Concepción Naval

1.       Planteamiento

La intención que anima estas páginas es muy simple: aprendet. El san Josemaría Escrivá de  Balaguer sembró innumerables  enseñanzas a lo largo de su fecunda vida de servicio a Dios y a los hombres. De su doctrina, clara y precisa, puede aprenderse constantemente, pues se proyecta toda ella a la vida cotidiana en lo que tiene de permanente: el amor incondicional como respuesta a la vocación divina de santidad personal. No se trata, pues, de reflexionar sobre una teoría que se avalora en la situación histórica en que ha sido formulada; sino de comprender las implicaciones prácticas que inciden en cada momento y circunstancia de la vida ordinaria de todo cristiano [1]. Más bien, lo que corresponde es reactualizar su doctrina, como luz para el conocer, y su vida como espuela de la voluntad, entendiendo con mayor profundidad aspectos que, estando claramente expresados, encierran mayor riqueza de la que acaso pueda percibirse al principio.

El amor a la libertad personal es una de esas inagotables fuentes de sentido, pues resulta «una consecuencia de la filiación divina del cristiano, y la raíz o medio, como se prefiera decir, de su trabajo apostólico en el mundo: es, desde luego, uno de los temas preferidos por Escrivá de Balaguer, y como un distintivo del Opus Dei, el punto socialmente más delicado, y a la vez más importante de su fisonomía espiritual» [2]. Él mismo lo declaraba así: «no quiero sino ayudar por los caminos del espíritu a la libertad y a la dignidad del hombre» [3]. El eros pedagogicus que –al decir de P. Berglar– era «característica fundamental y específica  de la personalidad de S. Josemaría Escrivá de Balaguer» [4], le llevaba a insistir en la responsabilidad como la otra cara de la libertad [5]; consideración necesaria para no confundir el genuino sentido de ésta. No es que esta idea, como muchas de las que vendrán después en el texto en torno a la libertad (libertad que no debe confundirse con el libertinaje, que el que abusa de ella acaba perdiéndola, etc.) así como la idea de que unidad no significa uniformidad, y otras; no es que sean ideas originales o novedosas: ya en la época del san Josemaría Escrivá eran patrimonio común. Lo que se destaca aquí es que dando por supuesto su existencia,  se realza la originalidad con que en algunos casos las ha recogido nuestro autor.

El sentido de la libertad personal en el san Josemaría es pluridimensional por su carácter radical y ofrece otras perspectivas igualmente enriquecedoras. Una de ellas va a ser atendida en este estudio: la exigencia de confianza que la libertad comporta. Esta faceta –la confianza como exigencia natural del ejercicio de la libertad personal– no sólo es compatible con la responsabilidad, sino que cabe decir que es una consecuencia directa de la misma. El cristiano se hace cargo de su libertad respondiendo de sus actos ante Dios y ante los hombres; y la proyecta en el trato con ellos como confianza, siendo así ésta la disposición social básica que debe conformar las relaciones humanas. Si, además, la libertad es «el objetivo esencial de todo proceso de formación, tal como la entiende el Fundador de la Universidad de Navarra» [6], la confianza en los que aprenden y se forman pasa a ser el primer e imprescindible requisito para el educador que quiera realizar verdaderamente una educación en la libertad. Es un principio de rango superior en el orden de la finalidad educativa.

Aunque no es una tarea fácil, especialmente en la época actual, en la que parece haberse hecho ley el conducirse «en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás» [7]; es un propósito irrenunciable para el educador. Si decae en él esa actitud de confianza, priva a quien educa de uno de sus mejores dones.

2.           La filiación divina: raíz de la libertad personal

«No por la fuerza, sino con libertad» [8], suplica San Pablo a Filemón, para que acoja con amor a su esclavo Onésimo cuando retorna. Podría ser un buen lema para todo el apostolado y la enseñanza de san Josemaría Escrivá de Balaguer, pues toda violencia a la inteligencia y a la voluntad le parecían un atentado ignominioso a la dignidad humana, y máxime cuando estaba en juego la respuesta a la vocación divina, núcleo esencial de la libertad. Respecto a la proyección de la libertad en su despliegue vital, él adoptó otro lema parecido que afronta sin tapujos el fruto de esa libertad radical: «me gusta ese lema: "cada caminante siga su camino", el que Dios le ha marcado, con fidelidad, con amor, aunque cueste» [9]. Es una primera consecuencia de la libertad ejercida: reparar en que no hay dos caminos iguales y, por tanto, la unidad de espíritu no puede decantarse en uniformidad de acciones. Así se entiende la fecunda enseñanza del Espíritu Santo en Pentecostés: «la maravilla de la Pentecostés es la consagración de todos los caminos: nunca puede entenderse como monopolio, ni como estimación de uno solo en detrimento de los otros. Pentecostés es indefinida variedad de lenguas, de métodos, de formas de encuentro con Dios: no uniformidad violenta» [10]. No puede ser de otra manera: ante el intento de uniformar las acciones –que puede abocar incluso en el empeño por uniformar las conciencias– sólo cabe la pena y el deseo de cambio [11].

Es un empeño arduo y costoso para vivirlo en las relaciones humanas y especialmente en las tareas de formación. Dejarse llevar por una cierta aspiración de uniformidad es un resultado comprensible hasta cierto punto, si se parte de una perspectiva bienintencionada, pero meramente filantrópica. Si en la actuación educativa se tiene presente como guía concreta un cierto modelo humano, es lógico pretender ajustar a dicho patrón las individualidades, para su propio beneficio; y aún mayor será la búsqueda de lo homogéneo en la formación humana cuanto más excelso sea ese modelo. Sin embargo, cuando no hay tal modelo orientador –ideal o real–, sino que la inspiración es un hondo sentido de la filiación divina, se ilumina la ineludible diversidad individual que suscita la libertad humana. Así ocurre cuando se sabe y se vive que «no destruye el Señor la libertad del hombre: precisamente Él nos ha hecho libres. Por eso no quiere respuestas forzadas, quiere decisiones que salgan de la intimidad del corazón» [12].

Precisamente porque Dios nos quiere suyos, afirma y promueve nuestra libertad. Nos quiere entregados plenamente a Él; pero –pues nos creó libres– no cabe otra entrega que la realizada desde la plenitud de la libertad. La defensa de la libertad humana, «la prioridad fundante de la libertad, nace en Monseñor Escrivá de Balaguer, no por pretensión de originalidad o de adaptarse al espíritu del tiempo, sino de una humilde y profunda aspiración a vivir el Evangelio» [13].  Y para él, vivir el Evangelio consistió en dedicarse a su específica vocación divina, descubierta el 2 de Octubre de 1928. Podía decir entonces de modo tan sencillo como veraz que «el espíritu del Opus Dei, que he procurado practicar y enseñar desde hace más de treinta y cinco años, me ha hecho comprender y amar la libertad personal» [14].

El sentido cristiano de la libertad germina en la entraña del Opus Dei al calor de la filiación divina: «saber que hemos salido de las manos de Dios, que somos objeto de la predilección de la Trinidad Beatísima, que somos hijos de tan gran Padre. Yo pido a mi Señor que nos decidamos a darnos cuenta de eso, a saborearlo día a día: así obraremos como personas libres» [15].

La libertad se revela así –en la fina y profunda comprensión de Cervantes– como «uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos» [16], El san Josemaría descubrirá la raíz de este encomio de la libertad, que no es una mera glosa literaria: es regalo que proviene  del Calvario,  por el cual el cristiano ya no vive sólo en libertad, sino «con la libertad de los hijos de Dios, que Jesucristo nos ha ganado muriendo sobre el madero de la cruz» [17]. Ciertamente, es posible que alguien renuncie a vivir libremente; al hacerlo no sólo pierde un gran don recibido, sino que también se pierde a sí mismo en una esclavitud que le sustrae el  sentido último de su existencia [18].

Desde una gracia actual especial el san Josemaría caló hasta el fondo esta realidad aportando así un original enfoque y realce. Y es significativo que baya ocurrido en la época actual, en cuya cultura la libertad se quiere auto-fundada, renegando de su referencia originaria: el amor de Dios hacia el hombre. En efecto, «el pensamiento moderno ha exaltado la libertad como fundamento de sí mismo y como constitutivo último del hombre. Por este camino, la libertad se ha identificado con la espontaneidad de la razón, o del sentimiento, o de la voluntad de poder» [19].

En este certero diagnóstico de Cornelio Fabro se ofrecen las claves para entender los engaños, las trampas y las insuficiencias de muchas proclamas actuales sobre la eminencia de la libertad. En conjunto, puede afirmarse que el pensamiento moderno entiende y vivencia la libertad como el fundamento último de la condición humana. Es indicativo a este respecto que dos influyentes pensadores de la modernidad, considerando el fin final de la existencia humana, antepongan la consecución de la libertad a la prosecución de la felicidad: es el caso de Rousseau y de Kant. En éste, la aspiración a la felicidad es incluso el más característico rasgo del egoísmo y la hipocresía moral.

Sin embargo, la felicidad –aunque entrañe muchas dificultades en su concepción, sentido y alcance, así como serios impedimentos en su realización– significa siempre apertura a la realidad: al mundo, a los hombres y a su Creador. Si se remplaza el afán de felicidad por la afirmación de  la libertad auto-fundada como fuente de sentido último, ésta clausura al hombre en sí mismo: en la concentración egocéntrica de su libertad, que se vierte en el quehacer insistente de la liberación. Entonces, la libertad como fundamento sólo puede resultar auto-fundada, pues cualquier otro elemento –divino o humano– que pretendiera darle sentido la desvirtuaría en su pretendido carácter de absoluto fundamento último. Una libertad así entendida sólo puede realizarse como espontaneidad nativa, auténtica y originaria, según señala C. Fabro. Al aplicarse a las facultades operativas esenciales del hombre se manifiesta en la cultura moderna en forma de: el racionalismo. del cientificismo –la espontaneidad de la razón–, la dispersión moral del emotivismo ético –la espontaneidad de los sentimientos y la dictadura totalitaria de la «mayoría democrática»– la espontaneidad de la voluntad de poder. Es la libertad entendida como independencia absoluta y desvinculada, que sólo debe dar razón de su coherencia interna en su despliegue como espontaneidad.

Frente a ella, san Josemaría afirma y ratifica «la legítima independencia personal de los hombres» [20]; pero dicha independencia «no sólo remite a la ausencia de coacción, a lo que se ha dado en llamar "libertad-de". Se refiere, ante todo, a la "libertad-para": a la libertad entendida más como proyecto y compromiso que como independencia [absoluta] y desvinculación» [21]. De este modo, es como la libertad está hermanada con la responsabilidad, y resulta entonces imprescindible obrar «sin poner limitación alguna a esa independencia santa y a esa bendita responsabilidad individual, que son características de una conciencia cristiana» [22]. Desde esta concepción de la raíz originaria de la libertad la filiación divina debe concluirse que consiste en la entrega a la Voluntad Divina y el servicio a los hombres.

3.           El sentido de la libertad personal: la donación

La noción de la libertad como auto-fundada y referida a sí misma, ha calado hondo en muchas conciencias que ceden a la pretensión de una autonomía radical, de un dominio de sí, que en realidad les convierte en esclavos que «se dejarán arrastrar por la vanidad pueril, por el engreimiento egoísta, por la sensualidad» [23]. Y lo que es peor si cabe: corren el riesgo de perder la fe; riesgo más grave en tanto que, al defender esa libertad reducida, no se menciona para nada la fe, pues esa doctrina sobre la libertad parece establecerse exclusivamente en el nivel antropológico. Sin embargo, incita eficazmente a una conversio ad creaturas que concluye trágicamente en la aversio a Deo. «Atenta contra la fe una equivocada interpretación de la libertad, una libertad sin fin alguno, sin norma objetiva, sin ley, sin responsabilidad. En una palabra: el libertinaje. Desgraciadamente es eso lo que algunos propugnan; esta reivindicación sí que constituye un atentado a la fe» [24].

El san Josemaría advertía de la sutileza latente en esa interpretación de la libertad que siendo en realidad un reduccionismo, se presenta continuamente con el rango de una nobleza idealista bajo el lema de lo denominaba la libertad de conciencia. Apuntaba que «no es exacto hablar de la libertad de conciencia, que equivale a avalorar como de buena categoría moral que el hombre rechace a Dios» [25], Uno de los mensajes insistentes de Juan Pablo II en su pontificado, de gran calado antropológico, es que el hombre sólo se conoce y se encuentra en Dios, especialmente en Jesucristo, Redemptor hominis. Esta dependencia es rechazada teórica y prácticamente por la libertad de conciencia que afirma al sujeto por encima de otra realidad. Así el hombre pierde a Dios y niega su filiación divina, fuente de los más nobles dictados íntimos [26]. Pero no sólo eso: el hombre también se pierde a sí mis1no entonces en la irresolución, en una indecisión forzada por el rechazo de todo compromiso; pues –«el que no escoge, ¡con plena libertad! – una norma recta de conducta, tarde o temprano se verá manejado por otros,     vivirá en la indolencia –como un parásito–,  sujeto a lo  que determinen los demás» [27]. Se pierde la referencia a la norma y al bien, pero también se pierde uno a sí mismo [28].

Frente a la libertad de conciencia opondrá el lema de la libertad de las conciencias [29], que no consiste en una libertad de, –sino que es plenamente una libertad–para: para entregarse a Dios, por amor. Al afirmar que «por amor a la libertad) nos atamos» [30] se contradice a esa libertad de conciencia. La entrega enamorada a la voluntad divina es el genuino sustento de la promoción de la libertad personal. Esta verdad es refractaria a la actitud egoísta que puede derivarse de la denominada lihertad de conciencia, que es acaso el mayor freno cultural para la comprensión de la lucha ascética. El san Josemaría se esfuerza en ser claro en este asunto: «nada más falso que oponer la libertad a la entrega, porque la entrega viene como consecuencia de la libertad» [31]. Se descubre así una afirmación de la libertad personal más radical aún, pues tiene como objeto a Dios, y llega a ser condición indispensable para conocerle y para amarle. «Para perseverar en el seguimiento de los pasos de Jesús, se necesita una libertad continua un querer continuo, un ejercicio continuo de la propia libertad» [32]. Hasta tal punto, es así que cabe decir que «sin libertad no podemos corresponder a la gracia; sin libertad, no podemos entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural; porque nos da la gana» [33].

Sobre las expresiones aquí citadas de «libertad de conciencia» y su correcta alternativa «libertad de las conciencias» que utilizó nuestro autor habría que tener en cuenta que es una distinción del magisterio eclesiástico. Concretamente la usa Pío XI en la Non abbiamo bisogno (1931), por lo que parece lógico que la utilizase fielmente el san Josemaría. Como terminología ha caído en desuso.

Pablo VI y Juan Pablo II hablan muchas veces de «libertad de conciencia» indicando un aspecto o un modo de hablar de la libertad religiosa; dejando claro, desde luego, que se trata de una libertad jurídico-social, no de una autonomía moral frente a la ley divina ni un criterio de verdad.

«Libremente, sin coacción alguna, porque me da la gana, me decido por Dios. Y me comprometo a servir, a convertir mi existencia en una entrega a los demás, por amor a mi Señor Jesús [34], La entrega a Dios encuentra así su réplica inmediata en el servicio y la ayuda a los hombres, puesto que El no sólo nos ha creado, sino que nos ha amado. Por eso, la misión de servir «se compagina perfectamente con el amor a la libertad, que ha de impregnar el trabajo de los cristianos» [35]. El ser humano tiene a su cargo el uso y plenificación de su libertad personal, y la indicación primaria para ello no puede estar más clara: entregarse para servir. «Hombre libre: sujétate a voluntaria servidumbre» [36].

Una entrega  así entendida  no es particular, esto es, de cosas concretas que se poseen; pero tampoco es general, en cuanto que vaga y difusa: es entrega de sí mismo a través de las obras personales, reactualizando así la entrega de Jesucristo en su obra redentora. Es la donación de la propia libertad como respuesta a la donación divina de la vida [37].

Ocurre aquí lo que se ha señalado  respecto de san Josemaría: su doctrina no sólo es pensamiento, susceptible de ser analizado e interpretado desde otras instancias teóricas. Es también vida, manifestada en las obras, que deben ser reactualizadas para conseguir una justa comprensión de la doctrina. En este caso, respecto de la libertad como disponibilidad y entrega, la consideración ascética se abre a la contemplación antropológica. La entrega de sí al Amor Divino no es sólo una práctica buena y deseable, pero posible entre otras varias: es la vía idónea para el conocimiento radical del ser humano que se revela en la dependencia de su libertad [38]. La donación en libertad, o el valor donal de la libertad humana por medio de las obras, perfecciona íntegramente a la persona, no sólo en el querer y en el hacer, sino también en el conocimiento real de sí misma, rompiendo las fronteras del yo para abrirse a los demás y encontrarse en ellos, para que su vida se actualice coexistiendo con el mundo, con los otros y con Dios [39].

La confianza: exigencia de la libertad personal ¿Cabe una donación libre sin confianza? ¿Es posible una coexistencia personal, pero recelando de la acogida del otro? Realmente, no es posible, y de entrada parecería que basta con lo dicho para que quede asentado el valor de la confianza en toda relación humana, y especialmente en la relación educativa.

No obstante, resulta imprescindible en nuestros días reflexionar sobre el significado y alcance de la confianza, entendida como actitud humana básica en la comunicación y en la donación. La causa de estas reservas –cabría decir de la desconfianza ante la confianza– no es otra que la equivocada concepción y la vivencia errónea de la libertad como independencia desvinculada, según se ha comentado. Una consecuencia reactiva del falso principio de la libertad de conciencia es precisamente preservar la intimidad de toda apelación ajena, para lo cual debe reservarse la propia conciencia bajo siete llaves. En la misma noción actual de confianza se rastrean las nocivas influencias de un subjetivismo y de una autonomía absoluta. En el uso del término aparecen diversas acepciones que recoge fiel y rigurosamente el diccionario [40]. Así, sí puede definirse la confianza positivamente como «esperanza firme que se tiene de una persona o cosa», o como «ánimo, aliento, vigor para obrar», también puede recogerse alguna acepción de valor oscilante, como «seguridad que uno tiene en sí mismo» [41].

Confiar es una acción dimanada del uso recto de la libertad, que no puede dejar de aplicar a otros lo que querríamos que nos aplicaran a nosotros. Así, también resulta fruto de la responsabilidad, pues la confianza, entonces, no es sino la proyección positiva de un primer principio práctico que reconoce la razón natural: «no hagas a otro lo que no quisieras que te hicieran a ti».

El término "confiar)) tiene una consideración  genérica  y algo indefinida  en la concepción de "esperar con firmeza y seguridad", y otra referencia más particular y concreta en el «encargar o poner al cuidado de alguien algún negocio u otra cosa», o en la que interesa mucho aquí: «depositar en alguien, sin más seguridad que la buena fe o la opinión que de él se tiene, la hacienda, el secreto o cualquier otra cosa». Y respecto al significado de ''depositar" es especialmente valiosa la 3ª acepción del término que se refiere en el diccionario: «poner a una persona en lugar donde libremente pueda manifestar su voluntad, habiéndola sacado el juez competente de la parte donde se teme que le hagan violencia».

Cabe pensar que ésta era la motivación principal de la confianza en el trato humano que vivía san Josemaría, y que tan acentuada estaba en él, que no temía sufrir sus posibles consecuencias negativas –que por cierto las sufrió a lo largo de su vida–. La íntima convicción de que «Dios ha querido que seamos cooperadores suyos, ha querido correr el riesgo de nuestra libertad» [42], le llevaba coherente y espontáneamente a correr él mismo ese riesgo en sus acciones, en su apostolado y en las tareas de formación, defendiendo a las personas de toda suerte de violencia coercitiva.

En el Beato Josemaría, la confianza aparece caracterizada  por tres disposiciones de carácter humano con raíz sobrenatural: acogida, abandono y esperanza. La acogida no es meramente un hospedaje: la concesión de un lugar donde alojar la individualidad sin perturbar a otros; sino que significa proximidad, cercanía personal ofrecida como invitación –siempre respetando la libertad– a la compañía íntima: «se ha hecho tan pequeño –ya ves: ¡un Niño!– para que te le acerques con confianza» [43]. Ante esta invitación de acogida la respuesta sincera es el abandono, que no significa desidia o indiferencia, sino al contrario, vivo ejercicio de la responsabilidad personal, que buscando la necesaria seguridad en la acción,  se reconoce impotente  para  obrar solamente  desde  sí  misino. Es la «arriesgada seguridad del cristiano» [44] que sustenta su confianza en el abandono en la Omnipotencia Divina: «¡Oh, Dios niño: cada día estoy menos seguro de mí y más seguro de Ti!» [45]. La última dimensión, consecuencia de las anteriores se refiere más directamente a la acción: es la virtud de la esperanza, que san Josemaría define –sin pretensión de exclusividad– como la «seguridad de que Dios nos gobierna con su providente omnipotencia, que nos da los medíos necesarios» [46]. La esperanza es el reconocimiento agradecido a la acogida divina que «jamás se cansa de escuchar», y que, mediante nuestro abandono, convierte nuestra debilidad personal en «una fortaleza irresistible» [47].

Aquí se sugiere el impedin1ento subjetivo de la confianza, que no es otro que esa debilidad –"nulidad personal"– comprobada en nosotros  y  proyectada o atribuida a los otros. En efecto: superados los errores de una libertad mal entendida, hay todavía que vencer el temor a los desengaños y deslealtades que acompañan frecuentemente a la confianza depositada en los hombres, a causa de su fragilidad. La toma de conciencia de esta realidad constituye una de las vivencias hondas y dramáticas de la coexistencia humana. Cabría pensar precipitadamente que una cosa es la confianza en Dios y otra la confianza en los hombres: aquélla puede otorgarse sin medida; ésta debe refrenarse prudentemente para evitar el engaño. A Dios podemos dirigirnos con absoluta confianza [48]. Pero, ¿puede hacerse lo mismo con los hombres?

Distinguiendo netamente entre la confianza en Dios y la confianza en los hombres, lo cierto es que san Josemaría, no las diferencia en su raíz y en su contenido, sino sólo en su intensidad; y siempre, como criterio operativo, aproxima la confianza humana  a la divina.  Uno de sus textos donde más vigorosamente se afirma la exigencia de confianza en los otros se inscribe –como tantísimas veces en su vida– en la meditación de un pasaje evangélico: es la cuestión del tributo al Cesar [49]. Al comentarlo, san Josemaría destaca el irónico elogio que hacen al Señor –«Maestro, sabemos que eres veraz [...]»–, es la intención artera de confundir. Glosando estas conductas, más que para reprenderlas, para obtener una enseñanza provechosa, comenta: «me paro de intento en estos matices, para que aprendamos a no ser recelosos, pero sí prudentes» [50]. La enseñanza obtenida de los desconfiados, es así la necesidad de la confianza en el trato humano [51].

La motivación de la confianza es –tal y como aparece en el texto– el respeto a la dignidad de la persona y su condición de hijo de Dios; o, dicho de otro modo, «el conocimiento y el convencimiento absoluto de nuestro destino sobrenatural» [52] y «esa confianza que Dios deposita en ti» [53]. Puede haber distinción respecto de la confianza en Dios y la confianza en los hombres, pero una es causa de la otra, y no de un modo meramente lógico, sino real.

Por la filiación divina –vivida, no sólo pensada o proclamada– se ha descubierto el sentido pleno de la libertad humana que, en tanto que libertad personal, se contempla como don de Dios. Gracias a la libertad somos capaces de dar y darnos: damos libremente la libertad que se nos ha dado [54]. Esta respuesta donal en el trato humano, no parece ser otra cosa que la confianza.

Respecto de la acción personal, la responsabilidad acompaña a la libertad, indisolublemente unidas en su ejercicio. Mas si se considera la acción en tanto que dirigida a otros y realizada con otros, la libertad donal se vierte en confianza, porque sólo así puede ayudarse efectivamente a que la libertad de los demás se realice también como don, al dejarles –y animarles– a que obren y se manifiesten con libertad.

Es lógico y comprensible que san Josemaría cuidara vivamente la confianza en su trato con todos. Así lo señala Monseñor Javier Echevarría: «mostraba una gran confianza con ellos, desde el momento que los conocía, como con todas las almas que se le acercaban para pedirle un consejo o una orientación. Su conducta se inspiraba en este principio: prefiero que me engañe uno a dejar heridos a quienes vengan a mí. Y lo fundamentaba así: si el Señor, a pesar de mi miseria personal –¡qué es tanta!– me trata con confianza, así debo yo proceder con todas las almas y más aun –si cabe– con mis hijos» [55]. La justificación que añade Monseñor Javier Echevarría remite directamente al ejercicio de la libertad, utilizando una expresión coloquial de san Josemaría: como los miembros del Opus Dei «andan sueltos, según palabras del Fundador, es decir, trabajan y están donde quieren, si hubiese esa confianza real, basada en la formación, se perdería la eficacia apostólica. [...] Deseaba que se diera esta libertad a todas las almas  también a los niños» [56].   

Este aprecio a la confianza se extendía, pues, a todos, incluso a los niños; de ahí la trascendencia educativa que tiene. Las referencias más directas de san Josemaría se encaminan a la educación familiar [57], pero  cabe extender igualmente esta recomendación para la educación escolar. La experiencia enseña bien a las claras la multitud de problemas académicos que nacen de un trato receloso Y suspicaz entre profesores y alumnos; éstos porque ven amenazada su libertad; aquéllos porque se desesperan ante la aparente falta de resultados.

Aquí radica muy posiblemente la causa psicológica de la desconfianza en la educación, por parte de los educadores: la previsible falta de respuesta de resultados esperados si se confía en los aprendices. Es la misma situación en el profesor que en quien gobierna un grupo humano; si acaso, podría decirse que se agudiza mas en el gobierno que en la formación, pues de él depende directamente la convivencia de los gobernados. San Josemaría tampoco hacía excepciones aquí, pues tenía la convicción de que «cuando el que manda es negativo y desconfiado,  fácilmente  cae en la  tiranía» [58] y atenta  así –frecuentemente sin ser consciente de ello– contra la libertad personal.

La clave para entender esta valentía en depositar confianza radica en la finalidad última que tienen ambos quehaceres, gobierno y formación si se contemplan con sentido humano y sobrenatural: no se definen por las tareas realizadas, sino por la mejora personal de los agentes al realizarlas. Entendiéndolo así la confianza no se opone a la responsabilidad de educadores y gobernantes, sino que, muy al contrario, es consecuencia de ella. Desde la perspectiva del perfeccionamiento humano –culminando en santificación personal para el cristiano– el ser gobernado coincide esencialmente con el ser enseñado en la finalidad y en la vía del trabajo, siempre gozando  de confianza,  pese a los fallos humanos [59].

Se apunta aquí el verdadero sentido de la confianza, que no consiste tanto en fiarse de las palabras o de los hechos, como en defender y afirmar la libertad personal de los demás, no con encendidos discursos sino de modo sencillo: con obras, otorgando el reconocimiento de dicha libertad mediante la confianza, que no se dirige asía los posibles resultados, cuanto a la vocación de los otros, y a la esperanza consecuente.

San Josemaría  citó y meditó  repetidas veces el  texto evangélico que definía el apostolado de Jesucristo: empezó a hacer y a enseñar [60]. En el trato humano, la  confianza se otorga y se percibe en las  obras, no en las palabras; no debe demostrarse, sino mostrarse. Y entre esas obras de confianza están también la corrección y la exigencia, como ayuda necesaria que reclama la responsabilidad de quienes gobiernan y quienes colaboran en la formación, pero realizadas de tal manera –precisamente, con confianza– que no supondrán nunca ofensa para los que son corregidos y ayudados a exigirse, salvo que prevalezca en ellos la vanidad o   la soberbia: la soberbia que nace de una errónea y vana valoración de la libertad auto-fundada. Y, por  supuesto, es posible esperar obediencia; pero  no será nunca una obediencia ciega, sino una «obediencia inteligente» [61].

Tanto la actualización constante de la filiación divina, como el ejercicio cuidado de la libertad personal vertida en confiar y dar confianza son un aprendizaje arduo y esforzado y, sin duda, difícil. El mejor lema para aprender a  confiar, acaso pueda formularse parafraseando otro lema de san Josemaría Escrivá de Balaguer, refiriéndose a una cuestión hermanada de fondo con la confianza. Igual que afirmó que «para servir, servir» [62], podríamos concluir también que «para confiar, confiar».

Concepción Naval en dadun.unav.edu

Notas:

1    Como ha señalado L. Polo, la hermenéutica no es una vía procedente para profundizar en el mensaje espiritual del san Josemaría, pues «su figura y su obra no quedan atrás, alejadas y por recuperar; por el contrarío, a medida que pasa el tiempo llegan con mayor fuerza e instan desde un plano superior. Su muerte, como tránsito a la Vida que acoge y ratifica, no permite la simple rememoranza ni deja sitio a la reconstrucción interpretativa de su pensamiento». (L. POLO, El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, «Anuario Filosófico», 18/2 (1985), 10).

2      C. FABRO, El espíritu de ]osemaría Escrivá de Balaguer, en C. FABRO - S. GAROPALO - Mª A. RASCHINI, Santos en el mundo, Madrid 1992, p. 63. Cfr. M. AZNAR, Amigo de la libertad, en Así le vieron, Madrid 1992, p. 26.

3      P. BERGLAR, Opus Dei. Vida y obra del Fundador ]osemaría Escrivá de Balaguer, Madrid 1987, p. 347 «Se podría (y se debería) hablar también de un "carisma pedagógico", pero la denominación "eros" expresa que trasmitía la gracia a través de la naturaleza»

4      ibídem.

5      Cfr. Amigos de Dios, 36-38.

6      A. LLANO, La libertad radical, en AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la universidad, Pamplona 1993, p. 261.

7      Es Cristo que pasa, 72.

8      Flm, 14.

9      Surco, 231.

10      Ibídem, 226.

11      «¡Qué empeño el de algunos en masificar!: convierten la unidad en uniformidad amorfa, ahogando la libertad./ Parece qué ignoran la impresionante unidad del cuerpo humano, con tan divina diferenciación de miembros, que -cada uno con su propia función- contribuyen a la salud general./ Dios no ha querido que todos sean iguales, ni que caminemos todos del mismo modo, por el único camino» (ibídem, 401); «Te maravilla descubrir que, en cada una de las posibilidades de mejorar, existen muchas metas distintas / Son otros caminos, dentro del "camino"», (Forja, 820).

12      Es Cristo que pasa, 100,

13      C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, en Así le vieron, cit., p. 76.

14      Es Cristo que pasa, 17,

15      Amigos de Dios, 26.

16      Don Quijote de la Mancha, 11, cap. LVIII.

17      Es Cristo que pasa, 297.

18      «Esclavitud o filiación divina: he aquí el dilema de nuestra vida», (Amigos de Dios, 38).

19      C. FABRO, Un maestro de la libertad cristiana, cit., p. 73.

20      Es Cristo que pasa, 124.

21      A. LLANO, La libertad radical, cit., p. 261.

22      Es Cristo que pasa, 99.

23      Amigos de Dios, 29.

24      Ibídem, 32.

25      Ibídem.

26      «Libertad de conciencia: ¡no! –Cuántos males ha traído a los pueblos y a las personas este lamentable error, que permite actuar en contra de los propios  dictados íntimos»,  (Surco, 389).

27      Amigos de Dios, 29.

28      El principio de la libertad de conciencia desemboca así en «las libertades de perdición», (Forja, 720).

29      Cfr. Amigos de Dios, 32-35.

30      Ibídem, 31.

31      Ibídem, 30.

32      Forja, 819.

33      Es Cristo que pasa, 17; cfr. ibídem, 184.

34      Amigos de Dios, 35.

35      Forja, 144.

36      Camino, 761.

37      L. Polo destaca certeramente este punto: «la maravillosa dádiva humana de la libertad se encuadra propiamente en la unidad vital donalmente fundada. Por la libertad el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado», (El concepto de vida en Mons. Escrivá de Balaguer, cit. p. 14).

38      Para L. Polo, éste es el crucial punto de partida, no sólo para la lucha ascética que santifica, sino -ni más ni menos- resulta la vía más adecuada para una plena comprensión de la realidad personal del ser humano, pues «el planteamiento adecuado de la cuestión de la-persona humana, central para la Antropología, arranca del hallazgo del valor donal de la libertad, que es tan de cada uno como personas somos» (ibídem).

39      El pensamiento de L. Polo, en su concepción antropológica, que él califica de "trascendental" -en sentido meramente filosófico-, contiene los elementos conceptuales necesarios para profundizar en la doctrina de san Josemaría Escrivá de Balaguer sobre la libertad como don de Dios. Especialmente luminosa resulta su distinción -que no diferencia real­ entre la libertad nativa y su culminación, la libertad de destinación: la plena libertad humana consiste en destinarse a Dios (cfr. L. POLO, Antropología trascendental, Tomo I: La persona humana, Pamplona 1999, pp. 229-245). Es muy significativa, por ejemplo, la coincidencia entre la «descripción de la libertad trascendental como novum» en L. Polo (cfr. Antropología trascendental, Tomo I, cit., pjJ. 234-239) y la alegría que manifiesta el Beato Josemaría cuando descubre que, por la libertad y el amor que manifiestan naturalmente, «en portugués llaman a los jóvenes os novas. Eso son» (Amigos de Dios, 31).

40      Cfr. Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, passim.

41      Algunas otras acepciones son claramente negativas: por ejemplo, «presunción y vana opinión de sí mismo», o «familiaridad o libertad excesivas (utilizase en plural)». En la Y acepción del Oxford Dictionary se define a la confianza (trust) como «responsabilidad que surge de la con­ fianza que se deposita en uno» (Responsability avising from confidence reposed in one, as I am a position o/trust).

42      Es Cristo que pasa, 113 (la cursiva es del texto original).

43      Camino, 94; cfr. ibídem, 168.

44      Es Cristo que pasa, 58.

45      Camino, 113.

46      Amigos de Dios, 218.

47      Ibídem. «Si notas que no puedes, por el motivo que sea, dile, abandonándote en Él: ¡Señor, confío en Ti, me abandono en Ti, pero ayuda mi debilidad!  [...]/No tardarás en oír su voz; «ne  timeas!»-¡no  temas!; o también: «surge et ambula!» -¡levántate y anda!», (Forja, 287).

48      «Le he dicho: Señor, Tú me has puesto aquí; Tú me has confiado eso o aquello, y yo confío en Ti Sé que eres mi Padre, y he visto siempre que los pequeños están absolutamente seguros de sus padres». (Amigos de Dios, 143. Cfr. Ibídem, 146-148),

49      Mt, XXII, 16-23.

50      Amigos de Dios, 159.

51      «Prudentes, sí; cautelosos, no. Conceded la más absoluta confianza a todos, sed muy nobles. Para mí vale más la palabra de un cristiano) de un hombre leal -me fío enteramente de cada uno- que la firma auténtica de cíen notarios unánimes, aunque quizá en alguna ocasión me hayan engañado por seguir este criterio. Prefiero exponerme a que un desaprensivo abuse de esta confianza, antes de despojar a nadie del crédito que merece como persona  y como hijo de Días. Os aseguro que nunca me han defraudado los resultados de este modo de proceder», (ibídem).

52      Surco, 73.

53      Amigos de Dios, 214.

54      Conviene volver a citar las anteriores palabras de L Polo: «por la libertad, el don divino se hace desde nosotros, por decirlo así, reversible: sin libertad no podemos corresponder; entregarse a Dios es reduplicativamente libre: damos libremente la libertad que se nos ha dado».

55      J. ECHEVARRÍA, Memoria del Beato Josemaría Escrivá, Madrid 2000, p. 150 (las palabras en cursiva son del Beato Josemaría).

56      Ibídem.

57      Así, dirigiéndose a padres y madres recomendaba para los hijos «no imponerles una conducta, sino mostrarles los motivos, sobrenaturales y humanos, que la aconsejan. En una palabra, respetar su libertad, y que no hay verdadera educación sin responsabilidad personal, ní responsabilidad personal sin libertad». (Es Cristo que pasa, 27).

58      Surco, 398; sobre confianza en el gobierno, ver Ibídem, 392-396

59      «Hay que enseñar a la gente a trabajar -sin exagerar la preparación: «hacer» es  también formarse-, y a aceptar <le antemano las imperfecciones inevitables: «lo  mejor es enemigo de lo bueno». (Surco, 402).

60      Act. I, l.

61      Es Cristo que pasa, 17. Esa obediencia puede entenderse y debe promoverse como «esa delicada combinación de esclavitud y señorío» (ibídem, 173) en que consiste la obediencia libérrima de la Virgen, Nuestra Madre.

62      Es Cristo que pasa, 50.

Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “Alo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, “Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1.       La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar “A una sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad-normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.       Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra “sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces;

sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3.       “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4.       Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5.       La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.       La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Cor 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.       El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.       El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de auto-comprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. ”Esos Aaquellos son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-         por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-         por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-         por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso ”la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 19879, 180-182. (citado NHD)

2      Nacido en 1898 en San Sebastián

3      Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4      MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.

5      Cfr. Salmo 138.

6      WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7      Ibíd., p. 128.

8      UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9      Teología kenótica

10      TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11      Ídem.

12      En Sermón 52, 17.

13      STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14      Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15      Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16      En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17      ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.

Trinidad León

Afrontamos un tema que, por muy “imposible” que parezca, no deja de atraernos. El contenido de estas páginas va a girar sobre tres términos que ya están enunciados en el título: “experiencia”, “Dios” y “lo cotidiano”. Nos aproximaremos, en primer lugar a eso que se suele llamar “Alo cotidiano”, tratando de mirar a través de la realidad espacio-temporal aquello que nombramos con mucha pretensión, “Aexperiencia de Dios”. Esta reflexión tiene un contenido que apunta, obviamente, hacia lo teológico, es decir, hacia un cierto hablar sobre Dios o, si se quiere, ese balbuceo sobre las huellas que la Divinidad va dejando en el día a día de nuestra vida.

Hay mucho escrito sobre cómo se “experimenta” a Dios dentro del prisma de sensaciones y vivencias que acumulamos a lo largo de los minutos y de las horas del día, pero seguimos planteándonos el interrogante acerca de ese tipo de “experiencia” que no abarcamos sino que nos abarca, señal de que ninguna de las mucha respuestas han agotado mínimamente la inquietud que lleva a plantear la cuestión una y otra vez. Y es que esta pregunta no tiene, ni mucho menos, una respuesta simple. Si es que la tiene.

Partimos de la idea de que quien se plantea semejante interrogante es creyente o, al menos quiere serlo, o lo es a su pesar... Y si es creyente, la siguiente cuestión es ¿en qué Dios cree? Porque, se puede creer en Dios o creer en los dioses... De hecho, la Escritura cristiana nos presenta a Jesús de Nazaret ante el reto de optar entre vivir apegado a Dios o a los Adioses” (cf Mt 4, 1-11). Pero esto sería otro tema y lo vamos a dejar así.

Por otra parte, se dice, y con razón, que experimentar es vivir; o, a la inversa, que vivir verdaderamente es experimentar, llegar a ser una persona “experta”, “adiestrada” en algo, lo que sea... Sabemos que la vida es, por sí misma, un caudal inagotable de experiencias, de existir sintiendo o, mejor dicho, padeciendo (viviendo apasionadamente) aquello de la realidad que logramos aprehender conscientemente, aquello que logramos aferrar hasta hacerlo parte de nuestra vida. Cosas simples, pero imprescindibles para saber que existimos: levantarnos cada día con las fuerzas y el ánimo renovados, mirar al cielo y acercarnos a la inmensidad, aunque sea a través del sombrero de contaminación o de los bloques de cemento; encontrarnos con la sonrisa de los que nos rodean, con la mirada que acaricia, o tal vez con aquella que corta hasta la respiración...; con la palabra que abre intimidades, o con la tosca negación de ella. Cosas sin las cuales nadie puede vivir, por muy dolorosas que puedan llegar a ser.

1.       La experiencia “de Dios” como experiencia de nuestra condición “religada” a Dios

Parto de la convicción de que la “experiencia de Dios” tiene una innegable dimensión antropo-teológica. La experiencia religiosa fundamental es la apertura del ser humano a la raíz, a la arkhéo, a la “Roca” de su propia realidad, este es el presupuesto antropológico de la experiencia religiosa y de la interioridad que ésta conlleva [1].

Decir que la experiencia de Dios posee una dimensión antropológica no significa afirmar que esa experiencia sea algo meramente psicológico. “Nadie tiene experiencia psicológica de Dios” afirma el filósofo X. Zubiri [2]. Porque nadie puede encerrar la inmensidad en la finitud. Todo lo más, advierte el autor citado, se tiene una experiencia moral de lo divino, es decir, se vive a Dios desde la vida y desde los gestos, opciones, actitudes que conforman la vida cotidiana [3].

Nadie, afirma el evangelio de Juan, ha visto nunca a Dios directamente, nadie lo ha “experimentado”, excepto aquel que ha venido de Dios, el Verbo encarnado que nos lo ha explicado (cf Jn 1, 18). Esta explicación, sin embargo, es la mejor confrontación experiencial: acogiendo la experiencia del Dios de Jesús podemos cotejar qué de nuestra propia vivencia dice algo acerca de lo Divino.

Cada creyente, al realizar el reconocimiento en el que consiste, por ejemplo, la experiencia orante de la fe, inscribe su propia vida dentro de un horizonte relacional que encierra toda una tradición religiosa en la que palabras tales como “YHWH”, “Dios”, “Alah”, “Brahman”, cobran significado más allá de la experiencia transmitida por lo dado en la realidad material, e incluso, íntima y trascendentalmente.

El reconocimiento de esto que podríamos llamar presencia transcendental en la propia interioridad del ser humano, el consentimiento y respuesta a la llamada y a la entrega en el encuentro personal con esa Presencia, es lo que la fenomenología de la religión identifica con la Aexperiencia religiosa fundamental” en cualquiera de las expresiones religiosas: entrega en fe, esperanza y caridad (cristianismo), en fidelidad obediencial (judaísmo), en absoluta sumisión (islamismo), en la búsqueda de la identificación plena “tu eres eso” (brahmanismo), nirvana o extinción del sujeto en el absoluto (budismo), etc...

Es decir, sin esta actitud fundamental que acoge y expresa lo que nos religa a la Trascendencia no se da ningún tipo de experiencia religiosa. Y lo cotidiano, el día a día, vendría a ser algo así como el lugar en el que experimentamos la relación-religación personal respecto a todo eso que nos rodea: el cordón umbilical que nos une a la existencia y a todo lo que existe.

La vida “en Dios”, sin etiquetas

Ahora bien, ¿cómo experimentamos, en lo cotidiano de la vida, esa vinculación personal a Dios?. ¿Cómo vivimos los cristianos, los bautizados en Cristo, la experiencia de Dios? Después de indagar he llegado a una conclusión, tal vez poco original, pero real: no es posible hacer un cliché único, ni etiquetar nuestras experiencias cotidianas de Dios bajo un mismo y único signo, una idea clave o una sensación superior e inefable. Por más que nuestra condición de creyentes cristianos haga de nosotros una “comunidad creyente” (Iglesia), la experiencia que tenemos de Dios es múltiple y compleja.

Tratando, pues, de crear un cuadro referencial amplio podríamos decir que los hombres y mujeres de nuestro tiempo estamos bastante despistados acerca de las cosas de Dios y sobre todo, de las cosas que pueden decirnos algo sobre Dios dentro de los acontecimientos cotidianos; aunque es muy cierto eso de que “La experiencia de Dios sólo puede darse en medio de y en contacto con determinadas experiencias mundanas” [4], con lo más cercano y lo que va creando el entramado de nuestra vida de cada día.

Una auténtica experiencia humana de la vida cotidiana tiene ya los elementos necesarios para ser llamada una auténtica experiencia de Dios. Podríamos decir que la persona que cree y vive esa fe como entrega y comunicación o proyección de sí al modo en que entiende que Dios se le comunica: gratuita, justa y misericordiosamente, comienza a experimentar lo incomunicable de aquello a lo que está llamada y no puede alcanzar por sus propias fuerzas, porque la trasciende absolutamente y de manera misteriosa, no manipulable.

Combinando los elementos que la experiencia humana proporciona en la vida de cada día con la experiencia de fe, es decir, de entrega al proyecto del Reino de Dios, en todo lo que ese proyecto tiene de empeño y compromiso por crear lo que se ha dado en llamar “A una sociedad de contraste”, que fue la misión de Jesucristo y sigue siendo la misión de la Iglesia en el mundo, podemos imaginar algo de lo que implica una verdadera experiencia de la Divinidad en nuestra existencia real y concreta, en medio de las cosas que nos resulta familiares, adheridas a nuestra existencia de cada instante.

Pero este ejercicio o compromiso creyente supone un verdadero proceso de crecimiento y madurez personal, supone aceptar cada día la tensión entre: libertad-normatividad, personalización-institucionalización, provisionalidad-perpetuidad, presente-futuro (pasado), pluralidad-unidad,... Los datos que ofrecen estas categorías bipolares que, podríamos, pero no vamos a desarrollar aquí, servirían para situarnos en el punto adecuado desde el cual comprender el tipo de “experiencia de Dios” que vivimos la mayoría de los creyentes, de manera cotidiana, tratando de tener en cuenta la integridad del Mensaje evangélico y la honestidad de nuestra adhesión a él; contando con la incoherencias de las que muchas veces adolecemos ente ese mensaje y su sentido salvífico. Lo cotidiano está lleno, precisamente y dolorosamente, de incoherencias...

2.       Riqueza, problematicidad y humillación de “lo divinamente cotidiano”

Lo que llamamos cotidiano no es sencillamente lo “simple”, ni mucho menos, lo “banal”. Lo cotidiano encierra mucha complejidad y, por lo mismo, una infinita gama de vivencias, de sentimientos, de perspectivas..., un arco iris de colores que abarca todo lo más íntimo de nuestro horizonte existencial: contiene albas, amaneceres radiantes y noches envueltas en una cierta semioscuridad, atardeceres radiantes y también llenos de espesos nubarrones... ¡Toda la creación parece estar dentro de las horas del día y del alma!

Por otra parte, eso que llamamos experiencia está muy lejos de ser algo uniforme o perfectamente programable. De una manera más o menos empírica sabemos que experimentar significa ir haciéndonos personas expertas (peritas) en algo, a partir del pathos: apasionamiento vital, lleno de amor y de sufrimiento volcado y como emergiendo de todo lo que toda vida trae y lleva consigo.

Pero tampoco es algo simple preguntarnos por esa realidad que llamamos Dios y que bien podríamos llamar Diosa, si nuestro intelecto o nuestra “sensibilidad Areligiosa” no estuvieran tan encorsetados en los términos y en lo que ellos, más que revelarnos, nos encubren... Hablar de Ala experiencia de Dios en la vida cotidiana” significa tratar de encerrar en palabras esa Realidad totalmente inalcanzable que nos alcanza enteramente y a cada instante, de todas las maneras posibles. Dice el o la orante de la Escritura antigua:

“Señor, tú me has examinado y me conoces;

sabes cuándo me acuesto y cuándo me levanto, de lejos te das cuenta de mis pensamientos; tú ves mi caminar y mi descanso, te son familiares todos mis caminos... Tú me envuelves por detrás y por delante, y tienes puesta tu mano sobre mí... ¿A dónde podría ir lejos de tu espíritu, a dónde podría huir lejos de tu presencia?...” [5]

La oración continúa mostrando que ni los cielos ni el abismo, ni un confín u otro de la creación, ni la luz ni las tinieblas, pueden alejarnos de la Presencia que lo llena todo.

Con esta certeza metida en el corazón podemos decir, con palabras de una mujer apasionada por Dios pero, sobre todo, por la vida, que en lo que llamamos experiencia cotidiana de Dios se trata de “... realizar lo posible para alcanzar lo imposible” [6]. Lo posible, en este espacio, es, a mi entender, hablar de la experiencia de la cotidianidad hecha de momentos entrelazados, de pequeños retazos y de profundos vacíos, de vitalidad y de dicha, de languidez y de melancolía, o de todo a la vez... Lo imposible, tal vez, sea pretender atrapar, de alguna manera, aunque sea imaginada, esa Presencia que intuimos cercana y que sabemos también lejana, definitivamente no identificable con ninguna de las otras presencias que llenan nuestra vida.

La experiencia de Dios, conquista humilde de Dios

De la Divinidad experimentamos la urgencia de su mirada, sin poder jamás definir su Rostro ni sus maneras de estar presente en esta vivencia nuestra del tiempo y del espacio. La experiencia “de Dios” se va adquiriendo cada día en la comunión afectiva, no sólo con las cosas reales, sino a través de ellas. Es ahí, en la realidad donde se siente la brisa Divina, ese Misterio que, como tal, nos envuelve, nos abraza, nos mete dentro de sí y nos hace “hogar” en sus propias entrañas.

Pero ésta es una experiencia que nos supera y nos desconcierta siempre... Nos lanza al abismo aterrador de lo que no podemos definir, porque no entra dentro de ninguna de nuestras categorías, aunque sí de nuestras intuiciones.

Sin embargo, una manera de experimentar a Dios, sobre todo al Dios revelado en Jesucristo, y es a través de sentir su propio anonadamiento. No como el Todopoderoso, ni como el absolutamente inalcanzable Dios de los conceptos filosóficos, sino como esa enamorada compañía que nos observa embelesada sin hacer otra cosa que amarnos y ofrecernos su amor, retirándose casi con timidez, a fin de no presionar ni obstaculizar nuestra búsqueda en libertad de aquello que él mismo nos da. Dice S. Weil:

“Dios se agota, a través del infinito espesor del tiempo y del espacio, para alcanzar el alma y seducirla. Si ésta se deja arrancar, aunque no sea más que lo que dura un soplo, un consentimiento puro y completo, entonces Dios se alza con su conquista. Y una vez se ha convertido en algo completamente suyo, la abandona. La deja completamente sola. Y entonces le toca a ella atravesar, esta vez a tientas, el infinito espesor del tiempo y el espacio en busca de aquél a quien ama. De esa manera el alma vuelve a hacer en sentido inverso el viaje que Dios hizo hasta ella” [7].

Dios “se agota” entiendo que es una manera de definir la entrega, el abajamiento o la humillación de Dios en la Encarnación: Dios metido en la historia, nuestra historia de cada instante: perecedera y, sin embargo, llamada al infinito.

En el hombre Jesús de Nazaret, Dios nos ha dado alcance, se ha puesto a nuestro lado, ha caminado y experimentado nuestra vida y, al alejarse históricamente, al situarse en el lugar transcendente que le corresponde desde la eternidad, ha dejado nuestra existencia abierta a esa eternidad en la que él mismo existe desde siempre. Pero esta apertura es también herida, porque al Dios de Jesús no le vemos como algo completamente asequible y mucho menos manejable, sino como una seductora utopía de lo que jamás obtendremos de manera plena en esta vida, dentro de este tiempo ni de esta realidad.

Por eso, de la divina Presencia experimentamos siempre mucho más su ausencia que su cercanía. El grito del “Hijo del hombre” sobre la cruz sigue siendo el mismo grito a lo largo de la historia de muchos hombres y mujeres: “Padre, ¿por qué me has abandonado?”... Experimentar a Dios en la cotidianidad de nuestra existencia, supone, con frecuencia, sentir la llamada y el abandono de Dios: atravesar el camino de la existencia buscando su rostro, sin verle; experimentar el dolor lacerante de los muchos límites y descubrir que la fe no nos exonera de ninguno de ellos.

Y esto duelo, aún teniendo la certeza de que somos criaturas miradas desde, no sabemos bien qué dimensión de la realidad, con infinita ternura, tanto si la amamos como si no, si confiamos en ella como si no, si aceptamos su absoluta libertad como si nos enfurece su indisponibilidad... Esa experiencia paradójica no siempre es llevadera, con frecuencia suele convertirse en un verdadero problema, tal vez, sin saberlo, en el problema más profundo de nuestra vida.

3.       “Experiencia” de Dios o “hacerle” sitio a Dios en la cotidianidad de nuestra vida

Como venimos observando, lo que podemos intuir como experiencia cotidiana “de Dios” tiene al menos dos polos o vertientes desde las que podemos asomarnos: lo objetivo y lo subjetivo. No hay verdadera experiencia si no hay algo objetivo, algo que yo pueda oír, ver, tocar, sentir... Y, obviamente, es la persona, con toda su subjetividad, la que siente, experimenta. Son dos dimensiones irrenunciables de nuestra manera de conocer y por tanto de dejarnos afectar por la vida y por el Dios de la vida: “Venid y lo veréis” (Jn 1, 39), dice Jesús a aquellos que querían seguirle por la rivera del Jordán. Y se fueron con él. Al final del proceso, llamémoslo de experimentación, de seguimiento diario por los caminos de la vida cotidiana, pasando por pueblos y ciudades, visitando y dejándose visitar, sanando y dejándose sanar, aquellos hombres y mujeres que le siguieron desde el principio, afirmaban: “...lo que hemos oído, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos, es lo que os decimos” (1Jn 1, 1).

Dios, siempre “inadecuado” a nuestra vida

La nuestra es una experiencia mediada de Dios. Nuestra propia condición humana, compartida por el Hijo encarnado, es la vía de encuentro con la Divinidad que nos sale al encuentro. Experimentar a Dios en la cotidianidad de la vida es experimentar la vida misma, sentir el latido de lo divino resonando, paso a paso, en la interioridad de cada acontecimiento, por sencillo o difícil que se nos presente ante los ojos y en el corazón.

Sin embargo, la distancia o la tensión entre esas dos realidades: la objetiva y la subjetiva, la exterior y la interior, puede convertírsenos en un abismo aterrador, en una distancia infranqueable porque ¿dónde esta Dios cuando le necesito?, ¿dónde cuando el mundo, la creación entera reclama su “presencia”, su actuación?

Desde luego, Dios no está en algún lugar recóndito, esperando, como el genio de la lámpara de Aladino que se le convoque para actuar... ¡eso quisiéramos! Dios no es, como decía L. Feuerbach, una mera creación de nuestra mente, una proyección de todo aquello que no podemos ser ni alcanzar por nosotros mismos... “Dios” no es un término abstracto que en ciertos momentos podamos convertir en un soporte más o menos adecuado a nuestra vida. Dios es en la realidad que vivimos y es completamente inadecuado.

Ninguna “experiencia de Dios” no se amolda a nuestros criterios, por elevados y santos que sean o pretendan ser, pero esa experiencia forma parte de la existencia, una existencia tanto más auténtica y veraz, cuanto más se va abriendo a esa Realidad que nunca, aquí, podremos llegar a conocer plenamente, porque, como afirmaba Agustín de Hipona: “Si dices que le conoces, ya no es Dios”. Y, con todo, según otro teólogo del siglo IV, Gregorio Nazianzeno, la experiencia de Dios determina la entera existencia del creyente: “Hemos de pensar en Dios aún más a menudo que respiramos”.

Pensar a Dios y “pensarle” precisamente como “Hogar de Comunión” (Trinidad), debería sernos tan connatural como la respiración misma, pero eso es mucho decir, sobre todo para los hombres y mujeres de una época en la que el Dios manifestado en la vida y en la misión de Jesús de Nazaret, se ha convertido en un tema cada vez más paradójico e irritante, incluso para los mismos cristianos. En este sentido, seguramente nos vendría mejor, más a la medida de nuestra capacidad de entendimiento, un Dios que cumple siempre un rol determinado, aquel que quisiéramos darle: de dominio y de señorío absoluto, de poder arbitrario, e incluso de cierta condescendiente misericordia, incapaz de compartir con nadie su misteriosa e infinita, pero conveniente soledad. En definitiva, un Dios que nos deja en paz, que no incomode nuestra vida cotidiana, que no se acerca pidiendo ser hospedado en nuestro espacio humano... Pero la Divinidad, desde el acontecimiento Jesucristo, ya no puede ser contemplada ni entendida como absoluta lejanía, sino como Presencia que viene y nos considera suyos: familiares y amigos.

En definitiva, si queremos experimentar a Dios en aquello que vivimos cada día, si queremos hacerle espacio en el corazón de nuestra existencia cotidiana, debemos dejarnos afectar de otro modo por la realidad misma, abandonando muchas veces lo que considerábamos “nuestra” privacidad más irrenunciable, que en el fondo puede no ser otra cosa que nuestra comodidad más egocéntrica.

La “experiencia de Dios” en el día a día es una invitación a abandonar el espacio seguro de nuestros criterios y de nuestra sapiencia humana para lanzarnos a vivir un proyecto que apasiona en todos los sentidos: el proyecto de un Dios que se “exilia” de su Gloria (cf Flp 2, 6-11) para hacerse experiencia encarnada y apasionada en la historia, nuestra propia historia. Con todo lo que ella tiene de gozo y de sufrimiento, de triunfo y de fracaso, de vida y de muerte.

4.       Dios, memoria del deseo Aexiliado” y llamada a la “interioridad”

A la distancia entre el vacío y el anhelo que experimentamos por dentro quienes a lo largo del día, de una manera más o menos intensa, más o menos consciente, buscamos a Dios, podemos llamarle deseo. Un deseo que está hecho de infinito, dentro de nuestra finitud, de grandeza dentro de nuestra pequeñez, de certeza dentro de nuestras dudas, de gozo en medio de todos los sufrimientos... El deseo de Dios supone tensión entre lo que creemos de él y lo que llegamos a experimentar verdaderamente de esa Realidad que nos abraza y nos transciende...

Y la tensión puede convertírsenos en angustia, en ansiedad desbordante, insoportable, hasta el punto de hacernos desear no desear que Dios sea, ni exista, ni se nos haga presente... Entre otras cosas, porque el hecho de que nuestra vida esté abierta a la Presencia divina no nos garantiza que todo lo que vivimos en el día a día sea algo satisfactorio, exitoso; por el contrario, puede ser frustrante y desalentador.

“Y es que al Dios vivo, al Dios humano, no se llega por camino de razón, sino por camino de amor y de sufrimiento. La razón nos aparta más bien de Él. No es posible conocerle para luego amarle, hay que empezar por amarle, por anhelarle, por tener hambre de Él... Dios es indefinible. Querer definir a Dios es pretender limitarlo a nuestra mente, es decir, matarlo. En cuanto tratemos de definirlo, no surge la nada” [8].

Dios, ni en el momento de experiencia mística (cercana) más intensa, se deja manipular ni dirigir por nuestros deseos, por “santos” que éstos sean o creamos que pueden ser. De hecho, lo que sentimos, como decía S. Weil, es que Dios se ha adueñado de nuestra vida para después dejarla inmersa en una búsqueda que hacemos a tientas, con muy pocas o ninguna certeza...

Nuestro deseo de experimentar a Dios se queda como “exiliado”, sacado de sí, al descubierto, en la más profunda indigencia. Existen situaciones en la vida personal contradictorias: al momento en el que Dios parece estar al alcance de nuestra la mano le sucede la noche de los sentidos y del espíritu en que la experiencia de Dios se nos convierte en transcendencia y lejanía. Lo que no acabamos de entender es que esta experiencia sea, precisamente la “kénosis” o anonadamiento de lo divino en nuestro “exilio” humano. Experimentar a Dios, de alguna manera, por dolorosa o gozosa que sea, es, ante todo, querer que él sea y tener la certeza de no poder vivir sin él [9].

La experiencia de Dios como experiencia abismal

Cuesta creer que “Dios” sea esa Realidad Infinita dispuesta a dejar su espacio (esté donde esté y sea lo que sea...) y venir a habitar en medio de nosotros; que Dios sea precisamente eso: Presencia implicada en la cotidianidad de nuestra existencia exiliada y la única manera de llegar a ese lugar perdido que llamamos “cielo” “paraíso”..., el lugar-seno acogedor donde experimentar a Dios es sencillamente vivirse en Dios.

Exilio y regreso son los dos polos de este binomio tensional entre el mundo material de lo externo que vivimos y el mundo espiritual e interno que reclama nuestra atención, porque somos seres llamados a existir en él y desde él. El exilio es, en realidad, salir del recinto superficial y amurallado de nuestros intereses materiales y regresar a la profundidad en la que se afirma lo mejor de nuestra existencia cotidiana.

Sin embargo, la interioridad que nos abre a nuestra propia transcendencia, como seres abiertos a la Transcendencia Divina, produce vértigo, y no siempre estamos dispuestos o dispuestas a sufrirlo. El científico, místico y... teólogo Pierre Teilhard de Chardin escribía:

“Penetremos en lo más secreto de nosotros mismos, circundemos nuestro corazón. Busquemos afanosamente el océano de fuerzas que padecemos y en la que nuestro crecimiento se haya inmerso. Es un ejercicio saludable: la profundidad y la universalidad de nuestras relaciones formarán la intimidad envolvente de nuestra comunión” [10].

Experimentar a Dios en la vida cotidiana exige circundar, navegar reciamente, con fuerza, cada momento, cada acontecimiento, firmes ante los embistes que recibimos, oleadas y oleadas de todo tipo de sentimientos y de vivencias, padecimientos, en suma, que pueden hacernos zozobrar y que, no obstante, encierran el secreto de la verdadera sabiduría de la existencia, porque nos lanza a la profundidad, a lo más íntimo y verdadero.

Realizar esa inmersión es “saludable”, puede ser el camino de sanación de muchas de las heridas que la vida nos va produciendo, día a día. Puede ser también camino de encuentro y de comunión, en primer lugar, con ese Abismo sin fondo que es Dios y que somos cada ser humano en Dios. Vale la pena seguir la idea de este buscador y acoger su experiencia:

“Así pues, acaso por primera vez en mi vida (¡yo, que se supone medito todos los días!) tomé una lámpara y, abandonando la zona, en apariencia clara, de mis ocupaciones y de mis relaciones cotidianas, bajé a lo más íntimo de mí mismo, al abismo profundo de donde percibo, confusamente, que emana mi poder de acción. Ahora bien, a medida que me alejaba de las evidencias convencionales que iluminan superficialmente la vida social, me di cuenta de que me escapaba de mí mismo. A cada peldaño que descendía, se descubría en mí otro personaje, al que no podía denominar exactamente y que ya no me obedecía. Y cuando hube de detener mi exploración, porque me faltaba suelo bajo los pies, me hallé sobre un abismo si fondo del que surgía, viniendo no sé de dónde, el chorro que me atrevo a llamar mi vida” [11].

San Agustín hace un llamado a la interioridad en la vida cotidiana que hoy sigue siendo completamente actual: “(Oh hombre!, )hasta cuando vas a estar dando vueltas en torno a la creación? Vuélvete a ti mismo, contémplate, sondéate, examínate... No quieras ir fuera de ti mismo, es en el hombre interior donde habita la verdad” [12].

Pero, el recogimiento en sí, en el lugar en el que habita la verdad, no es, ni mucho menos, un llamado al aislamiento sino a la autenticidad que se enraíza en el conocimiento de sí. La interioridad no es una huida, una evasión, es un compromiso con la vida tal cual. Es optar por la vida real, con todas sus consecuencias. Una opción que lleva al creyente a descubrir la Presencia que lo habita, lo mantiene en la existencia y lo lleva en ella hacia Ella. Una Presencia que es impulso y fuerza para emprender un itinerario hacia sí, hacia el interior de sí mismo, con vistas al encuentro que tiene lugar, según san Juan de la Cruz “del alma en el más profundo centro”.

De ahí que lo que venimos llamando interioridad se asemeje mucho a la experiencia que tiene lugar en lo más auténtico de nuestro ser y que se descubre sólo a través del reconocimiento personal, en un movimiento constante de concentración y descentración, de bajada a lo más profundo y de subida hacia lo que se descubre como lo más allá y lo más absoluto de sí mismo: Dios en los otros.

El esfuerzo que supone el ahondar en sí está orientado, en este camino de experiencia religiosa, a vaciar el propio interior, a tomar auténtica conciencia de sí frente a la realidad; a hacer experiencia de la realidad misma que nos rodea desde el propio señorío interior; en un estado que permita conocer esta realidad tal cual es; con sosiego, profundidad y, sobre todo, con verdad.

5.       La experiencia de Dios como despojo de la superficialidad en lo cotidiano

Lo venimos afirmando constantemente: lo que llamamos experiencia de Dios, en el día a día, acarrea mucho de dolor y, por lo mismo, exige de la persona mucho valor. Dolor y valor que conlleva la misma vida. No es demasiado común que alguien quiera hacer experiencia de la Divinidad en profundidad y verdad; sentir las cosas, sentirse a sí misma/o, a los otros, la realidad, el mundo y la transcendencia, exponiéndose, quedándose a la intemperie de la vida, desde su propia fragilidad interior. La filósofa y mística Edith Stein afirmaba al respecto:

“El yo personal se encuentra enteramente en él, en la interioridad más profunda del alma. Cuando vive en esa interioridad, dispone de la fuerza total del alma y puede utilizarla libremente. Además, está abierto a las exigencias que se le presentan, puede apreciar mejor su significado y su importancia. Pero pocos hombres viven tan concentrados en sí mismos. En la mayor parte el yo se sitúa más bien en la superficie...” [13].

Podemos estar, cotidianamente, ante la tentación de sucumbir en la vorágine de la superficialidad o, lo que es peor, la hipocresía, dejarnos llevar por lo que no compromete de forma definitiva ni vincula íntimamente, ni nos toca realmente la vida. La búsqueda de la gratificación inmediata condiciona la continuidad de toda verdadera experiencia, mucho más de la experiencia de “Dios”. Con frecuencia solo interesa aquello que resulta compatible con lo efectivo y con las apetencias del momento presente; nos atrae todo lo que esté apoyado en un fuerte sentido de independencia personal y de respuesta inmediata a nuestras necesidades, reales o no.

Con el paso del tiempo, con la experiencia que vamos acumulando y que nos va llevando a la madurez, más o menos dificultosamente alcanzada, se va relativizando lo que cada día conlleva de banal y asumiendo lo que tiene un cierto sabor a imperecedero, aunque no sepamos exactamente qué sea esto, porque todo lo que somos capaces de experimentar tiende a convertirse en caduco y transitorio, hasta lo más querido: la vida, nuestra vida y la de los seres que amamos. Pero incluso ahí, precisamente ahí, podemos encontrarnos con “Dios”.

En la experiencia de la vida interior el hombre y la mujer creyentes descubrimos lo extraordinario de la propia finitud: miseria y grandeza irremediablemente unidas. Toda la grandeza y dignidad del ser humano radica aquí: en su aspiración a Dios “Los hombres están, por lo general, ávidos de divinidad” afirma san Agustín [14]. Somos seres complejos y misteriosos; fuente de incalculables riquezas y de carencias abismales. El ser humano es un ser para sí mismo incomprensible y a veces desesperante. Es toda una tarea aprender a esperar algo de nosotros mismos, incluso a través de la monotonía del día a día.

Experimentar a Dios en la vida cotidiana, como vemos, es aferrarse a aquello se nos escapa. Trata de aferrar la huidiza esperanza de algo que no se domina: el futuro, la felicidad, la realización personal... Pero es, sobre todo, dejar paso a la fe, muchas veces aprendida y pocas veces profundizada. Una fe trasmitida que se nos ha quedado, con frecuencia, ridículamente corta. Por eso, y concluimos:

1.       La experiencia cotidiana de Dios no es un simple saber acerca de Dios, pero tampoco llega a ser una contemplación en sentido místico; consiste en una disposición del pensamiento que reflexiona lo cotidiano. La mente del ser humano es un pozo profundo del cual, con el esfuerzo que supone considerarse a sí mismo lugar de encuentro con Dios, puede llegar a sacar de sí mismo el agua viva, es decir: las buenas opciones, los planes y proyectos válidos que llenan de sentido divino la existencia humana. Porque, se pregunta Pablo de Tarso “¿Quién conoce profundamente el modo de ser del hombre, sino el espíritu del hombre que habita dentro de él...?” (cf 1Cor 2, 11). Se trata, en todo caso, de una verdadera catarsis espiritual, indispensable para adquirir la verdadera sabiduría del Espíritu.

La persona que quiera ver a Dios en los acontecimientos de la vida, tal y como Él se suele mostrar: dentro del misterio, de lo no-predecible, de lo no-abarcable con nuestra lógica, tiene que estar concentrada no distraída; tiene que saber vivirse en la intimidad desbordante y en el silencio sonoro; en la clara oscuridad de la fe y en la disponibilidad al compromiso que lleva, con frecuencia, a la cruz.

2.       El encuentro con Dios en la vida cotidiana supone la madurez humana de alguien que se vive, como criatura, orientada hacia dentro y volcada, desde dentro, a los otros, hacia todo lo que Dios mira y ama con predilección absoluta: su creación. Porque ese Dios a nuestro pesar, hace acepción de personas (se fija en lo más miserable), no se hace visible a una mirada superficial ni al alboroto que distrae de la intimidad y de la pasión del mundo.

3.       El silencio, que a muchos atrae y a otros muchos aterra, es un elemento fundamental e indispensable para vivir la experiencia cotidiana de Dios. Es necesario saber pasar del ruido ensordecedor al silencio dialogante, de la dispersión a la concentración, de la superficialidad a la hondura, del individualismo a la relación que hace comunión.

Se trata de un silencio que tiene que ser elocuente con la vida, que es disposición para la escucha de la voz de Dios en la propia existencia, y que no tiene nada que ver con la cerrazón huraña o con la hosca mudez en la que, con demasiada frecuencia, pretendemos esconder nuestra falta de auto-comprensión de nuestra propia realidad y, obviamente, de los acontecimientos que vivimos a lo largo de las horas, del tiempo y del espacio.

En el silencio interior, a veces obligado, se fragua y crece la vida en el Espíritu o la vida espiritual. Ese silencio no es lo opuesto a la palabra, es lo opuesto al ruido y a la distracción permanente. Este silencio es también condición indispensable para que se de el diálogo con el Huésped interior y con aquellos seres humanos que lo hacen visible: los que siempre resultan marginados y silenciados, los que no cuentan porque no interesa que cuenten, los que no son significativos porque les restamos constantemente significatividad y dignidad. ”Esos Aaquellos son cada una de las personas que, sabiéndolo o no, son el rostro visible del Dios invisible” (Mt 25, 31-46). Ninguneados por la sociedad y engrandecidos en el Reino de Dios que construimos día a día [15].

Intentado una conclusión de lo siempre abierto

La experiencia de Dios en la vida cotidiana es acercamiento apasionado al mundo de Dios y a las cosas de Dios, en las cosas que nos pasan y por las que pasamos cada día. Esto supone que vivimos, en efecto, dentro de una realidad concreta, hecha de relaciones concretas, positivas, gozosas y constructoras en ocasiones y muchas veces, demasiadas tal vez, negativas y destructoras. Y aquí entra todo: relaciones familiares, vecinos, amigos, trabajo, acontecimientos que nos superan de manera absoluta...

La experiencia así entendida consiste en la forma peculiar en que la vida va poniendo la realidad en nuestras manos, y supone, en este sentido, algo previo, que existe y en lo que nos vivimos. Viene a ser algo así como la existencia de un campo visual, dentro del cual son posibles múltiples y diversas perspectivas, según el punto desde el cual nos situemos ante la realidad y sus complejas manifestaciones.

El problema, a mi entender, es que, precisamente lo cotidiano de nuestra vida personal puede llegar a convertir ese campo visual, más que en un balcón abierto hacia el Horizonte Infinito, en una cada vez más estrecha rendija a través de la cual pretendemos ver y conocer todo lo que acontece en la inmensidad del universo y de la historia. Y, algo que vemos o sentimos o experimentamos, cada vez con un margen de apertura más limitada es nuestra relación con la Transcendencia Divina. Por muchas razones:

-         por la influencia de lo que podríamos llamar la cultura de la tecnocracia pragmática,

-         por las incoherencias entre lo que la religión predica acerca de la Divinidad y lo que la comunidad creyente, nosotros y nosotras dentro de ella, olvida vivir en relación a esa Divinidad,

-         por ese afán de globalizar todo e incluir en ese todo incluso ”la Aexperiencia de Dios”, como si Dios fuera un producto más de la sociedad humana y de los sistemas de convivencia o de intolerancia que creamos a todos los niveles... [16]

Voy a terminar esta reflexión con unas palabras de la pensadora María Zambrano que, sin estar directamente vinculadas al tema que nos ocupa, pueden ayudarnos a entender la universalidad de eso que hemos venido llamando: experiencia de Dios en la vida cotidiana. Porque, quién nos puede impedir sentir que experimentar a Dios en la vida de cada día es como salir de la realidad para entrar más profundamente en ella, de una manera que no podemos ni imaginar ni mucho menos programar? La “experiencia de Dios” es el cada instante en el que vivimos, lleno de una luz que se nos da tan gratuitamente como el nuevo día, que siempre amanece:

“Salimos del presente para caer en el futuro desconocido, pero sin olvidar el pasado, nuestra alma está cruzada por sedimentos de siglos, son más grandes las raíces que las ramas que ven la luz. Es en la hora del amanecer, trágica y de aurora en que las sombras de la noche comienzan a mostrar su sentido y las figuras inciertas comienzan a desvelarse ante la luz, la hora de la luz en que se congregan pasado y porvenir” [17].

Trinidad León en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      ZUBIRI, X., Naturaleza, historia, Dios Madrid 19879, 180-182. (citado NHD)

2      Nacido en 1898 en San Sebastián

3      Zubiri advierte que en realidad no hay experiencia de Dios..., hay experiencia de las cosas reales y en ellas, se hace un tanteo de Dios. La posesión de la existencia no es experiencia en ningún sentido, y por tanto, tampoco lo es de Dios (Cf ZUBIRI, X., NHD, 435).

4      MARTÍN VELASCO, J., La experiencia cristiana de Dios, Trotta, Madrid 19962, 42.

5      Cfr. Salmo 138.

6      WEIL S., La gravedad y la gracia, Trotta, Madrid 1994, 159.

7      Ibíd., p. 128.

8      UNAMUNO, M., Del sentimiento trágico de la vida -en los hombres y en los pueblos-, Alianza Editorial, Madrid 1986, 163-164.

9      Teología kenótica

10      TEILHARD DE CHARDIN, P., El medio divino, Alianza Editorial, Barcelona 2000, 48.

11      Ídem.

12      En Sermón 52, 17.

13      STEIN E., Ser finito y ser eterno, FCE, México D.F. 1996, 453.

14      Cf. SAN AGUSTÍN, Epístola 137, 3, 12.

15      Cf CASTILLO, J. M., El Reino de Dios -por la vida y la dignidad de los seres humanos-, DDB, Bilbao 1999. El estudio, no sólo la lectura, de esta obra ayuda mucho a entender qué significa, en cristiano, “experimentar” al Dios de Jesucristo.

16      En este sentido y en muchos otros, interesante y esclarecedor el libro de ESTRADA, J.A., Imágenes de Dios -la filosofía ante el lenguaje religioso-, Trotta, Madrid 2003.

17      ZAMBRANO, M., en el artículo “Amo mi exilio”, aparecido en el ABC, 28 de agosto de 1989, pág. 3.

Enrique Molina

Con palabras de san Pablo que fueron repetidamente objeto de su consideración y de su predicación, san Josemaría mostraba su convicción de que la santidad es la meta exacta, adecuada, de la vida del cristiano: “Vosotros y yo formamos parte de la familia de Cristo, porque Él mismo nos escogió antes de la creación del mundo, para que seamos santos y sin mancha en su presencia por la caridad, habiéndonos predestinado como hijos adoptivos  por Jesucristo, a gloria suya, por puro efecto de su buena voluntad (Ef 1, 4-5). Esta elección gratuita, que hemos recibido del Señor, nos marca un fin bien determinado: la santidad personal,  como  nos lo repite insistentemente San Pablo: hæc est voluntas Dei: sanctificatio vestra (1Ts 4,  3), ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación. No lo olvidemos, por tanto: estamos en el redil del Maestro, para conquistar esa cima” (AD, 2; cfr. en el mismo sentido AD, 294).

Como se puede apreciar en el texto apenas citado –paradigmático en el tema que aquí nos ocupa, pero sólo uno entre muchos–, la santidad del hombre es para san Josemaría el objeto de una llamada de Dios, de una elección, de una vocación. Una vocación que está presente en  la eternidad de Dios y que arranca con la existencia misma del hombre (cfr. ECP, 1). Al enseñar que el hombre ha sido creado para Dios, san Josemaría asumía la constante tradición de la Iglesia, tomándola como punto de partida radical. Como consecuencia, en sus escritos, el hombre, el cristiano, es siempre contemplado  como el objeto de una elección divina, de una predilección de Dios, que mira con amor   a cada uno, y a cada uno destina a la comunión de vida con Él (cfr. ECP, 1). La santidad no es otra cosa que esa comunión  de vida con Dios: “Santidad no significa exactamente otra cosa más que unión con Dios; a mayor intimidad con el Señor, más santidad” (AIG, p. 21). Unión con Dios que, como veremos, tiene en san Josemaría unos perfiles bien definidos.

1.       Santidad y santificación en medio del mundo

“«Saludad a todos los santos. Todos los santos os saludan. A todos los santos que viven en Efeso. A todos los santos en Cristo Jesús, que están en Filipos.» –¿Verdad  que  es  conmovedor  ese  apelativo –¡santos!– que empleaban los primeros fieles cristianos para denominarse entre sí?” (C, 469). Este punto de Camino en el que san Josemaría aúna tres textos paulinos (2Co 13, 2; Ef 1, 1; Flp 1, 1), pone de manifiesto, a la vez, la universalidad con que el fundador del Opus Dei proclama la llamada a la santidad (los cristianos pueden dirigirse a otros con el apelativo de “santo”) y la fundamentación bíblica de ese modo de proceder. Conviene por tanto que dediquemos unas líneas a considerar la doctrina bíblica sobre la santidad y su recepción por san Josemaría.

La etimología de la palabra “santo” sugiere la idea de separación, de algo reservado, de algo trascendente. En el Antiguo Testamento, el concepto, en su plenitud, conviene exclusivamente a Dios: sólo Dios es santo por esencia, alejado de todo pecado y de toda imperfección, plenitud de vida y perfección (cfr., por ejemplo, Ex 15, 11; 1S 2, 2; Os 11, 9; Is 6, 3; y comentarios en Ancilli, 1984, pp. 346-347; Illanes, 2007, p. 129; Marti, 2006, p. 26).

La santidad es una propiedad exclusiva de Dios, pero Dios –plenitud del amor trinitario– la puede comunicar a los demás seres, especialmente a los espirituales, haciéndoles partícipes de su vida. La criatura será santificada en la medida en que se separe del pecado y se sustraiga de todo lo que la aparte de Dios. Así, se puede hablar de personas santas, lugares santos, etc. (cfr. Ex 3, 5; Ex 35, 2; Ex 19, 6; Lv 11, 44; Lv 11, 20-26; Lv 21, 6-8; Sal 5, 8; Ne 8, 11). Y así, también, el pueblo de Dios es santo, y está llamado a corresponder a la libre elección divina purificándose de toda inmundicia incompatible con la santidad de Dios: “Sed santos, porque yo, Yahveh, Dios vuestro, soy santo” (Lv 19, 2; Lv 20, 26).

El Nuevo Testamento hace también sujeto de este atributo divino a Jesús (cfr. Hch 3, 14). En Cristo, la comunicación de la vida y la santidad divinas alcanza su punto máximo al hacerse su naturaleza humana partícipe de la santidad del Verbo, quedando así santificada, penetrada de la vida de Dios. Cristo es santo en su ser, en su persona, y en su operación, en la que la voluntad humana se une perfectamente a la divina. Y junto a Jesús, también el cristiano es denominado santo, por la particular unión que alcanza con Cristo por el Bautismo (cfr. Hch 9, 13; Rm 16, 2;  Rm 16, 31; Rm 15, 25; 1Co 16, 1; 2Co 1, 1) gracias a la acción del Espíritu Santo, que Cristo envía desde el Padre. De esta manera, el cristiano es santo porque es templo del Espíritu Santo (cfr. 1Co 6, 19), nueva criatura en Cristo (cfr. Ga 6, 15) y, en suma, hijo de Dios (cfr. Rm 8, 14-17; 1Jn 3, 1-2) (cfr. Illanes, 2007, p. 131).

Los textos del Nuevo Testamento implican una notable profundización en la noción de santidad respecto a los del Antiguo (cfr. Illanes, 2007, p. 132). La santidad no se predica sólo del pueblo de Israel, sino de toda persona que recibe la gracia. Y la palabra adquiere una densidad particular: connota no solamente algo moral, sino algo mucho más íntimo: la participación en la vida misma de Dios. Más concretamente, una participación en la vida misma de Cristo, y en Él y por Él en la de la Trinidad, que afecta a los niveles más profundos del ser, que transforma y eleva al hombre, elevando también su acción. Al mismo tiempo, se universaliza la aplicación del concepto: “No estamos destinados –decía san Josemaría– a una felicidad cualquiera, porque hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres. Esa es la gran osadía de la fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible por la acción constante del Espíritu Santo” (ECP, 133).

Dicho con otras palabras, en el cristiano no sólo se da una santidad moral sino también una santidad ontológica, puesto que participa realmente del ser de Cristo. Con el Bautismo, la Trinidad viene a habitar en el cristiano por la infusión en el alma de una nueva realidad que la transforma: la gracia, a la que acompañan las virtudes sobrenaturales y los dones del Espíritu Santo. Así, con la gracia y con la efusión en él del Espíritu Santo, el cristiano es divinizado (cfr. Ga 6, 15; 1Jn 3, 1), se hace partícipe de la naturaleza divina (cfr. 2P  1, 4). De esa santidad ontológica, real, del hombre cristiano, surgen sus obras como de una nueva naturaleza; de modo que estas obras, en la medida en que corresponden a esa nueva naturaleza, son también santas, expresión y fuente de santidad (cfr. Ancilli, 1984, pp. 347-350).

En el Bautismo, el cristiano, por obra del Espíritu Santo, es injertado en Cristo y comienza a vivir de la santidad de Dios como hijo de Dios en Cristo. Toda realización ulterior de la realidad cristiana se fundamenta y se inserta en el Bautismo. La plenitud de la vida, la santidad, no será otra cosa que la realización acabada y perfecta de todo lo que la vida divina ha puesto en el corazón del cristiano.

“Tienes obligación de santificarte. –Tú también. –¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: «Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto»” (C, 291; la historia de este punto, en CECH, pp. 471-473). La santidad es la meta propia del bautizado y también, a través de la Iglesia, la de todo hombre, ya que todo hombre está llamado desde la obra redentora de Cristo a la salvación, que se opera en la Iglesia y por el Bautismo. El transcurrir de la historia irá propiciando la aparición de muy diversos modos de realizar en el tiempo esa llamada: la historia de la Iglesia está jalonada de santos, también reconocidos por la Iglesia (canonizados) que manifiestan la riqueza de aspectos y facetas de la santidad. Esta misma historia pone de relieve que en determinadas épocas la percepción de la santidad como la meta común a la que todo cristiano está llamado por el hecho mismo de su bautismo se ha difuminado hasta llegar a la persuasión de que la santidad parecería una meta demasiado alta para el común de los cristianos corrientes y, por tanto, accesible sólo a algunos.

La proclamación sin ambages por parte del Concilio Vaticano II de la llamada universal a la santidad supuso la cancelación definitiva de esa tendencia: “todos en la Iglesia –afirma la Lumen Gentium–, ya pertenezcan a la jerarquía, ya pertenezcan a la grey, son llamados a la santidad, según aquello del Apóstol: «Porque ésta es la voluntad de Dios, vuestra santificación» (1Ts 4, 3; Ef 1, 4)” (LG, 39).

San Josemaría –que ha sido considerado, precisamente en este punto, un precursor del Vaticano II– lo venía afirmando, de palabra y por escrito, desde decenios antes: “Con el comienzo de la Obra en 1928, mi predicación ha sido que la santidad no es cosa para privilegiados, sino que pueden ser divinos todos los caminos de la tierra, todos los estados, todas las profesiones, todas las tareas honestas” (CONV, 26). En un documento terminado de redactar en los años sesenta, pero con materiales de la década de 1930, recalcaba: “Hemos venido a decir, con la humildad de quien se sabe pecador y poca cosa –homo peccator sum (Lc 5, 8), decimos con Pedro–, pero con la fe de quien se deja guiar por la mano de Dios, que la santidad no es cosa para privilegiados: que a todos nos llama el Señor, que de todos espera Amor: de todos, estén donde estén; de todos, cualquiera que sea su estado, su profesión o su oficio. Porque esa vida corriente, ordinaria, sin apariencia, puede ser medio de santidad: no es necesario abandonar el propio estado en el mundo, para buscar a Dios, si el Señor no da a un alma la vocación religiosa, ya que todos los caminos de la tierra pueden ser ocasión de un encuentro con Cristo” (Carta 24-III-1930, n. 2: Illanes, 2007, pp. 146-147).

Y en otro lugar, haciendo referencia expresa a la gracia bautismal, decía: “todos estamos igualmente llamados a la santidad. No hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una versión rebajada del Evangelio: todos hemos recibido el mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos, una misma la fe, una misma  la esperanza, una la caridad (cfr. 1Co 12, 4-6; 1Co 13, 1-13)” (ECP, 134; cfr. en el mismo sentido F, 13, 562).

Estando todos los cristianos llamados a la plenitud de la vida cristiana, esta puede ser buscada, y alcanzada, en cualquier estado o condición. Concretamente el cristiano corriente, el laico seglar, debe buscar la configuración con Cristo en medio del mundo en que vive; de modo que es precisamente a través de las vicisitudes de la vida en el mundo como, unido a Dios y con la ayuda de la gracia, podrá llevar a plenitud su ser de cristiano. La existencia en el mundo (familiar, profesional, social, etc.) ofrece al cristiano, a quien Dios llama a vivir esa vida, la ocasión para tratar al Señor y servir a los demás ejercitando todas las virtudes –la caridad, la esperanza, la misericordia, la justicia, etc.– hasta el heroísmo y, de esta forma, perfeccionando a través de su conducta y de su vida ordinaria en el mundo la imagen de Cristo que le fue impresa en el Bautismo (cfr. Burkhart-López, I, 2010, pp. 49-52).

2.       Santidad y vida sacramental

San Josemaría predicó incansablemente que toda la vida del cristiano, la lucha por la santidad, surge de la gracia de Dios y de la correspondencia de cada uno a esa gracia. Y siendo los sacramentos los cauces ordinarios de la comunicación de  la gracia, no podían menos que aparecer muy frecuentemente en sus escritos y en su predicación. La raíz de la santidad del cristiano es sacramental. Los sacramentos lo configuran con Cristo y hacen posible que desarrolle la vida en Cristo que esa configuración trae consigo (cfr. ECP, 78). No es por eso de extrañar que los diversos sacramentos ocupen un papel destacado en la predicación del fundador del Opus Dei. Sirvan de ejemplo algunos textos:

–          “El cristiano se sabe injertado en Cristo por el Bautismo; habilitado a luchar por Cristo, por la Confirmación; llamado a obrar en el mundo por la participación en la función real, profética y sacerdotal de Cristo; hecho una sola cosa con Cristo por la Eucaristía, sacramento de la unidad y del amor” (ECP, 106).

–          “En el bautismo, Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo. El Señor, nos dice la Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo, renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos (Tt 3, 5-7)” (ECP, 128).

–          “«Induimini Dominum Jesum Christum» –revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, decía San Pablo a los Romanos. –En el Sacramento de la Penitencia es donde tú y yo nos revestimos de Jesucristo y de sus merecimientos” (C, 310).

–          “Se entiende que la Misa sea el centro y la raíz de la vida espiritual del cristiano. Es el fin de todos los sacramentos (cfr. S. Th. III, q. 65, a. 3). En la Misa se encamina hacia su plenitud la vida de la gracia, que fue depositada en nosotros por el Bautismo, y que crece, fortalecida por la Confirmación. Cuando participamos de la Eucaristía, escribe San Cirilo de Jerusalén, experimentamos la espiritualización deificante del Espíritu Santo, que no sólo nos configura con Cristo, como sucede en el Bautismo, sino que nos cristifica por entero, asociándonos a la plenitud de Cristo Jesús (Catequesis, 22, 3)” (ECP, 87).

–          “El matrimonio está hecho para que los que lo contraen se santifiquen en él, y santifiquen a través de él: para eso los cónyuges tienen una gracia especial, que confiere el sacramento instituido por Jesucristo. Quien es llamado al estado matrimonial, encuentra en ese estado –con la gracia de Dios– todo lo necesario para ser santo, para identificarse cada día más con Jesucristo, y para llevar hacia el Señor a las personas con las que convive” (CONV, 91).

En el conjunto de citas que acabamos de realizar se pueden distinguir dos cosas. En primer lugar, la íntima conexión de la doctrina de san Josemaría con toda la tradición cristiana y, si se quiere, particularmente con la de los Padres de la Iglesia. En segundo lugar, que esa acentuación sacramental de san Josemaría –según la perspectiva espiritual que le es propia– entronca y en parte se adelanta a algunos de los desarrollos en la fundamentación o enfoque de la teología moral contemporánea. Abandonando un planteamiento en parte voluntarista y en parte intelectualista –en  el que incidió gran parte de la teología moral del siglo XVI y siguientes–, en nuestros días se ha abierto paso en la teología moral un planteamiento de fundamentación, confirmado por Juan Pablo II en la Cart. Enc. Veritatis splendor, que se apoya en  la comprensión del sujeto moral cristiano como “hijo de Dios en Cristo por obra del Espíritu Santo”, viendo en el Bautismo y en la Eucaristía los dos momentos fundamentales de esa configuración.

El Bautismo incorpora a la persona que lo recibe a aquello que un día vivió Cristo: su muerte y su resurrección, su experiencia de la muerte y su paso a la vida. Participando en el Bautismo del acontecimiento de la Cruz, el hombre se ve realmente liberado del pecado. Y así como la muerte y sepultura de Cristo no son hechos aislados, sino que se ordenan a su resurrección –y han de ser comprendidos en conjunto–, así también, el sacramento del Bautismo tiene por objetivo un cambio completo del hombre, el don de la vida nueva, la participación en la vida misma de Cristo resucitado (cfr. VS, 21). Se participa, por tanto, de la muerte de Jesús para pasar a una vida libre del pecado en comunión con Cristo resucitado.

La Eucaristía a su vez se ordena a llevar a la plenitud esa vida nueva recibida en el Bautismo. En efecto, siguiendo el paralelismo tradicional que la teología católica establece entre los sacramentos y la vida natural del hombre, se puede decir que, así como nacer no es vivir, aunque para vivir hay que nacer, de modo análogo, el nacer a la vida cristiana, siendo imprescindible, no lo es todo: hay que vivir y ese vivir, que implica el actuar libre que desenvuelve la vida y la lleva a plenitud, es alimentado y hecho posible por la Eucaristía. Participar en la Eucaristía supone para el bautizado recibir a Cristo mismo y tomar parte en  la donación incondicionada de Cristo por amor, reconocer el amor sacrificial de Cristo y hacerlo propio configurando el propio modo de vivir al del Señor que se les entrega. El vivir del cristiano puede así ser un vivir desde y por amor, en una donación incondicionada al Padre y a los demás hombres, como el de Cristo.

Dicho con otras palabras, mediante la celebración de la Eucaristía, Cristo arranca al creyente de la posesión egoísta de sí mismo y lo hace partícipe de su misma caridad. Participando en este sacramento, el cristiano se hace capaz de articular su conducta desde el fundamento originario de su nueva vida, desde el amor, configurándose plenamente a Cristo y siendo capaz de vivir la vida del Señor, y así, convertirla en el seguimiento de Cristo, en la identificación con Jesús.

En sintonía con estas verdades cristianas, san Josemaría recalca la necesidad de que el sacrificio eucarístico, la santa Misa, constituya el centro y la raíz de la vida del bautizado: “Lucha para conseguir que el Santo Sacrificio del Altar sea el centro y la raíz de tu vida interior, de modo que toda la jornada se convierta en un acto de culto –prolongación de la Misa que has oído y preparación para la siguiente–, que se va desbordando en jaculatorias, en visitas al Santísimo, en ofrecimiento de tu trabajo profesional y de tu vida familiar…” (F, 69; cfr. en el mismo sentido, subrayando la razón de fin de todos los sacramentos que tiene la Eucaristía, ECP, 86-87). Y como prolongación de la celebración eucarística, el trato con Jesús en el Sagrario: “¡Sé alma de Eucaristía! –Si el centro de tus pensamientos y esperanzas está en el Sagrario, hijo, ¡qué abundantes los frutos de santidad y de apostolado!” (F, 835).

La participación en la vida de Cristo,  la unión con Cristo, presupone la acción del Espíritu Santo y, a la vez, conduce a abrazarse a ella. Es el Espíritu Santo quien santifica al hombre (cfr. C, 57), quien guía al cristiano en el proceso de configuración de la propia vida según Cristo: “el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios (Rm 8, 14)” (ECP, 135; cfr. C, 273).

Junto al Bautismo y a la Eucaristía san Josemaría concedía un lugar de privilegio en la vida del cristiano al sacramento de   la Penitencia. Era bien consciente de que en la respuesta libre del hombre a los dones de Dios cabe la posibilidad del error, de la flaqueza. De ahí que la santidad del cristiano se configure siempre con la forma de una lucha interior que no cesará hasta el momento mismo de la muerte: “La santidad está en la lucha, en saber que tenemos defectos y en tratar heroicamente de evitarlos. La santidad –insisto– está en superar esos defectos..., pero nos moriremos con defectos: si no, ya te lo he dicho, seríamos unos soberbios” (F, 312). En esa vida de amor y empeño, ocupa un lugar importante la Penitencia. “Cristo, que nos perdonó en la Cruz, sigue ofreciendo su perdón en el Sacramento de la Penitencia” (AD, 214), y poco después añade: “En este Sacramento maravilloso, el Señor  limpia tu alma y te inunda de alegría y de fuerza para no desmayar en tu pelea, y para retornar sin cansancio a Dios” (ibídem). De esa forma, la santidad del cristiano se va haciendo realidad mediante la sinergia de la voluntad y los dones de Dios, y la correspondencia libre, agradecida, amorosa y filial del hombre (cfr. S, 668; F, 429 y 990).

3.       La santidad como identificación con Cristo

Con toda la tradición cristiana, san Josemaría entiende la santidad como unión con Dios. Una unión a la que se ordenan los dones recibidos con el Bautismo y plenificados por la Eucaristía, que configuran con Cristo. El cristiano se une a Dios siendo configurado con Cristo y viviendo de lo que Cristo es por la obra del Espíritu Santo. Dicho con otras palabras, la santidad forma una sola cosa con la identificación con Cristo.

La expresión “identificación con Cristo” tiene un valor específico. No es, por lo demás, la única que permite la descripción de la vida cristiana como vida de relación con Cristo. El Nuevo Testamento mismo nos ofrece al menos otras dos: imitación de Cristo y seguimiento de Cristo, de tal modo que la santidad puede ser caracterizada como el seguir a Cristo y el imitar a Cristo. Está claro que el imitar y el seguir tienen aquí un sentido pleno, como lo enseña de modo catequético Juan Pablo II, en la Cart. Enc. Veritatis splendor: el fundamento esencial y original de la moral cristiana es seguir a Cristo, un seguimiento que no se reduce a una mera imitación exterior, sino a un seguir interior, conformándose a los sentimientos mismos de Jesús, compartiendo su vida y su destino, haciendo del amor la expresión de la propia vida (cfr. VS, 19).

El seguimiento y la imitación de Cristo entendidos de este modo son completamente análogos a lo que designamos como identificación con Cristo. De hecho, san Josemaría utiliza en muchas ocasiones esas expresiones: seguimiento de Cristo (cfr. S, 728), imitación de Cristo (cfr. ECP, 106). Pero se puede establecer un matiz que las diferencia de la identificación con Cristo. El matiz consiste en que para san Josemaría, la identificación con Cristo es como la meta o el ideal al que tienden  y en el que naturalmente han de terminar el seguimiento y la imitación de Cristo. El cristiano es y ha de llegar a ser “ipse Christus”, el mismo Cristo, dirá innumerables veces: “En la vida espiritual no hay una nueva época a la que llegar. Ya está todo dado en Cristo, que murió, y resucitó, y vive y permanece siempre. Pero hay que unirse a Él por la fe, dejando que su vida se manifieste en nosotros, de manera que pueda decirse que cada cristiano es no ya alter Christus, sino ipse Christus, ¡el mismo Cristo!” (ECP, 104).

Citamos dos textos más en los que san Josemaría pone de relieve la cercanía y la orientación de los conceptos de seguimiento e imitación de Cristo con el de identificación con Cristo:

–          “Hemos de aprender de Él, de Jesús, nuestro único modelo. Si quieres ir adelante previniendo tropiezos y extravíos, no tienes más que andar por donde Él anduvo, apoyar tus plantas sobre la impronta de sus pisadas, adentrarte en su Corazón humilde y paciente, beber del manantial de sus mandatos y afectos; en una palabra, has de identificarte con Jesucristo, has de procurar convertirte de verdad en otro Cristo entre tus hermanos los hombres” (AD, 128; el subrayado es nuestro).

–          “Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con Él, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 12, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo. Si el espejo es como debe ser, recogerá el semblante amabilísimo de nuestro Salvador sin desfigurarlo, sin caricaturas: y los demás tendrán la posibilidad de admirarlo, de seguirlo” (AD, 299).

Al comprender la santidad como identificación con Cristo, san Josemaría la concibe, por un lado, como algo dado, que se comunica al cristiano con la gracia a través de los sacramentos, empezando por el Bautismo. Y por otro lado, como un proceso de crecimiento en la semejanza a Cristo, que se va obrando a lo largo de toda  la vida por la correspondencia del cristiano a la gracia recibida. Esa plenitud llegará al final, cuando cada uno, tras la muerte, alcance la identificación plena con Cristo  y, con ella, la comunión plena de vida con Dios. Pero se inicia ya en la vida en el tiempo con la correlación entre gracia de Dios y correspondencia del hombre. De aquí que san Josemaría describiera la santidad al mismo tiempo como un don y como una tarea. Dios concede sus dones; el hombre, al recibirlo, es llamado a aplicar su libertad en corresponder con todas sus fuerzas de modo que el Espíritu Santo pueda ir conformando en él la imagen de Cristo. “No es posible quedarse inmóviles. Es necesario ir adelante hacia la meta que San Pablo señalaba: no soy yo el que vivo, sino que Cristo vive en mí (Ga 2, 20). La ambición es alta y nobilísima: la identificación con Cristo, la santidad. Pero no hay otro camino, si se desea ser coherente con la vida divina que, por el Bautismo, Dios ha hecho nacer en nuestras almas. El avance es progreso en santidad; el retroceso es negarse al desarrollo normal de la vida cristiana. Porque el fuego del amor de Dios necesita ser alimentado, crecer cada día, arraigándose en el alma; y el fuego se mantiene vivo quemando cosas nuevas” (ECP, 58).

4.       Santidad y apostolado

La comprensión de la santidad como identificación con Cristo lleva consigo ineludiblemente la afirmación del apostolado, la  llamada  como  contribución  a  la santificación de los demás, como una tarea inherente a la propia santificación. En efecto, dada la configuración real con Cristo que se obra con el Bautismo y se plenifica con la Eucaristía, el ser, el sentir y el vivir del cristiano pueden ser, deben ser, el ser y el sentir del propio Cristo. En suma, la configuración del cristiano con Cristo lleva también consigo la configuración de la misión del cristiano en el mundo con la de Cristo.

Fue en san Josemaría una profunda convicción doctrinal la inseparabilidad en Jesucristo de su ser y de su misión: “No es posible separar en Cristo su ser de Dios- Hombre y su función de Redentor. El Verbo se hizo carne y vino a la tierra ut omnes homines salvi fiant (cfr. 1Tm 2, 4), para salvar a todos los hombres. Con nuestras miserias y limitaciones personales, somos otros Cristos, el mismo Cristo, llamados también a servir a todos los hombres” (ECP, 106). Si en Cristo ser y misión constituyen una unidad indisociable, en el cristiano, configurado verdaderamente a Cristo, ha de ocurrir lo mismo. El apostolado es, desde esta perspectiva, la manifestación de la santidad: “Es preciso que seas «hombre de Dios», hombre de vida interior, hombre de oración y de sacrificio. –Tu apostolado debe ser una superabundancia de tu vida «para adentro»” (C, 961).

La vida del cristiano es, por eso, para san Josemaría una vida dotada de un significado apostólico profundo, determinante. Así como Cristo vivió para entregarse para la redención de los hombres, también el cristiano debe vivir de cara a los demás, con actitud no sólo de respeto sino de amor y de espíritu de servicio, procurando transmitirles siempre  con  respeto  a su libertad, lo que sabe que es el don más precioso para todo hombre, la fe. De este modo el cristiano continúa la misión redentora de Cristo: “Abrazar la fe cristiana es comprometerse a continuar entre las criaturas la misión de Jesús. Hemos de ser, cada uno de nosotros, alter Christus, ipse Christus, otro Cristo, el mismo Cristo. Sólo así podremos emprender esa empresa grande, inmensa, interminable: santificar desde dentro todas las estructuras temporales, llevando allí el fermento de la Redención” (ECP, 183).

En esta línea, y con frecuencia, san Josemaría utiliza el término corredención  o corredentores para significar gráficamente la participación del cristiano en la misión de Cristo (de cuyo ser ya participa por la gracia): “La gran misión que recibimos, en el Bautismo, es la corredención. Nos urge la caridad de Cristo (cfr. 2Co 5, 14), para tomar sobre nuestros hombros una parte de esa tarea divina de rescatar las almas. Mirad: la Redención, que quedó consumada cuando Jesús murió en la vergüenza y en la gloria de la Cruz, escándalo para los judíos, necedad para los gentiles (1 Co 1, 23), por voluntad de Dios continuará haciéndose hasta que llegue la hora del Señor. No es compatible vivir según el Corazón de Jesucristo, y no sentirse enviado, como Él, peccatores salvos facere (1Tm 1, 15), para salvar a todos los pecadores, convencidos de que nosotros mismos necesitamos confiar más cada día en la misericordia de Dios. De ahí el deseo vehemente de considerarnos corredentores con Cristo, de salvar con Él a todas las almas, porque somos, queremos ser ipse Christus, el mismo Jesucristo, y Él se dio a sí mismo en rescate por todos (1Tm 2, 6)” (ECP, 120-121). Corredención, apostolado, santificación de la vida ordinaria, santidad forman así una profunda unidad.

5.       El camino de la santidad

El proceso a través del cual el bautizado va progresando en la configuración con Cristo recibida en el Bautismo tiene para san Josemaría una serie de referencias, como jalones, necesarias para alcanzar esa finalidad. Se pueden encontrar expresadas con una gran belleza en la homilía Hacia la santidad (AD, 294-316). También aparecen con los matices del tema concreto de que se ocupa en La grandeza de la vida corriente (AD, 1-22). Las mismas ideas pueden encontrarse diseminadas por toda su predicación.

En apretada síntesis, se podrían señalar los siguientes rasgos o dimensiones en ese camino de santidad o identificación con Cristo:

a)       Piedad, trato personal con Dios, vida interior

“La meta no es fácil: identificarnos con Cristo. Pero tampoco es difícil, si vivimos como el Señor nos ha enseñado: si acudimos diariamente a su Palabra, si empapamos nuestra vida con la realidad sacramental –la Eucaristía– que Él nos ha dado por alimento” (ECP, 32). Impulsa, por tanto, al trato directo con Dios en la oración y en la Eucaristía, como medio indispensable para identificarse con Él (cfr. también, ECP, 107; AD, 111). En definitiva, se trata de conocer y amar a Jesucristo, lo que implica dirigir la mirada hacia la Humanidad Santísima de Cristo (cfr. AD, 299-300), mediante la lectura meditada del Santo Evangelio y de la Pasión del Señor.

En la homilía Hacia la santidad describe con detalle ese camino de oración, subrayando –de cara precisamente a poner de relieve que trata de un camino llamado a ser recorrido por cristianos corrientes– que se inicia con las oraciones que se aprendieron desde niños, de modo que, perseverando en ese inicio de contemplación que implica la oración infantil, y a través de una vida espiritual cada vez más honda, se llega hasta la intimidad con la Trinidad Beatísima (cfr. AD, 295-298).

b)       Amor a la Cruz

De manera clara, san Josemaría advierte que “estar con Jesús es, seguramente, toparse con su Cruz. Cuando nos abandonamos en las manos de Dios, es frecuente que Él permita que saboreemos el dolor, la soledad, las contradicciones, las calumnias, las difamaciones, las burlas, por dentro y por fuera: porque quiere conformarnos a su imagen y semejanza,  y tolera también que nos llamen locos” (AD, 301).

La Cruz, que formó parte integrante de la vida de Jesús entre los hombres, no puede no estar presente en la del cristiano, que tiene que ser vida de amor y de entrega. La contemplación de la cruz de Cristo ayuda por lo demás a alcanzar una comprensión profunda del sentido verdadero del dolor y del sufrimiento, hasta captar ese signo positivo –capacidad de amar sin límites en la obra de la redención– que tan difícil es de vislumbrar cuando se contempla desde una perspectiva exclusivamente natural.

De ahí que invitara a meditar en la Pasión del Señor, introduciéndose por derroteros de contemplación hasta las llagas abiertas del Redentor (cfr. AD, 302).

c)       En la vida corriente

San Josemaría describe un itinerario exigente que puede y debe ser recorrido por cualquier persona en el contexto de  su vida normal y corriente. No hay en la santidad nada que pueda ser considerado extraordinario, en el sentido de reservado para algunos que reciben de Dios un don particular, aunque tenga todo lo extraordinario que implica la realidad  del  obrar de Dios: “Me interesa confirmar de nuevo –afirma en una de sus homilías– que no me refiero a un modo extraordinario de vivir cristianamente” (AD, 312), sino de afrontar la vida ordinaria y corriente, con presencia de Dios y con espíritu de servicio que anima todas las acciones. Es en las circunstancias de cada día y a través precisamente de ellas, donde el cristiano encuentra a Dios y vive la vida sobrenatural que le ha sido comunicada por la gracia divina.

d)       En unión con la Santísima Virgen

El cristiano está acompañado a lo largo de todo su camino por la Madre del Redentor. Es en María donde mejor se ha realizado la configuración a Cristo, en su ser y en su misión, por obra del Espíritu Santo, y es María quien puede guiar al cristiano en ese proceso de identificación. El modelo del cristiano es siempre Jesucristo, pero para acercarse a ese modelo ha de estar presente ante nuestros ojos la vida, el ejemplo de la Santísima Virgen, como modelo para la identificación con Jesucristo.

Pueden citarse aquí, junto a numerosos puntos de Camino, Surco y Forja, las tres homilías sobre la Virgen publicadas en Es Cristo que pasa y Amigos de Dios, en las que san Josemaría exhorta a imitar a María, a sentirse identificado con Ella, para alcanzar la santidad y, como redundancia, a cumplir la personal misión apostólica. Citamos un pasaje entre tantos otros: “Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con Él por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María,  de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios” (AD, 281).

Enrique Molina, en cedejbiblioteca.unav.edu

José Granados

Poco después de su nombramiento como nuevo prefecto del Dicasterio de la Doctrina de la Fe, Víctor Manuel Fernández se quejaba en una entrevista de las críticas que había recibido por un libro que escribió cuando era un joven sacerdote. El cardenal Fernández tenía razón al pedir que se evaluara su teología sobre la base de su amplia producción académica. En este artículo examino sus contribuciones teológicas más importantes [1]. La tarea es de particular interés por la responsabilidad que el Papa Francisco ha confiado al cardenal Fernández de custodiar el depósito de la fe y promover su conocimiento y estudio.

Fernández ha escrito innumerables libros para ayudar a los pastores y acompañar a los fieles en la oración. Dejaré de lado esta ingente producción para centrarme en sus textos más teológicos. Las principales obras son un manual de teología de la gracia [2] y una exposición razonada de la espiritualidad cristiana [3]. Hay numerosos artículos publicados en revistas especializadas que cubren temas como la exégesis bíblica, antropología teológica, teología moral, método teológico, la Trinidad, el ecumenismo, etc. [4]. En la selección de los temas, me ha ayudado la propia descripción que Fernández hace de su teología [5].

Como mostraré, Fernández señala acertadamente la centralidad de la caridad en el conjunto de la doctrina cristiana. La pregunta que me gustaría plantear es la siguiente: ¿Cuál es la visión de Fernández de la caridad? Si, como dice San Pablo, "la caridad edifica" (1Co 8,1), ¿cuál es la arquitectura de la caridad para que edifique la comunión entre el pueblo de Dios?

Comienzo con la identificación de la inspiración central de la propuesta de Fernández. A continuación, examinaré algunas de sus implicaciones para el debate teológico contemporáneo.

1. El pueblo como "contexto ineludible" de la teología

Las dos ideas inspiradoras de la visión de Fernández son las siguientes: a) la importancia de hacer teología "desde el pueblo"; y b) la primacía de la caridad, con la insistencia de que los principales actos externos de la caridad son los actos de misericordia. Ambas ideas proceden de una preocupación pastoral por presentar la fe a los sencillos y de acompañarles en su camino en la fragilidad de su situación.

Fernández desarrolla una teología "desde el pueblo", inspirada por teólogos como Lucio Gera y Rafael Tello [6]. Él afirma que el pueblo cristiano, especialmente los sencillos y los pobres, posee una visión especial de las verdades de la fe, aunque tengan poco poder especulativo o racional. Hay formas de conocimiento de Dios que eluden a los eruditos y que la gente sencilla es más capaz de captar a través de la experiencia vivida del misterio divino. Fernández afirma haber encontrado esta idea en la perspectiva sapiencial de San Buenaventura, al que estudió para su tesis doctoral en la Universidad Católica Argentina.

Es importante subrayar que la teología del pueblo de Fernández se distancia de la teología de la liberación de inspiración marxista. Fernández critica a los teólogos de la liberación por no reconocer la sabiduría del pueblo, ya que, según el marxismo, el pueblo está alienado y necesita de instrucción para la lucha de clases [7]. Para Fernández, por el contrario, el pueblo posee una sabiduría que es la fuente originaria del conocimiento teológico. Por eso, el teólogo está llamado a acercarse a los pobres y a descubrir en ellos un profundo sentido de trascendencia, como se manifiesta, por ejemplo, en la piedad popular.

Esta valoración del contexto popular lleva a Fernández a escribir que, en lugar de sensus fidelium, sería mejor hablar de sensus populi [8]. La razón de este cambio es que con la expresión sensus fidelium los "creyentes" pueden verse como separados unos de otros y perder así el conocimiento que viene de su unidad como pueblo. Porque hay elementos de conocimiento que no son accesibles a la persona aislada, sino sólo a la persona en relación con el conjunto de toda la cultura.

En cuanto a la posición de Fernández, hay que señalar que, si bien es cierto que existe una dimensión comunitaria del conocimiento de los fieles, la expresión sensus populi por sí sola es insuficiente, pues ignora la centralidad de la fe. Sería mejor hablar de un sensus populi fidelis, es decir, de un sentido del pueblo fiel. De lo contrario, la visión sociológica del pueblo podría primar sobre la revelación como fundamento de nuestro conocimiento de Dios. Pues el pueblo como tal no es fuente de conocimiento teológico. No haber aclarado suficientemente este punto, expone la teología de Fernández a ciertos riesgos, de los que, como veremos, no escapa del todo.

Inspirado por esta teología del pueblo, Fernández escribió un comentario a la nota de la Congregación para la Doctrina de la Fe (CDF) sobre las obras del teólogo de la liberación Jon Sobrino [9]. La CDF objeta la afirmación de Sobrino de que la teología no puede tener como fundamento último la experiencia de los pobres, ya que la teología se basa en la revelación recibida en la fe. Fernández coincide con este juicio y reitera que el fundamento de la teología es la revelación. Sin embargo, no está del todo satisfecho con la respuesta de la CDF y vuelve a destacar el papel del pueblo. Según él, el pueblo, aunque no constituye el fundamento último de la teología, es su "contexto inmediato e inevitable" [10].

¿Cómo valorar esta propuesta? Es importante señalar que para Fernández el contexto no es algo accidental, sino que determina profundamente el conocimiento del objeto estudiado. Su descripción del sensus populi va en esta dirección, pues propone no tanto una teología del pueblo, sino una teología desde el pueblo. Fernández sostiene que nuestro conocimiento se sitúa en un contexto e influido decisivamente por él.

Es aquí donde la propuesta de Fernández podría ser problemática, si considerara la revelación y la experiencia del pueblo como dos fuentes paralelas. ¿No supondría esto situar la experiencia social, que puede estar contaminada por el pecado y el error, en un nivel similar a la Palabra revelada? ¿Qué hacer en caso de conflicto entre ambas? En un artículo posterior Fernández aclaró que el contexto del pueblo no puede considerarse "determinante para la teología" [11], pero insistió en que el pueblo es el contexto inmediato e ineludible de la teología.

Estoy de acuerdo con Fernández en que es importante considerar el contexto de la teología. Sin embargo, creo que es necesaria una matización importante: la propia revelación ya proporciona un contexto. El verdadero contexto inmediato e ineludible de la teología católica viene dado por la Iglesia como cuerpo de Cristo, que a su vez está enraizada en la Eucaristía y en la red de relaciones que ésta establece. Además, ya que la Eucaristía incluye en sí misma el orden de la creación, el contexto inmediato de la teología también viene dado por la "ecología humana" establecida por Dios en el principio, cuya piedra angular es la "única carne" de hombre y mujer. Este es el contexto universal que subyace a cualquier otro contexto cultural particular. El contexto de cada cultura debe tenerse en cuenta, pero sólo de forma secundaria, en función del contexto primario inmediato, que está marcado tanto por la Eucaristía como por la ecología humana integral establecida cuando Dios creó al varón y a la mujer y los unió en una sola carne (cf. Gn 1:27, Gn 2:24). Este es el modo de preservar la unidad de la visión católica que, de otro modo, variaría en su esencia de una cultura a otra, de una clase social a otra.

Aunque Fernández ha dejado claro que el contexto del pueblo nunca puede primar sobre la fe revelada, la influencia de su teología "desde el pueblo" parece haberle llevado a considerar algunos conflictos entre este contexto del pueblo pobre y la doctrina católica. ¿Cuáles son esos conflictos? El primero tiene que ver con la difícil situación en la que viven los pobres, entre ellos que "algunos aspectos de la moral cristiana están poco o imperfectamente desarrollados" [12]. El segundo se refiere a algunos errores, por parte de la gente sencilla, sobre elementos de la doctrina de la fe. Veremos más adelante cómo se posiciona Fernández ante estos conflictos. En primer lugar, es necesario repasar brevemente la noción de caridad que trata Fernández, ya que la presenta como una salida a esos conflictos.

2. La primacía de la caridad fraterna

La teología "desde el pueblo" de Fernández le invita a postular la primacía de la caridad como clave de la vida moral y de la espiritualidad de los fieles. De este modo, Fernández se sitúa en la mejor línea de la tradición moral católica. Además, Fernández se apoya en el análisis tomista de la caridad [13]. ¿Cuál es la lectura que Fernández hace del Aquinate?

Fernández ve la caridad como una participación en el dinamismo trinitario, que él entiende sobre todo como un éxtasis, es decir, un "salir de sí mismo". Por eso, cuando habla de caridad, Fernández se concentra en el amor fraterno como nuestro modo de salir hacia el prójimo. Además de este enfoque de la caridad como éxtasis fraterno, Fernández insiste sobre todo en la caridad como sostenimiento de los pobres en sus necesidades materiales concretas. Veamos más de cerca estas cuestiones.

2.1

Por un lado, Fernández defiende la idea de que, según Santo Tomás, la misericordia con el prójimo es "la más alta de las virtudes en cuanto a las obras externas" [14]. Por tanto, si bien el centro de la caridad es nuestra unión con Dios, su principal manifestación externa es la misericordia hacia el prójimo. Fernández utiliza este principio para argumentar, como veremos en la próxima sección, que en el discernimiento moral las obras de misericordia tienen prioridad sobre los demás mandamientos. Hay que hacer dos observaciones críticas sobre esta prioridad concedida a las obras fraternas de caridad.

En primer lugar, para el Aquinate los actos de misericordia superan a los actos de todas las demás virtudes que "se relacionan con el prójimo" (ST II-II, q. 30, a. 4 co.). Sin embargo, los actos de misericordia no son los mayores con relación a otros actos externos que se refieren a Dios. De hecho, Santo Tomás enseña que el martirio, en el que se ofrece la propia vida por amor de Dios (ST II-II, q. 124, a. 3 ad-2), es el acto externo en el que mejor se manifiesta la caridad (ST II-II, q. 124, a. 3 co.).

En segundo lugar, si leemos el contexto completo de la cita de Fernández en apoyo de su afirmación sobre la primacía de la misericordia, vemos que el Aquinate, a la pregunta de si la misericordia es la mayor de las virtudes, responde que no lo es. Santo Tomás sólo afirma que la misericordia puede ser considerada la mayor virtud de paso y en referencia a las virtudes que posee Dios, no a las virtudes que posee el hombre. Pues en el hombre la virtud (es decir, la caridad) que nos une a Dios, de quien recibimos todo lo bueno, prevalece sobre la misericordia. Por tanto, no es posible apoyarse en San Tomás para repetir, con referencia a las personas humanas, que la misericordia es la mayor de las virtudes. Para el Aquinate, la virtud de la obediencia, en la medida en que a través de ella ofrecemos nuestra voluntad a Dios, es mayor que todas las virtudes morales, incluida la misericordia (ST II-II, q. 104, a. 3) [15].

2.2

Esto nos lleva a un segundo rasgo de la visión de Fernández, que, al describir la caridad, insiste en que su principal manifestación externa es ayudar al prójimo a mejorar sus necesidades materiales. Por ejemplo, cuando Fernández presenta el pensamiento de Santo Tomás sobre los efectos de la caridad, insiste en la benevolencia y la limosna como los actos propios de caridad que dependen directamente de esta virtud [16].

Ahora bien, aquí hay una omisión importante, pues la misericordia no se centra principalmente en atender las necesidades materiales de nuestros hermanos y hermanas, sino en ayudarles a vivir en unión con Dios, que también incluye actos externos como la corrección fraterna (ST II-II, q. 33) [17]. Esta era ya la visión de san Agustín sobre la misericordia (De civitate Dei 10.6), que Santo Tomás sigue. La caridad se ordena hacia la comunicación del mayor bien al prójimo, es decir, a unir al prójimo con Dios. Precisamente por esta razón estamos llamados a amar al prójimo como a nosotros mismos, no más que a nosotros mismos. Amar al prójimo significa desear para él el mayor bien que deseamos para nosotros mismos, que es la unión con Dios.

Por supuesto, esta orientación hacia Dios no disminuye la importancia de ayudar al prójimo en sus necesidades materiales. La cuestión solo es que la ayuda al prójimo tiene su lugar propio dentro de la ratio formalis de la caridad, que es la unión con Dios. En consecuencia, esta ayuda material no tiene el valor paradigmático que le atribuye Fernández, de modo que tendría prioridad sobre el cumplimiento de otros mandamientos. De hecho, el cumplimiento de los mandamientos es necesario para nuestra unión con Dios.

Si, como hace Fernández, damos prioridad a la caridad como amor fraterno (aunque sólo sea en términos de obras externas), y no como unión radical con Dios, es posible, como veremos, encontrar conflictos de la caridad con algunos mandamientos de la ley de Dios, o de la caridad con la proclamación de algunas enseñanzas de la Iglesia. Además, esta primacía de la caridad fraterna afecta a la comprensión de los sacramentos (estructurados en torno a la Eucaristía, sacramento de la caridad) y de la Iglesia que nace de estos sacramentos. Examinemos ahora estos cuatro aspectos: (3) la ley moral; (4) la confesión de fe; (5) la naturaleza sacramental de la Iglesia; y (6) las consecuencias para la eclesiología.

3. La caridad como criterio frente a los conflictos causados por la debilidad humana

La teología "desde el pueblo" muestra la preocupación de Fernández por tratar la fragilidad y debilidad humanas. Fernández destaca los condicionamientos, algunos de ellos derivados de la pobreza, que dificultan el cumplimiento de toda la ley moral. Sin embargo, añade Fernández, en medio de esta pobreza, los pobres encuentran una espiritualidad que les acerca a Dios, superando incluso a otros cristianos que son más fieles a los mandamientos.

Fernández trata de defender esta conclusión sin negar el valor de la enseñanza moral de la Iglesia. Al igual que su propuesta de una teología popular se distancia de la teología de la liberación al valorar la piedad popular, su propuesta moral pretende distanciarse de la teología liberal del disenso de la enseñanza moral católica, que según Fernández es típica de Europa pero no de América Latina [18]. ¿Cómo, entonces, Fernández mantiene tanto la validez de las normas objetivas y la posibilidad de una relación viva con Dios en conflicto con algunas de esas normas? Fernández sugiere dos maneras.

3.1

En primer lugar, concede gran importancia a los factores que nos eximen de responsabilidad moral. Fernández se apoya en una doctrina católica común, citando el Catecismo (1735, 2352b). La doctrina sostiene que hay una diferencia entre un pecado objetivamente grave (como el adulterio o la anticoncepción) y la culpa ante Dios de la persona que lo comete. En efecto, hay factores que atenúan o incluso eliminan la responsabilidad, ya sea por ignorancia de la ley o por debilidad en su cumplimiento, causada en parte por una deficiente educación, heridas afectivas, condicionamientos sociales, etc.

Fernández ofrece una original interpretación de este principio. Para él, expresa la unicidad de cada persona ante Dios. Como dice, hablando de las múltiples espiritualidades presentes en la Iglesia, "la Iglesia misma reconoce esta desproporción entre su doctrina objetiva y el camino misterioso de cada persona cuando ella dice que se puede hablar de ‘pecado grave, entendido objetivamente’, pero sin poder juzgar la imputabilidad subjetiva " [19]. La ley moral objetiva tiene, pues, un valor general para todos, mientras que la responsabilidad subjetiva tiene en cuenta "el misterioso camino de cada persona". Esta separación entre la esfera objetiva y la subjetiva permite a Fernández afirmar, por un lado, que él defiende la moral tradicional de la Iglesia y, por otro, que cada uno tiene su propio camino hacia Dios, aunque en algunos casos este camino entre en conflicto con los mandamientos de Dios.

Ahora bien, ¿cómo se ha interpretado esta falta de imputabilidad en la teología moral católica? En primer lugar, estas situaciones de no imputabilidad de un pecado son una grave deficiencia de la persona, no un reflejo de su vocación única e irrepetible. La falta de imputabilidad se debe a la ignorancia del mal cometido o a la ausencia de libertad para elegir el bien. Aunque uno no sea el causante de esta dramática situación, es una desgracia que uno no pueda ser considerado responsable de lo que ha hecho. Recordemos que, como ha mostrado Paul Ricoeur, una característica clave del "hombre capaz" es precisamente la imputabilidad de sus actos [20].

Además, esta falta de responsabilidad no puede deberse simplemente a la difícil situación en la que se encuentra la persona, sino a la privación de conocimiento y/o libertad. Ahora bien, Fernández parece incluir, entre estos factores atenuantes de la responsabilidad, también las circunstancias externas a la persona, como, por ejemplo, la dificultad de separarse de un segundo marido con el que se ha contraído matrimonio civil y con el que se tienen hijos [21]. Aquí estamos ya pasando de excusar a una persona por falta de disposición subjetiva a excusarla por las circunstancias en las que vive. Veamos esta última posibilidad.

3.2

La segunda vía propuesta por Fernández para excusar el cumplimiento de algunos mandamientos se basa en la consideración del amor fraterno como criterio superior a cualquier otro mandamiento moral. Según Fernández, conflictos subjetivos de deberes pueden surgir, y entonces el amor al prójimo es la norma a seguir en todo momento, sin excepción [22]. Para sostener esta opinión Fernández postula que la virtud de la caridad podría determinar directamente la racionalidad de una acción, sin referencia a la prudencia [23]. Fernández argumenta que la caridad es capaz de especificar el fin inmediato de algunas de nuestras acciones morales (como en los actos de misericordia), que se anteponen a otras acciones que están inmediatamente especificadas por la prudencia y por el resto de las virtudes. Así, en el caso de un conflicto subjetivo, la caridad tendría que seguirse incluso sin tener en cuenta la prudencia y las demás virtudes [24]. Es decir, la caridad actúa a través de la prudencia y las demás virtudes morales (ST I-II, q. 65, a. 3) precisamente porque la caridad asume todo lo que es humano para llevarlo a Dios. Si la caridad actuara sin tener en cuenta la plenitud de nuestra humanidad, negaría nuestro origen en el Creador y, por tanto, no podría unirnos a Él. Recordemos, por ejemplo, que, según el de Aquino, incluso el acto del martirio, ordenado por la caridad, está especificado por una virtud moral, es decir, por la fortaleza (ST II-II, q. 124, a. 2). Si este es el caso para el más excelente de los actos cristianos, ¿cómo podría no serlo para el resto de nuestros actos?

Es cierto que las opiniones de Fernández sobre este punto no son siempre coherentes. En un artículo publicado en 2006 parece sostener que los actos directamente especificados por la caridad (entendidos como los actos de misericordia) podrían justificar acciones contrarias a otros mandamientos, como en el caso de los actos anticonceptivos [25]. Incluso si una persona vive en contradicción objetiva con una norma moral, participaría del dinamismo trinitario de auto-trascendencia, por lo que no habría que hablar de pecado, sino de "auto-trascendencia imperfecta" [26]. En 2011 aclaró que no estaba sugiriendo que la caridad pudiera cambiar la inmoralidad objetiva de un acto contrario a los mandamientos, sino que sólo se refería a situaciones de imputabilidad disminuida. En estas situaciones, según la aclaración de Fernández, la caridad podría seguir ayudando a la persona a acercarse a Dios en medio de un acto malo, pero no a través de ese acto malo. Más tarde, en una entrevista que Fernández concedió a La Civiltà Cattolica en 2023, volvió a insistir en la capacidad de la caridad para especificar directamente la racionalidad de una acción independientemente de la prudencia y de las demás virtudes. ¿Quiere decir, en contra de lo que escribió en 2011, que los actos específicos de caridad permiten justificar acciones contra algunos mandamientos en caso de conflicto con estos actos de caridad? [27].

Pero volvamos al objetivo declarado por Fernández de ayudar a las personas frágiles a crecer gradualmente en fidelidad al Evangelio. Es difícil ver por qué, para lograr este fin, es necesario o bien asumir una falta de responsabilidad en la persona o abandonar la coherencia entre la caridad y el resto de los preceptos de la ley. En cualquiera de los dos casos, al vivir en contra de los preceptos de la ley de Dios, el hombre se daña a sí mismo y disminuye su capacidad de amar. Este diagnóstico no impide a la Iglesia utilizar una pedagogía que, con sensibilidad y paciencia, ayude a la persona a emprender un camino de curación. Un médico, por ejemplo, puede tener que evitar decir a la cara de un paciente la palabra "cáncer", pero no puede, no puede engañarse a sí mismo ni al paciente diciéndole que no se preocupe, porque el paciente no siente dolor subjetivo o porque tiene una parte, aunque sea imperfecta, de salud. El diagnóstico correcto tampoco impide al médico encaminar al paciente hacia la recuperación. Por el contrario, el conocimiento de la enfermedad y su tratamiento es la base para abrir un camino gradual hacia la curación. Consideremos ahora el valor de la doctrina cristiana en este camino del hombre hacia su curación en Dios.

4. Caridad y doctrina cristiana: ¿Qué arquitectura?

El contexto de la teología "desde el pueblo" influye también en la manera en que Fernández entiende la revelación y nuestro acceso a ella. Le interesa mostrar cómo en el pueblo sencillo puede coexistir un profundo conocimiento de Dios con imperfecciones en el conocimiento de la doctrina de la fe.

Comienza afirmando que las personas, a través de la experiencia, pueden alcanzar una familiaridad con las cosas divinas que podría superar la de los teólogos eruditos. Se trata de una importante intuición que lleva a Fernández a insistir con acierto en la caridad como fuente de conocimiento y en la importancia de conocer a Dios a través de la connaturalidad con Él. La capacidad de los sencillos para conocer a Dios se ha puesto de relieve en toda la tradición teológica. Tanto San Agustín como Santo Tomás, por ejemplo, alabaron el conocimiento de Dios del pueblo llano, que es mayor que el de todos los filósofos antiguos [28].

De esta distancia entre lo culto y lo sencillo Fernández infiere una distancia entre lo que se cree (fides quae) y la actitud del creyente (fides qua) [29]. Según Fernández, hay una prioridad de la fides qua, es decir, de la apertura confiada del creyente a Dios mismo que revela, sobre la fides quae, que es la propia verdad revelada. ¿Hay alguna base para esta conclusión?

Fernández dice confiar en San Buenaventura. Sin embargo, en el texto citado por Fernández, San Buenaventura clasifica diferentes aspectos de la fe como disposición del hombre, es decir, diferentes aspectos de la fides qua. Buenaventura no cuestiona la precedencia de lo revelado (fides quae) sobre nuestras disposiciones de aceptarlo (fides qua). Fernández tiene razón al decir que sin la (fides qua) no podemos salvarnos, porque “incluso los demonios creen, y tiemblan” (St 2, 19, RSVCE). Pero una sana disposición de fe (fides qua) sólo es tal si se acepta la primacía de la (fides quae), es decir, de lo revelado por Dios, que siempre tiene prioridad sobre nuestra aceptación de su revelación. Porque, como San Agustín argumenta (Confesiones 1.1), si erramos en el conocimiento de Dios, podríamos dirigirnos a alguien distinto de Él.

La supuesta prioridad de la disposición del creyente sobre la doctrina objetiva es sostenida por Fernández para permitir un íntimo conocimiento de Dios que coexista con errores en la confesión de la fe. Él busca apoyo para esta afirmación en Tomás de Aquino, quien, según Fernández, enseña que puede haber una mayor perfección en la fe en términos de adhesión a Dios, incluso aunque haya errores en el razonamiento explícito [30]. Sin embargo, Santo Tomás afirma que esta mayor adhesión puede darse con una fe implícita pero no con una fe errónea [31]. De hecho, según Tomás de Aquino, si uno no cree en un artículo de fe, no tiene fe alguna (ST II-II, q. 5, a. 2).

Es interesante que, en este contexto de aceptación de fe, Fernández invoca nuevamente el principio de la subjetiva no imputabilidad de algunos pecados, con la cita repetida del Catecismo (1735, 2352b). Vemos así un paralelo entre la excusa de acciones contrarias a la ley moral objetiva y la excusa de “imperfecciones de la fe”.

Esta primacía de la experiencia vivida sobre el contenido de la fe ayuda a explicar por qué Fernández puede afirmar que la doctrina católica cambia a lo largo de la historia sin que cambie la propia experiencia cristiana. Fernández insiste en que las fórmulas de la fe son siempre limitadas porque nuestro conocimiento está condicionado, y Dios es siempre mayor que nuestro entendimiento. Por lo tanto, puede suceder que la profundización de nuestro conocimiento de la fe puede llevarnos a negar formulaciones anteriores de la misma fe [32].

La propuesta de Fernández contrasta aquí con la visión de San John Henry Newman sobre el desarrollo de la doctrina. De acuerdo con Newman, la “continuidad lógica” es una de las notas que distinguen un desarrollo saludable de una corrupción [33]. Para Newman está claro que no todos los acontecimientos pueden explicarse por mera lógica, porque lo que se desarrolla es una idea viva. Pero también está claro para Newman que el desarrollo debe incluir la lógica, de modo que una formulación no puede contradecir formulaciones anteriores. Otra de las ideas de Newman es que todo verdadero desarrollo implica necesariamente la conservación de las enseñanzas del pasado [34].

En realidad, la fe en la Encarnación es fe en que el misterio de Dios se ha hecho accesible al hombre y que su Palabra puede ser formulada en lenguaje humano, como sucedió a través de la predicación de Jesús. Por esta razón, lo que la Iglesia ha enseñado sigue siendo válido a través del tiempo, de modo que ninguna nueva formulación puede contradecir lo que se enseñó en una formulación anterior. Recordemos la Dogmática Constitución Dei Filius del Concilio Vaticano I: “Debe conservarse perpetuamente esa comprensión de sus dogmas sagrados, que la Santa Madre Iglesia ha declarado una vez; y nunca debe haber recesión de ese significado bajo el nombre engañoso de una comprensión más profunda” [35]. Por esta razón, el concilio condena a cualquiera que afirme que “en algún momento, ante el avance del conocimiento, se puede asignar un sentido a los dogmas propuestos por la Iglesia, que sea diferente de lo que la Iglesia ha comprendido y comprende” (DH 3043).

Sin embargo, Fernández acepta cambios en la doctrina que no siguen la misma línea que las doctrinas anteriores. Él da varios ejemplos: la esclavitud, la posibilidad de salvación fuera de la Iglesia, y la libertad religiosa [36]. Sin embargo, se podría argumentar que existe un desarrollo coherente en todos estos casos. Consideremos la esclavitud como ejemplo. Fernández cita la bula papal Romanus pontifex de 1455, lo que permitió al rey de Portugal tomar esclavos. Fernández afirma que la Iglesia cambió posteriormente su enseñanza sobre este punto, que es uno de importancia porque se refiere a la dignidad humana [37]. De hecho, en lo que se refiere a la esclavitud, existe un magisterio continuo de la Iglesia que la condena en sus manifestaciones extremas, incluida la trata de esclavos. La bula citada por Fernández es una excepción en el caso concreto de la guerra contra los musulmanes. Baste pensar en las enseñanzas de Juan VIII en 883 (DH 668), la bula de Pablo III en 1537 confirmando un edicto del emperador Carlos V prohibiendo la esclavitud de los indios (DH 1495), o una constitución de Gregorio XVI en 1839 enumerando otros documentos papales anteriores contra la esclavitud (DH 2745-46) [38].

Ciertamente, Fernández acepta la necesidad de una cierta continuidad de la doctrina. Él afirma que en el caso de la esclavitud hay continuidad con respecto al principio general de la dignidad humana, mientras que hay cambios fundamentales en la forma en que se concibe esa dignidad [39]. Sin embargo, si la doctrina revelada se refiere sólo a conceptos tan amplios, ¿cómo podría ofrecer al hombre un camino de salvación? ¿Qué utilidad tiene una doctrina general de la dignidad humana que más tarde se equivoca en aspectos centrales para preservar esa dignidad?

Defender esta continuidad más fuerte no significa aceptar un rígido “fijismo” que niega cualquier desarrollo de la doctrina cristiana, como Fernández teme [40]. La clave es distinguir entre desarrollo genuino y corrupción, y un elemento crucial de esta distinción es la adhesión no sólo a conceptos o ideas generales, sino a todo lo que ha sido propuesto definitivamente por el Magisterio. Recordemos los dos objetos de la infalibilidad de la Iglesia. Por un lado, es necesario creer firmemente, con el asentimiento de la fe, todo lo que la Iglesia nos enseña como revelado. Por otro lado, es necesario aceptar firmemente, con fe en la divina asistencia de la Iglesia, todo lo que la iglesia enseña definitivamente a fin de salvaguardar y explicar el depósito revelado (Lumen gentium, 25). Así, por ejemplo, no hay duda sobre el estatus teológico de las declaraciones que piden nuestro definitivo asentimiento sin pedir el asentimiento de la fe. Esto es lo que la teología ha llamado objeto secundario del Magisterio, como se afirma en el segundo párrafo de la Profesión de Fe al asumir el oficio eclesiástico (Ad tuendam fidem, 3-4).

Habiendo señalado estos problemas en la visión de Fernández, es importante volver a su objetivo declarado de poner a los sencillos en contacto con Dios. ¿Teme que la custodia de la doctrina y de su continuidad vaya a entrar en conflicto con la atención pastoral del pueblo? Si es así, debemos responder que este temor es infundado. La defensa de la doctrina de la fe no debe verse como un instrumento de dominio o poder sobre los demás. Por el contrario, la doctrina cristiana nos da la sabiduría de un arquitecto capaz de construir una casa acogedora. Como enseñó el Papa Francisco en su encíclica Lumen fidei, el amor sin la verdad no puede durar y no puede proporcionar una base estable para nuestras vidas. La doctrina contiene la arquitectura de las relaciones humanas para que puedan construir una comunión verdadera y fructífera con Dios y con los demás. Una piedra angular de esta arquitectura se encuentra en los sacramentos, que ahora examinaremos.

5. El marco sacramental de la Iglesia

La preocupación de Fernández por los sacramentos también está influenciada por su teología del pueblo. ¿Qué sucede cuando las personas sencillas, que encuentran en los sacramentos una importante expresión de religiosidad, son privadas de ellos porque no viven plenamente de acuerdo con los mandamientos?

Al final de un artículo dedicado al carácter impreso por el sacramento de la confirmación, Fernández sugiere que, puesto que este carácter se imprime incluso en la persona que recibe el Sacramento en pecado mortal, aquellos que viven en situaciones gravemente contrarias a la moral católica podrían ser admitidos a este sacramento y así beneficiarse de la posesión de su carácter [41].

Para justificar esta propuesta, Fernández añade su reiterado énfasis en los factores que limitan la responsabilidad de un acto maligno. Como no sabemos si la persona está en un estado de gracia o no, es posible administrar el sacramento incluso si el receptor está viviendo objetivamente de una manera que es contraria a la ley de Dios.

Sin embargo, la práctica propuesta por Fernández es contraria a lo que la Iglesia siempre ha mantenido. Desde los primeros siglos, los escrutinios pre-bautismales se han utilizado para determinar si una persona está preparada para vivir la vida cristiana [42]. Esta paciencia dio fruto para que, con la ayuda de la gracia de Dios, que actúa incluso antes de la recepción del sacramento, la vida del catecúmeno estuviera preparada para recibir el Evangelio, como la tierra buena que recibe la semilla. Tenemos un ejemplo en San Agustín, quien en su Sobre la Fe y las Obras pregunta si es posible admitir al bautismo a los que viven en adulterio. Agustín responde que no es posible, porque la profesión de fe incluye la aceptación de la moral de la Iglesia como parte integral de esa misma fe.

San Tomás también hace esta pregunta en relación con el bautismo. ¿Es posible bautizar a alguien que permanece atado al pecado sin arrepentimiento? La respuesta es negativa, y la razón es, por un lado, que la administración del bautismo haría violencia a este candidato, imponiéndole un modelo de vida que no quiere aceptar (ST III, q. 68, a. 4 ad-3). Por otro lado, esta administración del bautismo crearía una falsedad en los signos sacramentales, marcando visiblemente la oposición entre el carácter impreso por Cristo y el modo de vida de esta persona (ST III, q. 68, a. 4). Esta contradicción perjudicaría el bien común de la Iglesia, ya que el sacramento no es sólo un don privado, sino que contiene el lenguaje común visible de la profesión de fe en Jesús.

¿Qué podemos decir de la referencia de Fernández a las restricciones que mitigan la responsabilidad como motivo para cambiar la disciplina sacramental de la Iglesia? ¿Puede una persona ser admitida a los sacramentos, dado que puede estar en un estado de gracia, aunque objetivamente vive en el pecado y no quiere abandonar esta situación? Resulta que estos mitigadores de responsabilidad pertenecen al fuero privado del hombre ante Dios, pero este fuero no es el fuero sacramental, que siempre tiene un alcance público.

Tomemos el sacramento de la penitencia, que es una pre-conciliación para recibir los otros sacramentos cuando una persona bautizada está en pecado grave. El hecho de que una persona sea inocente ante Dios no significa que pueda recibir la absolución sacramental si no se arrepiente de un pecado objetivo contra la ley de Dios, porque la absolución sacramental no sólo produce la reconciliación interior con Dios, sino también la reconciliación con su Iglesia visible (Lumen gentium, 11). Como ha mostrado Karl Rahner, el fuero sacramental no es idéntico al fuero privado de la conciencia [43]. En el fuero sacramental el pecador sale de su visión privada y se pone ante Cristo en la persona del sacerdote. Si el foro de la penitencia fuera el de la conciencia, habría una auto-absolución del penitente. De este modo, permanecería encerrado en sí mismo y caería fácilmente en el sentimiento de culpa tan prevalente en la sociedad actual.

A esta luz, ¿cuál es el significado del principio de que la culpa puede disminuirse o de hecho estar ausente, incluso en una situación de pecado objetivo? Cuando la Iglesia afirma que es posible que una persona no sea culpable ante Dios incluso si esa persona vive en pecado, lo que dice es que más allá de todas las disciplinas y prácticas eclesiásticas permanece el juicio de Dios, que él se reserva para sí mismo porque “Nada se le oculta; todo está patente y descubierto a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas” (Hb 4, 13). Es decir, este principio de no imputabilidad se refiere a lo que está más allá de la disciplina y la práctica de la Iglesia. Por lo tanto, no tiene sentido recurrir a él, como hace Fernández, en un intento de cambiar la práctica de la Iglesia. En otras palabras, para cambiar la disciplina, Fernández invoca un principio cuya función es señalar lo que está más allá de toda disciplina.

Vemos que la visión de Fernández sobre los sacramentos no capta cómo son constitutivos del ser relacional y público de la Iglesia. Esta falta tiene implicaciones para otras esferas del pensamiento de Fernández, especialmente para el diálogo ecuménico, así como para el dialogo con el judaísmo y otras religiones. Examinemos estas implicaciones eclesiológicas.

6. Caridad y la unidad de la Iglesia

En primer lugar, está el intento de Fernández de explicar la cuarta parte de Dominus Iesus (sobre la mediación universal de la Iglesia) de una manera que es más aceptable para los protestantes. Dominus Iesus enseña que las comunidades protestantes no pueden llamarse “iglesia” en el sentido correcto porque carecen de la Eucaristía. Fernández intenta reinterpretar esta afirmación sugiriendo que el término “iglesia” se use analógicamente [44]. El principal analogado (princeps analogatum) no sería la Iglesia Católica sino la futura Iglesia escatológica que reunirá a todos los creyentes. Entonces el concepto analógico de “iglesia” se aplicaría primordialmente a todas las demás comunidades eclesiales, porque el Espíritu está en acción en ellas. Sólo en un segundo momento Fernández considera un concepto más restringido de “iglesia”, que corresponde a aquellas comunidades que comparten la fe católica con respecto a la Eucaristía, ya que tienen la plenitud de los medios de salvación. El primer uso analógico del término “iglesia” es primordial para Fernández porque no se refiere al orden de la mediación de la gracia (la Eucaristía) sino al orden mismo de la gracia (el Espíritu que obra a través de la caridad) [45].

Hay varios puntos cuestionables en la propuesta de Fernández que no parecen compatibles con la enseñanza de Dominus Iesus. En primer lugar, Fernández no menciona que la plenitud escatológica ya ha sido anticipada en la Iglesia Católica, por lo que no es sólo una plenitud por venir. Sin embargo, Fernández cita Ut unum sint 14, donde esta anticipación se afirma explícitamente [46]. Entonces, cuando Fernández habla de un entendimiento análogo de “iglesia”, aplica la palabra también a las comunidades protestantes, mientras que, según Dominus Iesus, es la Eucaristía, de la que nace la Iglesia, la que permite que se aplique el nombre “iglesia”. Esto se debe a que en Dominus Iesus la Eucaristía no se limita únicamente al orden de la mediación de la gracia, sino que contiene el orden estructural de la propia gracia. Para utilizar la terminología propia de Fernández podríamos decir que la Eucaristía no es solo un medio para la salvación, sino el “contexto inmediato e inevitable” que nos permite amar a la manera de Cristo, de acuerdo con su nuevo mandamiento. (Jn 13, 34).

Como vemos, Fernández mantiene una visión de los sacramentos únicamente como medios de salvación que conducen a la unión con Dios a través de la caridad. Por tanto, aunque la plenitud de estos medios no exista fuera de la Iglesia católica, sí puede existir el fruto último que estos medios alcanzan. En su opinión, lo importante no son tanto los medios de salvación, sino la salvación misma, a través de la cual nos unimos a todos los que ya viven en gracia [47].

Lo que falta de estas afirmaciones es que la gracia recibida por los que no pertenecen a la Iglesia Católica les llega a través de la mediación que la iglesia ya tiene en plenitud. Porque no hay manera de obtener la caridad de Cristo que no pase por el cuerpo de Cristo. Así, Fernández afirma que “existe una posibilidad real de salvación fuera de la Iglesia Católica y de su marco doctrinal y normativo” [48]. Sin embargo, la salvación definitiva implica la aceptación, aunque implícita, de la doctrina confesada y puesta en práctica por la Iglesia Católica. La unión en la caridad es también la unión en la verdad, porque “el que me ama guardará mi palabra” (Jn 14, 23).

Comparto la visión de Fernández de que una teología de la caridad es crucial para comprender la unidad de la Iglesia. Fernández habla de “caridad ecuménica”, que consiste en el amor y el respeto mutuos y en el ejercicio común de las obras de caridad. Lo que hay que añadir es que esta “caridad ecuménica” no es el objetivo del ecumenismo, sino sólo el comienzo de un viaje en el que esa caridad ecumenista tomará forma en una confesión común de la verdad y en una práctica sacramental común. Por decirlo una vez más, la confesión común de fe y de sacramentos no son sólo caminos hacia una caridad que va más allá de ellos, sino que constituyen la arquitectura o estructura de la caridad, sin la cual es una caridad sin forma y descarnada.

Para entender la eclesiología de Fernández, también es interesante centrarse en cómo ve la relación entre el cristianismo y el judaísmo [49]. Fernández sostiene que hay dos lecturas del Antiguo Testamento, ambas de Dios: la lectura cristológica que se encuentra en el Nuevo Testamento y la lectura del judaísmo después de Cristo (una lectura que excluye a Cristo como el cumplimiento de la Escritura) [50]. Por esta razón, Fernández rechaza el esquema del cumplimiento de las promesas entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, proponiendo en su lugar una relación de “complementariedad irreducible” entre las maneras en que cristianismo y judaísmo contemporáneo se acercan a la Escritura, y afirma que sólo se puede hablar de “plenitud cristiana” con gran precaución [51]. Fernández llega a decir que San Pablo en sus cartas no exige a los judíos confiesen ahora a Jesús para recibir la salvación [52].

Estas afirmaciones son difíciles de reconciliar con la proclamación del Nuevo Testamento de la plenitud del Antiguo Testamento sólo en Cristo, en quien se han cumplido todas las promesas. Una lectura del Antiguo Testamento que excluya su cumplimiento en Cristo no puede venir del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo para ser una lectura complementaria a la cristiana. Ciertamente, esta confesión de Cristo como el cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento no impide la continuada importancia del antiguo pueblo judío en el plan de Dios. Pero queda claro que su camino de salvación está ordenado hacia la confesión de la muerte y resurrección de Jesucristo, y no sólo a la aceptación de Cristo cuando Él venga al final de los tiempos [53].

En estas cuestiones de diálogo ecuménico e interreligioso, una idea pesa mucho en la mente de Fernández, a saber, la idea de que, al igual que la fe cristiana fertiliza las culturas, también es receptiva a ser enriquecida por ellas. Fernández menciona el neologismo “intro-culturación” para referirse a esta dimensión receptiva de la fe [54]. Por un lado, existe la inculturación de la fe, que entra en la cultura evangelizada. Por otro lado, existe también una “intro-culturación”, en la que la fe recibe contribuciones de la cultura circundante. Esto es cierto incluso de la cultura secularizada de la posmodernidad. ¿Cómo debemos evaluar esta propuesta?

Ciertamente, cuando la fe se vive en una cultura, esa cultura puede enriquecer el camino de la fe viva. Por otro lado, la relación no es simétrica, ya que es la fe la que salva y purifica la cultura, y no al revés, un punto que Fernández no deja suficientemente claro. En otras palabras, no hay simetría entre “in-culturación e intro-culturación”, como si se tratara de un encuentro de iguales en el que cada uno enriquece al otro. De hecho, la fe cristiana genera su propia cultura, cuya matriz primordial es la Eucaristía, que hereda los principales elementos de la cultura del Antiguo Testamento. Esta cultura eucarística es capaz de asimilar a otras culturas al darles su propia forma eucarística, que es la única forma salvífica [55]. De lo contrario, la confesión de fe en Cristo como único Salvador y en el medio universal de gracia por la Iglesia podría ser cuestionada.

Conclusión: ¿qué clase de caridad edifica la Iglesia?

El análisis anterior de las obras de Víctor Manuel Fernández ha mostrado su capacidad para formular algunas cuestiones cruciales a las que la Iglesia tiene que enfrentarse hoy. Fernández parte de la percepción de la importancia de la fe popular y del deseo de ayudar a los hombres a emprender un viaje espiritual hacia Dios. Él enfatiza con razón el papel de la caridad en la comprensión del núcleo de la moralidad cristiana y como la clave para articular toda la doctrina católica.

Al mismo tiempo, han surgido algunas cuestiones importantes. La insistencia de Fernández en el valor del pueblo como contexto inmediato de la teología no tiene en cuenta que un contexto teológico más fundamental es dado por el cuerpo de Cristo, nacido de la Eucaristía y arraigado en la ecología humana establecida por el Creador. Esto va de la mano con la visión de Fernández de la estructura sacramental de la Iglesia, que él ve como un medio que conduce a la salvación en la caridad, pero no como la arquitectura de caridad encarnada. Las consecuencias se dejan sentir en el enfoque erróneo que Fernández da a áreas clave de la doctrina católica, como la identidad eucarística de la Iglesia y la confesión de fe en Jesucristo como mediador único y universal.

Además, Fernández desarrolla una concepción de la caridad que se centra horizontalmente en las obras corporales de misericordia, sin enfatizar que estas obras son actos de caridad sólo en el contexto de ayudar a llevar a nuestro prójimo a Dios. La reducida visión de Fernández de la caridad está en potencial conflicto con la vida conforme a los mandamientos divinos, ya que seguir los mandamientos podría dificultar el logro de diversas formas de bienestar. Este conflicto potencial se resuelve porque, según Fernández, la caridad podría funcionar independientemente de la prudencia y de las otras virtudes, de modo que, en caso de conflicto, las acciones directamente informadas por la caridad tendrían prioridad. Pero esta independencia de las virtudes morales significa que la caridad no incluye a toda la humanidad de la persona en el camino de la salvación.

Por último, mientras Fernández hace hincapié en que la caridad nos ayuda a conocer a Dios de una manera connatural, concluye sin fundamento que este conocimiento puede coexistir con errores en la profesión de doctrina católica. De esta manera, no ve cómo la doctrina da testimonio de la arquitectura de la caridad, ayudando así a construir la vida cristiana en el amor verdadero y estable. Este fracaso ayuda a explicar cómo Fernández puede afirmar que la doctrina evoluciona en una línea diferente a las enseñanzas previas explícitas de la Iglesia, sin que esta evolución implique un cambio en la experiencia vivida de la fe.

Podemos concluir que Fernández tiene razón en centrarse en la virtud de la caridad. Este es el centro del Evangelio y un hilo guía para toda la teología. Centrándose en la caridad, la Iglesia puede ofrecer un rostro materno a un mundo herido. La pregunta que hemos planteado es, ¿qué caridad? La caridad descrita por Fernández carece de articulación con el orden moral, la doctrina de la fe y la sacramentalidad de salvación en la Iglesia. Estas son dimensiones esenciales que hacen concreta y encarnada la caridad en nuestra vida. Sin ellos, la caridad carece de una arquitectura y, por lo tanto, pierde su capacidad para edificar al pueblo de Dios.

Como prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, Fernández, en su servicio al Papa, se enfrentará a muchas de las cuestiones que he abordado anteriormente en relación con la manera de vivir el Evangelio en la sociedad posmoderna de hoy. He presentado los principios fundamentales de su visión y he señalado sus deficiencias con la esperanza de estimular un debate teológico sobre las cuestiones importantes que plantea. Mi intención es también contribuir a la preocupación pastoral de Fernández, ya que estas deficiencias no sólo afectan a cuestiones doctrinales, sino que también obstaculizan la capacidad de la Iglesia para acompañar a los que necesitan curación y renovación en Cristo. Sólo una caridad que se construya en armonía con la arquitectura de la fe permite a la Iglesia ofrecer una esperanza fructífera al pueblo de Dios en nuestros tiempos difíciles.

José Granados en repositorio.uca.edu.ar/

Notas:

1.     Este artículo fue aprobado para publicación a finales de noviembre de 2023.

2.     Víctor Manuel Fernández, Gracia. Nociones básicas para pensar la vida nueva (Buenos Aires: Agape, 2010).

3.     Víctor Manuel Fernández, Teología espiritual encarnada. Profundidad espiritual en acción (Buenos Aires: San Pablo, 2004).

4.     Una buena selección puede encontrarse online en el Repositorio Institucional of the Pontificia Universidad Católica de Argentina, available at https://repositorio.uca.edu.ar/.

5.     Víctor Manuel Fernández, “Algunos rasgos de una teología,” in Marcelo González and Carlos Schickendantz, eds., A mitad de camino. Una generación de teólogas y teólogos argentinos (Córdoba, Argentina: Publicaciones de la Universidad Católica de Córdoba, 2006), 99–118.

6.     Para lo que sigue, cf. Víctor Manuel Fernández, “El ‘sensus populi,’ Legitimidad de una teología ‘desde’ el Pueblo,” Teología (Buenos Aires) 72 (1998): 133–64.

7.     Fernández, “El ‘sensus populi,’” 153.

8.     Ibid., 162.

9.     Víctor Manuel Fernández, “Los pobres y la teología en la notificación sobre las obras del P. Jon Sobrino,” Teología (Buenos Aires) 92 (2007): 143–50.

 10     ibid., 148.

 11     Víctor Manuel Fernández, “Pensar desde los pobres,” Revista Universitas 6 (2011): 49–53.

 12     Fernández, Teología espiritual encarnada, 35.

 13     Víctor Manuel Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II. Profundización del aspecto ético a la luz de Deus caritas est,” Teología (Buenos Aires) 87 (2005).

 14     ibid., 135, citing Thomas Aquinas, Summa theologiae [ = ST] II-II, q. 30, a. 4 ad 2.

 15     Es interesante cómo Fernández da por sentado que el himno a la caridad de 1 Corintios 13 se refiere al amor fraterno: Víctor Manuel Fernández, "Una nueva imaginación de la caridad", en R. Ferrara y C. M. Galli, eds., Navegar mar adentro: Comentario a la carta Novo millennio ineunte (Buenos Aires: Paulinas, 2001), 89. Esto dista mucho de ser obvio. El famoso biblista Heinrich Schlier, por ejemplo, escribe que en 1 Corintios 13 la caridad se refiere al amor de Dios manifestado en Cristo, que nos capacita para amar a Dios y a nuestros hermanos. De hecho, es de Dios de quien la caridad todo lo espera y todo lo cree (1 Co 13, 7). Véase Heinrich Schlier, "Über die Liebe. 1 Corintios 13", en Die Zeit der Kirche (Friburgo: Herder, 1956), 186-93, 186-87.

 16     Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 135.

 17     See ibid., 136–37, where only works of material assistance to one’s neighbor are mentioned.

 18     Víctor Manuel Fernández, “Vida trinitaria, normas éticas y fragilidad humana. Algunas breves precisiones,” Universitas 6 (2011): 61–71, at 70; “El capítulo VIII de Amoris Laetitia. Lo que queda después de la tormenta,” Medellín 43 (2017): 449–68.

19      Víctor Manuel Fernández, “De la multiplicidad de espiritualidades a las cumbres de la vida espiritual,” Vida pastoral 244 (2003), available at https://repositorio.uca.edu.ar/bitstream/123456789/7854/1/multiplicidad-espiritualidades-cumbres-vida-espiritual.pdf (translation mine).

20      Paul Ricoeur, Parcours de la reconnaissance. Trois études (Paris: Stock, 2004), 157–64.

21      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 455.

22      Fernández, Gracia. Nociones básicas, 164.

23      Ver Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 144–47.

24      Cf. Antonio Spadaro and Víctor Manuel Fernández, “Vita e d na della fede. Un dialogo con mons. Víctor Manuel Fernández,” La Civiltà Cattolica, September 16, 2023, available at https://www.laciviltacattolica.it/ articolo/vita-e-dottrina-nella-fede/.

25      Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 150: “In this case [that of a woman who must maintain periods of continence against her husband’s will], an inflexible refusal to use condoms would place compliance with an external norm above the serious obligation to care for loving communion and conjugal stability, which charity demands more directly” (emphasis original; translation mine).

26      Fernández, “La dimensión trinitaria de la moral. II,” 159.

27      Spadaro and Fernández, “Vita e dottrina della fede”: “Perché la carità fraterna, in quanto comandamento principale che si compie tramite la virtù della carità, interviene anche nell’ambito dell’azione e provvede di razionalità il discernimento, posto che questa virtù ha atti esterni propri che diventano paradigmi, riferimenti necessari in ogni discernimento” (emphasis original).

28      Cf. Augustine, De vera religione 4.6 (CCL 32, 192); Thomas Aquinas, “Sermon Attendite,” in The Academic Sermons, trans. Mark-Robin Hoogland (Washington, DC: The Catholic University of America Press, 2010), 195–213, at 202.

29      Fernández, “El ‘sensus populi,’” 141.

30      Fernández, “El ‘sensus populi,’” 160.

31      En ST II-II, q. 2, a. 6 ad 2, el texto aducido por Fernández, Santo Tomás acepta que un error puede justificarse en lo simple, pero sólo cuando no hay persistencia en el error, y cuando se trata de cuestiones muy sutiles de teología (“de minimis articulis fidei”).

32      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia.”

33     John Henry Newman, An Essay on the Development of Christian Doctrine (Notre Dame: Notre Dame University Press, 1989), 383–99.

34      ibid., 419–36.

35      H. Denzinger, Enchiridion Symbolorum, definitionum et declarationum de rebus fidei et morum, ed. Peter Hünermann (Freiburg i.B.: Herder, 1991), n.3020 (hereafter cited as DH ). The translation is from H. Denzinger, The Sources of Catholic Dogma, trans. Roy J. Deferrari, 30th ed. (St. Louis: Herder, 1957).

36      Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 461.

37      ibid.

38      Para un comentario sobre esta bula, ver John T. Noonan Jr., A Church That Can and Cannot Change: The Development of Catholic Moral Teaching (Notre Dame: University of Notre Dame Press, 2005), 62–67. El autor, como Fernández, afirma que la Iglesia ha cambiado su enseñanza en importantes asuntos morales. Para una crítica de la posición de Noonan, ver Cardinal Avery Dulles, ¿“Development or Reversal?” First Things, October 2005

 39     Fernández, “El capítulo VIII de Amoris Laetitia,” 461.

 40     ibid.

 41     Víctor Manuel Fernández, “El carácter del sacramento de la c mación,” Teología (Buenos Aires) 42 (2005): 27–42.

 42     Cf. Alan Kreider, The Patient Ferment of the Early Church: The Improbable Rise of Christianity in the Roman Empire (Grand Rapids: Baker Academic, 2016).

 43     Karl Rahner, “Forgotten Truths Concerning the Sacrament of P ance,” in Theological Investigations, vol. 2 (Baltimore, MD: Helicon Press, 1966), 135–74, at 144n17: “Los acontecimientos que tienen lugar en el fuero sacramental repercuten directamente en la "esfera de la conciencia" (como lo hacen simplemente todos los sacramentos). Sin embargo, no tienen lugar sólo en la esfera 'privada' de la conciencia interna, sino en la Iglesia visible." "Y esta vinculación del cristiano en pecado mortal por parte de la Iglesia tiene lugar en la dimensión de la Iglesia visible, que difiere ciertamente del 'forum externum', pero que sin embargo es realmente una esfera del orden visible, porque es precisamente esa dimensión de la Iglesia en la que los sacramentos se efectúan como signos 'visibles' de la gracia..." (ibid. 148).

 44     Fernández, “Una nueva imaginación de la caridad.”

 45     Según Fernández, hablando de la unión con los protestantes, "si en el orden de las mediaciones hay división, esta división no existe en el orden mismo de la gracia, presente en todas las comunidades cristianas" (ibid., 101, énfasis original, la traducción es del autor).

 46     ibid.

 47     Fernández, Gracia. Nociones básicas, 200–01.

 48     Víctor Manuel Fernández, “La caridad ecuménica a 500 años de la reforma” (lecture at the Meeting of Delegates of Ecumenism and Interreligious Dialogue, Buenos Aires, 2017), available at https://www.accioncatolica. org.ar/wp-content/uploads/2017/09/La-caridad-ecumenica-Mons.-VictorFernández.pdf.

 49     Víctor Manuel Fernández, “La complementarité irréductible. L’herménéutique biblique après la Shoah,” Nouvelle Revue Théologique 128 (2006): 561–78.

 50     ibid., 575: “On peut synthétiser cette proposition comme suit: le noyau permanent des textes de l’AT a développé dans les traditions juives une autre voie, indépendante de son orientation explicite vers Jésus, et ce noyau est lui aussi fruit des Livres sacrés dans l’Histoire. II s’est nourri de sa lecture propre des événements, de la méditation, de l’enseignement et de la transmission populaire dans le contexte du peuple juif au cours de ces deux mille dernières années. Ce développement est une véritable richesse qui procède de Dieu lui-même puisqu’il ne part pas d’un contenu faux ou contraire à la Révélation ni d’un livre quelconque, mais du noyau permanent des textes révélés” (emphasis original).

 51     ibid., 571.

 52     Víctor Manuel Fernández, “Le meilleur de la Lettre aux Romains procède du judaïsme de Paul,” Nouvelle Revue Théologique 124 (2002): 403–14, at 406: “Il [Paul] n’impose pas aux Juifs l’exigence de confesser maintenant Jésus . . . [Paul] évite d’exiger que les Juifs confessent maintenant Jésus comme condition pour obtenir le salut.”

 53     Cf. Karl-Heinz Menke, Jesus ist Gott der Sohn. Denkformen und Brennpunkte der Christologie (Regensburg: Pustet, 2012), 113–14.

 54     Víctor Manuel Fernández, “L’introculturation de la spiritualité. Encore un néologisme indispensable,” Nouvelle Revue Theologique 125 (2003): 613–25.

 55     This is why Joseph Ratzinger was able to develop the concept of “ terculturation.” See his “Fede, religione e cultura,” in Fede, verità, tolleranza. Il Cristianesimo e le religioni del mondo (Siena: Cantagalli, 2003), 57–82.

José Ramón Villar

I.       Introducción

La idea de autoridad se presenta problemática en nuestra época. No se trata de la dificultad práctica para aceptar el ejercicio de la autoridad con la correlativa obediencia. Esto no sería, en cuanto tal, algo verdaderamente nuevo. La novedad afecta  más bien a la articulación teórica de autoridad, obediencia y libertad. El discurso que ha llevado a esa problematicidad ha sido ya analizado en sus raíces filosóficas y culturales [1]. No volveremos aquí sobre el tema.

Interesa, en cambio, prolongar la reflexión desde la perspectiva teológica. Los conceptos de autoridad y obediencia son susceptibles de un análisis filosófico-jurídico, y aun político y sociológico. Sin embargo, hablar de autoridad y obediencia cristianas supone continuidad y discontinuidad con esas reflexiones. El adjetivo “cristianas” transforma a los sustantivos. En la Iglesia la articulación de autoridad, obediencia y libertad no puede reducirse sin más a combinar criterios puramente antropológicos, válidos — sin duda— en su ámbito. Ciertamente, en la Iglesia se ejerce la autoridad y se obedece en continuidad con lo que esto significa en la experiencia humana. De manera que una obediencia, por ejemplo, que no sea libre, no es cristiana por no ser humana. Pero el motivo, contenido y finalidad de la autoridad y obediencia cristianas transforma la experiencia humana con la misma discontinuidad que introduce en la historia la encarnación del Verbo. La teología dirá que la gracia de Cristo asume (continuidad), sana y eleva (discontinuidad) la naturaleza.

En consecuencia, las nociones cristianas poseen un aspecto propio a partir de la plenitud de la revelación de Dios en Jesucristo. Por esto, suele insistirse en que la Iglesia, siendo una comunidad de hombres y mujeres no es, sin embargo, una sociedad humana como otra cualquiera. Ahora bien, lo que hace distinta a la Iglesia de cualquier otra comunidad humana no es sólo una específica organización externa —con finalidad religiosa— constitucionalmente dada por su Fundador. Su “formalidad” consiste ante todo en que esa comunidad, así constituida, es portadora del despliegue en la historia de la acción salvífica de Dios, es decir, la comunión de los hombres con el Padre por Cristo en el Espíritu Santo, incoada en la tierra y llevada a plenitud en la Patria.

Esta formalidad salvífica de lo cristiano no significa ignorar otras perspectivas sobre autoridad y libertad, por ejemplo las relativas a la dignidad humana, o a la necesidad de dotar de un marco jurídico a la vida en la Iglesia. Por el contrario, la fe representa un nuevo título para atenderlas. Hay que saludar, en este sentido, que el CIC 1983 recoja en el primer título del Libro II dedicado al “Pueblo de Dios”, un epígrafe bien significativo: “De los deberes y derechos de todos los fieles cristianos”. Es esta una expresión que evoca el marco de garantías y libertades habitual en las constituciones políticas de los pueblos modernos. Con todo, esta formulación de derechos y deberes, o más ampliamente de libertades y obligaciones, condiciones de ejercicio de la autoridad, etc., habría resultado algo extraña a las primeras generaciones cristianas, si se entendiera al modo de una pura regulación legal de una comunidad humana, o una mera distribución de poderes.

No se insinúa con esto que el proceso de formalización técnico-jurídica (que dota de un marco legal a la autoridad y a la obediencia) suponga un alejamiento de la fraternitas evangélica, como han interpretado, de un modo u otro, las corrientes antinomistas que se han dado a lo largo del tiempo, bien sea oponiendo “carisma” y “derecho” (R. Sohm), o bien enfrentando “jerarquía” y “pueblo” (en versiones “liberacionistas” al uso), etc. Estas oposiciones desconocen —desde presupuestos diversos— la verdadera naturaleza de la Iglesia. La autoridad y la obediencia pertenecen a la experiencia originaria de la vita christiana in Ecclesia, y reclaman su institucionalización en marcos jurídicos oportunos. Pero tras esas exageraciones, que deprecian como no-cristiano lo jurídico o lo jerárquico, hay una percepción inconsciente y oscura de algo verdadero, a saber: que la autoridad y la obediencia, la jerarquía o las normas jurídicas, tienen un carácter instrumental al servicio de la finalidad salvífica de la Iglesia, que posee el primado ontológico. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —con sus aspectos morales y jurídicos— sólo se comprenden considerando su función en la economía de la salvación. Aún más, la tradición canónica —locus paradigmático de la autoridad y la obediencia en la Iglesia— ha visto acertadamente su lex suprema en la salus animarum, como hermenéutica salvífico-escatológica que dota de significado a unas determinaciones jurídicas que podrían parecer solo extrínsecas y que, sin embargo, son expresiones externas —históricas, sin duda, y por ello mudables en su concreción— del momento interior teológico (trinitario) y salvífico de la autoridad y obediencia cristianas.

Los problemas y debates actuales en relación con la autoridad y la obediencia en la Iglesia provienen, según parece, de no dar suficiente relevancia al sentido evangélico de estas realidades, para reducirlas a la cuestión de distribución de poderes o funciones, derechos y deberes, etc. Pero resulta incompleta toda reflexión sobre autoridad y libertad cristianas desarraigada de la nueva existencia del bautizado en Cristo y en el Espíritu. La autoridad y la obediencia en la Iglesia —como cualquier otro elemento de la vida cristiana— no pueden tener otro horizonte de comprensión que el de su función salvífica en el designio de Dios. Y es que la sola reflexión filosófica, jurídica, antropológica o cultural sobre la autoridad y libertad humanas —siendo tan importante—, no da razón total de la experiencia cristiana, solo explicable a la luz de la fe en Quien ha hablado “con autoridad” y “ha obedecido” libremente al Padre entregando su vida en la Cruz, haciéndose así salvación para la humanidad. Una autoridad y una obediencia que no salvan, no son las de Cristo, y carecerían de todo interés en la Iglesia.

II.      Libertad y obediencia en la revelación bíblica [2]

La Revelación habla de la “obediencia de la fe”, que entraña la libertad. La autoridad y la obediencia, en cuanto religiosas, sólo pueden ser vividas en libertad. Es una consecuencia de la naturaleza del acto de fe, que es un acto voluntario: significa adherirse a Cristo atraído por el Padre (Jn 6, 44), y así rendir a Dios el homenaje racional de la fe (Rm 12, 1). Aquí presuponemos este dato elemental, y haremos nuestras reflexiones dentro del dinamismo de una fe aceptada y vivida libremente.

Significado bíblico de la obediencia. Como es sabido, la Biblia hebrea ignora propiamente los términos “obedecer” y “obediencia”. En su lugar aparecen, significativamente, los términos “oír”, “escuchar” (latín, ob-audio). Esta asociación de ideas resulta coherente con la revelación de Dios por medio de su Palabra en la Ley y los Profetas. Yahvé no es un dios mudo y ciego, sino el Dios vivo, que ve y habla; “Oíd, cielos; escucha, tierra, porque habla el Señor” (Is 1, 2; 1, 10; Jr 2, 4; 7, 21-28). La vida entera del hombre consiste en “escuchar” a Dios, acoger su palabra, y ponerse “debajo” de ella (sumisión) para ejecutarla fielmente. “Oír” y “obrar” están vinculados, de tal modo que es impensable oír a Dios y no ejecutar su voluntad. La prontitud para escuchar a Dios y seguir su voluntad debe ser total. Lo contrario es cerrar los oídos a Dios: “Yo os he hablado incesantemente y no me habéis oído; os he llamado y no me habéis respondido” (Jr 7, 13; Os 9, 17). El culto a Dios consiste primariamente en esta obediencia, preferible a los sacrificios externos; en la obediencia se resume todo deber religioso y, fuera de ella, el culto resulta vacío (1S 15, 22; Sal 40, 7-9; Sal 50).

Correlativamente, el pecado es apartarse de la voluntad divina (Sal 51, 6), marchar fuera del camino señalado por Dios (Sal 1, 1; 1S 15, 22s.26; Jr 6, 16-18; Jr 7, 24). El apóstol Pablo —especialmente en la carta a los Romanos— interpreta la historia de la humanidad bajo esta tensión de obediencia y desobediencia a Dios. El drama del pecado original estriba en que Adán desobedece a Dios, y arrastra en su rebelión a sus descendientes (Rm 5, 19). La “carne” rechaza aquella sumisión a Dios que pide el orden de las cosas (cfr. Rm 8, 7), y de este modo somete la creación a la vanidad (Rm 8, 20) y rechaza el designio de Dios sobre el universo que Dios quiere edificar, que reclama la colaboración del hombre, la adhesión en la fe (en la Ley y la Alianza).

Pero Dios saca misericordiosamente al hombre de la “desobediencia” en la que ha sido encerrado (cfr. Rm 11, 32), y de la que él mismo —y esto es decisivo— es incapaz de salir (cfr. Rm 7, 14s). Sólo la obediencia de Jesús “libera” nuestra libertad. El hombre vuelve, por medio de la liberación del pecado, a la obediencia a Dios: obediencia de la fe y de la verdad (cfr. Rm 1, 5; 1 Pe 1, 22).

Obediencia de Jesús y salvación. Dios revela por su “Palabra encarnada” en la plenitud de los tiempos el misterio salvífico de la obediencia —y, por tanto, de la libertad—, que arranca de la misteriosa kénosis de Cristo, de su entrega hasta la muerte (1). Por el camino de la obediencia, Cristo alcanza el señorío universal, como cabeza gloriosa de la humanidad redimida (2).

(1)     Jesús pone su vida totalmente bajo la obediencia a Dios y sus designios (cfr. Mt 5, 17; Mt 17, 24ss; Mt 26, 39.42; Lc 2, 49). La encarnación misma es obediencia, sometimiento a la ley para liberar a los que están bajo la ley mosaica (Ga 4, 4; Hb 10, 5-10). El viene a cumplir la voluntad del que le envió (cfr. Jn 4, 34; Jn 6, 38; Jn 9, 4; Jn 10, 18; Jn 12, 49; Jn 15, 10; Jn 17, 4); cumple en todo la ley (Mt 5, 17). Las tentaciones de Satanás de distorsionar su misión mesiánica, terminan con la reafirmación de Jesús de su obediencia al Padre (Mt 4, 1-11; Lc 4, 1-13). Debe seguir la palabra de Dios, no la de los hombres que, como Pedro, le quieren apartar de su misión (Mc 8, 33).

La perfecta obediencia de Jesús (cfr. Hb 10, 5; Flp 2, 8), nuevo Adán, repara la desobediencia del antiguo Adán: “Así como por la desobediencia de uno solo la multitud fue constituida pecadora, así por la obediencia de uno solo la multitud será constituida justa” (Rm 5, 19). Su obediencia al Padre celestial es causa de salvación, particularmente en su pasión y muerte “haciendo a través de todos estos sufrimientos la experiencia de la obediencia” (Hb 5, 8). Esta dinámica de la obediencia de Jesús/salvación del hombre frente a la desobediencia de Adán/pecado y condenación, se constituye en clave de la obra salvífica de Jesucristo. La vida y muerte de Jesús es “obediencia”, y constituye objetivamente la salvación misma (cfr. Flp 2, 6-11).

(2)     Por su obediencia, Jesús, el “Siervo” es constituido en “Señor” (Flp 2, 5-11), y recibe “todo el poder (exousia) en el  cielo y en la tierra” (Mt 28, 18), ante toda criatura. Él, “hecho perfecto, llegó a ser para todos los que le obedecen causa de salvación eterna” (Hb 5, 9). Con su ofrenda perfecciona a los santificados por la fe en Él (Hb 10, 14), e inaugura un nuevo culto incorporando a toda la humanidad en su sacrificio grato a Dios, esto es, el de su obediencia amorosa al Padre (Hb 10, 5-10). Por su acto de obediencia se hace garante de la nueva alianza y consigue la salvación para aquellos que le obedecen (Hb 5, 9). A partir del momento de su tránsito pascual, la obediencia de Cristo al Padre, que causa la redención objetiva para la humanidad, se hace salvífica en cada hombre por medio de la obediencia subjetiva a Cristo, que ha recibido “todo el poder”.

Autoridad salvífica de Jesús y obediencia de fe. La obediencia-autoridad de Jesucristo (1) se torna salvífica para el hombre por la “obediencia de la fe” (2).

(1)     Jesús explica la Ley de Dios para los hombres como quien tiene autoridad (Mt 5, 21-48; Mt 7, 21; Mc 3, 31ss). Él dispone sobre todo igual que Dios (Jn 3, 35; Jn 10, 28; Jn 13, 3; Jn 17, 2s.). Tiene autoridad sobre los demonios, la enfermedad, la naturaleza y la muerte (Mc 1, 23ss; Mc 5, 12; Mc 5, 41; Mt 8, 27). La obediencia a Dios se torna, en la predicación del Reino, en obediencia a Jesús, en quien viene el Reino de Dios. La autoridad de Jesús reclama la adhesión a Él (1P, 1-2); el discípulo debe ajustar su voluntad a la de Cristo  (Mc 8, 34-38). Los verdaderos discípulos de Cristo cumplen la voluntad del Padre (Mt 7, 21; Mc 3, 31-35; Jn 15, 10), y alcanzan la salvación mediante la obediencia (Jn 14, 15.23).

(1)     El hombre recibe la salvación mediante esta obediencia de la fe (cfr. Rm 1, 5), la obediencia al Evangelio (Rm 10, 6; 2Co 7, 15; 2Tes 1, 8). El hombre se abre al misterio de la salvación, por medio de la obediencia al Evangelio y a la Palabra en la Iglesia (2 Ts 3, 14; Mt 10, 40). El fin de la predicación apostólica es la obediencia de los paganos (Rm 15, 18). Cristiano es, de este modo, quien obedece a la verdad (Rm 2, 8; Ga 5, 7); el que glorifica a Dios en la obediencia (2Co 9, 13); los cristianos están sustentados y definidos por la obediencia (Flp 2, 12); son hombres de obediencia (cfr. Rm 2, 7; 2Co 9, 13; 2Co 10, 5), una obediencia “en el Señor” (Ef 5, 22); Ef 6, 1; 6, 5; Col 3, 18ss). Obedecer a Dios conduce a la vida; obedecer al pecado, es esclavitud para la muerte (Rm 6, 21-23). La autoridad de Jesucristo y la consiguiente obediencia del cristiano abarca la misma amplitud con que afecta al hombre la desobediencia, el pecado (cfr. Rm 6, 16-19), esto es, la radical oposición que hay entre vida y muerte. El cristiano es liberto de Cristo (1Co 7, 22-23), y fundamenta toda obediencia en el reconocimiento del señorío vivificador de Cristo. Él es la “ley” (1Co 9, 21).

La libertad cristiana en el Espíritu Santo. Pero el hombre no puede obedecer, pues está “encerrado” en la desobediencia, de la que es incapaz de salir. Para que la nueva “ley”, que es Cristo, pueda ser cumplida, Dios ha proyectado para los tiempos mesiánicos el pueblo nuevo que se adhiere a Él con obediencia total e interior. Para que la “ley” (Cristo) se encuentre grabada en el fondo del ser (Jr 31, 33), Dios concede la plena disposición interna para la obediencia, en imitación de Jesús. La obediencia procede de la libre determinación que es guiada por el Espíritu divino (Rm 6, 16-17). La obediencia en el Espíritu se basa en la condición filial, ajena a toda servidumbre (Rm 8, 14-17), como la entrega del Hijo encarnado también sucedió “en el Espíritu eterno”, que provoca, en el amor, la libre obediencia (Hb 9, 14). “Donde está el Espíritu del Señor allí hay libertad” (2Co 3, 17). La libertad es la ley interior del Espíritu, que hace posible la obediencia a la justicia, y libera nuestra voluntad para el bien y la vida. Así es “liberada de la servidumbre de la corrupción para participar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21). “Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios” (Rm 8, 14).

III.    Consideración teológica

Este patrimonio bíblico sobre “obediencia” y “libertad” nos ofrece, en última instancia, el fundamento de la antropología y moral cristianas. Como es sabido, este fundamento se ha desarrollado en torno a la tradicional reflexión sobre la “nueva criatura” y la “ley nueva”, que resulta de interés para nuestras consideraciones.

En efecto, la tradición teológica habitualmente ha puesto de relieve en la “nueva ley” dos dimensiones: interior y exterior. Santo Tomás de Aquino expuso de manera magistral estos dos aspectos de la vida cristiana en el régimen de la “nueva Alianza”, es decir, la lex nova. Recordémoslo brevemente [3].

De una parte, la “ley nueva” inaugurada por el Evangelio, la “ley de Cristo”, es principalmente la gracia del Espíritu Santo, que concede al cristiano el señorío y la libertad, la liberación de la ley mosaica y el despliegue de la fe que obra por la caridad. Es ésta una lex libertatis, un don del Espíritu infundido en el interior como principio ontológico que transforma y capacita operativamente a la voluntad para moverse libremente a la entrega a Jesucristo, al amor de Dios.

De otra parte, la “ley nueva”, la “ley de Cristo” también posee secundariamente una dimensión externa: unos preceptos y consejos, el Evangelio predicado por Jesús, su propia vida enseñada, transmitida y vivida en la Iglesia. Esta dimensión externa de la lex nova constituye objetivamente el contenido hacia el que se dirige la voluntad movida por la gracia del Espíritu Santo. De manera que la “nueva ley” indica lo que hay que hacer pero, sobre todo — y esto es lo formalmente “nuevo” de ley evangélica—, da la fuerza para cumplirlo.

Es conocida esta reflexión sobre la lex nova, y es innecesario desarrollarla aquí en toda su amplitud. En cambio, vale la pena observar que la articulación de los aspectos interior y exterior de la “ley nueva” esclarece igualmente las relaciones entre libertad y autoridad-obediencia, y más radicalmente permite comprender la asociación de la “obediencia” de Cristo y la “libertad” del Espíritu Santo para la realización de salvación en la Iglesia y en el cristiano. Esto resulta especialmente necesario cuando, en ocasiones, se contrapone dialécticamente la libertad del Espíritu y el carácter normativo de la ley evangélica, que reclama obediencia en actos externos determinados.

El contenido bíblico antes analizado supone que la “ley” evangélica es, ante todo, Cristo mismo: su predicación, vida, muerte y resurrección, como acto de obediencia al Padre en favor de los hombres. Ante la “Palabra” encarnada, cuya autoridad (todo poder en los cielos y en la tierra) se basa en la obediencia al Padre, surge el “oír-respuesta” humano, es decir, la “obediencia de la fe”. Esta obediencia del hombre se hace posible por la acción del Espíritu Santo que capacita para que, en la libertad de los hijos de Dios, el hombre rinda a Dios el homenaje racional de su inteligencia y voluntad. La “libertad del Espíritu”, no es la anarquía de la “carne”, sino el instinto interior de la gracia que configura la nueva criatura a Cristo en su obediencia, amor y ofrenda al Padre, en movimiento espontáneo provocado por el amor, la caritas. “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Jn 14, Jn 15, y Jn 21).

Fe-obediencia a Cristo —y en Cristo al Padre—, y libertad- amor en el Espíritu están implicadas una en la otra. La obediencia al mandato externo no es posible sin el movimiento interior del Espíritu Santo. Este conduce al cristiano a obedecer libre y espontáneamente, como desde dentro y movido por el amor, las prescripciones externas, que son el modo histórico —mientras peregrinamos hacia la casa del Padre— de la economía salvífica inaugurada con la encarnación del Hijo (en el régimen de la fe y de los medios salvíficos de la lex incarnationis).

De este modo, la “obediencia” y la “libertad” no resultan antitéticas e irreconciliables, sino que —por el contrario— la obediencia cristiana incluye, como un momento interno constitutivo, la libertad del Espíritu, que es su “perfección”: la voluntad espontánea. Y esto de modo análogo a como la obediencia de Jesús es perfecta porque perfectas son su libertad y amor al Padre en el Espíritu eterno. El Espíritu Santo actualiza en el cristiano “desde dentro” la obediencia salvífica de Cristo al Padre, cuya voluntad se manifiesta históricamente, para los hombres, en la autoridad de la nueva “ley” que es Cristo mismo.

IV.     Conclusión

La herencia ilustrada ha legado la idea de que la libertad es auténtica en la medida en que se apoya sobre el juicio individual. La libertad del individuo viene así enfrentada a una tradición recibida en una comunidad que se testifica y transmite por medio de unas Escrituras, instituciones y personas dotadas de autoridad. Esta autoridad resultaría, según esa idea, una intromisión en la autonomía individual, y la obediencia sería una abdicación de la conciencia.

Esta interpretación constituye, sin duda, un riesgo para una correcta idea de libertad. Pero también ofrece una ocasión para redescubrir el significado de la autoridad y obediencia cristianas. Obediencia no significa renunciar a la autodeterminación personal. La tradición teológica ha afirmado constantemente que la libertad supone obrar a partir de sí mismo, ex se ipso agere, spontanea voluntate, según Tomás de Aquino. En el cristiano esto sucede como despliegue y autorrealización de la “nueva criatura” en Cristo y en el Espíritu Santo. No implica, pues, una renuncia negativa, sino una afirmación de libertad eminentemente positiva: la asunción voluntaria del proyecto de Dios sobre la propia vida. Nunca es sumisión pasiva, sino libre adhesión al diseño de Dios propuesto por la palabra de la fe. La obediencia es la manifestación de la libertad de los hijos de Dios. No es un “límite” a la libertad (como lo entiende un individualismo reductivo), sino una libertad sostenida por el amor y puesta al servicio del amor a Dios y a los hermanos; enriquece y plenifica la persona para el servicio y la donación.

La obediencia y la autoridad en la Iglesia están al servicio de esta economía de la salvación. No se resuelven en la simple autoridad y obediencia de un hombre frente a otro. Toda obediencia sólo tiene sentido cuando se inserta en la obediencia salvífica de Cristo, y se identifica con la adhesión a Él. Sólo así puede entenderse una obediencia en la Iglesia realizada en la libertad del Espíritu, “no entre lamentos sino con alegría” (Hb 13, 17; 1Ts 5, 12; 1P 5, 5).

La afirmación de la responsabilidad personal y del carácter irrenunciable de la conciencia individual no supondrá un riesgo — muy al contrario— para quien advierte lúcidamente el carácter liberador de la obediencia al único Señor que puede merecer el don de la libertad humana, en lugar de los ídolos de este mundo. La libre obediencia es misterio de gracia y salvación. Ciertamente, esta percepción salvífica presupone madurez en esa fe por la que “el hombre se abandona totalmente a Dios, prestándole libremente el pleno obsequio del intelecto y de la voluntad” (DV 5).

José Ramón Villar en dadun.unav.edu

Notas:

1.     Vid. J. RATZINGER, Freiheit und Bindung in der Kirche, en E. CORECCO, N. HERZOG, A. SCOLA (ed.), Les droits fondamentaux du chrétien dans l'Église et dans la société, Friburgo 1980, pp. 37-52.

2.     W. MUNDLE, Oír, en L. COENEN-E. BEYREUTHER-H. BIETENHARD, Diccionario teológico del Nuevo Testamento, Salamanca 1993, vol. III, pp. 203-209; A. STÖGER, Obediencia, en J. B. BAUER, Diccionario de Teología Bíblica, Barcelona 1967, col. 715-721; G.  GATTI,  Obediencia, en L.  ROSSI-A. VALSECCHI (dir.), Diccionario Enciclopédico de Teología Moral,  Madrid 1974; H. RONDET, L’obéissance, problème de vie, mystère de foi, Lyon 1966.

3.     Nos inspiramos en P. RODRÍGUEZ, Espontaneidad y legalidad en la ley nueva, en “Scripta  Theologica” 19 (1987) 375-385. El lector encontrará   en este denso trabajo —que incluye más perspectivas de las que aquí traemos— una bibliografía básica sobre la “ley nueva” y el fundamento de la moral cristiana. Los textos relevantes de santo Tomás sobre el tema se hallan en la S. Th., 1-2, qq. 106 y 108.

Hugo S. Ramírez

5.       La idea de libertad en Hannah Arendt como capacidad para vincularse

Al igual que la pluralidad de los hombres en tanto que seres singulares y únicos, la libertad es un concepto fundamental en el pensamiento de Hannah Arendt: perfilar la libertad es comprender lo que no es el totalitarismo de cualquier signo [55].

Nuestra aproximación a su idea de libertad tendrá especial interés por destacar uno de sus rasgos: el carácter vinculante o relacional de la misma. Este interés queda justificado en la medida en que precisamente el carácter vinculante de la libertad, permite la ubicación del perdón en el plano de la razón práctica, tema con el que concluiremos estas páginas.

Comencemos por destacar que, en el desarrollo de sus ideas acerca de la libertad política, Hannah Arendt pone un especial cuidado en distinguirla del libre albedrío, y sobre todo de la soberanía. En este sentido, desde su perspectiva, la libertad no es una capacidad que se ejercite exclusivamente en el plano de lo volitivo, sino que implicándolo, lo trasciende: "La libertad como elemento relacionado con la política no es un fenómeno de la voluntad. No nos enfrentamos con el liberum arbitrium, una libertad de elección que (...) está predeterminada por un motivo que sólo se puede aducir que inicia su puesta en práctica" [56].

Al evitar este equívoco, Arendt intenta mantener al margen de sus interpretaciones la identificación de la libertad con la capacidad humana para realizar la propia voluntad. A su juicio, tal nexo desemboca en lo que ella misma considera como una "consecuencia fatal para la teoría política": la coincidencia automática del poder con la opresión, o al menos, con el dominio ejercido sobre los demás [57]. Cuando esto sucede, advierte nuestra autora, se observa un debilitamiento general de la praxis, de lo político y lo común, en aras de la ascensión de lo privado y particular, siendo el eco de esta situación la disyuntiva de innegable actualidad por la que se cuestiona si "la política y la libertad son conciliables en absoluto; si la libertad no comienza sólo allí donde acaba la política" [58]. De igual manera, a partir de la asociación entre libertad y libre albedrío, la política se transforma en un simple mecanismo de gobierno, cuya función es la garantía de la seguridad, esto es, de un espacio donde unos sólo mandan y otros sólo obedecen [59]. Esta fórmula queda articulada, fundamentalmente, a través de ficciones como en el caso de los contratos constitutivos, considerados como los instrumentos técnicamente idóneos, donde se manifiesta la voluntad soberana [60]. A juicio de Arendt, esta alternativa, poco realista y peligrosa, difícilmente puede mantenerse sin recurrir a instrumentos de violencia: a medios esencialmente no políticos, que posibilitan la opresión para convertir lo plural en uno [61], y transforman la co-acción, en coacción [62].

A través de su toma de posición respecto de tal concepción de la libertad, Arendt se distancia de la moderna ideología liberal, y sobre todo, de los modelos económicos [63] y políticos asociado a las tesis individualistas modernas [64] que, como acertadamente puso de manifiesto C. B. Macpherson, en el papel y en los hechos son incompatibles con una teoría de la obligación política [65].

A partir de estas aclaraciones conceptuales, Hannah Arendt sostiene que la libertades un atributo del ser, no una mera posesión, que se concreta en la oportunidad y capacidad para actuar. "Los hombres son libres, es decir, algo más que meros poseedores del don de la libertad, mientras actúan; ni antes ni después, porque ser libre y actuar son la misma cosa" [66]. Entendida en estos términos, la idea de libertad política implica el reconocimiento de que su ejercicio nunca puede aspirar a la privacidad; o si se prefiere, que el hecho de ser libre no se traduce en la actualización de la soberanía: "en condiciones humanas, que están determinadas por el hecho de que en la tierra no vive un hombre sino los hombres, la libertad y la soberanía son tan poco idénticas que ni siquiera pueden  existir simultáneamente (…). Si los hombres quieren ser libres, deben renunciar precisamente a la soberanía" [67].

Dicho con otros términos, y como ha observado Fina Birulés [68]   la libertad es definida por Arendt como la característica de la existencia humana concerniente al estar entre los otros: inter-esse; es decir, se trata de un atributo inclusivo o vinculativo. La propia Arendt así lo mantiene expresamente cuando, como vimos, define metafóricamente al acto libre como virtuosismo interpretativo, dando a entender que la actividad más libre y singular, es al mismo tiempo la más dependiente respecto de la presencia y atención de los otros [69].

La naturaleza inclusiva, vinculativa o relacional que Hannah Arendt atribuye a la libertad se pone de manifiesto en rasgos tales como: la fragilidad de los actos libres, la complexión plural y pública de la libertad, la capacidad reveladora de un acto libre respecto de su agente, y el "carácter procesal" del ejercicio de la libertad; repasémoslos separadamente.

a)       Por lo que respecta al primero de los rasgos arriba enunciados, debemos recordar que, para Arendt, la libertad equivale a actuar; y a diferencia de las otras manifestaciones del dinamismo humano en las que nuestra autora puso su atención, esto es, la labor y el trabajo, la acción es la cosa más frágil que pueden atribuirse a la actividad de los hombres, porque no trascienden, temporalmente hablando, al momento mismo de la ejecución: por ejemplo, lo que el hombre hace a través de la labor, esto es, lo que consume para mantenerse vivo, queda inscrito en los ciclos biológicos que se reproducen incesantemente, y en este sentido, como señaló Arendt, su producto es la vida; de manera análoga, lo que el hombre fabrica con su trabajo, son objetos que, como una mesa y todo aquello que forma parte del mundo artificial, perduran más allá del acto mismo de fabricación [70]. En cambio, los actos y las palabras en las que se actualiza la libertad, necesitan de otros hombres para ser y mantenerse en el tiempo; es decir, la objetividad de los actos libres depende de la presencia de otros hombres [71]. Por todo ello Arendt señala que la libertad y la acción nunca son posibles en soledad: "estar aislado es lo mismo a carecer de la capacidad para actuar, es una negación de la libertad. La acción y el discurso necesitan la presencia de otros no menos que la fabricación requiere la presencia de la naturaleza para su material y de un mundo en el que colocar el producto acabado. La fabricación está rodeada y en constante contacto con el mundo; la acción y el discurso lo están con la trama de los actos y palabras de otros hombres" [72].

b)       La pluralidad, como un elemento inclusivo característico de la libertad arendtiana, se pone de manifiesto en el hecho de que ésta sólo tiene significado e importancia auténticamente políticos, y en último término prácticos, cuando da lugar al poder en el sentido no de dominio, sino de iniciativa secundada o "co-acción" [73]. Así, la libertad actualizada en la acción y el discurso de alguien, está rodeada de la trama de los actos y palabras de otros hombres, de tal manera que "la creencia popular en un hombre fuerte que, aislado y en contra de los demás debe su fuerza al hecho de estar solo, es pura superstición basada en la ilusión de que podemos hacer algo en la esfera de los asuntos humanos -hacer instituciones o leyes, por ejemplo, de la misma  forma  que hacemos  mesas  y sillas(   ), con la utópica esperanza de que cabe tratar a los hombres como se trata a otro material-" [74]. En ausencia de esta co-acción entre alguien que inicia y quienes apoyan y hacen suya la iniciativa, no hay libertad ni poder. En todo caso habría potencia: una propiedad perteneciente a una entidad singular, que le permite demostrarse a sí misma en relación con otras cosas o con otras personas, pero siempre en una posición esencialmente independiente de ellas; y en la más desafortunada de las situaciones, habría violencia [75].

Por otro lado, la libertad para Hannah Arendt tiene como espacio natural lo público y lo común [76] de ahí que, con acierto, Carmen Corral sostenga que la libertad arendtiana no es un sentimiento interior, sino una manifestación exterior fundamentada en una pluralidad incluyente: "un fenómeno público que reside en el ámbito de lo plural, requiriendo la presencia y la participación activa de los demás" [77]. Incluso esta participación en los asuntos comunes puede tener un sentido agonal, y a él recurre nuestra autora constantemente, sobre todo al rememorar las experiencias de la polis, marcadas  por el afán  del ciudadano libre por destacar entre sus pares [78]. Este recurso, que para algunos comentaristas del pensamiento de Hannah Arendt demuestra ciertas inclinaciones hacia el "esencialismo fenomenológico" [79] parece necesario a fin de destacar que la libertad política no se refiere a la elección de determinadas opciones de comportamiento, como viene sucediendo a partir de lo que la propia Arendt denomina como "el auge moderno de lo social" [80]. Actualmente, advierte Arendt, tal forma de concebir la libertad da paso a actitudes personales manifiestamente autómatas y conformistas respecto de los asuntos humanos: lo que se conoce como sociedad de masas, técnicamente dirigida y gobernada, con una clara presencia de aislamiento subjetivista. Aquí, "los hombres se han convertido en completamente privados, es decir, han sido desposeídos de ver y oír a los demás, de ser vistos y oídos por ellos; todos están encerrados en la subjetividad de su propia experiencia singular, que no deja de ser singular si la misma experiencia se multiplica innumerables veces" [81]

c)       El carácter vinculante o relacional de la libertad, visto a través de su rasgo revelador del agente, se pone de manifiesto en el hecho de que los actos realizados en libertad descubren la cualidad, única en el ser humano, de ser distinto y de distinguirse: a través del ejercicio de la libertad, nos dice Arendt, los seres humanos se presentan unos a otros no como objetos, sino como personas, qua hombres [82]. En este sentido, la libertad articula aquella calidad de alteritas a través de la cual el hombre es capaz de comunicar a sus semejantes, con sus actos y discurso, su propio yo, y no simplemente algo [83]. En definitiva, la libertad es vinculante porque propicia el descubrimiento mutuo entre los hombres: "mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal  identidad  y hacen su aparición  en el mundo  humano (…).  El descubrimiento de quién, en contra-distinción de qué es alguien -sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta, está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace (en libertad)- (...). Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción, pasa a primer plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana" [84]. Dicho con palabras de Francesco Viola, un acto libre sería, en este orden de ideas, la concreción de una "interacción significativa", a través de la cual cada persona descubre y revela su propia identidad, gracias a la relación con otros y a la ayuda que de ellos recibe, manifestando su self en medio de otros selves  [85].

d)       Por último, en tanto que capacidad para la acción,  el ejercicio  de la libertad es para Arendt la causa o el inicio del desarrollo de un proceso de acontecimientos que vincula necesariamente, y desde el punto de vista de la experiencia vital, a un número indeterminado de personas. Se trata, simultáneamente, dé la "naturaleza procesual" o permanente de la acción, así como de la libertad entendida en términos de no-soberanía. Es decir, en razón de que la realidad humana no se limita a la singular vida del hombre, sino a las vidas de los hombres, lo que éstos hacen u omiten libremente siempre tiene una incidencia, a veces directa a veces indirecta, en la vida de otros; de ahí que Arendt afirme concretamente: "si fuera verdad que soberanía y libertad son lo mismo, ningún hombre sería libre, ya que la soberanía(...), es contradictoria a la propia condición de pluralidad; ningún hombre puede ser soberano porque ningún hombre solo, sino los hombres, habitan la Tierra" [86]. La consecuencia de tal reconocimiento puede llevar, como vimos anteriormente, a la afirmación de la esperanza en los asuntos humanos, y muy particularmente en los políticos, sobre todo al observar que la libertad actualiza los "milagros" que rompen el automatismo al que se llega por la reiterada indiferencia ante la presencia de los otros [87]. Pero igualmente puede conducir a la inseguridad, la desconfianza y el temor ante la permanencia de los actos humanos en la vida de quienes comparten el mundo, y sobre la que no es posible ejercer un control y predicción absolutos. Es decir, esta interpretación de la libertad que resalta su carácter vinculativo y contrario a la soberanía, puede servir como pretexto a la exageración del individualismo, como lo advirtió la propia Arendt, dando pie a la indiferencia, y acto seguido, a la sustitución de la política por la administración tecnocrática: en el ámbito de las ideas políticas, el peso de la libertad hace aparecer constantemente la tentación de encontrar un sustituto a los actos libres, que inevitablemente implican el reconocimiento de una responsabilidad respecto de los mismos; y dicho sustituto se encuentra, primero, en la idea de que un hombre solo, aislado de los demás, es dueño de sus propios actos, desde el comienzo hasta el final, es decir, en la supresión de la pluralidad; y segundo, en la articulación de un gobierno que, asumiendo diversas modalidades, siempre es despótico [88].

Para cerrar este apartado, tendríamos que subrayar el carácter vinculativo de la libertad arendtiana: desde múltiples ángulos, la libertad en Arendt remite al encuentro interpersonal, sobre todo en su dimensión pública reveladora del agente, y de igual manera en su identificación como no­soberanía; de tal manera que una condición insuperable para el ejercicio de la libertad, radica en contar con los otros. Dicho con palabras de Adela Cortina: la libertad humana es real siempre y cuando nunca sea asoluta, suelta de todo, desligada de todo, sino obligada, ligada a las personas y las circunstancias que son parte de cada uno [89].

6.       El significado práctico del perdón en Hannah Arendt

Finalmente consideraremos al perdón y la reconciliación, como dos componentes de gran relevancia para los procesos de interculturalidad y mestizaje. El perdón consiste, fundamentalmente, en el acto a través del cual alguien, que estima haber sufrido una ofensa, hace cesar su indignación hacia el ofensor, renunciando a la exigencia de un castigo, y optando por no tener en cuenta la ofensa en el futuro, de modo que la relación entre el ofensor y el ofendido-perdonante, no quedan afectadas. Al mismo tiempo, el ofensor, eventualmente, reconoce su culpa aprovechando el acto de perdonar. De la mano de Hannah Arendt [90] es posible afirmar que el perdón aporta a la esfera de la realidad práctica el bien de la esperanza, como un recordatorio auténtico de que, aún en las condiciones aparentemente más desesperadas, los hombres siempre son capaces de comenzar, las veces que sea necesario, una renovada relación con sus semejantes. En este orden de ideas, el poder de perdonar es una de las manifestaciones más radicales  de la praxis, sobre todo de su naturaleza activa y vinculativa. Respecto de lo primero, el acto de olvidar una ofensa sufrida, al exonerar a quien ha causado un daño y es incapaz de revertir los efectos de su actuación, fractura la continuidad de un proceso quasi mecánico y reactivo en el que un acto provoca una reacción en venganza y ésta, a su vez, otra, y así sucesivamente.

Por virtud de esta ruptura, el perdón se manifiesta como una acción plenamente libre que al mismo tiempo actualiza la esperanza en la esfera práctica. Como sostiene Arendt: "En contraste con la venganza, que es la reacción automática de la transgresión y que debido a la irreversibilidad del proceso de la acción puede esperarse e incluso calcularse, el acto de perdonar no puede predecirse (...). Perdonar es la única reacción que no re-actúa simplemente, sino que actúa de nuevo y de forma inesperada, no condicionada por el acto que la provocó y por lo tanto libre de sus consecuencias, lo mismo para quien perdona que aquél que es perdonado" [91].

Por otro lado, debemos reconocer en el perdón un rasgo vinculativo, eminentemente personal, por virtud del cual "lo hecho se perdona por amor a quien lo hizo" [92]. Este vínculo está animado por el respeto y posibilitado por la comprensión. Así, según Arendt, detrás del perdón y del nexo interpersonal que construye, se encuentra el respeto: la philia politiké, una consideración tan profunda de la persona, independiente de cualidades y logros que de ella puedan estimarse, que es suficiente para impulsar el perdón [93].

De igual manera, en el carácter vinculativo del perdón juega un papel preponderante la capacidad para comprender: el acceso a la verdadera con­ temporaneidad [94]. En efecto, la comprensión tan necesaria en el contexto de la diversidad cultural, es la otra cara de la acción en la medida en que es: "(...) aquella forma de cognición, distinta de muchas otras, por la que los hombres  que actúan, y no los que están empeñados en contemplar algún curso progresivo o apocalíptico de la historia, pueden finalmente aceptar lo que irrevocablemente ha ocurrido y reconciliarse con lo que inevitablemente existe" [95].

Ejemplos específicos de la praxis de la reconciliación en la política cultural se encuentran en las disculpas oficiales a minorías por ofensas e injusticias pasadas. Si bien las disculpas oficiales son criticadas por diversos motivos, como su falta de oportunidad ya que se pronuncian mucho tiempo después de haberse cometido la ofensa, o bien porque no identifican a los verdaderos autores de la discriminación y la marginación, y a veces tampoco a las víctimas, al mismo tiempo se admite su idoneidad para favorecer una reconciliación asequible. No obstante las críticas, como enseña Jacob Levy, esta práctica toma gran significado en la medida en que se incorpora al valor ético de la memoria ya que "intenta recordar  a las generaciones de ciudadanos futuros y al mundo en su conjunto lo que ocurrió, y lo que estuvo mal: el resultado es la incorporación, en la cultura pública, de una fuerte prohibición contra actos similares en el futuro" [96]. Todo esto cobra gran importancia en la medida en que con el perdón, tal y como lo presenta Arendt, se procura evitar la banalidad del mal [97]: una "locura moral altamente peligrosa" [98].

Podría decirse, y con ello concluir, que el perdón es una capacidad que posibilita la realidad de la libertad, debido a la condición no soberana de los hombres, es decir, a su impotencia para controlar absolutamente las consecuencias de los actos que realizan libremente: se trata de la solución a la paradoja de liberarse de la libertad, sin caer en el inmovilismo. Una vez más con Hannah Arendt: "Sin ser perdonados, liberados de las consecuencias de lo que hemos hecho, señala Arendt, nuestra capacidad para actuar quedaría, por decirlo así, confinada a un solo acto del que nunca podríamos recobrarnos; seríamos para siempre las víctimas de sus consecuencias, semejantes al aprendiz de brujo que carecía de la fórmula mágica para romper el hechizo" [99].

Hugo S. Ramírez en revistas.unav.edu/

Notas:

55.    Esta es una de las tesis más contundentes con las que Arendt estructuró una de sus obras con mayor difusión: Los orígenes del totalitarismo, y viene a decir que, si la libertad no es el principio de la acción política, de las actividades que los hombres realizan libre y concertadamente, invariablemente entra en escena el temor como leit motiv de las acciones: el temor del dominador al pueblo, y el temor del pueblo al dominador, y posteriormente, el terror. Así, nos dice en el citado título, en presencia del temor como principio de los actos, "ningún otro principio orientador puede ser útil para poner en marcha un cuerpo político que ya no utiliza el terror como medio de intimidación, sino cuya esencia es el terror: en su lugar ha introducido en los asuntos públicos un principio enteramente nuevo que hace caso omiso de la voluntad humana para la acción, y atrae a la ansiosa necesidad de alguna percepción de la ley del movimiento según la cual funciona el terror y de la cual, por eso, dependen todos los destinos privados". Cfr., ARENDT, H., Los orígenes del totalitarismo, Taurus, Madrid, 1974, pp. 559 a 568, la cita textual se toma de la página 368.

56.    ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 163.

57.    Cuando la libertad se convierte en libre albedrio, nos dice Arendt, se pasa de la acción a la fuerza de la voluntad, y la libertad misma deja de ser un ideal asociado a la virtud y al virtuosismo, convirtiéndose en soberanía, esto es, en el ideal del libre albedrio: independencia de los demás y, en última instancia, capacidad de prevalecer ante ellos. Cfr., ibíd., pp. 175, 176.

58.    ARENDT, H., ¿Qué es la política?, cit., p. 62.

59.    Aquí, señala Arendt, estaríamos en presencia de la tiranía en estado puro donde, en primer lugar, lo común es el destierro de los ciudadanos de la esfera pública y la insistencia en que se preocupen de sus asuntos privados, con la confianza de que sólo el "gobernante debe atender a los asuntos públicos". En segundo, si bien aquí se procura fomentar la industria privada y la laboriosidad, los ciudadanos no ven en la política y la participación en los asuntos comunes, más que el intento de quitarles el tiempo necesario para sus propios asuntos. Y en tercer lugar, no obstante las ventajas de corto alcance que pueda ofrecer la tiranía, es decir, la estabilidad, seguridad y productividad, inevitablemente se prepara el camino hacia la pérdida de poder, aunque el desastre real ocurra en un futuro relativamente lejano. Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 242.

60.    Cfr., ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 176.

61.    "(Aunque en este supuesto) cada uno de los ciudadanos retuviera algún derecho en el manejo de los asuntos públicos, advierte nuestra autora, en conjunto actuarían como un solo hombre sin tener siquiera la posibilidad de disensión interna, menos aún la lucha de facciones: mediante el gobierno, los muchos se convierten en uno en todo aspecto, excepto en la aparición física". ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 244.

62.    "Una de las distinciones más obvias entre poder y violencia, nos dice Arendt en un ensayo dedicado  a este  último concepto, es que el poder, en tanto que acción realizada  libre y conjuntamente (co-acción), siempre precisa del número, mientras que la violencia,  hasta cierto punto, puede prescindir de la concurrencia porque descansa en sus instrumentos (de coacción)". ARENDT, H., Crisis de la República, cit., p. 144.

63.    Celso Lafer ha puntualizado que en Arendt, la reivindicación contemporánea de un derecho al consumo sin límites, como motor de la economía, representa la victoria del animal laborans sobre el hombre actuante: tal pretensión de consumo desmesurado inhibe la vida pública, e incluso transforma el entorno humano en sociedad de masas. Cfr., LAFER, C., La reconstrucción de los derechos humanos. Un diálogo con el pensamiento de Hannah Arendt, Fondo de Cultura Económica, México, 1991, pp. 241 y ss.

64.    Aunque mediante estudios separados, George Simmel y Steven Lukes coinciden en señalar que el denominado individualismo político está basado en argumentos antropológicos específicos, mediante los cuales se describe al hombre como un ser racional independiente, concreción empírica de una humanidad in abstractum donde  cada  uno es el  único generador de sus deseos y preferencias, así como el mejor juez de sus intereses; y sobre este zócalo se apoyan los principios políticos "demo-liberales", a saber:  a)  una  concepción  del  gobierno  y de la autoridad política en general, basada en el consentimiento como su premisa axiológica fundamental; b) el convencimiento de que la concreción de la actividad política debe desarrollarse básicamente en forma de representación de los intereses  individuales;  c)  la idea de que la actividad del gobierno está dirigida únicamente a posibilitar la satisfacción de las expectativas particulares y la protección de derechos individuales, con un claro favoritismo hacia el laisser-faire, y al mismo tiempo, la oposición de que el gobierno o cualquier instancia pública pueda, legítimamente, influir, alterar o revocar las mencionadas expectativas y derechos individuales. Cfr., S1MMEL, G., El individuo y la libertad. Ensayos de crítica de la cultura, Península, Barcelona, 1986, pp. 271 a 279; cfr., LUKES, S., El individualismo, Península, Barcelona, 1975, pp. 101 a ll0. Para ahondar en esta cuestión véase también: CAMPS, V., Paradojas del individualismo, Crítica, Barcelona, 1999.

65.    Lo que queremos subrayar es que la insistencia de Arendt para no admitir la asimilación y reducción de la libertad a la libre disposición, representa un rechazo a la teoría política ajena a la obligación, utilizando los términos de C. B. Macpherson. Ésta, según el famoso estudio del citado profesor de la Universidad de Toronto sobre el individualismo posesivo, estaría fundamentada, en primer lugar, en un modelo del hombre que reduce la esencia humana a la libertad respecto de las voluntades ajenas al individuo, y a la propiedad o disposición autár­ quica de las capacidades también individuales; y en segundo, en una idea de la sociedad que vería en ésta solamente un conjunto de relaciones mercantiles. Todo lo cual conduce a una visión teórica de la política caracterizada por la competitividad y la hostilidad, así como por la ausencia de un principio de obligación suficiente, y cuya función se limita a "la protección de la propiedad que el individuo tiene sobre su propia persona y sobre sus bienes, y por lo tanto, para el mantenimiento de relaciones de cambio debidamente ordenadas entre individuos, considerados como propietarios de sí mismos". Cfr., MAcPHERS0N, C. B., The political theory of possessive individualism. Hobbes to Locke, Oxford University Press, Oxford, 1964, pp. 263 a 277; la cita textual se toma de la página 264.

66.    ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 165.

67.    Ibíd., p. 177.

68.    Cfr., BIRULÉS, F., "Introducción: ¿Por qué debe haber alguien y no nadie?", en ARENDT, H., ¿Qué es la política?, cit., p. 26. En este mismo  orden de ideas Carmen  Corral  ha entendido que la libertad para Hannah Arendt no se limita a ser un sentimiento interior, sino una manifestación exterior: "la libertad es un fenómeno público, reside en el ámbito de lo plural, requiriendo la presencia y la participación activa de los demás". CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., p. 218.

69.    "Las artes interpretativas, nos dice Arendt, tienen una considerable afinidad con la política: los intérpretes, bailarines, actores, instrumentistas y demás, necesitan una audiencia para mostrar su virtuosismo, tal como los hombres de acción (los hombres libres) necesitan la presencia de otros ante los cuales mostrarse; para unos y para otros es preciso un espacio público organizado donde cumplir su trabajo, y unos y otros dependen de los demás para la propia ejecución". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, cit., p. 166.

70.    Cfr., ÁRENDT, H., La condición humana, op. cit., pp., 103 y 106 a 109.

71.    "La publicidad de la esfera pública es lo que puede absorber y hacer brillar a través de los siglos cualquier cosa que los hombres quisieran salvar de la natural ruina del tiempo", nos dice Arendt en este sentido. Ibíd., p. 64.

72.    Ibíd., pp. 211 y 212.

73.    Con el rigor que caracterizaba su empleo de los conceptos, Arendt definió al poder como aquella capacidad humana para actuar concertadamente. A través de esta aproximación, da a entender que el poder nunca es propiedad de un individuo, sino que pertenece a un grupo y sigue existiendo mientras que el grupo se mantenga unido a través de la complementación entre las iniciativas y su realización. En este caso, parece como si la libertad, y la acción a la que da lugar, estuviera dividida en dos partes: el comienzo, realizado por una sola persona, y el final, en el que se unen muchas para llevar y acabar la empresa aportando su ayuda. Cfr., ARENDT, H., Crisis de la República..., op. cit., p. 146. Mediante este punto de vista que articula libertad, poder y cooperación, según hace notar Bhikhu Parekh, "Arendt propone reavivar la conceptualización clásica, más precisa, de las. relaciones del gobierno con sus súbditos: el ejercicio de la vida política requiere que alguien tome la iniciativa respecto a lo que la comunidad deba hacer en una situación dada, y que se procure y granjee el apoyo de los demás". PAREKH, B., Pensadores políticos contemporáneos, op. cit., p. 29.

74.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 212. El empleo de la palabra "material", haciendo alusión a una postura antropológicamente reduccionista, fue claramente explicado por la propia Arendt en la nota respectiva que, por el interés respecto del carácter vinculativo del concepto arendtiano de libertad, aquí reproducimos: "La reciente historia política está llena de ejemplos indicativos de que la expresión "material humano" no es una metáfora inofensiva, y lo mismo cabe decir de la multitud de modernos experimentos científicos en ingeniería, bioquímica, cirugía cerebral, etc., que tienden a tratar y cambiar el material humano como si fuera cualquier otra materia. Este enfoque mecanicista es típico de la Época Moderna; la antigüedad, cuando perseguía similares objetivos, se inclinaba a pensar en los hombres como si fueran animales salvajes a los que era preciso domesticar. Lo único posible en ambos casos es matar al hombre, no necesariamente como organismo vivo, sino qua hombre". Ibíd., p. 268, nota 15.

75.    Caber recordar que, según Arendt, la violencia no depende del número de personas implicadas en una iniciativa, o de las opiniones alrededor de la misma, sino de los instrumentos; y los instrumentos de la violencia, al igual que otras herramientas, aumentan y multiplican la potencia humana, individualmente considerara. De ahí que, políticamente hablando, es insuficiente decir que poder y violencia no son la misma cosa: la violencia aparece donde el poder está en peligro, y aquella siempre es capaz de destruirlo, pero absolutamente incapaz de crearlo. Con esto, nuestra autora da a entender que un bien como la libertad, no puede resultar de un mal, como es el empleo de la violencia; o en todo caso, que la violencia no es un modus privativo del bien, a la manera de una manifestación temporal de un bien todavía oculto. Cfr., ARENDT, H., Crisis de la República, op. cit., pp. 155 a 158.

76.    Sobre el carácter inclusivo del espacio público, Arendt lo describió como aquello que, existencialmente, es compartido por los hombres: "significa el propio mundo en cuanto es común a todos nosotros y diferenciado de nuestro lugar poseído privadamente en él( ); está relacionado con los objetos fabricados por las manos de los hombres, así como con  los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre. ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 61, 62.

77.    CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., p. 218.

78.    En las ciudades-estado griegas, nos dice Arendt, "pertenecer a los pocos iguales (homoioi) significaba la autorización de vivir entre pares; pero la esfera pública estaba calada por un espíritu agonal, donde todo individuo tenía que distinguirse constantemente de los demás, demostrar con acciones únicas o con logros, que era el mejor; en todo caso, la polis era el único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran". Arendt, Hannah, La condición humana, op. cit., p. 52.

79.    En opinión de Seyla Benhabib, el recurso de Arendt al aspecto agonal  de la política de  la Grecia clásica para perfilar su modelo de democracia y su concepto de libertad, propicia el establecimiento de barreras infranqueables que distinguen tajantemente entre la esfera privada  y la pública; con ello, se da a entender que cada tipo de actividad tiene su propio y específico lugar en el mundo, y que este lugar es el  único  en que dicha actividad  se puede  desarrollar.  La esfera privada, de acuerdo con este tipo de diferenciación, es un espacio pre-político que, dominado por la violencia y la necesidad, no es un espacio para la libertad ni la igualdad. Cfr., BENHABIB, S., "Feminist theory and Hannah Arendt's concept of public space", en History of the Human Sciences, vol. 6, núm. 2 (1993), pp. 106 y ss.

80.    Para este proceso, nos dice Arendt en La condición humana, es decisivo la exclusión de la libertad y de la acción en todos los niveles: "la sociedad espera de cada uno de sus miembros una cierta clase de conducta, mediante la imposición de innumerables y variadas normas, todas las cuales tienden a "normalizar" a sus miembros, a hacerlos actuar, a excluir la acción espontánea o el logro sobresaliente". ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 51.

81.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 67. Como ha observado Pietro Barcellona, esta manera de entender la libertad como simple elección, se encuentra en la base del tránsito desde la organización humana a la organización técnica de la sociedad; y al mismo tiempo ha implicado la acentuación del margen de discrecionalidad de los valores y de las normas sociales. Se trata de "la liberación definitiva de toda  referencia  a un centro unificador, a un principio jerárquico de unificación, y poner el conjunto de los individuos en una relación de pura contingencia con el conjunto de los roles sociales y de las funciones que se articulan según las exigencias de funcionamiento del sistema moderno". Paradójicamente, advierte el autor en cita, este logro de la máxima libertad imaginable, niega cualquier posibilidad de concebir al hombre o a la persona como valor, y reduce la libertad a mera contingencia: "el in­ dividuo vivo es pura realidad factual frente a la cual se sitúa un sistema de acciones, de roles y de funciones, con el que el individuo puede entrar en relación alternativa y simultáneamente". Cfr., BARCELLONA, P., El individualismo propietario, Trotta, Madrid, 1996, pp. 129 a 132; las citas textuales se toman de las páginas 131 y 132; las cursivas son nuestras.

82.    Se trata de un descubrimiento del hombre qua hombre porque a él no se llega por mediación de la necesidad o de la utilidad, como es el caso de la labor y el trabajo, respectiva­ mente, sino por el impulso que surge del hombre en tanto que, como vimos anteriormente, es un inicio en sí mismo. Cfr., ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 200.

83.    Este rasgo de la libertad, que descubre la identidad del agente que actúa libremente, requiere de la común humanidad  como  presupuesto.  Así  lo ha  hecho  notar  Peter  Fuss:  en el pensamiento de Arendt, para que el hombre comunique y se revele a otros, éstos deben compartir con aquél  una humanidad  común; el poder de comunicación  humana  descansa  en la naturaleza común que, en  los  seres  humanos,  se experimenta  como  empatía.  Cfr., Fuss, P., "Hannah Arendt's conception of political community", en HILL, M., Hannah Arendt: The recovery ofthe public world, St. Martin's Press, Nueva York, 1979, p. 165.

84.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 203, 204.

85.    Cfr., VIOLA, F,, "La comunita política come discorso tra la diversita", en SGROI, E., L'educazione alta política. Azione collettiva e scuole di fomazione in Italia, Meridiana, Catanzaro, 1993, pp. 40 y ss.

86.    Ibíd., p. 254.

87.    "La verdad es que el automatismo es inherente a todos los procesos, sea cual sea su origen, motivo por el cual ningún acto singular y ningún acontecimiento singular pueden, de una vez por todas, liberar ni salvar a un hombre, a un país o a la humanidad. En la naturaleza misma de los procesos automáticos a los que el hombre está sujeto, pero dentro y contra los cuales se puede afirmar a sí mismo gracias a la acción, se ve que sólo pueden significar la ruina de la vida humana. Una vez automatizados, los procesos históricos generados por el hombres no son menos dañinos que el proceso de la vida natural, que conduce a nuestros organismos y que, en sus propios términos, los biológicos, nos lleva desde el ser hasta el no ser, desde el nacimiento hacia la muerte(...). (Ante esto),  lo que por lo común  permanece  intacto en las épocas de petrificación y de ruina predestinada es la propia facultad de libertad, la capacidad cabal de empezar, lo que anima e inspira todas las actividades humanas  y es la fuente de producción de todas las cosas grandes y bellas". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, cit., p. 181; las cursivas son nuestras.

88.    Cfr., ARENDT, H., La condición humana, op. cit., pp. 241-242.

89.    Cfr., CORTINA, A., Hasta un pueblo de demonios. Ética pública y sociedad, Taurus, Madrid, 1998, pp. 78-79

90.    Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., 1993, p. 259.

91.    Ibíd., p. 260.

92.    Ibíd., p. 261.

93.    Cfr., Ibíd., p. 262.

94.    Somos contemporáneos, sentencia Arendt, sólo hasta donde llega nuestra comprensión, porque ésta "nos permite ver las cosas con su verdadero aspecto, poner aquello que está demasiado cerca a una determinada distancia, de tal forma que podamos verlo y comprenderlo sin parcialidad ni prejuicio; colmar el abismo que nos separa de aquello que está demasiado lejos y verlo como si fuera algo familiar", todo a la manera de un "diálogo con la realidad que supera a la sola experiencia, con su contacto demasiado estrecho, y al nudo conocimiento, con sus barreras abstractas y artificiales". ARENDT, H., De la historia a la acción, Paidós, Barcelona, 1995, p. 45.

95.    Ibíd., p. 44. René Girard ha señalado, en este mismo sentido, que la verdad no aparece ahí donde predomina una actitud persecutoria como consecuencia de un mal recibido, de un incordio o de una amenaza; cuando en estos casos se reacciona de una manera violenta, en forma de persecución, se verifica un convencimiento, casi ingenuo, de que la violencia ejercida está plena e indiscutiblemente justificada, dando paso al aborrecimiento sin causa, al chivo expiatorio. A través del perdón, nos dice Girard, que se expone de manera más sublime cuando lo otorga la víctima inocente, se descubren mejor los mecanismos que falsean la realidad detrás del chivo expiatorio y en general de la proyección de culpas. Una vez descubiertos estos mecanismos, dejan de intervenir, y consecuentemente, cada vez creemos menos en la culpabilidad de las víctimas exigida por ellos. Así, concluye este autor, privadas del alimento que las sustenta, las instituciones de esos mecanismos asociados al chivo expiatorio, acaban por hundirse. Cfr., GIRARO, R., El chivo expiatorio, Anagrama, Barcelona, 1986, p. 137. Para Salvatore Amato, la interpretación de Girard sobre la inutilidad de la violencia persecutoria ante la fuerza del perdón, que podría hacerse extensiva al pensamiento de Arendt, no solamente sirve hoy en día para recordarnos la necesidad universal de auxiliar al que sufre, sino para urgimos a recuperar el sentido de la realidad en una cultura jurídica y política relativista que, en sus afanes por encontrar "nuevos valores", es cómplice en los sacrificios actuales de tan­ tos inocentes. Cfr., AMATO, S., Coazione, coesistenza, compassione, G. Giappichelli, Torino, 2002, pp. 29 a 33 y 158 a 162.

96.    LEVY, J., El Multiculturalismo del miedo, Tecnos, Madrid, 2003, p. 316.

97.    Como nos recuerda Richard Bernstein, la idea de banalidad del mal, defendida por Hannah Arendt, tiene como premisa central la falta de pensamiento, por la que los hombres pueden aceptar irreflexivamente cualquier criterio, por cruel que resulte. Cfr., Bernstein, Richard, "The 'banality of evil' reconsidered", en CALHOUN, C. y MCGOWAN, J., Hannah Arendt and the meaning of politics, University of Minesota Press, Mineapolis, 1997, p. 312.

98.    CANO, S., "Sentido ardentiano de la banalidad del mal", en Intersticios, 22, 23 (2005), p. 136.

99.    ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 257.

Hugo S. Ramírez

1.           Introducción

Actualmente, sobre todo a partir del último tercio del siglo XX, el fenómeno de la diversidad cultural ha ocupado la atención no solamente de los antropólogos y de los sociólogos, sino de los filósofos del derecho y de la política. Su interés se ha centrado, entre otras cosas, en descripción y búsqueda de soluciones para los dilemas asociados al reconocimiento de las implicaciones prácticas de la diversidad cultural: ¿sería posible admitir la validez de criterios prácticos universales, incluidos los asociados a los derechos humanos, si al mismo tiempo se sostiene que cada cultura cuenta con su propio, auténtico e inconmensurable paideum, del cual dependen las estructuras sociales, las instituciones, las costumbres, en definitiva el ethos? Frente esta situación problemática, algunos diagnósticos ven, sobre todo, el triunfo del relativismo cultural: un exceso de la antropología contemporánea que amenaza al individualismo y universalismo atribuidos a la Ilustración; es altamente  significativo, en este contexto, el concepto desmodernización propuesto por Alain Touraine [1] para describir precisamente el proceso histórico que desemboca en el multi-culturalismo. Otros, por el contrario, observan la oportunidad de dar a la cultura y a la comunidad el sitio que les corresponde en la configuración tanto de la identidad personal como de la experiencia política, y paralelamente, celebran la ocasión de indagar, con mayor detalle, lo que en realidad sucede en la interacción entre culturas y comunidades [2].

A partir de este brevísimo recuento del status quaestionis sobre la diversidad cultural y sus implicaciones prácticas, sostengo la siguiente hipótesis de trabajo: el ethos auténticamente vivido por una comunidad, descansa sobre los actos vinculados a realidades como la humanidad, la libertad y la necesidad de reconciliación, entre otras. Estas prácticas representan el espacio para una praxis con vocación universal; son el ámbito de convergencia de lo humano y, como tales, condición para cualquier experiencia intercultural.

Teniendo en cuenta lo anterior, el propósito de estas páginas será explorar las ideas de humanidad, libertad y perdón en Hannah Arendt [3]. Con ello se pretende poner de manifiesto algunos presupuestos que favorecerían el desarrollo del inter-culturalismo, la estrategia que considero más aventaja­ da para encarar los retos de la diversidad cultural, concretamente frente a los que se vinculan a la respuesta multi-culturalista.

2.       Diversidad cultural y  razón  práctica: del  multi-culturalismo a la inter-culturalidad

El multi-culturalismo puede definirse como una aproximación filosófico-política al fenómeno de la diversidad cultural, así como a las dificultades que supone para aquellas sociedades en las que se manifiesta. En el plano antropológico, el multiculturalismo se fundamenta en la imagen del homo siendis [4], esto es, la definición de lo humano a partir de lo que se es en términos de identidad y pertenencia. Por otro lado, en la arena política, se caracteriza como una reacción frente al asimilacionismo, es decir, el avasallamiento de las culturas minoritarias por parte de una cultura mayoritaria [5]. Esta perspectiva consta de dos elementos: por un lado, el diagnóstico según el cual la razón práctica no puede ignorar el hecho de que la identidad de las personas, en tanto que agentes morales, implica a la comunidad y a la cultura: ambas realidades son las fuente de donde manan los universos simbólicos que confieren significado a las elecciones y a los planes de vida de toda persona. De esta manera, explica Charles Taylor, el multi-culturalismo representa la más reciente manifestación del avance del "giro subjetivo" con el que se inaugura la praxis en la Modernidad: se trata de la valoración de la identidad como un bien para ser humano, fundamentado en la convicción de que cada individuo tiene un modo original de ser humano: "El desplazamiento del acento moral surge cuando estar en contacto con nuestros sentimientos adopta una significación moral independiente y decisiva. Llega a ser algo que tenemos que alcanzar si queremos ser fiel y plenamente seres humanos (...); es una nueva forma de interioridad en que llegamos a pensar en nosotros como seres con profundidad interna" [6].

Por otro, forma parte del núcleo de esta perspectiva la reivindicación del derecho a la diferencia cultural, incluyendo las exigencias ad hoc para que la propia cultura exista. Esta reivindicación se justifica a partir de tres razones:

La primera se enfoca en compensar la inequidad provocada por una praxis de la igualdad en sentido estrictamente formal, misma que es constantemente contradicha por los actos de marginación contra miembros de culturas minoritarias. Según este argumento, la igualdad sustancial depende de la definición de ciertos derechos a favor de las minorías, con los cuales se asegure un conjunto mínimo de condiciones paritarias con respecto a las ventajas que tendrían otros grupos [7].

La segunda se asienta en el argumento de la autonomía de los pueblos, el cual se desprende del reconocimiento que, en diversas instancias internacionales, se hace a la autodeterminación como un elemento constitutivo del estatuto jurídico de los pueblos, particularmente el Convenio 169 Sobre Pueblos Indígenas y Tribales en Países Independientes, de la Organización Internacional del Trabajo, mismo que en su artículo siete perfila el derecho de autodeterminación como la capacidad jurídicamente reconocida a los pueblos para controlar, en la medida de lo posible, su propio desarrollo económico, social y cultural.

La tercera procura resaltar el valor de la diversidad cultural en sí misma, señalando que contribuye a enriquecer la vida de los seres humanos, en la medida en que amplía el horizonte de significados disponibles para todos [8].

Ahora bien, como cualquier propuesta filosófico-política, el multi-culturalismo presenta luces y sombras. Entre sus puntos positivos se encuentra la superación de las consecuencias prácticas de la tradición antisocial [9] ; la incisiva crítica a la neutralidad como característica indiscutible del ámbito público [10], así como la completa separación entre éste y la ética personal, relegada a opción privada carente de justificación racional. En suma, el multi-culturalismo ha venido a recordar que tales tesis despojan a la ética pública de una motivación práctica solvente, mostrándola sólo como una coacción externa y generando situaciones de anomia de difícil solución por la desigual competencia del orden moral y del orden político, utilizados acomodaticiamente para justificar el permisivismo ético [11].

Por otro lado, las dificultades que emergen de la perspectiva multi-culturalista con relación a la razón práctica se concentran básicamente en que puede propiciar las condiciones para el relativismo ético, amenazando de esta forma al discurso práctico con vocación universal, por ejemplo, el que fundamenta  la praxis de los derechos  humanos [12].  Como explica María Elósegui, en su celo por la preservación de las culturas, mantener su especificidad y evitar la asimilación, el multiculturalismo tiende a desconocer la existencia de valores humanos generales y universales [13]. Similar diagnóstico ha sido expuesto por Juan J. Sebreli: "El error fundamental del relativismo está en juzgar como criterio de valor la coherencia consigo mismo y prescindir de la coherencia con la realidad exterior, en considerar valioso lo que es vigente dentro de una cultura(...). El relativismo cultural, al negarse a comparar cualidades, cae en la antinomia de justificar valores antitéticos, afirmar como igualmente válidos los pares de opuestos" [14].

Es igualmente importante señalar que el multiculturalismo entraña el riesgo de pasar de una identidad negada o desacreditada, a una identidad exclusiva en la que todo individuo, considerado miembro del grupo minoritario, debería reconocerse, o de otro modo podría ser  tratado  como un traidor [15]. Tal situación estaría propiciada, según Norbert Bilbeny, por  la errada convicción de que no puede haber lealtad a más de una fuente o principio de identidad, sin que haya un conflicto entre dichas lealtades [16].

En definitiva, el multiculturalismo tiene amplias posibilidades de incurrir en una paradoja: alentando el fortalecimiento sociopolítico de las comunidades y sus culturas, para que sean efectivamente reconocidas como elementos constitutivos de la identidad personal y por tanto reconocidas igualmente como fuentes de sentido práctico, puede reproducir el aislamiento a nivel de grupos, y fomentar la ausencia del tipo de comunicación que exige la naturaleza humana. Efectivamente, como ha sido observado por Ana Marta González, el multiculturalismo puede exacerbar la expe­ riencia de un lenguaje propio, empobreciendo el entendimiento sobre la base de un lenguaje común, el cual es sustituido por el discurso tecnocrático, en el fondo trivial. En este caso no hay comunidad ya que: "... la comunicación humana ha de llegar a las esferas más profundas; no puede permanecer en el estrato de los intereses económicos y el tráfico de influencias. Si ninguna comunicación es posible en ese nivel, si los estratos más profundos del yo se resuelven en preferencias irracionales, ha caído por  su base la posibilidad misma de una comunicación más honda que la mera transacción de intereses" [17]. Los efectos indeseables de esta falta de comunicación serían la ampliación semántica de lo diverso, ya no sólo localiza., do en plano de las opiniones, sino como característica del otro en cuanto otro. Y a partir de esto, la incidencia de la marginación y el alejamiento de la sociedad multicultural de la noción de la humanidad, imprescindible para posibilitar la unión de la tolerancia y la intransigencia: aquella para fomentar el diálogo y ésta para hacer frente a cualquier atropello contra la persona [18].

Hasta ahora he procurado exponer los elementos más destacados de la perspectiva multi-culturalista, ante lo cual cabe una pregunta: ¿cómo atender aquello valioso de la propuesta multi-culturalista, evitando los excesos y riesgos que igualmente entraña? En otros términos: ¿cómo aprovechar las convicciones arraigadas en el multiculturalismo acerca del papel decisivo de los otros en la configuración de la identidad personal, así como de la búsqueda del  bien,  igualmente  en compañía  de otros, sin  caer en el relativismo y en el segregacionismo?; finalmente, ¿cómo aprovechar el espacio de justicia que abre el multiculturalismo para el desarrollo real de las culturas?

Considero que las respuestas a estas preguntas convergen en el inter­culturalismo: éste admite que la diversidad cultural forma parte de la condición humana, y en congruencia, emprende la tarea de valorar las semejanzas y la reciprocidad, en un marco de diferencias. La práctica de la interculturalidad se traduce en una dialéctica de la interacción de culturas, buscando un enriquecimiento mutuo a partir de valores compartidos, y evitando la maniobra política que consiste en dogmatizar lo accidental [19]. La interculturalidad se distinguiría del multiculturalismo sobre todo por sus objetivos: éste busca una convivencia entre culturas diversas, bajo el signo de la tolerancia; aquél intenta la convergencia entre tradiciones que, eventualmente, pueda desembocar en la unidad cultural. En este sentido, como he dicho anteriormente, el multiculturalismo se muestra como una propuesta transitoria que permite lograr los objetivos radicales de la inter­ culturalidad, cuyos presupuestos serían:

1.       En primer lugar, un universalismo con vocación relacional que, como explica Ana Marta González, nace 'desde abajo', desde el trato humano, desde el contacto de unos hombres con otros. Tal universalismo tiene a su favor un carácter comprensivo  y atento a la peculiaridad  de cada pueblo y de cada hombre, porque mientras señala unos límites negativos para la acción, positivamente se encuentra abierto a las aportaciones que desde diversas tradiciones se dirigen a promocionar el bien humano [20] Esta manera de leer la universalidad, entiende que las culturas y comunidades contribuyen pero no determinan la identidad, ya qu las múltiples relaciones en las que cada persona se involucra pueden nutrirse de los acervos axiológicos y de significado provenientes de más de una tradición cultural.

2.       Por otro lado, el propósito de la interculturalidad sería evitar la caída en alguno de estos extremos: la adopción ciega de los valores, los temas e incluso la lengua de la metrópolis, o bien el aislamiento, o la valorización extrema de los orígenes y las tradiciones, lo que a menudo revierten en la repulsa del presente y el rechazo, entre otras cosas, del ideal democrático. Para ello, la interculturalidad podría seguir los pasos que ha dado la interacción cultural en el plano, por ejemplo, de la literatura. En efecto, según explica Tzvetan Todorov, el concepto de literatura universal no hace referencia a un mínimo común denominador, sino a un máximo común múltiplo: se trata de que las diversas tradiciones acepten un fondo cultural común, de tal manera que se comparte y conserva lo que conviene a todos: "de cara a la cultura extranjera, no hay que someterse, sino ver otra expresión de lo universal y, por lo tanto, buscar el modo de incorporarla" [21]. Otro ejemplo de la interacción cultural, aunque ahora en el plano de la praxis, lo encontramos en los Derechos humanos: un concepto histórico y culturalmente determinado, con significado ecuménico. En efecto, según explica August Monzón [22] la evolución del discurso, teoría y desarrollo institucional de los Derechos humanos no ha sido unilateral, sino que asume la herencia occidental del respeto al individuo, así como las perspectivas más marcadamente comunitarias de las tradiciones no occidentales, abriendo el camino para una síntesis integradora de ambas dimensiones. Los ejemplos aludidos confirman que "sólo la inmersión en culturas específicas puede dar a los hombres acceso a lo universal" [23].

3.       El significado y sentido del reconocimiento que corresponde a la inter-culturalidad es igualmente, otro presupuesto relevante: implica puntualizar qué se puede reconocer y cómo, con relación a la dimensión cultural del hombre [24].

4.       Finalmente, la caracterización de la identidad personal por su vocación revelativa, es decir, a partir de su capacidad  para  poner  al  hombre en relación auténtica con la verdad sobre sí mismo [25]. Con  ello se concede  que la relatividad  tiene  cabida  en la  existencia  humana,  pero  localizada precisamente en el nivel de las culturas, no así en lo concerniente  a la verdad sobre el hombre. La incorporación de estas ideas a la filosofía política pretende dejar atrás las identidades cerradas,  como la identidad política o la identidad cultural excluyente; la primera tiene un papel instrumental con relación al proyecto político de que se trate, mientras que la segunda está subordinada a la permanencia de una tradición cultural [26].

3.       Humanidad, libertad y perdón: bases para el ethos de la inter-          culturalidad

Consideremos, con Tzvetan Todorov, la siguiente idea: "El contacto entre las culturas puede fracasar de dos maneras distintas: en el caso de máxima ignorancia, las dos culturas permanecen pero sin influencia recíproca; en el de la destrucción total (la guerra de exterminación), hay bastante contacto, pero un contacto que concluye con la desaparición de una de las dos culturas" [27].

Lo anterior nos da luces para considerar que la interculturalidad no es el curso de solución natural o indefectible ante los múltiples conflictos que se suscitan cuando pueblos con culturas distintas se encuentran: hay evidencia histórica suficiente que confirma esta afirmación, y el etnocidio sería el ejemplo más dramático. Si atribuimos plausibilidad a lo anteriormente afirmado, se puede seguir que, detrás del desarrollo de la interculturalidad hay una realidad subyacente que lo propicia. Nada impide suponer que uno de los componentes de esa realidad es de carácter práctico, es decir, cierto curso de acción motivado por una serie de razones que actualizan, con mayor o menor claridad e intensidad, los supuestos que hemos descrito respecto de la interculturalidad.

Considero importante hacer hincapié en que la interculturalidad se propicia mediante una forma peculiar de conocimiento que se vuelca en un reconocimiento, o conocimiento reiterado de lo humano en el propio yo y en el otro, destacando el dato de la interdependencia, como condición para el ejercicio de la libertad. Igualmente tienen una importancia insoslayable el reconocimiento de la necesidad de la reconciliación: Robert Spaemann asocia el acto de perdonar con aquellas cuestiones  que configuran la adecuada relación entre el hombre y aquello que, sin su intervención, es como es, en definitiva, con la serenidad; sobre todo serenidad ante el hecho de que los hombres, al actuar, modifican a la vez las condiciones de su comportamiento, esto es: lo que se hace es configurador de destino para el agente y para quienes le rodean: "esto presupone que no tracemos por principio una frontera entre nuestra actividad y la realidad" [28]. A partir de esta apertura a la realidad, "existe la posibilidad de que el hombre reconozca la culpa de su propia limitación, apunte la de los demás a su ignorancia y los perdone.  No sólo existe la justicia, existe también  la reconciliación y el perdón" [29]. En este mismo sentido, Jesús Ballesteros  ha señalado  con razón que: "Frente al fanatismo que exalta lo propio como encamando la perfección y frente a todo espíritu hipócrita basado sólo en la apariencia, hay que tener en cuenta la otredad como capacidad  de error e ignorancia y también como culpa y como mal (...). Es necesario, por tanto, asumir la culpa, perdonar y pedir perdón. Tal asunción de culpas es lo que hace posible, en cualquier época, el diálogo entre culturas y la integración de las mismas en otras nuevas" [30]

Estas reflexiones nos ayudan a identificar el nexo entre el ethos de la interculturalidad y nociones básicas para la praxis como la idea de humanidad, libertad y perdón. Hannah Arendt será nuestra guía para profundizar en la comprensión del significado práctico de estas categorías.

4.       La idea de humanidad en Hannah Arendt: El hombre como ser           natal

Según la opinión de Paul Ricoeur, la reflexión filosófico-política de Hannah Arendt puede definirse como un pensamiento resistente en la medida en que intenta indagar, aquilatar y transmitir los rasgos permanentes de la existencia humana que se implican en el ámbito general de lo práctico y concretamente en lo político [31]. Este rasgo del pensamiento de Arendt se pone de manifiesto precisamente en el afán de nuestra autora por perfilar una antropología filosófica: "un apuntalamiento ontológico" [32] que explique la necesidad y la persistencia de lo político en la existencia humana. Como lo explica Anne Arniel, para Arendt, la historia, el devenir de la coexistencia humana, no es un acontecimiento del pensamiento, sino una experiencia antropológica [33].

Para esta empresa, Hannah Arendt se apoya en el pensamiento clásico, particularmente en el humanismo cristiano de San Agustín. De este autor recuperará la idea en virtud de la cual el hombre aparece como un ser cuya existencia está orientada a iniciar procesos históricos enteramente nuevos debido a que, desde un plano temporal, el hombre es en sí un comienzo. "Con el fin de responder a una cuestión  tan difícil  como  es aquella  de un Dios eterno creando a quien no había sido con anterioridad, nos dice Arendt, S. Agustín da una respuesta altamente sorprendente: para que haya algo novedoso, aparte de y sobre todas las cosas vivientes, debe existir un comienzo: Initium... ut esset, creatus est horno, ante quem nemo fuit" [34]. Es decir, a diferencia de todos los demás seres creados, sólo el hombre es único porque su aparición, en el devenir de la creación, representa el comienzo o el inicio de algo ontológicamente novedoso. Junto a esta explicación, Arendt tiene en cuenta la distinción hecha por el propio San Agustín entre el principium, para designar la creación del cielo y la tierra, y el initium para la creación del Hombre, con el objeto de enfatizar y destacar que este último es creado como persona: antes de quien no había nadie; y por tanto que "todo hombre, habiendo sido creado en los singular, es un nuevo principio en virtud de su nacimiento" [35]. Así mismo, es pertinente apuntar que esta aproximación antropológica no omite el reconocimiento acerca de la conciencia que el hombre tiene respecto de su propio carácter personal: el hombre es y sabe que es persona; y asociado a lo anterior, aparece la facultad para reconocer su origen y orientarse teleológicamente. "El hombre, apunta Arendt en este orden de ideas, es puesto en un mundo de cambio y movimiento como un nuevo comienzo porque sabe que tiene un principio y que tendrá un fin; sabe incluso que su principio es el principio de su fin. En este sentido, ningún animal, ningún ser-especie tiene un principio o un final. Con el hombre, creado a imagen de Dios, llegó al mundo un ser que, debido a que era un principio que se dirigía hacia un fin, podía ser dotado con la capacidad de querer y no querer" [36].

Así, la conclusión antropológica a la que llega Arendt es que, si existe un acontecimiento que pueda ser útil como rasgo definitorio del hombre, sobre todo para su dimensión práctica, sería el nacimiento. Aquí se concreta el comienzo o inicio que todo hombre es en sí mismo, dada su capacidad para iniciar acontecimientos nuevos, imprevisibles e inesperados, en la medida en que interrumpen un proceso automático. Es decir, con cada nacimiento, aparece alguien único, de ahí que los hombres deberían ser definidos no como mortales, a la manera de los griegos, sino como natales [37].

El carácter natal del hombre se proyecta directamente en la filosofía política de Arendt.

a)           Por un lado, y como lo ha destacado Margaret Canovan, el hecho de la natalidad sería para nuestra autora la condición que da lugar a la pluralidad ontológica de la humanidad, que a su vez, es el fundamento de la política [38].  

 
Frente a la tradición filosófica iniciada desde Platón, donde lo humano aparece como una idea abstracta del sujeto, y en franca oposición a las conclusiones totalitarias que en diferentes fórmulas han visto en el hombre sólo el ejemplar de una especie, sometido a leyes de cumplimiento fatal, Arendt defendió la tesis de que lo característico de la condición humana, y que por tal motivo hace posible el fenómeno político, es la pluralidad renovada ontológicamente a través del nacimiento, de la llegada al mundo de seres humanos únicos. En efecto, la actividad política para Arendt, la acción según su propia terminología, es la manifestación de la vita activa que tiene lugar entre los hombres concretos, sin otra mediación que la coexistencia. De ahí que la pluralidad, renovada incesantemente por el nacimiento de los hombres, sea la condición para la acción humana: "todos somos lo mismo, es decir, humanos, y por tanto nadie es igual a cualquiera otro que haya vivido, viva o vivirá" [39]. El acontecimiento de la natalidad, como característica definitoria del hombre en tanto que persona, así como de la pluralidad inherente a lo humano es, según nuestra autora, el factor que introducela esperanza en la política, a pesar de la fragilidad de los asuntos humanos. Se trata de un rasgo que, como la misma Hannah Arendt reconoció, fue ignorado por el pensamiento político de la Grecia clásica al considerarlo irrelevante e ilusorio, y posteriormente olvidado en la época moderna,  a partir del auge de la duda cartesiana y la necesidad de la certeza [40] En uno de los párrafos más hermosos de La condición humana nos dice: "El milagro que salva al mundo, a la esfera de los asuntos humanos, de su ruina normal y natural es en último término el hecho de la natalidad, en el que se enraíza ontológicamente la facultad de la acción (…): el nacimiento de nuevos hombres  y un nuevo comienzo, es la acción que son capaces de emprender los humanos por el hecho de haber nacido. Sólo la plena experiencia de esta capacidad puede  conferir a los asuntos humanos fe  y esperanza (…). Esta fe y esperanza en el mundo encontró tal vez su más gloriosa y sucinta  expresión en las pocas palabras que en los Evangelios anuncian la gran alegría: Os ha nacido hoy un Salvador" [41]. Debemos recordar, con Cristina Sánchez [42] que para Arendt resulta ineludible admitir el carácter contingente y frágil de los asuntos humanos: precisamente porque somos una pluralidad de individuos únicos, la posibilidad de conflicto está presente, pero al mismo tiempo, la capacidad para superarlos. Esto último representa el motivo real de la esperanza en política: la natalidad, causa de la pluralidad, es la fuente de la confianza en lo humano.

 

b)       En segundo lugar, otra importante concreción de las argumentaciones antropológicas de Hannah Arendt en el plano práctico está asociada a la idea de libertad: filosóficamente hablando, actuar libremente es la respuesta humana a la condición de la natalidad [43]. Más puntualmente, y a reserva del tratamiento que a este concepto dedicaremos posteriormente, puede decirse que para nuestra autora la libertad es, tal vez, el atributo político más sobresaliente de la natalidad, en la medida en que al nacer en el mundo, esto es, circunstanciados por la pluralidad humana, el ejercicio de la libertad ha de entenderse como una virtud. "La libertad como elemento inherente a la acción quizá esté mejor ilustrada por el concepto de virtud de Maquiavelo, en el que se denota la excelencia con que el hombre responde a las oportunidades ofrecidas por el mundo" [44].

Tal caracterización de la libertad choca frontalmente con las interpretaciones liberales, fuertes o débiles, que ven en este atributo una capacidad solipsista dirigida a la realización de la propia voluntad, apartándola de la realidad auténticamente humana [45]. Esta postura, nos dice Arendt, sostiene que la libertad empieza cuando los hombres dejan el campo de la vida política: fas consecuencias de esta interpretación quedan reflejadas en el establecimiento de un funcionalismo en lo relativo a los asuntos públicos que, según nuestra autora, da lugar a la paradoja de un gobierno ocupado casi exclusivamente del mantenimiento y salvaguardia de los intereses particulares, es decir, un gobierno despótico [46].  Se trata de la victoria  compartida por el horno faber y el animal laborans: un retroceso de la existencia individual, a la cerrada privacidad de la introspección, como resultado de la moderna pérdida de fe, donde la vida humana se hizo de nuevo mortal, y el mundo menos estable y digno de confianza. Aquí, la máxima experiencia se reduce a los procesos de cálculo y el único contenido que subsiste son los apetitos y deseos, así como los apremios sin sentido [47].

En cambio, la concepción arendtiana de libertad basada en la filosofía de la natalidad, parece más próxima a ciertas tesis planteadas desde los círculos neo-republicanos: sobre todo a aquellas que critican la naturaleza individualista del sujeto, valorando, por el contrario, el sentido comunal e inclusivo de la praxis, así como la responsabilidad o compromiso con lo público, como el reverso de la libertad en tanto que realidad cívica [48]. Tal aproximación arrancaría en la conciencia que tiene Arendt con respecto a la acción: esta sería la actualización de la libertad, y da forma a la aparición pública de los seres humanos, en el sentido de que sólo puede llevarse a cabo en presencia de otros hombres, por lo que, como hemos visto anteriormente, corresponde a la condición humana de la pluralidad. Según esta interpretación, "la esfera política surge de actuar juntos, de compartir palabras y actos; de ahí que la acción, no sólo tiene la más íntima relación con la parte pública del mundo común a todos nosotros, sino que es la única actividad que la constituye" [49]. Aquí, comenta Carmen Corral, radica el interés más auténtico y profundo de las tesis arendtianas sobre la libertad: "sin la esfera pública, la identidad y la realidad devienen inciertas: los hombres no pueden actuar en soledad, necesitan la presencia de los otros como si de una audiencia se tratase, de tal forma que la acción es inconcebible como algo ajeno al ámbito de la pluralidad (...). Ésta es la paradoja de la acción: la actividad más singular resulta ser la menos independiente; al actuar, los hombres expresan su singularidad, pero lo hacen dependiendo de los demás" [50].

c)       En tercer lugar, para Hannah Arendt el atributo de hombre como ser natal, merece la mayor de las afirmaciones; esto es, la que corresponde al amor interpretado en términos agustinianos: amo, quiero que seas (Amo: volo ut sis) [51]. Esto debido a que los actos humanos son, también por naturaleza, perecederos y frágiles; de ahí que, si bien la originalidad proviene del nacimiento, al mismo tiempo tiene la necesidad de la conservación del mundo común, al denominado por Arendt como el espacio de aparición. Éste "cobra existencia siempre que los hombres se agrupan por el discurso y la acción (...). Su peculiaridad consiste en que, a diferencia de los espacios que son el trabajo de nuestras manos, no sobrevive a la actualidad del movimiento que le dio existencia, y desaparece no sólo con la dispersión de los hombres, sino también con la desaparición o interrupción de las propias actividades" [52]. Por todo ello, y como lo ha subrayado Carmen Corral, el hecho de tener una mentalidad política, concretada en actos libres, significa para Arendt tener más cuidado del mundo que de nosotros mismos, adquiriendo, consecuentemente, el compromiso de garantizar la permanencia de una realidad política a aquellos que nos seguirán [53]. Dicho con los términos de la propia Hannah Arendt, el ejercicio de la libertad implica un amor mundi: "el motivo de asumir el peso de lo político (…), es el amor al prójimo, no el temor frente a él" [54]

Hugo S. Ramírez en revistas.unav.edu/

Notas:

1.      A través del concepto des-modernización, Touraine intenta  describir,  entre otras cosas,  un proceso de "re-comunitarización": la multiplicación de las identidades  culturales cerradas en sí mismas y el desarrollo de políticas comunitaristas en busca de colectividades o de sociedades culturalmente homogéneas, todo lo cual debilita la idea  moderna de que la sociedad es, ante todo, una creación de la voluntad política. Cfr., TOURAINE, A., Igualdad y diversidad. Las nuevas tareas de la democracia, Fondo de Cultura Económica, México, 2002, pp. 9 y 50. Otro autor que se alinea a esta perspectiva es Juan José Sebreli: afirma que la antropología culturalista convierte al hombre "en un producto pasivo de la cultura, a la cual debe obedecer sumisamente porque sin ella no es nada; la libertad y el individuo desaparecen  por igual  (...). La virtud misma de la antropología, observar las diferencias existentes entre los distintos pueblos, se convierte en la causa de sus defectos, la inclinación al particularismo anti-universalista, al relativismo cultural. La constatación de la existencia de distintas culturas la lleva a deducir que todas son igualmente válidas y que el antropólogo debe mantener ante ellas una total neutralidad valorativa, pues no existe ninguna ética universal desde la cual juzgarlas". SEBRELI,  J., El asedio a la modernidad. Critica del relativismo cultural, Ariel, Barcelona, 1992, p. 48.

2.      Cfr., WALZER, M., Tratado sobre la tolerancia, Paidós, Barcelona, 1998, pp. 95-104.

3.      ¿Por qué recurrir al pensamiento de Hannah Arendt? En opinión de Paul Ricoeur, esta autora realizó una lúcida interpretación sobre aquellos rasgos de la naturaleza humana que posibilitan esa empresa consistente en hacer fructificar la convivencia entre seres perecederos. Ricoeur, Paul, "De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de Hannah Arendt", en Debats, 37 (1991), 5. Desde mi punto de vista, Hannah Arendt es una autora cuya reflexión política puede caracterizarse como un intento tenaz por recuperar el modo clásico de pensamiento, lo cual se inscribe en lo que Francesco Viola denomina como hermenéutica de la esperanza: la indagación en los conceptos y categorías que revelan lo más significativo de la praxis, a fin de obtener conclusiones concretas, plenas de sentido, para ámbitos particulares de la vida  práctica  como  la ética, la política, el  derecho. En esta metodología, la esperanza  es un bien del que todos participan en la medida en que está inmersa en la historia  conjugando fines, valores, intereses, decisiones,  argumentos  y  pasiones.  Lo  decisivo  es,  en todo caso, evitar el proyectualismo retórico en el que incurre el historicismo y las utopías modernas; por el contrario, es indispensable ser fiel a la realidad del hombre y observarlo como un ser activo, receptor de la realidad que intenta comprender,  y  sobre  la  que  hace  una  aportación  personal, única y auténtica. Cfr., VIOLA, F., Identitá e comunitá. II senso morale della política, Vita e Pensiero, Milano, 1999, pp. 159-160.

4.      Cfr., GUTIÉRREZ, D., "El espíritu del tiempo: del mundo diverso al mestizaje", en GUTIÉRREZ, D. (comp.), Multiculturalismo. Desafíos y perspectivas, Siglo XXI, México, 2007, p. 12.

5.      Cfr., SALMERÓN, F., Diversidad cultural y tolerancia, Paidós/UNAM, México, 1998, p. 44.

6.      TAYLOR, C., "La política del reconocimiento", en AA.VV., El multiculturalismo y la política del reconocimiento, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p. 48.

7.      Cfr. CARBONELL, M., Problemas constitucionales del multi-culturalismo, México, 2002, pp. 56-57.

8.      "Se dice que la diversidad cultural es valiosa, tanto en el sentido cuasi-estético de que crea un mundo más interesante, como porque otras culturas poseen modelos alternativos de organización social que puede resultar útil adaptar a nuevas circunstancias. Este último aspecto suele mencionarse con relación a los pueblos indígenas, cuyos estilos de vida tradicionales proporcionan un modelo de relación sostenible con el entorno". KYMLICKA, W., Ciudadanía multi-cultural, Paidós, Barcelona, 1996, pp. 170-71.

9.      La tradición antisocial, en opinión de Tzvetan Todorov, adopta una antropología individualista a partir de la cual se definen las relaciones intersubjetivas en clave necesariamente agónica: el encuentro con el otro representa, siempre y en todo caso, un obstáculo a superar. Bajo esta tesitura, el hecho de la vida en común no se concibe como necesaria para el hombre, y por el contrario, adquiere un signo negativo de sujeción forzosa. Cfr., TODOROV, T., La vida en común. Ensayo de antropología general, Taurus, México, 2008, p. 19.

10.      Como apunta Francesco Viola: "El desafío de la sociedad multicultural está en su oposición a la neutralidad de la política y contra la desigualdad de las culturas en el ámbito de la vida política( ), se necesita aceptar que la cultura de la política no se identifica con ninguna de las vertientes culturales, y que ella vendría edificada a través de la comunicación  y el discurso de las 'culturas"'. VIOLA, F., La democracia deliberativa entre constitucionalismo y multiculturalismo, Instituto de Investigaciones Jurídicas/UNAM, México, 2006, p. 41.

11.      Cfr., RODRÍGUEZ LUÑO, A., "Ética personal y ética política", en BANÚS, E. y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multiculturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, pp. 180-181.

12.      Cfr., BALLESTEROS, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, Tecnos, Madrid, 2000, p. 162.

13.      Cfr., ELÓSEGUI, M., "Una apuesta por el inter-culturalismo contra el multi-culturalismo", en BANÚS, E. y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multi-culturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, p. 64.

14.      SEBRELI, J., El asedio a la modernidad. Critica del relativismo cultural, op. cit., p. 72.

15.      Cfr., CUCHE, D., La noción de cultura en las ciencias sociales, Nueva Visión, Buenos Aires, 2004, p. 115.

16.      Cfr., BILBENY, N., Por una causa común. Ética para la diversidad, Gedisa, Barcelona, 2002,pp. 176-177.

17.      GONZÁLEZ, A.M., Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos, EUNSA, Pamplona, 1999, p. 40.

18.      Cfr., BALLESTEROS, J., Repensar la paz, Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2006, pp. 108, 109.

19.      Como explica María Elósegui, el inter-culturalismo apuesta por la diversidad cultural bajo la condición del reconocimiento de unos valores comunes, normalmente plasmados en el plano jurídico, y espera que del diálogo entre las culturas resulte un enriquecimiento mutuo. Cfr., ELÓSEGUI, M., "Una apuesta por el inter-culturalismo contra el multi-culturalismo", op. cit., pp. 65-66.

20.      Cfr., GONZÁLEZ, A. M., Expertos en sobrevivir. Ensayos ético-políticos, op. cit., p. 69.

21.      TODOROV, T., Cruce de culturas y mestizaje cultural, Júcar, Madrid, 1988, p. 25

22.      Cfr., MONZÓN, A., "Derechos humanos y diálogo intercultural", en BALLESTEROS, J. (ed.), Derechos humanos. Concepto, fundamentos, sujetos, Tecnos, Madrid, 1992, p. 118.

23.      BOSKER, J., "Globalización, diversidad y pluralismo", en GUTIÉRREZ, D., Multi-culturalismo. Desafíos y perspectivas, op. cit., p. 92.

24.      Como guía para ello, considero adecuadas las condiciones expuestas por Alfredo Cruz: "En sentido estricto, el objeto del reconocimiento sólo puede ser lo común, no lo diferente. Reconocer significa volver a conocer: volver a conocer en el otro lo ya conocido antes de conocer al otro, es decir, lo conocido en uno mismo. Significa, por tanto, conocer al otro como un igual, como otro yo: reconocer en él lo común ( ). Conocer la diferencia en cuanto diferencia no es reconocer sino desconocer, conocer al otro como un absolutamente otro. Tomado en cuanto otro, es precisamente como resulta imposible  saber lo que le corresponde al otro. Reconocer su derecho a alguien exige previamente reconocer a ese alguien, conocerle como uno de nosotros. No es posible conocer lo que le corresponde al diferente en cuanto diferente, sino sólo en cuanto  igual, en cuanto su diferencia  se da en  lo común". CRUZ, A., "¿Es posible la política del reconocimiento? Una respuesta desde el republicanismo", en BANÚS, E., y LLANO, A. (eds.), Razón práctica y multi-culturalismo. Actas del I Simposio Internacional de Filosofía y Ciencias sociales, Newbook ediciones, Mutilva Baja, 1999, p. 217.

25.      Cfr., D'AGOSTINO, F., Filosofía del derecho, Temis/Universidad de la Sabana, Bogotá, 2007, p. 239. En este orden de ideas es particularmente significativo el pensamiento de Amin Maalouf, expuesto en Identidades asesinas; ahí sostiene que si bien la identidad de cada persona está configurada por diversos elementos que no se limitan a los registros oficiales, "nunca se da la misma combinación (de tales elementos) en dos personas distintas, y es justamente ahí donde reside la riqueza de cada uno, su valor personal, lo que hace que todo ser humano sea singular y potencialmente insustituible". MAALOUF, A., Identidades asesinas, Alianza, Madrid, 1999, p, 19.

26.      Una propuesta de identidad revelativa, contraria a la identidad excluyente, ha sido formulada por Norbert Bilbeny, bajo las claves de la filosofía práctica kantiana. Según este autor, la participación racional en el reconocimiento de un deber moral reúne lo diverso: independientemente del sustrato cultural, todo ser humano comprende y asume deberes morales, gracias al uso de la razón. En este sentido, el ejercicio de la razón práctica es un acto incluyente. Cfr., BILBENY, N., Por una causa común. Ética para la diversidad, op. cit., pp. 58, 59.

27.      TODOROV, T., Cruce de culturas y mestizaje cultural, op. cit., 24.

28.      SPAEMANN, R., Ética: cuestiones fundamentales, EUNSA, Pamplona, 2001, p. 121.

29.      Ibíd., p. 110.

30.      BALLESTEROS, J., Postmodernidad: decadencia o resistencia, op. cit., p. 175.

31.      Manifestando su disenso respecto de aquellas opiniones que ven en Arendt una pensadora nostálgica y simplemente vuelta al pasado, Ricoeur aclara que a través de sus constantes referencias a la experiencia histórica, Arendt buscó las posibilidades de un mundo no totalitario, y para tal efecto realizó una "exploración capaz de discernir los aspectos  más permanentes de la existencia humana, es decir, aquellos elementos que menos pueden  verse menoscabados por las vicisitudes a que se ven sometidos de manera característica los hombres en la modernidad". RICOEUR, P., "De la filosofía a lo político. Trayectoria del pensamiento de Hannah Arendt", en Debats, 37 (1991), p. 5.

32.      ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1984, p. 496.

33.      Cfr., AMIEL, A., Hannah Arendt. Política y acontecimiento, Nueva Visión, Buenos Aires, 2000, p. 12.

34.      ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, op. cit., p. 371.

35.      Ibíd., p. 372.

36.      IDEM.

37.      Cfr., ARENDT, H., Entre el pasado y el faturo. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, Península, Barcelona, 1996, p. 180. De esta manera, nuestra autora hace suya la tesis agustiniana que considera al hombre como una criatura temporal, horno temporalis: "el tiempo y el hombre fueron creados juntos, y esa temporalidad estaba afirmada por el hecho de que cada hombre debía su vida no sólo a la multiplicación de las especies, sino al nacimiento, a la entrada de una nueva criatura que aparecía como algo enteramente nuevo en medio del continuum temporal del mundo". ARENDT, H., La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, op. cit., p. 496.

38.      CANOVAN, M., Hannah Arendt. A reinterpretation of her poltical thought, Cambridge University Press, Cambridge, 1992, p. 130. Más adelante, esta profesora de la Universidad de Keele destaca el sentido pluralista de las nociones natalistas en la antropología de Hannah Arendt, contrastándolas con el pensamiento de Heidegger. En Arendt, comenta Canovan, se pone claramente de manifiesto que el predicamento humano no es la soledad sino la pluralidad: en evidente contraste con el punto de vista de Heidegger, donde la soledad es el tema central de la existencia humana hasta la muerte, Arendt afirma que el rasgo más significativo de la condición humana es el hecho de nacer dentro de un mundo donde otros nos esperan, de ahí que el hombre es, por nacimiento, un ser en compañía, nunca un ser solitario. Cfr., ibíd., p. 190. Esta misma incompatibilidad entre Arendt y Heidegger ha sido apuntada por Paolo Flores D' Arcais enfatizando el hecho de que, a diferencia de su maestro, Hannah Arendt no ve en la esfera política una modalidad de existencia in-auténtica que se repliega a la difusión y repetición de un discurso. Por el contrario, en Arendt la capacidad para la acción que deriva de la autenticidad natalicia, rechaza la indiferencia característica de los seres cuya realidad se limita a la especie: no subsiste medida entre el hombre y la naturaleza, la existencia y la vida animal; los hombres nacen, las especies se reproducen, y nacer vale, precisamente, como lo irrepetible. Cfr., FLORES, P., Hannah Arendt. Existencia y libertad, Tecnos, Madrid, 1996, pp. 53, 54. Finalmente, en el mismo plano analítico que venimos repasando respecto del pensamiento de Arendt se sitúa Carmen Corral, quien ha subrayado la asociación arendtiana entre nacimiento y creación en el sentido de aparición de novedades, como algo propio de la esfera humana donde lo habitual es encontrarse inter homines: "Basando la acción en la natalidad, nos comenta la autora en cita, Arendt muestra que las circunstancias nunca pueden determinarse absolutamente, cada uno de nosotros representa algo nuevo y distinto(...). La acción hace aparecer lo novedoso, es el inicio de una cadena de acontecimientos, es la realización de la condición humana de nacer, de comenzar y de la pluralidad, pluralidad que es entendida como distinción, como aquello que permite la constitución de la individualidad de cada uno y que tiene que ver con lo que se muestra a través de la acción y el discurso". CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", en BIRULÉS, F. y CRUZ, M., En torno a Hannan Arendt, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1994, pp. 212-213.

39.      ARENDT, H., La condición humana, Paidós, Barcelona, 1993, p. 22. Aclarando este punto crucial de su pensamiento, nuestra autora hace la siguiente reflexión en torno a las insuficiencias originales del materialismo político a la hora de reconocer la autenticidad y unicidad ontológica de todo ser humano: "El error básico de todo materialismo en la política -y dicho materialismo no es marxista y ni siquiera de origen moderno, sino tan antiguo como nuestra historia de la teoría política-, es pasar por alto el hecho inevitable de que los hombres se revelan como individuos, como distintas y únicas personas, incluso cuando se concentran por entero en alcanzar un objeto material y mundano. Prescindir de esta revelación, si es que pudiese hacerse, significaría transformar a los hombres en algo que no son; por otra parte, negar que esta revelación es real y tiene consecuencias propias es sencillamente ilusorio". Ibíd., p. 207.

40.      En el ambiente intelectual moderno, nos dice Arendt, la actividad política se trasforma en una forma de fabricación, donde razonar o tener en cuenta todas las consecuencias, significa omitir lo inesperado, ya que sería irrazonable e irracional esperar lo que no es más que una infinita improbabilidad. Cfr., ibíd., p. 326.

41.      Ibíd., p. 266. Un desarrollo más concreto y elaborado de esta idea, la encontramos en un amplio segmento de un ensayo que Arendt dedica al concepto de libertad, el cual, por su importancia y elocuencia reproducimos aquí, al menos a pie de página: "Sería pura superstición esperar milagros, esperar lo infinitamente improbable en el contexto de procesos automáticos históricos o políticos, aunque aun esto no se puede excluir jamás por completo. La historia,  a diferencia de la naturaleza, está llena de acontecimientos; en ella el milagro del accidente y de la improbabilidad infinita se produce con tanta frecuencia que parece extraño mencionar siquiera los milagros. Pero esta frecuencia nace, simplemente, de que los procesos históricos se crean e interrumpen de modo constante y a través de la iniciativa humana; por el initium, el hombre es en la medida en que es un ser actuante. De modo que para nada constituye una superstición, sino incluso un propósito de realismo, la búsqueda de lo imprevisible e impre­ decible, estar preparado para ello y esperar milagros en el campo político. Y cuanto más caiga el platillo de la balanza hacia el lado del desastre, más milagroso resulta el hecho realizado en libertad, porque es el desastre, no la salvación, lo que ocurre automáticamente y por con­ siguiente tiene que parecer que es algo irresistible". ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 183.

42.      Cfr., SANCHEZ, C., "Hannah Arendt como pensadora de la pluralidad", en Intersticios, 22, 23 (2005), p. 103.

43.      "Como todos llegamos al mundo por virtud del nacimiento, en cuanto recién llegados y principiantes somos capaces de comenzar algo nuevo; sin el hecho del nacimiento, ni siquiera sabríamos  qué es  la novedad,  toda acción sería, bien comportamiento, bien  preservación". ARENDT, H., Crisis de la República, Taurus, Madrid, 1973, p. 181.

44.      ARENDT, H., Entre el pasado y el futuro. Ocho ejercicios sobre la reflexión política, op. cit., p. 165.

45.      Se ha llegado a interpretar que la crítica de Arendt al individualismo conformista contemporáneo, y que históricamente ha desembocado en el ciudadano-masa, permite situar la aportación de nuestra autora a este respecto en la línea de un "existencialismo libertario" que encaminaría el ejercicio de la libertad, según Paolo Flores D'Arcais, a la protección de la democracia a través de un "compromiso sistemático hacia las instituciones que garanticen la herejía, custodien el disenso, exalten la conciencia crítica individual, en lugar de anularla en una anestesia videocrática". Desde nuestro punto de vista, esta apreciación es inadecuada por reduccionista y parcial. La idea de libertad en Arendt no se limita a la mera capacidad de crítica, que ciertamente queda implícita en el ámbito de lo político como ocasión para la disidencia, y por tanto no es deconstructiva. Por el contrario, y como la propia Hannah Arendt se encargó de manifestarlo expresamente, la libertad es ante todo actuar, y en este sentido proponer y llevar a cabo lo propuesto. La cita textual se toma de: FLORES, P., Hannah Arendt. Existencia y libertad, op. cit., p. 30.

46.      En este caso, nos dice Arendt en un manuscrito de publicación póstuma, cuando el ámbito de las necesidades e intereses recibe una nueva dignidad e irrumpe en forma de sociedad en lo público, "el gobierno, en cuya área de acción se sitúa en adelante lo político, está (sólo) para proteger la libre productividad de la sociedad y la seguridad del individuo en su ámbito privado (...); aquí, libertad y política permanecen separadas en lo decisivo y ser libre en el sentido de una actividad positiva, que se despliega libremente, queda ubicado en el ámbito de la vida y la propiedad, donde de lo que se trata no es de nada común, sino de cosas en su mayoría muy particulares". ARENDT, H., ¿Qué es la política?, Paidós, Barcelona, 1997, p. 89.

47.      Cfr., ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 346.

48.      Como nos explica Margaret Canovan, Hannah Arendt desconfió del  modelo  moderno de democracia basado en presupuestos liberales, porque entendía que las raíces del totalitarismo, en tanto que antítesis y ruina de la política, estaban profundamente infiltradas en la propia modernidad que sustenta dichos presupuestos. Consecuentemente, dirigió su interés al republicanismo experimentado y expuesto en su forma clásica, y cuya idea central se traduce en que la libertad política es frágil y no se puede adquirir y mantener sin un alto costo, compromiso, esfuerzo y dedicación; pero enfocándolo  de una manera  propia  y peculiar.  Frente a la tradición agonal y disciplinaria más característica del republicanismo, nos dice Canovan, Hannah Arendt puso un especial énfasis en la pluralidad humana, como la realidad más importante de su versión republicana de la política. Para Arendt, en la  medida en que los hombres son una realidad plural, "la acción política no se limita a la aparición de héroes solitarios, sino que implica la interacción entre pares: porque somos plurales, incluso el líder más carismático no puede hacer más que guiar lo que esencialmente es una empresa común; porque somos plurales, los seres humanos no alcanzan la plenitud política y la admiración  cuando  pierden su individualidad bajo un mando espartano en el campo de batalla, sino cuando revelan sus identidades únicas en el espacio público". Cfr., CANOVAN, M., Hannah Arendt. A reinterpretation of her political thought, cit., pp. 201 a 208; la cita textual se toma de la página 205. Cabe señalar que, en contraste con esta opinión, Philip Pettit ha situado la aportación de Arendt respecto de la libertad lejos de lo que él mismo define como libertad  republicana, o ausencia de dominación arbitraria. En efecto, según Pettit, Arendt pertenecería al grupo de autores que simplemente defienden una idea pre-moderna de libertad, cuyo rasgo clave es la participación pública, y que sencillamente se opone a la libertad moderna o negativa,  pero que en sí misma no podría calificarse como libertad republicana. Cfr., PETTIT, P., Republicanismo. Una teoría sobre la libertad y el gobierno, Paidós, Barcelona, 1999, p. 37.

49.      ARENDT, H., La condición humana, cit., p. 221.

50.      CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., pp. 224, 225.

51.      Como se puede leer en una sinopsis de su tesis doctoral, escrita  a finales  de  la década de 1920 y cuyo tema central fue el concepto de amor en los escritos de San Agustín, Arendt observó una doble relación en el amor al prójimo expuesto por el Obispo de Hipona, que se traducen en la concreción y fundamento de dicha forma de amor: por un lado, la relación mundana entre los hombres, y la relación trascendente del hombre con Dios, por otro. La articulación de esta doble relación, concluyó Arendt en esa ocasión, permite entender la relevancia ética del prójimo: amar a otro es querer que sea, percatándose de que el otro es nuestro prójimo porque es miembro de la raza humana, al compartir el mismo origen  y destino. Así, "en el amor al prójimo, los hombres se aman mutuamente porque al hacerlo aman a Cristo, su Salvador; el amor al prójimo es un amor sobre-mundano, trascendente, en el  mundo  pero no  del mundo". La sinopsis de la que se extraen estas ideas se encuentra en: YOUNG-BRUEHL, E., Hannah Arendt, Alfonso el Magnánimo, Valencia,  1993,  pp. 615 a 625;  la cita textual  se toma de las páginas 622, 623.

52.      ARENDT, H., La condición humana, op. cit., p. 222.

53.      Cfr., CORRAL, C., "La natalidad: la persistente derrota de la muerte", op. cit., pp. 226, 227. En este mismo orden de ideas acerca de la libertad y su vínculo con la responsabilidad, según Bhikhu Parekh, la política para Arendt no es una actividad coactiva, sino una activi­ dad cultural que tiene a su cargo la custodia la civilización (del espacio de aparición para los hombres); de ahí que Arendt proponga que la preocupación activa por la comunidad, sea incluida entre las virtudes que sirven para el enjuiciamiento general del hombre. En Arendt, señala el mencionado autor, "la política, lo mismo que la moral y la cultura, forma parte integrante de la existencia humana. Igual que esperamos que un hombre posea una sensibilidad estética o moral, es de esperar también que se interese de forma activa por el estado del mundo en general. Como la cultura, la política surge de un interés activo y de una preocupación por la situación del mundo; por esto, así como el hombre que no tiene intereses culturales es incompleto, lo será también el que sea políticamente apático. Análogamente, si la moral surge de la consideración por el prójimo, otro tanto ocurre con la política. (Para Hannah Arendt), la política es el vehículo de la moral, ya que las decisiones políticas afectan a la vida de millones de personas; y por lo tanto, el hombre políticamente  apático  es tan culpable como el amoral". PAREKH, B., Pensadores políticos contemporáneos, Alianza, Madrid, 1986, p. 32.

54.      ARENDT, H., ¿Qué es la política?, op. cit., p. 87. Como ha observado Maurizio Passerin, Hannah Arendt dejó muestras patentes de su preocupación por la esfera pública, que se pusieron de manifiesto en el reconocimiento de una erosión histórica de ese espacio idóneo para la acción política, lo que ella misma llamó una "alienación moderna del mundo" que viene repercutiendo negativamente en aquellas estructuras formadas por la presencia común de hombres y mujeres, y que dan estabilidad a nuestro sentido de la realidad y a la propia identidad; consciente de tal pérdida, dice Passerin, Arendt insistió en la casi totalidad de sus escritos políticos, sobre la necesidad de una revitalización de la esfera pública y la recuperación del mundo común, a través de la creación de numerosos espacios para la presencia, donde los individuos pudieran revelar su propia identidad y establecer bastas relaciones basadas en la reciprocidad y la solidaridad. Cfr., PASSERIN, M., La teoria della cittadinanza nella filosofía política di Hannah Arendt, lnstitut de Ciencies Polítiques i Socials, Barcelona, 1995, p. 5.

Víctor García Toma

2.4.    La fundamentación iusfilosófica de los derechos fundamentales

Con criterio compartido en la doctrina constitucional, se acredita la existencia de tres grandes fuentes de fundamentación: la historicista, la iusracionalista y la positivista.

Al respecto, veamos lo siguiente:

          2.4.1. La fundamentación historicista

Esta rehúye de las especulaciones abstractas y se ampara en las reflexiones retrospectivas que adquieren un sentido específico en un espacio-tiempo determinado. Así, los derechos de la persona no se sustentan en el mundo de las teorías, sino en la expresión de los hechos sociales; por ende, necesitan de la aquiescencia de los hombres a cuya vida afecta. Edmund Burke [27] plantea la idea de ciertas libertades regularmente perpetuadas como derecho hereditario.

En la fundamentación historicista existe el reconocimiento de una pluralidad de prerrogativas cuyo título es el conjunto de personas integradas a un status determinado. En ese sentido, Juan Ramón Peirano Argüelles y Francisco Javier Ansuategui Roig señalan que “las libertades y franquicias […] tienen como destinatarios al individuo en cuanto miembro de un grupo social concreto: sus derechos no lo son a título individual, sino en calidad de noble, clérigo, mercader, etc.; o de natural de tal territorio, villa o ciudad. De manera que el instrumento jurídico […] no es la ley general, sino la costumbre o la norma particularizada: el ‘pacto’, el ‘fuero’, el ‘compromiso’,  etc. […]. Se distinguen por el reconocimiento de situaciones concretas y particularizadas,  de poderes fácticos o de normas del ‘buen derecho antiguo’, tradicional y consuetudinario, a los que se le debe una expresión formalizada y solemne” [28].

Francisco J. Laporta señala que “el individuo obtiene su identidad, precisamente de su pertenencia a la serie ininterrumpida de generaciones anteriores a él […]. Aquello no proviene de los dictados de la razón sino de la tradición, la inserción de la convivencia y las relaciones de poder en el curso de la historia, de los que obtienen su cabal legitimación. Y en cuanto al derecho es también un producto histórico de la vida humana colectiva” [29].

En esa perspectiva el reconocimiento de los derechos in genere aparecen como aquellos “espacios” en donde se van protegiendo ciertos status frente al poder estadual como consecuencia de procesos de transacción  y consentimiento.

En efecto, entre el siglo XI y el segundo tercio del siglo XVIII los derechos tendrán una connotación estamental; es decir, emergerán como concesiones o privilegios concedidos por el poder regio a determinados grupos sociales. Ergo, carecerán de generalidad.

Los documentos medievales en donde fueron consignados se manifiestan como actas de compromiso para la proscripción del abuso del poder sobre determinados grupos, ciudades, etc.

Francisco J. Bastida Freijedo señala que la fuente historicista se caracteriza en el campo constitucional por buscar una reforma de las instituciones del Antiguo Régimen, sin que ello implique una ruptura radical de aquel [30]. En efecto, la reivindicación de las libertades y franquicias se encuentra enraizada en la tradición y cultura de cada pueblo. Así, al darles un “nuevo sentido” se hace posible encontrar una línea de permanencia y continuidad. La referida fundamentación tiene singular valor para sostener los derechos de la persona en el ámbito de influencia británica. En ese contexto, Francisco J. Bastida Freijedo [31] expone que “el movimiento historicista […] combina pretensiones y elementos propios del nuevo pensamiento liberal ilustrado emergente con el respeto a los elementos de los ordenamientos jurídicos pre-estatales”.

Se impone la idea de que la sociedad y el Estado debían reformarse bajo las matrices burguesas del individualismo y el progreso, respetando aspectos nucleares cimentados históricamente, tales como las distinciones de clase y la antigüedad como criterio de validez jurídica. Por ende, el origen de los derechos de la persona se encuentra en la costumbre asumida por cada comunidad política en particular y en las leyes fundamentales pactadas por el Rey y los plurales representantes de los segmentos sociales. Al respecto, son citables entre otros documentos, la Carta Leonesa (1188), la Carta Magna (1215), la Petición de Derechos (1628) y la Declaración de Derechos (1689). En el caso de la Carta Leonesa se pacta por primera vez en la historia en torno al reconocimiento de un derecho fundamental. En efecto, el rey de León, Alfonso IX refrendará el documento concordado en las Cortes para proteger y garantizar la inviolabilidad domiciliaria.

En el caso de la Carta Magna se pacta reconociéndose prerrogativas estamentales referidas a la herencia, la libertad personal, etc. Además, en el caso de la Petición de Derechos se pacta reconociéndose de que nadie puede ser procesado ni condenado por acto de omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, el derecho de propiedad, etc. Asimismo, en el caso de la Declaración de Derechos se pacta reconociéndose el derecho de petición, la libertad de opinión y de expresión, etc.

          2.4.2. La fundamentación iusracionalista

Esta se sustenta en el derecho natural; es decir, hace referencia a un conjunto de facultades o atribuciones extraídas de una normatividad supra-positiva reconducible a la esencia misma de la naturaleza humana. Su existencia previa a la Constitución del Estado implica que le sirve a este de pilar para justificar la finalidad de creación y marco de actuación. Este derecho natural es universal, o sea es válido para la especie humana en todos los lugares y en todos los tiempos, ya que comprende un conjunto de preceptos que no se basan en circunstancias accidentales sino en la naturaleza del hombre. Este se presenta como ineludible imperativo de la razón, que percibe la relación ontológica entre el ser y su finalidad, entre el hombre y la idea de la plasmación del bien. Cabe agregar que este derecho surge de la naturaleza del hombre para su autorrealización. En el derecho natural aparecen todo el conjunto de facultades o atribuciones inherentes a la persona; la cual puede llegar a conocerlas a través del ejercicio de la razón. Ergo, aquel que se devela por obra de la inferencia argumentada.

En ese sentido, la razón es aquella facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. Emmanuel Kant en su obra Crítica de la razón pura (1787) sustenta el derecho natural sobre el principio de describir el razonamiento generador de juicios que van de la causa al efecto, en expresiones que implican acuerdo con la probabilidad general; y que es una exigencia absoluta de la razón práctica sustentadora de imperativos o mandatos de conducta, o sea aquella que precede a la acción. Así, expone que independientemente de un acto jurídico, estos son transmitidos a cada individuo por la naturaleza.

La fundamentación iusracionalista plantea que el derecho positivo (estatal) debe adecuar sus contenidos a los del derecho natural. En caso este requisito no se cumpliese, entonces estaríamos ante imposiciones arbitrarias. Desde una perspectiva histórica se aprecia que, a través de la institucionalización del Estado Liberal de Derecho, el cuerpo político se convierte en el protector de los derechos naturales; los cuales de absolutos en el estado de naturaleza (situación anterior al pacto social) devienen en tutelables y regulables a través de la ley.

          2.4.3. La fundamentación positivista

Esta se sustenta en que los derechos de la persona surgen de la voluntad proteccionista del Estado. Así, no existen facultades o atribuciones previas a la decisión del cuerpo político. Se formulan como exigencias éticas, políticas y sociales transformarlas en disposiciones legales su existencia, validez y son expresiones de una voluntad legislativa.

Dicha fundamentación plantea que solo existe el derecho estatal; por tanto, rechaza la idea del derecho natural y se desatiende de cualquier “subordinación” o “encadenamiento” que pudiese provenir de la historia. La voluntad del Estado se convierte en el único criterio de validez de los derechos de la persona. Por ende, a través de la Constitución se expresa esa decisión política; la cual se sustenta en la aprobación representativa del pueblo.

En suma, no se trata de derechos preexistentes al Estado, sino manifestaciones nacidas del derecho creadas por este. Por ende, la fundamentación positivista señala que la persona solo dispone de aquellos derechos que le concede el cuerpo político.

2.5.    La bidimensionalidad de los derechos fundamentales

Los derechos pueden ser observados desde una doble dimensión: subjetiva y objetiva. Por un lado, la dimensión subjetiva es aquella que hace referencia a las facultades de acción que estos reconocen a la persona titular de los mismos en el ámbito de la vida existencial y coexistencial. Por consiguiente, permiten exigir al titular de un derecho fundamental el cumplimiento cabal, exacto y preciso de lo dispuesto normativamente. Además, protegen de las intervenciones injustificadas y arbitrarias. Ello implica el atributo de exigir una acción tuitiva hacia dichos derechos; lo que puede verificarse ya sea mediante la ejecución de una determinada conducta, o el otorgamiento de una concreta prestación. Es decir, expone el derecho de hacer efectivo el goce efectivo de lo determinado a favor de la persona.

Por otro lado, la dimensión objetiva es aquella que hace referencia a que la normatividad tuitiva contenida en dichos derechos se irradia o expande a todos los ámbitos de la vida estatal y social. Asimismo, aparecen como valores esenciales en una comunidad política, particular y concreta; para lo cual asumen una dimensión político-institucional destinada a plasmar una vida coexistencial digna para todos los integrantes de la misma. En consuno, ambas dimensiones convergen en ser elementos constitutivos del ordenamiento jurídico, ya que comportan valores materiales o institucionales sobre los cuales se estructura la coexistencia. Ello en razón a que devienen en nociones indispensables para la estructuración del orden jurídico y la paz social.

Lo expuesto, exige que el Estado realice una actuación determinada a través de políticas legislativas, jurisdiccionales o administrativas que permitan la optimización de atribuciones comprendidas en el conjunto de preceptos de carácter general; y, que, por ende, se manifiesten significativamente en el plano de la realidad. Esta actuación también involucra residualmente a los particulares. Los efectos expansivos se expresan concretamente en lo siguiente:

a)       Exigen una actuación propositiva hacia la conformación material de determinadas prescripciones jurídicas (vía la dación de normas, sean de naturaleza pública o privada).

b)       Exigen la actuación propositiva hacia la conformación de políticas económico-sociales-culturales.

c)       Exigen la actuación propositiva hacia la conformación de políticas jurisdiccionales.

d)       Exigen la actuación propositiva de facilitar la acción ciudadana tendente a permitir la reclamación de su realización.

2.6.    El contenido esencial de los derechos fundamentales

Todo derecho fundamental tiene un contenido jurídicamente determinado, el cual es inmodificable, en caso sea necesario llevar a cabo una regulación infra-constitucional, para posibilitar su goce y ejercicio de un derecho fundamental. Ello implica que el legislador ordinario no puede en modo alguno, afectar su sustancia temática en caso se hiciese necesario reglamentar su ejercicio.

Claudia Villaseñor Goyzueta señala que es aquel que comprende la “sustancia” del derecho; sin la cual este deja de ser tal [32]. Esta nota sustancial de la norma hace que esta tenga en relación a las restantes una peculiaridad privativa y específica. En ese orden de ideas, el contenido esencial se convierte en la parte indispensable e indisponible que permite al titular del derecho a gozar de los atributos, facultades o beneficios que esta declara. Su afectación –a través de la actividad legislativa de desarrollo o reglamentación– conlleva a la transformación del derecho contenido en un precepto en otra categoría jurídica distinta; amén de generar la imposibilidad o dificultad extrema para hacer efectivo el goce de un derecho.

Claudia Villaseñor Goyzueta plantea que el establecimiento del contenido esencial de un derecho debe ser observado en un doble plano, a saber [33]. Por un lado, el Plano negativo que Señala un límite a la regulación legislativa de los derechos fundamentales. Por otro lado, el Plano positivo que Señala el valor asignado al contenido de los derechos fundamentales, por ende, este deviene en imprescindible e insustituible. En efecto, en todo derecho fundamental existen dos zonas: una medular que constituye su contenido esencial –y en cuyo ámbito toda intervención del legislador se encuentra vedada– y una adjetiva o no esencial en la cual es admisible la actuación regulatoria del legislador. Cabe señalar que esto último opera a condición de que se lleve a cabo conforme a los principios de razonabilidad, racionalidad y proporcionalidad. La garantía del contenido esencial es un criterio de limitación a la potestad legislativa del Estado. Deviene en una “frontera minada” que no se puede evadir sin que el legislador reglamentario del derecho incurra en un acto inconstitucional.

En el caso del Régimen Pensionario del Decreto Ley N° 20530 el Tribunal Constitucional (Expediente N° 00050-2004-AI/TC) ha establecido que para la determinación del contenido esencial de los derechos fundamentales debe tenerse en cuenta tanto las disposiciones constitucionales expresas, como los principios y valores constitucionales. Esta teoría identifica dichos derechos como facultades subjetivas y como instituciones jurídicas objetivas. Por ende, el contenido esencial se deduce del cuadro general de la Constitución compuesto por la suma de valores, bienes e intereses en ella consignados; los cuales deben ser objeto de ponderación para fijar dicho núcleo mínimo e ineludible.

En consecuencia, la determinación del contenido esencial debe realizarse conforme a los alcances  de los principios de unidad y concordancia práctica; vale decir, de un lado, resguardando la relación e interdependencia de los distintos elementos normativos con el conjunto de las decisiones básicas de la Constitución (ello obliga a no aceptar, en modo alguno, la visión “insular” de una norma, sino a hacer imperativa la perspectiva del conjunto del texto); y del otro, garantizando que todos los derechos, valores y bienes constitucionales conserven en un grado razonable su identidad e indemnidad.

El Tribunal Constitucional en el citado caso Colegio de Abogados del Cuzco (Expediente N° 00050-2004-AI/ TC) ha señalado que en la determinación del contenido esencial debe proscribirse lo siguiente:

a)       La fijación de dicho “mínimo” mediante una “cirugía jurídica” del derecho objeto de examen con relación al resto del ordenamiento constitucional.

b)       La fijación de dicho “mínimo” en función a una determinación a priori carente de justificación.

c)       La fijación de dicho “mínimo” al margen del conjunto de principios y valores constitucionales.

d)       La fijación de dicho “mínimo” con inobservancia de la regla de ponderación; es decir, que vista la Constitución como un “todo” sea de alguna manera “mutilada”

En razón a lo expuesto, cabe señalar que el contenido esencial se afecta en las circunstancias siguientes:

a)       Cuando a consecuencia de la legislación reglamentaria aparecen limitaciones irrazonables que hacen imposible o sumamente gravoso el ejercicio de un derecho fundamental.

b)       Cuando a consecuencia de la legislación reglamentaria aparece que el ejercicio de un derecho no conlleva finalmente a la obtención de una ventaja, beneficio o provecho alguno.

La doctrina expone colateralmente el denominado contenido no esencial de los derechos fundamentales; el cual hace referencia al ámbito material externo y pasible de poder ser desligable del espacio protegido e inmodificable de un derecho fundamental. Esta parte es susceptible de ser “intervenida ”reglamentariamente, a efectos de optimizar el ejercicio o defensa de otros derechos o bienes constitucionales. El legislador ordinario puede “acomodar” dicho marco normativo en pro de concordarlo con el goce o resguardo señalado, siempre que respete los principios de racionalidad, razonabilidad y proporcionalidad. Asimismo, expone la existencia del contenido adicional de los derechos fundamentales; el mismo que hace hincapié en el ámbito material añadido y accesorio al contenido esencial de un derecho fundamental; y en  el cual el legislador puede hacer pleno uso de su potestad de libre configuración normativa.

Por último, consigna el concepto de derechos fundamentales de configuración legal; los cuales exponen la condición derivada de las disposiciones-principios establecidas en la Constitución. Por dicha razón devienen en mandatos de optimización a ser concretizados en el tiempo, conforme a condiciones y circunstancias tales como la capacidad económica, grado de evolución política, etc. Se trata de atributos consignados en disposiciones abiertas y de eficacia diferida; que por tales requieren de la intermediación de una fuente legal (la ley) para alcanzar su concreción fáctica. El Tribunal Constitucional en el caso Manuel Anicama Sánchez (Expediente N° 01417-2005-PA/TC) ha señalado que su contenido preceptivo requiere ser delimitado por la ley.

2.7.    Las garantías institucionales

Dicha expresión alude a la exigencia constitucional de que el Estado cumpla un deber positivo de protección a determinadas instituciones jurídicas consagradas en el texto supra. Expone a un instituto jurídico previsto por el Tribunal Constitucional destinado a asegurar que el órgano parlamentario al momento de regular una materia o institución prevista en el texto supra no vaya a desnaturalizarla o vaciarla de contenido. Mediante estas instituciones se consolida la eficacia normativa de un complejo normativo sistematizado; ello implica rebasar la mera protección abstracta o las simples prohibiciones al Estado, para ascender a la exigencia de una determinada conducta normativa por parte del cuerpo político en cuanto al aseguramiento concreto y tangible de los valores, principios, consecuencias jurídicas y finalidades coexistenciales contenidas en dicho complejo normativo.

El respeto a la garantía institucional se impone al Estado, a efectos que la ordenación complementaria de la Constitución sea concordante con su deber de fidelidad a aquella. Ergo, debe asegurar que su configuración legal preserve el contenido esencial (naturaleza o intereses jurídicos) que explican la razón de ser de una institución jurídica prevista en dicho texto. La Constitución contiene una pluralidad de instituciones jurídicas; vale decir, que comprende a un conjunto de normas que regulan las relaciones jurídicas de cierto género. Estas agrupan a una pluralidad de preceptos que son afines en función de su objeto de regulación.

Así, instituciones jurídicas como la familia, el matrimonio, la educación, la autonomía universitaria, el ahorro público, etc., expresamente mencionadas en la Constitución, devienen en componentes primordiales del sistema político-jurídico. Las normas de estas instituciones constituyen un conglomerado sistematizado y regulador de situaciones jurídicas tendientes a cumplir una finalidad común, cuya presunción se estima indispensable para asegurar la “vida” de la Constitución. En ese orden de ideas, las garantías institucionales ofrecen una protección homóloga a las expuestas en relación a las del contenido esencial de los derechos fundamentales. Como consecuencia de la existencia de estas garantías, el Estado se encuentra sujeto a parámetros en cuanto la reglamentación de dichas instituciones.

De lo expuesto, se colige que la invocación de garantía institucional es impulsada como un mecanismo de defensa constitucional contra normas que afecten el contenido indisponible de una norma fundamental que estructure, describa o despliegue una institución jurídica. Francisco J. Bastida Freijedo [34] señala que las garantías institucionales permiten realizar lo siguiente:

a)       Cumplir una función de aseguramiento de una institución jurídica determinada; la misma que por mandato de la Constitución queda ligada a un derecho fundamental.

b)   Imponer al Estado la implementación de una estructura normativa infra-constitucional cuya existencia  es necesaria para la eficacia político-jurídica de la Constitución.

2.8.    La concreción de los derechos fundamentales y las garantías institucionales

La materialización de estos derechos y garantías institucionales pueden sintetizarse a través de los conceptos siguientes:

          2.8.1. La reserva legal

Esta alude a que la exigencia de regulación de un derecho fundamental o una institución jurídica debe hacerse necesaria y restrictivamente a través de una ley o norma con rango de ley. Dicha “reserva” se plantea en razón a que solo corresponde al Parlamento, como órgano estadual que expresa la voluntad política del pueblo, el determinar o autorizar –vía la delegación de facultades– las reglamentaciones sobre la materia.

Marcial Rubio Correa señala que dicha garantía consiste en que la aprobación de determinadas normas jurídicas está reservadas a dispositivos con rango de ley, en consecuencia, no pueden ser establecidas en preceptos de rango inferior [35]. En consecuencia, mediante la reserva legal se determina que solo mediante normas con rango de ley se puede regular dicha materia.

          2.8.2. El respeto al contenido esencial

La regulación efectuada debe cumplir con la exigencia de preceptuar sin afectar la “sustancia” de los derechos fundamentales o de las instituciones jurídicas. Por ende, dicha actividad solo puede producirse sobre la parte adjetiva y no esencial. Dicha regulación debe tener en cuenta los principios de razonabilidad, racionabilidad y proporcionalidad. El principio de racionalidad consiste en encontrar justificación lógica en los hechos, conductas y circunstancias que motivan todo acto discrecional de los poderes públicos al momento de regular una materia constitucional. Cabe señalar que dicha argumentación debe acudir a razonamientos objetivos e imparciales; amén de equilibrar las ventajas que llevan a la dación de una norma regulatoria con las cargas que su establecimiento genera.

En suma, la regulación debe respetar la lógica deductiva –o sea carecer de contradicción u omisiones–; ostentar consistencia y coherencia; y generar incuestionada admisibilidad social en función al espacio-tiempo histórico en donde es dictada. El principio de razonabilidad consiste en encontrar la adecuación del medio empleado por la norma regulatoria con los fines perseguidos por ella. Esto implica la existencia de una conexión o vínculo eficaz entre el supuesto de hecho que justifica la regulación y la finalidad que se pretende alcanzar.

El principio de proporcionalidad consiste en encontrar un conjunto de criterios o herramientas que permitan medir y sopesar la constitucionalidad de todo género de límites normativos. Por ende, plantea medir la calidad o cantidad de los elementos con relevancia jurídica comparativamente entre sí, a efectos de alcanzar conformidad o correspondencia debida entre elementos mancomunadamente relacionados.

2.9.    Aspectos normativos y fácticos de la delimitación y la limitación de los derechos fundamentales

La delimitación normativa alude a aquellos “espacios jurídicos” dispuestos explícita o implícitamente por la Constitución. Así, mediante las técnicas de interpretación la jurisdicción constitucional logra especificar la titularidad, objeto y contenido de un derecho fundamental.

Dicho criterio surge en razón a que la propia Constitución precisa su ámbito normativo. Al respecto, Francisco J. Bastida Freijedo [36] expone que aquello que el derecho fundamental garantiza o no garantiza emana del texto supra, ya sea de manera directa o indirecta.

La limitación normativa alude a aquellos menguamientos o reducciones establecidas por el legislador ordinario, previa y expresa habilitación constitucional. Dichas restricciones pueden ser establecidas de la manera siguiente:

a)       Límites expresos. Son aquellos que se derivan directamente de la Constitución; por ende, operan sin necesidad de la intervención del legislador ordinario.

b)       Límites implícitos. Son aquellos que se derivan por deducción de la propia naturaleza y configuración normativa de un derecho fundamental; por ende, operan mediante la intervención del legislador ordinario.

c)       Límites habilitados. Son aquellos que por mandato específico de la Constitución deben ser establecidos por el legislador ordinario.

d)       Límites inmanentes. Son aquellos que operan sobre específicos derechos fundamentales que a pesar de haber sido reconocidos sin sujeción a una reserva de ley; empero, son objeto de una restricción legal, al determinarse en la práctica que su ejercicio viene generando el “fenómeno de colisión” con otros derechos o valores constitucionales.

En efecto, dichos límites son establecidos a consecuencia de lo siguiente:

a)       Restricciones consignadas en la propia Constitución. Tal  el caso de los impedimentos para postular a  una curul congresal por parte de una serie de altos funcionarios públicos (artículo 91) o para participar en actividades partidarias, manifestaciones o actos de proselitismo (artículo 34).

b)       Restricciones derivadas de la Constitución en aras de preservar otros derechos fundamentales. Tal el caso de la libertad de trabajo (inciso 15 del artículo 2).

c)       Restricciones derivadas de la Constitución en aras de preservar valores o bienes constitucionales. Tal el caso de el ejercicio de los derechos políticos a través de organizaciones políticas (artículo 35). De allí la justificación de la proscripción de aquellas con credo antidemocrático.

A manera de colofón, cabe señalar que la doctrina señala también la existencia de criterios de topes a las restricciones legislativas; ergo, de condicionamientos o de determinación de “límites” a la fijación de “límites”. Ello a efectos de asegurar una correcta acción restrictiva. Estos son el respeto al principio de legalidad y la aprobación del test de proporcionalidad.

El principio de legalidad expone una pauta basilar que exige que la actuación del legislador se realice dentro del marco de competencias y atribuciones fijadas por la Constitución y la ley; así como que su tarea se lleve a cabo de conformidad con el marco procesal correspondiente.

El test de proporcionalidad expone que se acredite la conexión directa, indirecta  y  relacional  entre  la causa que origina la limitación y el efecto que se consigna en ello; vale decir, que la consecuencia jurídica establecida sea unívocamente previsible y justificable a partir del hecho ocasionante de la restricción por  vía legislativa.]

José Víctor García Yzaguirre [37] resume dicho test en los puntos siguientes:

a)       Idoneidad. Ello implica que el acto de intervención del derecho fundamental de una persona debe ser adecuado para satisfacer los fines que el legislador se propone. Tal suceso existe cuando es comprobable que existe una relación causal entre la medida adoptada y el de un estado de cosas en el que se incremente (o se desaliente de ser caso) la realización del propósito; es decir, es un examen de eficacia. Asimismo, supone la evaluación de la legitimidad constitucional de la acción ejecutada, entendida esta como su no prohibición por el constituyente.

b)       Necesidad. Ello implica que acreditada la idoneidad, esta debe ser evaluada de forma comparativa con otros medios alternativos a fin de descubrir si existe otra opción adecuada, pero menos lesiva del derecho fundamental. Es un examen de eficiencia que es superado al demostrarse que no existe medio alternativo más benigno.

c)       Proporcionalidad en sentido estricto. Ello implica que comprobada la idoneidad y la necesidad de la medida, esta es sometida a un examen en el que se ponderan a través de la fórmula del peso, por un lado los principios constitucionales afectados y por el otro los que se satisfacen con la misma. Así se evalúan el grado de intervención y de satisfacción, el peso abstracto (la importancia material de cada principio en una determinada sociedad) y la seguridad de las premisas empíricas sobre la que se sustentan los argumentos a favor y en contra de la intervención

Cabe señalar, que la fórmula del peso implica la utilización de un método para obtener el valor de los principios en conflicto. Dicha estimación se obtiene en función a lo siguiente:

-         El grado de restricción del principio no satisfecho cuando la regulación exige acciones, o se vea afectado cuando exige omisiones.

-         La cotización axiológica en abstracto de cada principio. Esta se deduce en función a los fines y valores  del modelo en que se aplica la regulación. Así, la democracia, la vida, la libertad, la igualdad, etc., tienen en nuestro país un crédito supra.

-         El grado de seguridad que ofrecen las premisas empíricas en función a la realidad.

La aplicación de dicha fórmula debe concluir en fijar en grave, medio o leve el grado de restricción. En ese orden de ideas, las limitaciones se producen en aras del resguardo del orden público, la moral social o los derechos de terceros. Al respecto, veamos lo siguiente:

          2.9.1. El orden público

Esta noción expone la consagración legislativa de las ideas sociales,  políticas  y  morales  consideradas  como fundamentales dentro de un Estado. Se la concibe como la suma de creencias, intereses y prácticas comunitarias orientadas hacia un mismo fin: la realización social de los miembros de la comunidad política. El orden público conlleva necesaria e irremisiblemente a la colocación de topes a los actos y conductas humanas. Rubén Hernández Valle [38] subdivide el orden público  en  constitucional y administrativo. El orden público constitucional se encuentra conformado por el conjunto de principios de carácter jurídico, económico y social que fluyen de la Constitución y que condicionan la actividad del Estado y los ciudadanos.

A nuestro modo de ver, se expresa en resguardo de la defensa nacional, el interés público, el interés social, la justicia y el bienestar de los miembros de la comunidad.

El orden público administrativo se encuentra conformado por el conjunto de medidas adscritas al poder de policía; las cuales importan topes a la voluntad de las personas en aras de resguardar la tranquilidad y seguridad ciudadana, así como la salud de la población. A nuestro modo de ver, se expresa para preservar el descanso, la vida pacífica, la higiene pública, etc.

          2.9.2. La moral social

Esta noción alude al conjunto de comportamientos que conforme a la educación e instrucción generada en el medio social son recogidos por el Estado, a efectos de asegurar un “mínimo moral” necesario para que la convivencia humana tenga como marco de referencia el vivir haciendo y compartiendo el bien.

          2.9.3. Los derechos de terceros

Esta noción alude al conjunto de comportamientos destinados a cumplir con nuestros deberes jurídicos en el marco de una relación jurídica. Ello implica la proscripción de conductas “antijurídicas” como el ejercicio abusivo de un derecho que conlleve amenazas, violación o desconocimiento del ejercicio legítimo de las facultades, atribuciones o beneficios que la Constitución consagra a las personas ubicadas en un plano de interferencia intersubjetiva, y frente a las cuales existen actos de cumplimiento obligatorio en su favor.

En cuanto a los aspectos fácticos, cabe señalar que dichos derechos pueden verse “limitados” en su efectivo goce por las razones siguientes:

a)       El deficiente marco de protección legal establecido por el Estado.

b)       La endeble estructura institucional del Estado y el deficiente nivel de desarrollo económico, particularmente en lo referido al despliegue de políticas sociales.

2.10.  La titularidad de los derechos fundamentales

La historia acredita que el reconocimiento titularidad de los derechos fundamentales aparece en la Edad Media. Esta tenía el carácter de estamental o de expresión del otorgamiento de un privilegio emanado de una decisión discrecional del monarca. Es decir, se reconocían por la calidad de noble, clérigo, mercader o por ser natural de una villa o ciudad en donde se hubiere realizado “algo” de agrado al gobernante.

Las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII traen la concepción del reconocimiento de los derechos al individuo per se. Por ende, tienen un carácter contractual e individualista. Empero, como señala Mauricio Fioravanti “a medida que ha cambiado la concepción del individuo, del valor reconocido a su dignidad, los derechos no solo se han visto alterados en cuanto a su ampliación, sino también en su propia definición y configuración” [39]. De allí que actualmente dichos derechos sean titularizados a favor del individuo en sí mismo y en asociación con otros; es decir, son individuales y colectivos.

La titularidad de los derechos fundamentales –entendida como manifestación de la determinación de los sujetos detentadores de ciertos atributos– aparece tras la valoración de la personalidad jurídica de la que se encuentran dotados aquellos seres premunidos de racionalidad, libertad y sociabilidad. Esta expresa el reconocimiento de goce de una pluralidad de facultades inherentes o necesarias, en grado sumo, para acreditar la calidad de personas. En consecuencia, existe una relación inescindible entre titularidad reconocida por la Constitución y personalidad humana.

La titularidad de la persona humana como sujeto de derechos se sitúa en dos planos:

a)       Capacidad de goce. Esta debe ser entendida como la aptitud reconocida por el ordenamiento constitucional para ser titular de los denominados derechos fundamentales.

b)       Capacidad de ejercicio. Esta debe ser entendida como la aptitud reconocida por el ordenamiento constitucional para que el titular de un derecho fundamental pueda por sí mismo experimentar su realización en el marco de sus relaciones co-existenciales.

Al respecto, dicha capacidad de goce puede limitarse o condicionarse por razones de edad, salud física o mental, actos de disposición patrimonial, medida civil derivada de una acción penal por inhabilitación política.

Ahora bien, la carencia de la capacidad de ejercicio no anula el derecho de experimentación práctica por cuanto el ordenamiento constitucional garantiza su concretización a través de quienes ostentan la patria potestad, la tutela y la curatela.

Asimismo, ante la amenaza o violación de un derecho fundamental, se ha establecido la denominada capacidad con legitimación procesal mediante la cual se otorga idoneidad para solicitar el cese de dicha amenaza o vulneración. Dicha capacidad de legitimación procesal –en este caso como consecuencia de la existencia de limitaciones y condicionamientos para el uso del derecho de tutela jurisdiccional– es realizada por aquel designado en la Constitución o la ley de la materia.

Víctor García Toma en dialnet.unirioja.es

Notas:

27        Edmund Burke, Reflexiones sobre la Revolución Francesa (Madrid: Alianza Editorial, 2000).

28        Juan Ramón Peirano Argüelles y Francisco Javier Ansuategui Roig, Historia de los derechos fundamentales (Madrid: Dykinson, 1998).

29        Francisco J. Laporta, Los derechos históricos en la Constitución (Madrid: Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2006).

30        Francisco Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978 (Madrid: Tecnos, 2004).

31        Francisco Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978 (Madrid: Tecnos, 2004).

32        Claudia Villaseñor, Contenido esencial de los derechos fundamentales y jurisprudencia del Tribunal Constitucional español (Madrid: Universidad Complutense, 2003).

33            Claudia Villaseñor, “Estudio sobre los derechos fundamentales”, Anuario de Filosofía del Derecho (1991).

34        Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978.

35        Marcial Rubio Correa, La interpretación de la Constitución según el Tribunal Constitucional (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2005).

36        Bastida, Teoría general de los derechos fundamentales en la Constitución española de 1978.

37        García Yzaguirre, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

38        Rubén Hernández, Derechos fundamentales y jurisdicción constitucional (Lima: Jurista Editores, 2006).

39        Mauricio Fioravanti, Los derechos fundamentales. Apuntes de historia de las constituciones. (Madrid: Trotta, 1996).

Víctor García Toma

1.       Aspectos Generales

La persona humana es un ser de estructura física e individual, que se caracteriza por ser titular de los atributos de racionalidad, voluntad libre, espiritualidad y sociabilidad acorde con fines trascendentes para justificar y dar sentido a la existencia y coexistencia. En efecto, la persona humana cuenta copulativamente con una sustancia material (cabeza, tronco, extremidades), una composición pluricelular y un sistema de órganos (circulatorio, respiratorio, digestivo, endocrino, excretor, nervioso y locomotor), lo cual se ve acompañado de una capacidad de raciocinio para entender el mundo que lo rodea y conocerse en sí; autodeterminación para optar y elegir en torno a aquellos asuntos vinculados con su vida; amén de dotado de la capacidad de asumir emoción, pasión, creatividad; y de una sociabilidad que más allá de los fines de defensa apunta a acerar sus potencialidades en compañía de sus congéneres.

Se trata de una unidad independiente, única, distinguible y distinta a las demás; abierta a la experiencia cultural y ética de la belleza, la justicia, en un marco de ejercicio de la libertad y el intelecto. Dichos atributos le otorgan una identidad diferenciable y distinguible en relación a otros seres. Ello conlleva a reconocerle la esencia de aquello que permanece inmutable en este, con prescindencia del tiempo.

La persona humana ostenta la capacidad de tener conciencia de quién es y qué quiere ser. Se trata de un ser que existe en sí y no en otro; constituye “un fin en sí mismo”; por eso es que jamás puede ser utilizado como medio. La persona expresa una entera e indivisible realidad que reposa en sí misma; como tal posee un valor inestimable per se, de manera que todas las otras realidades que le circundan (Estado y Sociedad) se ordenan en pro de la perfección de sus potencias naturales. Dicha potencia existe por sí y para sí, conformando una realidad existencial y coexistencial única, irrepetible, acabada e inviolable.

Los atributos naturales del ser humano constituyen el fundamento de su dignidad. Por ellos alcanza la verdad de las cosas; tiene la oportunidad de optar por el bien; así como relacionarse tanto en pro de su propio como del común beneficio. De acuerdo con su naturaleza le corresponden determinados derechos básicos que son facultades o potestades sobre todo aquello que le es necesario para cumplir con su destino; es decir, para realizarse como ser humano. Por ende, cabe la exigencia ante sus congéneres y el Estado de ser sujeto de respeto y tuitividad. Por nacer de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, estos derechos son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. Los referidos atributos tienen una expresión formal inacabada y están en continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico, ante lo que constituye el modo de ser cabalmente humanos. Es decir, son consustánciales con la matriz ontológica o fundamentos del ser calificables como tales.

La doctrina señala que su existencia no depende de su otorgamiento o concesión plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. De allí que la necesidad de su reconocimiento y protección jurídica se ampara en la exigencia de conservar, desarrollar y perfeccionar al ser humano en el cumplimiento de sus fines de existencia y asociación. Y es que a través de ellos alcanza su integra personalidad; o sea, aluden al derecho de ser genuino y cabalmente hombres.

Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad que les es connatural, por el mero  hecho de ser tales.

2.       La dignidad de la persona y los derechos humanos

Esta alude a aquella calidad inherente a todos y cada uno de los miembros de la especie humana que no admite sustitución ni equivalencia; y que, por tal, es el sustento de los derechos que la Constitución y tratados internaciones protegen y auspician.

Van Wintrich [1] señala que la dignidad consiste en que la persona “como ente ético-espiritual puede por su propia naturaleza, consciente y libremente auto-determinarse, formarse y actuar sobre el mundo que lo rodea”. Así, se configura como un estado moral permanente e inescindible. Asimismo, Juan José Mosca y  Luis Pérez Aguirre exponen que dicha noción “concentra toda la experiencia ética de la humanidad, ya que ese núcleo emana y hacia él convergen todas las posibles variaciones del ethos humano” [2]. Los hombres poseen dignidad en virtud de su atributo de humanidad. Dicha noción plantea un elemento constitutivo del ser humano, mínimum, propio, inalienable e invulnerable, que todo ordenamiento constitucional está compelido históricamente a asegurar.

La dignidad conlleva el derecho irrefragable a un determinado modo de existir. Es indubitable que el ser humano goza de atributos básicos que le hacen capaz de organizar su vida interior y coexistencial de manera responsable. De allí que por efecto de su dignidad se le garantice el amplio desarrollo de su personalidad. Ello acarrea la potestad de convivir con sus congéneres bajo ciertas condiciones materias de vida. En ese contexto, el ser humano es per se portador de estima, custodia y apoyo heterónomo para su realización acorde con su condición humana.

La condición y calidad de ser una “persona humana” es supra e intangible. La dignidad que se desprende de su ser, es común a todos los miembros de la especie sin excepción alguna. La dignidad no se pierde como derecho, aún a pesar de la acreditación de una inconducta personal que derivase en la infracción de los atributos de los otros. Esta acompaña la vida del ser humano, por encima de los comportamientos deleznables asumidos en la sociedad.

Por ser ínsita a todo ser humano y exclusiva del mismo, ello se traduce en lo siguiente:

-         Capacidad de decidir libre y racionalmente.

-         Isonomía y homología intrínseca con todos los miembros de la especie humana.

-         Capacidad de determinar una identidad propia y forjadora de un proyecto de vida.

-         Exigencia de respeto, custodia, protección, tutividad, promoción y defensa a todas y cada una de las personas.

-         Exigencia de justificar la organización y funcionamiento de la sociedad y el Estado, en pro de la plena realización de sus miembros.

En esa perspectiva, la constitucionalización de dicho concepto genera las consecuencias siguientes:

-         El respeto de la dignidad humana legítima el ejercicio del poder político.

-         El respeto de la dignidad humana promociona la objetivización de una sociedad más justa.

-         La normativización constitucional de la dignidad impele a que desaparezcan las relaciones intrínsecamente atentatorias a la calidad y condición humana.

-         La normativización constitucional de la dignidad conlleva a que sea considerada como fuente de derecho y principio de política legislativa.

-         La declaración de su reconocimiento instaura el establecimiento de un criterio sumo, para la cobertura de las lagunas legislativas.   

-         Su incorporación en el texto constitucional sirve para sustentar el establecimiento del catálogo de derechos calificables como fundamentales.

-         Su consignación constitucional permite promover el perfeccionamiento legislativo de los derechos fundamentales y coadyuvar a la cabal interpretación de su sentido perceptivo.

Como principio rector de la actividad del Estado y la sociedad, guía y encauza todos los procesos co-existenciales. En ese sentido, dichas funciones se materializan en aspectos tales como:

          a)       La legitimación

El resguardo y promoción de la dignidad deviene en la razón de ser de la actividad del Estado y la sociedad. Por ende, es supeditante para calificar las acciones de estas. La dignidad al ordenar la organización, funcionamiento y metas de los referidos entes conlleva a que el poder político y las relaciones convivenciales solo tengan sentido y validez en tanto se sustenten en el resguardo y promoción de esta.

          b)       La realización

El resguardo y la promoción de la dignidad impone que el Estado y la sociedad traten a cada ser  humano como tal; y, que, en ese contexto, estos puedan cumplir a cabalidad sus propuestas y planes auto-determinativos; vale decir, que puedan diseñar, construir y alcanzar su propio proyecto de vida.

La defensa y promoción de la dignidad plantea que tanto en el marco de las relaciones estaduales o en las meramente sociales, se acredite la existencia de reglas de protección y fomento. Así tenemos lo siguiente:

-         Reglas preventivas. A través de ellas se encauzan las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas a precisar, prever, impedir, evitar y eludir actos y hechos que puedan poner en peligro la defensa o promoción de la dignidad.

-         Reglas correctivas. A través de ellas se encauza las actividades del Estado y la sociedad en pro de la adopción de medidas destinadas a rectificar, subsanar o sancionar actos y hechos que afecten la defensa o promoción de la dignidad.

Dichas reglas, a su vez, comprenden los conceptos de totalidad e invariabilidad; esto es, perciben al ser humano en su quíntuple atributo de autodeterminación, racionalidad, corporalidad, espiritualidad y sociabilidad; así como trazan su condición de ser sui generis de manera permanente y perdurable. Estas no solo limitan y controlan al Estado y a la sociedad, sino que además los obligan a promover y crear las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales que coadyuven el desarrollo de la persona humana.

La implicación de los conceptos dignidad humana y los derechos derivados de aquella, señala que su existencia como tal, no depende de su otorgamiento o concepción plasmada en reglas político-jurídicas de convivencia. Estos son universales ya que comprenden por igual a todos aquellos que comparten la condición de seres humanos; por ende, dotados de dignidad.

Por emanar de la calidad misma de ser miembros de la especie humana, son exigibles ante la sociedad y el Estado, a efectos que cada uno de sus integrantes pueda alcanzar su plena y cabal realización. De aquí que se dirijan a la persona per se. Estos derechos identitarios de la humanidad de la persona; per se calificables de básicos o fundamentales, tienen una expresión formal inacabada. En efecto, se encuentran adscritos a un continuo desenvolvimiento social, cultural, político y jurídico de lo que constituye el modo de ser cabalmente hombres. Es decir, son consustanciales con la matriz ontológica de aquellos.

La singularidad de estos derechos radica en que excluyen cualquier otro atributo adjetivo como la idiosincrasia, el sexo u otro hecho extraño y ajeno al de pertenecer categorialmente a esa peculiar especie de seres capaces de manifestar razón, deseo, esperanza, frustración, convicción o conciencia. Aún cuando sea aparentemente contradictorio, dicha condición humana es inalienable, pues, como dijera Ernesto Sábato “alberga tanto a un santo como a un torturador”.

La referencia a los derechos fundamentales lleva implícita la noción asociada de dignidad humana e  historia, ya que, de un lado, la primera exige que la sociedad y el Estado respeten la esfera de libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad del hombre; y del otro, porque a través de los tiempos este “descubre” y posteriormente “normativiza” aquellas facultades que le sirven para asegurar las condiciones de una existencia y coexistencia cabalmente “humanas”. En efecto, tal como expresan Marcial Rubio Correa, Francisco Eguiguren Praeli y Enrique Bernales Ballesteros, el catálogo de dichos derechos “ha ido variando y, normalmente, se ha ido ampliando a lo largo de la evolución de la historia en función de los valores y principios políticos, ideológicos, morales y religiosos imperantes o predominantes en una realidad social histórica determinada” [3].

Rubén Hernández Valle señala que en perspectiva histórica se refieren a todas aquellas exigencias relacionadas con las necesidades de una vida digna; y que pueden o no encontrarse positivizados en  los diferentes ordenamientos jurídicos [4]. Esta visión supra-positiva condiciona la actividad del Estado y la sociedad a asumir la responsabilidad permanente e inexcusable de afirmar su plena verificación en la realidad. Por su parte, Pedro Nikken [5] señala que las actividades de los cuerpos sociales y políticos no pueden ser empleadas para su menoscabamiento arbitrario. Dichas acciones deben convertirse necesariamente en “correas de transmisión” para que los seres humanos puedan vivir y convivir en condiciones consonantes con la dignidad.

Esta cosmovisión se gesta a finales del siglo XVIII al impulso de las ideas de la Ilustración y su posterior inicio de concretización en la Revolución Francesa y Americana, así como de la lenta evolución del proto constitucionalismo medieval inglés; el mismo que alcanzara su pleno despliegue histórico-doctrinario en dicho período. Posteriormente, asumirá “Carta de Universalización” a raíz de la decisión de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) de titularizar las declaraciones, cartas y tratados multilaterales que hacen referencia a las facultades derivadas de la dignidad de la persona bajo la denominación de derechos humanos.

En puridad, la expresión “derechos humanos” es errada, ya que incurre en una tautología jurídica, puesto que se trata de una denominación repetitiva, en razón a que los derechos de por sí son “humanos”, al ser estos son los únicos sujetos titulares de derechos y deberes. Como bien sabemos, ni las plantas ni los animales ostentan titularidad sobre las prerrogativas jurídicas. Es oportuno destacar que históricamente la acuñación de dicha expresión correspondió al fraile Bartolomé de las Casas en su obra “De los hombres que se les ha hecho esclavos” (1552) -ello en el marco de la defensa a los indígenas de América Latina-.

Ahora bien, en el Derecho Constitucional se empleará el término de “derechos fundamentales”. Por ejemplo, José Víctor García Yzaguirre [6] consigna que el término “derecho fundamental” es una invención alemana del siglo XIX (“Grundrechte”), que aparece por primera vez en la Constitución de 1848 aprobada por la Asamblea Nacional en la Paulkirche de Frankfurt; la cual incorporó una sección de disposiciones bajo el título “Los Derechos Fundamentales del Pueblo Alemán”. Desde aquel tiempo a la actualidad, notamos la gran aceptación que ha obtenido al punto que ha pasado a formar parte del lenguaje común.

Los derechos fundamentales son definidos como aquella parte de los derechos humanos que se encuentran garantizados y tutelados expresa o implícitamente por el ordenamiento constitucional de un Estado en particular. Su denominación responde al carácter básico o esencial que estos tienen dentro del sistema jurídico instituido por el cuerpo político.

Rubén Hernández Valle expone que “son aquellos reconocidos y organizados por el Estado, por medio de  los cuales el hombre, en los diversos dominios de la vida social, escoge y realiza […] su comportamiento, dentro de los límites establecidos por el ordenamiento jurídico” [7].

Rafael Aguilera Portales [8] expone que “los derechos fundamentales son el pilar básico a través del cual debe ser interpretado todo ordenamiento jurídico [...]”. Esta expresión recoge binariamente una moralidad y juridicidad básicas, las cuales sustentan la razón de ser del cuerpo social y político en un espacio tiempo determinado. Asimismo, Luigi Ferrajoli señala que la precisión de su incorporación en la Constitución franquea la garantía de observancia de ciertas “prerrogativas no contingentes e inalterables” [9]. Por ende, son irreversibles ya que no puede desconocerse el deber de su defensa y promoción. Además, Pedro Nikken expone que tras dicho reconocimiento estatal, a la persona no se le puede despojar de su goce y ejercicio [10]. Más aún, en caso de que dicha situación se produjese, el derecho “desterrado” adquiere la calidad de derecho implícito; por ende, debe seguir siendo objeto de custodia por la jurisdicción constitucional.

Su incorporación en el derecho positivo estatal conlleva a lo siguiente:

a)       Que sean observados como derechos subjetivos que garantizan para  sustitulares un status de humanidad.

b)       Que se conviertan en una responsabilidad teleológica para el Estado.

c)       Que se constituyan en valores objetivos del orden jurídico; de allí que en ninguna relación jurídica quede la posibilidad de inobservarlos.

2.1.    Los derechos básicos de la persona y sus diferencias terminológicas

En el ámbito de las fuentes legislativas, jurisprudenciales y doctrinarias se alude a las expresiones derechos humanos, derechos fundamentales y derechos constitucionales. A efectos, de explicar sus diferencias conceptuales, veamos lo siguiente:

-         Los derechos humanos aparecen como expresión “formalizada” de reconocimiento y compromiso de respeto y promoción en los tratados internacionales.

          Se trata de atributos con carácter de universales, absolutos, inalienables e imprescriptibles; los cuales tienen su fundamento en la naturaleza humana. Por consiguiente, son anteriores y superiores a la existencia y voluntad del Estado.

Su reconocimiento en el marco de normas adscritas al derecho internacional público deja constancia de su validez plenaria más allá de las fronteras de un Estado, para alcanzar la atalaya de la comunidad planetaria.

-         Los derechos fundamentales alcanzan registro y exigibilidad de cumplimiento en los textos constitucionales.

Su denominación responde al hecho de encontrarse insertos y reconocido en el propio texto base de un Estado; empero, sujeto a un nivel de protección preferente y disímil a los reconocidos en el mero ámbito de la ley. Como refiere Bady Effio Arroyo [11], “los derechos fundamentales son los enunciados que representan la concreción contemporánea de la dignidad humana y están garantizados por la Constitución”. El referido autor sostiene a manera de distinción que los derechos humanos y los derechos fundamentales mantienen la misma esencia, significado y contenido respecto de la protección; recibiendo los segundos su reconocimiento y garantía de goce en el ordenamiento interno de un Estado; y los primeros en el ordenamiento internacional.

Asimismo, José Víctor García Yzaguirre [12] expone que Robert Alexy ha determinado las siguientes características de los derechos fundamentales:

a)       Gozan de máximo rango; es decir, son creación de la jurisprudencia constitucional que posee un grado de vinculatoriedad pleno o se encuentran consignados en textos con rango constitucional o superior, por lo que rigen como normas generales y superiores sobre el resto de las disposiciones.

b)       Poseen máxima fuerza jurídica; es decir, la lectura simbólicamente programática de los derechos fundamentales debe ser descartada, dado que tanto los fueros jurisdiccionales, organismos legislativos  y administrativos como los derivados de actos privados, deben observarlos, tutelarlos y promoverlos.

c)       Poseen grado de máxima importancia del objeto; es decir, no regulan cuestiones específicas e intrascendentes, sino que rigen para los elementos estructurales de la sociedad y el hombre (vida, libertad, propiedad, etc.).

d)       Poseen un máximo grado de indeterminación; es decir, la normativa es bastante escueta en cuanto a cuáles son los supuestos de hecho sobre los cuales han de aplicarse. En efecto, los derechos son lo que son en virtud de las técnicas de interpretación, lo cual les otorga la ductilidad necesaria para adaptarse a todo tiempo y circunstancia.

Ahora bien, Luis Castillo Córdova [13] señala también que no existe coincidencia plena entre las nociones derechos fundamentales y derechos constitucionales. Lo planteado ocurre cuando por una decisión del poder constituyente no todos los derechos constitucionales son derechos fundamentales. Es decir, cuando al interior de la Constitución se reconocen a la persona una serie de derechos y solo algunos de ellos son clasificados de “fundamentales”. En efecto, en el caso del texto constitucional español de 1978 –de tanta influencia en nuestro caso– se ha creado una clasificación entre derechos constitucionales fundamentales y derechos constitucionales no fundamentales.

Luis Castillo Córdova [14] expone que dicha disección al interior de dicho texto base genera el establecimiento de mecanismos de protección disímiles. Así, la acción de amparo, basada en los principios de preferencia y sumariedad, es ejecutable en pro de la defensa de los derechos fundamentales ante el Tribunal Constitucional; en tanto que las acciones ordinarias son ejercitables en pro de los derechos denominados no fundamentales ante el Poder Judicial. En este último caso son citables el derecho a contraer matrimonio, el derecho a la propiedad, el derecho a la herencia, el derecho a la salud, etc. En puridad la denominación de derechos constitucionales ha sido reservada para aquellas personas sujetas a ciertas funciones públicas; tales los casos de los jueces, fiscales, congresistas, etc.; y que como tales tienen ciertas facultades objeto de especial resguardo y promoción.

En el caso de nuestro país, la Constitución hace uso de la expresión derechos humanos en los artículos 14, 44, 56 inciso 1 y en la Cuarta Disposición Final y Transitoria de la Constitución; emplea la expresión derechos fundamentales en los artículos 1, 2, 3, 32, 74, 137 inciso 2, 139 y 149; y utiliza la expresión derechos constitucionales en los artículos 23, 137 inciso 1, 162 y 200. En suma, emplea indistintamente expresiones de fuentes jurídicas diferentes.

Ante dicha situación el Tribunal Constitucional en su extendida jurisprudencia ha utilizado dichas expresiones con el carácter de sinónimos; vale decir, les ha asignado un significado equivalente. El reconocimiento de esta pluralidad de atribuciones, facultades, prerrogativas y potestades derivadas de la dignidad humana –lo que conlleva a la existencia y coexistencia social bajo la tutela de la libertad, igualdad y desarrollo de la personalidad– apareja la corresponsabilidad de su respeto y defensa. Ello se manifiesta en lo siguiente:

a)       El deber de hacer.

b)       El deber de abstenerse de hacer.

c)       El deber de otorgar o reconocer.

d)       La garantía que ofrece el Estado de reponer, hacer reparar y sancionar judicialmente la amenaza o violación de un derecho fundamental.

A manera de colofón, es dable advertir que las fuentes jurídicas de donde emanan dichos deberes pueden ser los tratados internacionales de los que un Estado forma parte, la Constitución, la costumbre y la jurisprudencia constitucional. Por ende, los derechos derivados de la dignidad –cualquiera que sea su denominación formal– son aquellos que se encuentran expresa o implícitamente reconocidos en las fuentes formales previstas en el ordenamiento jurídico de un Estado.

2.2.    La estructura de los derechos fundamentales

El Tribunal Constitucional, en el caso Manuel Anicama Hernández (Expediente N° 01471-2005-AA/TC), ha formulado una pluralidad de distinciones en torno a la estructura de los preceptos que contienen derechos fundamentales, a saber lo siguiente:

          2.2.1. Las disposiciones de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los textos o enunciados lingüísticos que formalizan un determinado precepto constitucional; vale decir, hacen referencia a la expresión escrita. En puridad se compone del conjunto de expresiones sintácticas –presentación ordenada de una pluralidad de palabras–; las cuales se presentan como una unidad estructural dotada de significación jurídica vía la realización de una tarea interpretativa.

          2.2.2. Las normas de un derecho fundamental

Estas deben ser entendidas como los sentidos interpretativos atribuibles a las disposiciones consignadas en la Constitución. Al respecto, Manuel Medina Guerrero señala que estas “hacen referencia al haz de garantías, facultades, y posibilidades de actuación –en conexión con el ámbito material que da nombre al derecho– que la Constitución reconoce inmediatamente a sus titulares” [15].

En buena cuenta, el derecho subjetivo –entendido como un interés individual reconocido y jurídicamente exigible– que aparece en la parte dispositiva, tiene como expresa Carlos Bernal Pulido “un elevado grado de indeterminación normativa” [16]; por lo que en consecuencia suele interpretársele con una multiplicidad de sentidos. Por ende, le corresponde al Tribunal Constitucional en su calidad de supremo intérprete de dicho texto, el uniformar y oficializar la proposición prescriptiva que ordena, prohíbe o permite algo.

José Víctor García Yzaguirre [17] señala que son el resultado de la actividad interpretativa. Expresan el conjunto de significados prescriptivos que el operador jurídico formula respecto a una disposición. Dicha lectura conduce a resultados proposicionales.

En suma, las disposiciones son sinónimo de formulación lingüística y las normas son el equivalente de significados prescriptivos obtenidos por la vía de la interpretación. En el primer caso hacemos referencia a oraciones gramaticales con sentido jurídico; en el segundo caso hacemos referencia al mandato descifrado por el hermeneuta constitucional.

          2.2.3. Las posiciones de derecho constitucional

Estas deben ser entendidas como las relaciones jurídicas que aparecen tras la determinación del mandato de una norma. Es decir, hace referencia a la conexión o enlace existente a los sujetos vinculados al cumplimiento de la norma. Carlos Bernal Pulido [18] señala que se trata de aquella relación jurídica compuesta por un sujeto activo, un sujeto pasivo y un objeto.

El sujeto activo o facultado es aquel que es titular de un derecho subjetivo. El sujeto pasivo u obligado es aquel que es titular de un deber subjetivo. En ese contexto, tras la exigencia de goce de un derecho por parte del sujeto activo, aparece conectivamente la responsabilidad de satisfacción de dicha petición con resguardo jurídico.

Ahora bien, el objeto de la posición implica en strictu sensu una prestación; vale decir, conlleva la realización de “algo” preestablecido en la norma. Ello, pues, tiende a satisfacer mediante una conducta de acción u omisión de una persona obligada el interés legitimado de una persona facultada para exigir su verificación práctica.

Carlos Bernal Pulido [19] ha clasificado las posiciones de la manera siguiente:

-         Posiciones de defensa. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado. Plantean una conducta de abstención estatal. En estas el sujeto activo le exige a un órgano u organismo estatal en su calidad de sujeto pasivo, el omitir o no realizar algo. Tal el caso de lo previsto en el apartado d) del numeral 24 del artículo 2 de la Constitución, que señala que “(...) Nadie será procesado ni condenado por acto u omisión que al tiempo de cometerse no esté previamente calificado en la ley, de manera expresa e inequívoca, como infracción punible; ni sancionado con pena no prevista en la ley”.

-         Posiciones de prestación. Estas tienen como sujeto activo a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean una conducta de acción. En estas el sujeto activo exige la realización de un determinado comportamiento. Tel caso de lo previsto en el artículo 17 de la Constitución que señala a favor de los escolares matriculados en centros de enseñanza pública que la educación sea ofrecida de manera gratuita; o el previsto en el artículo 28 en donde se dispone que el Estado fomente la negociación colectiva y promueva las formas de solución pacífica de los conflictos laborales.

-         Posiciones de garantías institucionales. Estas tienen como sujeto activo o facultado a una persona natural o jurídica y como sujeto pasivo u obligado al Estado u otra persona natural o jurídica. Plantean ya sea una conducta de abstención o prestación para resguardar el eficaz y eficiente funcionamiento de una institución jurídica consignada como importante para la realización del ser humano de manera expresa en la Constitución. Tal el caso, del matrimonio o la familia.

José Víctor García Yzaguirre [20] sobre este punto indica que constituyen las relaciones jurídicas existentes entre el titular de un derecho fundamental (sujeto activo), quien posee el derecho (objeto) de reclamar tanto al Estado o particulares (sujeto pasivo) el que observen una determinada conducta.

El sustento de una posición es la norma que creamos mediante la interpretación, lo cual significa que la legitimidad de nuestra exigencia o de aquello que nos exigen está condicionado a la validez en la adscripción de una revelación hermenéutica; es decir, si el objeto es propio o ajeno al derecho fundamental alegado.

2.3.    La eficacia de los derechos fundamentales

A partir de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional Federal de Alemania se ha elaborado la tesis del efecto irradiador. Sobre esta, José Víctor García Yzaguirre [21] ha señalado que constituye la proyección hacia las disposiciones infra-constitucionales de la eficacia de la parte dogmática de la Constitución. Estos devienen como exigencias sustanciales para el ejercicio de cualquier derecho (limitación de derechos mediante la solución de conflictos) y para el ejercicio de competencias del Estado. En este horizonte, toda actividad privada y pública (incluso la función legislativa) deben debe ser efectuada acorde a los mismos e incluso deben realizar una obligatoria lectura sistemática de la normativa relevante para el área que van a ejecutar conforme a los derechos fundamentales.

En ese mismo sentido, Luis Prieto Sanchés [22] ha indicado que “los derechos fundamentales, quizás porque incorporan la moral pública de la modernidad que ya no flota sobre el derecho positivo, sino que ha emigrado resueltamente al interior de sus fronteras exhiben una extraordinaria fuerza expansiva que inunda, impregna o irradia sobre el conjunto del sistema; ya no disciplinan únicamente determinadas esferas públicas de relación entre el individuo y el poder, sino que se hacen operativos en todo tipo de relaciones jurídicas, de manera que bien puede decirse que no hay un problema medianamente serio que no encuentre respuesta o, cuando menos, orientación de sentido en la Constitución y en sus derechos.

Detrás de cada precepto legal, se avizora siempre una norma constitucional que lo confirma o lo contradice; si puede expresarse así, el sistema queda saturado por los principios y derechos. Para explicarlo por vía de ejemplo, la mayor parte de los artículos del Código Civil protegen bien la autonomía de la voluntad, bien el sacrosanto derecho de propiedad, y ambos encuentran sin duda respaldo constitucional. Pero frente a ellos militan siempre otras consideraciones también constitucionales, como la llamada ‘función social’ de la propiedad, la exigencia de protección del medio ambiente, de promoción del bienestar general, el derecho  a la vivienda, y otros muchos principios o derechos que eventualmente pueden requerir una limitación de    la propiedad o de la autonomía de la voluntad.

La eficacia de los derechos fundamentales en las relaciones de derecho privado, […] se funda en ese efecto de irradiación (Ausstrahlungwirkung) que es, a su vez, una consecuencia de la fuerte re-materialización que incorporan los derechos”. José Víctor García Yzaguirre [23] resalta el efecto reciproco el cual indica que el límite (la disposición que interviene un derecho) ha de ser a su vez restringida en virtud de aquello que se constriñe (el derecho fundamental). Así, una ley que regula y por tal limita el ejercicio de la libertad de expresión, puede ser interpretada en función al efecto vinculante del derecho fundamental, restringiéndosele los alcances que pretendía obtener, en virtud al contenido constitucionalmente protegido. Sobre este punto, José María Rodríguez de Santiago señala que “los límites que las leyes imponen a los derechos fundamentales han de limitarse a su vez por el derecho mismo, mediante una ponderación que en el caso concreto, examine en qué medida el fin al que sirve el límite legal justifica una determinada restricción del derecho fundamental” [24].

En el Estado constitucional –en donde tanto el cuerpo político como la sociedad adecuan bajo imperatividad jurídica sus actividades conforme a los principios, valores y normas contenidas en el texto supremo– los derechos fundamentales gozan de las garantías de su goce efectivo, de manera omnicomprensiva; vale decir, que su resguardo no está limitado en forma alguna al reconocimiento de “islas de exclusión”; de allí que se les acredite como normas con mandato de actuación y deber especial de protección.

Al respecto, el Tribunal Constitucional en el caso Sindicato Unitario de Trabajadores de Telefónica del Perú (Expediente N° 01124-2001-AA/TC) ha señalado que “La Constitución es la norma de máxima supremacía en el ordenamiento jurídico y, como tal, vincula al Estado y la Sociedad en general. De conformidad con el artículo 38 de la Constitución ‘Todos los peruanos tienen el deber […] de respetar, cumplir […] la Constitución […]’. Esta norma establece que la vinculatoriedad de la Constitución se proyecta erga onmes, no solo al   ámbito de las relaciones entre los particulares y el Estado, sino también a aquellas entre particulares”. Ergo, informan y se irradian con carácter absoluto. En consecuencia, tienen eficacia vertical y horizontal.

En relación a la eficacia vertical los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles al Estado, cuando este genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de la persona. En relación a la eficacia horizontal los derechos fundamentales aparecen como atributos de defensa oponibles a una persona natural o jurídica de derecho privado, cuando esta genera acciones u omisiones arbitrarias y lesivas a la dignidad de otra persona. Asimismo, debe tenerse en cuenta tal como señala César Landa Arroyo [25], que los derechos fundamentales se insertan en la Constitución con distintas formulaciones deónticas; esto es, bajo una serie de premisas lógicas que permiten identificar su contenido normativo. En ese sentido, pueden aparecer como normas de mandato, normas de permisión y normas de prohibición.

Por último, en la línea de develar la estructura normativa de los derechos fundamentales, se hace importante distinguir entre principios y reglas constitucionales. Los principios constitucionales aluden a la pluralidad de postulados o proposiciones con sentido y proyección normativa. Como tales están destinadas asegurar la impulsión preceptiva de los valores o postulados ético-políticos de la Constitución. Se trata de formulaciones desprovistas de delimitación y detallamiento preceptivo que una norma jurídica pura tiene per se. Esta generalidad hace que sean vistas como “encargos ineludibles de perfección”,  en donde su verificación concreta depende de la dación de normas de desarrollo constitucional o la capacidad de asignación presupuestal para generar de manera adecuada una prestación. Tal  el caso de buena parte de  los derechos económicos, sociales y culturales (derecho a la salud, derecho a la pensión, etc.). En suma, su efectivización tiene diversos grados de intensidad.

Las reglas constitucionales aluden a normas con mandato preceptivo, las cuales pueden y deben ser efectivizadas de manera inmediata. Se trata de cláusulas imperativas concretas delimitadas y detalladas, en donde basta realizar una reflexión lógico-subsuntiva (supuesto normativo, subsunción del hecho y consecuencia jurídica). Tal el caso de los derechos civiles y políticos. En suma, su efectivización tiene homólogo grado de intensividad.

Robert Alexy [26] refiere que “el punto decisivo para distinción entre reglas y principios es que los principios son normas que ordenan que se realice algo en la mayor medida posible, en relación con las posibilidades jurídicas y fácticas. Los principios son, por consiguiente, mandatos de optimización que se caracterizan porque pueden ser cumplidos en diversos grados y porque la medida ordenada de su cumplimiento no solo depende de las posibilidades fácticas, sino también de las posibilidades jurídicas […] las reglas son normas que solo pueden ser cumplidas o no. Si una regla es válida, entonces ha de hacerse exactamente lo que ella exige, ni más ni menos. Por lo tanto, las reglas contienen determinaciones en el ámbito de lo fáctica y jurídicamente posible. Esto significa que la diferencia entre reglas y principios es cualitativa y no de grado”.

Víctor García Toma en dialnet.unirioja.es

Notas:

1       Citado por Ernesto Bander, Manual de Derecho Constitucional (Madrid: Ediciones Jurídicas y Sociales, 1996).

2       Juan José Mosca y Luis Pérez Aguirre, Derechos humanos: pautas para una educación liberatoria. (Montevideo, 1985).

3       Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Fondo Editorial de la Pontificia Universidad Católica del Perú, 2010).

4       Rubén Hernández, Derechos fundamentales y jurisdicción constitucional (Lima: Jurista Editores, 2006).

5       Pedro Nikken, Manual de las Fuerzas Armadas, “El concepto de derechos humanos” (San José: Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1994).

6       José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Arequipa: Adrus, 2012).

7       Rubén Hernández Valle, Derechos fundamentales. Concepto y garantía (Madrid: Trotta, 1999).

8       Rafael Aguilera Portales, Teoría de los derechos humanos (Lima: Grijley, 2011).

9       Los fundamentos de los derechos humanos (Madrid: Trotta, 2005).

10        El derecho internacional de los derechos humanos (Caracas: Universidad Católica Andrés Bello, 1989).

11        Bady Effio Arroyo, La estructura de los derechos fundamentales y su interpretación constitucional (Lima: Thomson Reuters, 2015).

12        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

13        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general (Lima: Palestra, 2005).

14        Luis Castillo Córdova, Los derechos constitucionales. Elementos para una teoría general.

15        Manuel Medina Guerrero, La vinculación negativa del legislador a los derechos fundamentales (Madrid: McGraw Hill, 1997).

16        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

17        José Víctor García Yzaguirre, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales. (Arequipa: Adrus, 2012).

18        Carlos Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 2003).

19        Bernal Pulido, El principio de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

20        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

21        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

22        Luis Prieto Sanchés, “El constitucionalismo de los derechos”. Revista Española de Derecho Constitucional, N° 71, Año 24 (Madrid, 2004).

23        José Víctor García, El test de proporcionalidad y los derechos fundamentales.

24        José María Rodríguez, La ponderación de bienes e intereses en el derecho administrativo. (Barcelona: Marcial Pons, 2000).

25        César Landa Arroyo, Los derechos fundamentales en la jurisprudencia del Tribunal Constitucional (Lima: Palestra, 2010).

26        Robert Alexy, Teoría de los derechos fundamentales. (Madrid: Centro de Estudios Constitucionales, 1993).