la naturaleza le servía para acercarse a Dios. En su búsqueda del amado, S. Juan de la Cruz también pregunta a las criaturas, que le responden: «Mil gracias derramando /  pasó por estos sotos con presura / y yéndolos mirando / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura». Todas las obras de Dios están revestidas de «mil» gracias, son un reflejo de la hermosura de su Creador. Pero, insiste él, son una huella ambigua y, a veces, confusa, ya que han sido realizadas «de paso», mientras que «las obras en las que más se detuvo son las de la Encarnación de su Hijo y los misterios de nuestra religión». En estas obras sí que se manifiesta plenamente la belleza del Creador. Hasta el punto de que el conocimiento que adquirimos de Dios a partir de las criaturas es «vespertino» (es decir, entre sombras), mientras que el conocimiento que nos produce la persona y obra de Jesús es «matutino» (es decir, claro y radiante). S. Juan de la Cruz insiste en que es a partir de la belleza del Señor Jesús, de su obra salvadora, de su revelación, como podemos conocer plenamente la hermosura de Dios y participar en ella.

«El estudio sobre los trascendentales (verum, bonum y pulchrum) ha ido unido desde los clásicos griegos. Se les considera inseparables, conscientes de que el descuido de uno de ellos repercute catastróficamente en los otros» (Hans Urs von Balthasar). A lo largo del s. XX se produjo una ruptura que, efectivamente, se ha demostrado fatal. Se consideraba que verdad, bondad y belleza no tenían por qué ir juntas. La belleza separada de la verdad se ha convertido en modas pasajeras. La verdad al margen de la bondad nos parece inalcanzable o inútil. La bondad sin la verdad se ha transformado en sinónimo de debilidad.

La separación entre verdad, bondad y belleza ya había comenzado con la reforma protestante, en el s. XVI. Mientras en la Iglesia Católica se consideraba el arte como una emanación de la belleza divina y se utilizaba en la transmisión de la fe, Lutero y Calvino insistieron en la vanidad e incluso en la maldad de todas las obras humanas y en la radical incapacidad del hombre de decir o representar algo sensato sobre Dios. De hecho, él mismo se ha manifestado en la fealdad de su contrario: en el dolor y en la muerte de Jesús. Ambos afirman que sólo se nos permitirá gozar de la belleza y de la gloria de Dios en la vida eterna.

«Todo aquel a quien le importen la amplitud universal, los espacios conformados, la humanidad heroica... se sentirá repelido por el Protestantismo. Lutero destruyó las áureas habitaciones del mito y puso en su lugar la estrecha choza del fundador. El que ama lo bello sentirá, como Winckelmann, frío en la buhardilla de la Reforma y marchará a Roma» (Gerhard Nebel, «El acontecimiento de lo bello»). El protestantismo mantiene una actitud polémica hacia todas las formas externas de la religión, a favor de la interioridad de la fe. Se comienza rechazando las ceremonias litúrgicas, las expresiones artísticas, la decoración en el templo, para pasar a poner en tela de juicio el valor de la razón, la analogía y las obras morales del ser humano y se termina eliminando la ejemplaridad de los Santos y persiguiendo la alegría, el goce y la complacencia de la vida. Si el hombre es un pozo de maldad, todo él está deformado por el pecado y todas sus obras son feas y malas, marcadas por el pecado. Precisamente, para salvarnos de nuestra postración, el Hijo de Dios «se ha hecho pecado por nosotros», cargando sobre sus espaldas nuestras miserias.

Pero el hecho de subrayar una teología de la cruz no nos puede hacer olvidar la teología de la gloria. En nuestra pobre historia y en nuestra realidad de pecado se ha revelado el hermoso designio de nuestro Dios, escondido durante siglos y ahora manifestado. Es verdad que la plenitud del Reino no llegará hasta la consumación de los tiempos, pero su presencia entre nosotros ya se ha inaugurado. Es verdad que Cristo se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pero su humanidad transfigurada no puede dejar de manifestar su gloria, así como un frasco de perfume exhala el olor de la esencia que lleva dentro. La escena bíblica de la Transfiguración nos permite entender algo de este misterio: En la humanidad de Jesús se manifiesta su divinidad; en su pobreza, la gloria; en su aparente fracaso (no olvidemos que se produce de camino hacia Jerusalén, después del primer anuncio de la Pasión), un anticipo de su triunfo. La belleza de la creación, del arte, de la liturgia, de la vida entregada de los Santos... nos ayuda a intuir algo de la belleza del Señor y de la gloria del cielo. «El alma quiere hacerse semejante con su Amado, saboreando sus gozos y dulzuras y viviendo su misma vida para actuar como Él. Por medio del ejercicio del amor, absorta en su hermosura, quiere transformarse en su hermosura y hacerse semejante en hermosura para empezar a vivir y a gozar aquella hermosura que se le dará sin límites en la vida eterna» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).

4.        La ternura de Dios

«Levántate, amada mía, preciosa mía, ven. Que ya ha pasado el invierno, han cesado las lluvias y se han ido. Las flores brotan en el campo y se oye el arrullo de la tórtola» (Ct 2, 10ss). El Cantar de los Cantares celebra el amor emocionado, bello, permanente, de un varón y una mujer que gozan y valoran la vida al encontrarse. Aventura de búsqueda y belleza, de gozo y libertad, de entrega y canto. Su introducción en el canon bíblico sirvió para que judíos y cristianos se sirvieran de él a lo largo de los siglos para hablar de la relación de Dios con su pueblo y con cada creyente. No tanto para hacer reflexiones filosóficas sobre el ser de Dios, cuanto para cantar experiencias de encuentro con él.

Oseas y los profetas posteriores a él ya nos habían acostumbrado a hablar de Dios como de un esposo lleno de paciencia y de ternura, siempre dispuesto a acoger y a perdonar: «Yo sanaré su infidelidad, la amaré gratuitamente» (Os 14, 5). Usaron incluso la imagen de una madre amorosa: «¿Acaso olvida una madre a su hijo y no se apiada del fruto de sus entrañas? Pues aunque ella lo hiciera, yo nunca te olvidaré.

Fíjate en mis manos, te tengo tatuada en mi palma» (Is 49, 15-16).

En la historia de la salvación y especialmente en Jesucristo se nos ha manifestado el amor, la paciencia, la fidelidad de un Dios que nos ama sin medida. Basta recordar la predilección de Jesús por todos los que no contaban entre sus contemporáneos: las mujeres, los niños, los enfermos, los pecadores, los excluidos... y las parábolas de la misericordia. Jesús come con los publicanos, tiene amistades de dudosa moralidad, se acompaña incluso de prostitutas. Ante quienes le reprochan su comportamiento, se justificará afirmando que ésa es la manera de actuar de Dios, que hace llover sobre buenos y malos y hace salir el sol sobre justos e injustos, que hace fiesta en el cielo por cada pecador arrepentido, que está siempre dispuesto a buscar la oveja descarriada, que no nos trata como merecen nuestras culpas ni nos paga con forme a nuestros pecados. Efectivamente, «Dios es más tierno que una madre» (Sta. Teresita). La misma Escritura nos recuerda que «como un padre siente ternura por sus hijos, así siente el Señor ternura por sus fieles» (Sal 103, 13).

No podemos olvidar las numerosas veces que la Biblia afirma que «Dios es compasivo y misericordioso». Pues bien, «misericordioso» en hebreo se dice «Rahum», que es una derivación de «Rehem», que significa «seno, útero materno». Lo que quiere decir que Dios nos ama con la ternura de una madre que nos hubiera generado y dado a luz. «Comunícase Dios con tantas veras de amor, que no hay afición de madre que con tanta ternura acaricie a sus hijos, ni amor de hermano, ni amistad de amigo que se le compare. ¡Tan profunda es la dulzura de nuestro Dios! Él se emplea en regalar al alma como la madre en servir y regalar a su hijo, criándole a sus mismos pechos» (S. Juan de la Cruz. «Cántico Espiritual»).

5.        La gratuidad de Dios

«El informe EDIS, editado por Cruz Roja Española, revela que la libertad es el valor más altamente calificado por los consumidores de drogas. El estudio llama la atención sobre lo paradójico de la situación, ya que la brutal dependencia que originan algunas drogas, hace que en numerosos casos se pierda por completo la libertad. Si ponemos la libertad en la cumbre de los valores, no encontraremos ningún otro valor que justifique las limitaciones de la libertad, lo que resulta disparatado o criminal. Conviene subrayar que el supremo valor es la autonomía, la capacidad para elegir los propios fines, evaluarlos, justificar nuestra decisión, y tener energía para realizarlos» (José Antonio Marina, «Crónicas de la ultra-modernidad»). Si reducimos la libertad al libre albedrío, a la capacidad de optar entre varias posibilidades, ni Dios es libre (no puede elegir el mal, no puede odiar), ni el hombre tampoco (no puede decidir cuándo o dónde nacer, ni en qué familia).

Según la revelación, la libertad en Dios es la capacidad que constituye su ser, elegido y definido por él mismo, como Padre e Hijo en la unidad del Espíritu Santo, la capacidad que Dios tiene de ser él mismo y de actuar conforme a su propia esencia.

Toda la Sagrada Escritura es un testimonio de la absoluta libertad de Dios. Abrahán no fue elegido por sus méritos, sino por la generosidad de Dios. El pueblo no podía exigir a Dios que le ayudara a liberarse de la esclavitud. La Encarnación del Hijo de Dios no es un premio a nuestro buen comportamiento. «El Dios de Abrahán, Isaac y Jacob» no ha sido ideado, forjado o exaltado por el hombre, no ha sido elegido por Israel. Es él quien se elige, decide y define a favor del pueblo y a favor del hombre. Es él quien ha enviado a su Hijo al mundo para hacernos partícipes de su misma vida.

Y la libertad de Dios, que se manifiesta en la historia de la salvación, es anterior al tiempo. Se manifiesta, en primer lugar, en el mismo acto de la creación. Él no era un ser solitario, que creó otros seres para tener compañía. Él es encuentro y comunión desde siempre. Plenitud de gozo. Vida desbordante. Crea otros seres para hacerles partícipes de su misma vida, su propio ser. «En la libertad de su gracia, Dios se manifiesta a favor del hombre. A pesar de su insignificancia, está con él. Pese al carácter corruptible y transitorio de su ser en la carne, está con él. Pese a su pecado y desobediencia, está con él... Dios nos dice, por el hecho de que su Hijo se hizo y es hermano nuestro, que quiso amarnos precisamente a nosotros, que nos ha amado, nos ama y nos seguirá amando, que ha elegido y decidido ser precisamente nuestro Dios» (Karl Barth, «El don de la libertad»).

S. Pablo se sentía desbordado por el amor de Dios, que nos ha amado primero, no por nuestros méritos, sino por su generosidad; no porque somos buenos o dignos de ser amados, sino porque él es bueno y lleno de amor. Dios nos ama de una manera gratuita por su parte e inmerecida por la nuestra: «Por la fe en Cristo hemos llegado a alcanzar esta situación de gracia en la que nos encontramos... Eramos incapaces de alcanzar la salvación... Dios nos ha mostrado su amor haciendo morir a Cristo por nosotros cuando aún éramos pecadores... Cuando éramos sus enemigos, Dios nos reconcilió consigo por la muerte de su Hijo... ¡Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de gracia hay en Dios! ¡Qué insondables son sus designios e inescrutables sus caminos! En efecto, ¿Quién conoció el pensamiento del Señor? O ¿quién le dio primero para que tenga derecho a recompensa?» (Rm 5, 2.6.10; Rm 11, 33-35). «El piadoso y omnipotente Padre, es tan generoso y dadivoso cuanto poderoso y rico. Con la libertad de su generosa gracia sale a nuestro encuentro y nos busca» (S. Juan de la Cruz. «Llama de amor viva»).

6.        Conclusión

«Llevo tanto tiempo contigo, ¿y aún no me conoces? Quien me ve a mí, ve al Padre» (Jn 14, 9). En el rostro, en la vida y en las palabras de Jesús de Nazaret se nos ha manifestado en plenitud el misterio del Dios vivo, que antes sólo se nos revelaba de manera parcial, incompleta. La continua –y, a veces, tortuosa- búsqueda de la Verdad, la Bondad y la Belleza por parte del ser humano, encuentra su respuesta cumplida en la revelación de Jesucristo, "Palabra única y definitiva del Padre". En la contemplación del más bello de los hijos hombres (Sal 45, 3) y de su amor sin límites han hallado los cristianos de cada generación la fuerza y el consuelo necesarios en su caminar. En él nos disponemos nosotros a encontrar las energías necesarias para enfrentarnos a los retos que la sociedad contemporánea nos presenta. «Cristo es el resplandor de la gloria de Dios e imagen perfecta de su ser» (Hb 1, 3). Con los ojos fijos en él descubrimos que la belleza, la ternura y la gratuidad de Dios se han hecho presentes en nuestra historia y se nos ha dado ya la oportunidad de contemplar en él un anticipo de la gloria futura.

7.        Preguntas para el diálogo

Comenta: «La belleza no es sólo la perfecta disposición del rostro o del cuerpo. Cuando se conoce a una persona, la mirada no se detiene en la percepción de su aspecto morfológico corporal, sino que alcanza a la persona en su condición verdadera, única. Entonces la visión del rostro amigo, el sonido de sus palabras, se muestran dotados de la hermosura de la persona con la que se comunica en un amor de amistad» (Antonio Ruiz Retegui. «Pulchrum. Reflexiones sobre la belleza desde la antropología cristiana»).

Los psicólogos de todas las escuelas están de acuerdo en la importancia del sentirse amado y acogido en la primera infancia. Las experiencias de ternura o desafecto van modelando nuestro carácter. Los niños que crecen en un ambiente afectuoso y que se sienten valorados suelen tener una buena autoestima, un rendimiento escolar satisfactorio y maduran más rápido. Un número enorme de personas agredidas sexualmente en la infancia son violentas, tienen dificultades en los estudios y las relaciones y, en la edad adulta, hacen violencia sexual a menores.

¿Puedes compartir algún recuerdo de tu infancia o juventud que despierte en ti ternura y satisfacción?, ¿y alguna experiencia negativa?

«En esto consiste el amor: en que Dios nos amó primero» (1Jn 4, 10). El primer paso en la vida espiritual es caer en la cuenta del amor de Dios que me precede y acompaña. Porque él me ama y me perdona, me siento con fuerzas para amar y perdonar. Yo no merezco el amor de Dios, ¿tengo paciencia y com-pasión hacia aquellos que no merecen mi amor? Fuera de los tiempos de oración que prescriben mis constituciones o se acostumbra en mi comunidad, ¿Cuánto tiempo de «gratuidad» regalo a Dios? Fuera de mis tareas y obligaciones, ¿Cuánto tiempo libre regalo a quien me lo pide, sin esperar nada a cambio?

Éstas son sólo algunas pistas para el diálogo. Se puede compartir aquellas ideas que más nos han llamado la atención u otras reflexiones nuevas sobre el tema.

Eduardo Sanz de Miguel en mercaba.org

José Sánchez Sánchez

1.   Introducción

Cuando en diciembre de 1991 se sustituyó en el Kremlim la bandera roja de la Unión Soviética por la tricolor de Rusia, se dio por terminada una experiencia política, económica y social de la más honda transcendencia para la Humanidad. El fracaso del socialismo como sistema económico arrastró a toda la organización política hasta terminar con la desaparición del Estado soviético surgido de la Revolución de 1917.

El debilitamiento del poder central favoreció la aparición de fuerzas centrífugas surgidas en las Repúblicas Federadas. Desde mediados de 1990 hasta finales de 1991, el movimiento reformista de la Perestroika de Mihail Gorbachov fue superado por la tendencia rupturista que encarnaba el nuevo líder Boris Yelsin. Asumiendo la soberanía nacional, las Repúblicas fueron desconectándose del centro de poder soviético, dejando sin contenido político a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Cada república se convirtió en un Estado Independiente y, para poner un poco de orden en el gran caos, se creó la Comunidad de Estados Independientes, a la que se adhirieron, desde el primer momento, muchas de las Repúblicas ex-soviéticas.

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Estados de la C.E.I. (Comunidad de Estados Independientes) y Países Bálticos.

La desintegración de la URSS acarreó, además, una crisis económica generalizada que ha supuesto la caída de la producción interior, especialmente industrial, con una pérdida brutal del poder adquisitivo de la población; sobre todo, en aquellos nuevos Estados donde a la crisis económica se unió la explosión de conflictos étnicos o guerras declaradas.

Después de un trienio  desolador  parece que la situación se está estabilizando. El realismo se impone y. aunque con gran dificultad, se abren paso poco a poco la necesidad y los deseos, al menos, de una cooperación económica que pudiera garantizar la supervivencia como Estados de muchas de las Repúblicas que formaron la antigua Unión Soviética. Y, por razones estratégicas, Rusia está impulsando un proceso que tiene como finalidad la recomposición del antiguo espacio soviético, cuya inmensidad (22 mill. de km2) equivale a más de dos veces Europa y más de cuarenta veces España.

2.   Crisis de la socialista y reformas de Gorbachov

Tras medio siglo de socialismo, la URSS —como realidad política— empezó a mostrar en los años 70 resultados contradictorios: era una gran potencia militar y política, pero con insignificante peso comercial; la segunda potencia industrial del mundo no era capaz de producir bienes de consumo y alimentos suficientes para las necesidades de la población.

a)         La crisis económica

Desde los años 70, la URSS venía arrastrando una crisis económica que se profundizó en la década de los 80. Al no poder ser detenida por las sucesivas reformas que se llevaron a cabo, terminó por minar los cimientos mismos del sistema político. La apertura del comercio exterior empezó en los años 70, impulsada por la necesidad de importar cereales y de acelerar el desarrollo económico (GAUTIER/REYNAUD, 1987). Sin embargo, esta apertura llevaba implícita la liberalización de la economía que, antes o después, tendría que exigir la democratización de la sociedad. Una y otra eran radicalmente contrarias al sistema político vigente en la Unión Soviética.

En la estructura del comercio exterior soviético predominaban las exportaciones de productos energéticos, materias primas y productos semi-elaborados  (2/3 del valor total) y las importaciones de equipos industriales y tecnología (50%). Esta composición reflejaba la economía característica de un «país nuevo» que, con abundancia de fuentes de energía y materias primas, estaba necesitando modernizar profundamente su sistema productivo. La decisión de iniciar el proceso de modernización le llevó a un fuerte endeudamiento exterior que, en 1989, ascendía a 60.000 millones de dólares.

A pesar de que las estadísticas estuvieron mostrando éxitos productivos hasta el final de los años 70, ya a principios de los 80 el sistema económico soviético había llegado a una situación insostenible: a la ineficacia de la planificación central y de la empresa pública se unían el enorme peso de los gastos militares, el retraso tecnológico y la deficiente calidad del trabajo con una mano de obra desmotivada. En 1985, la exportación de máquinas y equipos a Occidente sólo representaba el 4% del total de exportado. Los desafíos del mundo moderno, a los que no podía hacer frente el sistema de economía planificada, de planificación hacían inevitable una reforma en profundidad. La misma sociedad, que ya nada tenía que ver con la de los años 50, demandaba igualmente cambios en el régimen político, rechazando el modelo de partido único, a la vez que exigía la apertura de un proceso democratizador.

b)         La Perestroika de Gorbachov

Las reformas de Gorbachov, como otras que ya habían sido ensayadas en años anteriores, sólo pretendían dotar de mayor eficacia al sistema económico socialista. Sin embargo, acabaron por afectar a aspectos fundamentales del sistema soviético. Se iniciaron con la apertura informativa (glasnost) y con el reconocimiento de la gravedad del problema. La libertad de expresión abrió el camino a los debates que pusieron al descubierto los fallos del sistema.

No pasó mucho tiempo para que los dogmas económicos, que hasta entonces parecían inquebrantables, terminasen siendo discutidos y rechazados. Se criticaba abiertamente como inoperante el Plan todopoderoso (Gosplan) que trazaba el desarrollo económico de acuerdo a unas prioridades políticas predeterminadas, sin tener en cuenta los aspectos de la rentabilidad. De este modo, se llegó igualmente a proponer la introducción del mecanismo del mercado, entendido como una tecnología de intercambio. Se animaba a la iniciativa privada y se dictaron normas que daban un mayor protagonismo a los tecnócratas frente a los burócratas, con el objetivo de lograr más rigor, agilidad y eficacia en la gestión económica. Se establecieron incentivos salariales para mejorar la productividad y se amenazó con la regulación de plantillas.

Al mismo tiempo, se propuso disminuir los gastos militares, acordando la reducción de armamento y la retirada del Ejército Rojo de los países socialistas de la Europa del Este. Con ello se pretendía canalizar un mayor volumen de inversiones hacia la industria y la agricultura.

Sin embargo, a pesar de todas estas medidas, los problemas económicos no se resolvían. Por el contrario, no cesaban de surgir nuevas dificultades que hacían imposible el control de una situación, cada día más complicada.

El problema fundamental se planteó, cuando se puso de manifiesto que la verdadera reforma económica, es decir, la introducción de los elementos del mercado en el sistema socialista, era imposible sin la renovación del sistema político que estaba en la base de todos los dogmas económicos. A partir de 1987, ya se hablaba abiertamente del agotamiento del modelo económico y socio-político del socialismo. Fue entonces cuando la Perestroika dio un paso decisivo al adoptar un enfoque más globalizador, reconociendo el vínculo directo que las medidas económicas tenían con el sistema político.

La aceptación explícita de la transición desde una economía centralizada y planificada hacia otra de mercado fue aprobada por el Soviet Supremo en noviembre de 1990, conscientes de lo que ello suponía, los reformadores dieron por terminada la experiencia que tanto entusiasmo había despertado en el mundo entero desde la constitución del Estado Soviético tras la revolución de 1917. Sin pretenderlo, la Perestroika puso en marcha el proceso desintegrador del inmenso Imperio soviético. La transformación profunda de la economía planificada suponía la reforma del sistema político; reforma que llevaba inevitablemente a replantear el papel del Partido Comunista (PCUS) y las relaciones territoriales entre la Repúblicas Federadas.

Gorbachov, en tan sólo cuatro años, terminó asumiendo la ingente tarea de reestructurar en profundidad la Unión: sin abandonar los principios del socialismo e intentando no llegar a la nacional,  pretendía  una  renovación  espectacular de  la   de la sociedad y del Estado soviético. Sin embargo, los acontecimientos ocurrieron tan deprisa  que las por desatadas terminaron por desbordarle, provocando la quiebra de un régimen   que parecía estable, sin haber sido antes creada una nueva estructura que lo sustituyera. De esta forma, inesperadamente y con gran sorpresa para todos, se produjo la caída del modelo socialista y la desintegración precipitada del gran imperio soviético, heredado del anterior imperio de los zares.

3.         La brusca desintegración de la Unión Soviética y sus graves consecuencias

Las nuevas medidas económicas y la inseguridad en el futuro que generaban provocaron el caos en el sistema productivo. El Producto Nacional Bruto, que había crecido en los años  80 entre el 4,3%y  2%,  pasó  en  1990  a ser  negativo (-2.5€); la exportación de petróleo cayó de 200 millones de t en 1980 a 150 millones en 1990 y a 90 en 1991.

La Perestroika estaba provocando una perturbación general de la economía, cuyos efectos inmediatos fueron la caída alarmante de la producción y la desorganización de los circuitos comerciales. Al fuerte deterioro de la calidad de vida se unió también el colapso de los servicios públicos.

a)         La desintegración del Imperio Soviético

En este ambiente de crispación, en el que aumentaban los opositores a la Perestroika, Gorbachov se decidió a abordar la reforma del sistema político y lo que ello suponía en relación con el PCUS y con las Repúblicas Federadas.

En 1988, la XIX Conferencia del PCUS ya había abierto la puerta a la reforma constitucional y a una nueva ley electoral para la constitución del nuevo Congreso de Diputados. El Partido Comunista, pieza clave del sistema soviético, perdía poder ante los partidarios de la reforma y aceptaba renunciar al privilegio de ser el partido único; con ello renunciaba  igualmente al «papel dirigente» que, desde el principio, le había conferido la Constitución de la URSS. En 1990 se modificó el artículo  de la  Constitución, dando paso al pluripartidismo; y en 1991 el PCUS renunció al marxismo-leninismo, convirtiéndose así en un partido socialdemócrata.

Respecto a la relación entre las Repúblicas, Gorbachov proyectó un Nuevo Tratado de la Unión que, ante la crisis de poder en la que se encontraba la URSS, con la idea de establecer una estructura de poder más clara y menos centralizada. La propuesta suponía una unidad de «Estados soberanos», una confederación, que iba más allá de la simple ampliación de derechos de las Repúblicas y autonomías, pero sin poner en peligro el espacio político y económico común. Sin embargo, con el debilitamiento del poder central y la pérdida de protagonismo del PCUS, se agitaron aún más los nacionalismos y se aceleraron los movimientos independentistas.

Antes de presentar el proyecto del Nuevo Tratado de la Unión, previsto para el 20 de diciembre, Rusia, Ucrania y Bielorrusia acordaron fundar la Unión firmando el 8 de diciembre de 1991 en  Minks (Bielorrusia) la de Estados Independientes.

El Nuevo Tratado de la Unión se iba a aprobar el 20 de agosto de 1991, pero, en la víspera, se produjo el golpe de estado promovido por el PCUS. Su fracaso no hizo más que acelerar el proceso desintegrador. El 25 de diciembre de 1991, con la dimisión de Gorbachov como presidente, la URSS dejaba oficialmente de existir: era sustituida por un conjunto de quince países independientes que iniciaban muchos reiniciaban su andadura como Estados, teniendo que afrontar numerosos conflictos interétnicos e inmersos en gravísimas crisis económicas.

Más que el problema de los nacionalismos, fue el desmoronamiento del partido comunista el que trajo consigo la desestabilización general del país. Hasta el golpe de agosto, se quería aprovechar su estructura para llevar a cabo ordenadamente las reformas del Estado; después del golpe, no había nada que aprovechar. Sin la omnipresencia del Partido, la sociedad civil pudo recuperar el protagonismo político y, con la libertad de expresión, pudieron salir a la superficie las reivindicaciones nacionalistas hasta entonces reprimidas. En muchos de los nuevos Estados el partido comunista fue declarado ilegal; sin embargo, en algunos de ellos, la nomenclatura se convirtió al nacionalismo y así pudo seguir detentando el poder.

b)         La eclosión de los nacionalismos y los conflictos interétnicos

Hasta mediados de los 80 se pensaba que en los territorios de la URSS felizmente estaba resuelta la cuestión de las nacionalidades. En el Estado multinacional soviético todo parecía indicar que se había concluido el proceso de «fusión de los pueblos» más de100 en el marco de la estructura política federal del Estado socialista. Sin embargo, esta impresión resultó ser más aparente que real.

El Partido Comunista de la Unión Soviética, pilar fundamental en la vertebración estatal, era mayoritariamente ruso. A través de las migraciones y del aprendizaje de la lengua, se había llevado a cabo un proceso de rusificación muy intenso por todos los territorios de la URSS; no obstante, en el fondo, permanecían casi intactos los resentimientos y las rivalidades interétnicas.

Con la crisis económica, el debilitamiento del poder central y la pérdida de influencia del partido comunista se produjo, casi de golpe, el estallido de las tensiones nacionalistas. Primero, fue un motivo de preocupación para los planes de reforma, por su enorme potencial disgregador; después, se convirtió en el principal obstáculo para salvar la supervivencia de la URSS. La desunión provocada por los nacionalismos acentuaron el caos económico y provocaron el hundimiento del Estado soviético que, sin la intervención decidida del ejército, resultó imposible evitar.

Las repúblicas independentistas más agresivas fueron, desde el principio, las tres bálticas y Moldavia últimas anexionadas por la URSS, tras la Segunda Guerra Mundial,  las caucásicas, de fuerte personalidad étnica y poco y  Ucrania, pero con ansias de cumplir una vieja aspiración.

En contra de lo que se podía pensar, las cinco repúblicas de Asia Central no se destacaron por sus deseos de independencia; a pesar de su fuerte carácter islámico, estas repúblicas eran partidarias del Nuevo Tratado de la Unión que proponía Gorbachov, debido a su fuerte dependencia económica de las otras repúblicas, especialmente de Rusia.

Sin embargo, no todos los problemas étnicos quedaban resueltos con la independencia de las repúblicas. Más bien ocurrió lo contrario: todos los nuevos Estados tenían minorías dentro de sus fronteras que, a su vez, también reivindicaban su propia autonomía o independencia política. De esta manera, los conflictos se han multiplicado, provocando inseguridad y acentuando el caos general. Algunos degeneraron en verdaderas guerras y han sumido a los nuevos Estados donde se han desarrollado en una profunda crisis económica y social muy difícil de superar.

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Conflictos y minorías rusas en los estados surgidos de la antigua unión soviética (C.E.I. y Países Bálticos)

Por las causas que los han desatado se pueden distinguir tres tipos de conflictos étnicos (URJEWICZ, Ch., 1993):

a)         los que tienen su origen en reivindicaciones territoriales; son los más numerosos y están relacionados con el trazado de las fronteras dentro de la Unión Soviética o con deportaciones de pueblos, impuestas por Stalin al terminar la Segunda Guerra Mundial.

Entre ellos, destacan el conflicto del Alto  Karabaj, enclave con mayoría armenia en la república de Azerbaiyán; este conflicto ha enfrentado a dos pueblos con viejas rivalidades: los armenios, indoeuropeos y cristianos, con los azeríes, turcófonos y musulmanes; la guerra ha provocado el desplazamiento de unos 500.000 azeríes de Armenia y de casi toda la población armenia (otros 500.000) de Azerbaiyán.

Otros dos han  afectado a Georgia: el de Osetia del Sur, república autónoma dentro de Georgia, que desea unificarse con Osetia del Norte, república también autónoma dentro de la Federación Rusa, y el de Abjasia, república autónoma al Noroeste, de ricas tierras agrícolas y mayoría musulmana, que declaró su independencia de Georgia, provocando una guerra que terminó tras la intervención rusa a favor de ésta.

Otro conflicto de carácter territorial fue el que provocó la minoría rusa y ucraniana de Moldavia en la región del Transniéster, donde a su vez son mayoría; éstos declararon independientes los territorios al Este del Dniéster, ante el temor de que Moldavia terminase uniéndose a Rumania por la afinidad de sus poblaciones; el ejército ruso participó activamente a favor de la minoría independentista que logró así su propósito de mantener las estrechas relaciones de Moldavia con Rusia.

Ucrania ha tenido también que hacer frente a las reivindicaciones de Crimea, poblada por el 65% de rusos que pretenden un estatuto de autonomía o su reunificación con Rusia, de la que fue separada en 1954.

Más enconado parece estar el conflicto de Tayikistán, donde ha surgido y actúa una guerrilla integrista apoyada por los afganos; las diferencias políticas, étnicas y religiosas se han mezclado con los problemas económicos, especialmente graves en esta república; el Sur, nacionalista e islamista reivindica la independencia frente al Norte pro-ruso y laico; el alto valor estratégico de esta frontera, especialmente favorable para el tráfico de drogas y la inmigración ilegal, ha hecho que Rusia intervenga en el conflicto y mantenga su ejército en la zona.

b)         Otro tipo de conflicto étnico tienen su origen en la grave situación socio-económica, provocada tras la ruptura de la URSS. Son manifestaciones que hasta ahora parecían propias del Tercer Mundo. La desorganización de las estructuras económicas y comerciales han provocado la aparición del paro y situaciones increíbles de pobreza. En este contexto se ha producido una ola de xenofobia, radicalizándose los conflictos inter-étnicos latentes de  «autóctono» contra «extranjero»; así han surgido estallidos de violencia, como las matanzas de armenios en Azerbaiyán y las agresiones de uzbecos contra poblaciones caucásicas deportadas por Stalin a la república de Uzbekistán.

c)         El tercer tipo corresponde a los conflictos de soberanía que han surgido en el interior de Rusia: Tatarstán y Chechenia se declararon independientes. Mientras que en el primer caso la situación se ha controlado sin intervención armada, mediante un nuevo estatuto de autonomía, en el que se han concedido ciertas reivindicaciones, en Chechenia ha terminado con la intervención brutal del ejército ruso que ha reducido a escombros la capital Grozni; a pesar del alto el fuego firmado, el problema de soberanía no está todavía resuelto.

Como conflictos de soberanía pueden también considerarse la declaración de independencia que proclamaron los ruso-fonos en la república del Transdniéster en Moldavia y la de la república autónoma de Abjasia en Georgia, ambos resueltos con la intervención del ejército ruso.

En esta situación de inestabilidad, un sentimiento de inseguridad se ha apoderado de los rusos que llegaron como inmigrantes y que hoy viven  en  otras  repúblicas soviéticas. En los nuevos Estados ya independientes se han convertido en minorías que, con frecuencia se ven acosadas. Un movimiento de retorno  desde todos los rincones de la antigua URSS ha hecho que entre 1990 y 1994 hayan vuelto unos 3 millones de rusos de los 25 millones que en 1989 vivían en otras repúblicas —12  millones en Ucrania, 10 en  Asia Central, 1,5 en la Estados Bálticos, 1,3 en Bielorrusia—;  y se prevé que entre 1994 y 1996 regresen otros 5 millones más, principalmente procedentes de las repúblicas caucásicas, de Asia Central y de los Estados Bálticos.

No obstante, para Rusia la presencia de rusos en otros Estados es muy importante; si constituyen minorías fuertes y se concentran en determinadas regiones, como ocurre en Ucrania, Kazajstán o Moldavia, Rusia las puede utilizar como arma de presión contra los intentos de un excesivo alejamiento. Para las repúblicas de Asia Central esta minoría rusa es decisiva para su economía, ya que casi todos llegaron para trabajar como técnicos en las empresas industriales; su emigración puede suponer un grave trastorno para su economía.

c)         El hundimiento de la producción: 1991-1993, el trienio catastrófico

La llegada a la independencia de las repúblicas soviéticas se hacía en condiciones muy difíciles, puesto que la crisis en el sistema productivo de la URSS ya se había iniciado en años anteriores. En 1991 la anarquía se instaló en el país y la crisis penetró por todas las ramas de la economía, hasta el punto de que los responsables soviéticos fueron incapaces de controlar el proceso de cambio. Este año marca el principio de un trienio catastrófico para todos los nuevos Estados independientes.

Una vez independientes, los nuevos Estados tenían que hacer frente a un contexto muy desfavorable, sin ninguna experiencia en la gestión económica. En 1992 el deterioro de todas las instituciones estatales de las que dependía la marcha de la economía provocó un grave descontrol en los órganos de decisión y coordinación. Las consecuencias en la producción  nacional  fueron  terribles: el  descenso  del PIB fue de  un 20%  afectando especialmente a la ganadería, a la industria y a los servicios. Todos los proyectos de reformas de estructuras tuvieron que ser tomados con gran precaución para evitar un colapso económico y una revolución social.

En 1995 se puede hacer un balance de la situación, pero teniendo en cuenta que los datos disponibles no poseen fiabilidad absoluta debido a las dificultades para homogeneizar las estadísticas de los distintos Estados. Hasta 1992 el desaparecido Servicio Estadístico de la URSS no fue sustituido por el Comité Estadístico de la CEI. Sin embargo, como opina Mª. A. Crosnier   con una óptica comparativa, pueden servir como indicadores de la evolución y de las diferentes situaciones de los distintos Estados nacidos de la URSS, unos años después de su independencia.

En primer lugar, hay que destacar que todos los nuevos Estados sufren un descenso significativo, tanto en el Producto Interior Bruto como en la producción industrial, precisamente porque este sector es el primero y el que más intensamente acusó la crisis; en segundo lugar, se puede ver que hay importantes diferencias de intensidad de la crisis entre unos  Estados  y otros. El  único que  ha registrado aumento es  Uzbekistán  los que menos han acusado la caída de la producción general coinciden con los de menor descenso de la producción industrial. Se trata de países agrícolas, como Moldavia; de países con una producción principal de fuentes de energía o de materias primas, como Uzbekistán y Turkmenistán, y de Estados que han retrasado la puesta en marcha de la reforma de las estructuras productivas, como Kazajstán o Turkmenistán

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Descenso de la renta per (1991-1993).

Los de mayor descenso de la producción son Estados que han sufrido los efectos negativos de los conflictos bélicos, como Georgia, Armenia, Azerbaiyán y Tayikistán, o los que iniciaron muy pronto las reformas radicales de las estructuras, como los Bálticos, Ucrania o Kirguistán. En 1992 Estonia sufrió un descenso de la producción industrial del 40% respecto a 1991 y Lituania del 51 %. Esto reflejaba la desconexión de su sistema industrial respecto al de Rusia y la caída de la producción de las grandes empresas estatales donde estaba empleada la mayoría de la población rusa.

Son varios los factores que explican esta brusca caída de la producción, sin precedentes en países industrializados. Unos venían ya de la crítica situación económica de la URSS: el envejecimiento del aparato productivo exigía continuas reparaciones; cuando faltaban los créditos para realizarlas, el equipo se paralizaba; esto sucedió con frecuencia en el año de la anarquía de 1991, en el que todavía oficialmente funcionaba la URSS. Ocurrió también que el debilitamiento de la autoridad central permitió que muchas empresas del complejo metalúrgico y químico se cerrasen por motivos ecológicos y ante la presión de la opinión pública local; la falta de recursos económicos impedía sustituir los viejos equipos por otros nuevos no contaminantes.

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Estados de la C.E.I. decrecimiento económico 1990-1993

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Estados de la C.E.I. producción industrial 1990-1993 (1989=100) M/n

Otros factores más decisivos en la brusca caída de la producción industrial surgieron de la nueva situación política en 1992 (CROSNIER, Mª. A., 1993). En primer lugar, la desorganización de las relaciones comerciales agravada por la dislocación de la zona del rublo y la introducción de nuevas monedas. Las relaciones interestatales se deterioraron mucho y se rompió la fluidez de los intercambios de materias primas y productos industriales; Rusia, poseedora del 90% de los hidrocarburos consumidos en la URSS, presionaba ante las otras Repúblicas, cortándoles en ocasiones el suministro de gas o de petróleo, además de imponerles fuertes aumentos de precio (PALAZUELOS, E., 1994). Finalmente, la inexistencia de una red de relaciones comerciales en todas las empresas y la falta de experiencia en este tema crearon graves dificultades en muchas de ellas, cuando desapareció el organismo central encargado de planificar tanto la entrada de materias primas como la salida de los productos manufacturados.

4.         La comunidad de estados independientes (CEI) o la construcción de un nuevo sistema de relaciones

El 20 de diciembre de 1991, cinco días antes de la dimisión de Gorbachov, once de las quince Repúblicas soviéticas constituían la Comunidad de Estados Independientes (CEI) que, diez días después, fue ratificada oficialmente en Minks, capital de Bielonusia. Era la nueva estructura que sustituía a la desaparecida URSS para gestionar el espacio exsoviético. Más tarde, en 1993, Georgia se adhirió a esta comunidad que desde entonces consta de doce Estados. Sólo los Países Bálticos han rechazado categóricamente su incorporación a la misma, impulsados por su fuerte vocación europea-occidental.

a)   El nacimiento de la CEI

La CEI no nació de la suma de aspiraciones comunes; más bien quería ser una asociación de los nuevos Estados con el fin de «liquidar» lo más civilizadamente posible la herencia soviética. Sin embargo, muy pocos eran partidarios de una ruptura total de los lazos económicos entre las distintas repúblicas ex-soviéticas. Existía un altísimo nivel de interrelación entre unas y otras a causa de la planificación centralizada. Los criterios políticos habían primado casi siempre en las decisiones de industrialización; de esta manera, Bielorusia estaba fabricando camiones, tractores y componentes de automóviles sin producir acero; Estonia producía cinturones de seguridad para los coches rusos, Kirguistán se había especializado en lavadoras que exportaba a toda la URSS, pero importando el acero y determinadas piezas clave, etc.

Sólo Rusia y Ucrania presentaban en el momento de su independencia un alto índice de autosuficiencia: únicamente importaban de las otras repúblicas un 15% y un 17% de lo que consumen. Y, desde luego, la que destacaba claramente entre todas era Rusia que concentra el 89% de la producción de petróleo, el 75% de gas, el 55% de carbón, el 56% de maíz, el 48% de trigo y de carne, etc. Esta es la gran baza de Rusia que, desde el principio, ha tenido la intención de conservar el espacio económico, como instrumento para mantener el control político y militar de todo el antiguo espacio soviético.

De todas formas, hasta 1995, en el seno de la CEI han coexistido dos tendencias: la integradora, impulsada por el eje Rusia-Kazajstán, y la desintegradora, por Ucrania, que nunca ha querido ver a la CEI más que como una fórmula transitoria para llevar a cabo la separación sin traumas.

Tras los primeros entusiasmos independentistas, la realidad ha terminado por imponerse, ya que ningún Estado, excepto Rusia, ninguna república puede mantener una verdadera independencia económica. La caída de la producción, la desorganización del sistema de transportes y el empobrecimiento dramático de la población en todas las Repúblicas soviéticas han hecho que muchos dirigentes sean partidarios de mantener, al menos, la unidad del espacio económico; y Rusia, con todo tipo de estrategias, intenta recomponer un espacio político tutelado económica y militarmente por ella.

Por otra parte, la amenaza de «balcanización» con multitud de posibles conflictos y guerras étnicas insolubles, es un hecho real. La única alternativa posible, a pesar de los recelos frente a la «vocación» imperialista de Rusia, parece ser la de estrechar los lazos de colaboración entre todos los nuevos Estados, fortaleciendo las interrelaciones económicas, comerciales, políticas y culturales y respetando, a la vez, la soberanía de cada uno de ellos.

b)         Lento proceso de reintegración

Al principio, la colaboración avanzó poco. A pesar de haber firmado acuerdos bilaterales de libre comercio con otros diez Estados y de colaboración en el campo de la energía y de la industria agroalimentaria con casi todos ellos, Rusia, a finales de 1992, lamentaba el escaso desarrollo del tratamiento conjunto de los problemas y conflictos de todo género en el seno de la CEI.

Los primeros acuerdos importantes fueron el Tratado de Seguridad Colectiva y la Carta de la CEI. El primero fue firmado en marzo de 1992 por Rusia, Bielorrusia, Armenia, Kazajstán, Uzbekistán y Kirguistán; después, en 1993, se unieron Tayikistán, Azerbaiyán y Georgia; y, en 1994, Moldavia y Ucrania. Con este acuerdo se pretende crear una estructura militar similar a la OTAN: las nuevas Repúblicas independientes pueden disponer de un ejército propio y su participación en la defensa común es voluntaria, pero se realiza bajo el papel dominante de Rusia.

La Carta de la CEI constituye el documento fundacional de la nueva organización supra-estatal. En enero de 1993 la firman Rusia y otros seis Estados más, que se adhieren de manera categórica a la CEI, manifestando, sin reparos, su voluntad de reintegración económica y política y apostando por el restablecimiento de unas relaciones parecidas a las existentes en tiempos de la URSS, aunque respetando la soberanía nacional de cada Estado. Bielorrusia prefiere la colaboración con Rusia, al pensar que la vía independentista que pretende seguir Ucrania es más costosa y encierra mayores peligros. Armenia considera vital la ayuda de Moscú, dado su aislamiento total y el bloqueo económico y energético que le impone su vecina y rival Acerbaiyán. Kazajstán es un Estado multiétnico, con el 45% de la población rusa y ucraniana; partidario de la estructura federal defiende la unión estrecha con Rusia que evite la desmembración de su propio territorio. Uzbekistán y Kirguistán tienen una dependencia económica casi total de Rusia y optan por defender la estabilidad  basada en  las  relaciones  tradicionales.  Tayikistán sufre una guerra civil y piensa que la unión con las otras repúblicas puede alejar la amenaza real de «afganización». 

En los meses siguientes también Azerbaiyán, Georgia, Moldavia, Ucrania y Turkmenistán firmaron la Carta institucional de la CEI, aunque estos dos últimos con evidente recelo y sin estar demasiado convencidos.

La Carta fija cinco objetivos básicos a conseguir por la Comunidad de Estados Independientes: la cooperación en los dominios político, económico, ecológico, humanitario, cultural y otros; el respeto de los derechos humanos; la cooperación para el mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales; la promoción de la libertad de asociación y de circulación de ciudadanos de los Estados miembros en el interior de la Comunidad; y la preocupación por la coordinación de la política exterior.

En esta Carta se establecen también los cuatro órganos institucionales que deben garantizar el funcionamiento de la CEI: el Consejo de Jefes de Estado, con poder de decisión en cuestiones fundamentales; el Consejo de Jefes de Gobierno, que coordina la cooperación de los órganos de poder ejecutivo; el Comité Consultivo de Coordinación, órgano ejecutivo y de coordinación permanente de la Comunidad, y la Asamblea Interparlamentaria, órgano consultivo de representación popular.

c)         El inicio de las reformas económicas

Mientras tanto, se intenta llevar adelante la transición del sistema socialista de economía planificada al sistema capitalista de economía de mercado. Sin embargo, la complejidad de la situación, agravada con la cuestión de los nacionalismos y los conflictos étnicos, ha impedido que se haya llegado ya a acuerdos formales en materia de política económica y de coordinación de las reformas. La esperanza de formar inmediatamente un mercado común se alejó con la ruptura de la unidad monetaria, al introducir cada Estado su moneda particular, en  muchos casos desligada del rublo. Ello ha contribuido a mantener el caos económico en 1992 y 1993, provocando un fuerte descenso del P.N.B. en el conjunto de la CEI que, como ya hemos visto, alcanza porcentajes superiores al 30%. No obstante, en 1994 se han inició los trabajos para establecer el paso gradual a la Unión Aduanera; mientras tanto, se están firmando acuerdos bilaterales, como los de Rusia con   Kazajstán, Armenia, Georgia, etc., o el tratado entre Kazajstán, Uzbekistán y Kirguistán que pretende crear un mercado común entre los tres.

Aunque sin coordinación y siguiendo cada Estado su propia dinámica, el proceso de reformas se ha iniciado en todos ellos. Unos han avanzado extraordinariamente, como los Estados Bálticos que hoy tienen ya una economía muy semejante a la de los países occidentales. Otros han avanzado, pero las grandes dificultades les han impedido hacerlo con más rapidez, como ha sucedido en Ucrania, Rusia, Moldavia, Azerbaiyán o Kirguistán. Otros han progresado mucho menos, debido a los conflictos bélicos sufridos, como ha ocurrido en Georgia, Armenia o Tayikistán. Y, finalmente, todavía quedan algunos, como Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajstán que apenas han introducido reformas en su estructura productiva y mantienen en 1994 casi intacto el sistema de economía planificada.

En cualquier caso, allí donde se ha iniciado y ha progresado la transición, el proceso de reformas ha puesto el acento en tres aspectos principales:

1.         La liberalización de precios; su objetivo ha sido el eliminar la escasez de artículos de consumo, tratando de resucitar el espíritu de iniciativa y de empresa. Su consecuencia inmediata fue el fuerte y brusco encarecimiento del coste de la vida que ha puesto al 90% de la  población al  borde de la miseria,  mientras que una minoría de mafiosos, en muchos casos parte del aparato productivo estatal, amasaba enormes fortunas y practicaba la evasión de capitales.

2.         El saneamiento de la economía; ha llevado consigo la reducción de los presupuestos estatales, afectando sobre todo a los gastos militares, a la educación, sanidad y seguridad social.

3.         La privatización; el traspaso de la propiedad estatal a manos privadas no ha tenido todavía el alcance que en un principio se esperaba. Ha progresado sobre todo en las pequeñas empresas y en la agricultura; pero la escasez de capitales en la clase media urbana y campesina ha limitado notablemente el proceso de privatización que, sin embargo, ha  favorecido a ciertos grupos financieros y a una minoría de altos cargos socialistas. Mientras se mantienen la  mayor parte de los  koljoses  y sovjoses, con un nombre diferente pero con el carácter de cooperativas, para salvaguardar la gran explotación agrícola, muchas grandes empresas industriales y de servicios han pasado a ser sociedades anónimas; en unos casos pertenecen formalmente a colectivos de trabajadores, pero con  el control real del Estado; en otros, la participación de capital extranjero ha propiciado la aparición de empresas mixtas.

Así, pues, en los países de la CEI el protagonismo económico del Estado todavía sigue siendo mayoritario, pudiendo definirse esta fase de transición como la de un capitalismo de iniciativa estatal.

5.         Conclusión

La brusca desintegración de la URSS ha dado como resultado la aparición de quince nuevos Estados independientes. Sin embargo, sus profundas relaciones económicas, socia- les y territoriales, establecidas a lo largo de setenta años de centralizada, han obligado a doce de ellos a mantenerse unidos, en el seno de la Comunidad de Estados Independientes. Organización político-económica muy peculiar, todavía con pocas estructuras comunes, la CEI avanza lentamente y con grandes dificultades hacia la reintegración económica y política. La colaboración dentro de un espacio común supraestatal aparece como la única manera de evitar el caos generalizado en este inmenso territorio, poblado por más de 100 nacionalidades.

La Comunidad de Estados Independientes se articula, así, sobre un núcleo central fuerte, constituido por los tres Estados que forman un conjunto territorial imponente. Con 18 millones de km2 y 211  mill. de habitantes, generan el 81% del P.N.B. de todo  el bloque ex-soviético, ya que en ellos se localizan las grandes regiones industriales, las mejores tierras agrícolas y los mayores yacimientos minerales y de fuentes de energía.

En Asia, el apoyo más fuerte de la CEI es Kazajstán; no sólo porque es una potencia nuclear, sino porque es también muy rico en minerales y fuentes de energía y se manifiesta como un firme partidario de re-establecer la integración más completa entre las antiguas repúblicas de la URSS.

La debilidad de la CEI proviene del flanco meridional, económicamente más pobre y con un alto riesgo de conflictos, ya que la gran complejidad étnica ha creado conflictos muy difíciles de resolver.

La supervivencia de la CEI parece, por el momento, asegurada. Sin embargo, para que este gran conjunto espacial logre su definitiva consolidación es necesario que los Estados miembros, muy dependientes de la poderosa Rusia y a la vez muy recelosos de su fuerza, consigan encontrar una fórmula flexible de integración, capaz de asegurar en el futuro la estabilidad política y la recuperación económica.

José Sánchez Sánchez, en https://dialnet.unirioja.es/

Ana Marta González, Cristina Abecia y Susana López

Este documento es el resultado de unas Jornadas de trabajo realizadas en enero de 2020 por un grupo interdisciplinar e internacional de mujeres de la Prelatura [1].Durante esos días se profundizó en los rasgos identitarios y en la potencialidad apostólica de la realidad de la Administración [2] en el Opus Dei, partiendo de lo que fue viendo y escribiendo san Josemaría, y teniendo en cuenta la experiencia acumulada en estos años.

La metodología aplicada parte de tres elementos: el estudio y la comprensión de una selección de textos del fundador del Opus Dei referidos a la Administración, con el fin de entender su concepción y perspectiva de esta realidad; la reflexión sobre la evolución histórica de la Administración; y la articulación de un diálogo que integre la perspectiva de diferentes disciplinas y perfiles profesionales para lograr una visión lo más completa posible de su naturaleza. El propósito del documento resultante es proporcionar líneas de reflexión que ayuden a profundizar en la identidad y la proyección apostólica de la Administración, aportando claridad sobre sus rasgos esenciales, que la perfilan como «un trabajo profesional, un modo apostólico y medio de santificación» [3].

Percibimos que, con el transcurso de los años, se ha podido entender la Administración, de forma reductiva, como el conjunto de servicios ofrecidos por mujeres de la Obra, en los centros donde viven numerarios y numerarias, para hacer posible el espíritu de familia y la fidelidad a la propia vocación y encender el sentido de misión. Además, se aspira a que esas tareas sean realizadas con excelencia profesional. Ambas consideraciones unidas podrían llevar a comprender la expresión «apostolado de apostolados», con la que el fundador del Opus Dei se refería a la Administración [4], principalmente en un sentido instrumental: como una realidad que favorece la dedicación de las personas de la Obra a otros campos apostólicos. Ahora bien, pensamos que esta aproximación meramente funcional empobrece la realidad de la Administración tal como la comprendía san Josemaría, propiciando modos alternativos de concebir su tarea, eventualmente más funcionales, pero alejados de su sentido original.

En efecto, una consecuencia de que la Administración se entienda solo en clave funcional o instrumental, como proveedora de servicios, por muy apreciados que estos resulten, podría ser que, según la coyuntura social, cultural y económica de los distintos países, surjan modos alternativos de organizar esos servicios, que en algunos casos pueden llegar a alterar la naturaleza propia de la Administración [5].

Esto puede ocurrir, especialmente, allí donde —por distintas razones— no se percibe ya de forma concreta que la Administración facilita a las personas el sentirse en su casa y, en cambio, se hace notar el coste económico que supone.

Este tipo de valoración, sin embargo, por comprensible que sea en un contexto social marcadamente utilitarista, discrepa de la concepción de la Administración como espina dorsal [6], tal como el fundador del Opus Dei la definió. Tal discrepancia no es un asunto menor, pues podría llevar fácilmente a pensar que este apostolado y la formación que lo sostiene, no serían capaces de adaptarse a la contemporaneidad, ni de ir a la vanguardia de los cambios sociales y culturales, como requiere el mismo espíritu de la Obra. En definitiva, parecería que la columna vertebral hubiera perdido algo de su flexibilidad y su fuerza, lastrando el movimiento ágil de la Obra en su conjunto.

Las consideraciones precedentes contrastan, sin embargo, con la convicción de que, por su propio carisma, la Obra y sus apostolados son siempre actuales; así como con el testimonio de vida de muchas numerarias y numerarias auxiliares que no solo entienden con hondura su misión, sino que han calado de manera experiencial la grandeza de la visión que san Josemaría tiene de la Administración, en cuyos escritos aparece siempre como una realidad atractiva, moderna y fecunda. Cabe entonces preguntarse: ¿cuándo y cómo se ha difuminado el brillo de esa realidad vital y dinámica que es y está llamada a ser la Administración?, ¿cómo liberar su potencial intrínseco, para que dinamice la marcha de todos los apostolados de la Obra?

Este estudio tiene el propósito de buscar nuevas perspectivas desde las que profundizar en la dimensión sobrenatural y humana de lo que san Josemaría no dudaba en llamar «apostolado de apostolados».

1. La Administración como «apostolado de apostolados»

En numerosas ocasiones, san Josemaría ha definido la Administración como apostolado de apostolados. Entre los muchos textos posibles, escogemos como ejemplo éste de la Carta nº 36, conocida como Verba Domini, de 1965, sobre la santificación del trabajo de las mujeres del Opus Dei, y en particular de la atención de los centros de la Obra: «Os incumbe la tarea de atender la Administración de todos nuestros Centros, de una y otra Sección: apostolado de apostolados, vuelvo a escribir, con segura conciencia de no exagerar; tarea que es un servicio a toda la Obra y un verdadero trabajo profesional» [7]. Parece pertinente preguntarse a qué se refería exactamente san Josemaría con esta expresión y qué alcance daba a estas palabras.

Para llegar a entender a fondo lo que en realidad es la Administración, ayudaría profundizar en su concepción como apostolado específico; es decir, como savia apostólica, que vivifica a las tres ramas de apostolado de la Obra [8]. ¿Pero por dónde se empieza a entender a fondo la misión propia de la Administración?

a) La raíz evangélica de este apostolado

San Josemaría encontraba en el Evangelio la clave hermenéutica y la fuente que vivifica todo el apostolado de la Obra: «Como siempre os escribí, nuestro espíritu es (…) viejo como el Evangelio y, como el Evangelio, nuevo (...). Vamos pues a recoger con juventud el tesoro del Evangelio para hacerlo llegar a todos los rincones de la tierra» [9]. Y en otro lugar: «Somos vino nuevo y nuestro espíritu es la doctrina del Evangelio, y nuestro modo de hacer es el modo de hacer de los primeros cristianos» [10].

Para aplicar estas palabras a la realidad de la Administración, se puede partir del hecho de que Dios al encarnarse quiso nacer, crecer y ser cuidado en una familia: primero en la de Nazaret, después en la de los apóstoles y ahora en la Iglesia. El Evangelio de Marcos refiere la vocación de los primeros apóstoles: «Jesús llamó a los Apóstoles para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar» (Mc 3, 14). La buena nueva que predicaba Jesús revela algo novedoso: nuestra filiación en el Hijo; esto es, el mensaje de que Dios es nuestro Padre, que está con nosotros y nos cuida como un padre cuida de sus hijos. Estar con el Señor y ser transformados por él, para luego lanzarlos a la misión, forma parte de la vocación de los primeros discípulos. Lo explica de modo sugerente Joseph Ratzinger en su libro Jesús de Nazareth: «En todas las etapas de la actividad de Jesús sobre las que hemos reflexionado hasta ahora, se ha puesto en relieve la estrecha relación entre Jesús y el “nosotros” de la nueva familia que Él reúne a través de su mensaje y su actuación. También ha aparecido claramente que este “nosotros” según su planteamiento de fondo, es concebido como universal: no se basa ya en la estirpe, sino en la comunión con Jesús, que es Él mismo la Torá viva de Dios. Este “nosotros” de la nueva familia no es algo informe. Jesús llama a un núcleo de íntimos particularmente elegidos por Él, que continúan su misión y dan orden y forma a esa familia» [11].

A su vez, el Evangelio habla también de unas mujeres que acompañaban a Jesús y le servían con sus bienes (cfr. Lc 8, 3). Pero no cuidan solo al Señor, sino a Cristo con sus discípulos (cfr. Lc 8, 1-3; Mt 27, 55; Lc 23, 49) y lo siguen hasta la Cruz [12]. Así actúan también las hermanas de Betania (cfr. Lc 10, 38-42) y, en primer término, la santísima Virgen en Nazaret.

Se trataba de una serie de mujeres que gozaban de una especial intimidad con el Maestro (cfr. Lc 10, 39). Junto a santa María, experimentaban el gran privilegio y el gozo de cuidar del mismo Cristo y de sus apóstoles. Y la gratitud de Jesús se manifestaba en atenciones especiales: se dirige a ellas por su nombre (cfr. Lc 10, 41) y se deja tratar por ellas con gran confianza y sencillez; les exige fe recia y las hace participar de su misión. Los evangelistas nos han transmitido el papel relevante que tienen en torno a la Resurrección de Jesús, indicativo de su responsabilidad respecto a la vida de la comunidad cristiana y a la propagación de la fe (cfr. Mt 28, 8 y Lc 24, 9). La presencia de la Madre de Dios entre ellas marca una singular pauta de comportamiento, tanto espiritual como humano (cfr. Jn 19, 25). El papel de esas mujeres se sitúa en un contexto que bíblicamente es muy claro: la comunidad de discípulos que Jesús reúne es su «verdadera familia» [13]. Esta comunidad constituye el germen y el inicio de la Iglesia como familia de Dios en la tierra y misterio de comunión.

Santa María dio a Dios la vida humana, le ayudó a crecer, cuidó de Él como hombre en sus necesidades humanas y espirituales. Jesucristo entregó los hombres a la Virgen como hijos (cfr. Jn 19, 26) y precisamente en ser Madre de Cristo y de los hombres consiste la específica misión de María. Esas santas mujeres compartieron con ella una misión particular: la de cuidar a Cristo y a su círculo de íntimos.

b) El origen de este apostolado en el Opus Dei: perspectiva histórica

El mensaje fundacional que recibió san Josemaría conduce a la transformación del mundo a través del trabajo y con una dimensión familiar, en la Iglesia, que es familia y pueblo de Dios. El trabajo ordena el mundo a Dios cuando está bien hecho y pone las necesidades de las personas en el centro: es decir, cuando quien trabaja pone en el centro la dimensión personal, de servicio, que toda tarea tiene.

Para desarrollar su labor apostólica, san Josemaría quiso contar pronto con una casa para reservar a Cristo en la Eucaristía, un hogar desde el que se irradiara un ambiente de familia cristiana. Esto requería también atender a los aspectos materiales. Por este motivo, en la primera residencia empleó a personas que realizaran los servicios de limpieza, cocina, etc. Sin embargo, a pesar de que los servicios estaban cubiertos, no se llegaba a crear un auténtico ambiente de familia, un hogar en el que cada uno se sintiera cuidado y querido y, a la vez, protagonista y responsable [14].

En ese contexto, san Josemaría puso a disposición de sus hijos el hogar de su madre y, meditando sobre esa experiencia, advirtió lo decisivo que resultaba ese modo de cuidar —en un entorno de familia— para la asimilación de la formación y la fidelidad de sus hijos. Con el tiempo, su madre, Dolores Albás, a la que llamaban familiarmente Abuela, y su hermana Carmen —tía Carmen para todos—, se hicieron cargo de la Administración, proporcionando un entorno familiar simpático y atractivo, en el que la personalidad de cada cual se podía desarrollar de forma armónica y sin estridencias.

Quedaba patente de qué modo la aportación femenina, concretada en las personas de su madre y de su hermana, contribuía al desarrollo del apostolado. Ellas, con su propia vida y su hacer profesional, no eran una pura solución funcional a un problema práctico, sino parte integrante del proyecto apostólico y familiar del Opus Dei. A partir de 1942, las mujeres de la Obra tomaron el relevo de este apostolado específico, que no consiste en una serie de tareas —que en sí mismas pueden realizar igualmente los hombres, como había sido el caso anteriormente—, sino en cuidar de sus hermanos o hermanas, desde una profesión donde brilla especialmente el servicio a la persona.

c) La Administración como inspiración para todo trabajo

La misión de la Administración, como apostolado específico, puede comprenderse como una dedicación profesional al cuidado de las personas, capaz de inspirar y potenciar el trabajo de todos los fieles de la Prelatura en sus respectivos ámbitos de la sociedad. La Administración está llamada a mostrar con hechos muy concretos lo que supone trabajar para servir y servir con el trabajo, santificar el trabajo y santificarse con el trabajo: hacer la vida amable, cuidar las cosas pequeñas, convertir la propia tarea en oración, vivir sin buscar brillo humano, dando a Dios toda la gloria. La presencia de la Administración repercute así en la fisonomía y en el temple espiritual de la Obra entera, de todos y cada uno de sus miembros, pues recuerda constantemente y de modo vivo que la dimensión de servicio es propia de toda existencia cristiana. Esa riqueza no es accidental, sino columna vertebral, como la definía san Josemaría: sin ella, la Obra no se sustenta, no es sostenible.

Conviene destacar, que además de esta dimensión subjetiva y centrada en la persona, el apostolado de apostolados se hace desde el trabajo santificado, y por esa razón éste ha de ser un trabajo a la altura del propio tiempo, es decir: un trabajo creativo, innovador y sostenible. Trabajar así contribuye a afianzar el modo cristiano de estar en el mundo que es propio de una persona del Opus Dei. En el caso de la Administración, eso comporta también enriquecer la propia tarea formativa, siendo permeables a los valores positivos que, como parte de la Providencia con la que Dios gobierna el curso de la historia, la sociedad enfatiza más en cada época; en nuestro preciso momento histórico, por ejemplo, es lógico que valores como la cooperación, la igualdad, la justicia, la acogida, la inclusión o la responsabilidad ecológica encuentren eco en la tarea ordinaria de la Administración. Así, con su trabajo, la Administración puede facilitar más o menos la contemporaneidad de aquellos a quienes atiende. Cuando la Administración pone la competencia profesional directamente al servicio de las personas, mostrando de modo práctico cómo el mismo espíritu puede materializarse en distintas circunstancias históricas, se convierte en un factor de humanización de la cultura, de vanguardia, y, por tanto, de inspiración para el trabajo profesional de todos.

Estas dos vertientes, que es posible reconocer en el trabajo de la Administración, refuerzan el sentido de pertenencia y la adhesión de las personas de la Obra.

d) Contribución de la Administración a la sostenibilidad de todo apostolado

Otra cuestión de interés, en ese ser soporte de todas las labores, es considerar que la Administración contribuye a la sostenibilidad de todo apostolado en tres ámbitos: atendiendo al cuidado de la persona concreta en el entorno particular en el que se desenvuelve; atendiendo al cuidado de los centros del Opus Dei —donde es necesaria la sostenibilidad económica—; y estimulando, desde su peculiar posición formativa, el cuidado de la sociedad por parte de todos.

Respecto a la persona, la Administración contribuye a la salud corporal y espiritual de los fieles de la Obra haciendo que la casa en la que habitan constituya un auténtico hogar familiar; al que cada fiel contribuye también de forma decisiva, apoyando personalmente y contando con el apoyo de los demás, para que todos sigan llevando a cabo su misión con renovadas energías. Desde esta esfera doméstica, la Administración promueve que el Opus Dei, antes que una organización, sea una comunión de personas.

Por su parte, sostener el centro del Opus Dei supone una buena gestión económica de los instrumentos, que garantiza en el tiempo la labor apostólica. Etimológicamente, «economía» (de οκος (oikos), «casa» y νμειν (némein), «administrar») hace referencia principalmente al cuidado, la administración de la casa, en lo que tiene de más material.

Finalmente, para el desarrollo del Opus Dei en el tiempo, es indispensable garantizar su anclaje en la realidad en todas sus facetas: la material (recursos económicos, suministros, mantenimiento de los inmuebles, etc.), la social (relación con el entorno, legislación laboral, medioambiente) y la cultural: una comprensión correcta del espíritu fundacional exige estar siempre en vivo diálogo con la sociedad circundante, pues de ese diálogo, enraizado en el propio trabajo, es de donde ha de surgir, siempre de forma original, la transformación cristiana de la sociedad. Todas estas facetas se hallan presentes de forma más o menos inmediata en el trabajo de la Administración.

e) Algunos rasgos de la naturaleza y misión de este apostolado

La Administración, tal y como la vio san Josemaría, es un apostolado de las mujeres: esta es una cuestión fundacional [15], cuyo sentido último solo podemos conjeturar. De alguna forma, san Josemaría entrevió que en la Obra la Administración reproduce la misión de cuidar a los apóstoles que pusieron en práctica la Virgen y las santas mujeres: cuidar de los demás fieles de la Obra para fortalecer su comunión con Cristo y contribuir así al dinamismo apostólico de una Iglesia «en salida» [16]. Lo ilustra, por ejemplo, este texto: «Aquellas santas y valientes mujeres —de las que nos habla el Evangelio— querían al Señor, compraron bálsamos, emerunt aromata (Mc 16, 1), para embalsamar su Cuerpo. Vuela otra vez mi imaginación hasta Betania, a aquella casa de Marta y María y de Lázaro, donde acudía Jesús, cansado, y se dejaba cuidar: ¡cómo lo entiendo! Era perfecto Dios, pero también perfecto hombre; necesitaba reponer fuerzas, encontrar la paz y el cariño de un hogar (…). Eso hacéis también vosotras, cuando, por amor a Jesucristo, lográis en el ambiente de nuestras casas la fragancia de un hogar alegre y luminoso: en verdad os digo que cuantas veces os comportáis así con vuestras hermanas y con vuestros hermanos menores, a mí mismo –dice el Señor– habéis hecho ese servicio» [17].

La Administración tiene la responsabilidad también del cuidado de Jesús Sacramentado, porque la Eucaristía es el corazón de la Iglesia y la fuente de la que mana su vida y misión [18]. Si la Obra es en la Iglesia [19], la Eucaristía tiene necesariamente en su vida y misión un lugar central. Partiendo de la fuerza que confiere ese amor, la Administración asume un papel crucial en el cuidado de las personas, proporcionando el entorno en el que puedan prosperar la formación y el apostolado. Es más, al cuidar al Señor, oculto sacramentalmente en el Sagrario de cada centro del Opus Dei, se da mayor relieve a su Presencia: se hace «visible al Dios invisible» y esta es la acción más apostólica que existe. Son numerosas las ocasiones en que san Josemaría se refiere a la Administración como «luz encendida delante del Sagrario» [20].

A la Administración se le encomienda también velar por la unidad, de vocación, de espíritu y de misión [21]. Y esto, al menos, de dos modos principales: por un lado, materializando un espíritu de familia que permite aunar a personas procedentes de entornos muy distintos y cuyas experiencias familiares previas son diversas; por otro, custodiando la separación, rasgo fundacional de los apostolados del Opus Dei [22].

La Administración salvaguarda el espíritu de familia cristiana que Dios quiso para el Opus Dei, facilitando que todos los fieles —numerarios, agregados, supernumerarios— lo difundan después en los ambientes profesionales y sociales en los que desarrollan su vida familiar y profesional [23]. Si el hogar es «el lugar al que se vuelve» [24], la Administración crea un hogar, donde los miembros de la Obra se rehacen espiritualmente para volver a sus responsabilidades y tareas ordinarias con nuevas fuerzas.

Como se ha visto, la Administración contribuye a la sostenibilidad de todo apostolado en esa triple dimensión: personal, de los centros y de la sociedad.

Concluimos que la comprensión integral, no meramente funcional o instrumental, de la expresión apostolado de apostolados es clave para apreciar la naturaleza propia de la Administración y entender por qué, en esa visión fundacional, corresponde a las mujeres de la Obra llevar a cabo esta tarea. Como toda labor apostólica, algunas numerarias asumen su dirección e impulso [25]. Más adelante profundizaremos en esta última cuestión, que encuentra aquí su razón de ser.

2. La importancia central del trabajo y desarrollo profesional

Como se aprecia por lo considerado hasta aquí, reflexionar sobre la naturaleza del trabajo de la Administración se perfila como una cuestión crucial para articular debidamente la dimensión humana de la vocación divina de las numerarias y las numerarias auxiliares, y situarla en el horizonte que señaló san Josemaría: como apostolado de apostolados, como columna vertebral de la Obra. De hecho, parte de la dificultad que hay, en algunos lugares, para apreciar la Administración desde esta perspectiva reside en que se arrastran inercias (estructuras, organización, tareas, etc.) que quizá empequeñecen, en lugar de hacer brillar, su auténtica naturaleza, y limitan el desarrollo humano y profesional de quienes desempeñan ese trabajo.

Algunas de esas dificultades derivan de la legislación vigente en algunos países, que solo conoce la figura de «empleada del hogar» para referirse al trabajo que realizan quienes se dedican a la Administración —tanto numerarias como numerarias auxiliares—, una figura genérica que no se corresponde con la percepción que ellas mismas tienen de la proyección humana y profesional de su tarea. Una consecuencia de este desajuste entre legislación y vivencia personal es la dificultad que experimentan estas personas para explicar su proyecto vital y profesional de forma comprensible para sus contemporáneos: el escaso reconocimiento social y legal de estas tareas representa un obstáculo para irradiar con más eficacia el valor y la belleza que tiene intrínsecamente el cuidado de las personas. Superar este obstáculo requiere reflexionar sobre la naturaleza misma del trabajo profesional.

a) Una labor profesional, con todas sus consecuencias

Resulta importante partir de una visión realista, tanto del trabajo en sí como del mundo contemporáneo del trabajo. Hablar de trabajo profesional supone, además, —por estar implícito en la palabra «profesión»— una dedicación que afecta y da forma a la vida entera; en esto se diferencia la profesión de un encargo, que es recibido y asumido por un tiempo, aunque sea también realizado con «mentalidad profesional».

Actualmente el panorama del trabajo es muy heterogéneo y cambiante: existen pocos itinerarios profesionales prefijados más allá de las profesiones reguladas por su particular cometido social (sanitarias, educativas, asistenciales, etc.). Hoy, las personas entran y salen del mercado laboral con mucha facilidad —o dificultad—, y a menudo el trabajo se organiza en forma de «cartera de proyectos»; las organizaciones de trabajo piramidal altamente jerárquico, muy lentas para gestionar el cambio por su rigidez estructural, ceden el paso a organizaciones más pequeñas y flexibles.

En este contexto laboral, volátil y cambiante, se aprecian ante todo la innovación y la creatividad para generar soluciones rápidas y acertadas a diversas necesidades sociales. Por esta razón, reviste especial importancia que cada persona que se introduce en el mundo del trabajo tenga visión para captar necesidades y oportunidades, y sepa dar razón de la posición que libremente ocupa en el mundo [26].

En el caso de las numerarias y numerarias auxiliares que trabajan en la Administración, esta reflexión personal, particularmente necesaria, no puede darse por supuesta. El hecho de que tengan esa vocación al Opus Dei no produce por sí solo, como algo obvio, una profunda comprensión de su trabajo, que manifieste su condición secular. En efecto, san Josemaría dejó escrito que, al venir a la Obra, uno continúa realizando el trabajo que hubiera realizado sin estar en la Obra, y sigue siendo así para las supernumerarias, agregadas y algunas numerarias y numerarias auxiliares. Sin embargo, esta expresión de san Josemaría necesita ser contextualizada al aplicarla al ámbito que abordamos, ya que hay una mayoría creciente de mujeres en todo el mundo para las que el descubrir el camino de numerarias auxiliares, es decir, la vocación a cuidar de la Obra, supone modificar su inicial proyecto profesional. En eso tampoco se distinguen de cualquiera que, a veces, por las circunstancias de la vida, cambia de profesión. El descubrimiento de su vocación les lleva a configurar una dedicación profesional específica, personal, que no necesariamente coincide con el trabajo que hubieran realizado de no haber conocido la Obra. Esa llamada a santificar su trabajo les impulsa a un desarrollo personal y profesional real. Ahí se advierte de manera especial que el trabajo es el quicio de nuestra búsqueda de la santidad y nuestro lugar en el mundo [27].

Desde su misión específica de cuidar de la Obra como de su propia familia, las personas del Opus Dei dedicadas a la Administración, como cualquier persona hoy, forjan su desarrollo profesional desde su iniciativa y creatividad personales. Por eso, una visión estandarizada, reducida y limitante de lo que está llamado a ser el trabajo de la Administración perjudicaría seriamente el desarrollo personal y vocacional de las numerarias y numerarias auxiliares implicadas en ella. Y, dada la centralidad de esta labor en el Opus Dei, redundaría negativamente en la labor apostólica de toda la Obra. Salvaguardar y potenciar una visión honda y rica, adecuada, de la Administración en su dimensión profesional es un punto clave, tanto en la formación que se imparte a todas las personas de la Obra —hombres y mujeres—, como en las oportunas decisiones que corresponden al gobierno de la Prelatura.

Superar una visión estandarizada del trabajo de la Administración, manteniendo a la vez fielmente lo que le es esencial según el espíritu de la Obra, abre un amplio abanico de itinerarios profesionales específicos. En definitiva, caben tantos perfiles en el trabajo de la Administración como facetas admite la diversidad de las necesidades de las personas, los tipos de centros y los propios talentos.

b) Una labor que requiere unos talentos específicos

En términos generales, el objeto del trabajo de la Administración consiste en «hacer tangible una realidad intangible»: la del cuidado y la centralidad de la persona en la familia. Como se puede apreciar, una misión tan importante requiere, más aún que otros trabajos profesionales, unos talentos personales y una capacitación específica, que permitan:

—asimilar y materializar ese espíritu, que es un espíritu de familia;

—captar la profundidad y el impacto que el propio trabajo tiene en las personas a las que se dirige y en la sociedad en general;

—facilitar el desarrollo y la proyección de la personalidad humana de los hombres y mujeres de la Obra directamente beneficiados por este trabajo, así como a todos aquellos que entran en contacto con sus apostolados; y

—capacitarse en las destrezas y habilidades necesarias para materializar el cuidado de las personas, el mantenimiento de los inmuebles, la gestión de los recursos, etc.

Por todo lo anterior, quienes trabajan en la Administración son conscientes de que necesitan plantearse, con ambición y amplitud de miras, la propia formación y el diálogo con otros profesionales con los que compartir conocimiento y experiencia. En este trabajo, como en cualquier otro, la ambición profesional no está reñida con la expresión tan utilizada por san Josemaría, «ocultarse y desaparecer, que solo Jesús se luzca» [28]: el reconocimiento profesional no pone en peligro la virtud cristiana de la humildad [29].

c) Dimensión pedagógica (o ejemplar) del trabajo de la Administración

Finalmente, la tarea profesional de la Administración tiene una dimensión educativa, pues, al materializar un espíritu, lo comunica del modo más eficaz: por la vía de los hechos concretos y constantes. Ni el espíritu ni los valores que se comunican mediante el trabajo de la Administración se agotan en las virtudes de la puntualidad, el orden, la templanza o el cuidado de los detalles. La sensibilidad hacia las necesidades de los hombres y las mujeres contemporáneos hace que la Administración incorpore —dé cuerpo— y promueva a su vez valores positivos que se encuentran en la sociedad del momento, como son hoy, por ejemplo, la sostenibilidad, la igualdad, la responsabilidad ecológica, la austeridad, etc. En la medida en que todo valor auténticamente humano es también cristiano, es lógico que, en los centros del Opus Dei, el cuidado de las personas y de la casa, liderado por la Administración, incluya y facilite esa clase de contemporaneidad.

Desde esta perspectiva, el potencial transformador del entorno contenido en el trabajo de la Administración es enorme. Desde cierto punto de vista, podríamos decir que, por la proyección de su trabajo, la Administración introduce el talento femenino en la vida social, más allá de las paredes de los centros del Opus Dei. En efecto: más allá de cualesquiera estereotipos culturalmente variables, el modo de actuar históricamente consolidado como «femenino» resulta hoy especialmente reconocible en un estilo de trabajo que promueve la colaboración sobre la competitividad, el cuidado sobre la eficacia, la atención a las personas sobre la gestión de las cosas, la concreción sobre las especulaciones, la tenacidad sobre el brillo... La célebre enumeración de «cualidades femeninas» que lleva a cabo san Josemaría en Conversaciones, n. 87, ilumina esa clave, sin que tal cosa impida, como es obvio, que estas cualidades estén presentes entre los hombres, o las opuestas entre las mujeres.

3. Numerarias auxiliares y numerarias en la Administración

Tras haber profundizado en el sentido de la expresión apostolado de apostolados y haber explicado la importancia del trabajo profesional, nos centramos ahora en la identidad y misión de las numerarias auxiliares y de las numerarias que se dedican a la Administración.

Es un hecho que allí donde hay un aprecio mutuo, un trabajo compartido y una comprensión profunda y sencilla de la especificidad de lo que a cada una le es propio, la vida compartida de numerarias y numerarias auxiliares se desarrolla armónicamente [30]. En cambio, cuando esto no es así se dan situaciones que dificultan la relación. Estas dificultades proceden a veces de una visión jerárquica, rígida y formalista del trabajo de la administración; otras, por el contrario, de una visión superficial que menosprecia la profundidad humana y sobrenatural de ese mismo trabajo, que constituye el valor y la fuerza de la misma Administración.

Parece conveniente adentrarse en esta cuestión, para discernir mejor en qué se asemeja y en qué difiere la misión de numerarias auxiliares y numerarias que trabajan en la Administración, y qué manifestaciones específicas tiene esa diferencia.

a) Identidad de las numerarias auxiliares

Cuando una numeraria auxiliar descubre su vocación, entiende que Dios la llama a santificar su vida ordinaria y, simultáneamente, que está llamada a cuidar de las personas de la Obra y a hacer de cada centro un hogar de familia: en palabras del actual Prelado, «con vuestro trabajo cuidáis y servís la vida en la Obra, poniendo la persona singular como foco y prioridad de vuestra labor» [31]. Ciertamente esta misión corresponde a todos los fieles de la Obra, pero, en el caso de las numerarias auxiliares, configura, determina y concreta su dedicación profesional, al tiempo que sirve de estímulo e inspiración para todos.

Así lo expresa la actual secretaria central en una entrevista: «En el caso del Opus Dei, tanto hombres como mujeres estamos llamados a cuidar las casas de la Obra. A todos compete la limpieza, el orden, y las distintas tareas necesarias para asegurar que ese espacio se reconozca como un hogar. Pero Dios ha querido comprometerse a que nunca falte quien con entrega de madre y con competencia profesional excelente, promueva y custodie el ambiente de familia, haciendo que nadie sume como un número anónimo, sino como alguien querido, conocido en sus gustos y atendido en sus necesidades. Esta es la misión específica que Dios dejó en manos de mujeres que escogen esta como su profesión» [32].

En Statuta se afirma que «las Numerarias Auxiliares, con la misma disponibilidad que las demás Numerarias, dedican su vida principalmente a los trabajos manuales o tareas domésticas, que voluntariamente asumen como su propio trabajo profesional, en las sedes de los Centros de la Obra» [33]. A pesar de que todo en el espíritu de la Obra habla a favor de la igual dignidad de todos los trabajos, ciertos prejuicios culturales respecto a los trabajos manuales hacen que la misma expresión sea considerada por algunas personas como una manifestación de clasismo. Naturalmente, no era esa la visión de san Josemaría que, tanto en las indicaciones prácticas como en sus enseñanzas, se expresó siempre enérgicamente en sentido contrario [34].

Asimismo, puede ser oportuna una explicación que refleje la proyección profesional que el fundador quería para el trabajo de la Administración, y en concreto para las numerarias auxiliares, y que encuentra expresión en muchos textos suyos. Sirva como ejemplo el horizonte profesional que san Josemaría presenta en la Carta n. 36, al hablar del trabajo de la Administración. Entre otros aspectos, señala: responsabilidad económica, control de gastos, ajuste de presupuestos, perfección de laboratorio, cariño de madre, dominio de la dietética, aprendizaje continuo, huir de lo casero y de la monotonía, atención de los enfermos, cualificación, especialización, dedicación de tiempo a la formación...

El actual prelado, en el n. 14 de la Carta pastoral del 28 de octubre de 2020, refleja también la amplitud de ese trabajo: «Como sabéis, no se trata solo de realizar una serie de tareas materiales, que en diversas medidas podemos y debemos hacer entre todos, sino de preverlas, organizarlas y coordinarlas de tal manera que el resultado sea precisamente ese hogar donde todos se sientan en casa, acogidos, afirmados, cuidados y, a la vez, responsables. Esto, que por lo demás tiene gran importancia para toda persona humana, repercute en la fisonomía y en el temple espiritual de la Obra entera, de todos y cada uno de sus miembros».

Como la vocación de las numerarias auxiliares se orienta desde su origen al cuidado de su familia a través del trabajo en la Administración, la preparación profesional que tienen o adquieren se orienta a realizar mejor esa precisa misión. Su trabajo, como todo trabajo, es lugar de encuentro con Dios, de desarrollo personal, de encuentro con los demás y de contribución al bien común.

Para calibrar el alcance de la misión de esta específica vocación, recordemos también otras palabras del Prelado en su carta del 28 de octubre de 2020 donde, al hablar de la misión de sus hijas numerarias auxiliares —que califica de «entusiasmante»—, señala que ésta ha de «transformar este mundo, hoy tan lleno de individualismo e indiferencia, en un auténtico hogar. Vuestra tarea, realizada con amor, puede llegar a todos los ambientes. Estáis construyendo un mundo más humano y más divino, porque lo dignificáis con vuestro trabajo convertido en oración, con vuestro cariño y con la profesionalidad que ponéis en el cuidado de las personas en su integridad».

Si una numeraria auxiliar tenía otra profesión antes de descubrir su vocación a la Obra, lógicamente conserva la mentalidad de la primera, que enriquece el modo de realizar su trabajo en la administración y los diferentes aspectos de su vida; al mismo tiempo, como cualquier persona que cambia de profesión, procura capacitarse y mejorar el modo de ejercer su nueva ocupación. De cualquier forma, en la medida en que la atención a la familia y al apostolado se lo permite, se mantiene al día de su ocupación originaria y cultiva otras habilidades y aficiones. Esto, como es natural, también se aplica a las numerarias que trabajan en la Administración.

Como señala el prelado en la carta del 28 de octubre de 2020,«es una estupenda realidad que las numerarias auxiliares procedéis de todos los ambientes. De hecho, a veces algunas se plantean la duda acerca de si Dios les pide ser numeraria o numeraria auxiliar» [35]. San Josemaría anticipó lo que sucedió años después de su muerte: pedirían la admisión en el Opus Dei numerarias auxiliares con estudios superiores y una cultura y preparación semejante a la de las numerarias [36]. Esto ya es en muchos países una realidad desde hace años [37].

Efectivamente, cada vez es más frecuente que las numerarias auxiliares tengan una sólida preparación profesional que las hace capaces de asumir tareas que durante años han desempeñado las numerarias. Esto puede llevar a preguntarse si en ese caso seguirían haciendo falta numerarias en la Administración. Para responder a esta cuestión, en el marco del espíritu fundacional, conviene profundizar en la misión e identidad de las numerarias.

b) La misión de la numeraria en la Administración

Las numerarias están llamadas a una especial misión de servicio. Se trata de un punto claro en la mente del fundador del Opus Dei, que se recoge en Statuta n. 8 §1: Los numerarios «se ocupan de las iniciativas de apostolado peculiares de la Prelatura, con todas sus fuerzas y con la máxima disponibilidad personal para trabajar (…) y atender esas iniciativas de apostolado y para dedicarse a la formación de los demás fieles de la Prelatura». En una carta de 1957, abundaba en esta cuestión: «En el corazón de la Obra, los Numerarios –llamados a una especial misión de servicio– saben ponerse a los pies de todos sus hermanos, para hacerles amable el camino de santidad; para atenderles en todas sus necesidades del alma y del cuerpo; para ayudarles en sus dificultades, y hacer posible, con su entregado sacrificio, el apostolado fecundo de todos, teniendo presente aquellas palabras del Señor: el mayor entre vosotros será como el menor, y el que manda como el que sirve. Porque ¿quién es mayor, el que está sentado a la mesa o el que sirve? Pues bien, yo soy en medio de vosotros el servidor (Lc 22)» [38].

Este marco puede ayudar a entender el contexto y el sentido de la expresión de san Josemaría sobre el papel de las numerarias en la Administración, cuando dice que han de ser auxiliares de las Auxiliares [39]. Eso comprende facilitar la formación y el acompañamiento espiritual necesario para que puedan llevar a cabo su misión. Por otro lado, la libre disponibilidad de las numerarias para dedicarse profesionalmente a la Administración realza la dignidad de este trabajo y elimina cualquier apariencia de clases en el Opus Dei.

Como para todo trabajo, se requiere un desarrollo profesional específico al que hay que dedicar tiempo y preparación. Además, en el caso de las personas que tengan la responsabilidad de dirigir, es condición obligada que desarrollen competencias profesionales específicas que las capaciten para tener visión de conjunto en la dirección del trabajo, hacer equipo, potenciar la formación y proyección profesional de quienes trabajan en la Administración, etc. De hecho, puede decirse que este es uno de los aspectos de su misión de «auxiliares de las Auxiliares» [40].

Con eso tienen que ver también directamente las palabras de san Josemaría «no las dejéis solas» [41]. En este punto, es especialmente importante no hacer una interpretación paternalista de esa expresión; en la mente de san Josemaría «no dejarlas solas» no significa suplir a una persona en sus decisiones, o evitar que asuma responsabilidades. Todo eso equivaldría a empequeñecer a las personas, cuando la formación —toda formación— va orientada precisamente a fomentar el crecimiento. Para apreciar el sentido de esas palabras es preciso tener presente la cita completa: san Josemaría incide en la necesidad –que califica de deber de justicia– de que las numerarias trabajen juntamente con las auxiliares, tanto en las tareas manuales como orientando la ejecución misma del trabajo [42]. Esto es, se entiende en el sentido de «no las dejéis solas en la misión del cuidado, que se traduce especialmente en el trabajo».

Por otro lado, san Josemaría señala que se dedican profesionalmente a la Administración aquellas numerarias «que tengan inclinación, las que tengan esa vocación profesional, y deseen santificar esa labor y, con ella, santificarse y ayudar a los demás a hacerse santos» [43]. De esto se sigue que no toda numeraria está necesariamente capacitada para ser administradora. Esto se complementa con otras palabras suyas, con las que se subraya también el valor formativo de la Administración para todas las numerarias, aunque no se dediquen profesionalmente a ese trabajo: «Conviene que, por estas ocupaciones, vayan pasando todas mis hijas numerarias. Después se dedicarán específicamente a esta actividad las que tengan cualidades especiales, pero aprenderán, siempre todas, porque todas necesitáis esa formación» [44].

Parece, pues, importante destacar que las numerarias –en cuanto formadoras, especialmente si se encargan más directamente de la formación de las numerarias auxiliares–, deben tener una comprensión profunda de la vocación específica como numeraria auxiliar y de la dimensión formativa de la Administración. Sólo así podrán alentar y potenciar su identidad y su misión.

De todo lo dicho, en relación con el trabajo de la Administración se desprende lo siguiente:

1. La Administración, como labor apostólica que es, requiere de la presencia, dirección y liderazgo formativo de las numerarias. Estas numerarias deberían tener condiciones de formación y dirección y, además, competencia profesional en el trabajo de la Administración.

2. Esto es compatible con la presencia en la Administración de otras numerarias que pueden no asumir responsabilidades de dirección de esos trabajos. Esto último puede deberse a causas muy diversas: bien a que están en el inicio de su formación profesional, que requiere de un tiempo de preparación, bien a que no tienen especiales condiciones para dirigir ese trabajo, bien a que necesitan de un tiempo de descanso de esas responsabilidades, etc.

3. Por tanto, en una administración con varios departamentos, puede darse que un grupo de trabajo del que formen parte numerarias auxiliares, numerarias u otras personas empleadas lo dirija tanto una numeraria como una numeraria auxiliar; de hecho, ya sucede así en algunos casos. En definitiva, la dirección en cada área de trabajo corresponde a quien esté más capacitada para hacerlo.

Después de profundizar y abrir perspectivas, quizá se entienda de una manera más amplia que la misión específica de las numerarias son las tareas de formación y gobierno, y que las numerarias auxiliares colaboran con las numerarias en todos los apostolados de la Obra.

4. Conclusiones

En las páginas anteriores se ha procurado presentar un marco que permita hacer más comprensible en su esencia y actualidad la realidad de la Administración desde la inspiración fundacional. Este desarrollo conceptual lleva a destacar varias cuestiones, que marcan las coordenadas de referencia de esta reflexión:

1. Acercarse con actitud de estudio a la Administración ha puesto de manifiesto que, en ocasiones, dentro de la misma Prelatura existe una comprensión limitada de esta realidad, que hace difícil afrontar las preguntas y los retos actuales. En cualquier caso, es preciso fomentar una comprensión amplia y profunda que permita dar las respuestas adecuadas.

2. La visión de san Josemaría sobre la Administración muestra una realidad querida por Dios y llamada a manifestarse de modo acorde a su tiempo. Para esto, es necesario saber discernir en sus textos lo que se refiere al espíritu, y los ejemplos que responden al contexto histórico. Advertir que «aggiornamento significa sobre todo eso: fidelidad» [45] y que «la sustancia permanece cambiando» [46], resulta clave para afrontar los retos de un mundo en continua evolución, donde Dios nos espera: «Porque lo mismo que permanece la identidad de la persona a lo largo de las diversas etapas del crecimiento: niñez, adolescencia, madurez...; así hay, en nuestro desarrollo, evolución: seríamos, si no, cosa muerta. Permanece inconmovible el meollo, la esencia, el espíritu, pero evolucionan los modos de decir y de hacer, siempre viejos y nuevos, siempre santos. Y es misión vuestra que ningún vagón se estacione en vías muertas» [47].

3. La fuerza de tracción de la Obra no somos nosotros, sino Dios mismo, que nos habla también en y a través del mundo [48].

4. La Administración está llamada a iluminar las realidades de su tiempo desde el espíritu transmitido por san Josemaría. Lo hará en la medida en que se profundice en las implicaciones humanas de algo tan nuclear como la santificación del trabajo.

5. Las personas de la Administración, ni más ni menos que cualquier otra, configuran su posición en la sociedad a través de su trabajo profesional, desarrollado con pasión, capacitación específica y permanente, iniciativa y creatividad.

6. Para cumplir su misión específica con la proyección que vio san Josemaría (ser apostolado de apostolados), la Administración requiere estar en contacto con el mundo mediante el trabajo: no puede convertirse en una realidad autorreferencial y aislada de su contexto. En la medida en que el trabajo nos sitúa en el mundo, lleva consigo un diálogo vivo con las realidades de nuestro tiempo y constituye un factor de contemporaneidad. Una Administración al día (aggiornata, como le gustaba decir a san Josemaría usando el vocablo italiano), permite que las personas de la Obra que residen en los centros estén «al día» (aggiornate).

7. Desde esta perspectiva, el potencial transformador del mundo que contiene el trabajo de la Administración es enorme. En el orden sobrenatural, por el caudal de oración que incorpora; en el orden humano, en cuanto introduce el talento femenino en la vida social, como factor de humanización frente a las lógicas del dominio, la confrontación, la productividad como norma suprema, el individualismo, el éxito a ultranza o el materialismo asfixiante.

8. La adecuada comprensión de la expresión apostolado de apostolados, como eje apostólico para toda la Obra, constituye la clave para entender la identidad de las numerarias auxiliares y la misión de las numerarias en la Administración.

9. La Administración es indispensable en la Obra para su sostenibilidad, entendida como la virtud de mantener el espíritu –especialmente, familia, unidad y separación–, de forma que contribuya a que los miembros de la Obra sean fieles a la llamada y a la misión, y la buena administración material de los recursos sin comprometer el futuro.

10. Ciertos comportamientos (estructuras, estilos de liderazgo, etc.), comprensibles en su momento, pero sostenidos inercialmente en el tiempo más allá de lo razonable, han podido ser causa, tiempo después, de una débil comprensión de la propia identidad de la Administración. Las inercias solo se sacuden volviendo al espíritu fundacional. Desde ahí es responsabilidad de cada generación de miembros de la Obra dar forma, con las palabras y con los hechos, a un estilo de trabajo y a una narrativa que haga justicia a la realidad de la Administración tal y como la vio san Josemaría.

5. Propuesta de definición de Administración

Las reflexiones precedentes permiten volver al punto de partida: elaborar una definición de la Administración, en términos contemporáneos, que refleje su identidad tal como san Josemaría la vio, ilumine los desafíos que se presentan, apunte vías de solución a los problemas actuales y libere el potencial formativo y apostólico que contiene. Proponemos como posible definición la siguiente:

La Administración es un apostolado del Opus Dei, liderado por mujeres de forma profesional y económicamente sostenible, necesario para comunicar, a los fieles de la Obra y a quienes entran en contacto con sus apostolados, un espíritu de familia y de santificación de las realidades ordinarias profundamente entrañados en el Evangelio, que hace que los centros de la Obra sean verdaderos hogares y dinamiza la entera labor que sus fieles realizan en medio del mundo.

Se trata de una expresión sintética que para su correcta comprensión precisa del marco conceptual que hemos presentado.

En definitiva, cuando la Administración refleja su naturaleza y misión, y están armonizados estos diferentes aspectos, se manifiesta en el desarrollo apostólico de la Prelatura.

Ana Marta González, Cristina Abecia y Susana López, en romana.org

Notas:

[1]   El resultado del documento incorpora aportaciones de diferentes perspectivas disciplinares: Historia, Filosofía, Sociología, Teología y Comunicación; así como de profesionales de la Administración y del gobierno de la Prelatura.

[2]   Como en todo hogar, las personas que viven en los centros de la Obra precisan de un cuidado que contribuya a crear un ambiente de familia, propio de la tarea formativa y apostólica que realiza la Prelatura. Con el término Administración, en sentido general y con mayúscula, se hace referencia a esta labor y a las personas que la realizan. Para referirse a las realizaciones particulares, a las administraciones concretas, se usa la minúscula. Para una breve descripción del nacimiento y la evolución de esta realidad, cfr. “Administración de la Residencia de la Moncloa”, en Diccionario de San Josemaría Escrivá de Balaguer, Editorial Monte Carmelo, Burgos, 2013.

[3]   Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid, 2021, p. 47.

[4]   Cfr. San Josemaría, Carta nº 36, conocida como Verba Domini, de 29 de julio de 1965.

[5]   Desde una aproximación meramente instrumental a la Administración, sería razonable no solo proponer soluciones alternativas para la gestión ordinaria de los centros, sino también plantear una involucración más directa de residentes, tanto hombres como mujeres, en esas tareas, también como parte de su formación para la vida, llegando incluso a cuestionar la necesidad misma de la Administración; el mismo planteamiento instrumental podría motivar que, a causa de la escasez de numerarias y numerarias auxiliares en algunos lugares, se plantease externalizar por completo esos servicios, dejándolos en manos de terceros, con el fin de que numerarias y numerarias auxiliares se dediquen a otras tareas. O bien, que se viese en el desarrollo de las tecnologías, que aligeran y facilitan la organización y realización de las tareas del cuidado, principalmente una oportunidad para que unas y otras, al igual que muchos padres y madres de familia, puedan compatibilizar su dedicación a la casa con otras tareas profesionales. De modo parecido, ese mismo planteamiento instrumental, explicaría que, ante la buena capacitación profesional de las numerarias auxiliares y, en algunos casos, la falta de numerarias preparadas para dirigir y realizar ese trabajo, llevaría a cuestionar la necesidad o el papel de numerarias administradoras. De todo ello tratamos en la parte final de este artículo.

[6]   «Hay que hacer que la labor de la Administración se ame, porque es como la espina dorsal de toda la acción apostólica de la Obra», en San Josemaría, Carta nº 36, de 29 de julio de 1965, n. 11.

[7]   San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 9.

[8]   Nos referimos a las labores de san Miguel, san Gabriel, san Rafael y, también, a la Sociedad Sacerdotal de la Santa Cruz; pues la Administración afecta a todas ellas y se proyecta también en el apostolado de la opinión pública. Es significativa la mención que se hace en la introducción de la edición crítica del volumen En diálogo con el Señor, cuando se explica el nacimiento de las revistas Crónica y Noticias: «En 1949, san Josemaría había escrito un largo elenco –siete folios a mano– de iniciativas que se proponía impulsar. Estaban en curso y encarriladas las gestiones para conseguir la aprobación definitiva del Opus Dei por parte de la Santa Sede –llegaría a mediados de 1950–, y el fundador pensaba ya en ulteriores trabajos y labores que habría que acometer.

Entre estas, bajo el epígrafe de “Publicaciones”, se leen las siguientes:

—Una revista general interna,

—Una, para cada obra, duplicadas: San Miguel, San Gabriel, San Rafael, con noticias, guiones de círculos de estudio, temas doctrinales y prácticos. Una hoja especial para las administraciones

—Cartas de familia: fascículo trimestral (…).»

El elenco continúa, pero llama la atención el lugar donde sitúa la hoja para las administraciones: junto con las demás ramas apostólicas; no en una sección aparte, o como “noticias de familia”. En San Josemaría, En diálogo con el Señor. Textos de la predicación oral. Obras completas V/1. Edición crítico-histórica preparada por Luis Cano y Francesc Castells, Rialp, Madrid, 2017, p. 31.

[9]   San Josemaría, Carta nº 6, 11 de marzo de 1940, n. 31.

[10]    San Josemaría, Instrucción, 8-XII-1941, n. 80 (Ref. “Instrucciones (obra inédita)”, pp. 650-655 en Diccionario de San Josemaría).

[11]    Joseph Ratzinger - Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II, La Esfera de los Libros, Madrid, 2007, cap. 6, “Los discípulos”, p. 207.

[12]    «En los versículos 8, 1-3 (San Lucas) nos relata que Jesús, que caminaba junto con los Doce predicando, también iba acompañado de algunas mujeres. Menciona tres nombres y añade: “Y muchas otras que lo ayudaban con sus bienes” (Lc 8, 3). La diferencia entre el discipulado de los Doce y el de las mujeres es evidente: el cometido de ambos es completamente diferente. No obstante, Lucas deja claro algo que también consta en muchos modos en los otros Evangelios: que “muchas” mujeres formaban parte de la comunidad restringida de creyentes, y que su acompañar a Jesús en la fe era esencial para pertenecer a esa comunidad, como se demostraría luego claramente al pie de la cruz y en el contexto de la resurrección», en íd., pp. 219-220.

[13]    Catecismo de la Iglesia Católica, n. 764.

[14]    Inmaculada Alva – Mercedes Montero, El hecho inesperado, Rialp, Madrid, 2021, pp. 44-47 (“Nacimiento y desarrollo de la Administración de los centros”).

[15]    Statuta, n. 8, § 2: «Las Numerarias atienden además la administración familiar o cuidado doméstico de todos los Centros de la Prelatura».

[16]    Francisco, Exhort. apost. Evangelii gaudium, n.24: «La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan».

[17]    San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 16.

[18]    San Juan Pablo II, Enc. Ecclesia de Eucharistia, n. 1.

[19]    San Juan Pablo II, Bula Ut sit: «Con grandísima esperanza, la Iglesia dirige sus cuidados maternales y su atención al Opus Dei, que por inspiración divina el Siervo de Dios Josemaría Escrivá de Balaguer fundó en Madrid el 2 de octubre de 1928, con el fin de que siempre sea un instrumento apto y eficaz de la misión salvífica que la Iglesia lleva a cabo para la vida del mundo».

[20]    San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 18.

[21]    Cfr., por ejemplo, Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, nn. 2-7.

[22]    Cfr. Statuta, n. 4, § 3. En ambas Secciones del Opus Dei por igual, es decir la de hombres y la de mujeres, hay la misma unidad de vocación, de espíritu, de fin y de régimen, aunque cada Sección tenga sus propios apostolados.

[23]    Es interesante reparar en que en el grupo de las santas mujeres hay un núcleo permanente de madres: la de Jesús, Salomé (madre de Santiago y Juan), María de Cleofás (madre del otro Santiago). Análogamente, Dios muestra y nos ofrece una “maternidad” en la Obra, a través de la Administración, que sirve de estímulo para los centros y para los hogares de todas las personas del Opus Dei

[24]    Cfr. Rafael Alvira, El lugar al que se vuelve. Reflexiones sobre la familia, EUNSA, Pamplona, 2014.

[25]    Fernando Ocáriz, Carta pastoral 28 de octubre de 2020, n.11.

[26]    «Vuestra vocación humana es parte, y parte importante, de vuestra vocación divina. Esta es la razón por la cual os tenéis que santificar, contribuyendo al mismo tiempo a la santificación de los demás, de vuestros iguales, precisamente santificando vuestro trabajo y vuestro ambiente: esa profesión u oficio que llena vuestros días, que da fisonomía peculiar a vuestra personalidad humana, que es vuestra manera de estar en el mundo; ese hogar, esa familia vuestra; y esa nación, en la que habéis nacido y a la que amáis» (San Josemaría, Es Cristo que pasa, n. 46).

[27]    En efecto, la vocación divina no otorga a una persona por sí sola la posición en el mundo. La vocación nos da una luz, una fuerza para enfocar nuestra situación en la sociedad y desarrollar una dedicación profesional en la que realizar nuestra misión apostólica.

[28]    San Josemaría, Carta con motivo de las bodas de oro sacerdotales, 28-I-1975. Esta frase fue utilizada por San Josemaría reiteradamente en su predicación y sus escritos.

[29]    Un ejemplo entre muchos es el de Gloria Gandiaga, primera numeraria auxiliar de Bilbao, que ganó en 1970 el Premio Nacional de Cocina. Escribió un libro de cocina prologado por Pedro Subijana (chef galardonado con tres estrellas Michelin), quien reconoció el prestigio profesional y la categoría humana de Gloria.

[30]    Al utilizar la expresión «vida compartida», nos referimos indistintamente a las administraciones en las que numerarias y numerarias auxiliares coinciden solamente en el trabajo y a aquellas en que también comparten la vida familiar porque son centros.

[31]    Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, n. 15

[32]    Palabras de Isabel Sánchez, en Álvaro Sánchez León, En la tierra como en el cielo, Rialp, Madrid, 2018, p. 136.

[33]    Statuta, n. 9.

[34] Por lo demás, desde hace algunos años, se está dando una revalorización de ciertos trabajos manuales. Véase, por ejemplo, Michael Crawford, The Case for Working with Your Hands, Viking, New York, 2009; Richard Sennet, The craftsman, Yale University Press, New Haven, 2008.

[35]    Fernando Ocáriz, Carta pastoral, 28 de octubre de 2020, n. 16.

[36]    El beato Álvaro del Portillo quiso recordar en 1982 algunas ideas del fundador cercanas a la fecha de su fallecimiento: San Josemaría había afirmado (las palabras no son textuales) que «si, por el desarrollo de un país, va siendo corriente que casi todas las chicas obtengan un título profesional o universitario, lógicamente habrá graduadas universitarias y doctoras que serán numerarias auxiliares del Opus Dei: y encontrarán en esta vocación divina la dicha y honra de su vida» (nota (17/82), AGP, Q.1.3, legajo 08, carpeta 53).

[37]    José Luis González Gullón - John F. Coverdale, Historia del Opus Dei, Rialp, Madrid, 2021, pp. 560-561.

[38]    San Josemaría. Carta nº 27, 29 de septiembre de 1957, n. 8.

[39] «De modo que las otras Numerarias son también de hecho auxiliares de las Auxiliares» (San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 25).

[40]    «Mi enseñanza constante ha sido que las otras Numerarias tienen que saber servir a las Auxiliares. (…) Así son instrumentos espléndidos: pueden mirarse en el espejo de vuestra conducta y reflejar la luz que vosotras podéis y debéis dar. (…) Como el Señor servía a sus discípulos, debéis también vosotras servir las Numerarias Auxiliares» (San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n. 30).

[41]    Ibíd.

[42]    «No las dejéis nunca solas: sería contrario a nuestro espíritu. Y esto no es una manifestación de desconfianza, sino una prueba de cariño y un deber de justicia, porque tienen el derecho a percibir constantemente el calor de vuestro trabajo manual; derecho a que las ayudéis, a que las guieis» (ibíd.).

[43]    San Josemaría, Carta nº 36, 29 de julio de 1965, n.18.

[44]    Ibíd.

[45]    Cfr. Conversaciones, n. 1.

[46]    Cfr. Fernando Inciarte, Cultura y verdad, EUNSA, Pamplona, 2015, pp. 250-251.

[47]    San Josemaría, Carta nº 27, 29 de septiembre de 1957, n. 27.

[48]    Cfr. Paula Hermida Romero - Fernando Ocáriz, Cristianos en la sociedad del siglo XXI: conversación con Monseñor Fernando Ocáriz, Prelado del Opus Dei, Ediciones Cristiandad, Madrid, 2020, p. 25: «No podemos olvidar que, sin ignorar los problemas propios de cada época, Dios es el Señor de la Historia; es Él quien nos ha dado este mundo para cuidarlo y dirigirlo a su gloria, nos lo ha dejado en herencia y cuenta con nuestro esfuerzo para hacerlo cada día mejor». San Josemaría lo explica de este modo: «La caridad no es algo abstracto; quiere decir entrega real y total al servicio de Dios y de todos los hombres; de ese Dios, que nos habla en el silencio de la oración y en el rumor del mundo; de esos hombres, cuya existencia se entrecruza con la nuestra» (Conversaciones con Monseñor Escrivá de Balaguer, n. 62). Cfr. también Dar al mundo su modernidad [https://opusdei.org/es/article/dar-al-mundo-su-modernidad/].

Roberto Rusconi

Introducción

Hace doscientos años falleció el jesuita chileno Manuel de Lacunza y Díaz (1731-1801), que después su destierro (1767) y antes de su muerte en Italia, escribió La venida del Mesías en gloria y majestad, publicada unos diez años después (1812) y oficialmente condenada, a causa de su milenarismo literal, por parte de la Iglesia católica. En su obra se encuentra el análisis más sistemático, y más literal, de los capítulos 20 y 21 del Apocalipsis bíblico: esto sucedía en la misma década de la Revolución francesa, que puede ser considerada el nacimiento de una escatología secularizada.

En esta ponencia hay que indicar el marco de los argumentos, porque tenemos que saber exactamente lo que vamos a tratar: sin aventurarnos en una agotadora discusión acerca de los términos que se emplean en este ámbito, es mejor poner en claro desde el inicio que aquí nos ocupamos solo de la escatología apocalíptica de la tradición judaico-cristiana a lo largo de varios siglos, lo que incluye los problemas relacionados con el milenarismo. Por lo contrario, el pensamiento utópico podría ser considerado una forma de "secularización" de las esperas escatológicas, y también algo más y diferente.

En primer lugar, es central en este argumento el papel de la Sagrada Escritura, que entregó a las comunidades cristianas de los primeros siglos el lenguaje, la cronología y las imágenes de la escatología judía y, sobre todo, de la apocalíptica, cuando se incluyó en el canon de los libro sagrados de la Iglesia también el Apocalipsis de san Juan, es decir, una porción muy especial de aquella escatología, que generó al milenarismo cristiano.

En el curso de la historia, escatología apocalíptica y milenarismo (incluido el mesianismo) no interesaron exclusivamente a una iglesia, ni siquiera solo al cristianismo, ya que en estos argumentos se interesaron también, en su historia milenaria, las comunidades judaicas y el Islam: y tal vez se comunicaron los unos a los otros sus inquietudes para mantenernos al interior del marco de las religiones abrahamíticas. Es solo, tenemos que precisar, en relación al mesianismo, que hay una diferencia, y una contradicción, porque el único y verdadero Mesías es el Cristo, que tiene a venir otra vez para los cristianos y que aún no ha llegado para los judíos. Es decir, en la historia judaico-cristiana no se pueden encontrar verdaderos, sino "pretendidos" Mesías, hasta el final del mundo.

A. El período de la ciudad de Dios

La espera de una primera resurrección y de un milenio bajo el reinado de Cristo formó parte importante de la escatología de los tres primeros siglos del cristianismo.

En el texto del Apocalipsis, según la tradición obra de san Juan Evangelista, y que ha sido incluido en el canon de las Sagradas Escrituras de la Iglesia, se encuentran pasajes que dieron los fundamentos del escatologismo apocalíptico cristiano. En primer lugar, la espera de un reino milenario, en el capítulo Veinte:

"Et vidi angelum descendentem de caelo habentem clavem abyssi et catenam magnam in manu sua. Et adprehendit draconem, serpentem antiquum, qui est diabolus et satanas, et ligavit eum per annos mille; et misit eum in abyssum et clausit et signavit super illum, ut non seducet amplius gentes, donec consummentur mille anni; et post hoc oportet illum solvi modico tempore.

Et vidi sedes, et sederunt super eas, et iudicium datum est illis; et animas decollatorum propter testimonium Iesu et propter verbum Dei, et qui non adoraverunt bestiam, neque imaginem eius, non acceperunt caracterem eius in frontibus aut in manibus suis, et vixerunt et regnaverunt cum Christo mille annis. Ceteri mortuorum non vixerunt donec consummentur mille anni. Haec est resurrectio prima" (Apoc. 20, 1-5). Y más allá:

"Et cum consummati fuerint mille anni, solvetur satanas de carcere suo et exibit et seducet gentes, quae sunt super quattuor angulos terrae, Gog et Magog, et congregabit eos in proelium, quorum numero est sicut harena maris (...). " (Apoc. 20, 7). Y al final de todo este capítulo: "Haec est mors secunda. Et qui non inventus est in libro vitae scriptus, missus est in stagnum ignis" (Ap 20, 15).

La cita ha sido muy larga, pero era necesario leerla, para acordarse que era el texto mismo de la Sagrada Escritura ­el del Apocalípsis­ para proponer algunas cuestiones cronólogicas sobre los tiempos venideros, es decir los tiempos últimos del fin del mundo (en el idioma griego, "ta eschata", las cosas últimas). Y, a decir verdad, no se puede tampoco olvidar que la literatura "apocalíptica" en los primeros siglos del cristianismo (también en continuidad con la literatura parecida del judaísmo helenístico) ha sido un extenso fenómeno religioso.

Después de la instauración de la paz constantiniana el tiempo del cristianismo se había convertido en el tiempo de la Iglesia, y fue san Agustín a quien le tocó en suerte el identificar con autoridad a la escatología con la historia eclesiástica, en su Ciudad de Dios (XVIII, LIII, p. 652).

"Así que en vano procuramos contar y definir los años que restan de este siglo, oyendo de la boca de la misma verdad que el saber esto no es para nosotros. Con todo, dicen algunos que podrían ser cuatrocientos años, otros quinientos y otros mil, contando desde la ascensión del Señor hasta su última y final venida, y el intentar manifestar en este lugar el modo con que cada uno funda su opinión sería asunto largo y no necesario, porque solo usan conjeturas humanas, sin traer ni alegar cosa cierta de la autoridad de la Escritura canónica. El que dijo: no es para vosotros saber los tiempos que el Padre puso en su potestad, sin duda confundió e hizo para los dedos de los que pretendían sacar esta cuenta".

Si la alusión en la cita se refiere al así llamado "sermón escatológico" de Cristo (Mt 24, 1-25.46), el argumento más importante es el desprestigio de cualquier cálculo de la cronología apocalíptica, es decir milenarista.

Si tenemos a san Agustín como el mayor responsable de un "enfriamiento" de la escatología cristiana y de un "congelamiento" del milenarismo, y eso tiene valor en primer lugar para el cristianismo occidental, romano y latino, no se puede olvidar que también en la iglesia de oriente, griega y bizantina, el milenarismo, y la escatología apocalíptica en general no tuvieron un plazo particular (al menos antes de la conquista turca de Constantinopla, en 1453, cuando se intentó de explicar lo sucedido con referencia a las predicciones del Apocalipsis). Aunque en las iglesias del Oriente cristiano no se aceptó al Apocalipsis como a un libro del canon bíblico, hay una explicación posible, confirmando la descarga de sus culpas en favor de san Agustín. En el Imperio romano-cristiano del Oriente, que llamamos bizantino en la Edad Media, se estableció una "cristiandad realizada", del mismo modo en el Occidente cristiano-bárbaro no tuvo lugar el conjunto de las esperanzas escatológico-apocalípticas, con excepción del mito político, de origen bizantino, del Ultimo Emperador del Mundo, que, en alguna manera, es una figura mesiánica, ya que su reinado sobre el Imperio y sobre la Iglesia va a coincidir con las, épocas finales de la historia del mundo. (Es posible subrayar también, que los fermentos escatológico-apocalípticos que se produjeron en el Oriente europeo, sobre todo en la Rusia de la edad moderna, fueron fuertemente influenciados por libros e ideas que venían del Occidente, en particular del mundo protestante alemán, más que por su herencia espiritual y teológica).

En el pasaje del Apocalipsis que hemos leído antes, las preguntas que emergen del texto no se refieren exclusivamente a la determinación de una cronología apocalíptica, sino aluden a algunos personajes ­en latín, dramatis figurae (es decir, los intérpretes del drama)­, protagonistas y actores de los últimos eventos. En este sentido pertenece al milenarismo apocalíptico sobre todo el anticristo, al cual se hacen otras referencias no solo en el Apocalipsis mismo (Ap 13), sino además en las epístolas de san Pablo (2Ts 2, 3-4), y algunas alusiones explícitas en la primera epístola de san Juan:

"Filioli, novissima hora est, et sicut audivimus quia antichristus venit: et nunc antichristi multi facti sunt; unde scimus quia novissima hora venit Quis est mendax, nisi is, qui negat quoniam Iesus est Christus?. Hic est antichristus" (Ts 2, 18.22). Y en en final de la misma epístola escribe él: "Carissimi, nolite omni spiritui credere, sed probate spiritus si ex Deus sint; quoniam multi pseudoprophetae exierunt in mundum. In hoc cognoscitur spiritus Dei: Omnis spiritus qui confitetur Iesum Christum in carne venisse, ex Deo est; et omnis spiritus, qui solvit Iesum, ex Deo non est, et hic est antichristus, de quo audistis, quoniam venit, et nunc iam in mundo est" (2Ts 4, 1-3).

En el siglo X un monje de la Europa del Norte, Adso de Montier-en-Der, escribió una particular leyenda hagiográfica, es decir la "Vida del Antechristo"­que tuvo una singular fortuna en los siglos siguientes, y también más allá del final de la edad media­ si bien en diferentes versiones, y también a inicios de la época de la imprenta en ediciones con ilustraciones. El último enemigo de la fe cristiana ­el que en todo es el contrario de Cristo, como escribió ya san Isidoro de Sevilla (en el siglo VII)­ será un judío y su actuación se caracterizará por presentarse como un Mesías (pretendiendo, al mismo tiempo, ser para los cristianos el que vuelve a ellos por la segunda vez, y para los judíos el que finalmente llega a ellos). En la tradición teológica y religiosa del cristianismo latino occidental, por consiguiente el que pretende de ser un Mesías, no puede que ser más que un falso Mesías.

Durante el medioevo se intentó muchas veces identificar al anticristo, falso Mesías con algunos personajes de la historia, incluso emperadores y romanos pontífices, desde la época de Federico II, en el siglo XIII, a los años de Martín Lutero y de los reformadores alemanes, a principios del siglo XVI, con el objeto de desacreditar a sus opositores y enemigos, no importando si fuesen los emperadores alemanes o los pontífices romanos. A decir verdad, la historia del anticristo en la edad moderna se ha modificado a consecuencia de las opiniones teológicas de la Reforma, y en particular de las del mismo Lutero: en sus escritos, el anticristo no es un único personaje, es decir el Papa de sus tiempos, sino una institución, el papado, que es etiquetada sin reparo como anticristiana.

Además, y más importante aún, es la cuestión de la cronología apocalíptica que ha sido el marco característico del milenarismo medieval (y no solo medieval): es decir, el cálculo exacto de la fecha de los eventos del porvenir, incluyendo en este cómputo también los sucesos del pasado, utilizando algunos pasajes de la literatura bíblica, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, para determinar "las cantidades" del tiempo.

B. La reforma de la iglesia de los siglos X-XI y los movimientos apocalípticos de finales de la edad media

Periódicamente, sin embargo, a todo lo largo de la Edad Media se marchó en pos del milenio bajo la guía de profetas que se ornaban con una aureola mesiánica.

A decir verdad, en los siglos finales de la Edad Media el milenarismo fue sobre todo un interés cultivado por los intelectuales, o sea, prioritariamente los clérigos, cuya reflexión doctrinal se desarrolló en el idioma latín: las esperanzas escatológico-apocalípticas en este tiempo no se difundieron entre los fieles cristianos de una manera notable.

Estos autores quizás se presentaban a sí mismos como "profetas", pero solo en el sentido bíblico ­según su opinión­, y en la práctica su "profecía" para ellos coincidía con una interpretación verdadera de los sucesos ­del pasado, de su tiempo y del porvenir­ a la luz del texto de la Sagrada Escritura. El marco más característico de esta orientación fue un tipo de "obsesión cronológica", cuya raíz se encuentra en algunos pasajes del Antiguo Testamento, y en particular del profeta Daniel:

"Vade, Daniel, quia clausi sunt signatique sermones usque ad tempus praefinitum. Purificabuntur et dealbabuntur et probabuntur multi, et impie agent impii, neque intellegent omnes impii; porro docti intelligent. Et a tempore, cum ablatum fuerit iuge sacrificium, et posita fuerit abominatio vastatoris, dies mille ducenti nonaginta. Beatus, qui expectat et pervenit usque ad dies mille trecentotos triginta quinque. Tu autem vade ad finem et requiesce; et stabis in sorte tua in fine dierum" (Dn 12, 9-12).

En este ámbito es oportuno tener en cuenta también el sueño de la estatua de Nabucodonosor (Dn 2, 31-45), el otro sueño de las cuatro bestias (Dn 7, 1-8), y el cálculo de las semanas de "la abominación de la desolación" en los tiempos últimos (Dn 9, 24-27).

Desde el tiempo de la reforma de la Iglesia de los siglos XI y XII ­comúnmente llamado en los manuales de historia, la época de la "reforma gregoriana"­ y después de su victoria sobre el imperio, muchos teólogos, monjes y canónicos regulares, esbozaron una teología de la historia que coincidía con la escatología: escritores como Rupert von Deutz, Otto von Fresing, Gerhoh von Reichersberg intentaron dividir la historia del mundo en épocas, en relación con las edades de la historia de la Iglesia. Al final de tal desarrollo se encuentra el abad de Fiore, Joaquín. En este año se celebra el centenario de su muerte, y la diócesis de Cosenza en Calabria intenta alcanzar el reconocimiento oficial de su santidad por parte de la Iglesia romana.

En su complejo sistema exegético, en el cual se combinan el papel del Espíritu Santo, la interpretación del Apocalipsis y la "concordia" entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, la teología de la historia, la escatología (en todos sus aspectos) y la eclesiología se mezclan de una manera inextricable. Lo que más nos interesa en sus obras auténticas es el ingreso de un cálculo numérico exacto, con raíces en una teología bíblica. Véase por ejemplo la siguiente cita de su Expositio in Apocalypsim:

"Y tanto que decimos hasta al año 1200 desde la encarnación de nuestro Señor, en el cual es el término de las cuarenta generaciones, como hasta el tiempo presente, y como hasta el tiempo de la plenitud de las gentes o sea de la conversión de Israel, no resulta diferencia alguna, ya que es costumbre en la divina página de ser entendido el fin en el sentido estrecho o extendido, en manera que a veces es dicho fin del mundo toda la sexta edad, que empezó en Cristo, y a veces aquel último día en el cual tiene que venir el Señor para el juicio final".

A pesar de la fama profética del abad de Fiore, en sus escritos auténticos el tercer estado de la historia seguramente no tendría que durar más que una sola generación humana, y de ninguna manera un milenio, como se puede leer en su Expositio in Apocalypsim:

"Como dice san Agustín en la Ciudad de Dios, algunos creyeron, tomando inspiración en este fundamento, que el tiempo de la séptima edad tenía una duración de mil años, y en este período Cristo tenía que reinar con los santos después de la resurrección, cuando llegaran a su cumplimiento seis mil años desde el principio del mundo. Ellos añadieron algunas conjeturas, que son en todo y por todo contrarias a la fe cristiana En relación a lo que han dicho del Señor, es decir que Él con sus santos se hubiera entregado a banquetes carnales por mil años después de la resurrección, se trata de cosa absolutamente lejana de la fe".

En la herencia joaquinita, por el contrario, se ha dado relevancia a predicciones mucho más concretas, en la convicción de identificar a personajes, aún más que, y no solo, sucesos con los acontecimientos de la historia final del mundo. Si hubo un joaquinismo franciscano, que en primer lugar intentó identificar a la orden con su plazo escatológico, en su ámbito se hicieron las elaboraciones más audaces, con el intento de pronosticar con exactitud la fecha de la llegada del anticristo: empezando con el médico catalán Arnau de Vilanova, cuyo tratado fue condenado por la Sorbona de París antes de la esperada fecha de 1300 o de sus alrededores (si bien sus esperanzas tenían raíces muy complejas, en las que se incluían la literatura judaica y astrológica). Alrededor de la mitad del mismo siglo XIV, le tocó en suerte a un fraile menor de la Francia meridional, Juan de Rocatallada, el agudizar la obsesión cronológica en la escatología apocalíptica, con un extravagante entrelazamiento de todos los ingredientes: desde el Ultimo Emperador del mundo al Papa Angélico, del anticristo al Juicio Final, y también con una importante invención, un enlace entre la escatología apocalíptica y la historia de la Iglesia, que no se fundaba en la sucesión de épocas generales, sino en algunas rupturas de su curso: el cisma eclesiástico, exactamente lo que sucedió cerca veinte años después, en 1378.

"Por lo tanto no afirmo de ser un profeta enviado de Dios, como lo fueron Isaías y Jeremías sino solo afirmo que Dios omnipotente abrió a mi intelecto, y esto es lo que me parece, salvo el mejor juicio de la sacrosanta Iglesia Romana, al cual están sometidas mi misma persona y todos los libros que yo haya escrito o que vaya a escribir. Y es mejor que esta revelación escrita antes sea llamada 'una comunicación del espíritu de comprensión de los profetas al propósito del los eventos futuros" y no "una comunicación del espíritu de la profecía'", escribió fray Juan de Rocatallada en su Libro de los eventos secretos (Liber secretorum eventuum).

Si estas eran la preocupaciones del fraile franciscano, en el álveo de las tradicionales afirmaciones de ortodoxia de parte de los profetas que pretendían no ser tales, este género de predicciones se separó muchas veces del marco de la escatología apocalíptica y llegó a ser una calderilla en el profetismo político en los diferentes países europeos de los últimos siglos de la edad media, en relación a la buena y mala fortuna de los emperadores, de los reyes y de los señores.

En los siglos finales de la edad media hay que tener en cuenta otro personaje o "figura", que tiene un plazo en el marco del mesianismo, es decir el Papa Angélico de los Vaticinia de summis pontificibus, esto es algunas profecías ilustradas, que fueron utilizadas desde el comienzo del siglo XIV para "profetizar" a la llegada de un Papa, cuya elección se pretendía promocionar, o bien para promover el carácter sobrenatural de una reciente elección. Su origen es bastante claro: a finales del siglo XIII se tradujeron en latín los Oracula Leonis, es decir, las profecías milenaristas que circularon en favor del emperador bizantino, las que fueron adaptadas, en un intento propagandístico en favor de los cardenales de una familia aristocrática romana y de sus aspiraciones de elegir a uno de ellos como Papa durante el largo cónclave de Perusa de los años 1304-1305, de manera definitiva fueron redactadas en la forma de quince "profecías papales figuradas", con una figura central de pontífice, con símbolos que eran explicados en una hermética máxima a pie de página, y un "título" encima. Las cuatro figuras finales aludían a la elección sobrenatural de un Papa futuro, coronado por los ángeles.

¿Y esta espera en un Papa Angélico tiene algo que ver, por el contrario, con el milenarismo cristiano, en la medida en que prefigura a un reino final en la historia, el del último pontífice romano sobre la Iglesia y el mundo? No se puede olvidar que el Papa Angélico es, por su parte, también un heredero del mito bizantino del Ultimo Emperador, que en el Occidente latino se dividió, después de la época de la reforma de la Iglesia del siglo XI, en una figura papal y en una figura imperial.

En la historia del Occidente en el bajo medioevo, se han etiquetado como "milenaristas" algunos movimientos, empezando con el que Dolcino capitaneó en la Italia septentrional en los comienzos del siglo XIV. Si en sus cartas ­cuya redacción original no conocemos­ él se preocupa de dividir a la historia en períodos, en el marco de la tradición escatológica joaquinista, no prevé ningún papel activo para sus frailes "apostólicos": el protagonista de la lucha final es una vez más el Ultimo Emperador, cuyas obligaciones incluyen una reforma por la fuerza de una iglesia corrompida y el asentamiento de un "Papa Angélico" (con el cual el Dolcino al final se identifica a sí mismo).

En las primeras décadas del siglo XV, la revolución religiosa nacional en Bohemia, después de la ejecución en la hoguera de Jan Hus por orden del concilio de Constanza en 1415, evolucionó en grupos marginales, pretendiendo que el final del mundo tendría lugar en sus montañas, y a una la llamaron Tábor, como el monte en Judea. El fundamento de estas esperas era una interpretación muy literal de las Sagradas Escrituras y su aplicación a las instituciones de la Iglesia romana, en el período del gran cisma eclesiástico de Occidente. Su característica más resaltante es su total literalismo, según se puede leer en una crónica bohemia, escrita en el idioma checo: "Estos mismos sacerdotes predicaron también a propósito del Evangelio de Mateo 7, 15: "Cuidado con los falsos profetas!", y aplicaron esta sentencia a quien no estaba de acuerdo con ellos. Ellos dijeron: "En Bohemia no sobrevivirán más de cinco ciudades y todas la otras serán destruidas por el fuego, a semejanza de Sodoma y Gomorra. Por esta razón todos tendrían que refugiarse en las montañas" y además: "Estos sacerdotes predicaban también así: el Cristo va a descender de las montañas en la tierra, para reinar temporalmente y para preparar a un gran banquete en las montañas. Y el Espíritu Santo será dado a los corazones de los fideles, con total abundancia".

Como ocurrió con Dolcino un siglo antes, la esperada purificación no tuvo lugar en 1420, y en 1421, los ejercitos de los "cruzados" derrotaron también a aquellos milenaristas.

Tanto en los movimientos radicales de los últimos siglos de la Edad Media, y al comienzo de la Edad Moderna ­desde Dolcino de Novara a principios del siglo XIV hasta a Thomas Müntzer en la Alemania meridional a principios del siglo XVI­, sus líderes casi nunca pretendieron ser el mesías, sino su antecesor. En este sentido se dio la recuperación de dos personajes bíblicos, en primer lugar san Juan Bautista, y después de Elías. En realidad, en otros casos, estos personajes se presentaron tal vez como "profetas" que anunciaban los últimos tiempos de la historia, pero no eran nunca pretendidos mesías. También el fraile dominico Jerónimo Savonarola, antes de ser excomulgado y quemado en la hoguera en 1498, sobre el púlpito proclamó a Florencia como a la Nueva Jerusalén, y pretendió para sí mismo el papel del profeta, en una continuación del de los profetas bíblicos: "Volviendo a nuestro propósito, yo digo que estas cosas futuras, por razón de la indisponibilidad del pueblo yo las predecía en aquellos primeros años con la ayuda de las pruebas en las Escrituras y con razones y con diferentes similitudes. Y después empecé a extenderme y a demostrar que estas cosas futuras yo le había por otra luz que la sola inteligencia de las Escrituras; y luego empecé a extenderme más y a llegar a las palabras formales que el cielo me inspiró".

Vale la pena señalar que como ha sucedido con Joaquín de Fiore, también la orden de Savanarola intenta obtener una canonización oficial de parte de la Iglesia: esa es la extraña suerte de sus profetas.

A principios del siglo XVI Thomas Müntzer, en la época de la guerra de los campesinos en la Alemania meridional, escribía expresiones muy semejantes, y a la vez más claras, en una carta de 1523: "Tenéis que saber, que los doctores atribuyen esta doctrina al abad Joaquín y la llaman resueltamente el Evangelio eterno. Yo leí solo el Super Hieremiam, pero mi doctrina llega de más arriba. Yo no la tomo de él, sino de la misma Palabra de Dios: como luego, cuando el tiempo haya llegado, yo demostraré basándome sobre todos los escritos bíblicos".

A finales de la Edad Media y en vísperas de la nueva época, la esperanzas mesiánicas judaicas se inflamaron con la elaboración de la Cábala por Abraham Abulafia, antes que la expulsión de los judíos de Sefarad ­es decir, la península ibérica­ el año 1492 pusiese en circulación otros escritos, en los cuales se pretendía predecir al súbito avenimiento de la época mesiánica: más prudente en la identificación de un personaje histórico como el Mesías de las esperanzas de Israel; el milenarismo judaico de este período hace referencia a la cronología de la creación del mundo y a una duración del tiempo de la historia por seis mil años (por consiguiente, sus cálculos cronológicos no se refieren a las predicciones del profeta Daniel ­ cuales entraron en el libro del Apocalipsis de los cristianos). Además, entre los judíos se encuentra cierta renuencia a identificar a alguien con el mesías - como parece muy evidente en el marco de la religión de Israel.

C.   El nuevo mundo como reino del milenio y el apocalipsis en Europa en la edad moderna

En el siglo XVI un mundo sería llamado "nuevo" no solo por razones geográficas, sino también por motivos escatológico-mesiánicos. El "descubrimiento" y conquista del Nuevo Mundo se realizaron en un ambiente de particular efervescencia escatológica y mesiánica.

De escatología y de milenarismo en el Nuevo Mundo va a tratar otra ponencia, de un historiador mucho más competente en el tema que yo. Por mi parte, me parecen muy interesantes las raíces medievales de algunas reconstrucciones de la primera historia del Nuevo Mundo, que se hicieron de este lado de la mar Océana (como la llamó el mismo Cristóbal Colón en su "Libro de las profecías"), y más aún preguntarse si el conjunto de las ideas y esperanzas escatológico-apocalípticas tuvieron una especial configuración en el continente nuevo.

En primer lugar, es claro que el pensamiento escatológico-apocalíptico llegó a América desde Europa. Esta evidencia es muy útil para subrayar que en el Nuevo Mundo se estuvo buscando para la confirmación de esperanzas y de temores ya existentes: de una manera no diferente de la actitud de Cristóbal Colón, el cual recogió en su Libro de las profecías, cuando las islas de la Indias habían ya sido "descubiertas", los textos bíblicos y teológicos que podían aportar un sentido a lo sucedido. El mismo Colón nunca intentó proponerse a sí mismo como un mesías: por el contrario, en sus escritos el papel escatológico del Ultimo Emperador pertenecía al rey de España.

Las ideas "milenarias" de los cronistas franciscanos de América, fray Toribio Benavente Motolinía, en la Historia de los indios de la Nueva España (terminada antes de 1541), y fray Jerónimo de Mendieta, Historia eclesiástica indiana (antes de 1596), tenían sus raíces en las tradiciones escatológicas medievales de su orden y expresaban más bien el arranque misionero de los frailes.

¿"El mesianismo se ha hecho criollo"?, escribió hace algunos años en la Encyclopedia of Apocalypticism Alain Milhou. En realidad, se constata un agravamiento del milenarismo de raíz europea, porque las esperanzas del fraile dominicano Francisco de la Cruz, condenado por la Inquisición y quemado en la hoguera en 1578, se referían al la destrucción de Europa por los turcos y al traslado del Papa a Lima, la Nueva Jerusalén. El mismo Francisco tenía que ser un "Tercer David" y su hijo el "nuevo Salomón" de un esperado Tercer Testamento.

América había sido también el continente en el cual se pretendió encontrar las diez perdidas tribus de Israel, y se intentó nada menos que identificarlas con la poblaciones nativas de los indios, con fundamento en las Sagradas Escrituras. Y no parece que esta haya sido una preocupación del mesianismo judaico también, antes de los tiempo del "Sabbatianismo", cerca de la mitad el siglo XVII: A la nota de los pretendidos Mesías hay que incorporar personajes como Sabbatai Zevi, cuya actividad presenta muchas semejanzas con las actitudes de otros "lunáticos", que en el mundo cristiano pretendían ser aceptados como el verdadero mesías.

La idea de un traslado del Papa de Roma a América se encuentra otra vez, alrededor de la mitad del siglo siguiente, en el fraile franciscano Gonzalo Tenorio, cuya inspiración se remonta a los escritores medievales de su orden, como Juan de Rocatallada y otro catalán, Francesc Eiximenis (1340-1409): en aquellos tiempos finales un papel escatológico estaba a cargo también de un monarca, el Ultimo Emperador de la descendencia de la casa hasbúrgica. En relación a Gregorio López en México y a otro personaje en Perú, volvió a entrar en circulación la espera de la venida de un "encubierto" ­una figura escatológica o mejor, mitológica­ producida en la crisis del imperio y de las monarquías ibéricas en las última décadas del siglo XVI, si bien tuviese su raíz en el mito medieval del emperador alemán Federico II.

Hacia la mitad del siglo XVIII, en fin, el jesuita Francisco Javier Carranza publica en México un volumen, cuyo título no necesita alguna explicación: La transmigración de la Iglesia a Guadalupe, que apareció en 1749. En sus páginas el Monte Tepeyac era el lugar donde la Iglesia tenía que refugiarse, en busca de un amparo contra la persecución del anticristo. A esta época, sin embargo, el cuadro histórico se ha mutado de la raíz y la configuración de una escatología apocalíptica que está siendo influenciada por la confrontación entre la Iglesia y el mundo moderno. Por lo anterior, es posible estar de acuerdo con Alain Milhou, que considera a Francisco de la Cruz, Gonzalo Tenorio y Gregorio López como a "extremos y también casos patológicos" en el marco del mesianismo íbero-americano, y ­a pesar de esto­ "representantes de una conciencia criolla, que en la época colonial exigía el reconocimiento de la dignidad del Mundo Nuevo en oposición al Viejo Mundo (y a la madre-patria peninsular)".

El tema de la identificación de una "Nueva Jerusalén" en un plazo que fuera diferente de la ciudad de Tierra Santa, y también de la Roma papal, se encontró por primera vez, en una forma explícita, entre los "alumbrados" de Alemania a principios de la Reforma, y encontró su extrema realización en la ciudad de Munster, en la comunidad bajo la guía de los seguidores del predicador anabaptista Melquior Hoffman en los años 1534-1535: Jan van Leiden se proclamó a sí mismo como el rey de su Nueva Jerusalén. Desde su derrota, siempre se ha considerado la revuelta de Munster como a una "aberración" en la Reforma radical alemana, sin considerar de una manera adecuada sus verdaderas raíces: de un lado, la tradición de la escatología apocalíptica tardo-medieval (sin pretender establecer lazos de parentesco demasiado estrechos); y, del otro, sobre todo el peso de un literalismo bíblico, fruto del la Reforma misma.

En las primeras décadas desde la "protesta" del que fuera fraile agustino Martín Lutero ambos factores jugaron su papel, en un número no insignificante de personajes. Por el contrario, decisiva ha sido la evolución institucional de la misma Reforma, cuyas iglesias ­y hasta más de la Iglesia católica romana­ rechazaron y persiguieron a los reformadores más radicales y sus orientaciones escatológico-apocalípticas.

Durante la edad moderna, en los siglos incluidos entre la Revolución religiosa de Lutero, Calvino y los otros, y la Revolución política de los franceses, el Apocalipsis ha jugado su papel en Europa. Ha sido esta una vena muy importante, pero más en al ámbito intelectual y cultural que social y político. En otros términos, el apocalipticismo ha evolucionado en la teología, en la filosofía, y también en el pensamiento científico: sir Isaac Newton (1643-1727), el mismo que descubrió la ley de la gravitación universal, fue el autor de un tratado sobre el Apocalipsis. Por el contrario, casi no existe un milenarismo difundido si bien, como es lógico, hay muchas excepciones.

Existe además otro tema escatológico, el de la Tercera Roma, es decir la ciudad de Moscú en Rusia, como heredera de la Segunda Roma, o sea, la Constantinopla del imperio bizantino medieval, que nos lleva a la orientación distinta de aquellas esperanzas en la cristiandad eslava y al papel del emperador en su marco, a la cabeza en el mismo tiempo de la Iglesia y del Estado.

Conclusiones

Ponemos el final de estas reflexiones en vísperas de la Revolución francesa, por razón que en la edad contemporánea la así llamada secularización de la sociedad y la laicización del Estado modifican el lugar de la Iglesia en la historia, y por consiguiente el conjunto de doctrinas y de esperanzas que se incluyen en la categoría de la escatología apocalíptica, incluso el milenarismo. Esta conclusión, por lo contrario, no significa que no hubo, en los dos último siglos, personajes y episodios que nos recuerdan de la persistencia de una espera del fin de este mundo o bien pretendidos profetas, y el bagaje que a todo esto pertenece.

Aunque la primera impresión es muy diferente, una vena apocalíptica ha sido característica también del catolicismo, donde las catástrofes revolucionarias ­empezadas ya con la supresión de las órdenes religiosas en el siglo XVIII­ concentraron la atención sobre la institución, y también en la cumbre de la Iglesia: el enfrentamiento con la sociedad contemporánea ha sido interpretado como una lucha de los sombríos tiempos finales del mundo, según personajes como san Juan Bosco (el mismo Papa Pío IX tenía en su biblioteca personal libros de profecías), y también las apariciones de la Virgen en Lourdes, y en otros lugares hasta al más reciente Medjugorje, no nos dejan olvidarnos de la Mujer del Apocalipsis, que tenía una corona de doce estrellas.

Al parecer una forma de milenarismo está todavía en acto especialmente en los Estados Unidos, y esto ha derivado de una interpretación "fundamentalista" de la Sagrada Escritura en un país considerado por sus habitantes la "nación elegida" desde sus comienzos: lo que pertenece más a la herencia de un literalismo bíblico de raíz "protestante", al interior y al exterior de las mayores Iglesias "establecidas".

Y queda también de preguntarse acerca del sentido y de las raíces de numerosos movimientos milenaristas, que en el siglo pasado han sido característicos del mundo islámico, en África y también de la América meridional, sobre todo en Brasil.

Pero el papel jugado por estos fenómenos en la historia ha sido muy diferente de lo que se pasó en los siglos anteriores, y es por consiguiente otra historia que dejamos a otros.

Roberto Rusconi, en scielo.cl

Antonio Aranda

El título que hemos dado a este trabajo asocia dos realidades que ya de por sí, por su misma naturaleza, piden existir necesariamente unidas, y con una forma de cohesión que va más allá de la pura relación extrínseca. Una y otra, en efecto, aunque cada una de manera distinta -conforme a su condición- se exigen, se llaman, necesitan comunicarse mutuamente la propia vitalidad. Pienso que esta idea es patrimonio común en el pensamiento teológico, el cual consiste justamente en la realización histórica, según formas diversas, de la referida relación. El estudio de esas distintas formas en el plano histórico y, más aún, la reflexión en el terreno sistemático  sobre la realidad fundamental que en ellas se manifiesta, constituye un campo de trabajo  teológico al que siempre estamos abocados,  en  cierto intención primordial: buscar el modo de expresar el fundamento de la íntima relación de la que partimos, y mostrar qué sucede cuando falta ese fundamento. Llevar adelante esta intención trae consigo, inevitablemente, dirigir una mirada atenta sobre el presente y el inmediato pasado teológico.

I.       La experiencia cristiana como experiencia de unidad

1)       ¿Qué entender por experiencia cristiana?

Son tantos los elementos que conforman la noción de experiencia en general, tantas las formas distintas de la experiencia humana sobre las que reflexionar en busca de un substrato común, que es habitual situarla entre las nociones más difíciles de expresar [1]. También el pensamiento teológico contemporáneo ha puesto su atención en ella, con el fin de llegar a una formulación adecuada de lo que suele denominarse experiencia religiosa, o en otros términos experiencia de Dios [2]. Existen incluso diversas propuestas de elaboración teológica sistemática a partir de dicha experiencia, en las que se advierte sin duda una intención evangelizadora, es decir, la inquietud por asumir las categorías racionales y los valores culturales dominantes, con la intención de reformular desde  ellos  el  mensaje  cristiano  -en una época como la presente, en la que la razón ilustrada ha ido decayendo progresivamente hacia el «agujero negro» del rechazo y negación  de Dios-. La cuestión es  tan interesante  cuanto difícil y arriesgada. Uno de los intentos más característicos a este respecto -quizá también uno de los más problemáticos-, ha sido el realizado en base a la noción de experiencia transcendental y a la aplicación del denominado «método antropológico trascendental» [3].

En líneas generales, la teologá moderna concibe la experiencia religiosa como experiencia del misterio, de lo inabarcable e inefable, y considera la auto-revelación divina como un manifestarse del Dios oculto en cuanto oculto, es decir, un darse Dios a conocer en su propio misterio [4]. Correlativamente se acentúan en mayor grado las dimensiones económico-salvíficas, doxológicas y simbólicas de la experiencia religiosa, menos resaltadas quizá por el pensamiento teológico en épocas anteriores en comparación con la atención prestada a los aspectos gnoseológicos.

Aquí consideraremos la noción de experiencia cristiana desde un punto de vista común e inmediato, que es también a nuestro entender el más acertado: en cuanto experiencia de Dios en Cristo adquirida a través de la Iglesia. Tiene, por tanto, una dimensión colectiva -como experiencia  común a  todos los creyentes-,   en la que  no nos detendremos, y una dimensión individual que será el ámbito de esta reflexión. En este segundo sentido, la experiencia personal cristiana exige, evidentemente, como presupuesto lo que, con palabras de Ratzinger, puede  denominarse  «experiencia  de la creación y de la historia» y «experiencia de la comunidad cristiana y de los hombres cristianos». Sin ellas no podría darse una verdadera experiencia personal de Dios en Cristo, que siempre será: «Una experiencia que se instala en la cotidianidad del experimentar común, pero para avanzar se apoya en el ámbito de la experiencia histórica  y de la riqueza experimental que ha creado ya el mundo de la fe. La dirección hacia la superación por encima de lo dado y por encima también de la propia demanda es posible porque está ante nosotros la superación ya acontecida en el mundo de la fe» [5].

Desde esa perspectiva cabría decir que la experiencia cristiana personal no consiste sólo en conocer a Dios en Cristo como una realidad trascendente  externa a la persona, sino también y principalmente en un saberse el cristiano a sí mismo en Cristo de una manera nueva, capacitado para desarrollar una relación filial con Dios que afecta profundamente su propia intimidad, y le dota de una intelección global tanto de sí mismo como de la entera realidad [6]. Vista así, la experiencia cristiana se muestra como experiencia de fe e inseparablemente como experiencia espiritual, doble faceta de una misma realidad que informa a toda la persona.

2)       La experiencia cristiana como experiencia de fe

Al decir de la experiencia personal cristiana que es una experiencia de fe, se quiere indicar que, por su propia condición, no sólo conduce a la persona  al centro  mismo de la cuestión  de la  verdad (y del compromiso con ella), que es la cuestión humana por excelencia, sino que le facilita también, al mismo tiempo, la respuesta exacta: la verdad no consiste simplemente  en algo, sino que es Alguien: la Verdad es Cristo; más aún: la Verdad no es sólo algo que se acepta, sino también y ante todo Alguien que te acepta. En  este sentido, la auténtica experiencia de la persona creyente en cuanto creyente incluye junto a la aceptación de unos determinados contenidos intelectuales (unas verdades) que se deben creer, el saberse aceptado y amado por Cristo. Puede expresarse, entonces, como un saberse el cristiano  personalmente  de Cristo  y, en El, hijo del Padre [7].

Así pues, la respuesta cristiana a la cuestión de la verdad, en la que se plantea la cuestión sobre el hombre mismo, suena así: la verdad es Cristo, encontrarle a Él es hallarla, seguirle es mantenerse en ella. Y desde ese punto de vista, la experiencia cristiana incluye, en cuanto experiencia de fe, una firme conciencia de poseer la verdad, esto es, de haber recibido el don de la verdad plena en la donación de Cristo, y se traduce -como se advierte en la historia del cristianismo- en la necesidad de enunciarla. Como ha escrito Ratzinger: «La fe cristiana nunca ha sido, en razón de su estructura básica, un mero confiar indefinido sino un confiar en Alguien perfectamente concreto y en su palabra, esto es, ha sido siempre también encuentro con una verdad cuyo contenido debe ser enunciado» [8].

En cuanto adhesión personal en Cristo y en la Iglesia a la verdad, es decir, en cuanto fuente de un conocimiento que asume y trasciende la dimensión puramente intelectiva de la persona -es más que un conocimiento: es un saber-,  la fe non entrará nunca por sí misma en colisión con las exigencias de la razón, ni se opondrá a ellas. Pero tampoco se someterá pasivamente a la hegemonía epistemológica pretendida por la moderna «razón ilustrada»: sería una incongruencia. Además, ésta plantea ya desde su mismo origen conceptual una irremediable confrontación con la existencia de la verdad como tal y con todo posible fundamento objetivo. Lo que en realidad plantea la razón ilustrada, aunque no sea evidente a primera vista, es un enfrentamiento radical con el contenido mismo del misterio de Cristo, enfrentamiento del que se derivan lógicas consecuencias negativas en otros campos de la teología.

El postulado moderno de la discontinuidad o ruptura entre fe y razón, que tan graves efectos ha provocado en el pensamiento filosófico y teológico -en éste principalmente en los dominios de la Reforma aunque también, quizá sobre todo en nuestro siglo, en el campo católico-, está concebido desde una visión del hombre originariamente no católica. Ni la noción católica de fe, ni su homóloga de razón, están directamente implicadas en la fractura kantiana entre ambas, sino que en ella se postula una drástica separación entre dos nociones que ya de por sí, en su mismo origen, son inconciliables: una noción de fe con una fuerte connotación fiducial y subjetiva, y una noción de razón concebida fundamentalmente como razón instrumental capaz sólo de certezas a partir del conocimiento experimental, altamente influida por el método cognoscitivo propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio de la ciencia empírica y sin más presupuestos que su propio ponerse en ejercício. La fractura entre ambas está implícitamente postulada desde su raíz, pues en realidad ambas nociones están concebidas desde su originaria discontinuidad en la concepción antropológica luterana.

Nunca deben perderse de vista, en efecto, los «profundos condicionamientos luteranos del pensamiento de Kant» [9], al reflexionar sobre esa proclamada fractura tan alejada de la comprensión católica del hombre. Como señala Mondin: «Se ha escrito que Kant es el filósofo del protestantismo [10]. Considero esta afirmación fundamentalmente correcta, y no sólo porque el protestantismo es el horizonte cultural en el que se mueve el filósofo de Königsberg, sino también y sobre todo porque su pensamiento da expresión racional, filosófica, a una de las tesis más propias y específicas del protestantismo: la de la antinomia entre naturaleza y gracia, entre razón y revelación, entre filosofía y teología, entre Iglesia visible e Iglesia invisible» [11].

La noción de fe construida en la tradición filosófico-teológica católica estuvo en cambio, desde el principio -antes y después de la Reforma-, en íntima conexión con una noción de razón abierta a la trascendencia. La fe católica buscó además siempre la colaboración y el diálogo con el pensamiento filosófico; para lograr desarrollar y expresar sus instancias teológicas, esto es, para lograr expresar conceptualmente las verdades que la constituyen. La teología ha brotado, en efecto, como «una racionalidad que existe en el seno mismo de la fe, cuya coherencia auténtica desarrolla» [12]. La fe que busca comprender, fides quaerens intellectum, es la verdadera fe católica, y sólo ella es capaz -esto puede resultar sorprendente para un pensamiento ilustrado- de aceptar los desafíos y las ofertas de la Ilustración, sin plegarse ante ella, y de suscitar una dinámica inversa (intellectus quaerens fidem) como lógico correlato dentro de la mutua relación entre ambos elementos.

La afirmación de la íntima relación y continuidad entre fe y razón, entendidas conforme a la tradición católica, es pura consecuencia, en el plano existencial, de la definición del hombre como capax Dei, y defiende por tanto la imbricación en el sujeto entre los dones de naturaleza y de gracia. Lo natural y lo sobrenatural no son concebidos en el pensamiento católico como dos mundos sin relación, sin contacto,  aislados entre sí por fronteras  inviolables.  Antes al contrario, a la luz de los misterios de la creación y de la redención, aunque puedan ser pensados por separado, piden ser concebidos  desde la continuidad establecida por Dios entre ambos en el interior de la persona justificada: allí se entrelazan en unidad operativa, sin confusión. En cierto modo, la experiencia de fe de la que venimos tratando puede llegar a ser en el cristiano experiencia consciente de la unidad en él de naturaleza y gracia, no sólo como meta a alcanzar sino como don ya presente y poseído. Se convierte así en experiencia espiritual, de la que hablaremos.

La mención de las relaciones entre fe y razón trae a la memoria la doctrina expuesta por el Concilio Vaticano I, sobre la que conviene detenerse. En esta materia tenía el Concilio ante sí, como es sabido, dos tipos de dificultades: la concepción/fideísta-tradicionalista, que comprometía la racionalidad del acto de fe al proclamar como único conocimiento verdadero el alcanzado por vía de revelación y tradición; y, por otra parte, en sentido opuesto, el racionalismo, que negaba a la fe un estatuto epistemológico racional, reduciéndola a algo irracional fundado en la obediencia a la norma y a la autoridad. Aunque sus posiciones sean mutuamente excluyentes, ambos errores coinciden sin embargo en muchos aspectos:

—       tras una apariencia de solución a un problema de orden epistemológico, ambos mantienen en realidad una visión omni-comprensiva, fundada en una intelección del espíritu humano que va más allá de las dimensiones del conocimiento; sus propuestas de solución  a la cuestión humana más radical, la cuestión de la verdad, encierran posiciones globales que predeterminan la actitud a tomar ante el problema de Dios y el sentido del hombre y del mundo

—       junto a eso, si bien uno y otro rechazan la relación de continuidad entre fe y razón, y se excluyen mutuamente al negar todo fundamento de validez a la posición intelectual del contrario (disolviendo bien la fe en la razón, bien la razón en la fe, y en cualquier caso comprometiendo a ambas), ambos coinciden no obstante en lo más esencial de lo que les enfrenta: tanto en el fideísmo como en el racionalismo subsiste una visión iluminista de la razón, concebida puramente como razón instrumental o matemática

— consiguientemente, la noción de fe presente en ambas concepciones padece de un aislamiento originario: existe para unos como única fuente de verdad, se admite para otros como principio de certezas subjetivas de orden metafísico no experimentable, pero todos la mantienen siempre al margen de la razón; entre esa fe y esa razón hay una discontinuidad primordial, una fractura previa a toda consideración de sus hipotéticas relaciones; fideísta y racionalistas sólo son, en realidad, mensajeros de esa presunta ruptura originaria.

La Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I nació con una doble vocación: proclamar la contradicción entre esos errores y la doctrina católica y, al mismo tiempo, superarlos al recordar que, por voluntad de Dios, la íntima conexión entre naturaleza y gracia, o -en este caso- entre razón humana y revelación sobrenatural, fundada en el destino eterno del hombre y en los dones que lo hacen posible, es el fundamento irreformable de la continuidad entre conocimiento de fe y conocimiento racional. El Concilio quiso así re-establecer el puente entre los dos polos de la cuestión, y dar solución dogmática al problema debatido: aquella ruptura originaria postulada  por  unos  y otros quedaba doctrinalmente reparada [13].

Cabría, sin embargo, hacer algunas preguntas al hilo de la doctrina conciliar y de su posterior recepción por la teología católica. Supuesto que el Concilio Vaticano I hizo cuanto podía y tenía que hacer (reafirmar la doctrina, definirla y rechazar los errores contrarios), ¿podría decirse también que el pensamiento católico estuvo en aquellos momentos a la altura de la situación histórica e intelectual?,

¿supo la teología comprender y aceptar el desafío que aquellos errores le planteaban en común bajo formas opuestas? En su lógica sobriedad magisterial, la Constitución Dei Filius no había entablado un diálogo de fondo con las dos posturas adversas, ni había pretendido tampoco discernir teológicamente las legítimas inquietudes que pudieran existir en ellas.  El Concilio sólo quiso exponer con  autoridad la equilibrada doctrina católica sobre la cuestión debatida, y superar por elevación las dificultades planteadas por los errores; su función no pedía que llevara a cabo otras tareas como estudiar los orígenes, las argumentaciones o las posibles conexiones intelectuales de ambas concepciones extremas, más propias de la teología [14].

¿Asumió plenamente la teología de finales del XIX y comienzos del XX aquellas tareas? ¿Se enfrentó decididamente con el fondo de aquellos problemas? [15].     Pienso que no se puede responder  afirmativamente a esas preguntas. La teología se limitó más bien  a recoger y repetir las enseñanzas del Vaticano I, pero no se plantó el modo  de superar en su origen los errores, corrigiendo la fractura que postulaban entre fe y razón o entre gracia y naturaleza, corrección que en realidad sólo podía realizarse por medio de una reflexión más profunda sobre la doctrina antropológica cristiana. No supo conectar con la auténtica tradición católica anterior a la Reforma y al pensamiento ilustrado, para encontrar allí la fuerza argumentativa y espiritual necesaria. En buena medida -y por razones claras tanto de orden histórico como metodológico-, permaneció anclada en la seguridad de la doctrina magisterial y evitó navegar por aguas removidas, más quizá por cierta carencia de horizontes que por falta de buenas cabezas.

Aunque a lo largo de nuestro siglo, para desarraigar aquellos y otros errores, se ha insistido en diversas ocasiones, también por parte del magisterio, en la necesidad de retornar a la gran tradición del pensamiento cristiano, esto es, a los Padres y a la Escolástica, la realidad es que esa vuelta -en lo que se refiere a nuestro tema- ha consistido más bien en interpretar dicho patrimonio desde una perspectiva concorde con la letra del Vaticano I, que en reencontrar el genio teológico y espiritual que encierra, es decir, su espíritu católico. Lo que en la gran tradición se hace patente de distintas maneras, al estudiar cuestiones diferentes, es una concepción unitaria del hombre como criatura destinada a la vida sobrenatural; todo ese riquísimo pensamiento tiene como fundamento la íntima armonía revelada entre naturaleza y sobre-naturaleza, entre creación y salvación, y por tanto -aunque a veces sólo se considere de modo implícito- entre saber racional y saber revelado. En los grandes testigos del patrimonio doctrinal de la Iglesia como Ireneo, Atanasio, Agustín, Gregorio, Buenaventura, Tomás..., se respira ese espíritu y se edifica sobre esa comprensión de la persona humana, porque su teología -más o menos perfecta y elaborada- en cada caso mira todo a través de Cristo y de su misterio de amor y redención. Se contempla en El la Imagen perfecta de Dios, y se advierte también desde El la grandeza del misterio del hombre como criatura en camino hacia su encuentro con el Padre, que progresa por la gracia del Espíritu Santo hacia la conformación  plena  con el Hijo [16].

En la tradición doctrinal católica, que es un patrimonio de sabiduría sobre el misterio del hombre en el misterio de Cristo -y de toda la realidad contemplada desde el hombre y su destino-, hay cuanto se precisa para aceptar el desafío y la oferta de la Ilustración, siempre que se entienda que volver la mirada a nuestra historia doctrinal  no significa  quedarse  en ella,  repitiendo  mecánicamente sus argumentos y aceptando sin más sus soluciones. Sólo vale la pena retornar al pasado teológico para recuperar aquel espíritu de contemplación de Cristo, del hombre y de la salvación desde el que se han escrito los capítulos más profundos del pensamiento católico, y volver así a reencontrarse con la unidad entre experiencia de fe y experiencia espiritual. Pero, entonces, eso ya no es un simple retornar al pasado sino una voluntad de conformar con sabiduría el presente. En el pensamiento teológico católico de este siglo se echa en falta, en general, esa unidad, y -salvo honrosas excepciones- no ha sabido recuperar aquel espíritu [17]. No ha logrado salir de una problemática intelectual y metodológica que le ha venido dada desde fuera, y que, o bien ha inducido al teólogo a ir en ocasiones a remolque de formas culturales sucesivas y cambiantes, o bien le ha mantenido ocupado en un farragoso combate contra las reiterativas argumentaciones del pensamiento ilustrado. Y así, en el espíritu cultural moderno, como es bien sabido, permanece abierta una herida que los cristianos -los intelectuales cristianos, particularmente los teólogos-  no hemos sido todavía capaces de sanar: la sospecha de la irracionalidad de la fe. Una herida que sigue abierta porque (al pensar la fe, al enseñar la doctrina) seguimos aceptando, de manera más o menos consciente, un concepto de razón más propio del espíritu secularizado de la Ilustración que del patrimonio católico heredado. Por desgracia para la teología, me parece que debe decirse así: nos ha quedado el hábito de aceptar implícitamente ese concepto de razón y hacerlo presente en nuestras reflexiones, en nuestras exposiciones, en la enseñanza...

Quizá vaya llegando ahora el momento, cuando «comienzan a entreabrirse, aunque todavía tímidamente, las puertas de la autocrítica de la razón ilustrada», cuando se advierte que «ha tropezado con sus propios límites» [18], de recuperar aquel impulso creativo que nunca se ha perdido, aunque quedara truncada su actividad. Quizá haya llegado también la oportunidad de aceptar con ese espíritu, y sin temor, la oferta de la Ilustración para «asignarle una tarea que también  para  la fe es  razonable»...  Como  dice  el Cardenal Ratzinger: «Esta es nuestra oportunidad. Deberíamos esforzarnos por aprovecharla» [19].

3)       La experiencia cristiana como experiencia espiritual

Si la experiencia de fe propia del cristiano se puede caracterizar como la aceptación y el compromiso personal con la Verdad que es Cristo -un saberse de Cristo y en El hijo del Padre- , la experiencia espiritual que la prolonga y traslada al vivir cotidiano es designable como una actitud  existencial  coherente  con aquel compromiso y expresiva de la profundidad con que ha sido asumido. Von Balthasar la llamaría: «Una determinación activa y habitual de la vida (del creyente) a partir de sus intuiciones objetivas y de sus decisiones últimas» [20].

En su realidad más honda la vida espiritual cristiana es un proceso activo de conformación personal con Cristo y de configuración de todas las realidades creadas según la acción redentora de Cristo. Constituye, por tanto, la vertiente práctica del compromiso existencial de fe, su compañía habitual e inseparable. Completa la experiencia de fe con una aportación específica: cierta con-naturalidad con las cosas de Dios.

De la experiencia espiritual brota esa cualidad peculiar de la existencia cristiana que es la sabiduría, un hondo mirar sobrenatural sobre la realidad que permite «penetrar hasta lo más profundo, ver en la perspectiva de Dios» [21].

La sabiduría del cristiano es, esencialmente, sabiduría de la Cruz, como enseña San Pablo (1Co 1, 3): un encuentro iluminador y gratificante con el misterio de donación, de perdón y gloria, que revela la Cruz del Salvador. La sabiduría cristiana es así mismo, con todo ello, una serena posesión, en el Señor y en la Iglesia, del sentido del hombre y del mundo.

Y así, en cuanto patrimonio de fe y de sabiduría, la experiencia del cristiano tiende a expandirse hacia cotas personales más interiores y hacia metas externas más amplias. El profundo deseo de alcanzar una intelección progresiva y creciente de la Verdad que es Cristo y, correlativamente, de expresar conceptualmente y dar a conocer su misterio de salvación, es el doble momento interior de la experiencia cristiana. Nada hay tan evidente como advertir su conexión con la creatividad teológica.

4)       La experiencia cristiana como experiencia de unidad

El profundo entrelazamiento entre fe y sabiduría, es una cuestión ampliamente estudiada por la teología [22]; aunque a veces de manera implícita. Quien conozca, por ejemplo, las reflexiones de Tomás de Aquino en la II-IIae, sabe que ese entrelazamiento está presente en sus afirmaciones sobre el don de la caridad y de entendimiento [23]. La caridad en cuanto amor al Bien que es Dios, es la raíz sobrenatural de la recta ordenación de la voluntad humana y la causa de conocer y amar la verdad como un bien, con el deseo de poseerla. El don de la caridad, por el que la voluntad -a la que pertenece mover las demás facultades y potencias de la persona hacia el fin- una dinámica de unidad en las operaciones del hombre. Nace así, a causa de la presencia intencional del fin sobrenatural en todo el actuar de la persona, una verdadera experiencia de unidad interior o, en otros términos, un fenómeno espiritual que suele denominarse unidad de vida [24].   La caridad, como amor a Dios y en Dios, trasvasa a cada acción de la persona la trascendencia del fin, hace presente allí la intención suprema de someterse voluntariamente a Dios y a su gloria: alumbra, en definitiva, cada paso humano con la sabiduría de la Cruz y hace del caminar terreno una imitación del Modelo que es Cristo.

En este sentido, hablar de la experiencia cristiana como experiencia de unidad, significa reflexionar sobre la fuerza unificadora

—       ante todo interior a la persona, consiguientemente exterior de la caridad. Pienso que todavía no se ha reflexionado de manera suficiente sobre este punto dentro de la teología católica, y que, por más que se medite sobre él, nunca podremos dar esa reflexión por concluida. La caridad trae consigo unidad -ante todo interior (unidad de vita), y en consecuencia exterior (unidad entre los hombres)- por su propia condición. Es, en efecto, un don que permite amar a Dios y amarse uno a sí en un mismo acto y bajo un mismo impulso, sin contraposición o ruptura entre ambos amores. En la unidad de la caridad el amor a Dios y el amor propio no son dos amores distintos sino el mismo: y desde ese impulso de amor se aman también todas las cosas creadas. Esta es la principal razón para comprender que la unidad de la caridad da origen a la unidad de vida: la llama hacia sí, la atrae y la establece en el espíritu humano con su sola presencia. Y en ese terreno se funda también la continuidad entre la fe y la razón, pues la acción unificadora de la caridad impulsa no sólo a que la razón se abra a los valores de la creación, sino a que reconozca en ellos el testimonio del Amor creador.

Si la caridad es fuente de la sabiduría cristiana y de la unidad de vida, el pecado -el mysterium iniquitatis, que es lo contrario al mysterium charitatis- debe ser reconocido como la causa de su disolución. Bajo el influjo del pecado la experiencia cristiana se transforma en experiencia de íntima división. También en este punto, tan relacionado con el anterior, se advierte la necesidad de una renovada reflexión teológica, de manera particular en lo que se refiere al pecado original. Con razón se alude hoy día, como no hace mucho Christoph Schónborn, a la urgencia de «recuperar la plena verdad revelada sobre el pecado original, verdad tan poco conocida y, sin embargo,  verdad liberadora» [25];   hacía  notar  el teólogo suizo que «mientras algunos teólogos católicos parecen hoy en día deseosos de minimizar, evacuar e incluso negar la realidad del pecado original, un pensador como Leszek Kolakowski no deja de subrayar la importancia de esa doctrina y de advertir a los teólogos de los peligros de omitirla» [26].

Reflexionar teológicamente sobre el misterio del pecado, sobre su esencia y sus efectos, supone tomar en consideración el  núcleo de la verdad revelada sobre el hombre, a la luz del misterio de la caridad de Cristo. De ahí su importancia doctrinal, espiritual y pastoral en la presente situación de renovación por la que atraviesa la Iglesia. Una simple comprobación de las referencias a dicha cuestión en el  magisterio  de Juan  Pablo  II,  bastaría  para  probarlo [27].

El pecado original significa en la historia humana la fractura de la unidad en el amor, propia de la condición en que fue creado el hombre y puesto en la existencia. Tras la privación de la justicia original por el pecado, y la supresión del sometimiento amoroso de la voluntad humana a la divina [28], el amor a Dios y el amor a uno mismo  tienen  objetos  radicalmente  distintos  y  hasta  opuestos [29]. De aquella ruptura se derivan múltiples consecuencias respecto al auto­ conocimiento del hombre y a su relación con la creación.

En Cristo y en el Espíritu Santo el pecado es destruido y la caridad reencuentra la unidad perdida: esa es la doctrina de fe de la Iglesia católica. Por eso, la experiencia profunda del cristiano es, incluso a pesar de la realidad del pecado, experiencia de perdón y de íntima unidad... Pero, ¿qué sucederá en una psicología humana y, derivadamente, en un pensamiento teológico coherente con ella

—       donde la herida mortal del pecado no puede hallar nunca solución, es decir, donde la caridad ha de permanecer siempre fracturada? ¿Cómo se puede amar a Dios, y en Dios a uno mismo y al mundo, si el pecado no es vencido en mí? Mientras permanezca la conciencia de no ser un verdadero justo en Cristo, es imposible que haya conciencia de ser un verdadero hijo de Dios. Y entonces el amor a Dios tiene más de amor servil que de amor filial, y sigue abierta una fractura existencial en la propia auto-experiencia: al no existir experiencia de perdón, tampoco cabe la experiencia  íntima de unidad. De esa fractura, de ese amor servil, puede brotar, tanto una concepción también servil o pasiva de la razón humana ante la verdad revelada -esto  es, un fundamentalismo fideísta-, como una postura hipercrítica que postula dos tipos de certezas, dos tipos de conocimiento, regido uno por  el principio  de la sola fides, conducido el otro por el sapere aude! del criticismo kantiano. En uno de esos ámbitos de certeza, el de las certezas de fe, la razón renuncia a su estatuto cognoscitivo y acepta ciertos postulados prácticos; en el otro, por el contrario, en el de la razón autónoma,  sin presupuestos, que es el ámbito  del pensamiento secularizado,  la razón es por sí misma creadora de certeza y de sentido.

Es indudable la cercanía intelectual y vital entre la concepción luterana del pecado y de la justificación -donde no hay lugar para la unidad de vida  porque no puede existir la unidad en el amor-, y los postulados de la razón ilustrada sobre la discontinuidad entre fe y razón. Es evidente también la lejanía de ambas concepciones respecto de la doctrina antropológica católica.

I.       Creatividad teológica: pensar teológicamente desde la experiencia de unidad

1. Una teología agotada: el pensar teológico bajo el «síndrome de la razón ilustrada»

Desde el momento en que se estableció como fundamento y como opción metodológica en el pensar la discontinuidad entre fe y razón, ha venido padeciendo la teología católica el «síndrome de la razón ilustrada»: como una cierta influencia, ni claramente aceptada ni claramente rechazada, quizá incluso ni siquiera claramente percibida, de las posiciones básicas del pensamiento moderno. Esa influencia se ha dejado sentir hasta el día de hoy en un punto central: la cuestión sobre la naturaleza de la teología o el problema del conocimiento teológico.

Ya desde la Alta Escolástica, se había impuesto en el pensamiento teológico -no sin dificultades [30]- el principio de que la sacra doctrina se sirve de la ratio fide illustrata para progresar, y consiste esencialmente en un intellectus fidei. En realidad, el papel de la razón filosófica en la comprensión y formulación teológica de los misterios revelados, había sido implícitamente aceptado desde el principio de la reflexión cristiana, como puede comprobarse ya en algunos escritos de los apologistas del siglo II. En los siglos XII y XIII se consolida definitivamente la concepción de que la teología es un saber sobre las verdades de la fe. Fe razón lo construyen y especifican, fundamentan su peculiaridad científica [31].

Había en aquella concepción gran profundidad y coherencia, en cuanto que responde a la esencial visión cristiana, ya mencionada, de la conjunción en el hombre elevado entre naturaleza y gracia. La más audaz formulación de esa conjunción es el famoso desiderium natura/e visionis magistralmente desarrollado por Santo Tomás de Aquino [32]. En la grandeza del hombre creado para Dios y elevado al orden sobrenatural, que lleva en su naturaleza el deseo de ver a Dios, se funda la verdad del entrelazamiento entre los dones de naturaleza y de gracia. De ahí la coherencia de entender la teología como intellectus fidei, y de expresar su naturaleza por medio de la fórmula fides quaerens intellectum: eso es exactamente.

Uno de los grandes problemas de la teología moderna, y en particular de la teología del siglo XX radica en haber querido conciliar esos principios con métodos racionales surgidos de un pensamiento antropológico  ajeno y, hasta cierto punto, beligerante.  La proclamación de la autonomía de la razón y su separación de la fe, señala acertadamente Colombo, «ha predeterminado la figura de la teología en cuanto que ha sido entendida como combinación de fe y de razón, cada una con una función propia: la fe en función de portadora de la verdad, que no se conoce y que, por tanto, no se sabe: se cree, sí, pero no se sabe; y la razón que en cambio sabe, es el instrumento del saber. Aplicando la razón a la fe se produce el conocimiento de la verdad, el conocimiento crítico de la verdad que es precisamente la teología. En esta concepción se mantiene la separación entre la verdad y el saber; y se atribuye en exclusiva el saber a la razón, mientras que se le niega a la fe, incluso reconociéndole la verdad. Sólo la razón sabe, no la fe, que no es una forma de saber. Consecuentemente, si se quiere saber la verdad de fe, es necesario recurrir a la razón: a la razón de la filosofía neo-escolástica, decía la teología preconciliar, a la razón de la filosofía moderna, dice la teología post-conciliar, unidas ambas teologías en la profesión del postulado de que sólo la razón sabe y no la fe, que  no es una forma de saber» [33].

La teología anterior al Concilio Vaticano II podría ser caracterizada, en efecto, por su referencia obligada y exclusiva a la filosofía neo-escolástica, y era generalmente entendida como una combinación entre la fe y ese modelo filosófico de razonar. «La fe aportaba las verdades de partida, y la razón aplicada a ellas propiciaba la comprensión, según un esquema cercano al silogismo: la mayor es la ver­ dad de fe, la menor es la verdad de razón, la conclusión es la conclusión teológica, en la que propiamente consiste la teología. La filosofía neo-escolástica era la proveedora de verdades racionales coherentes con las verdades de fe, para que el silogismo funcionase» [34]. Una teología tan marcadamente filosófica, donde la fe está cumpliendo también sobre todo una función de  tipo gnoseológico,  y en la que no se destaca la dimensión salvífica de los misterios revelados, estaba llamada a entrar en crisis, como de hecho sucedió.

El descubrimiento del pluralismo cultural y el impulso de apertura al mundo y al diálogo de la Iglesia con las culturas, que se denomina desde los tiempos del Concilio Vaticano II «aggiornamento», ha influido notablemente en la teología de las últimas décadas. No significa esto que haya variado el antiguo esquema de fondo para comprender la teología y el método teológico, como combinación entre la fe y el pensamiento filosófico (antes fe y filosofía neo-escolástica).

El aggiornamento ha significado más bien que aquella combinación se haya visto transformada en otra, sin que haya variado el fondo de la cuestión: la teología viene ahora expresada como combinación entre fe y «ciencias del hombre» -fe y fenomenología-, puesto que los saberes prácticos sobre el hombre son considerados en este nuevo momento histórico como el paradigma del moderno pensamiento cultural. El esquema de fondo continúa, pero evidentemente su sentido está cada vez más alejado de sus orígenes. La introducción de las ciencias del hombre supone sustituir en el método teológico, y en la comprensión misma de la teología, la razón veritativa propia de la filosofía por la razón instrumental o práctica, centrada en las relaciones de dominio sobre el mundo y desligada del problema de la verdad. Esa sustitución acabará induciendo un pensamiento teológico que encontrará grandes dificultades para reconocer la existencia de la verdad, y que tenderá a centrarse en la praxis y en la cuestión del sentido.

Si se renuncia a la cuestión de la verdad, se renuncia también ipso facto a hacer teología entendida come fides quaerens intellectum, porque la fe dice relación a la verdad absoluta. El interrogante que se ha planteado y no ha resuelto, en general, la teología posconciliar es éste: ¿cómo situarse dentro de la cultura contemporánea, que ha sustituido la verdad por la praxis, sin abandonar las propias raíces?, ¿cómo sostener y hacer valer la cuestión de la verdad, y tener al mismo tiempo una presencia reconocida en la cultura contemporánea? Que ese problema está planteado e irresuelto puede comprobarse en fenómenos recientes, en los que se pone de manifiesto que la cuestión de la teología tiende a personalizarse en la cuestión del teólogo y su  papel en la comunidad  eclesial  o en la sociedad [35].

Tanto la crisis teológica actual, ligada a la crisis cultural general, como aquella otra preconciliar que estaba en relación con otras formas de pensamiento, son manifestaciones de una concepción de  la naturaleza de la teología y del método teológico que entiende ilustradamente la letra de la gran tradición católica, sin acabar de aceptar quizá plenamente su espíritu. Pero en esta crisis se adivina otra más profunda, que sólo ahora está saliendo a la luz a través de sus efectos perversos: me refiero a la crisis que llevaba inscrita desde su origen la razón ilustrada, al pretender establecer un saber sobre el hombre sin advertir que partía de la negación de su íntima unidad.

2. La decadencia cultural como desafío teológico: «la alternativa cristiana»

En mayo de 1989 pronunciaba el Cardenal Ratzinger un importante discurso ante los obispos de las comisiones doctrinales de las diferentes Conferencias episcopales europeas. El tema era: Actuales dificultades  para la fe en Europa [36]. Tras un inteligente  análisis de los problemas y de sus motivaciones profundas,  proponía  el Cardenal la tesis que en el título de este apartado se sintetiza, y que se expresaría así: la actual decadencia cultural de occidente, a la que va ligada el declinar de una teología basada en modelos culturales caducos, exige una verdadera renovación teológica, un nuevo despertar: no una simple reacción ante los problemas, sino un retomar la iniciativa para hacer patente que la fe cristiana es la alternativa que el mundo espera después de los fracasos del experimento liberal y del marxista. Ese es el desafío que tiene planteado el cristianismo, y la gran responsabilidad de los cristianos de este tiempo.

Los fenómenos contestatarios contra la fe y la praxis moral de la Iglesia, se lee en el texto del Discurso, aún siendo temáticamente diversos -pues se refieren a cuestiones que pertenecen bien al ámbito de la moral sexual, bien al del ordenamiento sacramental- , dependen sin embargo de una básica visión del hombre y de la libertad, esto es, de una orientación antropológica global cuyos conceptos claves son: conciencia y libertad entendidas desde una perspectiva de autodeterminación moral: sólo yo decido lo que es moral para mí en determinada situación... , la norma o la ley moral deben ser entendidas como nociones negativas... , lo que viene de fuera sólo puede ofrecer modelos orientativos per nunca fundar obligaciones definitivas...

Esa visión del hombre se manifiesta de manera paradigmática en los modelos de comportamiento sexual, y en el cambio de relaciones entre el hombre y su cuerpo, entendido  como liberación de «pasados  tabúes».  El cuerpo se considera  una posesión de la que cada uno dispone conforme a lo que considera útil para su «calidad de vida». El cuerpo se tiene y se usa. De la corporeidad no se espera un mensaje sobre lo que soy o debo ser, sino que se decide lo que se quiere hacer con ella. Es indiferente si este cuerpo es de un sexo u otro, porque no revela un ser sino que se ha convertido en un  tener,  en un dominio. Bajo esta orientación, la distinción entre homosexualidad y heterosexualidad, entre actos sexuales dentro o fuera del matrimonio..., es irrelevante; y la diferencia varón-mujer se considera un esquema convencional superado. A esta actitud respecto del cuerpo se ha llegado a través de la total separación, no sólo teórica, entre sexualidad y fecundidad, llevada a plenitud por la ingeniería genética: se pueden «hacer» hombres en laboratorio, con materiales conseguidos no a través de relationes intrahumanas,  personales     Son fenómenos que muestran una revolución en la imagen contemporánea del hombre, y que piden un estudio detenido de lo que en esa visión pudiera haber de sensata rectificación a los esquemas tradicionales, y de lo que contrasta absolutamente con la imagen antropológica de la fe y no admite acomodación, sino que nos pone ante la alternativa entre fe y oposición a la fe.

¿Cómo es posible que esos modos de entender al hombre se hayan convertido en habituales entre los cristianos? ¿Por qué se ha producido ese profundo cambio de orientación  de los paradigmas  del ser y del deber ser del hombre? «Todos respiran -dirá el Cardenal- una imagen del hombre y del mundo que hace plausible para ellos una determinada visión e inaccesible la otra. ¿Quién no estaría a favor de la conciencia y de la libertad, contra el juridicismo y la constricción? ¿A quién le puede interesar la defensa de los  tabúes? Si se plantean así los problemas, significa que la fe anunciada por el magisterio ha caído ya en una posición sin esperanza. Se deshace por sí misma porque ha perdido su plausibilidad en la estructura de pensamiento del mundo moderno, y es clasificada por la masa de nuestros contemporáneos como algo superado hace tiempo».

¿Cómo responder a esos problemas de modo significativo? Primero, no quedándose detenidos en la discusión de puntos particulares; pero, principalmente, esforzándose en presentar la lógica de la fe en su conjunto: la sensatez y la razonabilidad de su visión de la realidad y de la vida. La respuesta  a los problemas  concretos  sólo es posible si son vistos en su contexto sustentador, cuya desaparición ha despojado a la fe su evidencia.

Existen tres ámbitos doctrinales de la visión del hombre y del mundo según la fe -es decir-, del contexto sustentador de las propuestas y de las respuestas cristianas, en los que en los últimos decenios se ha ido produciendo un cierto «aplanamiento», que ha pre: parado una gradual transición hacia otros paradigmas: a) la casi total desaparición de la doctrina de la creación en la teología, la sucesiva caída de la metafísica y la clausura del hombre  en lo empírico  con la pérdida del sentido de la trascendencia, b) un aplanamiento de la cristología, y c) la radical reducción de contenidos de la doctrina escatológica de fe.

Largo sería estudiar cada uno de esos puntos, cuya sintomatología de fondo coincide con lo que antes denominábamos «el pensar teológico bajo el síndrome de la razón ilustrada». El aplanamiento del contexto doctrinal sustentador de la visión cristiana  del hombre, a causa de la influencia de una teología  intelectualmente  agotada, ha supuesto en este tiempo un avance -también entre los cristianos- de visiones antropológicas reductoras que no ofrecen soluciones, sino que llevan los problemas a sus últimas y perversas consecuencias. Existe una silenciosa certeza universal de necesitar una alternativa que nos conduzca fuera del callejón, y quizá también una silenciosa esperanza -en realidad, después de los acontecimientos del Este europeo, más que silenciosa es ya clamorosa- de que sólo un cristianismo renovado puede ser esa alternativa. Construir esa alternativa pide elaborar una teología nueva, una teología creativa que quizá debería ser llamada una teología desde la experiencia de unidad.

3. El camino permanente de la creatividad teológica: la teología desde la experiencia de unidad

La línea de respuesta que, como se ha visto, postula el Cardenal Ratzinger para superar las graves dificultades con que tropieza la aceptación de la doctrina de fe en el contexto cultural occidental, consiste en tratar de presentar la lógica de la fe en su conjunto. Es, en efecto, un remedio conocido y reconocidamente eficaz; más aún: es el único, pues nunca se ha dispuesto de otro en el seno de una comunidad de fe como la cristiana que, en medio de cualquier situación cultural y frente a cualquier visión antropológica, se sabe llamada a transmitir la plena verdad sobre Dios y sobre el hombre. Pero, ¿qué quiere decir la expresión lógica de la fe?

Lógica significa lagos, racionalidad, inteligibilidad, leyes internas del pensamiento, orden en la reflexión... Al hablar, por  tanto,  de la lógica de la fe tenderemos primariamente a pensar en la coherencia intelectual de sus enseñanzas, es decir, en la razonabilidad de la imagen que la doctrina de fe ofrece de toda la realidad, a la luz  del misterio de Cristo... Pero debemos hacer notar también, con la máxima fuerza, que la lógica de la fe no puede consistir sólo en esa luminosidad intelectual, porque ni el misterio de Cristo -como síntesis de los misterios revelados- es un  puro mensaje doctrinal, ni la fe cristiana es una simple suma de contenidos intelectuales. En realidad, más que de «lógica de la fe» es preferible hablar de «lógica de la experiencia cristiana», en la que se incluye una conjunción de verdad y de sabiduría, de fe como aceptación amorosa de la verdad y actitud de seguimiento... Desde esa perspectiva, la lógica de la fe es más bien la lógica de la experiencia de unidad.

Presentarla ante el mundo quiere decir ante todo mostrar la imponente fuerza humanizadora de la unidad de vida, entendida como unidad en el sujeto de la caridad, esto es, unidad entre el amor a Dios, a uno mismo y a la entera creación. Esa lógica de la experiencia cristiana, antes de mostrarse como desarrollo intelectual de contenidos doctrinales, necesita el fundamento de una sabiduría vital nacida y alimentada en los dominios de una naturaleza planificada por la gracia. Desde esa base de amor y sabiduría despliega también el pensamiento cristiano su lagos, que junto a razones comunes a todo pensar humano posee además, leyes internas propias, como son: la centralidad del misterio de Cristo, la dimensión salvífica de los misterios revelados, la continuidad entre creación y redención dentro del eterno designio del amor de Dios, la conexión de los misterios entre sí y con el fin último del hombre...

Así pues, la lógica de la experiencia cristiana se hace presente tanto con el testimonio de una comprensión de la persona humana coherente con el misterio de Cristo, como con la elaboración de un pensamiento teológico que se esfuerza en trabajar sin perder contacto con la sabiduría de la Cruz. Una cosa llama a la otra, como bien sabe el conocedor de la historia del cristianismo. Cualquier cristiano que ha tomado posesión real, aun no refleja, de los núcleos vitales de su fe por la vía de la unidad interior, está capacitado para mostrar ante el mundo en el que vive el lagos de su experiencia, y para formularla expresivamente en la medida de sus hábitos intelectuales. En el caso de intelectual cristiano y, en particular, del teólogo, esa capacidad es también un compromiso y un deber de servicio a la Iglesia y a sus contemporáneos.

¿Cómo expresar sintéticamente los elementos fundantes de una experiencia cristiana, capaz de llevar a cabo hoy en día esa tarea de manifestar al mundo su propia lógica? ¿Sobre qué bases se fundamenta una cosmovisión esencialmente católica? Conforme a lo que se ha escrito en las páginas anteriores, esos elementos centrales se pueden formular así:

a)       sentido vivo del misterio de Cristo

b)       inserción consciente en el misterio de la Iglesia

c)       afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón.

Sentido vivo del misterio de Cristo significa aquí, principalmente (renunciamos ahora a un desarrollo más extenso), aquella abierta y sincera actitud de fe en su existencia real y actual como quien es, es decir, como Dios y Hombre verdadero. Señor y Salvador nuestro. La cercanía existencial con este Cristo amable y viviente, la seguri­ dad de entrar en relación personal con El a través de los medios que la Iglesia administra, la posibilidad siempre abierta de alcanzar en El y en su Espíritu la misericordia y la comunión filial con el Padre, son esenciales para la conciencia católica, que es en su núcleo más íntimo conciencia de la propia pertenencia a Cristo. Si en un bautizado falta esa confianza y veneración por Cristo, si carece del senti­ do de la amistad con El, que es ya un saber sobre su presencia cercana y sobre la personal vinculación a su misterio, entonces, sólo muy quedamente, sin convicción, cabría decir que posee el espíritu católico, una conciencia católica. El alejamiento de Cristo, la falta de relación con El, es verdadera pérdida del centro de referencia: lejanía de lo cristianamente esencial.

Inserción consciente en el misterio de la Iglesia, segundo elemento que hemos señalado, unido al anterior e inseparable de él, significa aquí principalmente aquella comprensión teologal -incluso no refleja- de la Iglesia histórica, esta Iglesia, como lugar de la presencia del Cristo del amor, del perdón y de la gracia, como ámbito de actuación del Espíritu Santo vivificador, como hogar donde se encuentra el amor paterno de Dios, como signo y realidad de comunión con los demás. Ese sentido teologal de la Iglesia y de la pertenencia a Ella, va acompañado siempre, casi por instinto sobrenatural, de una particular veneración por el sacerdocio ministerial y de una sincera adhesión a las enseñanzas de magisterio. Si en un bautizado estuviese ausente ese sentido teologal de la Iglesia y su -inserción en Ella-, si careciese de esa referencia que le habla de unidad, de comunión, de participación en los dones y en los deberes de la redención..., no podría afirmarse que su conciencia poseyera la deseable madurez católica. Tales carencias son, nuevamente, lejanía de lo esencial.

Por último, en íntima dependencia con los anteriores, hemos señalado como tercer elemento central de una cosmovisión católica la afirmación y defensa de la unidad y continuidad entre fe y razón. La interrelación entre ambas, no sólo en cuanto afirmada como verdad de fe y como postulado intelectual, sino sobre todo asentada y ejercida en la base del propio vivir, es determinante para que una conciencia sea católica y pueda mostrar la lógica de su experiencia de unidad. ¿Cabe acaso hablar de identidad católica donde falta esa íntima compenetración entre fe y razón? ¿Podría asentarse una conciencia católica sobre los postulados intelectuales que sostienen la fractura entre ambas, y seguir siendo católica? No habrá coherencia católica donde esté ausente ese fundamento.

Cuando esos elementos son poseídos en unidad, aun de manera no refleja, por una persona creyente, y vividos en sus habituales manifestaciones prácticas (ejercicio de las virtudes en la vida cotidiana, práctica religiosa-sacramental), forman un armazón espiritual que sostiene con firmeza su entera existencia. Proporcionan al cristiano, como fruto de la interrelación de los dones de naturaleza y de gracia  que ha recibido, aquel espíritu esencialmente católico que ha animado siempre el Cuerpo de  Cristo  y que, con las características propias  de cada momento, se encuentra convertido en vida real (pensamiento, acción) en cualquier periodo histórico, desde la época apostólica hasta el final de este siglo XX.

Precisamente ahora, en este final del siglo XX, la recuperación teológica y evangelizadora de la comunidad cristiana, el renacimiento de un pensamiento teológicamente creativo -que es siempre también atrayente desde el punto de vista intelectual, como testimonia la historia de la cultura europea- , está en íntima dependencia con el reencuentro de aquel espíritu de la gran tradición católica, que no era ni tradicionalista ni racionalista, ni fundamentalista ni gnóstico, sino que se había forjado en la comunión con Dios en Cristo y en la defensa de la unidad interior del hombre redimido.

Antonio Aranda, en dadun.unav.edu

Notas:

1   W. KASPER (El Dios de Jesucristo, Salamanca 1985, 105), por ejemplo, califica el concepto de experiencia de «polifacético y polivalente», y señala que «está considerado como uno de los conceptos más arduos y oscuros de la filosofía». Para J. RATZINGER  (Teoría de los principios teológicos, Barcelona 1985, 412), dicha noción nunca ha sido expresada «con entera satisfacción», y cita a H.G. GADAMER (Wahrheit und methode, Tübingen 1965, 2 ed., 329) para quien «es uno de los conceptos más confusos».

2   Cfr. L. SCHEFFCZYK, Die Erfahrbarkeit der gottlichen Gnade, en H. ROSSMANN-J, RATZINGER (hrsg.), «Mysterium der Gnade», Festschrift für Johann Auer, Regensburg 1975, pp. 146-159. W. BEINERT,  Die Erfahrbarkeit der Glaubenswirlichkeit en ibídem, pp. 132-145, con amplia bibliografía. J. MOUROUX, L'experience chrétienne. Introduction a une théologie, Paris 1952. F. GREGOIRW, Note sur les termes «intuition» et «experiénce», en REVPHLOUV 1 (1946) 402-415. G. GRANNINI-M.M. Rossi, Esperienza, en «Enciclopedia filosófica», II, Fírenze 1968, 938-1001. G. Momu, Teología espiritual, en «Diccionario Teológico Interdisciplinar», I, Salamanca 1982, 27-61. W. KASPER, o.e., pp. 102-110. J. RATZINGER o.e., pp. 412-424.

3   Cfr. K. R. AFRNER, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona 1979. J.B. LOTZ, Traszendentale Erfahrung, Freiburg i.B. 1978.

4   Cfr. W. KASPER, o.e., pp. 151-158.

5   J. RATZINGER, o.e., p. 422.

6   Bajo  este punto  de  vista  puede  ser  expresada  como  participación  sobrenatural  en la propia experiencia filial que Cristo tiene del Padre. Más aún, cabe decir con H. DE LUBAC que es <<no sólo participación en la experiencia de Cristo (...) sino participación en su propia realidad» (La mystique et les mystíques, París 1965, 26), pues  Cristo es  «la experiencia de Dios», «la experiencia del Padre»,  como señala R.  BRAGUE,  Was hei/3t christliche Erlahrun'g?, en «Internationale katholische Zeitschrift Communio» 5 (1976) 483.

7   Descubrir el hombre en sí mismo su pertenencia a Cristo y la elevación en El a la dignidad de hijo de Dios, es, conforme a la enseñanza de Juan Pablo II, el núcleo central de la antropología cristiana. En ese saberse personalmente de Cristo, cada uno «comprende mejor también su dignidad de hombre,  precisamente  porque es el sujeto del  acercamiento y de la presencia  de  Dios,  sujeto  de  la condescendencia divina  en  la que  está  contenida la perspectiva e incluso la raíz misma de la glorificación definitiva» (cfr. JUAN PABLO II, Ene. Dominum et vivificantem, n. 59c). Cfr. un estudio sobre este texto en nuestro: Libertad, conciencia, magisterio, en «Scripta Theologica» 19 (1987) 853-868.

8   Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 392.

9   Cfr. M.-J. LE GUILLOU, Le mystere du Pere, París 1973, p. 161. Sobre las relaciones entre luteranismo y pensamiento filosófico moderno se encuentran  ideas interesantes en ibídem, pp. 135-165.

10    Cfr. H. Hust, Die Idee einer christliche Philosophie mit besonderer Rücksicht auf Kant als Philosophen des protestantismus, en «Jahrbuch der Albertus-Universitiit zu Konígsberg», 1964, pp. 21-50.

11    B.  MONDIN,  Scienze umane e Teología,  Roma  19881   p. 185.

12    J. RATZINGER, o.e., p. 394.

13   Cfr.  CONC.  VATICANO  I,  Const.  Dog.  Dei  Filius,  cap. 4: De Fide  et  ratione, D. 3015-3020.

14    Quizá por eso, la noción de fe está contemplada en el texto conciliar desde una perspectiva eminentemente intelectual, es decir, bajo el punto de vista del conocimiento de verdades que facilita, con objeto de mostrar su continuidad con la razón. Eso supone, sin duda, acentuar más débilmente otras dimensiones esenciales de la fe y de su acto propio aunque el Concilio también las menciona (cfr. D. 3008-3010), como su conexión con la caridad, su íntima dependencia de la voluntad Pero los problemas venían entonces no por este camino, sino por aquel.

15    Al decir «el fondo de aquellos problemas», me refiero no tanto a la cuestión de la racionalidad de la fe, tan estudiada por la teología católica, sino a la esencia del problema teológico planteado, que hunde su raíz en la comprensión cristiana del hombre. La cuestión de la racionalidad de la fe sí ha sido, en cambio, ampliamente tratada por la teología católica desde finales del XIX, sobre todo en perspectiva apologética. Se debe resaltar  incluso  que es una cuestión eminentemente católica, pues la teología protestante apenas se interesa por ella dada su peculiar postura en materia de gracia y de justificación. «Los reformadores del siglo XVI no concedieron mucho peso a los signos externos de la revelación, reconociendo prácticamente como único signo válido el  testimonio interior  del Espíritu que certifica al creyente el origen divino y la autenticidad de la palabra de  Dios. Incluso en nuestros días amplios sectores del protestantismo siguen excluyendo todo tipo de justificación de la fe ante la razón humana, viendo en todo intento de «defensa» de la fe una traición cometida contra la misma fe» (F. Arnusso, Fe (acto de), en «Dice. Teol. Interdisciplinar», II, Salamanca 1982, p. 534).

16    Lo cual no obsta para que, con LE GUILLOU (o.e., p. 204), se deban  también señalar algunas limitaciones relacionadas con nuestro tema tanto en la teología del siglo XIII como, sobre todo, en la de los siglos siguientes que asistieron al impetuoso brotar del Humanismo. Si el pensamiento teológico del siglo XIII, en efecto, «no alcanzó a poner suficientemente en claro el nexo entre una metafísica del ser y una metafísica del sentido de la libertad cristiana», ya en el siglo XIV esa limitación se  dejó sentir vivamente, pues «frente al extraordinario empuje humanista, la estructura teándrica del misterio cristiano habría necesitado ser pensada según todas sus dimensiones  -y no sólo en su racionalidad metafísica-, para poder continuar siendo la matriz histórica y cultural de una civilización transfigurada por el misterio cristiano».

17    En alguna ocasión, además, bajo la apariencia de una proclamada vuelta a Santo Tomás, se ha dado lugar a visiones peculiares de puntos  doctrinalmente centrales.  Es lo que ha sucedido, por ejemplo, con la denominada «escolástica trascendental»,  que afirma 1a superación del realismo y del idealismo en la identidad entre el ser y el devenir en la conciencia, a través de una relectura de Santo Tomás desde perspectivas fundamentalmente kantianas. «Por su posición anti-metafísica e historicista, ha sido muy ampliamente responsable de la desintegración actual de la teología», dirá de ella críticamente el P. LE GUILLOU (o.e., p. 205).

18    J. RATZINGER, o.e., p. 390.

19    Ibídem, p. 399.        .

20    Cfr. H.U. VON BALTHASAR,  Spiritus Creator.  Skizzen zur Theologie  III, Einsiedeln 1967, p. 247.

21    Cfr. J. RATZINGER, o.e., p. 438.

22    Recuerda Ratzinger, ibídem, algunos ejemplos paradigmáticos a este respecto tomados de grande teólogos. San Agustín, por ejemplo, ha dejado constancia escrita de la admiración que despertaba en él la fe de su madre a la que veía en la cima de la sabiduría, con capacidad para juzgar las cosas desde el centro mismo. San Buenaventura dice de una anciana de profunda fe que tiene más sabiduría que el mayor de los teólogos. Sto. Tomás -que usa también el ejemplo de la fe de la anciana y la ciencia de los filósofos -,   hace notar que el amor, la caridad, es para el hombre como un ojo que le permite ver...

23    Cfr. S. Th., II-Ilae, q. 4, a. 2 (la caridad como forma fidei); q. 8, a. 4 (relación entre caridad y don de entendimiento); q. 23, a. 8 (la caridad como forma virtutum); q. 45, aa. 2.4 (relación entre caridad y sabiduría).

24    Cfr. l. DE CELAYA, Vocación cristiana y unidad de vida, en «La misión del laico en la Iglesia y en el mundo», Pamplona 1987, pp. 951-965. M. BELDA, La nozione du «unitci di vita» secando l'Esortazione Apostolica «Christifide!es laici», en «Annales Theologici» 3 (1989) 287-313. R.LANZETTI, L'unita di vita e la missione dei/edeli laici nell'Esortazione Apostolica «Christifideles laici», en «Romana» V (1989) 300-312. A. BovoNE, La unidad de vida del sacerdote, en «Santidad y espiritualidad de los presbíteros. Balance sinodal del pos-concilio», Madrid 1988.

25    C. SCHONBORN, Es el Señor y da la vida, en «Scripta Theologica» 20 (1988) 562.

26    Ibídem, nota 43.

27    Cfr., por ejemplo, Ene. Dominum et vivi/icantem, nn. 27-48; Ex. Ap. Reconciliatio et poenitentia, nn. 13-19.

28    Cfr. STO. TOMAS DE AQUINO, s. Th., I, q. 95, ªª· 1.3; I-II, q. 82, aa·2.3.

29    La formulación históricamente más expresiva de esta realidad es un famoso texto de San Agustín - quizá el, más célebre de su De civitate Dei-: «Fecerunt itaque civitates duas amare duo; terrenam scilicet amor sui usque ad contemptum Dei, caelestem vero amor Dei usque ad contemptum sui» (XIV, 28). En el fondo de esta concepción, tan característica del Doctor africano y tan representativa de su visión cristiana de la historia, late toda su teología de la gracia, es decir, su comprensión de la oposición paulina Adán-Cristo, de los binomios naturaleza-gracia, ley-espíritu, libertad humana-auxilio divino (Cfr. A. TRAPÉ, Introduzione generale a «La Citta di Dio», Roma 1978, p. LXVI).

30    El siglo XII, como momento histórico característico para estudiar la definitiva entrada de la filosofía aristotélica en la elaboración de la teología, está lleno de hechos contradictorios que muestran la fuerte lucha establecida  antes de  que la razón  filosófica encuentre su sitio en el método teológico. Entre tantos estudios sobre esta materia, destacan los conocidos trabajos de M.-D. CHENU, La théologie comme science au xme siecle, París 1943¡ Introduction a l'étude de saint Thomas d'Aquin, Paris 1950.

31    El  texto de  referencia  en  esta materia  será para  siempre el de  S, Th., I. q. l.

32    Con la tesis del «deseo natural de ver a Dios» se está afirmando que ese deseo está inscrito en la misma naturaleza del hombre. Se está manteniendo, por tanto, la verdad -central  en  la antropología cristiana- de que el hombre ha sido ordenado gratuitamente a un único fin sobrenatural, aunque no puede alcanzarlo sin la libre donación de la gracia por parte de  Dios.  Con esa tesis,  Santo Tomás  (cfr.  S. Th., I,  q.  12,  a.  1; I-II,  q.  3,  a. 8) no hizo sino formular la posición mantenida implícitamente por los Padres. (Cfr. H.U. VON BALTHASAR, Regagner une philosophie a partir de la théologie, en <iPour une philosophie chrétienne (philosophie et théologie)», París 1983, pp. 175-187: cfr. pp. 179-180).

33    G. COLOMBO, La teologia del secolo XX, en D. Valentipi (ed.), «La teologia. Aspetti innovatori e loro incidenza sulla ecclesiologia e sulla mariología», Roma 1989, pp. 41-52; cfr. p. 51.

34    Ibídem, p. 44.

35    Cfr. para las ideas contenidas en estos párrafos, ibídem, pp. 46 49.

36    Texto original italiano en «L'Osservatore Romano», 30.VI-l.VII.1989, p. 7. Otro texto del CARD. RATZINGER  en la misma línea de reflexión es Su conferencia: Perspectivas y tareas del catolicismo en la actualidad y de cara al futuro, en «Catolicismo y cultura», Madrid 1990, pp. 89-115.

Esteban Escudero Torresa

1. Introducción

Las llamadas pruebas de la existencia de Dios son tentativas, pistas o señales para acceder a él racionalmente. El valor de las pruebas es de orden lógico, por lo que no es ni experiencial ni religioso. En el plano de la lógica no se puede pretender alcanzar al Dios de Abrahán, Isaac y Jacob, ni al Dios Padre, manifestado en Jesucristo. Mas, para los que ya poseen un conocimiento religioso de Dios, y por lo tanto también para nosotros, los cristianos, es de un gran consuelo constatar que nuestra experiencia de Dios tiene igualmente el apoyo de la racionalidad.

Mientras que para las personas religiosas estos caminos tienen el valor de confirmar las propias convicciones, para los no creyentes son como flechas indicativas, pistas que merecen ser tomadas en consideración para quien quiere ser honesto con la realidad de las cosas. Y en ello le va mucho al hombre que busca la verdad, ya que solo en Dios el hombre encuentra su plena realización y su verdadera salvación.

En este artículo vamos a exponer la llamada prueba de la existencia de Dios a partir de la realidad del mundo. Esta forma de razonar parte del análisis de las propiedades de los entes mundanos, es decir, de toda la realidad de la que tenemos experiencia en este mundo, y concluye que, para su completa explicación, se precisa admitir otra realidad distinta, trascendente al mundo, que sea capaz de dar cuenta de sí misma y, al mismo tiempo, que explique el porqué del mundo  y de sus propiedades.

Esta forma de razonar cuenta ya con una larga historia. Comienza en la filosofía griega, con Platón y Aristóteles, fue ampliada por los grandes filósofos medievales judíos y cristianos, entre los que destaca la figura de Santo Tomás de Aquino y, ya en la edad moderna, fue retomada por Leibniz y por toda la gran corriente filosófica de la neo-escolástica, entre otros autores contemporáneos.

Este camino hacia la realidad trascendente se ha revestido a lo largo de la historia del pensamiento de distintas formas, según la propiedad de la realidad mundana de la que se parta: el movimiento, las relaciones causa-efecto de los cambios, la finitud de las cosas, la evolución cósmica, etc. Aquí vamos a desarrollar el razonamiento a partir de la “contingencia” o ausencia de fundamento del propio ser, a fin de llegar a un fundamento último de toda la realidad mundana. Quizás sea esta la forma más concluyente del “argumento cosmológico”.

Aunque los no iniciados en filosofía pueden encontrar en ocasiones complicada esta manera de argumentar, inevitable por estar aquí en juego las cuestiones últimas de toda la realidad, los puntos culminantes del razonamiento serán, sin embargo, accesibles a todos, ya que en el fondo se trata de formular de un modo preciso la intuición del hombre religioso de que el mundo necesita de un Creador.

2. La pregunta decisiva

El deseo de saber ha impulsado al ser humano a investigar los enigmas de la realidad que le circunda. La aparición de algo nuevo en el mundo ha despertado siempre la curiosidad por saber las razones que lo han producido. Bien sean fenómenos naturales, como el arco iris o la erupción del volcán, bien sean fenómenos biológicos, como la transmisión de caracteres hereditarios o los motivos de una enfermedad, o bien se trate de la conducta del propio ser humano, siempre ha provocado la pregunta por las causas que pueden explicarlo.

La aplicación rigurosa del principio de causalidad científica ha permitido conseguir avances espectaculares en el conocimiento de la realidad en todos los ámbitos del saber empírico. La ciencia busca la explicación del estado actual del mundo en un estado anterior, del cual se deriva según unas leyes que ella misma trata de precisar. Y por este método, no solo hemos podido establecer conexiones entre fenómenos actuales, sino que hemos podido remontarnos hasta los estadios iniciales de la evolución cósmica.

Pero si queremos conocer el mundo en toda su misteriosa problematicidad, hemos de orientar nuestra investigación en una dirección radicalmente nueva. Las ciencias de la naturaleza nos van explicando cada vez con mayor precisión cómo es el mundo, dando por supuesto el hecho familiar de que “el mundo es”. Mas esto constituye también un problema, el mayor de los problemas: ¿por qué el mundo es?

Evidentemente nadie está obligado a hacerse este tipo de preguntas, e incluso no es fácil hacérselas, estando como estamos abocados a la realidad cotidiana, con sus mil preocupaciones y distracciones. Pero es posible plantearla ya que responde a una necesidad de orientarse en el mundo, por apuntar a cuestiones cruciales para todo ser humano, como saber de dónde venimos, qué somos y adónde vamos.

Desde el propio campo de la ciencia se escuchan llamadas a plantear este tipo de preguntas, a pesar de sobrepasar el ámbito de aplicación del método científico. Por ejemplo, el físico español Fernández-Rañada termina así su libro Los científicos y Dios:

La ciencia amplía inmensamente nuestro conocimiento del mundo y nos acerca a la belleza sublime de las leyes de la naturaleza. Pero, como actividad colectiva o sistema social, se mantiene al margen de las grandes preguntas que sus resultados sugieren. Esa es una tarea personal, como todo lo que atañe a la libertad, porque mantenernos abiertos a esas preguntas es lo que nos define como personas libres, al nivel más profundo, confiriéndonos una enorme grandeza, a pesar de nuestra pequeñez ante el universo (Fernández-Rañada, 2008: 288).

Es interesante constatar cómo el avance de los descubrimientos en el terreno de las ciencias naturales impulsa al espíritu humano a plantearse las preguntas decisivas en torno al Universo y al misterio de su existencia y organización. El premio Nobel de Física, descubridor de la hipótesis cuántica, base del conocimiento del mundo de los átomos, el alemán Max Planck (1858-1947), afirmaba en su libro ¿A dónde va la ciencia?: “El progreso de la ciencia consiste en el des- cubrimiento de un nuevo misterio cada vez que se cree haber descubierto una cuestión fundamental [...] La ciencia es incapaz de resolver el misterio último de la naturaleza” (Planck, 1941)

Ahora bien, lo que la ciencia es incapaz en virtud de su método puede y debe planteárselo la filosofía y también el científico como persona. Uno de los más grandes filósofos del siglo XX, Martín Heidegger (1889-1976), formuló así la decisiva cuestión acerca del mundo, como conclusión de su libro ¿Qué es Metafísica?:

La filosofía solo se pone en movimiento por una peculiar manera de poner en juego la propia existencia en medio de las posibilidades radicales de la existencia en total. Para esta postura es decisivo [...] por último quedar suspensos para que resuene constantemente la cuestión fundamental de la metafísica, a que nos impele la nada misma: ¿Por qué hay ente y no más bien nada? (Heidegger, 1976: 553).

La pregunta de por qué hay algo y no más bien nada se dirige al hecho fundamental de que existe el “ente”, es decir, el mundo. Si nunca hubiera habido nada, ni mundo, ni hombres, ¡nada!, no habría que preguntarse ningún porqué, no solo por el hecho elemental de que tampoco nosotros existiríamos, sino, sobre todo, porque no habría nada que explicar. Pero el caso es que hay mundo y un mundo muy complejo y ordenado, con unos procesos que no pueden menos que causar admiración a quien los estudia... ¿Por qué hay mundo y no más bien la nada? ¿Qué razón puede darse de que yo mismo, todo lo que me rodea, el planeta tierra, el sistema solar, las galaxias..., el universo entero exista y no, más bien, jamás haya existido nada, nunca nada?

Ciertamente, la experiencia de la problematicidad radical de todo lo que existe no es una experiencia ordinaria. Vivimos habituados al hecho de que el mundo existe y es tal como nos lo explican las ciencias. Partimos de este hecho y no solemos cuestionarnos su porqué. Solo haciendo un esfuerzo intelectual y en condiciones psicológicas favorables, podemos tener la experiencia del misterio profundo que rodea la afirmación fundamental: “el mundo es”. Pero esta experiencia es posible y auténtica.

La pregunta decisiva expresa la problematicidad del ser de todo lo que existe. Las cosas del mundo, los entes, evidentemente existen, están ahí, y podemos conocerlos y estudiar su origen y evolución. Ahora bien, el porqué de su ser, la razón de que existan, es lo que resulta últimamente problemático para aquel que quiera llegar hasta el fondo en la explicación de las cosas. Todo queda entonces cuestionado. Todo queda afectado por la pregunta fundamental. Las cuestiones del origen, de la evolución, de los cambios, de la aparición de nuevos estados..., todo queda abarcado por la gran pregunta que está en la base de las demás. Si esta se responde, las demás cuestiones de la ciencia y de la vida ordinaria podrán plantearse tras ella, ya que esta pregunta es previa y como el sustrato de todas las demás.

3. La necesidad de un absoluto

La pregunta decisiva no trata de hallar un estado original, a partir del cual comience la historia cósmica. En ese sentido se diferencia radicalmente de las ciencias. El porqué buscado ha de dar razón de la existencia de todos los entes, en un primer momento, actualmente y en el futuro. Es decir, no se trata del comienzo, sino de la razón de ser.

Igualmente debe darse una razón de ser en el supuesto de un universo eterno. El problema del fundamento de la existencia del mundo es distinto del de su finitud o infinitud temporal. Ya Santo Tomás, en el siglo XIII, disputando con los averroístas latinos, que defendían la eternidad del mundo, hacía ver que un universo eterno –si es que efectivamente lo es– tendría que tener una causa eterna de su ser.

Si no estamos dispuestos a admitir que la realidad es absurda, cosa muy difícil de sostener consecuentemente, a la pregunta sobre cómo es posible el ente ha de responderse admitiendo la necesidad de una realidad última que se fundamenta a sí misma. Esta realidad responde por sí misma de su propia existencia y, por lo tanto, puede justificar por qué existen los demás entes. Es decir, ha de existir un ser absoluto, algo o alguien, dentro o fuera del mundo, que tiene en sí mismo la razón de su propio ser.

Para comprender esta idea, es preciso tener claro dos importantes conceptos filosóficos: ser contingente y ser necesario. Se llama “ser contingente” a aquella realidad que, aunque existe, puede no existir, porque no tiene en sí misma el fundamento de su ser. El “ser necesario” es aquella realidad que tiene en sí misma la razón y fundamentación de su ser.

El análisis filosófico muestra que, si todo es contingente, nada habría podido llegar a la existencia y nada se sostendría actualmente en el ser. Si todo tiene su razón en otro, no puede explicarse la existencia de ninguna realidad. Por lo tanto, algo tiene que ser necesario, tener en sí mismo el fundamento de su ser y poder de esta manera dar razón de la realidad entera.

La experiencia de la contingencia es algo habitual para nosotros, aunque en el lenguaje ordinario no la denominemos así. Cada uno de nosotros nos damos cuenta de que existimos, pero también de que nuestra vida “pende de un hilo”. Vinimos al mundo sin haberlo pedido y en cualquier momento podemos dejar de existir, a causa de una enfermedad repentina o de un desgraciado accidente.

Sentimos, así, que nuestro ser se nos ha dado, que no disponemos de él y que el porqué de nuestra existencia ha de buscarse en algo distinto a nosotros mismos. Pero tampoco las personas que nos rodean están en mejor situación. También ellas son contingentes y la experiencia de todos los días se encarga de mostrar- nos hasta qué punto es esto verdad. Aparecen nuevos seres humanos que antes no existían y otros desaparecen, con el dramatismo que ello reviste, sobre todo cuando se trata de seres queridos. Tampoco ellos pueden disponer por completo de sus vidas y la razón de su existencia está en algo distinto a su propia voluntad.

Los demás entes del mundo son igualmente contingentes. Son limitados en el tiempo, aparecen y desaparecen, aunque sus períodos de existencia escapen muchas veces a nuestra experiencia vital. Los animales, las plantas, las montañas o los propios astros, que nos parecen estar ahí desde siempre, han surgido en algún momento, que las ciencias actuales son capaces de datar con mucha apro- ximación, y algún día se descompondrán. Sus propios componentes elementales se han formado en el tiempo y en el tiempo desaparecerán. La ley física de la entropía no parece excluir a nada en este mundo.

Pero no es solo la finitud en el tiempo el único exponente de que nada en este mundo tiene en sí mismo la razón de su propio ser. Las cosas son limitadas en su perfección, son mutables, precisan de otros, etc. No se ve, por mucho que las es- tudiemos, dónde residiría la razón de su propia existencia y perfección ontológi- ca. Hoy la ciencia ha descubierto muchos secretos de la composición de la mate- ria, hasta sus niveles más ínfimos y elementales y estamos a punto de descubrir la energía básica, a la que podrán reducirse los demás tipos de energía conocidos... La realidad de este mundo está dejando de tener el carácter misterioso que podía tener en la época de los griegos o en el Renacimiento.

Si, por lo tanto, las cosas de este mundo existen, desde los seres humanos hasta los átomos de hidrógeno perdidos en los inmensos espacios interestelares, pero nada en sí mismo puede justificar el porqué de su existencia, la razón humana se ve obligada a admitir un ser absoluto, sea lo que este sea, que pueda justificar su propia existencia y la de todo lo demás. De lo contrario no se podría explicar racionalmente por qué existe el ente y no más bien la nada. Algo tiene que tener en sí el fundamento de su propio ser, la razón de su propia existencia. Este algo existe como el hecho último, sin que pueda reducirse o explicarse por ninguna otra cosa. A partir de él, todo lo demás puede ya tener una explicación. Ha de haber, pues, un absoluto.

Esta manera de razonar se nos impone por la fuerza de los hechos. Salvando las distancias entre esta cuestión última del conocimiento del mundo y un ejemplo trivial de nuestra experiencia cotidiana, podemos intentar ilustrar la lógica de esta forma de argumentar con la siguiente comparación: supongamos que, al conectar nuestro aparato de televisión, aparecen unas molestas rayas que impiden la correcta visión del programa. Decididos a encontrar la razón de estas interferencias, vamos cambiando de canal, por ver si es la emisora quien las produce. Las rayas aparecen en todos los programas sintonizados. Buscamos entonces la razón de la anomalía dentro del aparato y, creyendo que está averiado, llamamos a un técnico. Si el aparato está en perfectas condiciones, no por ello descansamos en nuestra búsqueda: algo tiene que justificar la existencia de este fenómeno extraño. Por sí mismas estas rayas no han aparecido. En algo tiene que estar su razón de ser... Sustituimos el aparato en color por el viejo televisor en blanco y negro que teníamos retirado y de nuevo vuelven a aparecer las interferencias.  Si no son las emisoras, ni el aparato nuevo, tendrá que ser la antena o el cable de conexión... ¡Tampoco! En este momento se impone ya una investigación en toda regla. Es preciso encontrar el fundamento de estas anomalías, para saber a qué atenernos en el futuro... Si también los vecinos consultados tienen el mismo problema, parece que ya no cabe ninguna duda: en algún sitio debe haber una fuente de radiación que justifique las interferencias de todos los televisores del vecindario. No sabemos su naturaleza, ni su procedencia, pero tiene que haberla. De no admitirlo, nos resultaría absurda e incomprensible esta realidad. El encontrar cuál es este fundamento “absoluto” de los molestos “entes” de los televisores es ya cuestión de paciencia y de ganas de profundizar en el tema. ¡Y no haríamos mal en atender a los que afirman haber tenido la experiencia de ver a un radioaficionado montando su emisora en una casa del barrio!

4. El panteísmo materialista

De la admisión de un ser necesario o realidad absoluta, que tenga en sí misma la razón de su propia existencia, no se sigue, sin más, que estemos hablando de Dios o de alguna realidad trascendente al mundo. Hasta aquí también pueden asentir los ateos, así como los que defienden un monismo panteísta o los partidarios del materialismo dialéctico.

El problema que se nos plantea ahora es saber si ese ser absoluto es algo de este mundo o el mundo en su totalidad, o, por el contrario, es algo distinto de la realidad mundana, es decir, una realidad trascendente.

Dados los conocimientos científicos actuales y su investigación sistemática sobre cada uno de los ámbitos de realidad, no es probable que nadie se atreva a identificar el ser necesario con alguna de las realidades concretas del mundo. Recordemos que el ser necesario es aquel que es fundamento de su ser y razón de la existencia de todo lo demás. Ningún ser vivo, ni los minerales, ni nada de lo que tenemos experiencia sobre la tierra puede ser el absoluto que buscamos. Tampoco los astros lo pueden ser. Hoy conocemos bien su composición y su origen en el tiempo. El ser absoluto no es ningún “ente” en concreto.

Pero, si bien ninguna cosa de este mundo es considerada hoy el fundamento de todo lo demás, se ha dado en la historia del pensamiento toda una tradición que identifica el ser absoluto con la realidad toda del mundo, es decir, con el mundo como totalidad. El universo como un todo es el ser necesario. Se da aquí una absolutización del mundo, considerándolo como la realidad primordial y necesaria. Esta corriente arranca de la metafísica griega de Parménides, de Heráclito y de los estoicos y continúa por la tradición panteísta medieval y renacentista, hasta culminar en Hegel y en el materialismo dialéctico.

El universo, en esta perspectiva, ha de considerarse necesariamente eterno, ya que si tuviera un comienzo necesitaría claramente de una causa distinta de él para poder llegar a la existencia. Por eso se crearán hipótesis y modelos de uni- verso, sin apoyo suficiente en los datos científicos, que eviten las implicaciones teológicas de un universo finito en el tiempo. Cuando todavía esta cuestión se considera científicamente “abierta”, el intento de hacer del mundo la realidad absoluta necesita afirmar infinitos ciclos de expansión y regresión cósmicas y una regeneración de la energía, que desmiente el principio físico de la entropía creciente del universo.

Pero, además, este universo, la materia-energía de la que habla la ciencia, ha de tener en sí mismo la razón de su propio ser: debe ser ontológicamente autosuficiente. No solo es que existe eternamente, sino que debe existir necesariamente, por tener en sí mismo el fundamento de su propia existencia.

Estando en evolución, al menos en este planeta del que podemos tener ex- periencia, y siendo por definición la materia-energía que conocemos la única realidad existente, ella ha de ser capaz de explicar por sí misma la extraordinaria aventura de la aparición de la vida, con el orden prodigioso que implican las estructuras de los organismos vivientes. La materia posee unas leyes muy “inteligentes”, si se me permite la expresión, que la hace progresar constantemente hacia formas de vida cada vez más centralizadas, más complejas y con un mayor psiquismo. La materia-energía de los primeros instantes, los electrones y protones de los primitivos átomos de hidrógeno y de helio, han sido capaces por sí solos, por puro azar o por unas virtualidades desconocidas, de producir las moléculas de ADN, las células, los complejos organismos vivientes pluricelulares y toda la prodigiosa serie de “inventos” que suponen los pulmones, el corazón o el cerebro de los mamíferos.

Pero si el universo es el ser absoluto, este ha de dar razón igualmente de la aparición sobre la tierra de la conciencia refleja y de la libertad humana, fenómenos ambos que no son materiales. O bien se reduce la novedad del espíritu humano o bien se tiene que explicar por puros procesos de la materia.

Todo esto evidentemente supone una doctrina metafísica que escapa a los límites de la objetividad científica de la que hacen gala tantos materialistas de nuestro tiempo. En este sentido, identificar el mundo con el absoluto que necesariamente tiene que existir supone una opción muy comprometida, racional- mente hablando.

En primer lugar, nada permite descubrir en la estructura de las partículas elementales que forman la materia-energía primordial la admirable propiedad de tener que existir necesariamente, la suficiencia ontológica. ¿En dónde radicaría la razón de existir necesariamente de las cargas eléctricas, positivas o negativas, que forman los átomos de hidrógeno, el elemento más simple del universo, a partir del cual se han ido formando todos los compuestos materiales más complejos?

Además, si la evolución cósmica ha sido obra solamente de un azar ciego, ¿no ha sido mucha suerte, a fin de cuentas? Son muchos los científicos y filósofos que se han opuesto a una explicación del proceso evolutivo de fondo en meros términos de azar:

E. Kahane, siguiendo las huellas de su maestro A. T. Oparin, encuentra la explicación por el azar completamente absurda e imposible, y en esto tiene toda la razón. El azar no explica la génesis del menor de los cuerpos monocelulares, y mucho menos la génesis de los millones de especies cada vez más complejas, más perfeccionadas y provistas de un sistema nervioso progresivamente desarrollado.

Haría falta que el azar se renovara continuamente en la invención de cada especie, cosa que Émile Borel llamaba el milagro de los monos dactilógrafos. Pero, aun así y todo, la existencia del psiquismo no soportaría tal explicación (Tresmontant, 1974: 276).

En efecto, refiriéndonos al psiquismo humano, podemos plantearnos si, sien- do la conciencia refleja, por la que yo me siento ser y desde la que planeo mi propia vida, algo exclusivamente “interior”, ¿puede ser la materia, por sí sola,  el origen último de la conciencia?, ¿se puede explicar la conciencia, en última instancia, como resultado del proceso de la sola materia? El padre Juan Alfaro, estudiando detenidamente el tema, afirma:

La materia es, esencialmente, realidad sensible y tales son también sus procesos: sensible y material son idénticos. El carácter fundamental de la conciencia, su inaccesibilidad a la verificación empírica (sensible), no permite explicar su origen con los procesos de la sola materia (Alfaro, 1988: 211).

Y poco más adelante añade:

La reflexión sobre la imposibilidad del salto, desde los procesos materiales-sensi- bles de la naturaleza a la interioridad de la conciencia, gana en claridad cuando se trata del salto de los procesos naturales a los actos libres. La decisión de la libertad rompe todos los esquemas pensables de un proceso meramente natural, es decir, controlable mediante la experiencia empírica. El devenir cósmico no puede ser el origen de la libertad humana (Alfaro, 1988: 212 en nota).

Queda como último recurso explicar la razón del ser y de la evolución cósmica en “virtualidades” insospechadas de la realidad mundana, que ya pre-contenía potencialmente toda la perfección ontológica que después irá apareciendo con el tiempo. Estamos en la vieja corriente de lo que, sin demasiados matices, podemos denominar globalmente panteísmo materialista, para diferenciarlo del panteísmo místico o religioso.

Este panteísmo, sobre todo cuando pierde el halo místico de la compleja filosofía hegeliana y se transforma en monismo materialista con K. Marx y el positivismo cientificista de los siglos XIX y XX, afirma, explícita o implícitamente, que el mundo es el ser necesario y absoluto; es la única realidad, y en ella está pre-contenida todo lo que irá apareciendo en el despliegue de sus virtualidades a lo largo de la historia. El mundo es autosuficiente, eterno, increado, imperecedero, capaz de producir por sí solo la vida y el pensamiento. Es capaz de dar razón del ser de toda la realidad y de todos los procesos que ocurren en ella desde toda la eternidad.

Esta solapada divinización del universo es una actitud intelectual ampliamente extendida en nuestro mundo contemporáneo. Se intenta negar una realidad trascendente atribuyendo a la realidad mundana propiedades semejantes a las que los teólogos atribuyen al Dios de las religiones monoteístas. Y así puede explicarse la existencia del mundo y la complejidad de la realidad existente. Es, en realidad, una doctrina metafísica, que cuenta ciertamente con una larga tradición en las filosofías y teosofías de la historia del pensamiento humano, occidental y oriental.

Pero, cada vez más, a medida que progresan nuestros conocimientos científicos acerca del universo, no se ve cómo poder divinizar los átomos de hidrógeno y de helio. Antiguamente se podía atribuir al mundo propiedades tan extraordinarias porque no se le conocía bien. Actualmente, y cuanto más lo conocemos a través de las ciencias naturales, menos se advierte cómo podríamos prestarle los atributos de ser absoluto, necesario, eterno, autosuficiente, capaz de crear por sí solo vida y pensamiento.

Resumiendo: además de no poder dar una explicación adecuada a la cuestión de por qué existe el ente y no más bien la nada,

para mantener que el universo es el único Ser, es necesario, subrepticia y fraudulentamente, o bien cargar las realidades antiguas, la materia en este caso, de poderes exorbitantes, de poderes divinos, o bien reducir en la medida de lo posible la novedad de los órdenes de realidades que aparecen históricamente. Ambas tentativas no respetan la realidad, el dato (Tresmontant, 1969: 118).

Admitir esta metafísica es una opción intelectual posible, pero lleva consigo la aceptación de postulados no avalados seriamente por ningún tipo de razones, ni científicas ni filosóficas. Se trata de una fe filosófica últimamente infundada.

Así pues, si es necesario un ser absoluto y este no parece ser nada de este mundo, ni el mundo en su totalidad, estamos obligados a buscarlo más allá de las realidades mundanas, en el ámbito de la trascendencia.

5. La realidad trascendente

La gran tradición metafísica teísta ha visto siempre las huellas de la contingencia del mundo en su finitud. Ni el mundo en su totalidad, ni mucho menos ninguno de los entes mundanos, pueden ser el absoluto, ya que este ha de ser infinito y el mundo es con seguridad finito en el espacio, muy probablemente finito también en el tiempo y limitado constitutivamente en cuanto a su perfección ontológica.

Por fundamentarse a sí mismo, el absoluto ha de poseer la plenitud absoluta del ser, es decir, la plena realización de toda perfección posible. En la formulación de la metafísica de Santo Tomás, él es el puro Ser, la fuente de toda perfección ontológica, de la que las cosas reciben una participación finita.

Por todo ello, lo absoluto es la infinitud como realidad, es eterno, no se le puede agregar nada, es la plenitud insuperable y la más íntima unidad de todas las perfecciones. En efecto, lo que existe de tal manera que su fundamento se identifica de lleno con ello, que es la completa identidad consigo mismo, no puede ser finito ni mudable (al menos debe excluirse la mutabilidad en el sentido del paso de un estado de imperfección inicial a otro estado con mayor perfección), tampoco puede estar referido a otra cosa, no es divisible, ni caduco, ni nada similar (Weissmahr, 1986: 82).

Evidentemente, estas propiedades del absoluto difieren totalmente de las propiedades de los entes intramundanos, e incluso del mundo tomado como un todo. De ahí la necesidad de concebir lo absoluto como trascendente al mundo. Él es quien confiere el ser a las realidades contingentes del mundo, lo que las fundamenta íntimamente y por ello constituye la razón de su existencia real.

Pero su trascendencia no debería imaginarse como un estar fuera del mundo. Lo absoluto no es un ente más, opuesto al mundo, y solo mucho mayor que él. Su trascendencia significa más bien que lo absoluto existe de un modo totalmente distinto e incomparablemente más perfecto que el mundo; lo cual, sin embargo, lejos de excluir su presencia y, por ende, su cognoscibilidad a través del mundo, la hace posible (Weissmahr, 1986: 85).

El paso de las realidades mundanas al absoluto trascendente ya no puede hacerse mediante la aplicación del principio de causalidad científica o empírica.

Hay que repetir de nuevo que no estamos buscando un “antes” o un principio de la serie. El absoluto no forma parte de la cadena de los entes. El absoluto debe fundamentar el ser de lo primero, pero también de lo presente y de lo futuro; la serie entera de los entes mundanos reciben de él su ser y él está como equidistante de todos ellos, en cuanto que desde dentro los hace ser.

Se aplica aquí el principio de causalidad trascendente o uso metafísico del principio de causalidad. Nadie puede negar a la razón humana el derecho de intentar llegar hasta el final buscando los presupuestos ineludibles de la realidad de la que tenemos experiencia. Por ello, nos vemos obligados a rebasar el ámbito de lo empírico, para afirmar, en la oscuridad de lo que está más allá del ente mundano, la razón suficiente de su existencia y de su perfección ontológica.

El filósofo Leibniz formulaba así esta exigencia lógica de buscar la razón suficiente última de toda la realidad contingente:

Il faut que la raison suffisante, qui n’ait plus besoin d’une autre raison, soit hors de cette suite des choses contingentes, et se trouve dans une substance, qui en soit la cause, et qui soit un Être nécessaire, portant la raison de son existence avec soi. Autrement on n’aurait pas encore une raison suffisante, où l’on puisse finir. Et cette dernière raison des choses est appelée Dieu (Leibniz, 1976: 332).

Nos vemos, pues, invitados a una decisión razonable, pero libre. No tenemos experiencia directa de ese Ser necesario trascendente que, por estar más allá de los entes mundanos, se nos presenta como imposible de verificar empíricamente y, lo que es más, como lo radicalmente desconocido. Sin embargo, la contingencia de los entes mundanos es un signo de su necesaria acción fundamentadora. Sin él nada podría ser. Todo ha de existir por él. Podemos negarnos a admitirlo, pero entonces todo queda sumido en el absurdo y en la falta de razón.

En el propio corazón de toda la realidad late el fundamento del ser. Lo radicalmente otro del ente se anuncia aquí invitando al asentimiento.

En el más allá de todo algo, del abismo sin fondo, se anuncia el misterio: aquello que soporta y decide todo ser, el porqué oculto, el origen callado, el fundamento incondicional. Se anuncia en la decisión incondicional del ser, cuando la consideramos a la luz de la pregunta: ¿Por qué existe algo en general y no, más bien, nada?; tenemos razones más que sobradas para creer en el fundamento abismal e infinito (Welte, 1982: 98).

En su importante libro El hombre y Dios, Xavier Zubiri llega a una conclusión semejante. Con el rigor que caracteriza su pensamiento, concluye así su profundo análisis de la realidad:

Dios no es una realidad que está ahí además de las cosas reales y oculta tras ellas, sino que está en las cosas reales mismas de un modo formal. Por tanto, la realidad absolutamente absoluta es ciertamente distinta de cada cosa real, pero está cons- tituyentemente presente en esta de un modo formal. Por esto es por lo que toda cosa real es intrínsecamente ambivalente. Cada cosa, por un lado, es concreta- mente su irreductible realidad; pero, por otro lado, está formalmente constituida en la realidad absolutamente absoluta, en Dios. Sin Dios en la cosa, esta no sería real, no sería su propia realidad... Así pues, Dios existe, y está constituyendo formal y preciosamente la realidad de cada cosa. Es por esto el fundamento de la realidad de toda cosa y del poder de lo real en ella (Zubiri, 1984: 148-149).

6. La epifanía del misterio absoluto

Después del análisis que venimos realizando, debemos preguntarnos: ese Misterio absoluto que nos vemos razonablemente invitados a reconocer ¿es realmente el Dios de las religiones históricas? Más todavía, ¿es el Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, objeto de nuestra fe y de nuestra esperanza?

El Misterio Absoluto ha de tener un carácter personal, es decir, debe tener al menos las cualidades de la inteligencia y voluntad propias de sus criaturas, aunque en un grado muy superior, ya que, siendo el fundamento y la razón de ser de los seres personales, no puede tener menos que lo que él mismo ha originado. Debido a ese carácter personal, no puede excluirse que el Misterio pueda y quiera manifestarse positivamente a la experiencia humana. Ese encuentro, ciertamente posible, entre la realidad absoluta y el ser humano, debería tener entonces el carácter de una “epifanía” o manifestación en unos acontecimientos de revelación de su propio ser y de su designio sobre la realidad que él fundamenta. A modo de ejemplo, y para comprender mejor lo que estamos diciendo, podríamos traducir este razonamiento filosófico al lenguaje religioso cristiano, diciendo que el Dios Creador, Persona infinita, podría manifestarse a sus criaturas mediante la revelación de su nombre y su ser divino y descubrirnos su designio de salvación de la humanidad. Como posibilidad, nada puede impedírselo.

Ahora bien, a través del mero pensamiento no puede demostrarse que eso haya sucedido, pero tampoco puede excluirse racionalmente. Ante los relatos positivos de esta revelación, tomada en sentido amplio, tal como lo afirman las religiones de la historia de la humanidad, cabe contar con su oportunidad y pensar sobre las condiciones de su posibilidad. Hemos, pues, de distinguir una doble cuestión: la epifanía divina como eventualidad y la epifanía divina como realidad acaecida en la historia.

La más importante de las condiciones de posibilidad de la revelación en la historia es que el Misterio Absoluto, infinito y eterno, solo lo podremos conocer si en su aparición se somete a las condiciones de la limitación de nuestro conoci- miento, necesariamente ligado al espacio y al tiempo. De ahí se desprende que el Misterio, radicalmente desconocido, tendrá que recibir un nombre, por el que se distinguirá de todos los demás objetos de este mundo. Poniendo de nuevo como ejemplo la revelación bíblica, el Misterio Absoluto recibirá el nombre de Yahveh o bien el de Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Por otra parte, lo eterno deberá aparecer en un tiempo, el kairos, es decir, en el momento concreto en el que se produjo esta revelación al hombre: en el tiempo de la liberación del pueblo hebreo de Egipto o reinando el emperador Augusto, siendo Cirino gobernador en Siria. Finalmente, lo infinito se ha de manifestar en un lugar determinado, que podremos señalar diciendo: ahí sucedió. Será el caso de Ur de Caldea para Abrahán, la zarza ardiendo del Sinaí para Moisés o la ciudad de David, que se llama Belén, para el nacimiento de Jesús.

En estas experiencias de epifanía, caso de que se den, el Misterio Infinito ad- quiere una fisonomía clara. En este abrirse por su manifestación en el espacio y en el tiempo, el Misterio Absoluto se hace realmente Dios para los hombres: el Dios de la historia de la religión.

Ahora bien, en cualquier caso, si se revela el Misterio Absoluto, se llega a la paradoja de que él se manifiesta en la cercanía de su forma finita, pero dejando notar simultáneamente la lejanía de su trascendencia. Esto es debido a que, si en la revelación no se manifestase al mismo tiempo la trascendencia de lo divino en la cercanía de lo mundano, lo que aparecería entonces ya no sería Dios, sino una cosa o una persona como las otras de este mundo, y entonces no habría nada especial en ello; no habría religión. Es por ello por lo que, en los acontecimientos de la revelación se experimenta tanto la cercanía como la lejanía de lo divino.

Dios habla en su aparición mundana y el hombre experimenta lo que es más que la manifestación concreta de lo divino.

Si ahora atendemos a la segunda cuestión de la que hablábamos anteriormente, es decir, a la epifanía divina como realidad acaecida en la historia, habremos de admitir que de la posibilidad de la epifanía del Misterio no se puede pasar, sin más, a la afirmación de su realidad. Si ha existido de hecho algo así, no puede establecerse por la mera razón. Pero aquí el pensamiento racional tiene razones bien fundadas para escuchar los testimonios positivos de la historia de las religiones. Por lo tanto, los relatos religiosos pueden confirmar lo que habíamos formulado previamente en forma de hipótesis: que, de hecho, Dios se ha manifestado al hombre.

En el caso de la fe cristiana, haremos bien en atender lo que se dice al comienzo de la carta a los Hebreos (y las pruebas empírico-históricas del paso por la tierra de Jesús de Nazaret):

En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha realizado los siglos. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa. Y habiendo realizado la purificación de los pecados, está sentado a la derecha de la Majestad en las alturas (Hb 1, 1-3).

Para el cristiano, todas las representaciones de Dios que se han dado en la historia de las religiones no son sino una preparación para el gran acontecimiento de la revelación definitiva de Dios al mundo en su Hijo Jesucristo. El Misterio Absoluto se ha hecho en Cristo definitivamente Epifanía. Como afirmó el gran historiador de las religiones, Mircea Eliade: “La vida religiosa entera de la humanidad no sería sino una expectación de Cristo” (Eliade, 1981: 52 en nota).

Pero en estos momentos hemos abandonado ya el campo de la razón para penetrar en el terreno de la fe; hemos dejado la filosofía de la religión para penetrar en el ámbito de la teología fundamental. Lo cual debería ser el objeto de otro artículo.

Esteban Escudero Torresa, en https://dialnet.unirioja.es/

Charles Haddon Spurgeon

Una prueba de la grandiosa ternura de Dios es que se haya dignado pensar en Su criatura pecadora, el hombre. Cuando el ser creado se estableció deliberadamente en oposición a su Creador, ese Creador pudo haberlo destruido, o haberlo abandonado a su propia suerte para que se fraguara su destrucción. Fue la ternura divina la que se fijó en una criatura tan insignificante, comprometida insolentemente en una grave rebelión. Fue también la infinita ternura la que había considerado tan cuidadosamente al hombre, mucho tiempo antes de todo eso, que elaboró un plan para que el hombre caído pudiera ser restaurado.

Ha sido una maravilla de la misericordia que la sabiduría infalible se uniera con el poder todopoderoso para preparar un método mediante el cual el hombre rebelde pudiera ser reconciliado con su Hacedor. Fue el máximo grado posible de ternura que Dios entregara a Su propio Hijo, a Su Unigénito, para que derramara Su sangre y muriera para completar la grandiosa obra de nuestra redención. Ha sido también ternura indescriptible que Dios, además del don de Su Hijo, se compadeciera de tal manera de nuestra debilidad y de nuestra impiedad, que nos envió al Espíritu Santo para conducirnos a aceptar ese "don inefable." Es la ternura divina la que soporta nuestra obstinación cuando rechazamos a Cristo, la divina ternura la que insiste repetidamente mediante reconvenciones e invitaciones encaminadas todas ellas a inducirnos a que tengamos misericordia de nosotros mismos, y aceptemos esa bendición inmensurable que la entrañable misericordia de Dios nos presenta gratuitamente.

Ha sido una maravillosa ternura de parte de Dios, que, cuando pensó en salvar al hombre, no se contentó con restituirlo al lugar que había ocupado antes de haber caído, sino que quiso elevarlo mucho más arriba de su posición original; pues, antes de la Caída, no había ningún hombre que se pudiera llamar en verdad el igual del Eterno; pero ahora, en la persona de Cristo Jesús, la naturaleza humana está unida con la Deidad; y de todas las criaturas que Dios ha hecho, el hombre es el único que ha sido tomado en unión con Él, poniéndolo por encima de todas las obras de Sus manos. Hubo infinita ternura en los primeros pensamientos de amor de Dios hacia nosotros, y ha habido ternura divina en todo momento hasta ahora, y esa misma ternura llevará a nuestras almas al cielo, donde diremos conjuntamente con David, "Tu benignidad me ha engrandecido."

Voy a hablar de la ternura de la misericordia de Dios hacia los pecadores, con la plena esperanza que, tal vez, algunos de ustedes que todavía no han amado nunca a nuestro Dios, puedan ver cuán grande ha sido Su amor hacia ustedes, y así se enamoren de Él y confíen en Su amado Hijo Jesucristo, y confiando sean salvos.

I.       Primero, voy a tratar de mostrarles que, en la misericordia de Dios, hay una gran ternura en sus grandiosas provisiones.

Vemos allí a un soldado herido que se está desangrando hasta la muerte en el campo de batalla. Se le acerca un amigo, misericordioso y tierno, y le trae agua fresca y refrescante que le ayudará a recuperar su conciencia, y podrá abrir otra vez sus ojos semi-apagados. Está cubierto de sudor, pero allí tiene agua fría para refrescar su enfebrecido rostro. Sus heridas están muy abiertas, y su vida se escapa de su cuerpo, pero su amigo ha traído consigo el aceite y las vendas con los que restañará sus heridas. ¿Es esto todo lo que ha provisto para el guerrero herido? No, pues allí vemos una camilla, llevada por hombres que caminan con sumo cuidado para evitar que el pobre inválido sea sacudido. ¿Adónde lo van a llevar? El hospital está preparado; la cama, tan suave, perfectamente adecuada para soportar tal cantidad de debilidad y dolor, está lista; y la enfermera lo espera diligentemente para prestarle los servicios que se requieran. El hombre muy pronto duerme un sueño que lo restaurará; y cuando abre sus ojos, ¿qué es lo que ve? Contempla la comida adecuada para sus circunstancias y necesidades; cerca de él se ha colocado un ramo de flores, para que con su belleza y fragancia le sirva de aliento y lo alegre; y un amigo se acerca con suaves pisadas, y le pregunta si tiene una esposa, o una madre, o algún amigo a quienes se les pueda escribir una carta. Antes de pensar en lo que necesita, ya lo tiene allí a su lado; y casi antes de que pueda expresar un deseo, le es concedido. Este es un ejemplo de la ternura del compañerismo humano, pero infinitamente mayor es la ternura de Dios hacia los pecadores culpables. Él ha pensado en todo lo que un pecador necesita, y ha provisto en abundancia todo lo que el alma culpable requiere para conducirla a salvo al propio cielo.

Para cada caso individual, Dios, en el pacto de Su gracia, ha preparado una cosa buena diferente. Para grandes pecadores, cuyas iniquidades son muchas y graves, hay palabras llenas de gracia como éstas: "Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana." Si el hombre no ha caído en las grandes profundidades del pecado deliberado, el Señor le dice, como el Salvador de corazón misericordioso le dijo a uno que estaba en esa condición: "Una cosa te falta;" y la gracia de Dios está preparada para suministrar esa cosa precisa.

Hay tantas cosas en la Palabra de Dios para alentar la necesidad de venir a Cristo como las hay para invitar al hombre inmoral a que abandone sus pecados, y acepte "la entrañable misericordia de nuestro Dios." Si hay niños o jóvenes que deseen encontrar al Señor, esta promesa es especial para ellos, "Me hallan los que temprano me buscan." Sí, inclusive para los pequeñitos hay tiernas palabras como estas: "Dejad a los niños venir a mí, y no se lo impidáis; porque de los tales es el reino de los cielos."

Luego, si el pecador es un anciano, se le recuerda que algunos fueron enviados a trabajar en la viña aun en la hora undécima; y si ya se estuviera muriendo, hay aliento para él en la narración del ladrón moribundo que confió en el Salvador agonizante, quien, al cerrar sus ojos en la tierra, los abrió con Cristo en el paraíso.

Así que repito que, en el pacto de Su gracia, Dios ha respondido al caso peculiar de cada pecador que realmente desea ser salvado. Si estás muy triste y deprimido, decaído y a punto de desmayar, hay promesas y declaraciones divinas que se adecuan exactamente a tu caso. He aquí algunas de ellas: "El sana a los quebrantados de corazón, y venda sus heridas." "Se complace Jehová en los que le temen, y en los que esperan en su misericordia." "No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare."

Todo parece estar establecido con el propósito de que, independientemente de la condición en la que pueda haber caído un hombre por el terrible mal del pecado, Dios venga a él, no con rudeza sino con la mayor ternura, para darle precisamente lo que necesita. Yo me gozo de poder decir que todo lo que el pecador necesita, entre el tiempo y la eternidad, es suministrado por el Evangelio de Cristo; todo lo necesario para el perdón, para la nueva naturaleza, para la preservación, para el perfeccionamiento, y para la glorificación, está atesorado en Cristo Jesús, en Quien agradó al Padre que habitase toda plenitud.

Entonces, antes de proseguir, bendigamos la tierna consideración de Dios, que, previendo lo graves que serían nuestros pecados y nuestras aflicciones, nuestras necesidades y nuestras debilidades, ha dispuesto para nuestras grandes necesidades, una provisión ilimitada de gracia y misericordia.

II.      Pero, en segundo lugar, la ternura de Dios es vista en los métodos que él utiliza para atraer a los pecadores.

Las antiguas prácticas de cirugía podrían haber sido útiles en su tiempo, pero en verdad no eran nada tiernas. A bordo de un buque de guerra después de entrar en acción, ¡qué métodos tan ásperos eran adoptados por quienes intentaban salvar las vidas de los heridos! Algunos de los remedios que leemos en los antiguos manuales de medicina, deben haber sido mucho más terribles que las propias enfermedades que pretendían curar, y yo no dudo que muchos de los pacientes murieran precisamente por el uso de esos ásperos remedios. Pero el método de Dios de mostrar misericordia al hombre es siempre divinamente tierno. Es siempre poderoso; pero, aunque es masculino en su fuerza, es femenino en su ternura.

Mi querido lector, considera entonces que Dios te ha enviado el Evangelio; pero ¿cómo te lo ha enviado? Lo pudo haber enviado por medio de un ángel; un serafín luminoso podría haberse parado aquí para comentarte en inflamadas frases acerca de la misericordia de Dios. Pero tú te habrías alarmado si lo hubieras podido ver, y habrías huido de su presencia; habrías estado completamente fuera de condición para la recepción del mensaje angélico. En lugar de haberte enviado un ángel, el Señor te ha enviado el Evangelio por medio de un hombre sujeto a pasiones semejantes a las tuyas; alguien que se puede identificar contigo en tu rebeldía, que afectuosamente tratará de entregarte su mensaje de manera tal que satisfaga tu necesidad.

Algunos de ustedes oyeron por primera vez el Evangelio de labios de su querida madre; ¿quién más podría contar esa historia tan bien como ella lo hacía? O tal vez lo has escuchado de una amiga, que con ojos inundados de lágrimas y pecho jadeante irradiaba la intensidad con que amaba tu alma. Da gracias que Dios no haya proclamado el Evangelio desde el Sinaí en medio de truenos, con sonido de bocina fortísimo y prolongado, haciéndote recordar la pavorosa convocación del último día tremendo; sino que el bendito mensaje de salvación, "Cree y vivirás," llega a ti brotando de la lengua de algún compañero, en tonos enternecedores que imploran ser bien recibidos.

Vean también la ternura de la misericordia de Dios en otro sentido, y es que el Evangelio no es enviado a ustedes en lengua desconocida. No tienen que ir a la escuela para aprender griego, o hebreo, o latín, para poder leer acerca del camino de salvación. Es enviado a ustedes en su sencilla lengua materna. Puedo decir honestamente que no he pretendido las bellezas de la elocuencia ni los refinamientos de la retórica; pero si ha habido una palabra, más tosca y apropiada que pudiera ser usada en lugar de otra, que yo haya considerado que favorecería mi propósito de presentar un claro mensaje del Evangelio, he elegido invariablemente esa palabra. Aunque pudiera haber hablado de otra manera si así me lo hubiera propuesto, he decidido que lo correcto y lo mejor, es, como lo hizo el apóstol Pablo, "usar de mucha franqueza," para que nadie que me escuche pueda decir honestamente, "no pude entender el plan de salvación como fue explicado por mi ministro." Bien, entonces, como has oído el Evangelio predicado tan claramente que no necesitas de un diccionario para entenderlo, considera en esto la entrañable misericordia de Dios, y Su deseo de ganar tu alma para Sí.

Recuerden, también, que el Evangelio llega a los hombres, no solamente por medio de la vía más adecuada de ministerio, y en el más simple estilo de lenguaje, sino que también viene a los hombres tal como son. No importa cuál sea su condición, el Evangelio es adecuado para ustedes. Si han llevado una vida de vicios, el Evangelio viene y les dice: "Así que, arrepentíos y convertíos, para que sean borrados vuestros pecados."

Por otra parte, ustedes pueden haber vivido una vida de justicia propia; si es así, el Evangelio les ordena hacer a un lado esa justicia propia, que no tiene ningún valor, que no es sino un montón de harapos inmundos, y les ordena que se pongan el vestido sin mancha de la justicia de Cristo. Ustedes pueden ser de corazón tierno, o ser todo lo contrario; sus lágrimas pueden fluir con facilidad, o pueden ser tan duros como una solera de un molino; pero, en cualquier caso, el Evangelio de Dios es exactamente el que ustedes necesitan. Sí, bendito sea el nombre del Señor, porque aunque un pecador esté exactamente a las puertas del infierno, el Evangelio se adapta a su desesperada condición, e inclusive puede levantarlo desde las profundidades de la desesperación.

Quiero que observen en especial otra cosa más, y es que la misericordia de Dios es muy tierna porque viene a ustedes ahora. Si ustedes pudieran remediar de inmediato el dolor de una persona que sufre, y sin embargo, lo hicieran esperar, su tratamiento sería a la vez, cruel y tardío. Pero el Evangelio de Dios dice: "He aquí ahora el tiempo aceptable; he aquí ahora el día de salvación." Si un pecador está parado fuera de la puerta de la misericordia, aunque sea por sólo media hora, debe culparse únicamente a sí mismo por esa exclusión; pues, si solamente obedeciera el mensaje del Evangelio, y confiara en la obra consumada de Cristo, la puerta se abriría de inmediato. Las demoras no son demoras de Dios, sino nuestras; y si nosotros posponemos nuestra aceptación de Su misericordia, somos los únicos culpables.

III.    Ahora paso a observar, en tercer lugar, la ternura de la misericordia de dios en los requerimientos del evangelio.

¿Qué es lo que nos pide el Evangelio? Ciertamente no nos pide nada sino únicamente lo que nos da. No pide nunca de ningún hombre una suma de dinero para que pueda redimir su alma con oro. Los más pobres son bienvenidos de todo corazón de la misma manera que los más ricos; y el mendigo que podría contar todo su dinero con los dedos de su mano, es recibido con la misma alegría que el millonario que posee inversiones y acciones y tierras y barcos. Los pobres son invitados a venir a Jesús "sin dinero y sin precio."

Tampoco nos pide el Señor que hagamos severas penitencias o que nos castiguemos para hacernos aceptables a Él. Él no requiere que sometan sus cuerpos a la tortura, o que sufran una larga serie de mortificaciones externas y visibles de la carne. Ustedes pueden confiar en Cristo estando sentados aquí, en su banca de la iglesia; y si así lo hacen, serán perdonados y aceptados de inmediato.

No se pide profundidad de conocimientos como una condición de salvación. Para ser cristiano, uno no necesita ser un filósofo. ¿Te reconoces como un pecador: culpable, perdido, condenado, y reconoces que Cristo es un Salvador? ¿Confías en que Cristo es tu Salvador? Entonces eres salvo, sin importar cuán ignorante puedas ser acerca de otros asuntos.

Tampoco se pide una grandiosa medida de depresión espiritual como requisito para venir a Cristo. Yo sé que algunos predicadores enseñan que no debes venir a Cristo hasta que no hayas ido primero con el diablo; quiero decir, que no debes creer que Cristo puede y quiere salvarte hasta tanto no hayas llegado, por decirlo así, hasta las meras puertas del infierno, en terror de conciencia y horrorosa depresión de espíritu. Jesucristo no les pide nada parecido a eso; pero si ustedes verdaderamente se arrepienten y abandonan sus pecados, renuncian a los males que los están destruyendo, y ponen su confianza en las aflicciones y en los dolores que Él soportó en la cruz, ustedes son salvos.

El Evangelio ni siquiera les exige una gran cantidad de fe. Para ser salvos, no se requiere la fe de Abraham, ni la fe de Pablo ni de Pedro. Se requiere una fe igualmente preciosa; una fe similar en sustancia y en esencia, pero no en grado. Con sólo que Él te deje tocar el borde de Su manto, quedarás sano. Aunque tu mirada sea una pobre contemplación tan temblorosa que tengas la impresión que escasamente lo has visto, sin embargo, esa mirada será el medio de salvación para ti. Si tan sólo puedes creer, todas las cosas son posibles para el que cree; y aunque tu fe sea sólo como un grano de mostaza, asegurará tu entrada al cielo.

¡Cuán precioso Salvador es Cristo! Si tú tienes una sincera confianza en Él, aunque sea débil y lánguida, serás aceptado. Si de corazón le puedes decir a Cristo: "Señor, acuérdate de mí cuando vengas en tu reino," pronto tendrás Su confirmación llena de gracia: "De cierto te digo que estarás conmigo en el paraíso." No te engañes a ti mismo con la idea que tienes que hacer mucho y sentir mucho para poder estar preparado para venir a Cristo. Toda esa aptitud no es sino ineptitud. Todo lo que debes hacer para estar listo para que Cristo te salve es hacerte más inepto. La condición adecuada para lavarse es estar sucio; la condición adecuada para recibir ayuda es ser pobre y necesitado; la condición adecuada para ser sanado es estar enfermo; y la condición adecuada para ser perdonado es ser un pecador.

Si tú eres un pecador, y yo te aseguro que lo eres, contamos con la inspirada declaración apostólica: "Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores;" y podemos agregar a esa declaración, las propias palabras de nuestro Señor: "El que en él cree, no es condenado;" "El que creyere y fuere bautizado, será salvo." ¡Oh, que el Señor les conceda a todos ustedes la gracia de recibir este Evangelio inmerecido, cuyos requerimientos son tan entrañable y misericordiosamente llevados hasta su condición de abatimiento!

IV.     El cuarto punto que ilustra la entrañable misericordia es este: hay gran ternura en todos los argumentos del evangelio.

¿Qué les dice el Evangelio a los hombres? Les habla, primero que nada, acerca del amor del Padre. Nunca podrán olvidar, si la han leído alguna vez, la historia del hijo pródigo, que desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Ustedes recordarán lo que dijo cuando estaba alimentando a los cerdos: "Me levantaré e iré a mi padre." Ese fue un toque divino, y manifestó la mano maestra del Salvador cuando insertó ese comentario, y también cuando agregó esta conmovedora descripción: "Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó."

Pecador, esa es la manera en la que Dios sale a tu encuentro. Si quieres encontrarlo, Él conoce ese vibrante deseo y ese tembloroso anhelo que hay en ti, y saldrá y correrá más de la mitad del camino para encontrarte; ay, es porque Él recorre todo el camino que tú puedes avanzar en algún tramo de ese camino.

¿De qué otra cosa les habla el Evangelio a los hombres? Bien, les habla del grandioso amor del Pastor. Él perdió una oveja de su rebaño, y dejó a las noventa y nueve en el desierto mientras fue en busca de la que se había perdido; y cuando la hubo encontrado, la puso sobre sus hombros, gozándose, y cuando llegó a casa, reunió a sus amigos y vecinos, diciéndoles: "Gozaos conmigo, porque he encontrado mi oveja que se había perdido." Esa oveja perdida es el tipo de un pecador inconverso, y ese Pastor es el Salvador sangrante que vino a buscar y salvar lo que se había perdido.

¿Acaso no deberían convencerlos estos argumentos? Cuando el Evangelio busca ganar el corazón de un pecador, su argumento dominante brota del corazón, de la sangre, de las heridas y de la muerte del Dios encarnado, Jesucristo, el Salvador compasivo. Los truenos del Sinaí podrían alejarte de Dios, pero los gemidos del Calvario deberían acercarte a Él. La entrañable misericordia de Dios apela inclusive al propio interés del hombre, diciéndole: "¿Por qué habrías de morir? Tus pecados te matarán, ¿por qué te aferras a ellos?" Le dice: "Las penas del infierno son terribles;" y únicamente las menciona en amor, para que el pecador no tenga que experimentarlas nunca, sino que más bien escape de ellas.

La misericordia también agrega: "la gracia de Dios es sin límites, para que tu pecado pueda ser perdonado; el cielo de Dios es ancho y largo, así que allí hay lugar para ti." La misericordia argumenta así con el pecador: "Dios será glorificado en tu salvación, porque se deleita en misericordia, y Él dijo que, vive Él, no quiere la muerte del impío, sino que se vuelva el impío de su camino, y que viva."

No puedo extenderme sobre este punto. Debo contentarme con decir que toda la Escritura comprueba el amor de Dios a los pecadores. Casi cada página de la Escritura te habla, pecador, con un mensaje de amor; y aun cuando Dios habla a veces con un terrible lenguaje, advirtiendo a los hombres que huyan de la ira venidera, siempre hay en ello este propósito lleno de gracia, que los hombres sean persuadidos para que no vayan a su ruina, sino que acepten, por medio de la abundante misericordia de Dios, el don inmerecido de la vida eterna, en vez de elegir deliberadamente la paga del pecado que con toda certeza será la muerte.

¡Oh, mis queridos lectores, cuando pienso en algunos de ustedes, que son inconversos, difícilmente puedo decirles cuán triste me siento cuando veo contra qué ternura han pecado ustedes! Dios ha sido muy bueno con muchos de ustedes. Han sido protegidos de las profundidades de la pobreza, e inclusive algunos han sido mecidos sobre las rodillas de la prosperidad; sin embargo, ustedes han olvidado a Dios. Otros han recibido muchas ayudas providenciales al pelear la batalla de la vida; a menudo han sido divinamente atendidos cuando estaban enfermos, o cuando su pobre esposa y sus hijos tenían verdadera necesidad.

Dios intervino con Su gracia para suplir sus necesidades, mas ahora ustedes comentan con sus amigos acerca de cuán "afortunados" han sido, cuando la verdad es que Dios ha sido entrañablemente misericordioso con ustedes. Sin embargo, ni siquiera han reconocido Su mano en su prosperidad, y, en lugar de dar a Dios la gloria por ello, la han atribuido a esa diosa pagana, "la Suerte." Dios ha sido paciente y tierno con ustedes como una niñera podría serlo con un niño rebelde; sin embargo, lo ignoran por completo, o se alejan de Él.

Ustedes estuvieron enfermos hace muy poco tiempo; y Dios les restauró nuevamente su salud y su fortaleza; ¿por qué no vuelven sus corazones hacia Dios? Yo pido a Dios que Su gracia obre en ustedes el cambio que ningún argumento mío podría producir jamás, y que puedan decir: "Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado." Si hacen esa confesión honestamente a su Padre Celestial, Él los perdonará, y les dará la bienvenida, tan inmerecidamente, como el padre de la parábola recibió al hijo pródigo que retornaba.

V.       El último punto de la entrañable misericordia de Dios del que puedo hablar ahora es este: la ternura de sus aplicaciones y de sus logros.

¿Qué hace Dios por los pecadores? Pues, cuando ellos confían en Jesús, Él perdona todos sus pecados, sin reproches ni limitaciones. He pensado algunas veces que si yo hubiera sido el padre de ese hijo pródigo, podría haberlo perdonado al regresar a casa, y creo que lo hubiera hecho sin mediar merecimientos; pero no creo que lo hubiera vuelto a tratar exactamente de la misma manera que hubiera tratado a su hermano mayor. Quiero decir esto, que los habría sentado a la misma mesa, y les habría dado el mismo alimento; pero pienso que al llegar el día de hacer las compras, le habría dicho a mi hijo menor: "no te confiaré mi dinero; debo enviar a tu hermano mayor al mercado con ese dinero, pues tú podrías desparecer con él." Tal vez no iría tan lejos como para decir eso, pero creo que lo sentiría, pues de un hijo como ése, uno tendría sospechas durante mucho tiempo.

Sin embargo, vean de qué manera tan diferente Dios trata con nosotros. A pesar de que algunos hemos sido grandes pecadores, y Él nos ha perdonado, nos confía el Evangelio, y nos ordena que vayamos y lo prediquemos a nuestros compañeros pecadores. Miren a Juan Bunyan, un individuo que era un blasfemo, un borracho libertino, dedicado al juego los domingos; sin embargo, cuando el Señor lo hubo perdonado, no le dijo: "Ahora, amigo Juan, tú tendrás que ocupar una posición inferior durante el resto de tu vida. Irás al cielo y yo te daré un lugar allí; pero no puedo usarte como podría usar a alguien que no haya cometido esos pecados que tú has cometido." ¡Oh, no!, él es colocado en la primera fila de los siervos del Señor; le fue dada la pluma de un ángel para que pudiera escribir El Progreso del Peregrino, y se le concedió el alto honor de permanecer en prisión durante casi trece años por causa de la verdad; y entre todos los santos, escasamente hay uno que sea más grande que Juan Bunyan. Miren también al apóstol Pablo. Él se llamaba a sí mismo el primero de los pecadores, y sin embargo, su Dios y Señor lo volvió, después de su conversión, un siervo de Cristo tan eminente, que pudo escribir con toda verdad: "en nada he sido menos que aquellos grandes apóstoles, aunque nada soy."

Es una prueba de gran ternura, de parte de Dios, que Él dé con liberalidad y no lo eche en cara. No solamente perdona, sino que también olvida. Él dice: "Nunca más me acordaré de sus pecados y transgresiones;" y aunque hayamos sido lo más vil de lo vil, Él no hace rebajas por eso. Yo conozco a un padre que le ha dicho a su hijo, declarado en banca rota: "ahora, tú, joven irresponsable, te restableceré en el mundo de los negocios otra vez, pero he perdido ya tanto dinero por tu culpa, que tendré que establecer una diferencia en mi testamento, pues no puedo darte todo esto, y luego tratarte como trato a tu hermano." Pero, bendito sea Dios, no estableció ninguna diferencia en su testamento. Él no ha dicho que dará los primeros asientos del cielo a quienes han pecado menos que otros, y que pondrá a los peores pecadores al fondo. ¡Oh, no! Todos ellos estarán con Jesús donde Él está, y contemplarán y participarán de Su gloria. No hay un cielo para los peores pecadores, y otro cielo para los que han pecado menos; sino que es un mismo cielo para quienes han sido los peores pecadores, pero que se han arrepentido y han confiado en Jesús, como para quienes han sido preservados de caer en los excesos del desenfreno.

Admiremos la maravillosa ternura de la gracia divina en sus tratos con los peores pecadores. Cuando Dios comienza a limpiar a un pecador, no lo lava parcialmente, sino que lo llena de misericordia y le da todo lo que ese corazón pueda desear. ¡Oh, que los pecadores sean persuadidos de venir a Él para obtener su total perdón inmerecido!

Posiblemente algún lector diga: "si Dios es tan tierno en misericordia hacia quienes vienen a Él a través de Cristo, me gustaría poder explicar por qué Su misericordia no se ha extendido a mí. He estado buscando al Señor durante meses; voy a Su casa cuantas veces puedo; me deleito cuando se predica el Evangelio, y anhelo que ese Evangelio sea bendecido para mí; he estado leyendo las Escrituras, y he estado investigando para encontrar promesas preciosas que se apliquen a mi caso, pero no puedo encontrarlas. He estado orando durante mucho tiempo, pero mis oraciones permanecen todavía sin ninguna respuesta. No puedo obtener la paz; quisiera encontrarla. He estado tratando de creer, pero no puedo hacerlo."

Bien, amigo mío, déjame contarte una historia que escuché el otro día; no puedo garantizar que sea verdadera, pero en este momento me servirá de ejemplo: se trata de dos marineros borrachos, que querían atravesar un estrecho estero escocés. Se subieron a un bote y comenzaron a remar, completamente borrachos, pero no podían avanzar. La otra orilla no se encontraba lejos, de tal forma que debían alcanzarla en quince minutos, pero ya había pasado una hora y no llegaban, y ni siquiera lo hicieron en varias horas. Uno de ellos dijo: "yo creo que el bote está embrujado;" el otro comentó que él creía que los embrujados eran ellos, y yo supongo que en efecto lo estaban por todo el licor que habían ingerido. Al fin, apareció la luz de la mañana; y uno de ellos, que había recuperado la sobriedad para ese momento, miró por sobre un costado del bote, y le gritó a su amigo: "¡caramba, Sandy, nunca levaste el ancla!" Ellos habían estado remando durante toda la noche, pero no habían levado el ancla.

Ustedes se ríen por su insensatez, y no lamento que lo hagan, pues ahora pueden captar el significado de lo que estoy diciendo. Hay muchas personas que, por decirlo así, están remando con sus oraciones, y con su lectura de la Biblia, y con su asistencia a la capilla, y con sus intentos de creer; pero, como esos marineros borrachos, no han levado el ancla. Es decir, están aferrados ya sea a su supuesta justicia propia, o se están colgando del algún viejo pecado que no pueden renunciar. ¡Ah, mi querido amigo! Debes levar el ancla que te liga a tus pecados o a tu justicia propia. El ancla, todavía hundida en el fondo y fuera de tu vista, es la única responsable de todo tu trabajo perdido y de tu ansiedad infructuosa. Levanta el ancla, y pronto habrá una solución feliz para todos tus problemas, y encontrarás que Dios está lleno de entrañable misericordia y abundante gracia inclusive para ti.

¡Que así sea por nuestro Señor Jesucristo! Amén.

Charles Haddon Spurgeon en dialnet.unirioja.es/

Fernando Ocariz

II.       Obrar como hijos de Dios

1.       En todo, hijos de Dios

La filiación divina no es un aspecto más entre otros de nuestro ser cristianos. De algún modo abarca todos los demás.  Es una determinada formalidad o modo de ser: una relación concreta que, entitativamente, se distingue de las demás formalidades sobrenaturales: gracia santificante, virtudes, dones del Espíritu Santo. Pero si atendemos al designio divino, podemos afirmar que todas esas otras formas nos son dadas para constituirnos en hijos de Dios: la elevación sobrenatural es, tomada en su totalidad, una adopción.

Por tanto, si ser hijos de Dios es como el resumen de la condición de la nueva criatura, la síntesis del obrar cristiano puede enunciarse como el obrar de los hijos de Dios. Y esto, hasta el punto que la Voluntad divina se resume, para cada uno, así: «Lo que os pide el Señor es que, en todo momento, obréis como hijos y servidores suyos» [78].

La filiación divina no es una virtud particular, que tenga sus propios actos, sino la condición permanente del sujeto de las virtudes. Por eso,  no se obra  como  hijo  de Dios  con  unas acciones determinadas: toda nuestra actividad, el ejercicio de todas las virtudes, puede y debe ser ejercicio de la filiación divina. Por eso, «no podemos ser hijos de Dios sólo a ratos, aunque haya algunos momentos especialmente dedicados a considerarlo, a penetrarnos de ese sentido de nuestra filiación divina, que es la médula de la piedad» [79].

La piedad es la virtud propia de los hijos que, sobrenaturalmente, es perfeccionada por el correspondiente don del Espíritu Santo que nos facilita reconocernos como hijos de Dios y obrar en consecuencia en todo momento. Por eso, «la piedad que nace de la filiación divina es una actitud profunda del alma, que acaba por informar la existencia entera: está presente en todos los pensamientos, en todos los deseos, en todos los afectos» [80]. Y no sólo como una simple referencia intencional a Dios, sino como certeza d nuestro endiosamiento actual, de nuestro vivir en Cristo por el Espíritu Santo, y así de nuestra presencia —unión— al Padre [81].

En consecuencia, «todo el panorama de nuestra vocación cristiana, esa unidad de vida que tiene como nervio la presencia de Dios, Padre Nuestro, puede y debe ser una realidad diaria» [82].

Resulta patente que nuestro obrar como hijos de Dios es nuestro obrar en toda su amplitud. Al informar la entera existencia cristiana, la filiación divina caracteriza —como decíamos ya al principio de estas páginas— radicalmente todos los aspectos y el ejercicio de todas las virtudes de nuestro caminar cristiano en este mundo, y también caracterizará —con la gracia de Dios— nuestro ser ciudadanos del Cielo. Repitámoslo: nuestra fe, es la fe de los hijos de Dios; nuestra alegría, es la alegría de los hijos de Dios; nuestra fortaleza,  es la fortaleza  de los hijos de Dios...

Es, por tanto, imposible en los límites de estas páginas, tratar de ver la influencia radical y concreta de la filiación divina en todos esos aspectos y virtudes de la vida cristiana. A continuación  se tratará sólo de algunas de las dimensiones que —igual que la filiación divina— abarcan todo el existir cristiano, y que precisamente son consecuencias directas de nuestro ser y sabernos hijos de Dios  y hermanos  de todos los hombres.

2.       La libertad de los hijos de Dios

El obrar humano está esencialmente caracterizado por la libertad, que presupone el ejercicio del conocimiento. En los actos humanos —actos libres—, la voluntad del hombre se determina a sí misma —presupuesta naturalmente la causalidad divina sustentadora del ser—, de modo que la persona obra, por encima de cualquier condicionamiento, porque le da la gana.

Este gran don natural de Dios a las criaturas espirituales, nos hace responsables de nuestros propios actos, nos permite elegir y amar el bien. Pero esta libertad nuestra no es, ni podría serlo en ningún caso, una libertad absoluta. Mientras el libre querer de Dios produce el bien, es creador, el nuestro debe orientarse hacia el bien, que es independiente de ese querer nuestro. De ahí la posibilidad del pecado, del torcido ejercicio de la libertad. No es posible una libertad creada absoluta: una criatura libre, mientras por su definitiva unión con Dios no estuviese confirmada en gracia, podía siempre emplear mal su libertad. Sin embargo, la infinita bondad de Dios, como quería destinar a algunas de sus criaturas a participar de su intimidad, a ser hijos  suyos,  quiso correr el riesgo de nuestra libertad [83].

Saber que «Dios no quiere esclavos, sino hijos, y respeta nuestra libertad» [84], nos debe llevar a preguntarnos, a preguntarle a Él: «¿qué esperas de mí, Señor, para que yo voluntariamente lo cumpla?

«Nos responde el mismo Cristo: veritas liberabit vos (Jn 8, 32); la verdad os hará libres. Qué verdad es ésta, que inicia y consuma en toda nuestra vida el camino de la libertad. Os la resumiré, con la alegría y con la certeza que provienen de la relación entre Dios y sus criaturas: saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mí Señor —nos confía san Josemaría Escrivá de Balaguer— que nos decidamos a damos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres. No lo olvidéis: el que no se sabe hijo de Dios, desconoce su verdad más intima, y carece en su actuación del dominio y señorío propios de los que aman al Señor por encima  de todas  las  cosas» [85].

Esta  es la  verdad que nos  hace libres: ¡somos hijos de Dios!  Pero, ¿qué libertad es ésta? Es la libertad propia de la naturaleza humana, pero sanada y elevada por la gracia, las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Es la libertad expedita, sobrenaturalmente potenciada para el bien, exenta de las cadenas que el pecado pone a la voluntad dificultando el bien natural e imposibilitando el bien sobrenatural. La libertad de los hijos de Dios —la libertad cristiana— es, pues, fruto del Amor de Dios, por el que somos sus hijos y nos conduce a ese Amor. «La libertad, nos enseña el Padre, adquiere su auténtico sentido cuando se ejercita en servicio de la verdad que rescata, cuando se gasta en buscar el Amor infinito de Dios, que nos desata de todas las servidumbres. ¡Cada día aumentan mis ansias de anunciar a grandes voces esta insondable riqueza del cristiano: la libertad de la gloria de los  hijos  de  Dios!  (Rm  8, 21)» [86].

La verdad nos libera porque facilita elegir y amar el bien, en lo que consiste la libertad. Por eso, «esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida. O hijos de Dios o esclavos de la soberbia, de la sensualidad, de ese egoísmo angustioso en el que tantas almas parecen debatirse» [87]. No hay una pura y simple libertad humana, por lo mismo que no hay una naturaleza pura; o hay naturaleza con gracia, o naturaleza con pecado; o hay libertad de los hijos de Dios, o hay esclavitud interior a la propia miseria.

Sin embargo, buscar en todo el cumplimiento de la Voluntad de Dios, elegir en toda circunstancia el bien, es una atadura: la condición del cristiano es también la del siervo de Dios. Pero «esclavitud por esclavitud —si, de todos modos, hemos de servir, pues, admitiéndolo o no, ésa es la condición humana—, nada hay mejor que saberse, por Amor, esclavos de Dios. Porque en ese momento —nos explica san Josemaría Escrivá de Balaguer— perdemos la situación de esclavos, para convertimos en amigos, en hijos. Y aquí se manifiesta la diferencia: afrontamos las honestas ocupaciones del mundo con la misma pasión, con el mismo afán que los demás, pero con paz en el fondo del alma; con alegría y serenidad, también en las contradicciones: que no depositamos nuestra confianza en lo que pasa, sino en lo que permanece para siempre, no somos hijos de la esclava, sino de la libre (Ga 4, 31).

«¿De dónde nos viene esta libertad? De  Cristo,  Señor  Nuestro. Esta es la libertad con la que El nos ha redimido (cfr. Ga 4, 31). Por eso enseña: si el Hijo os alcanza la libertad, seréis verdaderamente libres (Jn 8, 36). Los cristianos no tenemos que pedir prestado a nadie el verdadero sentido de este don, porque la única libertad que sal­ va al hombre es cristiana.

Me gusta hablar de la aventura de la libertad, porque así se desenvuelve vuestra vida y la mía. Libremente —como hijos, insisto, no como esclavos—, seguimos el sendero que el Señor  ha  señalado  para  cada uno de nosotros. Saboreamos esta soltura de movimientos, como un regalo de Dios» [88].

Cumplir la Voluntad de Dios; someter la propia inteligencia a la verdad y dirigir la libertad hacia el bien —en el fondo, hacia Dios siempre—, no es esclavitud, es libertad: una libertad superior que se nos manifiesta unida —en  aparente paradoja— a la obediencia, al servicio,  a la entrega generosa. Paradoja sólo aparente, porque «el Amor de Dios marca el camino de la verdad, de la justicia, del bien. Cuando nos decidimos a contestar al Señor: mi libertad para ti, nos encontramos liberados de todas las cadenas que nos habían atado a cosas sin importancia, a preocupaciones ridículas, a ambiciones mezquinas» [89].

Como a veces resulta difícil comportarse según esa libertad, acudamos a Santa María, «tratemos de aprender, siguiendo su ejemplo en la obediencia a Dios, en esa delicada combinación de esclavitud y de señorío. En María no hay nada de aquella actitud de las vírgenes necias, que obedecen, pero alocadamente. Nuestra Señora oye con atención lo que Dios quiere, pondera lo que no entiende, pregunta lo que no sabe. Luego, se entrega toda al cumplimiento de la voluntad divina: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38). ¿Veis la maravilla? Santa María, maestra de toda nuestra conducta, nos enseña ahora que la obediencia a Dios no es servilismo, no sojuzga la conciencia: nos mueve íntimamente a que descubramos la libertad de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 21)» [90].

3.       El trabajo de los hijos de Dios

«Sueño —y el sueño se ha hecho realidad, decía el Padre en 1963— , con muchedumbres de hijos de Dios, santificándose en su vida de ciudadanos corrientes, compartiendo afanes, ilusiones y esfuerzos con las demás criaturas. Necesito gritarles esta verdad divina: si permanecéis en medio del mundo, no es porque Dios se haya olvidado de vosotros, no es porque el Señor no os haya llamado. Os ha invitado a que continuéis en las actividades y en las ansiedades de la tierra, porque os ha hecho saber que vuestra vocación humana, vuestra profesión, vuestras cualidades, no sólo no son ajenas a sus designios divinos, sino que Él las ha santificado como ofrenda gratísima al Padre» [91].

Todos los hijos de Dios, sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia, están llamados a santificarse, a ser cada día más ipse Christus, y han de ver en todas las circunstancias de su vida ordinaria, de su trabajo y de su descanso, de sus relaciones familiares y sociales en general, una realidad que debe ser vida de Cristo: non vivo ego, vivit vero in me Christus [92].

Durante mucho tiempo se ha considerado el trabajo como algo que esclaviza, como un castigo, como algo que dificulta la vida espiritual...

En realidad, ni es castigo —puesto que el hombre ha sido creado ut operaretur [93] — , ni tiene por qué dificultar el trato con Dios: es más, el cristiano puede y debe, con la gracia de Dios, «santificar el trabajo, santificarse en el trabajo, santificar con el trabajo» [94], como ha venido predicando san Josemaría Escrivá de Balaguer desde 1928. Y trabajo, en el fondo, es toda la actividad humana. Pero no podemos detenernos aquí en este aspecto capital. Fijémonos, en cambio, en que la realidad de la filiación divina es la que impide la esclavitud en el trabajo, pues «en medio de las limitaciones inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en las cosas de su Padre» [95]. Si contemplamos la vida nuestra con realismo —con ese realismo superior que nos proporciona la fe sobrenatural—, percibimos que nada hay ajeno al designio divino; que, sea la que sea nuestra actividad, trabajamos en cosa propia, porque todo es de Dios  y nosotros  somos hijos, no asalariados: todas las cosas son vuestras, pero vosotros sois de Cristo, y Cristo de Dios [96].

Esta libertad de quien trabaja en cosa propia comporta, a la vez, bajo el impulso radical de sabernos hijos de Dios, el esfuerzo generoso, que no se limita nunca a la búsqueda de una contrapartida meramente humana, por lo demás necesaria y justa de ordinario para quien ha de vivir de su trabajo, porque —además— el premio verdadero nos lo asegura el Señor. «Está bien que sirvas a Dios como un hijo, sin paga, generosamente... Pero no te preocupes si alguna vez piensas en el premio» [97].

El hijo de Dios ansía, sí, ese premio que es la unión definitiva con Cristo y, en El, con el Padre y el Espíritu Santo. Sin embargo, precisa­ mente porque es hijo, «acepta gustosamente la necesidad de trabajar en este mundo, durante muchos años, porque Jesús tiene pocos amigos aquí abajo. No rehusemos la obligación de vivir, de gastarnos —bien exprimidos— al servicio de Dios y de la Iglesia. De esta manera, en libertad: in libertatem gloriaefiliorum Dei (Rm 8,2 1), qua libertate Christus nos liberavit (Ga 4, 31); con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la Cruz» [98].

Esta libertad se funde y compenetra con la obediencia —en el trabajo, como en cualquier aspecto de la vida humana—, precisamente por su  común raíz en la filiación divina. Al ocuparse en su quehacer, el hijo de Dios busca libremente cumplir la Voluntad del Padre, y así vive  libre, con un señorío interior que le permite amar la obediencia, las necesarias vinculaciones que su vivir en el mundo lleva de un modo u otro consigo. Por encima de ellas, descubrirá siempre el querer de su Padre, Dios mismo que sale a su encuentro.

«Soy muy amigo de la libertad, y precisamente por eso quiero tanto esa virtud cristiana (la obediencia). Debemos sentirnos hijos de Dios, y vivir con la ilusión de cumplir la voluntad de nuestro  Padre. Realizar las cosas según el querer de Dios, porque nos da la gana, que es la razón  más  sobrenatural» [99].

Este deseo, esta ilusión del buen hijo de Dios, por cumplir la Voluntad divina, empuja al cristiano no sólo a cumplir lo mejor posible sus propios deberes, sino también a considerar el quehacer de los demás como cosa propia, porque es, debe ser, cosa de Dios. De ahí aquel consejo: «Cuando hayas terminado tu trabajo, haz el de tu hermano, ayudándole, por Cristo, con tal delicadeza y naturalidad que ni el favorecido se dé cuenta de que estás haciendo más de lo que en justicia debes.

—¡Esto sí que es fina virtud de hijo de Dios!» [100].

Para que nuestro trabajo, todo nuestro quehacer, sea verdaderamente, y cada vez más, el trabajo de los hijos de Dios, es necesario que sea cada vez más trabajo de Cristo, por nuestra identificación con El mientras desempeñamos toda esa actividad. Por eso, «estando plenamente metido en su trabajo ordinario, entre los demás hombres, sus iguales, atareado, ocupado, en tensión, el cristiano ha de estar al mismo tiempo metido totalmente en Dios, porque es hijo de Dios» [101]. El trabajo es, así, oración y apostolado [102].

4.       La oración de los hijos de Dios

Por la filiación divina, el cristiano ha de vivir constantemente metido en Dios, endiosado. No sólo pasivamente —porque con la gracia Dios nos mete dentro de su Vida divina—, sino activamente, participando también con su inteligencia y su voluntad en esa eterna actividad de Conocimiento y Amor que es el misterio de Dios Uno y Trino. Toda nuestra vida ha de ser oración.

Pero, «recomendar esa unión continua con  Dios, ¿no es presentar un ideal, tan sublime, que se revela inasequible para la mayoría de los cristianos? Verdaderamente es alta la meta, pero no inasequible. El sendero, que conduce a la santidad, es sendero de oración; y la oración debe prender poco a poco en el alma, como la pequeña semilla que se convertirá más tarde en árbol frondoso» [103].

Para saber cuál es el inicio, el punto de partida, de ese sendero de oración, los Apóstoles preguntaron a Cristo, y nosotros ahora, guiados por la palabra de san Josemaría Escrivá de Balaguer, «revivimos esa escena en la que Jesús se ha retirado en oración, y los discípulos están cerca, probablemente contemplándole. Cuando terminó, uno se decidió a suplicarle: Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos. Y Jesús les respondió: cuando os pongáis a orar, habéis de decir: Padre, sea santificado tu nombre (Lc 11, 1-2).

«Notad lo sorprendente de la respuesta: los  discípulos  conviven con Jesucristo y, en medio de sus charlas, el Señor les indica cómo han de rezar; les revela el gran secreto de la misericordia divina: que somos hijos de Dios, y que podemos entretenernos confiadamente con El, como un hijo charla con su padre» [104].

De tal modo la filiación divina caracteriza la oración cristiana, que ésta no es otra cosa que el trato del hijo con su Padre. Un diálogo que comienza de ordinario con oraciones vocales, para continuarse  más tarde en una contemplación sin ruido de palabras. Un hablar con Dios que es confiado desde el primer momento, si nos sabemos y sentimos hijos suyos [105]; que nos conduce a la audacia en la petición a  Dios, que es nuestro Padre y Omnipotente [106]; que tiene por tema toda  nuestra vida: «todo lo que palpita en nuestra cabeza y en nuestro corazón: alegrías, tristezas, esperanzas, sinsabores, éxitos, fracasos, y hasta los detalles más pequeños de nuestra jornada. Porque habremos comprobado que todo lo nuestro interesa a nuestro Padre Celestial» [107].

Con esta consoladora seguridad —todo lo nuestro interesa a Dios, y El es verdaderamente Padre—, «nuestro trato con Dios no es el de un ciego que ansía la luz pero que gime entre las angustias de la obscuridad, sino el de un hijo que se sabe amado por su Padre» [108]. Sin embargo, en ocasiones —y a veces de modo habitual— esa luz apenas se percibe, y el alma se encuentra como a oscuras; parece que Dios esté lejos. En esas circunstancias, será también el sentido de la filiación divina la raíz poderosa que evitará que muera el tallo de nuestra oración, destinada a ser árbol frondoso.

«No me importa contaros —decía  el  Padre  en 1964— que el Señor, en ocasiones, me ha concedido muchas gracias; pero de ordinario yo voy a contrapelo. Sigo mi plan no porque me guste, sino porque debo hacerlo, por Amor. Pero, Padre, ¿se  puede  interpretar  una  comedia con Dios?, ¿no es acaso una hipocresía? Quédate tranquilo: para ti ha llegado el instante de participar en una comedia humana con un espectador divino. Persevera, que el Padre, y el Hijo, y el Espíritu Santo, contemplan esa comedia tuya; realiza todo por amor a Dios, por agradarte, aunque a ti te cueste.

¡Qué bonito es ser juglar de Dios! ¡Qué hermoso recitar esa comedia por Amor, con sacrificio, sin ninguna satisfacción personal, por agradar a nuestro Padre Dios, que juega con nosotros! Encárate con el Señor, y confíale: no tengo ningunas ganas de ocuparme  de esto, pero lo ofreceré por Ti. Y ocúpate de verdad de esa labor, aunque pienses  que es una comedia. ¡Bendita comedia! Te lo aseguro: no se trata de hipocresía, porque los hipócritas necesitan público para sus pantomimas. En cambio, los espectadores de esa comedia  nuestra —déjame que te lo repita— son el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo; la Virgen Santísima, San José y todos los Ángeles y Santos del Cielo» [109].

Esta actitud reciamente cristiana —filial— ante los momentos de oscuridad y desgana, se extiende al trabajo y a la oración, al cumplimiento de todo deber. No hay hipocresía, porque somos hijos de Dios, y si nos parece que El está lejos, sabemos que juega con nosotros... ¡al escondite!: ludens in orbe terrarum [110].

La sinceridad de esta oración nuestra, en los momentos de oscuridad, como en cualquier otra circunstancia, está garantizada precisamente si es oración de hijos de Dios, que se esfuerzan en que esa oración no sea simple palabrería, sino que sea siempre operativa, orientada al cumplimiento de la voluntad del Padre. «Me atrevo  a  asegurar, sin temor a equivocarme, que hay muchas, infinitas maneras de orar, podría decir. Pero yo quisiera  para todos nosotros la auténtica oración de los hijos de Dios, no la palabrería de los hipócritas, que han de escuchar de Jesús: no todo el que repite: ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el reino de los cielos (Mt 7, 21). Los que se mueven por la hipocresía, pueden quizá lograr  el  ruido  de  la  oración  —escribía  San  Agustín—,  pero no su voz, porque allí falta la vida (Enarrationes in Psalmos, CXXXIX, 10: PL 37, 1809), y está ausente el afán de cumplir la Voluntad del Padre. Que nuestro clamar ¡Señor! vaya unido al deseo eficaz de convertir en realidad esas mociones interiores, que el Espíritu Santo despierta en nuestra alma» [111].

Alimentada por la filiación divina, la senda de la oración cristiana va recorriendo —de modo intencional, por conocimiento y amor explícitos— el itinerario de nuestra introducción ontológica —por la adopción en el Hijo— en la vida divina  de la Trinidad  Beatísima: el trato con la Santísima Humanidad de Cristo, y de Cristo en la Cruz, lleva a reconocer en Él al Hijo de Dios, que nos abre las puertas de la intimidad intratrinitaria. Y, con esta oración, no sólo se conoce esa intimidad en la que, por la gracia, nos encontramos, sino que además esa familiaridad divina crece.

«Habíamos empezado con plegarias vocales, sencillas, encantadoras, que aprendimos en nuestra niñez, y que no nos gustaría abandonar nunca. La oración, que comenzó con esa ingenuidad pueril, se desarrolla ahora en cauce ancho, manso y seguro, porque sigue el paso de la amistad con Aquel que afirmó: Yo soy el camino (Jn 14, 6). Si amamos a Cristo así, si con divino atrevimiento nos refugiamos en la abertura que la lanza dejó en su Costado, se cumplirá la promesa del Maestro: cualquiera que me ama, observará mi doctrina, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos mansión dentro de él (Jn 14, 23).

El corazón necesita, entonces, distinguir y adorar a cada  una de las Personas divinas. De algún modo, es un descubrimiento, el que realiza el alma en la vida sobrenatural, como los de una criaturica que va abriendo los ojos a la existencia. Y se entretiene amorosamente con el Padre y con el Hijo y con el Espíritu Santo; y se somete fácilmente a la actividad  del  Paráclito vivificador, que se nos entrega sin merecerlo: ¡los dones y las virtudes sobrenaturales!

Hemos corrido como el ciervo, que ansía las fuentes de las aguas (Sal 41, 2); con sed, rota la boca, con sequedad. Queremos  beber en  ese manantial de agua viva. Sin rarezas, a lo largo del día nos movemos en ese abundante y claro venero de frescas linfas que saltan  hasta la vida eterna (cfr. Jn 4, 14). Sobran las palabras, porque la lengua no logra expresarse; ya el entendimiento se aquieta. No se discurre, ¡se mira! Y el alma rompe otra vez a cantar con cantar nuevo, porque se siente y se sabe también mirada amorosamente por Dios a todas horas.

No me refiero a situaciones extraordinarias. Son, pueden muy bien ser, fenómenos ordinarios de nuestra alma: una locura de amor que, sin espectáculo, sin extravagancias, nos enseña a sufrir y a vivir, porque Dios nos concede la Sabiduría. ¡Qué serenidad, qué paz entonces, metidos en la senda estrecha que conduce a la vida! (Mt 7, 14).

¿Ascética? ¿Mística? No me preocupa. Sea lo que fuere, ascética  o mística, ¿qué importa?: es merced de Dios. Si tú procuras meditar, el Señor no te negará su asistencia. Fe y hechos de fe: hechos, porque el Señor —lo has comprobado desde el principio, y te lo subrayé a su tiempo— es cada día más exigente. Eso es ya contemplación y es unión; ésta ha de ser la vida de muchos cristianos, cada uno yendo adelante  por su propia vía espiritual —son infinitas—, en medio de los afanes del mundo, aunque ni siquiera hayan caído en la cuenta.

Una oración y una conducta que no nos apartan de nuestras actividades ordinarias, que en medio de ese afán noblemente terreno nos conducen al Señor. Al elevar todo ese quehacer a Dios, la criatura diviniza  el  mundo» [112].

5.         El apostolado de los hijos de Dios

Divinizar el mundo, reconducir todas las cosas a Dios, como consecuencia de nuestro propio endiosamiento, de nuestra propia divinización: éste es el término del apostolado cristiano, que se fundamenta en la filiación divina, porque es consecuencia necesaria de nuestro ser ipse Christus; y en Cristo —único Mediador— somos corredentores y mediadores.

«Cada uno de nosotros ha de ser ipse Christus. El es el único mediador entre Dios y los hombres (cfr. 1Tm 2, 5); y nosotros nos unimos a Él para ofrecer, con El, todas las cosas al Padre. Nuestra vocación de hijos de Dios, en medio del mundo, nos exige que no busquemos solamente nuestra santidad personal, sino que vayamos por los senderos de la tierra, para convertirlos en trochas que, a través de los obstáculos, lleven las almas al Señor; que tomemos parte como ciudadanos corrientes en todas las actividades temporales, para ser levadura (cfr. Mt 13, 33) que  ha  de  informar  la  masa  entera  (cfr.  1Co 5, 6)» [113].

El apostolado de los hijos de Dios no es una actividad particular entre otras, no es algo añadido a su vida ordinaria, ni superpuesto a su vida interior, a su esfuerzo constante por identificarse con Cristo. Mucho menos aún ese apostolado es una tarea sólo de algunos cristianos. Del mismo modo que toda la vida, el trabajo y todas las realidades humanas, pueden y deben ser oración —vida de Cristo en nosotros—, también «el apostolado es como la respiración del cristiano: no puede vivir un hijo de Dios, sin ese latir espiritual» [114].

Porque somos ipse Christus, participamos del Sacerdocio de Cris­ to, poseemos el sacerdocio común de los fieles, que es un modo en que se hace presente en el mundo el Sacerdocio eterno de Jesús, su mediación entre Dios y los hombres. «Mons. Escrivá de Balaguer —nos dice el beato Álvaro del Portillo—, al exponer desde los comienzos del Opus Dei esta doctrina sobre el sacerdocio común de los fieles, recordaba a los socios de la Obra —seglares dedicados profesionalmente a las más diversas tareas y ocupaciones seculares— que, en forma perfectamente compatible con  su  mentalidad  laical, la  suya  era  un  alma  sacerdotal» [115].

Por tanto, el apostolado no es algo propio solamente de quienes participan del Sacerdocio de Cristo por el sacerdocio ministerial —que es esencialmente diverso del común de todos los fieles—, sino que es una realidad cristiana universal. Esta universalidad es exigencia directa de nuestra identificación con Cristo, es decir, de nuestra filiación divina No puede separarse la vocación a participar personalmente en la intimidad divina en Cristo, de la misión apostólica —corredención en y con Cristo—, de modo estrictamente análogo a como «no es posible separar en Cristo su ser de Dios-Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvifiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres» [116].

Cualquier aspecto de la labor apostólica de los cristianos se ilumina extraordinariamente a la luz de la filiación divina: ésta es, como se ha visto, el fundamento, la raíz... y es además el término, pues puede resumirse la finalidad apostólica de nuestra vida así: «dar testimonio de Cristo y llevar a quienes nos rodean la alegría de saberse hijos de Dios» [117]; es decir, llevar a todos «la nueva alegre de que El es un Padre que ama sin medida» [118].

El apostolado cristiano se manifiesta  también  —precisamente  a la luz de la filiación divina— ajeno a toda simple táctica de humana persuasión —menos aún de coacción—, pues es una tarea informada completamente por el Amor; ese mismo amor sobrenatural, caridad, que el Espíritu Santo difunde en nuestra alma haciéndonos  ipse  Christus, hijos de Dios. «El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por  Cristo,  por la Confirmación; llamado  a  obrar en el mundo la participación en la función  real, profética  y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía,  sacramento de la unidad y del amor. Por eso, como Cristo, ha de vivir de cara a los demás hombres, mirando con amor a todos y a cada  uno de los que le rodean, y a la humanidad entera» [119].

Y el verdadero amor a los demás —único motor del auténtico apostolado cristiano— es un amor en Cristo, porque es en Cristo y sólo en Cristo como ese apostolado puede ser eficaz, pues sólo El es Redentor y Mediador. «Cuando amamos en el Corazón de Cristo a los que somos hijos de un mismo Padre, estamos asociados en una misma fe y somos herederos de una misma esperanza (Minucio Félix, Octavius, 31), nuestra alma se engrandece y arde con el afán de que todos se acerquen a Nuestro Señor» [120]. Sólo este amor es el que permite al hijo de Dios «decidirse en Cristo a buscar el bien de todas las almas sin discriminación de ningún género, logrando para ellas, antes que nada, lo mejor: que conozcan a Cristo, que se enamoren de Él» [121]; es decir, que lleguen todos a la gloria de los hijos de Dios.

Para reconducir todas las cosas a Dios, el cristiano —sin ser ni sentirse enemigo de nadie [122]— está, sin embargo, empeñado en una batalla, con dificultades, en ocasiones con aparentes y aun reales retrocesos. En esa dureza, en esa dificultad —sea la que sea su situación en el mundo y en la Iglesia—, el hijo de Dios, el apóstol, encuentra siempre la Cruz, signo y realidad necesaria de su identificación con Cristo.

«¿La Cruz sobre tu pecho?... —Bien. Pero... la Cruz sobre tus hombros, la Cruz en tu carne, la Cruz en tu inteligencia. —Así vivirás por Cristo, con Cristo y en Cristo: solamente así serás apóstol» [123].

Esta Cruz no resta  alegría  ni optimismo al trabajo —a   la vida  entera— hecho  medio,  sustancia,  de apostolado, porque el cristiano sabe —debe saber— la inefable verdad de estas palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer, que se dirigen a él: «En la Cruz serás Cristo, y te sentirás hijo de Dios, y exclamarás: Abba, Pater!, ¡qué alegría encontrarte, Señor!».

6.       La alegría, el dolor y la muerte de los hijos de Dios

La posesión del bien —también la esperanza de gozarlo—  produce  ese estado de alma que llamamos alegría. Un gozo que puede estar enraizado en bienes efímeros o en bienes eternos; que puede afectar a la superficie del alma o a toda su profundidad. Hay muchas alegrías circunstanciales, necesariamente pasajeras; hay también risas que esconden tristeza y lágrimas de alegría...

«¿Por qué nos entristecemos los hombres? Porque la vida en la tierra no se desarrolla como nosotros personalmente esperábamos, porque surgen obstáculos que impiden o dificultan seguir adelante en la satisfacción de lo que pretendemos.

Nada de esto ocurre —nos asegura san Josemaría Escrivá de Balaguer—, cuando el alma vive esa realidad sobrenatural de su filiación divina. Si Dios está por nosotros, ¿quién contra nosotros? (Rm 8, 31). Que estén tristes los que se empeñan en no reconocerse hijos de Dios, vengo repitiendo desde siempre» [124].

No puede haber en esta vida una alegría más profunda que la del hijo de Dios, porque ningún bien puede compararse a la infinita riqueza de ser familiares de Dios, hijos de Dios; nada de este mundo debería robarle su alegría. Un gozo, una segura esperanza, una serenidad, un buen humor, que no es la alegría del animal sano [125], sino —como explicaba el Padre hace años— la «de sabernos queridos por nuestro Padre Dios, que nos acoge, nos ayuda y nos perdona siempre».

Esta incomparable alegría radicada en la filiación divina, no se apoya pues en nuestras propias virtudes: no es vana satisfacción personal, sino que se edifica sobre la misma flaqueza y debilidad humana.

«No te turbe conocerte como eres: así, de barro. No te preocupe. Por­ que tú y yo somos hijos de Dios —y éste es endiosamiento bueno—, escogidos por llamada divina desde toda la eternidad: nos eligió el Padre, por Jesucristo, antes de la creación del mundo para que seamos santos en su presencia (Ef 1, 4)» [126].

Conocer la propia debilidad, experimentar la presencia de la adversidad dentro de nosotros mismos, no sólo no nos preocupa, no es motivo para perder o disminuir nuestro gozo, sino que eso mismo debe ser motivo de alegría: «Sentirse barro, recompuesto con lañas, es fuente continua de alegría; significa reconocerse poca cosa delante de Dios: niño, hijo. ¿Y hay mayor alegría de la del que, sabiéndose pobre y débil, se sabe también hijo de Dios?» [127].

Tampoco las adversidades externas, obstáculos, dolor, incomprensión, injusticia, traición..., son capaces de disminuir en nada la verdadera alegría de los hijos de Dios. Y esto, no por falta de realismo o por superficialidad, pues «sería ingenuo negar la reiterada presencia del dolor y del desánimo, de la tristeza y de la soledad, durante la peregrinación nuestra en este suelo. Por la fe hemos aprendido con seguridad que todo eso no es producto del acaso, que el destino de la criatura  no es caminar hacia la aniquilación de sus deseos de felicidad. La fe nos enseña que todo tiene un sentido divino, porque es propio de la entraña misma de la llamada que nos lleva a la casa del Padre. No simplifica, este entendimiento sobrenatural de la existencia terrena del cristiano, la complejidad humana; pero asegura al hombre que esa complejidad puede estar atravesada por el nervio del amor de Dios, por el cable, fuerte e indestructible, que enlaza la vida en la tierra con la vida definitiva en la Patria» [128].

El sentido divino de todo lo que sucede o puede suceder en nuestra vida es éste: forma parte de la llamada a la casa del Padre. La filiación divina tiene una dimensión escatológica precisa: nos hace comprender con luz nueva que lo definitivo vendrá después de la muerte; que lo de ahora, siendo ya una realidad, todavía no ha alcanzado su plenitud, la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Todo en esta vida, también el sufrimiento, nos está diciendo que «Cristo nos espera. Vivimos ya como ciudadanos del cielo (Flp 3, 20), siendo plenamente ciudadanos de la tierra, en medio de dificultades, de injusticias, de incomprensiones, pero también en medio de la alegría y de la serenidad que da saberse hijo amado de Dios» [129].

«Precisamente, esa admisión sobrenatural del dolor supone, al mismo tiempo, la mayor conquista. Jesús, muriendo  en la Cruz, ha vencido la muerte; Dios saca, de la muerte, vida. La actitud de un hijo  de Dios no es la de quien se resigna a su trágica desventura, es la satisfacción de quien pregusta ya la victoria» [130].

Pero, además, la alegría cristiana no sólo no viene a menos por el dolor y las dificultades, sino que ese dolor puede ser raíz de una creciente alegría, porque para el cristiano encontrar el  sufrimiento  es hallar la Cruz, y en Ella es ipse Christus, hijo de Dios. Y, así, «si obedecemos a la voluntad de Dios, la Cruz será también Resurrección, exaltación. Se cumplirá en nosotros,  paso  por  paso, la vida de Cristo: se podrá asegurar que hemos vivido procurando ser buenos hijos de Dios, que hemos pasado haciendo el bien, a pesar de nuestra flaqueza y de nuestros errores personales, por numerosos que sean» [131].

Y esto —como todo lo demás—, antes que doctrina ha sido vida en el Fundador del Opus Dei; una vida que Dios quiso marcar profunda­ mente con el signo de la Cruz. Aun en las situaciones más duras —nos narra el testigo más directo y fiel de la vida santa de san Josemaría Escrivá de Balaguer—, «siempre mantuvo el Padre su buen humor. Los que estábamos a su alrededor en aquellos momentos, no le vimos nunca triste. Por el contrario, se mostraba siempre alegre y optimista. El origen de aquella serenidad era el hondo sentimiento de la filiación divina, que Dios quiso poner como fundamento del espíritu del Opus Dei» [132].

¿Y la muerte? Tampoco este trance decisivo puede atemorizar al cristiano, ni nublar su luminosa alegría, porque «para los hijos de Dios, la muerte es vida» [133]: es el paso a la plenitud.

¿Y el juicio de Dios? Impulsa a la conversión constante, a la rectificación..., pero al hijo de Dios se dirige esa sencilla pero impresionante pregunta: «¿No brilla en tu alma el deseo de que tu Padre-Dios se ponga contento cuando te tenga que juzgar?» [134].

«Sin miedo a la vida y sin miedo a la muerte». ¿Quién puede afirmar esto, con palabras de san Josemaría Escrivá de Balaguer ante millares de personas?: sólo los hijos de Dios.

«Así, casi sin enterarnos, avanzaremos con  pisadas divinas, recias  y vigorosas; en las que se saborea el intimo convencimiento de que junto al Señor también son gustosos el dolor, la abnegación, los sufrimientos. ¡Qué fortaleza, para un hijo de Dios, saberse tan cerca  de  su  Padre! Por eso, suceda lo que suceda, estoy firme, seguro  contigo, Señor y Padre mío, que eres la roca y la  fortaleza  (cfr.  2R  22, 2)» [135].

7.       La conversión de los hijos de Dios

La vida cristiana en esta tierra, que se inicia con la primera infusión de la gracia divina que borra el pecado original, y que termina con la muerte del hijo de Dios, que es tránsito a la verdadera Vida, no es un sendero siempre ascendente. «Nos engañaríamos, si supusiéramos que el ansia de buscar a Cristo, la realidad de su encuentro y de su trato, y la dulzura de su amor nos transforman en personas impecables» [136]. Sabemos bien que somos —y seremos siempre en este mundo— pecadores. Por eso, «advertir en el cuerpo y en el alma el aguijón de la soberbia, de la sensualidad, de la envidia, de la pereza, del deseo de sojuzgar a los demás, no debería significar un descubrimiento. Es un mal antiguo, sistemáticamente confirmado por nuestra personal experiencia; es el punto de partida y el ambiente habitual para ganar en nuestra carrera hacia la casa del Padre, en este íntimo deporte» [137].

Nuestra debilidad es nada menos que el ambiente habitual de nuestro caminar hacia el Padre, de nuestro dirigirnos a la plenitud de la gloria de los hijos de Dios. Y esto sólo puede entenderse a la luz de la misericordia divina, de saber que «Dios, al ocuparse de nosotros como Padre amoroso, nos considera en su misericordia (Sal 24, 7): una misericordia suave (Sal 108, 21), hermosa como nube de lluvia (Si 35, 26)» [138]. Ese ambiente de nuestro vivir —ambiente de flaqueza personal, de pecado— resulta ser el clima de la misericordia de nuestro Padre Dios, que nos mueve y atrae constantemente hacia sí: es el ambiente de nuestro ir y volver al Padre; el ámbito de nuestra conversión.

Conversión, penitencia, por tanto, no son realidades que ocupen sólo de vez en cuando la vida cristiana: ésta ha de ser una permanente conversión, pero iluminada, caracterizada en su misma esencia, por la filiación divina, que nos confirma constantemente en la consoladora verdad de que «Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia.

Mirad que no estoy inventando nada, nos advierte san Josemaría Escrivá de Balaguer. Recordad aquella parábola que el Hijo de Dios nos contó para que entendiéramos el amor del Padre que está en los cielos: la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11 ss).

Cuando aún estaba lejos, dice la Escritura, lo vio su padre, y enterneciéronsele las entrañas y corriendo a su encuentro, le echó los brazos al cuello y le dio mil besos (Lc 15, 20). Estas  son  las  palabras del libro sagrado: le dio mil besos, se lo  comía  a  besos.  ¿Se  puede hablar más humanamente? ¿Se  puede  describir  de  manera  más  gráfica el amor paternal de Dios por los hombres?

Ante un Dios que corre  hacia nosotros, no podemos callarnos, y  le diremos con San Pablo, Abba, Pater! (Rm 8, 15), Padre, ¡Padre mío!, porque, siendo el Creador del universo, no le importa que no utilicemos títulos altisonantes, ni echa de menos la debida confesión de su señorío. Quiere que le llamemos Padre, que saboreemos esa palabra, llenándonos  el  alma  de  gozo» [139].

También aquí es la palabra y el ejemplo de san Josemaría Escrivá de Balaguer lo que nos guía, porque «verdaderamente, amor y humildad eran dos constantes en la vida santa de nuestro Padre, que infundían a su oración y a su acción apostólica una audacia filial. La consecuencia práctica —sigue diciéndonos el beato Álvaro del Portillo— era ese continuo comenzar y recomenzar en la vida interior. Una vida, pues, que recorre como itinerario el del hijo pródigo, siempre volviendo y volviendo —con rendida confianza— a la misericordia de Dios Padre» [140].

Hemos de vivir como un constante hijo pródigo, no sólo si nos hemos apartado mucho de Dios, sino con un recomenzar diario, con un habitual espíritu de penitencia, que no resta alegría a nuestras jornadas, porque  la  nuestra  es  una  conversión  gozosa: la de  los hijos de Dios.

Con frecuencia nos olvidamos de estas realidades, y se hace necesario que dediquemos algunos tiempos del año —por ejemplo, la Cuaresma— a intensificar y renovar nuestros deseos y obras de conversión.

«La liturgia de la Cuaresma cobra a veces acentos trágicos, consecuencia de la meditación de lo que significa para el hombre apartarse de Dios. Pero esta conclusión no es la última palabra. La última palabra la dice Dios, y es la palabra de su amor salvador y misericordioso y, por tanto, la palabra de nuestra filiación divina» [141].

Sólo nosotros mismos podemos impedir —con nuestra soberbia— esta maravilla divina y humana de nuestra conversión alegre. Es la soberbia lo que impide la primera condición del arrepentimiento: reconocer el propio pecado; y lo que, si reconocido, puede llevar a que el hombre piense —en contra de toda evidencia sobrenatural— que ya no hay remedio. Por eso, el hijo de Dios, si es buen hijo, es humilde, lucha por serlo, con una humildad que nada tiene que ver con el encogimiento de ánimo. Una humildad que también está informada en su raíz por la filiación divina, y que conduce a una oración confiada.

«Ante nuestras miserias y nuestros pecados, ante nuestros errores —aunque, por la gracia divina, sean de poca monta—, vayamos a la oración y digamos a nuestro Padre: ¡Señor, en mi pobreza, en mi fragilidad, en este  barro mío de vasija rota, Señor, colócame unas lañas y —con mi dolor y con tu perdón— seré más fuerte y más gracioso que antes! Una oración consoladora, para que la repitamos cuando se destroce este pobre barro nuestro.

Que no nos llame la atención si somos deleznables, que no nos choque comprobar que nuestra conducta se quebranta por menos de nada; confiad en el Señor, que siempre tiene preparado el auxilio: el Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? (Sal 26, 1). A nadie: tratando de este modo a nuestro Padre del Cielo, no admitamos miedo de nadie ni de nada» [142].

¡Cómo impresionaba oír a san Josemaría Escrivá de Balaguer, cuando afirmaba: «no tengo miedo a nada ni a nadie; ni a Dios, que es mi Padre»! Esto mismo debemos exclamar todos, porque sabiéndonos hijos de Dios —por el don de piedad que el Espíritu Santo nos concede— se afianza también en nosotros el don de temor de Dios en su sentido sobrenatural más pleno. «"Timor Domini sanctus". —Santo es el temor de Dios. —Temor que es veneración del hijo para su Padre, nunca temor servil, porque tu Padre-Dios no es un tirano» [143]. Y cuando hemos faltado a esa veneración, cuando hemos abusado del amor de Dios, «la conciencia de nuestra filiación divina da alegría a nuestra conversión: nos dice que estamos volviendo hacia la  casa  del Padre» [144].

Conclusión: Hijos pequeños del Padre

«... quasimodo geniti inifantes (1P 2, 2): como niños recién nacidos... Pensaba que esa invitación de la Iglesia nos viene muy bien a todos los que sentimos la realidad de la filiación divina. Porque nos conviene ser muy recios, muy sólidos, con un temple capaz de influir en el ambiente donde nos encontremos; y, sin embargo, delante de Dios, ¡es tan bueno que nos consideremos hijos pequeños!» [145].

Bastaría considerar —en la pobre medida  que nos es posible— quién es Dios, para que el sabernos sus hijos nos condujese por caminos de infancia espiritual. Hijos pequeños de Dios; eso somos, y como tales hemos de procurar vivir, evitando la necedad de aparentar en nuestra conducta una mayoría de edad que, ante Dios, es simplemente un absurdo. Cabe, sí, una mayoría de edad del hijo de Dios, pero en otro sentido: la plena identificación con Cristo —la plenitud de la edad perfecta de Cristo [146]— , que sólo en el Cielo alcanzaremos si somos fieles. Estamos destinados a esa grandeza incomparable, y para alcanzarla el mismo Jesucristo nos ha enseñado que es condición indispensable hacernos como niños [147]. Pero, «ser pequeño exige creer como creen los niños, amar como aman los niños, abandonarse  como  se  abandonan los niños..., rezar como rezan los niños» [148].

Hay sin duda mil modos diferentes de vivir esta infancia espiritual, pero en todo caso esa vida de hijos pequeños de Dios «no es memez espiritual, ni "blandenguería": es camino cuerdo y recio que, por su difícil facilidad, el alma ha de comenzar y seguir llevada de la mano de Dios» [149].

Para poner toda nuestra confianza en Dios, necesitamos sentirnos hijos pequeños del Omnipotente. Y, de manera muy especial, esta actitud es fundamental para ese aspecto permanente de nuestra existencia que es la conversión. «En la vida interior, nos conviene a todos ser quasi modo geniti infantes, como esos pequeñines; que parecen de goma, que disfrutan hasta con sus trastazos  porque enseguida se ponen de pie y continúan sus correteos; y porque tampoco les falta —cuando resulta preciso— el consuelo de sus padres» [150].

«Si  procuramos  portarnos  como  ellos, los trompicones  y fracasos —por lo demás inevitables— en la vida interior no desembocarán nunca en amargura Reaccionaremos con dolor pero sin desánimo, y con una sonrisa que brota, como agua limpia, de la alegría de nuestra condición de hijos  de ese Amor, de esa grandeza, de esa sabiduría infinita, de esa misericordia, que es nuestro Padre» [151].

«Hay que aprender a ser como niños, hay que aprender  a ser  hijo de Dios. Y, de paso, transmitir a los demás esa mentalidad que, en medio de las naturales flaquezas, nos hará fuertes en faje (1P 5, 9), fecundos en las obras, y seguros en el camino, de forma que cualquiera que sea la especie del error que podamos cometer, aun el más desagradable, no vacilaremos nunca en reaccionar, y en retornar a esa senda maestra de la filiación divina que acaba en los brazos abiertos y expectantes de nuestro Padre Dios» [152].

La filiación divina es la senda maestra que nos conduce a la plenitud verdadera, a la de la gloria de los hijos de Dios. Viviendo así, como hijos pequeños del Padre, «lograremos acabar en el  Amor  nuestros días, habiendo santificado nuestro trabajo, y buscando ahí la felicidad escondida en las cosas de Dios. Nos conduciremos con la santa desvergüenza de los niños, y rechazaremos  la vergüenza  —la  hipocresía— de los mayores, que se atemorizan de volver a su Padre, cuando han pasado por el fracaso de una caída.

Termino con el saludo del Señor, que recoge hoy el Santo Evangelio: ¡pax vobis! La paz sea con vosotros... Y llenáronse de gozo los discípulos a la vista del Señor (Jn 20, 19-20), de ese Señor que nos acompaña al Padre» [153]

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Llegado al final de esta aproximación al estudio de la filiación divina en la enseñanza de Mons. Escrivá de Balaguer, me invade la certeza de no haber sabido expresar toda la riqueza teológica  —dogmática, moral, ascética, mística— que contienen  sus  palabras.  Sin  embargo, esto mismo sirve para resaltar —como por contraste— la altura excepcional de la contemplación del Padre, y su vigorosísima aportación a la ciencia y a la vida teológica.

Por otra parte, la lectura inmediata de los textos con que se han tejido estas páginas, pone por sí sola de relieve la importancia capital de la visión unitaria —y hecha vida en san Josemaría Escrivá de Balaguer— de la existencia cristiana enraizada en la filiación divina. Esta, efectivamente, nos ha sido mostrada por el Padre en toda su inefable hondura: como inmediata conexión del orden sobrenatural con la vida divina de la Santísima Trinidad; como identificación con Cristo; como raíz de la auténtica libertad; como fundamento efectivo de toda la vida cristiana, hasta en sus aspectos más ordinarios.

Esta radicalidad sobrenatural da su sentido más profundo a todos los otros grandes temas —santificación del trabajo profesional y de la vida familiar, social, etc.— , en los que la aportación teológica de san Josemaría Escrivá de Balaguer ha sido totalmente decisiva.

Son también estas páginas un testimonio de agradecimiento filial, a quien no sólo ha sido maestro para la comprensión  teológica  de los más altos misterios, sino antes que nada Padre que ha marcado  —yendo siempre delante— esa senda maestra que Dios nos ha dado la consideración de nuestra filiación divina.

Fernando Ocariz, en unav.edu

Notas:

78.     ibídem, n. 60.

79.     Conversaciones, n. 102.

80.     El trato con Dios, p. 20.

81.     Cfr. Camino, n. 267.

82.     Es Cristo que pasa, n. 11.

83.     Ibídem,  n. 113.

84.     Ibídem,  n. 129.

85.     La libertad, don de Dios (Homilía pronunciada el 10-IV-1956), Madrid 1976, pp. 16-17.

86.     Ibídem, pp. 18-19.

87.     Ibídem, p. 36.

88.     Ibídem, pp. 31-33.

89.     ibídem, pp. 36-37.

90.     Es Cristo que pasa, n. 173.

91.     ibídem, n. 20.

92.     Ga 2, 20.

93.     Gn 2, 15: cfr. Virtudes humanas, p. 25.

94.     Es Cristo que pasa, n. 45.

95.     Ibídem, n. 138. 96.

96.     1Co 3, 22-23.

97.     Camino, n. 669.

98.     Hacia la santidad, p. 14.

99.     Es Cristo que pasa, n. 17.

100.      Camino, n. 440.

101.      Es Cristo que pasa, n. 65.

102.      Cfr. Ibídem, n. 49.

103.      Hacia la santidad, p. 11.

104.      El trato con Dios, pp. 17-18. Cfr. Conversaciones, n. 102.

105.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 64.

106.      Cfr. Camino, nn. 892, 893, 896.

107.      Vida  de oración,  pp. 22-23.

108.      Es Cristo  que  pasa, n. 142.

109.      El trato con Dios, pp. 32-33.

110.      Pr 8, 31: cfr. El trato con Dios, p. 31.

111.      Vida de oración, pp. 17-18.

112.      Hacia la santidad, pp. 31-35.

113.      Es Cristo que pasa, n. 120; cfr. n. 183.

114.      Ibídem, n. 122. Cfr. Camino, n. 919.

115.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, testigo de amor a la Iglesia, p. 6.

116.      Es Cristo que pasa, n. 106. Cfr. Para que todos se salven, p. 21.

117.      Es Cristo que pasa, n. 30.

118.      Ibídem, n. 100.

119.      Ibídem, n. 106. Cfr. Conversaciones, n. 1.

120.      Con la fuerza del amor, p. 19.

121.      ibídem, p. 26.

122.      Cfr. Es Cristo que pasa, n. 124.

123.      Camino, n. 929.

124.      Humildad, pp. 17-18.

125.      Cfr. Camino, n. 659.

126.      Es Cristo que pasa, n. 160.

127.      Humildad, p. 17.

128.      Es Cristo que pasa, n. 177.

129.      Ibídem, n. 126. Cfr. Camino, nn. 692, 864.

130.      Ibídem, n. 168.

131.      Ibídem, n. 21.

132.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios, p. 39.

133.      Virtudes humanas, p. 24. Cfr. Camino, n. 739.

134.      Camino; n. 746.

135.      Vida de oración, pp. 24-25.

136.      Hacia la santidad, p. 25.

137.      Es Cristo que pasa, n. 75.

138.      Ibídem, n. 7.

139.      Ibídem, n. 64. Cfr. Hacia la santidad, pp. 35-36.

140.      A. DEL PORTILLO, Mons. Escrivá de Balaguer, instrumento de Dios. p. 22.

141.      Es Cristo que pasa, n. 66.

142.      Humildad, pp. 6-7.

143.      Camino, n. 435.

144.      Es Cristo que pasa, n. 64.

145.      El trato con Dios, p. 12. Cfr. Camino, n. 860.

146.      Ef 4, 13.

147.      Cfr. Mt 18, 3.

148.      Santo Rosario, p. 14.

149.      Camino, n. 855; cfr. n. 853; Es Cristo que pasa, n. 10.

150.      El trato con Dios, p. 21. Cfr. Camino, n. 887.

151.      El trato con Dios, pp. 21-22.

152.      Ibídem, pp. 24-25. Cfr. Camino, n. 93.

153.      El trato con Dios, p. 35.