Javier García-Luengo Manchado

Generalmente cuando hablamos de la Edad de Plata española, nos referimos, tal y como ha definido el profesor José Carlos Mainer [1], al periodo cultural que iría aproximadamente desde 1902 a 1936, una etapa ésta caracterizada por el cambio, por la transformación de una España que, partiendo de una profunda crisis de valores, la del 98, anhelaba remontar, mirar al futuro, deseaba una renovación desde diferentes presupuestos pero sin renunciar al pasado, a su historia. Esta necesidad de transformación venía condicionada, claro está, por una serie de demandas sociales, cabe destacar que España, de manera un tanto tardía, había ido desarrollando algunos de los factores más característicos para el progreso de la modernidad, tales como una incipiente industrialización, la expansión del ferrocarril y sobre todo el creciente protagonismo de una burguesía que reclamaba nuevas vías para la cultura, consolidándose así la prensa y con ella la opinión pública. Todo ello fue acompañado por una elite intelectual que hallará en el krausismo su eje vertebrador, surgiendo en este contexto instituciones como la Residencia de Estudiantes o la Junta de Ampliación de Estudios [2], entidades que permitirían canalizar y buscar un necesario y cada vez más demandado punto de cohesión con el ámbito europeo.

Es esta una época asimismo de revoluciones, de confrontación social, de cambios políticos, un periodo ecléctico marcado por el debate, por la lucha entre tradición y modernidad, entre centro y periferia [3] —recordemos en este sentido la importancia que los nacionalismos adquirieron entonces—; lucha, en definitiva, que enriquecerá las expresiones culturales de aquel momento, pues toda esta complejidad será, sin lugar a dudas, caldo de cultivo para la prosperidad de las artes en todas sus expresiones.

A pesar de lo anteriormente expuesto, o precisamente gracias a ello, desde el punto de vista cultural si hay una palabra que bien pudiera definir lo que representó la Edad de Plata, quizá sea la de convivencia, pues en efecto, a lo largo del primer tercio del siglo XX se solaparon tres grandes generaciones literarias de muy distinta índole: el 98, la del 14 o Novecentismo y la del 27. Citar a algunos de sus máximos exponentes pone de manifiesto la disparidad de pensamientos e inquietudes, pero también la excelencia literaria e intelectual de la época: Miguel de Unamuno, Pío Baroja, Ramón María del Valle Inclán, Azorín, Antonio y Manuel Machado, Eugenio D´Ors, Ortega y Gasset, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Emilio Prados y un largo etcétera por todos conocido.

Además de la literatura y el pensamiento, no menos brillante fue la pintura, la escultura, la música o el cine, aunándose por estos años la labor de creadores de tendencias tan dispares como Ignacio de Zuloaga, Joaquín Sorolla, Darío de Regoyos, los hermanos Zubiaurre, Benjamín Palencia, Gregorio Prieto, Alberto Sánchez, Luis Buñuel, Salvador Dalí, Manuel de Falla, Ernesto Halffter…, sólo por citar algunos de los nombres más conocidos de una lista tan prolongada como eximia.

En este contexto hay que tener muy en cuenta, atendiendo al tema que nos ocupa, cuál era el peso real que por entonces registraba la tradición cristiana en el ambiente intelectual aludido para consecuentemente calibrar la importancia de la iconografía mariana en la creación estética de Edad de Plata, al margen del arte sacro propiamente dicho. Obviamente no es momento aquí de desarrollar consideraciones amplias en torno a este complejo asunto, pero sí conviene resaltar el paulatino proceso de secularización vivido en occidente desde el siglo XIX, hecho este tanto más importante cuando nos referimos a un momento y un lugar como el que aquí se trata, donde la anhelada renovación pasaba por una intelectualidad que reclamaba un estado laico, así como una ciudadanía cada vez más separada de la Iglesia y, por ende, de su tradición cultual y antropológica.

Paralelamente a lo expuesto, la Iglesia española en los primeros años de la pasada centuria había visto muy mermado su papel como mecenas y potenciadora de la cultura, como consecuencia, entre otras cuestiones, de los sucesivos procesos desamortizadores, así como del paulatino arraigo del pensamiento liberal, debilitamiento que llegará a su eclosión con la Constitución de 1931 y el ulterior advenimiento de la guerra civil [4]. Junto a lo dicho, lo cierto es que para entonces el mecenazgo y la producción estética se ajustaba a los cánones propios de los países de nuestro entorno, es decir, se basaba en el sistema de exposición, donde el artista no trabajó por encargo sino que obraba libremente, mostrando públicamente con posterioridad su quehacer, la exposición se convierte así por tanto en el principal difusor de la creatividad estética.

Las exposiciones nacionales de bellas artes eran el acontecimiento artístico que anualmente congregaban a los pintores y escultores más destacados del momento, su presencia allí implicaba la difusión de su obra entre el público en general, pero también buscaban las correspondientes medallas y, por supuesto, la compra. Los catálogos de dichos  eventos demuestran cómo los gustos de la sociedad burguesa no estaban cerca de los temas devocionales, de los que podía haber algún ejemplo pero siempre escasos [5], siendo mucho más abundantes géneros como la pintura de historia, pensada para decorar los grandes salones de diputaciones o ministerios. Otros géneros representativos serían el retrato, el bodegón y el paisaje, reservados todos ellos a un ámbito doméstico más o menos refinado.

Así las cosas no parece lógico pensar que el arte y la literatura española mostrasen interés alguno por los temas religiosos en general y los marianos en particular, máxime cuando a partir de los años veinte la vanguardia irrumpa definitivamente en el ámbito intelectual, con todo lo que dicho término lleva consigo en cuanto a negación e incluso ataque al pasado. Sin embargo, en España la piedad popular continuaba teniendo un gran peso y los ejercicios devocionales dedicados a la Virgen se desarrollaban al margen en muchos casos de tensiones políticas o intelectuales, prueba de ello es que, por citar tan solo un ejemplo, imagineros como Antonio Castillo Lastrucci, durante la década de los veinte y treinta, efectuó un buen número imágenes marianas con destino a cofradías y altares [6].

Por otra parte, el secular peso del cristianismo y la influencia de la Iglesia en España a lo largo de la historia, amén de la ya aludida piedad popular, hizo que los artistas continuasen encontrando en los temas religiosos un reclamo importante en su quehacer. Dicha inquietud podía tener un carácter verdaderamente devocional en unos casos, mientras que en otros hallaremos un interés puramente antropológico. Sea como fuere lo cierto es que la iconografía de María y su culto tendrá una clara presencia en el arte y la literatura de la Edad de Plata, pues como es bien sabido por todos, en España hablar de devoción y de cultura cristiana es hablar de devoción y de cultura mariana. A todo ello no es ajeno que lo popular sea un recurso continuo en el arte y literatura del momento, mencionemos en este sentido la importancia que adquiere el concepto de intrahistoria en el caso de la Generación del 98 o el neo-popularismo, tan común en la poética del 27.

El tema de la Virgen o del culto mariano para ser más exactos, es si no frecuente tampoco extraño en algunos de los pintores vinculados a  la Generación del 98, pues muchos de aquellos artistas, en consonancia con las inquietudes de los escritores e intelectuales de la referida Generación, hallaron en estos motivos la plena expresión de la intrahistoria unamuniana, de esas tradiciones que habían pervivido a pesar del tiempo, a pesar de los años y que se mantenían desafiantes respecto a los retos de la modernidad. Por ello casi todos estos pintores cuando abarquen los temas centrados en las tradiciones marianas los efectúan casi más con un carácter antropológico que puramente devocional, contextualizando dichas imágenes en la tradición histórica española y, consecuentemente, demostrándose así las profundas raíces religiosas de su país.

Quizá una de las pinturas que mejor pueda resumir lo expuesto, sea el famoso óleo titulado Viernes Santo en Castilla de Darío de Regoyos (1857-1913). Este óleo representa una austera procesión de Semana Santa presidida por una Dolorosa, estando todo el cortejo enmarcado por un viaducto férreo sobre el que circula un tren, reflejándose así la situación que antes se narraba, es decir, la confrontación entre las raíces, lo ancestral, representado en este caso por la celebración de la Semana Santa y el culto mariano y los tiempos modernos simbolizados en el tren de vapor. No sabemos si Regoyos utiliza esta curiosa imagen para encomiar unas costumbres, para censurarlas o tan solo para constatar una situación. Recordemos, no obstante, que Regoyos tendrá una imagen  muy peculiar de España y sus costumbres, debido esencialmente a sus múltiples viajes por Europa y su relación con artistas belgas y franceses, de hecho, fue un abanderado de lo que podríamos considerar como la llegada del neoimpresionismo al ámbito hispano gracias a su estancia en Bruselas y sus contactos con los impresionistas y puntillistas de aquel país.

A propósito de estas amistades, hay que recalcar la que mantuvo con el poeta belga Émile Verhaeren, quien en 1888 realizó un viaje por España para escribir una serie de artículos dedicados a aquellas tradiciones y modos de vida que a sus ojos parecían ya perdidas en la noche de los tiempos. Más tarde Regoyos ilustraría dichos artículos, realizándose con todo este material un libro publicado en 1899 cuyo título da aún  hoy nombre a los aspectos más sombríos de nuestra historia: La España Negra [7]. En él encontramos algunas escenas de costumbres religiosas, pues Verhaeren había escrito numerosos capítulos sobre éstas, por ello se incluyen algunos grabados relacionados con la Semana Santa vasca  y riojana donde aparece nuevamente el tema mariano, no como un motivo de culto o de creencias personales, sino para constatar una serie de ritos. En muchos de ellos, tal y como apreciábamos en Viernes Santo  en Castilla, ni si quiera vemos el rostro de María, de alguna manera la Virgen se cosifica, es un elemento más, quizá un ídolo para el paisanaje que la rodea devotamente.

Pero si en relación con el 98 había artistas de la España Negra, también los había de la España Blanca, cuyo máximo representante era quizá uno de los más afamados pintores del momento, se trata, claro está, del valenciano Joaquín Sorolla (1863-1923). Sorolla plasmará la figura de María en sus cuadros de una manera similar a la que hemos visto en Regoyos, es decir, la tratará como aquella imagen de veneración que centraba las celebraciones populares que tanto gustaba recrear al célebre pintor, especialmente cuando debido su fama internacional el hispanófilo Archer Milton Huntington le encargó la realización de los  14 paneles que compondrían la Visión de España destinada a decorar la biblioteca de la Hispanic Society de Nueva York, una serie en la que trabajaría desde 1911 hasta 1920 y a la que le dedicaría sus mayores esfuerzos. Se trataba de una colección de pinturas que debían reflejar cada una de las regiones de España, representadas por sus personajes  y folclore más típico. El valenciano viajó durante ese tiempo por todo el país tomando apuntes de sus tipos y costumbres más características, arribando en la primavera de 1914 hasta Sevilla con el fin de realizar  el correspondiente panel dedicado a Andalucía [8]. Dicho lienzo estaba centrado, como no podía ser de otro modo, en una procesión de Semana Santa de la capital hispalense, presidida por el palio de la Virgen del Rosario de Monte-Sión [9]. En sentido estricto vemos en Sorolla, como en Regoyos, un pintor que recrea unas usanzas generadas a partir del culto mariano, pero en su plasmación no existe implicación personal o piadosa alguna. A través de su pintura tan solo constata lo arraigado de dichas tradiciones y lo singular de las mismas; aunque a diferencia del anterior la verdadera protagonista de la obra de Sorolla es la luz, pues su pincelada y su sentido cromático dotan a esta imagen de la vitalidad y dinamismo consustanciales al arte del valenciano.

El tratamiento de los temas marianos que estamos analizando en los pintores relacionados con el 98 se repite en uno de los autores que si bien es verdad se ha vinculado a dicha Generación, lo cierto es que es inclasificable por independiente [10], se trata de José Gutiérrez Solana (1886-1945), quien a través de su pincel, pero también de su pluma, nos legará la imagen de una España castiza y casticista en la que propio autor se recreará. Su producción estética se basaba en entonaciones oscuras y fuertes contrastes lumínicos derivados de la influencia de la pintura española del Siglo de Oro y de las Pinturas Negras de Goya, todo esto, junto con la sordidez de sus temas, ha servido para que a Solana también se le haya relacionado con la llamada España Negra. No en vano, partiendo de la misma idea de Regoyos y Verhaeren, Solana publicó también en 1920 un libro titulado La España Negra [11], sus páginas recogen diferentes textos e imágenes destinadas a plasmar las variopintas escenas de carnaval o de la Semana Santa castellana [12]. En este ámbito, las imágenes de la Dolorosa, como sucede igualmente en los óleos de tan singular pintor, aparecen como austeras y descarnadas tallas de pueblo ante la que se flagelan penitentes y oran los lugareños impertérritos. Los matices expresionistas de este maestro no hacen sino cargar las tintas en unas imágenes sobrecogedoras donde María es un elemento más de esa España trágica, perdida en la noche de los tiempos, pero en absoluto censurada por el artista, antes al contrario, exaltada en sus elementos más truculentos. Estas vírgenes enlutadas son en sí mismas la representación del único patrimonio de ese pueblo lastrado y olvidado: la devoción a la Madre; ese patrimonio que precisamente por ser único era el más preciado por aquellos personajes de rostros aristados por el trabajo, por los surcos del sacrificio y por las huellas de la vida.

No podemos acabar el capítulo dedicado a los pintores del 98 sin citar a Julio Romero de Torres (1874-1930), creador singular por su peculiar visión del Simbolismo, digamos de vertiente hispana, pues si el Simbolismo francés se basaba en la plasmación sofisticada de relatos míticos y legendarios inspirados en las epopeyas clásicas e incluso bíblicas, Romero de Torres generará su universo estético a partir de las leyendas narradas en las coplas y romances del cante jondo al que era tan aficionado, letras donde el amor, los celos, la pasión, la muerte y la religión se unen plenamente, siendo la mujer siempre protagonista de todo ello. Artista viajero, recordemos sus estancias en Italia y Francia, siempre tuvo el corazón puesto en su Córdoba natal, destacando el gusto por lo popular, de ahí que Romero de Torres contase con el favor del público menos sofisticado, quien identificaba y se identificaba con aquellas leyendas y que gustaba del canon de belleza de sus modelos femeninos. Lo profano y lo religioso van ir de la mano en toda su trayectoria, pero es que esta unión de contrarios o de complementarios, según se mire, estaba profundamente arraigada en la cultura popular de sus días y, por supuesto, si hablamos de lo popular, de la mujer y de Andalucía hay que hablar también de la Madre de Dios.

Sumamente representativo de todo esto es La Virgen de los Faroles, lienzo encargado por el Ayuntamiento de Córdoba en 1928 para darle pública veneración en una capilla anexa al Patio de los Naranjos de la Mezquita-Catedral, es decir Romero de Torres con este cuadro no es un mero relator de unos cultos marianos ancestrales, sino que estaba creando una imagen devocional. Una imagen que además lleva el título de los faroles por los farolillos que la rodean, sin embargo, de alguna manera esta advocación presenta un claro paralelismo con el Cristo de los Faroles, probablemente la imagen más emblemática de la religiosidad y de la propia identidad de la ciudad de los califas. Romero de Torres crea, por tanto, la versión mariana de tan cordobesa advocación. La Virgen, que ocupa el centro del cuadro, está representada a través de una joven de andaluza en cuyas plantas se efigia la unión entre el amor sacro y el amor profano, tan del gusto del pintor, a través de una mujer consagrada a Dios, una monja, y otra que sin estar consagrada a Él simboliza la religiosidad popular, pues dicha fémina porta la tradicional peineta y mantilla consustancial al protocolo religioso.

Lo literario en la mayoría de los títulos de las obras de Romero de Torres es un lugar común, encontrando epígrafes a veces pícaros, enigmáticos otros y flamencos los más. Uno de los trasuntos que vamos a hallar frecuentemente en relación con lo representado va a ser el juego entre lo sacro y lo profano, o si se prefiere, el tratamiento de ambos elementos en un plano de igualdad, pero sin irreverencia, tan solo haciéndose eco de la cotidiana presencia en dichos y costumbres de lo religioso. Así lo apreciamos en Nuestra Señora de Andalucía, una obra por cuyo título esperaríamos hallar una imagen más o menos tradicional de la Madre de Dios, sin embargo aquí, al modo de una metáfora de progenie simbolista, ésta es sustituida por la figura de una bella joven cordobesa, como si la veneración que en el sur de la Península se profesa hacia la Virgen no fuese otra cosa que el fervor hacia lo que representa la propia mujer, como así lo hacen los personajes que le rinden pleitesía.

Como ya he referido, la Edad de Plata fue una época de convivencia, un momento heterogéneo pero de una gran brillantez intelectual y, obviamente, con el andar del tiempo y la irrupción de lo que se ha dado en llamar Generación del 27, cambiarán los puntos de vista y, por supuesto, también lo hará el tratamiento que la literatura y la pintura ofrezcan de los temas marianos. Las últimas investigaciones en torno al 27 ya no hablan estrictamente de una selecta nómina de poetas, es más bien un término que se utiliza para referir la nueva actitud ética y estética de una serie de jóvenes creadores cuya obra eclosionará en España durante la década de los veinte y treinta del siglo pasado [13]. Dicha actitud era una toma de posición ante la vida, ante la política, ante la historia y, por supuesto, ante el arte, donde aquéllos encontraron una regeneración para todo lo demás. Se trataba de un grupo joven que dejaban a un lado las telarañas recalcitrantes del pasado para mirar al futuro con frescura, jovialidad y compromiso, pero lejos de renunciar a la tradición, encontrarán en ella el alimento para su modernidad, rasgo éste claramente distintivo del 27.

Cuando hablamos de tradición en el 27, es hablar del Siglo de Oro, véase por ejemplo la importancia de Góngora, pero no solo nos referimos al arte culto, de hecho, el neo-popularismo va a ser una de las tendencias poéticas más características de este grupo. Formas como la copla o el romance son frecuentes en poemarios insignes, destaquemos, por ejemplo, El Alba del alhelí de Rafael Alberti y por supuesto El romancero gitano de García Lorca. No solo las formas, estos poetas, pintores y músicos también estarán muy atentos a los dichos, costumbres y leyendas heredadas secularmente por la sabiduría de unas gentes en muchos casos ignoradas por la Historia. Dentro de este acervo cultural, que los del 27 se encargarán de rescatar, la devoción y la piedad popular tendrán un papel muy especial.

Precisamente será Federico García Lorca (1898-1936) uno de los veintisietistas más interesados por recoger músicas, romances y folclore tradicional, entrando también en este capítulo las costumbres ligadas a los ejercicios públicos de piedad, inspirándose en muchos casos, claro está, en su Granada natal. Todo ello queda patente tanto en sus poemas como en sus dibujos, pues Lorca también fue un consumado dibujante [14], incluso llegó a exponer en 1927 su obra gráfica en las galerías Dalmau de Barcelona, obras de marcado acento surrealista. En efecto, si Lorca dedicó poemas a los tres arcángeles, o su famosa Oda al Santísimo Sacramento, la Madre de Dios no podía estar ausente en sus repertorios líricos, incluyendo en el Poema de la Saeta del libro Cante Jondo, publicado en 1921, las siguientes estrofas [15]:

«Virgen con miriñaque,

virgen de la Soledad,

abierta como un inmenso

tulipán.

En tu barco de luces vas

por la alta marea de la ciudad,

entre saetas turbias y estrellas de cristal.

Virgen con miriñaque tú vas

por el río de la calle,

!hasta el mar!»

Dicho poema fue relacionado por Gregorio Prieto, buen amigo de Lorca, con un dibujo efectuado también por el granadino en 1924 y que el propio Lorca regaló al pintor [16]. En él, a través de su característica linealidad, no exento de cierto regusto infantil, da vida gráfica a lo que efectivamente describen sus versos con no menos sensibilidad.

La convivencia entre la pintura y la literatura en la Generación del 27 fue un lugar común que desde luego enriqueció la producción artística de aquellos. Ya he referido la relación de Lorca con el dibujo, pero no menos significativo es la vinculación de Rafael Alberti (1902-1999) con la pintura, de hecho, como él mismo escribió en su autobiografía La Arboleda perdida, sus primeras inquietudes le decantaban hacia el ejercicio de la pintura, hasta que finalmente optó por darse a la poesía, aunque realmente nunca abandonó los pinceles, desarrollando grandes cualidades en este arte. Pues bien es precisamente en este último ámbito donde hallamos una curiosa representación por mano del poeta portuense de la Virgen, se trata de un dibujo de la Nuestra Señora de la Cinta que Alberti efectuó con una donosa linealidad, tan singular de la dibujística española de aquel momento. Esta obra fue relacionada por Gregorio Prieto, quien presentó a Lorca y a Alberti, con las siguientes palabras del gaditano, recogidas en su ya citada autobiografía a propósito del primer encuentro entre ambos poetas: «Me recibió entre, risas y exagerados aspavientos. Me dijo entre otras cosas, que había visitado años atrás, mi exposición en el Ateneo; que yo era su primo y que deseaba encargarme un cuadro en el que se le viera dormido a orillas de un arroyo y arriba, allá en lo alto de un olivo, la imagen de la Virgen, ondeando en una cita la siguiente leyenda. “Aparición de Nuestra Señora del Amor Hermoso al poeta Federico García Lorca”. No dejó de halagarme aquel encargo, aunque le advertí que sería lo último que pintase, pues la pintura se me había ido de las manos hacía tiempo [17]».

Desde las profundas creencias hay que hablar del tema de la Virgen María en el pintor por antonomasia de la Generación del 27, Gregorio Prieto. Buen amigo de Lorca, Alberti, Cernuda, Aleixandre y en general de los poetas más importantes de la España del siglo XX, su pintura se insertó perfectamente en los postulados de modernidad de entonces, desde el neo-cubismo al surrealismo. Pero ante todo, la fe de Prieto quedará patente en su gusto por plasmar sobre lienzos y papeles distintas imágenes de la Virgen, sobre todo a través del dibujo, técnica ésta de la que, desde sus años en Inglaterra, fue un destacado representante [18]. Una de la devociones marianas que más repitió fue la de Nuestra Señora de la Consolación, patrona de su Valdepeñas natal, a quien solía encomendarse con frecuencia y cuya efigie repitió muchas veces a lo largo de su trayectoria, incluso siendo ya octogenario. Generalmente dicha advocación suele aparecer rodeada por esas manos singulares de la obra de Prieto, manos que portan flores y frutos y que eran a la vez símbolos de su propio homenaje. De hecho, dentro de su personal universo estético, y dada la relación de Prieto con el mundo de la poesía, Gregorio llegó a nombrar a la Virgen de la Consolación como patrona y protectora de los poetas, realizando en 1949 un collage presidido por la citada imagen, ante la que rinden pleitesía los máximos exponentes de la poesía universal, desde Shakespeare hasta el propio Lorca, cuya efigie sitúa Prieto en el mismo seno de la Virgen, dada la admiración que el manchego siempre sintió por el granadino.

Desde mi punto de vista, si hubiera que establecer un parangón entre la profunda fe de Prieto en relación con su iconografía mariana y alguno de los poetas del 27, este sería, sin duda, Gerardo Diego, quien en su introducción al Vía Crucis, publicado en 1931, hallamos las siguientes estrofas [19]:

«Dame tu mano, María,  la de las tocas moradas. Clávame tus siete espadas en esta carne baldía.

Quiero ir contigo en la impía tarde negra y amarilla.

Aquí en mi torpe mejilla quiero ver si se retrata esa lividez de plata,

esa lágrima que brilla.

Déjame que te restañe ese llanto cristalino,

y a la vera del camino permite que te acompañe. Deja que en lágrimas bañe la orla negra de tu manto a los pies del árbol santo donde tu fruto se mustia. Capitana de la angustia:

no quiero que sufras tanto.»

Otra de las advocaciones marianas más repetidas por Gregorio Prieto fue la de la Esperanza Macarena, imagen que pudo ver en 1929 cuando visitó por primera vez Sevilla con motivo de la Exposición Iberoamericana. Entonces Prieto se dedicó a tomar notas de algunas de las imágenes más representativas de la Semana Santa hispalense, pero entre todas ellas la que más le impactó fue la de la conocida como la Señora de Sevilla, dibujándola en múltiples ocasiones acompañada siempre de algún elemento que aludiese a la ciudad de la Giralda.

Por estos años el campo de la ilustración contó con un gran desarrollo, debido esencialmente a la difusión del cartelismo o a la proliferación de revistas como La Esfera o Blanco y Negro, siendo el art déco el estilo más representativo de este ámbito, una estética que encajaba perfectamente con el ideal de modernidad y sofisticación propio de la sociedad burguesa del periodo de entreguerras. Junto a Penagos o Bartolozzi buen representante de este estilo en España fue Eduardo Santonja, si bien como ya he referido [20], Santonja ofreció una interpretación del art déco digamos más amable, menos frívola; no en vano, el tema de la niñez, escaso en otros autores que trabajaban en estos mismos parámetros estéticos, es abundante en su quehacer, como también lo fue el de las maternidades. Es en este contexto donde destaca su gusto por el tema de la Virgen con el Niño, tantas veces por él dibujado con destino a iluminar libros y revistas. Su querencia por estos repertorios iconográficos hizo que tiempo después, tras la guerra civil, cuando le eran encargados grandes lienzos murales con destino a edificios oficiales, los programas incluyesen el tema de María en cualquiera de sus advocaciones, encargos propiciados por los mismos comitentes, pero bellamente ejecutados por su habilidad en estos asuntos.

Buen amigo a la par de Santonja fue el también ilustrador Carlos Sáenz de Tejada, que por su año de nacimiento, 1897, generacionalmente se correspondería con el 27. Fiel testigo de la actualidad, Sáenz de  Tejada colaboró con importantes revistas y periódicos de la época, ilustrando con sus dibujos tanto las más importantes noticias que se sucedían en aquel momento, como el ir y venir cotidiano, que también se recogían en aquellos rotativos y magazines. Como no podía ser de otro modo, la Virgen y las costumbres en torno a ella relacionadas, se co tarán entre sus temas, porque en la España de los veinte y treinta todo ello continuaba siendo noticia y, por tanto, eran recogidos por la prensa. Buen ejemplo es Vísperas de procesión, publicado en 1934 en el diario La Libertad, donde se muestra a unas bordadoras dando un retoque final al manto de una Dolorosa, una obra que refleja los preparativos previos para que la Virgen procesionara con la dignidad que secularmente sus fieles han sabido y han querido agasajarla. Todo ellos es plasmado con la línea clara y fluida que tanto caracterizó a este gran ilustrador.

En definitiva, a la luz de lo expuesto, podemos concluir afirmando, tal y como iniciábamos el presente artículo, que María y el culto mariano se convirtieron durante la Edad de Plata en todo un símbolo que dependiendo de los artistas y escritores adquirirá una significación diferente. Sin embargo, en cualquier caso, el hecho mismo de que la Virgen y sus cultos fueran todo un icono en medio de este panorama cultural rico y complejo en un momento no menos intrincado y convulso, nos habla de la importancia y de la trascendencia que la Madre de Dios continuaba teniendo y representando en el pueblo, en la cultura y en la historia española de aquel momento.

Javier García-Luengo Manchado, en dialnet.unirioja.es

Notas:

1   J. C. MAINER, La edad de plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural, Madrid 1968.

2   SÁENZ DE LA CALZADA, La Residencia de Estudiantes, 1910-1936, Madrid 1986; M. C. AZCUÉNAGA, La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas: historia de sus centros y protagonistas (1907-1939), Gijón 2010.

3   Sobre el debate entre centro y periferia, modernidad y tradición, y su repercusión en el ámbito que nos ocupa, cfr.: VV. AA., Centro y periferia en la modernización de la pintura española (1880-1918), Madrid 1993.

4   A. MONTERO MORENO, Historia de la persecución religiosa en España (1936-1939), Madrid 2004, 30.

5   B. de PANTORBA, Historia y crítica de las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes celebradas en España, Madrid 1980.

6   A. de la ROSA MATEOS, Antonio Castillo Lastrucci. Su obra, Almería 2004, 80 y ss.

7   D. DE REGOYOS, La España Negra de Verhaeren, Madrid 1924.

8   F. SANTA-ANA, Sorolla. Pasión por Andalucía, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 11-20; L. QUESADA, La Andalucía de Sorolla, en VV. AA., Sorolla en Andalucía, Sevilla 1994, 21-29.

9   Sobre este lienzo, su inspiración, elaboración y confusiones generadas a partir de la identificación de la imagen, ver: http://www.galeon.com/juliodominguez/2012/somo.html, consultado el 17/03/2014.

10    V. BOZAL, Pintura y esculturas españolas del siglo XX. 1939-1990 (Summa Artis), Madrid 1992, 499 y ss.

11    J. GUTIÉRREZ SOLANA, La España Negra, Madrid 1920.

12    J. M. BLÁZQUEZ, La pintura religiosa de Gutiérrez Solana y la iconografía de la muerte en la pintura contemporánea: Anales de Historia del Arte 9 (1999) 295-313.

13    C. CUEVAS GARCÍA (Ed.), El universo creador del 27. Literatura, pintura, música y cine, Málaga 1997, 7 y ss.

14    M. HERNÁNDEZ, Federico García Lorca: Dibujos, Málaga 1990; y BOZAL, ob. cit., 1992, 447 y ss.

15    F. GARCÍA LORCA, Poema del Cante Jondo, en GARCÍA-POSADAS (ed.), Federico García Lorca. Obras completas, Madrid 1998, 22 y 23.

16    G. PRIETO, Federico García Lorca y la Generación del 27, Madrid 1977, 33 y 34.

17    Ibídem, p. 144.

18    J. GARCÍA-LUENGO, Gregorio Prieto y la Universidad, Salamanca 2007, 5 y ss.

19    G. DIEGO, Primera antología de sus versos.1918-1941 (Austral 219), Madrid 1977, 105.

20    J. GARCÍA-LUENGO, Eduardo Santonja (1900-1966), ilustrador dèco: Liño Revista anual de Historia del Arte, 15 (2009), 107.

José Ignacio Munilla

"Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte" (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh, Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María). [Punto 966 del catecismo de la Iglesia Católica]

No se pude hablar de la "Asunción de María a los cielos", ni de ningún otro título mariano, sino partimos del título principal que podemos aplicar a María: MARÍA MADRE DE DIOS.

Santa María Madre de Dios, que lo celebramos el dia uno de enero; pero con eso de la resaca de noche vieja, pero se nos pasa casi sin enterarnos de esta fiesta. De hecho, no tiene esa popularidad esa fiesta. En nuestros pueblos se engalanan el día 15 de Agosto, en la fiesta de la Asunción de María; o el día de la Inmaculada, el día 8 de Diciembre.

Sin embargo, el titulo Mariano, por excelencia, el que lo encuadra todo: Santa María Madre de Dios.

Desde ahí se entiende todo lo demás: se entiende la "Inmaculada concepción". El prefacio litúrgico de la fiesta de la Inmaculada:

"Purísima había de ser, la que llevase en su seno al Autor de la Gracia".

Convenía que fuese "purísima" la que había de ser Madre de Dios.

Algo similar pasa con la "Asunción a los cielos de María".

Se distingue la "Ascensión" de la "Asunción": Jesús Ascendió a los cielos; María fue "Asunta" a los cielos. Que Jesús "ascendió a los cielos por su propio poder, y que María fue asunta al cielo por el poder de Dios. Este es un buen argumento para aquellos que acusan a la Iglesia d haber "divinizado a María" de ponerla al mismo nivel que a Dios.

Volviendo a lo que estábamos:

Parece lógico que aquella que había llevado en su al autor de la vida, que compartiese con El, la gloria plena.

Jesús quiso compartir el cielo como hombre, con María en cuerpo y alma.

Importante: Jesús no subió a los cielos igual que bajo: antes de la encarnación Jesús era Dios, y después de la ascensión subió al cielo como Dios y como hombre para toda la eternidad.

Jesús no se hizo hombre durante 33 años solamente. Podemos decir que en la encarnación algo ha cambiado en el seno de la Trinidad.

Tener presente esto para entender que Jesús no solamente ama con amor divino, también ama con amor humano.

El hecho de que María este asunta en los cielos, al mismo Jesús le permite, prolongar "con ella" en su corporalidad resucitada, el cariño que le tubo en la tierra. Y además "coronar con la obra de la Gracia.

A veces se habla de la Asunción de María como si fuera un "privilegio"; pero en nuestra cultura, esta palabra "privilegio" resulta un poco antipática.

Lo cierto que no se trata de "los privilegios de María", sino que se trata de los medios, a través de los cuales, la Gloria de Dios resalta más ante nuestros ojos.

María no se "vanagloria", de lo que Dios hace en ella. Tantas veces que nosotros nos vanagloriamos por cualquier obra buena que podemos hacer, cuando es Dios mismo el que nos permite hacer esas obras: y le robamos a Dios la Gloria.

ES verdad que María se turba ante la obra de Dios, y sabe que ha sido elegida de Dios de una forma inmerecida, pero ella se ofrece a Dios, para que haga en "ella obras grandes"; además lo confiesa, pero no vanagloriándose, sino para que el mundo que hermosa puede ser la santidad de Dios si el hombre es dócil y si el hombre se deja moldear por Dios, como la arcilla en manos del alfarero.

Dice este punto:

Fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo

La Asunción de María, o la Inmaculada concepción, hay que entenderlo desde el designio de Dios de "santificación de sus criaturas", para ser conformada más plenamente a su Hijo.

Toda la vida de María es una "conformación a su Hijo".

La Gracia se nos da en Cristo, por tanto, cuando se nos dice de María la "llena de Gracia", es porque ella está unida a Cristo. Incluso antes de concebirle esta "llena de Gracia".

Este es un misterio de doble sentido: Jesús se conforma humanamente en María, pero también María se conforma en su Hijo en esa divinidad: "La llena de Gracia".

Tomando como ejemplo la vid: María es un sarmiento de la vid que es Cristo, del que recibe la vida divina; y Cristo es un sarmiento de María porque de ella recibe la vida humana.

En este punto se le llama a Cristo:

Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte"

Aquí esta una clave determinante de lo que es la Asunción de María a los cielos:

Que Jesús mostros su señorío venciendo el pecado y en Maira, Jesús venció el pecado; y mostro, también su señorío venciendo a la muerte, y en María, Jesús venció a la muerte.

María es como un "icono" que refleja claramente la victoria de Cristo sobre el pecado y sobre la muerte. María tiene una participación singular en la resurrección de su Hijo, y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos.

Lo que dice el Dogma Católico dice es que "María fue Asunta a los cielos en cuerpo y alma":

Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903:

Pronunciamos, definimos y declaramos, ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrena, fue asunta en cuerpo y alma a la Gloria Celeste.

Hay errores en cuanto a la fe católica, y cuando nos olvidamos de cuál es la fe sobre el "más allá de la muerte": que es que en el momento de la muerte tiene lugar la separación del alma y el cuerpo, y que el alama es juzgada en un juicio particular: al cielo, al purgatorio, o al infierno, en base si está limpia, si necesita purificación o se "ha autoexcluido de la gracia".

En la espera de la resurrección definitiva, que tendrá lugar en la parusía, cuando el Señor venga, y entonces tendrá lugar la resurrección de los cuerpos y se unirán a sus almas. Supone también la comunión de todo el cuerpo místico que estaba incompleto en el cielo.

Algunos teólogos han afirmado que en el mismo momento de la muerte tiene lugar la resurrección:

¿Cómo es posible que tenga lugar la resurrección si el cuerpo está en el cementerio…?

Y ante esto como podemos decir que María fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.

Es que cuando se niega algún artículo de la fe católica, tiene repercusiones en el dogma mariano.

María está adelantando al resto de los santos, lo que ellos serán al final de los tiempos: que el alma y el cuerpo en el cielo.

Los santos están disfrutando de Dios pero les falta algo, es que nosotros no solo somos alma únicamente, porque también tenemos una dimensión corporal, y hasta la parusía final cuando el cuerpo se una al alma, les faltara esa plenitud. Sin embargo, en María, ese pleno triunfo sobre la muerte ya se ha dado.

Además, también Jesús ha querido gozar de su Madre tal y como la gozo en la tierra, así también en el cielo: en cuerpo y alma. Creo que es legítimo el decir esto.

Termina este punto con una cita de la liturgia Bizantina:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

La palabra "tropario" es un himno litúrgico de la fiesta del día.

Hay un proverbio latino que dice: "lex orandi, lex credendi". Aquello que la Iglesia reza es lo que la Iglesia cree.

Si se quiere matizar lo que es la fe, fíjate detenidamente en lo que rezas en la liturgia de la Iglesia, que es donde esta expresada nuestra fe. Es por esto que este catecismo recurre con frecuencia a los textos de la liturgia, que es lo que la Iglesia ha rezado siempre.

Cuando se habla en este texto de la dormición, es que María tuvo un tránsito de esta vida a la vida eterna, sin que llegase a separar el cuerpo del alma. Lo cierto es que no está definido, si en María se produjo esa separación del alma y del cuerpo.

Por eso hay que decir con "delicadeza", sin meternos es estos temas –porque eso queda para la discusión de los teólogos-, utilizadnos el termino dormición.

Este término lo podemos aplicar indistintamente a la muerte, a ese paso de esta vida a la eterna sin que se haya llegado a la separación del cuerpo y el alma de María.

En cuanto a la tradición "arqueológica" –por decirlo de alguna forma-, hay una que dice que María tuvo su dormición en Éfeso y otra que el tubo en Jerusalén. Hay una Iglesia, cerca del torrente Cedrón, en Jerusalén donde se conserva un sepulcro - que dice de la Virgen María-, según esto la Virgen habría muerto y después habría sido asunta al cielo en cuerpo y alma.

Otras tradiciones hablan de que María no habría muerto y tubo esa "dormición" donde fue asunta a los cielos en cuerpo y alma.

El caso es que lo principal, es que la corrupción del cuerpo es una consecuencia del pecado; por eso mismo podemos decir que el cuerpo de la Virgen María fue preservado de la corrupción, porque decimos que María es Inmaculada: -sin macha.

También lo decimos -evidentemente- del cuerpo de Cristo; porque si bien el alma se separó del cuerpo y "descendió a los infiernos", también decimos que el cuerpo de Cristo fue preservado de la corrupción.

También Dios ha querido dar algunos signos de santidad, cuando ha querido que algunos santos, hayan tenido como el milagro de la incorrupción de sus cuerpos: Sata Teresa de Lisieux, San Pio de Pietralchina…etc.

Lo que no quiere decir es que, si un santo su cuerpo se corrompe, no fuera santo.

Volviendo al Himno litúrgico dice: En el parto te conservaste Virgen.

Es otra de las cosas que tenemos bastante olvidada: "la confesión de la virginidad de María antes del parto, durante el parto y después del parto".

Se pretende lanzar ataques contra la virginidad de María diciendo que después del parto de Jesús tubo más hijos etc.; y eso es contradictorio con toda la tradición cristiana desde los comienzos.

Otros ataques se dirigen contra la misma concepción virginal.

Pero de lo que casi ni se habla es de la Virginidad de María durante el parto. Pero la Iglesia no se avergüenza en absoluto de confesar esto.

Es verdad que la Iglesia no llega a explicar exactamente en que consiste esa virginidad, pero afirma el hecho de la virginidad de María en toda la circunstancias, en el parto es un parto milagroso. Como dicen algunos autores: como el rayo es capaz de pasar por el cristal sin romperlo, así también Jesús es capaz de nacer en ese parto virginal.

Con esto se manifiesta que la maternidad divina de María sobrepasa la capacidad humana; es un signo de Dios, para que todavía, María tenga más clara conciencia de que "El Señor ha hecho grandes obras en mi".

Claro que este parto virginal indoloro, no le preservo del parto doloroso al pie de la cruz.

En el prólogo del evangelio de San Juan, en el versículo 13, la biblia de Jerusalén incluye una traducción, de este versículo en singular, que nos abren los ojos al misterio del parto virginal de María:

En el principio existía el Verbo, existía hacia Dios y el Verbo era Dios.

El existía en el principio orientado hacia Dios, todo llego a existir por medio de Él,

Es decir: sin El no existió nada; lo que ha llegado a la existencia en Él era vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz brilla en la oscuridad y la oscuridad no logra sofocarla.

Hubo un hombre enviado por Dios, cuyo nombre era Juan; este llego para dar testimonio, para testificar en favor de la luz, a fin de que todos llegaran a creer por medio de él.

Él no era la luz, sino que tenía que testificar en favor de la luz.

Esta era la luz verdadera, que al venir al mundo ilumina a todo hombre.

En el mundo estaba, pero el mundo existió por medio de Él, pero el mundo no la conoció. Llego a su heredad, pero los suyos no la recibieron.

En cambio, a cuantos la aceptaron, a los que creen en su nombre les hizo capaces de llegar a ser HIJOS DE DIOS.

El cual no nació de sangre, ni de deseo de carne, ni de deseo de varón, sino de Dios.

En otras traducciones se dice: "Los cuales no nacieron de deseo de carne…"

Ese "no nació de sangre", hace referencia a ese parto virginal de María.

Dentro de algunos errores en la trasmisión de los manuscritos, algunos lo tradujeron en plural, pero San Irineo y Tertuliano, en el siglo II, leen este texto en singular: "El cual no nació de sangre…".

Estos primeros padres acusaron a una herejía de los gnósticos valentinianos de haber cambiado el singular al plural.

De cualquier modo, lo importante es que veamos en este himno litúrgico: En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas.

Un detalle: dice que "con tus oraciones -intercesión- salvas de la muerte a nuestras almas".

No dice "con tu gracia", Porque esa "Gracia" solamente la tiene Dios.

Nuestra fe católica nunca ha divinizado la figura de María. El que nos salva es Jesucristo, otra cosa es que María con sus oraciones nos alcance esa salvación.

En tono al sepulcro de María, en Jerusalén, los peregrinos rezan esta oración:

María se nos va al cielo, espíritu purísimo que no conoció varón Coparticipe excepcional con el Espíritu en la acampada del Dios encarnado En la maternidad singular en su carne

Madre de Dios, por tanto, besada cariñosamente mil veces por un niño

Pero ¡que niño!, amante como todo niño, aunque era Hijo unigénito del Padre y suyo mismo Corredentora con El desde siempre en la mente del Padre,

En interminable vía dolorosa, hasta la roca que nos salva

Interprete privilegiada de nuestras carencias ante el poder del Hijo glorioso

Traspasada su carne desde su concepción, y siempre como el relámpago fecundante del Espíritu

¿Quién sería capaz de someter a muerte y corrupción, y reducir a ceniza insignificante un cuerpo venerable, ya en vida, y de suyo glorioso?

Lleno de Gracia, además, según la autorizada opinión de un Arcángel. Nadie la sometió a corrupción, y su Hijo Jesucristo, quiso, por lo tanto asumirla a los cielos en cuerpo y alma.

José Ignacio Munilla en enticonfio.org

Jean-Louis Brugues

Hay ocasiones en las que la abundancia de términos en el enunciado de un título sumerge al conferenciante en un cierto apuro. Familia, Dios, Padre, Iglesia, fraternidad, hijos: es mucho, incluso es demasiado. ¿Qué tema elegir de manera que nos sirva como hilo conductor?

Comparando los títulos confiados a mis colegas del simposio, constato que han tratado ampliamente de paternidad y de filiación. Dos palabras sin embargo me son propias: Iglesia y fraternidad. Dado que ustedes no esperan probablemente nada muy original por parte de un moralista que se atreviese a estrenarse en eclesiología, juzgué más prudente hablar de fraternidad, cartel en el que me siento más a gusto.

Fraternidad. Vengo de un país en el que esta palabra figura en el lema nacional. Libertad, fraternidad, igualdad: la trilogía republicana está grabada en el frontón de todos los edificios públicos y, para colmo, en el de todas las iglesias, desde hace un siglo y medio (a partir de 1848 para ser exacto).

En su obra Teoría de la Justicia, de 1971, muy célebre desde entonces, no sin alguna exageración, el filósofo americano J. Rawls  observaba  que  mientras la filosofía política se había interesado en la libertad  y en la igualdad,  en  cambio no había hecho más que rozar la fraternidad. ¿Por qué?

Habitualmente se alega la siguiente explicación [1]. Los dos primeros valores serían convertibles de manera holgada en derechos individuales: la libertad se declinaría según las diversas formas del derecho natural o del derecho de las personas; la igualdad daría nacimiento a su vez a derechos fácilmente identificables, tales como el acceso a los mismos empleos y funciones, en igualdad de competencia... Pero no sucede lo mismo en el caso de la fraternidad. Esta última expresaría necesidades de relaciones que no podrían ser analizadas por la filosofía política.

Peor todavía, la fraternidad provocaría desconfianza. De hecho, la mayor parte de los filósofos del siglo pasado la descartaron porque no encontraba su sitio adecuado en los principios de ciudadanía. El británico J.F. Stephen juzgaba demasiado abstracta o demasiado comunitaria la generosidad difusa que ésta suponía recobrar. El francés E. Vacherot se mostraba más categórico todavía: «La libertad y la igualdad son principios, mientras que la fraternidad no es más que un sentimiento. Ahora bien, todo sentimiento, por muy potente, muy profundo y muy general que sea, nunca será un derecho; y es imposible hacer de él la base de la justicia» [2].

Volviendo a J. Rawls, después de haber notado lo poco que contaba la noción de fraternidad en filosofía política, propuso una reinterpretación. Según él, la fraternidad llegaría a ser un principio normativo fundamental, complementario de la igualdad, y se bautizaría con el nombre de «principio de diferencia». «El principio de diferencia (...) parece corresponder de manera adecuada a un significado natural de la fraternidad: a saber, que es necesario rechazar las ventajas más grandes si de ellas no sacan provecho también los menos afortunados» [3].

Tal sería pues la situación de paradoja en la cual se encontraría la noción de fraternidad en la mente de nuestros contemporáneos. Por un lado, salvo dificultad mayor, no se prestaría a la sistematización y a la teorización. Su consistencia se desmoronaría a los ojos de quien la examinara de cerca. Por otro lado, la fraternidad evocaría impresiones de calurosa acogida, de cohesión social, de benevolencia y de humanismo con tendencia universal, que agradarían a la mayoría, si no a todos. ¿No se levantan las más grandes causas humanitarias de hoy en nombre de la fraternidad? Los filósofos de habla inglesa ven en la libertad y la igualdad «conceptos esencialmente discutibles», mientras que la fraternidad sería, a su vez, un «concepto esencialmente indiscutible ». «... Si no sientes la bendita fraternidad con tus hermanos los hombres -escribía el beato Josemaría Escrivá de Balaguer-, y vives al margen de la gran familia cristiana, eres un pobre inclusero» [4].

Me viene a la memoria un largo y magnífico poema de C. Peguy: El Pórtico de la segunda virtud. Compara en él las virtudes teologales a tres hermanas. En la lejanía solamente se perciben las dos primogénitas, la fe y la caridad, de las cuales los teólogos y los predicadores han hablado abundantemente. En la cercanía se descubre que la pequeña, la esperanza, cogida de la mano de sus hermanas, es la que, en realidad, empuja y conduce a sus dos hermanas mayores.

La perite filie espérance s'avance entre ses deux grandes sceurs et on ne prend pas seulement garde a elle

(... ) Entre ses deux grandes sceurs .

Celle qui est mariée. Et celle qui est mere.

Et l'on n'a d'attention, le peuple chrétien n'a d'attention que pour les deux grandes sceurs.

(... ) Et il ne voit quasiment pas celle qui est au milieu.

La perite (...) perdue dans les jupes des ses sceurs (...)

(il ne voit pas) Que c'est elle au milieu qui entraine ses sceurs. Et que sans elle elles ne seraient rien [5].

Estoy convencido de que podríamos utilizar la misma metáfora en el caso de nuestras tres virtudes cívicas. Durante mucho tiempo hemos disertado sobre la libertad y la igualdad, pero quizás es la pequeña, la discreta fraternidad, la que las guía y les da sustento y sentido.

Mi tesis se desarrolla en tres puntos:

•      De entre los valores maternos que fundan nuestra Ética, la fraternidad es el último en haber nacido.

•      La fraternidad, aparecida con el cristianismo, marca con su cuño la humanidad entera.

•      Nuestro Señor Jesucristo nos legó un secreto para construir la fraternidad: el perdón.

I.        El último en aparecer de los valores maternos

Dejemos las orillas áridas de la filosofía política: les invito a viajar. Vayamos a los orígenes de nuestra civilización para descubrir las primeras sedimentaciones de nuestra conciencia moral.

1. La libertad griega

Bola de oro sobre un mar de esmeraldas; rocas rojizas donde se diría que se coaguló la sangre de las profundidades de una heroica tierra; polvareda de color ocre; olivos negros y sarmentosos, retorciendo con la brisa el ligero temblor de su follaje plata y verde; casas arrojadas al vuelo en el paisaje, como escapando de la mano repentinamente abierta de un dios, al azar  del  Destino, dados con fachadas resplandecientes de blancura donde hay vida. A lo lejos, un aire de flauta de Pan... Los campesinos beben un vino fuerte con perfume de resina... En la fuente más próxima canta quizás una ninfa. A lo lejos, enlazado por las nubes, fabuloso y mítico, el Olimpo... [6] ¡Grecia!

Cada uno de nosotros lleva consigo una Grecia secreta donde se amontonan las reminiscencias: Homero, el poeta sin mirada ni rostro, el ardiente Aquiles de pies ligeros, Ulises el astuto, la risa grasienta de Aristófano... No nos detengamos ahora con estos personajes. Vayamos al grano: la civilización griega y la nuestra, heredera de aquélla, están fundadas sobre un número reducido de principios que confieren a la vida humana su sentido y su valor. Los griegos ciertamente no eran perfectos; conocían las pasiones que agitan y conducen a los hombres. Pero los apetitos, que son los mismos en todas partes, no caracterizan una civilización; ésta se caracteriza a través de la idea que los hombres se hacen de lo que debería ser una conducta digna de ellos.

Con Sócrates, quien representa el «turning point » de nuestra cultura moral, los griegos imprimieron tres principios en nuestra memoria:

•        Todo hombre como tal es digno: Sócrates nos explica el porqué en el Alcibiades. Existe, efectivamente, en cada hombre una facultad que le permite man­ tenerse en pie, superar los golpes del Destino y contemplar las estrellas. Es una facultad intelectual y mística a la vez, capaz de comprender, de razonar y de acercarnos a Dios. Hemos traducido este vous con una palabra mágica: alma [7].

•        Más vale sufrir la injusticia que cometerla. La injusticia, se dice en el Gorgias, es un mal que degrada el alma en la que abre una fuente de hiel que envenena progresivamente nuestros pensamientos y nuestras acciones. Puede parecer que triunfa y que escapa a todo castigo. ¿Qué más da?... El alma encuentra en la virtud su propia recompensa.

tuye el valor supremo; no representa la última forma del comportamiento moral. En el fondo de sí mismo, cada uno de nosotros descubre, en efecto, una ley no escrita y como susurrada al corazón. Es más importante obedecer a aquélla que respetar las leyes de la ciudad. Se dio muerte a Sócrates, acusado de impiedad y de corromper a la juventud. Idéntico destino esperaba a la pequeña Antígona, que prefirió someterse a los deberes de sangre. Desde Sócrates, desde Antígona, sabemos que la legitimidad moral no coincide necesariamente con la legalidad jurídica y política [8].

Es todo. Es enorme. De este orden y de esta medida  de esta armonía original en la que nacen los más altos valores humanos de lo verdadero, de lo bueno y de lo bello, surge una clara razón, capaz de penetrar la oscuridad y de confundirla. La libertad es su lema. Es el motivo por el que la razón griega se reconoció en la lechuza que ve de noche. De sus ojos garzos, azules y verdes, vacilando entre cielo y tierra, escruta los mil misterios del mundo. La libertad no es más que una victoria perpetua sobre las tinieblas.

2.       La igualdad romana

Una vez más, un ave nos sobrevuela a lo largo de la segunda etapa de nuestro viaje, en este caso un águila: el águila de las legiones romanas, el águila del Imperio. Por eso nuestros antepasados romanos apenas contemplaban el cielo. El pueblo de Roma era ante todo el pueblo de las raíces, de la tierra y del sol, quizás a ras de tierra, arraigado en sus derechos y en sus intereses. Sin embargo, no era necio y su genialidad jurídica forjó dos nuevos principios morales que siguen irrigando nuestra conciencia:

•        Sea cual sea el origen de sus miembros, una sociedad es capaz de convertirse en una verdadera comunidad. Roma nunca se jactó de un privilegio racial. Desde finales del siglo primero, se dejó gobernar por emperadores de sangre mixta o totalmente extranjeros. La Ciudad por antonomasia comprendió que una única cultura no podría contener el conjunto de las verdades humanas. Por medio de una educación enteramente orientada hacia el aprendizaje de la solidaridad, y gracias a un reparto de las tareas entre todos los miembros que favorecía la búsqueda de un bien común, Roma siempre supo edificar un destino común para todos.

•        El estoicismo romano nos legó un segundo principio: Todo hombre es un microcosmos un resumen de las cosas del universo. En su definición del hombre, la constitución conciliar Gaudium et spes recoge exactamente sus términos. Por consiguiente, se puede decir que existen lazos de continuidad entre el interior y el exterior, entre el alma y el cosmos, entre cada hombre y sus semejantes. Recordemos el episodio en el que, llegando a mediodía a casa de su amigo, el acaudalado Lucilius, Séneca lo encontró codo a codo comiendo con sus esclavos y compartiendo los mismos manjares [9]. Empezó ofuscándose para acabar dándole la razón: aquellos que llamamos esclavos comparten la misma condición que nosotros, nacen de la misma semilla, respiran el mismo aire y la fortuna extiende sobre ellos sus derechos como sobre nosotros... Los esclavos son en realidad amigos, ciertamente humildes, pero debemos tratarles como formando parte de nosotros mismos. Y Séneca, lapidario, pronunció un adagio patrimonio común de varias sabidurías: «Vive con tu inferior como tú quisieras que tu superior viviera contigo».

Reparto de responsabilidades, búsqueda de un bien común para todos, solidaridad y comunidad natural: acabamos de enunciar las bases mismas de la igualdad entre los hombres.

La última orilla a la que nos acercamos al final de nuestra aventura nos  es la más familiar. Las sociedades secularizadas, en las cuales vivimos ahora, a pesar de querer defenderse proclamándose post-cristianas, no pueden negar esta evidencia: el estrato más reciente y el más fresco de nuestra memoria moral, incluso la de aquellos que no comparten la fe cristiana, o que quizás la rechazan, es el que depositó el Evangelio. Se trata esta última de una constante en el pensamiento del papa Juan Pablo II: Europa, esta Europa que se está gestando bajo nuestros ojos, no tendrá futuro mientras no acepte reconocer que todas sus raíces están impregnadas de las palabras de Jesucristo. Aquel que mega su memoria pierde su identidad y por consiguiente su futuro.

II.       El cuño de la moral cristiana marca la humanidad

El ave que nos va a guiar en esta segunda parte ya no será la lechuza de Atenas ni el águila de los Romanos, sino la paloma en la que la iconografía cristiana ve el símbolo del Espíritu Santo (Jn 1, 32). La paloma nos conduce a la primera secuencia de la fraternidad, a esta frase capital que inaugura la Palabra de Dios, del mismo modo que la inscripción grabada sobre el pórtico la entrada del Templo: «Dios hizo al hombre a su imagen  y semejanza. Hombre y mujer los creó» (Gn 1, 26-27). Todo  queda  dicho  en  estas  prime­ ras palabras. Aquí se encuentran  condensadas  la  vocación  humana  y la  misión de Cristo. En ese mismo lugar se  nos afirma  que  existen  dos  maneras  diferentes y complementarias la una de la otra, sin confusión posible, de ser en el mundo, una manera masculina y una  manera femenina [10]. Pero se  nos recuerda igualmente que no se puede acceder  a  este  mundo  sin  pasar  por  los dos sexos, un padre y una madre, es  decir  por  una  familia.  La  filiación  precede nuestro ser. Cada uno de nosotros no  logra  ser  él  mismo  mientras no asume su condición de hijo. Y puesto que venimos al mundo en y por una familia, un sueño de fraternidad habita en el corazón de los hombres desde los orígenes.

1.     La fraternidad, o el sueño inaccesible

Nada podrá destruir ese sueño. Sin embargo, la Biblia describe la frater­ nidad con colores obscuros [11]. Los primeros hermanos se celan entre ellos y Caín acaba matando: representa para nosotros la figura misma de la mala con­ ciencia, incapaz de arrepentirse (Gn 4, 13 s.). Las tribus hermanas del antiguo Israel guerrean constantemente (1R 12, 24), y los profetas constatan con el alma afligida que «nadie se compadece de su hermano» (Is 9, 18 s.) o que no se puede uno «fiar de ningún hermano, ya que todo hermano piensa suplantar al otro» Jr 9, 3).

Para explicar las guerras, las divisiones, las rivalidades sin fin, la Biblia nos da una una primera respuesta: del mismo modo que la injusticia para Sócrates, el pecado está agazapado a las puertas del corazón de cada uno (Gn 4, 7). Que entre, y el pecado impondrá entonces su régimen férreo hecho de dis­ torsión y de cisma.

Existe también eso que yo llamaría , parodiando un título muy querido a Miguel de Unamuno, el sentimiento trágico de la fraternidad universal. Recientemente  mi prima  me contó un episodio que le hizo  reflexionar. Madre de dos niñas pequeñas, acaba de dar a luz a su tercera hija. Un día las dos primogénitas le pidieron que diese un paseo con ellas. Mi prima cometió el error de lamentarse: «Estoy demasiado cansada, no puedo más, este bebé devora toda mi energía». Las dos hermanitas se reunieron en mini-parlamento; antes de acostarse, por la noche, la más grande, Cecilia, de 6 años de edad, declaró a su madre: «Elena y yo lo hemos pensado bien. Puesto que tú estas demasiado cansada y que ya no puedes ocuparte de nosotras, sólo nos queda una solución: matar al bebé».

El psicoanálisis ha puesto en evidencia el papel y el impacto de la filiación dentro de la estructura de la persona [12]. La madre y el padre son ante todo, tanto para el hijo como para la hija, los modelos, los polos de fijación afectiva  o de conflictos interminables. Modelos, puesto que el individuo no consigue su ser hombre o mujer si no es en relación a uno de sus padres; polos de fijación, puesto que en ellos se vive la relación afectiva más intensa posible que pueda darse en la existencia, de amor o de odio [13]. Pero cada uno de los padres está dotado de un aura que le confiere un lugar aparte. La madre frecuentemente es idealizada a través de una imagen de benevolencia y de bondad sin límites (a veces también es odiada como una cruel madrastra). El padre es idealizado porque encarna el ideal masculino para la hija y el primer polo de identificación para el hijo.

No hay parecido entre hermanos y hermanas. Los hijos no gozan de nin­ guna aura y cuando alguna vez representan polos de identificación (los más grandes para los más pequeños), no pueden hacerlo más que a título provisional y por períodos. La fraternidad natural está sometida a un  proceso, que es a la vez inevitable y desolador, que pasa por cuatro etapas [14]:

-         El deseo. El primogénito pide un hermano pequeño o una hermana pequeña para acabar con su soledad y compartir sus juegos. El más joven admira al mayor: extendiendo sus brazos hacia él, haría cualquier cosa por ser admitido en su compañía.

-         La decepción. Para el primogénito, el pequeño siempre es demasiado pequeño; nunca responde al deseo inicial; no solamente se revela incapaz de compartir sus juegos, sino que los perturba. El mayor decepciona cruelmente "'más joven. No responde a sus invitaciones y se encierra en un sentimiento de superioridad [15].

-         La amenaza. El «territorio» se reduce con el recién nacido. Será nece­ sario compartir todo, empezando por el afecto de los padres. Ahora bien, nada es más contrario a esas edades tan narcisistas como admitir la necesidad del don.

-         Finalmente, los celos. Cuando los padres dan exactamente lo mismo a cada uno, son percibidos necesariamente como injustos. La desigualdad sería la justicia, a condición, claro está, de ser uno mismo el beneficiario.

Dependiendo en parte del pecado y en parte de la fragilidad humana, me siento incapaz de dar a cada parte lo que le corresponde. Constato simplemente que la tarea de ser hermano es la más difícil que existe, mucho más difícil que la de ser padre, hijo o esposo. Creo incluso que esta realidad sobrepasa las fuer­ zas humanas . Para enseñarnos a ser hermanos, nos haría falta un modelo más grande que nosotros, un aura que sea la de la gracia. El Antiguo Testamento había formulado al menos algunas reglas de fraternidad (ley de santidad en Lv 19, o ley del levirato en Dt 25, 5-10), pero sólo Cristo podía hacer que el sueño de la fraternidad se hiciera realidad . Con Él, el sueño se hace carne.

2.       Y el sueño se hizo carne

La misma paloma nos conduce a lo que yo llamaría la segunda secuencia decisiva de la fraternidad, a la orilla del Jordán. La Tradición vio en el bautismo de Jesús el inicio de su misión. Es presentado como hijo, el Hijo por excelencia, en quien el Padre «puso toda su complacencia», asegura una voz que viene del cielo (Mc 1, 10-11). Ese título es mucho más que un reconocimiento de la identidad de Jesús: anuncia su programa. El Hijo inaugura una creación nueva; su misión consiste en proponer a todos los hombres un nuevo  nacimiento Jn 3, 3) gracias al cual llegarán a ser hijos de un Dios a quien llamarán «Abba» (Rm 8, 14-17). Podrán, por consiguiente, reconocerse y vivir como hermanos  si emprenden los mismos caminos de Cristo, su hermano mayor. A partir de ahora, los cristianos serán  designados con el  nombre de  hermanos  (1P 5,  9). «Cada  uno de nosotros  ha  renacido en  Cristo,  para ser  una  nueva  criatura, un ¡todos somos hermanos, y fraternalmente hemos de conducirnos!» [16].

El apelativo de hermano no se basta a sí mismo. Hace memoria de un origen. Mientras que la relación padre-hijo es dual, el hermano no es tal más que por el hecho de reconocerse primero como un hijo de un padre común. La relación en ese momento es triangular. Insistamos sobre este punto, puesto que es capital para nuestra tesis: contrariamente a lo que con frecuencia se dice, la fraternidad posee en primer lugar una dimensión vertical, y no horizontal. Lo acabamos de recordar, cuando el hombre ve a su semejante, la fraternidad es la última cosa que percibe. Antes todo, ve en el otro un rival. No descubrirá al hermano hasta que no haya contemplado el rostro del Padre en el rostro de Jesucristo Jn 14, 9). Sin el padre, el hombre sigue siendo «lobo para el hombre», como dijo Hobbes. El lobo no se muda en hermano más  que dentro de una referencia común al Padre de los cielos. En este sentido, podemos decir que la fraternidad entre los hombres o es cristiana, o no lo es.

Es exactamente esto lo que entendió el comunismo, que siempre ha escogido al cristianismo como adversario predilecto. Y es por esta razón, una vez más, por la que la fraternidad ha sido muy poco estudiada en la filosofía política: ésta nos obliga a evocar la figura de un Padre que en la sociedad secularizada ha despedido. Ahora bien, mientras el lugar del Padre siga vacío, el sueño de la fraternidad permanecerá vano. La libertad se entiende por ella misma, la igualdad se basta a sí misma; la fraternidad pasa por la mediación de un tercero, y de un tercero superior.

Jesucristo no sólo inaugura en su Iglesia la verdadera fraternidad, con la que los humanos soñaban desde los inicios, sino que nos proporciona el modo de empleo, que estudiaremos en la tercera parte.

III.    El perdón o el secreto de la fraternidad

Creo que no he ennegrecido abusivamente el retrato trazado por la  Biblia. Como sabemos, hubo ejemplos de fraternidad de gran belleza, como el caso de Abraham y de Lot (Gn 13, 8), el de Jacob, que se reconcilió con su hermano mayor Esaú (Gn 33, 4), o también el de José, que perdonó a sus hermanos (Gn 45, 1-8); semejante final debió ser el que esperaba a Santiago y a Juan, los hijos de Zebedeo, sobre los cuales el Evangelio se muestra, sin embargo, muy discreto.  Ahora  bien,  todos  tuvieron  que  luchar  contra  la  plaga  que  es característica de la fraternidad y que es tan mortífera para ella: la rivalidad, la envidia, los celos, en fin, la disputa y el cisma. Cristo apenas nos enseña los medios para evitar este contagio. Hoy los conoceríamos. Como ustedes y yo sabemos, la historia de la Iglesia no está desprovista de testimonios contrarios a la fraternidad. Nuestro Señor nos confió un secreto, no aquel  de impedir el mal, sino de sanarlo, no aquel de evitar lo inevitable, sino de darle un desenlace feliz. Este secreto lleva el nombre de perdón y constituye como el punto de enfoque de la «corrección fraterna» a la cual el evangelio concede un largo espacio (Mt 18, 15 s.) [17].

1.       La esencia del cristianismo

Estamos aquí ante una verdadera innovación por parte del cristianismo. La culpabilidad ya no es ese machacar  mórbido en el cual se hunde como en un abismo la conciencia infeliz. Ésta encuentra un final feliz. Desemboca en una gracia mayor. La ofensa es incluso capaz de fortalecer la fraternidad.

El cristianismo es antes que nada una religión de la gracia, del don. Su esencia se expresa a través del perdón. No traduce solamente una exigencia moral, que por otra parte es conocida bajo una forma u otra en todas las grandes religiones, sino teologal. Más que cualquier otra actitud, el perdón compromete la relación con Dios. «Perdonar es dar dos veces», dice la sabiduría popular. Se podría definir el perdón como un don gratuito que responde a una carencia, o mejor dicho: una alquimia que convierte el mal en  una  nueva suerte [18].

El perdón convierte el mal. El olvido es una ilusoria pretensión. El que asegurase que de ahora en adelante no volverá a pensar en la herida sufrida y que hará «como si nada hubiese pasado» se equivocaría o equivocaría su entorno. El perdón no borra nada, puesto que incluso  Dios en su omnipotencia no puede hacer que lo que ha sido ya no sea. El perdón establece con el mal -con la ofensa, diría la teología clásica- una relación a la vez violenta y necesaria. Si se olvidara la ofensa, el perdón perdería su razón de ser [19].

El perdón no restablece el estado anterior. Lo roto, roto está. No prolonga una relación interrumpida provisionalmente. Crea algo nuevo. Estrena un nuevo capítulo en la historia de la relación que ha sido quebrada. Pasa la página. El perdón no excusa, porque hay faltas inexcusables, pero otorga al que ofende una nueva oportunidad. No admite que el mal tenga la última palabra. Signo verdaderamente pascual, «vence a la muerte » (cf. 1Co 15, 54-56) para que filtre de nuevo la luz del Reino que vendrá.

El perdón no es cosa sencilla, no es cosa evidente. En varias ocasiones, Jesucristo ha vuelto sobre este tema, lo cual prueba cuán difícil era para sus oyentes comprenderlo. En el mismo capítulo dieciocho del evangelio de San Mateo, encontramos una doble referencia a la corrección  fraterna. Ahora bien, a pesar de que estos dos periscopios responden ambos a la misma preocupación:

«¿Qué hacer si un hermano ha cometido una falta contra mí?», parecen proponer dos respuestas muy diferentes, casi opuestas . «Si tu hermano llega a pecar -se lee en el primero-, vete y repréndele a solas tú con  él. Si  te escucha, habrás ganado a tu hermano. Si no te escucha, toma entonces contigo a uno o dos, para que todo asunto quede zanjado por la  palabra de dos o  tres  testigos. Si les desoye a ellos, díselo a la comunidad. Y si hasta a la comunidad le desoye, sea para ti como el gentil y el publicano» (Mt. 18, 15-17). «Pedro se acercó entonces a Jesús y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces tengo que perdonar las ofensas que me haga mi hermano? ¿Hasta siete veces?" . Le dice Jesús: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete"» (Mt 18, 21-22). ¿Acaso existirán dos actitudes entre las cuales nosotros podríamos elegir, según las circunstancias o según nuestro humor? ¿Habrá dos regímenes de perdón: uno medido, limitado, en una palabra, humano o razonable; y el otro ilimitado, desmesurado, reservado a los santos o a los más perfectos de entre nosotros?

2.       Los dos movimientos del perdón

Estas dos actitudes son auténticas tanto una como otra. No se oponen porque representan los dos movimientos de un mismo impulso, el de la caridad. Nos han repetido que la caridad respeta a las personas; no hemos quizás añadido suficientemente que la caridad respeta a las personas hasta en sus actos mismos. El perdón empieza cuando se toma en serio al hermano, como Dios nos toma en serio. Él nos toma por las palabras y por los actos.

El acto humano ha de ser entendido como un condensado de la persona, ciertamente parcial y provisional, pero auténtico. Constituye su epifanía y su manifestación real. En cualquier caso, la persona será siempre más grande que sus actos , pero en un acto consciente y libremente deseado, aquélla se revela y se expone. La palabra que golpea un acto acabará por alcanzar a su autor. Hablar de robo o de mentira equivale a designar inevitablemente al ladrón y al mentiroso [20].

La respuesta de Jesús ilustra este primer movimiento. Si un acto es el hijo de alguien, el respeto debido a la persona implica el de sus actos. Esto puede ofendernos y dañarnos, pero nosotros no disponemos del poder de borrarlo. En la parábola del hijo pródigo, el padre cumple su función de padre en el momento en que respeta, en el silencio, la decisión de su hijo más pequeño de abandonar la casa familiar, incluso cuando él sabe mejor que nadie que esta decisión es una falta. El perdón implica ante todo  un acto de imputación:  que el autor de la falta esté convencido de su paternidad [21]. Para conducirlo a este reconocimiento, Jesús prevé un trámite progresivo: primero cara a cara, luego en un grupo reducido, y finalmente en medio de la gran asamblea.

Los actos hieren. En el amor hacia el hermano se nos pide que recibamos sus heridas y, lejos de negarlas, las acogemos para «remitirlas». El segundo movimiento de perdón consiste en transformar  el acto: donde hay mal,  poner el bien; donde hay error, poner la verdad; donde hay espíritu de rivalidad y de discordia, poner espíritu de paz y de concordia. Es la razón por la cual hemos definido el perdón como una alquimia que transforma el mal en una nueva oportunidad. Si no domino los actos de mi hermano, puedo al  menos adquirir el dominio sobre los efectos que sus actos provocan en mí. Donde había ausencia, suscitar el don. Este intercambio, esta transformación, esta alquimia  del mal en un don sólo se realiza en un corazón que permanece sensible a la miseria de su hermano. Por muy lejos que vaya el hermano, nunca  irá más allá de los límites de mi misericordia, puesto que nunca irá más allá de los límites de  la misericordia del Padre.

Es hora del arrepentimiento. Se diría que, llegado al final de un milenio, donde desempeñó casi constantemente el primer papel, la civilización occidental desease sanear su memoria  y presentarse  con  un corazón  más ligero, si no con una recobrada inocencia, al umbral de una nueva era  [22].

El enfoque indicado por Juan Pablo II en su carta apostólica del 10 de noviembre de 1994, Tertio Millenio Adveniente, tiene como punto de mira este preciso objetivo: aliviar una conciencia que en caso contrario correría el riesgo de lastimarse en la estéril contemplación de un pasado demasiado doloroso. El cambio de milenio está cargado de un valor simbólico que convendría utilizar oportunamente. Es tiempo de examen de conciencia, es tiempo de recomenzar, es tiempo de resoluciones. La consideración de las faltas de ayer no sólo suscita una purificación de la memoria, sino que también educa nuestra conciencia. Aquélla le recuerda su fragilidad y su vulnerabilidad al pecado . Los profetas de antaño no actuaban de otra manera: declinando largas letanías de pecados, advertían de cara a las tentaciones del momento. Las faltas de los siglos ya huidos nos entregarían un último mensaje, salvífico éste: ¡no volváis a empezar, os lo ruego! Las miradas dirigidas hacia el pasado preparan el futuro. La memoria se convierte entonces en un lugar de esperanza nueva. ¿Por qué el milenio veni­ dero no podría ser el milenio de la fraternidad?

* * *

Para hablar de la fraternidad, lo hemos hecho a partir de la intuición del poeta. De la misma manera que él comparaba las tres virtudes teologales a tres hermanas, cuya hermana pequeña conducía sus primogénitas, la fe y la caridad, de la misma manera hemos recordado que la fraternidad era el último en aparecer de entre los valores que animan nuestra Ética. Una vez más, era sin duda la hermana pequeña la que guiaba a sus hermanas mayores: la libertad, nacida en tierra griega, y la igualdad descubierta por los romanos.

Veo como una especie de prueba en el hecho de que, si la libertad y la igualdad han conocido excesos, no fue lo mismo -y no podría ser lo mismo-, en el caso de la pequeña, la fraternidad. La libertad ha conocido excesos, o más exactamente hubo excesos que han sido cometidos en su nombre. Se suponía que los ejércitos de la Revolución francesa deberían liberar a los pueblos de Europa del yugo de la arbitrariedad y del oscurantismo. En varios lugares, aquéllos provocaron traumas a las mentalidades, las cuales necesitaron más de un siglo para digerirlos. Analizando el pasado reciente de España, son numerosos los historiadores que sostienen que la irrupción de las tropas napoleónicas enarbolando el estandarte de la libertad, explica en gran parte los sobresaltos y las violencias de vuestro país hasta hace solamente unos treinta años.  Por lo que se refiere a la igualdad, si por una parte condujo a la abolición de privilegios exorbitantes, por otra, también empujó a decapitar las cabezas que sobresalían. Con demasiada frecuencia, la igualdad permite que se la confunda con el igualitarismo, tan mortífero para el  pensamiento  contemporáneo,  con su «pensamiento único» o con el siniestro «pensamiento políticamente correcto».

Nunca hubo excesos cometidos en nombre de la fraternidad. Nunca se ama suficientemente a un hermano. Nunca se perdona demasiado a los hermanos. Terminaría con esta sugerencia. Si la libertad y la igualdad son valores éticos indiscutibles, éstos no son más que valores humanos. Como todos los valores simplemente humanos, padecen desviaciones. La fraternidad es también un valor ético; pero en realidad es mucho más que eso. Fija sus raíces en el cielo. Es una virtud caída sobre la tierra. Nos viene de Nuestro Señor Jesucristo. En la trascendencia nunca hay excesos, y sólo por un abuso de lenguaje decimos que algo es «demasiado» verdadero, «demasiado» bueno, o «d emasiado» bello. No existe una fraternidad excesiva. Nunca la hubo. Si hay un exceso que podríamos consentir en la fraternidad, sería el de la gracia.

Jean-Louis Brugues en dianet.unav.edu/

Notas:

1.     A. BAIER, Moral Prejudice, Cambridge, Harvard Uni. Press, 1994.

2.     E. VACGEROT, La Démocratie, Paris, F. Chamenot , 1860.

3.     J. RAWLS, A Theory of ]ustice, Cambridge, Harvard Univ. Press, 1971, p. 105.

4.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Sillon, n. 16, Paris, Le Laurier, 1987.

5.     C. PEGUY, Le Porche du mystere de la deuxieme vertu, Paris, Gallimard, coll. «La Pléiade», 1960, pp. 536-537.

6.     J.-M. PAUPERT, Les Meres Patries. Jérusalem, Athenes et Rome, Paris, Grasset, 1982, p. 46.

7.     Hemos tratado de estudiar los efectos negativos del abandono de este concepto tradicional en el pensamiento contemporáneo: cf. J.-L. BRUGUES, LÉternité si proche (segunda conferencia: La Splendeur du Temple), Paris, Cerf, 1995.

8.     Cf. A. FESTUGIERE, Le sens de la vie humaine chez les Crees, en The Living Heritage of Greek Antiquity, The Hague, Mouton & Co., 1967.

9.     SÉNECA, Carta a Lucilio, 47 .

10.     C f. D. VASSE, Le Temps du désir. Essai sur le corp et /,a paro/e, Paris Seuil, coll. «Essais», 1997, pp. 41 s.

11.     Frecuentemente, los diccionarios crítico s recientes de teología ignoran el hecho de hablar de hermanos y de la fraternidad. Sin embargo, no se encuentran menos de 30 referencias sólo en el libro de los Hechos y 130 recurrencias en el caso de Pablo. Cf. VoN SODEN, art. Adelphos, en Theological Dictionnary of the New Testament, London, G. Kittel, 1964, pp. 144 SS.

12.     Cf. A. PAPAGEORGIU-LEGENDRE, Filiation. Fondement genéalogique de la psycha­ nalyse, Paris, Fayard, 1990.

13.     Cf. F. CHIRPAZ, La Relation fondatrice, en «Lumiere & Vie» 241 (enero-marzo 1999).

14.     Cf. A. FABER-E . MAZLISH, Sibling without Rivalry, New York, WW Norton and Company, 1987.

15.     La tesis del deseo mimético desarrollada por R. Gírard es muy esclarecedora en este punto. Cf. sus obras: Memonge romantique et verité romanesque, París,  Grasset, 1961; Critiques dam un souterrain, París, L'Age d'homme,  1976;  Le  Bouc-émissaire, París, Grasset, 1982.

16.     J. ESCRIVÁ DE BALAGUER, Si/Ion, op. cit., n. 317.

17.     Cf. J. EscruvA DE BALAGUER, Forge, Le Laurier, Paris 1988, n. 641.

18.     Hemos desarrollado esta teoría del  perdón  en  una  conferencia  de cuaresma  dada en Notre Dame de París. El texto se encuentra en: J.-L. BRUGUES, L'Eternité si proche (4iéme conférence: Le Don de la vie), op. c it.

19.     Cf. J.-Y. LACOSTE, art. Pardon (clémence et pardon), en Dictionnaire d'Éthique et Philosophie, bajo la dirección de M. CANTO-SPERBER, Paris, PUF, 1996.

20.     Cf. J.-L. BRUGUTS, Ideas felices. Virtudes cristianas para nuestro tiempo, B.A.C., Madrid 1998, pp. 113-139.

21.     «La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos».

«La imputabilidad y la responsabilidad de una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas por la ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, las afecciones desordenadas y otros factores psíquicos o sociales».

«La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando  actúa de manera  deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos» (Catecismo de la Iglesia catolica, 1734, 1735 & 1749).

22.     Hemos indicado estas distinciones en un artículo reciente. Cf. J.-L. BRUGUES, Quelques considérations sur le pardon, en «Communio» XXIII, 6, XXIV, 1 (nov. 1998-feb. 1999).

Ana Roa García

1.       ¿Qué es realmente la autoestima? ¿Qué es realmente el auto-concepto?

Es bastante frecuente confundir la autoestima con el auto-concepto y utilizar ambos como términos sinónimos. Aunque los dos conceptos están relacionados, no son equivalentes. En el auto-concepto prima la dimensión cognitiva, mientras que en la auto-estima prevalece la valorativa y afectiva; así, en las últimas décadas los psicólogos, los psicopedagogos, los educadores y los trabajadores sociales en general se han interesado especialmente por los términos auto-concepto y autoestima y en la medida en que estos conceptos están relacionados con el proceso educativo y, más específicamente, en lo que se ha denominado “educación afectiva”. Si es importante conocer la estima de una persona cuando esta es adulta, aún lo es más descubrir cómo es esa imagen cuando se está formando. La estima que un individuo siente hacia su persona es importante para su desarrollo vital, su salud psicológica y su actitud ante sí mismo y ante los demás. El concepto de sí mismo influye en la forma de apreciar los sucesos, los objetos y las personas del entorno. El auto-concepto participa considerablemente en la conducta y en las vivencias del individuo. La persona va desarrollando su auto-concepto, va creando su propia autoimagen, el auto-concepto no es innato.

Cuando hablamos de autoestima, nos estamos refiriendo a una actitud hacia uno mismo. Significa aceptar ciertas características determinadas tanto antropológicas como psicológicas, respetando otros modelos. Si la contemplamos como una actitud, nos referimos a la forma habitual de pensar, amar, sentir y comportarse consigo mismo. Se trata así de la disposición permanente para enfrentarnos con nosotros mismos y el sistema fundamental por el cual ordenamos nuestras experiencias. La autoestima conforma nuestra personalidad, la sustenta y le otorga un sentido. Se genera como resultado de la historia de cada persona, no es innata; es el resultado de una larga secuencia de acciones y sentimientos que se van sucediendo en el transcurso de nuestros días.

La autoestima tiene una naturaleza dinámica, puede crecer, arraigarse más íntimamente, conectarse a otras actitudes nuestras o, por el contrario, debilitarse y empobrecerse. Es una forma de ser y actuar que radica en los niveles más profundos de nuestras capacidades, pues resulta de la unión de muchos hábitos y aptitudes adquiridos. Se trata de la meta más alta del proceso educativo, pues es precursora y determinante de nuestro comportamiento y nos dispone para responder a los numerosos estímulos que recibimos.

Atendiendo a Nathaniel Branden (2010: 45), “las personas que gozan de una alta autoestima están lejos de gustar siempre a los otros, aunque la calidad de sus relaciones sea claramente superior a la de personas de baja autoestima. Como son más independientes que la mayoría de la gente, son también más francas, más abiertas con respecto a sus pensamientos y sentimientos. Si están felices y entusiasmadas, no tienen miedo de mostrarlo. Si sufren, no se sienten obligadas a “disimular”. Si sostienen opiniones impopulares, las expresan de todos modos. Son saludablemente auto-afirmativas”.

En la autoestima encontramos tres componentes interrelacionados de tal modo que una modificación en uno de ellos lleva consigo una alternación en los otros: cognitivo, afectivo y conductual.

•        Componente cognitivo: Formado por el conjunto de conocimientos sobre uno mismo. Representación que cada uno se forma acerca de su propia persona, y que varía con la madurez psicológica y con la capacidad cognitiva del sujeto. Por tanto, indica ideas, opiniones, creencias, percepción y procesamiento de la información. El auto-concepto ocupa un lugar privilegiado en la génesis, crecimiento y consolidación de la autoestima y las restantes dimensiones caminan bajo la luz que les proyecta el auto-concepto, que a su vez se hace acompañar por la autoimagen o representación mental que la persona tiene de sí misma en el presente y en las aspiraciones y expectativas futuras. Un auto-concepto repleto de autoimágenes ajustadas, ricas e intensas en el espacio y tiempo en que vivimos demostrará su máxima eficacia en nuestros comportamientos. La fuerza del auto-concepto se basa en nuestras creencias entendidas como convicciones, convencimientos propios; sin creencias sólidas no existirá un auto-concepto eficiente.

•        Componente afectivo: Sentimiento de valor que nos atribuimos y grado en que nos aceptamos. Puede tener un matiz positivo o negativo según nuestra autoestima: “Hay muchas cosas de mí que me gustan” o “no hago nada bien, soy un inútil”. Lleva consigo la valoración de nosotros mismos, de lo que existe de positivo y de aquellas características negativas que poseemos. Implica un sentimiento de lo favorable o desfavorable, de lo agradable o desagradable que vemos en nosotros. Es admiración ante la propia valía y constituye un juicio de valor ante nuestras cualidades personales. Este elemento es la respuesta de nuestra sensibilidad y emotividad ante los valores que percibimos dentro de nosotros; es el corazón de la autoestima, es la valoración, el sentimiento, la admiración, el desprecio, el afecto, el gozo y el dolor en la parte más íntima de nosotros mismos.

•        Componente conductual: Relacionado con tensión, intención y decisión de actuar, de llevar a la práctica un proceso de manera coherente. Es la autoafirmación dirigida hacia el propio yo y en busca de consideración y reconocimiento por parte de los demás. Constituye el esfuerzo por alcanzar el respeto ante los demás y ante nosotros mismos.

1.1.       Algunas nociones de auto-concepto

En línea con lo indicado anteriormente, la palabra auto-concepto hace relación a los aspectos cognitivos, a la percepción y la imagen que cada uno tiene de sí mismo, mientras que el término autoestima indica los aspectos evaluativos y afectivos. No se trata de conceptos excluyentes, sino más bien al contrario, ya que se implican y se complementan mutuamente. Un auto-concepto positivo conduce a una autoestima positiva y viceversa. El auto-concepto y la autoestima son el resultado de un largo proceso, marcado por un gran número de experiencias personales y sociales. Los éxitos y los fracasos, las valoraciones y los comentarios de las personas que forman parte del entorno del niño y del adolescente, el ambiente humano en que crece, el estilo educativo de padres y profesores y los valores y modelos que la sociedad ofrecen van poco a poco construyendo el auto-concepto y la autoestima de forma casi imperceptible. El auto-concepto es una realidad psíquica muy compleja y dentro de lo que es auto-concepto general se distinguen otros auto-conceptos más concretos que se refieren a áreas específicas de la experiencia y que se relacionan a continuación:

•        Auto-concepto físico: La percepción que uno tiene tanto de su apariencia y presencia físicas como de sus habilidades y competencia para cualquier tipo de actividad física.

•        Auto-concepto académico: El resultado de todo el conjunto de experiencias, éxitos, fracasos y valoraciones académicas que el alumno tiene a lo largo de los años escolares.

•        Auto-concepto social: Consecuencia de las relaciones sociales del alumno, de su habilidad para solucionar problemas sociales, de la adaptación al medio y de la aceptación de los demás.

•        Auto-concepto personal: Incluye la percepción de la propia identidad y el sentido de responsabilidad, autocontrol y autonomía personales.

•        Auto-concepto emocional: Se refiere a los sentimientos de bienestar y satisfacción, al equilibrio emocional, a la aceptación de sí mismo y a la seguridad y confianza en sus posibilidades.

2.       La auto-estima, el motor de nuestro comportamiento

La autoestima (lo que una persona siente por sí misma) está relacionada con el conocimiento propio (lo que una persona piensa de sí misma). En un individuo puede detectarse su autoestima por lo que hace y cómo lo hace. Existen tres buenos motores que influyen en el comportamiento del individuo y suelen manifestarse simultáneamente:

•        Actuar para obtener una mayor satisfacción y creerse mejor. En este caso, dicho individuo buscaría alabanzas eludiendo tareas en las que podría fallar y haciendo aquellas en las que está seguro.

•        Actuar para confirmar la imagen que los demás, y él mismo, tienen de sí. Como por ejemplo, si una persona cree ser un buen futbolista, querrá jugar al fútbol siempre que encuentre la menor oportunidad. Si por el contrario cree que se le da mal la jardinería, arreglará mal ciertas cosas del jardín y dirá que es por azar cualquier mejoría que experimente en esta afición.

•        Actuar para ser coherente con la imagen que tiene de sí, por mucho que cambien las circunstancias. Para el individuo es muy difícil cambiar algo de sí mismo que afecte a alguna de sus ideas básicas y posibilite un comportamiento diferente.

          2.1. Características de los individuos con autoestima alta o baja

Con alta autoestima:

•        Toma iniciativas.

•        Afronta nuevos retos

•        Valora sus éxitos.

•        Sabe superar los fracasos, muestra tolerancia a la frustración.

•        Muestra amplitud de emociones y sentimientos

•        Desea mantener relaciones con los otros.

•        Es capaz de asumir responsabilidades.

•        Actúa con independencia y con decisión propia.

Con baja autoestima:

•        Sin iniciativas, necesita la guía de los otros.

•        Tiene miedo a los nuevos retos.

•        Desprecia sus aptitudes.

•        Tiene poca tolerancia a la frustración, se pone a la defensiva fácilmente.

•        Tiene miedo a relacionarse, siente que no será aceptado.

•        Tiene miedo de asumir responsabilidades.

•        Muestra estrechez de emociones y sentimientos.

•        Es dependiente de aquellas personas que considera superiores; se deja influir.

Siguiendo a Nathaniel Branden (2010: 18),

Si puedo aceptar que soy quien soy, que siento lo que siento, que hice lo que hice –si puedo aceptarlo, me guste o no–, puedo aceptarme a mí mismo. Puedo aceptar mis defectos, las dudas con respecto a mí mismo, mi baja autoestima. Y una vez que puedo aceptar todo esto, estoy del lado de la realidad, no contra ella. Tengo libre el camino para comenzar a fortalecer mi autoestima.

Una autoestima sana implica una valoración objetiva y realista de nosotros mismos, aceptándonos tal como somos y desarrollando sentimientos positivos hacia nosotros mismos. Es preciso no olvidar dos cosas:

•        Que la autoestima positiva no consiste en verse como una persona extraordinaria y maravillosa, con cualidades absolutamente excepcionales, a la que todo le va bien y a la que el éxito le acompaña permanentemente. Lo que es verdaderamente importante es tener una percepción y valoración objetivas y positivas de uno mismo y aceptarse como es y con todo lo que es, con sus aspectos positivos y negativos, con sus luces y sombras, con sus logros y sus limitaciones...

•        Que, en contra de la opinión generalizada, llegar a cambiar la autoestima negativa es una tarea difícil, que puede necesitar la intervención de algún especialista.

Posiblemente, el mejor camino para desarrollar una autoestima positiva es a través de la creación de un clima de relaciones personales donde la persona experimente seguridad, respeto, aceptación y libertad para actuar; donde sienta la amistad y el apoyo de los demás y donde tenga unas metas claramente definidas y unos criterios de conducta objetivos, donde pueda tener experiencias nuevas y equivocarse sin temer consecuencias negativas y donde no tenga que auto-protegerse, distorsionando para ello la visión y valoración propias.

3.       Los cuatro aspectos necesarios para el desarrollo de nuestra auto-estima desde la infancia

La autoestima es un sentimiento que surge de la satisfacción que experimentamos cuando somos niños y se han dado en nuestra vida ciertas condiciones pero, si existen ciertas carencias, no se desarrollan en totalidad los siguientes aspectos que constituyen el fundamento de nuestra autoestima:

•        Vinculación: Consecuencia de la satisfacción que obtiene el niño al establecer vínculos que son importantes para él y que los demás reconocen como importantes. Por ejemplo, formar parte del grupo de clase, pertenecer a una familia…

•        Singularidad: Resultado del conocimiento y respeto que el niño siente por las cualidades o atributos que le hacen especial o diferente, apoyado por el respeto y la aprobación que recibe de los demás por esas cualidades. Por ejemplo, saber que él es alguien especial para… saber expresarse a su manera, etc.

•        Poder: Consecuencia de que el niño disponga de los medios, las oportunidades y la capacidad de modificar las circunstancias de su vida de manera significativa. Por ejemplo, creer que normalmente puede hacer lo que planea, sentir que tiene a su cargo algunas responsabilidades importantes en su vida…

•        Pautas de guía: Que reflejen la habilidad del niño para referirse a los ejemplos humanos, filosóficos y prácticos adecuados que le sirvan para establecer su escala de valores, sus objetivos, ideales y exigencias personales. Por ejemplo, saber qué personas pueden servir de modelo a su comportamiento, desarrollar su capacidad de distinguir lo bueno de lo malo…

Ninguno de estos cuatro aspectos es más importante que el resto. Los niños con autoestima positiva poseen buenos vínculos, se saben singulares, tienen modelos que les guían y la sensación de poder manejar su vida.

Cómo mejorar el grado de vinculación en la familia:

•        Dar oportunidades para que todos los componentes de la familia trabajen y jueguen juntos.

•        Establecer reglas para toda la familia que mejoren el grado de vinculación de sus miembros.

•        Dar oportunidades para que los componentes de la familia compartan con los demás sus asuntos personales.

•        Clarificar los papeles de los componentes de la familia.

•        Fomentar las soluciones positivas de los problemas que surjan entre los miembros de la familia.

Cómo mejorar el grado de singularidad dentro de la familia:

•        La organización del espacio dentro de la casa puede influir positivamente sobre la singularidad.

•        Estimular con premios el buen comportamiento.

•        Tener en cuenta las habilidades, las dotes o los intereses especiales de cada niño cuando se distribuyan tareas o trabajos.

Cómo mejorar el grado de poder dentro de la familia y reducir su conflictividad:

•        Los padres no deben cambiar las reglas sin discusión o sin previo aviso.

•        Los componentes de la familia deben participar en las decisiones importantes que les afectan.

•        Es necesaria la existencia de algún sistema para resolver las quejas.

•        Es necesario estimular a los hijos para que acepten retos más complicados y mayores responsabilidades.

•        Se deben distribuir los recursos de la familia entre sus distintos componentes de una manera equitativa.

•        Los padres dejarán claramente definido que ellos son los responsables de los niños y cuáles son las decisiones que ellos pueden tomar solos.

Cómo mejorar los modelos y las pautas dentro de la familia:

•        Comunicarse con claridad.

•        Decir a los niños lo que se espera de ellos.

•        Planificar las actividades diarias con organización.

•        Mantener el orden en las tareas familiares.

4.       El rol de nuestros padres en el proceso de autoestima

“No se trata de querer al niño, sino, además, de que él se sienta querido”. (Tenemos que hacerle llegar nuestros sentimientos, que se sienta capaz, admirado y digno de respeto para que esos sentimientos formen parte de su imagen).

El niño, al nacer, no sabe diferenciar su propio ser del de las personas de su entorno; piensa que es un continuo, una sola persona. Evolutivamente va descubriéndose a sí mismo separado de los demás. Antes de utilizar un lenguaje, va constituyendo una imagen de sí mismo a partir del trato que recibe; los gestos, los tonos, la forma de hablarle, la mirada, la forma de vararle, de tocarle… le van dando pista del lugar que ocupa entre esas personas tan importantes para él. Por tanto, la autoestima no es innata, se construye y define a lo largo del desarrollo por la influencia de las personas significativas del medio familiar, escolar y social, y como consecuencia de las experiencias de éxito y fracaso.

Los padres, los hermanos y los amigos tienen una importancia primordial para hacer de espejo a la imagen del niño. A medida que crece irán adquiriendo importancia los adultos ajenos a la familia: profesores, líderes de sus aficiones… que le darán o quitarán valía según sus propias evaluaciones, tanto más cuanto más idealizados los tenga.

Para un buen desarrollo de la autoestima del niño en el núcleo familiar conviene recordar:

•        Que el niño debe sentirse un miembro importante dentro de su familia, por la forma en que se le escucha, se le consulta, se le responsabiliza, se valoran sus opiniones y aportaciones.

•        Que el niño ha de percibir una comunicación fluida y profunda con sus padres, no solo porque le escuchan, sino también porque comparten con él sus experiencias como adultos, su vida pasada, sus expectativas…

•        Que el niño necesita estar orgulloso de su familia para sentirse seguro.

          4.1.    ¿Cómo puede un padre o una madre evaluar la autoestima de su hijo?

Cuando los padres se plantean preguntas del estilo “¿Cómo puedo saber si mi hijo tiene problemas de autoestima?” o “¿Cómo se exteriorizan los problemas de autoestima en un niño?”, la mejor manera para obtener respuestas satisfactorias es recomendarles que estén presentes con sus hijos. Que pasen tiempo con ellos, que hablen y dejen que estos les cuenten sus problemas, preocupaciones y dudas, que sepan qué es lo que hacen fuera y dentro de casa y del colegio…, en definitiva, que compartan las experiencias y escuchen a sus hijos para detectar posibles muestras de baja autoestima.

De todas formas, es normal que los niños presenten en su desarrollo ciertas alteraciones de conducta que les sirven para contrastar distintas situaciones; pero si determinados comportamientos (tales como mentir y echar siempre la culpa a los demás, evitar las actividades deportivas por miedo al fracaso, reaccionar violentamente, negarse a todo y sentirse frustrado o esconderse de los demás) se convierten en habituales, es conveniente estar al lado del niño, tomar conciencia de la existencia de un problema que puede tener relación con una baja autoestima e intentar apoyarle desde el núcleo familiar y desde la escuela en el proceso de recuperación. Si el problema no es superficial, la ayuda de un especialista es altamente recomendable.

Por otra parte, los niños con una buena autoestima suelen tener confianza en sí mismos y en su capacidad para hacer las cosas, se responsabilizan de sus propios actos, colaboran con el grupo y tienen ganas de aprender y de hacer cosas nuevas. Estos comportamientos son muestra de un proceso de construcción de buena autoestima, aunque siempre hay que estar atentos a que esa evolución se mantenga, pues los problemas podrían aparecer en cualquier momento. Por ello hay que estar atento a frases del estilo “Todo me sale mal”, “No me quiere nadie”, “No valgo para nada”, pues son frases que pueden llegar a dañar la autoestima del niño; observar si tiene una visión objetiva de las cosas y si se centra en lo negativo y lo magnifica (“Esto solo me pasa a mí”, “Ya sabía que iba a llover”, “Siempre me sale todo mal “). Ante situaciones así, es bueno hacerle reflexionar, decirle, por ejemplo, que si se pone a llover, llueve para todo el mundo; con la finalidad de que no personalice todo lo negativo que ocurre a su alrededor, y hacerle ver que todo tiene varios puntos de vista y que los “malos momentos” son pasajeros, pues antes y después de ellos las cosas son distintas. Más concretamente, cuando un niño o niña dice:

•        “Todo me sale mal”: Interesa decirle que concrete, que seguro que en el día de hoy por lo menos ha hecho un par de cosas que les han salido bien.

•        “No me quiere nadie”: Cuando esto ocurra, tenemos ante nosotros una clara señal de lo que siente el niño y posiblemente sea un buen momento para buscar el apoyo de un especialista que evalúe y ayude en su caso a mejorar la autoestima del niño y nuestra relación con él.

•        “No valgo para nada”: Le diremos que vale muchísimo, pero que puede que no esté en el sitio o en la actividad oportuna y que hay cosas que sabe hacer muy bien, y que son las que realmente hay que potenciar.

Por otra parte, un clima de confianza y escucharles cuando hablan de sus fracasos y logros, de sus relaciones con los compañeros (para detectar si están integrados o no) nos darán pistas extraordinarias sobre su evolución.

Así, cuando por ejemplo un niño pregunta si es bueno, o listo, posiblemente lo haga solo porque quiere saber nuestra opinión; o tal vez porque alguien se ha metido con él en el colegio o en el parque, y esta es una buena ocasión para contestarle que pensamos que es bueno, o listo, y a la vez resolver un posible foco de preocupación del niño. ¿Cómo resolverlo?: sencillamente hablando con él, buscando la manera de evitar la situación en la que se ha producido un posible insulto o, e incluso más recomendable, ignorando a las personas que no saben apreciarle.

Por otra parte, cuando estemos entre adultos y parezca que los niños no están escuchando, cuidaremos mucho los comentarios que pueden afectarle y trataremos de reforzar en público los mensajes que le damos en privado (por ejemplo, “Ya sé que tu hijo sabe leer, pero el mío está aprendiendo muy deprisa y pronto leerá tan bien como yo”). Seguramente el niño estará muy atento a lo que digamos a los demás.

5.       ¿Baja autoestima o timidez?

La “baja autoestima” se puede considerar como un factor que incide en una “personalidad tímida”. La timidez es un problema complejo; podrían señalarse causas de tipo:

•        Biológico: Se ha descubierto un gen que condicionaría la personalidad del niño; además los niños con un temperamento más pausado tienen mayor predisposición a la timidez.

•        Aprendido: Aprendizaje de huida como respuesta ante la tensión que le producen las relaciones sociales, pocas oportunidades de explorar relaciones sociales, ejemplos inadecuados de habilidades sociales.

•        Evolutivo: Los niños tímidos suelen tener un auto-concepto negativo y se quieren poco a sí mismos.

•        Sociales: Relación inadecuada con los padres, por sobreprotección, lo que impide el desarrollo del niño, por poca atención o por ausencia de normas que provocan inseguridad en el niño, o también por existir necesidades emocionales insatisfechas o rechazos, amenazas o burlas de sus familiares o entorno social más inmediato.

6.       Diez pautas para mejorar la autoestima en nuestros hijos

•        Demostrando amor incondicional (los hijos han de ser queridos por ellos mismos).

•        Mostrándoles sus características y cualidades positivas.

•        Enviándoles mensajes positivos (darse cuenta de lo positivo de cada hijo y decirlo).

•        Dedicando a cada hijo un tiempo especial (trato individualizado).

•        Reconociendo sus esfuerzos, su interés y dedicación por las cosas.

•        Convirtiendo sus quejas y críticas en sugerencias y peticiones.

•        Animándoles a tener iniciativa y a hacer cosas por su cuenta.

•        Escuchándoles sin juzgarlos continuamente.

•        Descubriendo su excelencia y apoyándonos en sus puntos fuertes.

•        Exigiéndoles proporcionadamente lo que saben y pueden hacer.

7.       ¿Cómo podemos fomentar la autoestima de nuestros hijos o hijas?

Primero, lo positivo.

En las acciones de cualquier hijo, lo positivo siempre es mayor que lo negativo, aunque a veces no caigamos en la cuenta. Para justamente caer en la cuenta, puede ser interesante pararse a pensar y elaborar una lista de las cualidades positivas de ese hijo. Con frecuencia podemos quedarnos demasiado pendientes de lo que hace mal y perder de vista las cosas interesantes, deliciosas, inteligentes y amables que hace.

Enviar mensajes positivos.

Una sonrisa es un mensaje positivo. O decirle que te gusta cómo ha hecho tal trabajo. En definitiva, es muy importante darse cuenta de lo positivo y decirlo. No se trata de elogiar por elogiar, sin moderación ni motivo. Los elogios más eficaces son los que se refieren a actuaciones concretas, que ayudan al niño a desarrollar una mayor conciencia de lo bueno y lo malo.

Reconocer lo positivo de una persona o de su trabajo ayuda a esta a sentirse bien con ella misma y la motiva a aceptar el esfuerzo que supone un aprendizaje, ya que está segura de sus capacidades. El elogio excesivo y sin propósito suele provocar que el móvil de las acciones del niño deje de ser interno para pasar a ser la recompensa externa, con lo que la satisfacción de ser capaz de hacer algo bien y haberlo hecho pasaría a un segundo término.

El tono de voz o la expresión del rostro pueden transmitir un mensaje más claro que las palabras. Si saluda a sus hijos con aprecio, alegría y cariño, en la voz de su hijo reconocerá su alegría, que será para él fuente de seguridad y satisfacción. También con las palabras les podemos hacer ver lo contentos que estamos de tenerlos y de estar con ellos.

Si continuamente les calificamos de malos y torpes por cometer errores, acabarán convencidos de que no son capaces de hacer las cosas bien.

Reconocer el esfuerzo, el interés, la dedicación.

Más que el resultado. Esta actitud es especialmente eficaz con niños perfeccionistas o con muy baja autoestima, que piensan que hacen mal las cosas.

Dedicar a cada hijo un tiempo especial.

Se trata de un tiempo de disfrutar juntos, no de dar lecciones ni de repasar su comportamiento de los últimos días. Se trata de ir a un sitio que le guste y pasar un rato juntos, hablando de las cosas que él o ella quieran. El trato personal y frecuente es un generador de confianza.

Enseñar a convertir las quejas y críticas en sugerencias y peticiones.

Ciertos niños suelen tener una imagen negativa de sí mismos, y son muy auto-críticos. Si aprenden a pedir y sugerir, se reducirá la tensión interior.

Animar a tener iniciativas y a hacer cosas por su cuenta.

Una de las grandes alegrías de la infancia es descubrir algo nuevo y saberse capaz de hacer algo por sí mismo. Si ellos pueden buscar una respuesta, no conviene dársela. Por el contrario, si les damos a entender que no pensamos que puedan hacer bien las cosas y no les permitimos intentarlo, favorecemos las dudas sobre su propia capacidad, lo que genera pasividad y retraimiento.

Descubrir la excelencia. Apoyarse en los puntos fuertes.

Descubrir e informar de las cualidades especiales: “Haces unos dibujos encantadores”. Apoyarse en sus puntos fuertes para conseguir que quiera mejorar en algún aspecto concreto.

Premiar, más que castigar.

A veces es necesario castigar a los hijos por transgredir ciertas normas o reglas, pero también, en justicia, se deben reconocer sus buenas actuaciones, que siempre son más numerosas. No se trata de premiar con algo material, lo que desvirtuaría los motivos del buen comportamiento, sino de agradecer y reconocer lo bien hecho. Una sonrisa y unas palabras afectuosas son muchas veces una magnífica recompensa. Es sorprendente que se refuercen las conductas negativas y que pasen desapercibidas las actuaciones meritorias.

Exigencia proporcionada.

Proporcionada a lo que se sabe y se puede hacer, de modo que con esfuerzo, y a veces con ayuda, se pueda realizar bien. No conviene pedirles tareas o responsabilidades complicadas sin explicarles bien qué han de hacer y qué se espera de ellos.

Escuchar a los hijos sin juzgarlos continuamente.

Escuchar con el corazón, con sincero interés, sin estar aconsejando o comentando lo que dice continuamente. Evitar los “interrogatorios”.

El amor es incondicional.

Los hijos se han de saber queridos por lo que ellos mismos son, por el mero hecho de existir, con independencia de sus cualidades y aptitudes y, por supuesto, de sus calificaciones escolares.

JUEGOS EN FAMILIA

Estampitas emocionales

¿Quieres descubrir algo nuevo?, ¿quieres enseñarle a tu familia algo que les puede interesar sobre las emociones, cómo aprender a denominarlas y reconocerlas? Entonces ensaya esta dinámica con tus hijos mayores de tres años; se trata de una técnica educacional que reforzará el estado YO ADULTO.

Busca papeles de colores y recórtalos en cuadritos (“estampitas emocionales”) y colócalos en diferentes platos. Utilízalas de este modo:

•        Doradas: Emociones buenas o positivas.

•        Marrones: Emociones menos buenas.

•        Rojas: Emociones que suscitan rabia y enfado.

•        Azules: Emociones que provocan tristeza.

•        Verdes: Emociones que suscitan celos.

•        Blancas: Emociones que provocan autosuficiencia y soberbia.

Si los niños son pequeños puede bastar con dos colores: dorado y marrón. Cada miembro de la familia participará y podrá coger cuadritos de los diversos platos; invítalos a jugar durante el día o en un momento determinado de la jornada, explicando el significado de cada uno de los colores. Según las sensaciones, cada miembro pedirá una estampita a aquel que se las suscite o provoque. Al final, evaluamos todos juntos cuántas estampitas tenemos cada uno, qué representan y por qué.

Al principio, para que la dinámica resulte más fácil, se pueden utilizar solamente estampitas doradas (caricias positivas físicas como un beso o verbales como un elogio) que estarán referidas a la acción o a la persona en sí.

8.       Conclusión. Inventario de sentimientos y formas de ser (alta o Baja autoestima, ¿cómo fomentarla?)

En el siguiente inventario se analizarán todos los rasgos colocando un signo positivo o negativo (+ o –) según parezca. Después, en la parte posterior, se elegirán dos rasgos de baja autoestima que en alguna ocasión hayan impedido enfrentarse adecuadamente a las situaciones de la vida cotidiana y se escribirán propuestas sobre cómo superarlos en los espacios que aparecen en la parte final del inventario. Por ejemplo, si se elige el tercer ítem, se podría escribir: “Sentirme incapaz de afrontar las dificultades se puede superar pidiendo ayuda a los amigos o a las personas que conozcan bien el problema”.

Ana Roa García en dialnet.unirioja.es

Roberto Gutiérrez Laboy

La ética es una disciplina que si bien surgió hace más de veinticuatro siglos -con Sócrates y Aristóteles a la cabeza- como parte del incipiente proceso formativo de la filosofía, aún tenemos que continuar buscando alternativas y estrategias para lograr que sus postulados sean aceptados de forma tal que sean eficaces para la conquista de un mundo más justo y digno. Uno de los aspectos que más me inquieta cada vez que me adentro en el discurrir propiamente ético es el ángulo de cuan útil ha sido esa rama filosófica a través de la historia de la humanidad. Penosamente, me temo que su efectividad ha sido cuanto menos deficiente. No creo que sea necesario intentar demostrar aquí que el ser humano no es hoy peor que antes pero, de mayor importancia, tampoco es mejor. Esa particularidad de la condición humana la he tratado antes, por ejemplo, en el ensayo “La inmutabilidad humana” que forma parte del libro La fragilidad humana y otros ensayos (Gutiérrez Laboy, 2005).

A modo de síntesis, en ese trabajo, concluyo que moralmente hablando –y en otras vertientes también– poco si algo ha sido el adelantamiento “humano” del ser humano. Se debe entender por “humano” la cualidad que nos hace estar consciente del otro y de la otra en vista de la deferencia a la vida sosegada de los demás. Es decir, respetándoles el derecho a una vida segura y digna sin afectarles su entorno moral y legal. En el año 1953, Albert Einstein aseguraba que, “No podemos decir que los aspectos morales de la vida humana en general sean hoy más satisfactorios que en 1876” (2000, p. 35). En nuestros días, podemos reafirmar lo mismo. La fragilidad moral continúa caracterizando al ser humano de nuestro tiempo.

Debo anotar desde el inicio -para evadir posibles equívocos- que los conceptos ética y moral no necesariamente son sinónimos, aunque otros los visualicen así, puesto que ésta se refiere a las reglas y preceptos que deben regir al individuo en sociedad y aquélla especula filosóficamente tanto en derredor de las implicaciones como del significado de esas normas. Dicho de otro modo: la moral es “acción” (praxis), en tanto la ética es “reflexión” (teoría). Ahora bien, siempre he pensado que de la ética deben surgir propuestas concretas o, cuanto menos, intuiciones posibles en el orden moral para que esa disciplina tenga alguna relevancia para los individuos. Es decir, en tanto y en cuanto reflexionemos filosóficamente sobre asuntos de índole moral, mas sin de ninguna manera presentarnos como moralistas, debemos proponer opciones que hagan a la ética pertinente para la sociedad.

En este ensayo exteriorizaré algunas nociones que deberíamos tomar en consideración a la hora de exhortar determinado proceder moral, de suerte que las exhortaciones éticas y morales no sean, a fin de cuentas, vanas. Se hace necesario aclarar que esas sugerencias serán satelitales a todo lo que tiene que ver con el problema de la prohibición en la ética, lo que, como saben, es el centro y objetivo de estas reflexiones. Más en específico, lo que pretendo es cavilar acerca de la práctica de la proscripción –que algunos denominan “ética negativa”– en el pensar y el hacer filosófico moral o, lo que es lo mismo, en la ética. Mi aprensión con esa práctica proviene de la opinión de algunos estudiosos cuando indican que “por lo menos aparentemente la tesis de la prohibición contiene consecuencias normativas conservadoras substanciales” (Räikkä & Ahteensuu, 2005, p 34, trad. mía). Comenzando por lo último primero, he de concluir que son, en gran medida, las “excesivas prohibiciones” en la ética y la moral una de las causas del oscuro desempeño de las relevantes proposiciones que se han ido formulando a través de los siglos.

Apremia advertir que este trabajo discurre acerca de la “función” o, si se quiere, del “desempeño” de la prohibición en la ética y la moral en un sentido general -sin atenerme a examinar textos específicos- y no me ocupo de examinar la prohibición como concepto en esas materias. Para los interesados en ese tipo de análisis, les recomiendo el estudio “The Role of Prohibitions in Ethics” de los recién nombrados Räikkä y Ahteensuu. De hecho, tampoco me adentro directamente en el examen de la lógica deóntica, pues por ser ésta la lógica del deber ser o de las reglas (normas) sus supuestos están más cerca de lo puramente teorético y los estudios estrictamente conceptuales, mientras que mis especulaciones aspiran a tener un fin práctico, más próximo al lego.

Desde el inicio de la humanidad, los seres humanos han precisado establecer normas o reglas de conducta morales (normativismo) con el objetivo de tener una mejor y más sana coexistencia en sociedad. De esa manera, se incentivan unas prácticas y se sancionan otras en aras de evitar conflictos entre los miembros de un determinado grupo social. Ante esa realidad surgen innumerables cuestionamientos, como los siguientes:

1.       ¿Quién o quiénes han tenido la potestad de establecer lo que es bueno y lo que es malo moralmente hablando?

2.       ¿Quién o quiénes les han conferido esa autoridad?

3.       ¿Qué es bueno y que es malo?

4.       ¿Cuáles prácticas deben ser estimuladas y cuáles prohibidas?

5.       ¿Cuál es la base filosófica, social y psicológica en que se fundamenta la incitación y la prohibición?

6.       ¿Cuán conveniente o perjudicial es la prohibición en la práctica moral?

Es, justamente, la última interrogante el propósito cardinal de este escrito, aunque sin perder de perspectiva las otras.

Partiendo de la tradición filosófica occidental –pero prestando mucha atención a las recomendaciones de la psicología y la psiquiatría– se hace ineludible “revisitar” el tema de la “prohibición” en la “praxis” y la “theoria” de la ética y la moral. Es decir, debemos replantearnos el beneficio o menoscabo en la costumbre de “prohibir” en el contexto de la reflexión filosófico moral y en la “función” del moralismo como tal, incluyendo tanto los imperativos hipotéticos como los mismos imperativos categóricos kantianos.

Este tema no es nuevo para mí, puesto que lo he contemplado antes, si bien muy someramente. Por ejemplo, en la obra Ética a Ana Laura: Hacia una ética humanista (Gutiérrez Laboy, 2008, p. 95) recomiendo a los moralistas que eviten la imposición en sus exhortaciones morales, ya que:

Si hemos de fungir como moralistas debemos solamente sugerir, recomendar, alentar, estimular y todos esos vocablos de igual o similar connotación. Quizás lo más que se debe hacer es explicar o, mejor, reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. De esa forma, será el recipiente el que decidirá si actúa de una u otra manera sin dejar de ejercer su libertad.

Más recientemente, he vuelto a retomar el asunto en el libro Eugenio María de Hostos: Precursor de la bioética en América Latina (Gutiérrez Laboy, 2010, p.47) cuando propongo que:

Desde mi perspectiva, la función de la ética en las ciencias (bioética) no debe ser de ninguna manera imponer. Es más, ni siquiera persuadir sobre determinado proceder en las decisiones y ejecuciones investigativas que los científicos acometen o en las relaciones en general de los humanos con los asuntos que atañen a la vida animal y vegetal. Siempre he creído altamente imprudente la prohibición en la moral. La ética está para estimular la práctica del pensamiento crítico en los asuntos que le competen. Su función debe limitarse a motivar a la gente a ponderar su mejor proceder moral.

Ahora pretendo dedicarle más atención a esa dimensión de la ética y la moral, que considero crucial, porque me parece que la misma podría ser uno de los motivos que inducen a la resistencia o rechazo a mucho de lo que a las recomendaciones morales respecta. La pregunta, entonces, es si debemos aceptar obligaciones, y si la respuesta fuera en la afirmativa hasta qué punto hemos de someternos. Por otra parte, debemos considerar cuán beneficioso o nocivo es imponer nuestros criterios a otros.

En el contexto de este trabajo las “obligaciones”, o mejor “muchas obligaciones”, están en la misma dirección que las “prohibiciones”, puesto que al estar “obligado” a proceder de determinada manera y no de otra la “prohibición” está subyacente. Como nos explica José Ferrater Mora (1971, II, p. 314, énfasis del autor):

El término “obligación” es usado con frecuencia, en ética, como sinónimo de “deber”. En otros casos se usa “obligación” como uno de los rasgos fundamentales -si no el rasgo fundamental- del deber. En efecto, se supone que el deber "obliga", es decir, que "traba" –lo que indica precisamente el sentido etimológico de “obligación” en su raíz latina obligatio (ob-ligatio). Se estima, en suma, que los deberes son "obligatorios", esto es, que atan o traban a la persona en el sentido de que ésta está "forzada" (obligada) a cumplirlos.

La noción ética de obligación puede, en principio, aplicarse a una sola persona, ya que nada impide decir que una sola persona, en cuanto entidad moral, tiene que cumplir el deber, es decir, está obligada a cumplirlo. Pero se suele aplicar a una comunidad de personas, y hasta se indica a veces que la noción de obligación es básicamente interpersonal. En cualquiera de los dos casos, se distingue entre la necesidad de la obligación y otros tipos de necesidad -tal como, por ejemplo,- la llamada "necesidad natural". En efecto, suponiendo que haya esta última no puede decirse que sea propiamente obligatoria, porque la necesidad natural no puede dejar de cumplirse. En cambio, la obligación moral puede dejar de cumplirse sin por ello dejar de ser forzosa. La obligación moral es, pues, necesaria en otro sentido que otro tipo de forzosidades.

Como antes indiqué esas “obligaciones” provienen de “prohibiciones” preestablecidas, por lo que en muchas ocasiones ambos términos pueden ser intercambiables. De allí que lo que voy exponiendo sobre las “prohibiciones” aplique también a muchas “obligaciones”, sin que ello implique a todas las “obligaciones morales”.

Para Ildefonso Camacho (1999, pár. 10, énfasis mío), la prohibición en la ética inviste monumental representación, por lo que plantea que:

Para otros, la ética se reduce a un conjunto de prohibiciones: viene a entenderse como el instrumento que sirve para establecer esa frontera que no se puede traspasar, más acá de la cual todo está permitido. Una vez que se evita lo prohibido (el mal), todo lo demás sería ya indiferente: por consiguiente, dentro del ámbito de lo no prohibido cada uno puede actuar sin más criterio que el de sus propias conveniencias. Al igual que las anteriores, esta versión empobrece enormemente el alcance de la ética, ya que prescinde de toda dimensión positiva y olvida que la ética es, ante todo, opción por determinados valores y voluntad de hacerlos realidad. Por eso, frente a una ética de la prohibición (ética negativa), hay que pronunciarse por una ética de los valores (ética afirmativa).

Lo primordial que urge considerar en este punto son los efectos de la prohibición en el plano de la moral y la reacción de los individuos ante esas imposiciones morales. Coincido con la apreciación de Räikkä y Ahteensuu (2005, p. 27, trad. mía) cuando establecen que:

Todo nos sugiere que generalmente se piensa que las prohibiciones son parte importante de la ética y la moral. Si bien las prohibiciones se pueden presentar de una manera positiva, las mismas parecen diferir de otro tipo de normas. Las prohibiciones, sean morales o no, nos dicen lo que no debemos hacer, mientras que otras normas nos dicen lo que deberíamos hacer.

Es exactamente por eso que debemos recordar que, con mucha frecuencia, la prohibición en cualquier orden incita a una “natural” resistencia. Las prohibiciones no siempre detienen las conductas que a algunos les podría resultar lesivas a los “buenos cánones morales” como tampoco frenan las infracciones a la ley. Por el contrario, el vedar determinadas acciones en muchas ocasiones compele a que se realicen. Lo que fácilmente puede constatarse en las conductas morales cotidianas y en las adicciones de estupefacientes cuya prohibición históricamente ha sido un estrepitoso fracaso.

La psiquiatría y la psicología nos han enseñado, y no sin alguna controversia, que a todo estímulo (prohibición) sobreviene una respuesta (rechazo). Me refiero al paradigma del estímulo-respuesta desarrollado por el psicólogo norteamericano John B. Watson –basado en las premisas del ruso Iván Pávlov– cuya teoría conductista podría arrojarnos alguna luz que nos permita ser más cautelosos y, a la vez, más sistemáticos a la hora de recomendar algún proceder moral. No obstante, no es la teoría conductista (mecanicista) de Watson la que, en efecto, nos puede ser más útil, sino más bien las propuestas ulteriores que basadas en el conductismo ha expuesto la ciencia neurológica en los últimos años.

Pues bien, simplificando hasta el máximo este acercamiento, se puede establecer que los estudios neurológicos consideran las operaciones del sistema nervioso humano como una cadena de tres clases de neuronas en los que, primero, se reciben los estímulos (neuronas sensitivas) que luego se interconectan (interneuronas) para que en consecuencia se produzca una respuesta (neuronas motoras). Si aceptamos esa aserción, podemos concluir que el rechazo es una actitud normal, y hasta cierto punto comprensible, a las prohibiciones de todo tipo, pero -y esto es lo cardinal- que sean “contranaturales”.

A estas observaciones bien vale la pena señalar, por lo relevante, la importancia de los estudios neuro-éticos en el contexto de la ética y la moral como disciplinas de las costumbres y conductas. Para no excederme del espacio que me he propuesto en este escrito me limito meramente a acotar que “la neuroética se puede emplear también para aumentar nuestro entendimiento de la base neural del comportamiento, la personalidad, la consciencia y el estado de la transcendencia espiritual” debido a que el “ser humano para entenderlo hay que observarlo como un todo, como un ser integral, pero cuyo cerebro es fundamental” (Gutiérrez Laboy, 2010,“Ciências humanas”, p. 17). Si como algunos estudiosos de la neurología sostienen, la conducta de los seres humanos está condicionada a la fisiología cerebral poco margen queda a la “libertad” de los individuos [1]. Ello, podría conducirnos a arribar a la conclusión de que, en efecto, el destino existe. Empero, ese destino no sería “divino” sino que “terrenal”. Si algo nos provocó a conjeturar Pedro Calderón de la Barca -en La vida es sueño- es que el destino “divino” inclina, pero no fuerza. Esa visión es la que me lleva a sospechar que al final de cuentas el cerebro inclina, pero no fuerza. No obstante, si los estudios neuro-éticos no están errados entonces me parece más comprensible la reacción de rechazo a las prohibiciones como una actitud natural del proceder humano.

Debe quedar muy claro que de manera alguna podemos asumir que no se deba prohibir determinadas conductas en el ámbito de la sociedad. Para que podamos vivir en armonía en la colectividad es imperativo suprimir algunas “costumbres” y “conductas” que puedan lacerar la sensibilidad de los otros, como mucho menos debemos poner en peligro la integridad física de ninguno de los miembros que constituyen los pueblos. Además, no podemos olvidar que los deberes morales usualmente se expresan mediante prohibiciones lo que es perfectamente entendible (Räikkä & Ahteensuu, 2005). El propósito de las leyes es, precisamente, restringir el marco de acción de los ciudadanos de manera tal que se obligue a respetar los derechos de los demás. Sin embargo, se debe tener mucha circunspección incluso en cómo se trata al que infringe la ley, puesto que como muy bien nos advertía George H. Mead (1918, p. 583, trad. mía) debemos reconocer que, “un sistema de castigos aquilatado en referencia al poder disuasivo no solamente trabaja muy inadecuadamente en la represión del crimen, sino que además preserva a una casta criminal.” De aquí que el mismo autor categóricamente se refiriera al “burdo fracaso de la ley criminal en la represión y supresión del crimen” (p. 591, trad. mía). No es suficiente que las reglas legales y las reglas morales se prohíban para que sean lo suficientemente persuasivas. Hay que saberlas implementar para que surtan algún efecto. En un mundo ideal –como el “mejor de los mundos posibles” que procuraba el Cándido de Voltaire– no sería necesario la autoridad, por lo que los policías, jueces, fiscales y, sobre todo, los ejércitos no tendrían razón de ser. En ese mundo ideal los ciudadanos se comportarían de forma tal que esos cargos coercitivos y defensivos serían innecesarios porque todas las personas harían lo que deberían hacer sin perturbar a los demás. Desafortunadamente, ese mundo no existe y duele el decirlo, pero la realidad es que en muchos siglos por venir tampoco existirá. Así que las leyes son ineludibles en los pueblos que aún no son civilizados o que está en el camino de civilizarse. Aclaro que empleo el vocablo civilizado en el sentido de personas o grupos sociales cuyo comportamiento están conformes con las normas establecidas por la sociedad, siempre y cuando, desde mi punto de vista, esas normas sean legítimamente aceptadas y sin imposiciones inicuas.

Es, justamente, por eso que mi propuesta no se refiere a una “moral anarquista” como la propusieron pensadores de la talla de William Godwin, Sébastien Faure, Max Stirner y Piotr Kropotkin. Ahora bien, la teoría política y social de los anarquistas contiene matices loables. En particular, encontramos principios tan sensatos como lo expresado por el filósofo francés Jean-Marie Guyau que tanta influencia ejerció en el Kropotkin de La moral anarquista– cuando aseguraba que, “Nos proponemos, pues, investigar lo que sería y hasta dónde podría llegar una moral en la que no figurase prejuicio alguno, en la que todo fuese razonado y apreciado en su verdadero valor, ya sea respecto a certidumbres, o a opiniones e hipótesis simplemente probables” (Guyau, pár. 2).  Además, me siento parcialmente afín a su idea de una “moral sin sanción ni obligación” porque nos advirtió que, “Esta es la libertad en moral, que no consiste en la ausencia de toda regla, sino en la abstención de la regla siempre que ésta no pueda ser justificada con el suficiente rigor” (Guyau, pár. 3). Pero, la raíz de una moral carente o limitada de prohibiciones yo la encuentro en otras fuentes como son las ciencias sociales y médicas tanto para coincidir como para diferir. Pongo por caso que el psicólogo francés J. Selosse visualiza la prohibición como una barrera moral que, "delimita lo posible y cierne lo deseable, asegurando una protección individual y conteniendo la violencia y el goce dentro de los límites de lo prohibido" (Doron & Parot, 2008, p. 451). De acuerdo con su interpretación, la fuerza de la prohibición se conforma en figuras (personalidades) de relieve y será mediante la sumisión, la identificación y la introyección progresiva que las restricciones se transforman "en prohibiciones interiorizadas en una conciencia moral (súper-yo)" (Doron & Parot, 2008, p. 451). Siguiendo esa misma línea concluye que:

La prohibición asegura una triple función: estructural, estructurante y simbólica, pues toda relación con lo real pasa por la mediación de la ley que precede la pulsión y se sirve del lenguaje para expresar sus mandamientos. Las prohibiciones ocupan un lugar importante en la economía de la vida psíquica, están en el origen de los mecanismos de defensa, de represión, de compromiso, de sublimación; alimentan conflictos intrapsíquicos y angustias de conciencia; estructuran organizaciones neuróticas. (Doron & Parot, 2008 p. 451).

Luego, prohibir determinado proceder moral no es de por sí desatinado, muchas veces es inevitable. Lo que es equivocado, repito, es prohibir lo innecesario o, mejor, proscribir lo que no tiene que ser prohibido. Puesto que la moral se da en el contexto social, la misma incumbe tanto al individuo (moral individual) como a la sociedad (moral social). No está demás apuntar que la moral es irrelevante en la soledad. Esto es, pensar en convencionalismos morales sin que alguien nos observe y, sobre todo, que se sienta afectado no tiene sentido. Las acciones morales o inmorales cobran significación en la interacción social y nada más. Así que, si alguna acción o gesto de alguien disgusta, pero no causa daño físico o emocional -por lo indecoroso conforme a los principios establecidos en la sociedad- nada se tiene que hacer al respecto. Claro que ahora tendremos que preguntarnos qué es lo indecoroso. Obviamente, la respuesta va a depender del grupo social o del individuo al que aludamos. Hay actos que a mí me pueden parecer inmorales, mientras que los mismos actos a otros les parecen indiferentes o, incluso, perfectamente morales. De aquí que la moralidad no es lo mismo para todo ser viviente. Lo que no quiere decir que me allane a un relativismo moral. Como Einstein (2000, p. 33) “no creo que sea correcto el llamado punto de vista "relativista", ni siquiera en el caso de las decisiones morales más sutiles.” La polémica en cuanto al relativismo en la ética y la moral es tan antigua como esas mismas áreas y en el contexto de este ensayo considero que el tema es innecesario. Con todo, aprovecho el “memento” para distinguir por lo acertada y brillante la nombrada “ética de mínimos” de la filósofa española Adela Cortina y la anterior “minima moralia” del alemán Theodor W. Adorno.

Retomando el tema de marras, las normas morales como “hechos sociales inmateriales” –en palabras de Durkheim– se pueden establecer para lo que realmente nos afecta tanto psíquica como físicamente. Hablo de contenidos como, por ejemplo, lo justo, lo prudente, lo digno, lo honorable y muchas otras virtudes que transitan en esa dirección. La moralidad no puede ser impuesta a base de preferencias o prejuicios de ningún tipo, sean políticas, culturales o religiosas. El único árbitro que puede decir si una acción es buena o mala es nuestra propia conciencia. El único que decide cómo va a actuar es el propio individuo. El propio Aristóteles aludió a este aspecto del proceder moral cuando afirmó que:

Y así, siempre que fuera de los seres existe una causa que los obliga a ejecutar lo que contraría su naturaleza o su voluntad, se dice que estos seres hacen por fuerza lo que hacen. De otra manera, el hombre desarreglado que no se domina reclamará y sostendrá que no es responsable de su vicio, porque pretenderá que si comete la falta es porque se ve forzado a ello por la pasión y el deseo. Ésta será, pues para nosotros la definición de la violencia y de la coacción: hay violencia siempre que la causa que obliga a los seres a hacer lo que hacen es exterior a ellos; y no hay violencia desde el momento que la causa es interior y que está en los seres mismos que obran. (en línea, énfasis mío)

De ahí que la función de los autoproclamados moralistas en muchas ocasiones, que no siempre, sea perniciosa por lo inapropiada. Lo cierto es que en grandes sectores de la sociedad el término “moralista” contiene o arrastra una semántica un tanto despreciativa. Y son repudiados, merecidamente, por querer imponer su voluntad en su intento de controlar al otro. Por tanto, debemos evitar a toda costa imponer nuestro criterio como el único válido. Ello no implica que no se deba enseñar a pensar en términos morales.

Por cierto, una de las controversias que reaparecen de tiempo en tiempo es si la moral se puede enseñar. Al respecto, (Gutiérrez Laboy 2008, p. 18) he anotado que:

Desde Sócrates hasta nuestros días se sigue cuestionando si la moral, es decir la “virtud” –como el filósofo griego la concebía– se puede enseñar. Las respuestas son diversas y contradictorias. Tan es así que el Sócrates del Menón o de la virtud de Platón se lo plantea y su respuesta es de por sí incierta. Algunos sostienen tajantemente que no como el primer Wittgenstein– y que solamente el proceso de socialización desde la infancia y la propia decisión es lo que le llevará a actuar moral o inmoralmente. Aunque yo soy de los que piensan que la ética sí se puede enseñar mientras que la moral no, también opino que eso no es tan importante.

En el contexto de este trabajo considero conveniente hacer unas breves acotaciones al respecto. Einstein (2000, p. 39) sutilmente se preguntó, “¿Se debe, quizá, tratar de moralizar?” y con firmeza respondió, “En modo alguno.” Yo opino que la moral como tal no se puede enseñar, debido a que la misma se adquiere mediante los paradigmas instituidos a través de todo el entorno familiar y social; en tanto, la ética como disciplina filosófica que es se puede y se debe enseñar. Esto es, ya sea en las escuelas -desde la primaria hasta la superior-; ya sea en las universidades, un curso de moral supondría un catálogo de reglas que se deben o que no se debe realizar y que por lo general no cobran significancia en el alumno. Por otro lado, la ética debe ser parte de todo currículo académico, pero su objetivo debe ser conducir a los alumnos a que mediante metodologías pedagógicas dirigidas por los profesores reflexionen filosóficamente –es decir, cuestionando y disputando en el aula– sobre todo lo que tiene que ver con lo moral, de suerte que al exponerlos a esos temas sean ellos los que opten, si lo deciden así, por llevar una vida más ecuánime para con sus congéneres y, por supuesto, con todo ser vivo a nuestro derredor en el ahora y en el mañana. En ese proceso educativo no se puede contemplar la prohibición en la moral por lo contraproducente que es. Quizás fue por eso que Pascal (2001, p. 71) sentenció que “la verdadera moral se burla de la moral; es decir que la moral del juicio se burla de la moral del espíritu: ella carece de reglas.” Vuelvo a exhortar que la moral tiene que germinar en el propio individuo (según su entorno social) y no de imposiciones externas porque, en palabras de Erich Fromm (1982, p. 22):

La Ética Autoritaria (sic) niega formalmente la capacidad del hombre para saber lo que es bueno o malo; quien da la norma es siempre una autoridad que trasciende al individuo. Tal sistema no se basa en la razón ni en la sabiduría, sino en el temor a la autoridad y en el sentimiento de debilidad y dependencia del sujeto.

Debemos tener presente que hay muchas acciones de la vida cotidiana que no se deben proscribir simple y llanamente porque son parte de nuestra naturaleza o de nuestra realidad humana. Esto es, de ninguna manera debemos osar vedar actitudes, acciones o creencias que “son parte de nuestro ser como humanos” o, lo que es lo mismo, de “nuestra realidad existencial”. Cuando acciones tan naturales como la masturbación -por solo mencionar un ejemplo- se tratan de prohibir se pierde la legitimidad o la autoridad que se procura poseer como moralistas y, lo que es peor aún como previamente señalé, las prohibiciones banales conducen al rechazo de las mismas, lo que inevitablemente provoca el resultado contrario al que se buscaba. De igual manera, prohibir el uso de profilácticos durante el acto sexual tanto por presuntos motivos morales como religiosos hacen la función del moralista, antipática por lo insensata, a más de ser una señal de mezquindad espiritual porque, a diferencia de lo que se empeñan en decir muchos religiosos, el sexo también se lleva a cabo por placer y no solo para la procreación, lo que es indiscutiblemente natural. Son, justamente, la mayoría de los religiosos los que piensan que las prohibiciones son fundamentales en la ética y la moral y sin ellas la vida de los individuos no vale prácticamente nada. Tan es así que un teólogo contemporáneo tan importante como Roger Burggraeve (1994, p. 130) de la Universidad Católica de Lovaina se haya propuesto demostrar “como las prohibiciones abren la puerta para la libertad y la riqueza de la creatividad humana.”

Los dos ejemplos anteriores tienen que ver con la sexualidad y no los he incluido por mera casualidad. Sucede que gran parte de las prohibiciones inicuas y, por consecuencia, adversas a la efectividad tanto de la ética como de la moral giran en torno a ese tema que de una u otra manera nos toca a todos. En clara referencia a este particular y a tono con el discurso que voy manejando, Michel Foucault (1998, p. 9-10, énfasis mío) formula unas interrogantes, que bien se pueden extender a todo el asunto que me ocupa, cuando refutando las prácticas proscritas argumenta lo siguiente:

Ahora bien, frente a lo que yo llamaría esta “hipótesis represiva”, pueden enarbolarse tres dudas considerables. Primera duda: ¿la represión del sexo es en verdad una evidencia histórica? Lo que a primera vista se manifiesta y que por consiguiente autoriza a formular una hipótesis inicial ¿es la acentuación o quizá la instauración, a partir del siglo XVII, de un régimen de represión sobre el sexo? Pregunta propiamente histórica. Segunda duda: la mecánica del poder, y en particular la que está en juego en una sociedad como la nuestra, ¿pertenece en lo esencial al orden de la represión? ¿La prohibición, la censura, la denegación son las formas según las cuales el poder se ejerce de un modo general, tal vez, en toda sociedad, y seguramente en la nuestra? Pregunta histórico-teórica. Por último, tercera duda: el discurso crítico que se dirige a la represión, ¿viene a cerrarle el paso a un mecanismo del poder que hasta entonces había funcionado sin discusión o bien forma parte de la misma red histórica de lo que denuncia (y sin duda disfraza) llamándolo "represión” ¿Hay una ruptura histórica entre la edad de la represión y el análisis crítico de la represión? Pregunta histórico-política. Al introducir estas tres dudas, no se trata sólo de erigir contra-hipótesis, simétricas e inversas respecto de las primeras; no se trata de decir: la sexualidad, lejos de haber sido reprimida en las sociedades capitalistas y burguesas, ha gozado al contrario de un régimen de constante libertad; no se trata de decir: en sociedades como las nuestras, el poder es más tolerante que represivo y la crítica dirigida contra la represión bien puede darse aires de ruptura, con todo forma parte de un proceso mucho más antiguo que ella misma, y según el sentido en que se lea el proceso aparecerá como un nuevo episodio en la atenuación de las prohibiciones o como una forma más astuta o más discreta del poder.

Ese poder represivo se manifiesta también en las imposiciones morales, lo que, sigo insistiendo, perjudica las acciones loables de aquellos que bien intencionados y sin prejuicios elaboran sugerencias morales para el bienestar de la sociedad. Las prohibiciones -si nos vemos forzados a recurrir a ellas- tienen que ser sobre asuntos axiomáticos tales como el homicidio (en cualquiera de sus vertientes) y la violación sexual. Estos dos son ejemplos que no solamente deben conllevar la máxima sanción legal, sino que también son los actos más reprobables que un ser humano pueda cometer desde el punto de vista moral. Lo que no debemos permitir es emplear ni la ética ni la moral como excusa para coartar las libertades que todos procuramos.

Creo que mucha gente confunde la ley con la moral. Como también sospecho que esa misma gente pretende imponer sus opiniones morales como si fueran leyes. Es a lo que Derrida (1992) se refería según lo interpreto yo– cuando apostilla en relación a las disparidades entre la ley, la ética y la política y las condiciones concretas de su implementación. Esa confusión se cuando el también jurisconsulto Paulo declaró que no todo lo que es lícito es honesto (Non omne quod licet honestum est). De esa forma, se puede aceptar que la ley o el derecho (que estrictamente hablando no son sinónimos) es obligatorio mientras que la moral no lo es. Aquí cabría debatir si coincidimos o no con Derrida (2002, p. 233, trad. mía)) cuando aduce que “la ley siempre es una fuerza autorizada, una fuerza que se justifica a sí misma o es justificada al aplicarse, incluso si esa justificación es juzgada por otros como injusta o injustificada.” La moral propiamente hablando no debe imponerse como ley. El moralista no siempre tiene la razón. A veces pienso que esas personas –los autodenominados moralistas– que prohíben y prohíben no lo hacen porque crean en lo que dicen, sino que lo hacen como una manera de sentirse más poderoso, porque los embriaga el poder. De esta manera coincido también con Foucault (1998, p. 10-11) al concluir que:

Todos esos elementos negativos -prohibiciones, rechazos, censuras, denegaciones- que la hipótesis represiva reagrupa en un gran mecanismo central destinado a decir no, sin duda sólo son piezas que tienen un papel local y táctico que desempeñar en una puesta en discurso, en una técnica de poder, en una voluntad de saber que están lejos de reducirse a dichos elementos.

Por tanto, recomiendo que más que imponer se sugieran alternativas más convenientes, a la vez que más convincentes, para los individuos. El filósofo moral no puede asumir el papel de moralista, pero en su reflexión filosófico moral debe clarificarle al que quiera fungir como moralista las verdaderas implicaciones y, sobre todo, el camino adecuado hacia un pensar correcto relativo a los principios esenciales y los términos morales con argumentos racionales y desapasionados. Siempre me ha parecido que el valor de la metaética debió o, tal vez, debe radicar no en el análisis de los conceptos morales “per se” sino puede observar en la antigua Roma cuando el jurisconsulto Ulpiano definió el derecho como el arte de lo bueno y de lo justo (Ius est ars boni et aequi) si bien fue esclarecida poco después que en coadyuvar a ejercer más responsablemente la función moralizadora de todo aquel que quiera presentarse ante el mundo como moralista, prestando cuidadosa atención a la “obligatoriedad moral” a la que esbozaron pensadores como, entre otros, G. E. Moore y H. A. Prichard. Esa función implica, además, la finalidad de examinar lo que hay detrás de las prohibiciones. Al explicar su concepto de “hecho social”, entre otros muchos elementos, Durkheim (2001, p. 28) acotó que:

El poder coercitivo que le atribuimos es incluso una parte tan pequeña del hecho social que éste bien puede presentar el carácter opuesto. Pues, al mismo tiempo que las instituciones se nos imponen, nosotros nos atenemos a ellas; nos obligan y nosotros las amamos; nos constriñen y nosotros sacamos provecho de su funcionamiento y de la coacción misma que ejercen sobre nosotros. Esta antítesis es la que los moralistas han señalado con frecuencia entre los dos conceptos del bien y del deber, que expresan dos aspectos diferentes, pero igualmente reales, de la vida moral. Quizá no haya prácticas colectivas que no ejerzan sobre nosotros esta doble acción, la cual, por otra parte, sólo es contradictoria en apariencia. Si no las hemos definido tomando en cuenta esta vinculación especial, interesada y desinteresada a la vez, es sólo porque no se manifiesta por signos exteriores que se pueden percibir con facilidad. El bien tiene algo que es más interno, más íntimo que el deber, por lo tanto, menos asible.

No creo estar del todo en contubernio con el pensamiento del apreciable sociólogo francés. No obstante, ese “quizá” de las “prácticas colectivas” sobre las que él parece deliberar debería ser una de las principales faenas del filósofo moral. Éste debe intentar aclarar el cómo y el por qué se procura ejercer influencias mediante la prohibición o imposición de “normas morales” cuando muchas de ellas son poco legítimas y sustanciosas, lo que en conclusión evita una mayor efectividad del proceso moralizador justificado.

Roberto Gutiérrez Laboy en dialnet.unirioja.es

Nota:

1   El afamado autor de Descartes’ Antonio Damasio, ha indicado que “La construcción de lo que llamamos ética comenzó con el edificio de la bio-regulación.” Su tesis supone una “base neural para el comportamiento social.” (Damasio, 2002, p.16, trad. mía)

Luis Legaz Lacambra

En el reciente Congreso Internacional de Derecho Comparado celebrado en Bruselas se ha puesto de relieve que el tema relativo al concepto de la legalidad conserva   una actualidad permanente [1]. La discusión del mismo ha recaído, como no podía menos de ser, en el aspecto filosófico-jurídico implicado en la noción de la legalidad; pero, como correspondía a un Congreso de comparatistas, el interés se orientaba por de pronto a la busca de aquellos elementos más o menos formales acerca de los cuales podía patentizarse una coincidencia a través de la variedad de los sistemas jurídicos. Pero el sentido último de esta búsqueda no era tanto el llegar a formular un concepto formal, válido por su vacuidad, para cualquier sistema jurídico, como el encontrar una real aquiescencia en el pensamiento de los juristas de sistemas diversos a ciertos elementos que los juristas occidentales consideran esenciales al concepto de la legalidad. El interés teorético de la discusión radica en que uno de los problemas máximos de la filosofía del Derecho consiste precisamente en la posibilidad de conceptos jurídicos puros, apriorísticos, comunes en cuanto «formales» a todo sistema positivo de Derecho, y, sobre todo, en el señalamiento del valor que tales conceptos pudieran poseer, habida cuenta de la índole teleológica y axiológica del Derecho en el ámbito de la existencia humana.

¿El concepto de «legalidad» es uno de estos conceptos puros, apriorísticos, fundamentales, formales? Así parece, y así es, vistas las cosas bajo cierto aspecto. En efecto, con aquel concepto no se expresa nada específico referente a un sistema jurídico determinado. «Legalidad», en el más amplio, general y obvio de los sentidos, significa existencia de leyes y conformidad a las mismas de los actos de quienes a ellas están sometidos. Por eso, en nuestra definición «descriptiva» del Derecho hemos dicho que éste es una forma de vida social, que expresa un punto de vista sobre la justicia y cristaliza en un sistema de legalidad [2]; con lo cual queremos decir, nada más y nada menos, que la legalidad es una forma manifestativa del Derecho, la forma precisamente por la que el jurista reconoce la existencia del Derecho. Por consiguiente, es una forma de decir que el Derecho consta de normas; y como no cabe lógicamente pensar un Derecho sin normas, puede decirse que el concepto de norma jurídica es uno de los conceptos apriorísticos, fundamentales o formales del Derecho, porque necesariamente integra la estructura de todo ordenamiento jurídico.

Con esto, sin embargo, no se agota cuanto cabe decir acerca del concepto de legalidad. Por de pronto, convendrá eliminar el posible equívoco introducido por el uso de la palabra «formal». No olvidemos el sentido absolutamente relativo de esta noción, según una conocida exégesis de Max Scheler [3]. Tengamos también presente que, en virtud de esa relatividad, de la más contingente de las instituciones jurídicas es igualmente posible formular un concepto «formal». En ese sentido no hay nada que se oponga a la formulación de un concepto formal de la legalidad: bastará con eliminarle «lastre histórico», prescindir de todo lo que, por no ser común, parece contingente y mudadizo y quedarse sólo con aquello estrictamente indispensable que señale la existencia de un algo acerca de lo que se habla. El único problema es si ese algo de lo que se habla posee un mínimo de sustancia que permita un entendimiento entre los que hablan, o si, por el contrario, sólo hace posible un habla de lenguajes diferentes.

Que la legalidad, vista en sentido fundamental. es un concepto puro, apriorístico, fundamental, por cuanto integra la estructura ontológica de todo ordenamiento jurídico y es, por tanto, una noción que posee necesidad lógica, es evidente. Pero la cuestión varía de aspecto cuando se la mira en otro sentido.  Entonces no es que el primer sentido sea falso, sino que el problema de la legalidad se plantea más bien en el nuevo sentido, aun cuando éste no sólo deja intacta, sino que presupone la validez del primero.

Pero la verdad es que cuando los juristas modernos hablamos de legalidad, cuando se discute cuál es el valor actual de la misma, o se inquiere si posee algún sentido, por ejemplo, en el régimen soviético, etc.. se está haciendo referencia a algo infinitamente más concreto y preciso que la pura existencia de normas y el necesario ajuste a las mismas de las acciones que regulan. Por eso, desde el punto de vista filosófico-jurídico, no son idénticos el problema de la legalidad y el de la normatividad, a pesar de que materialmente debían serlo (norma=ley, ley en sentido material).  En definitiva, la idea de ley y el convencimiento de la necesidad y del valor de la ley, e incluso del necesario ajuste a la misma de ciertas acciones, y concretamente de las realizadas por el soberano (doctrina de la sumisión del príncipe a sus propias leyes) es antigua, anterior en todo caso al nacimiento de la problemática moderna de la legalidad. Pues en ésta hay un matiz específicamente moderno, del que necesariamente hay que hacerse cargo. En el concepto de legalidad hay una carga histórica y con él se alude a una serie de exigencias y postulados que van vinculados a una situación histórica y que se expresan en la fórmula del Estado de Derecho, nacido históricamente como Estado burgués y liberal de Derecho:  y por eso mismo ha dicho Carl Schmitt [4] que el Estado de Derecho del siglo XIX ha sido en realidad un Estado legalista. En consecuencia, en la medida en que este trasfondo sociológico-político experimenta una mutación que de algún modo se refleja en las estructuras jurídico-políticas, la legalidad se hace problema, se torna problemática porque lo que hay de constante y permanente en su exigencia tiene que configurarse in concreto respecto de una situación nueva en la que ha de cumplir una misión para la que acaso es inadecuada la figura de que se revistió al presentarse históricamente como problema con entidad propia y sustantiva.

La «legitimidad» es un concepto paralelo al de legalidad. Como éste, posee también un sentido fundamental, que alude a los principios de justificación del Derecho (el Derecho como «punto de vista sobre la justician» pero, también como él, posee una carga histórica, si bien ahora diríamos que se trata de un concepto más bien «antiguo», a diferencia de la legalidad, que es una idea «moderna». Este doble sentido ha sido muy bien expuesto en el Tratado de Derecho Político de don Enrique Gil Robles con estas palabras: «La legitimidad de cualquiera institución es su conformidad con la ley en toda la extensión de la palabra, y por lo tanto, con la ley divina, natural y positiva, y con la humana, ya consuetudinaria, ya escrita. Así, pues, lo mismo da decir legitimidad que legalidad (subrayamos   nosotros); pero a veces se emplea esta última palabra, y así lo expresará implícita o explícitamente la elocución, en el sentido de ley contraria a derecho, o como si dijéramos­ sin moralidad y rectitud. puro legalismo pragmático, privado del espíritu de justicia, y divorciado y enemigo de ella; y también puede usarse el término como expresivo de una ley que, aunque tenga en sí misma razón y justicia, no está en conexión y armonía,. sino en oposición y pugna. con otras leyes de orden superior, y así no puede atribuir derechos actuales en colisión con los demás de preferente título" [5]. Puede decirse que la legalidad, materialmente entendida, se cifra en la legitimidad -modo «antiguo» de entenderla-, mientras que modernamente, la máxima legitimidad se la ha visto en la pura legalidad. Por eso, Max Weber, que ha distinguido clásicamente las tres formas de legitimidad: la carismática, la tradicional y la racional [6], dice que la forma de legitimidad hoy más corriente es la creencia en la legalidad, o sea "la obediencia a preceptos jurídicos positivos estatuidos según el procedimiento usual y formalmente correctos" [7].

Así, pues, en el Estado liberal de Derecho la legitimidad de su ordenamiento no ha consistido tanto en su conformidad con una ley superior de justicia, como en el hecho de que ha impuesto la primacía de la ley positiva en todos los ámbitos vitales y ha exigido el estricto ajuste a la misma de todas las acciones estatales incluidas las de los órganos rectores de la administración y el gobierno [8]. Pero esta ley no necesitaba justificarse en ningún orden superior, sino que se consideraba auto- legitimada en cuanto expresión de la voluntad general, de la que se consideraba que era por sí misma expresión de la justicia. Por eso se ha dicho [9] que la crisis histórica de las formas tradicionales de legitimidad va englobada en el vasto proceso de racionalización que ha experimentado la cultura occidental. En el fondo de toda pretensión de legitimidad hay una no disimulada invocación al misterio que puede ser absorbida por le fe, pero no asimilada por un análisis racional.  La comprensión de la realidad política dentro de sistemas que, como del suyo decía Laplace, hiciesen innecesaria la hipótesis de Dios, denunciaba una mentalidad racionalista que forzosamente tenía que repudiar como irracionales los títulos de legitimidad no susceptibles de comprobación lógica. Esto explica la disolución de la legitimidad en legalidad, que es también una manera de dar una justificación del poder y de la sumisión del hombre, nacido “naturalmente libre". Con esto, una legitimación trascendente se torna puramente inmanente y se cae en una nueva forma de santificar lo existente, con lo que se comprueba que entre Hegel y Rousseau no media la distancia que hace suponer la diversidad de orientaciones políticas derivada de la utilización de sus doctrinas por los partidos.

Todo esto, en definitiva, demuestra que la legitimidad es un concepto esencial al Derecho que, si bien posee también su «carga histórica», es más «contingente» que la que lastra el concepto de legalidad. Son más irrelevantes las formas históricas de legitimidad, porque lo verdaderamente relevante es que siempre hay una legitimidad. Esto es verdad en plano teorético, porque la legalidad positiva tiene que obedecer a alguna justificación; pero es también una verdad en plano sociológico.  Por eso dice Guillermo Ferrero [10] que los principios de legitimidad son exorcismos del miedo y, al propio tiempo, pilares de la civilización: convencionalismos frágiles y limitados, parcialmente justos y parcialmente razonables; por sí mismos no tienen demasiada razón de imponerse, pero como han sido aceptados por todos, suprimen el miedo y hacen que los gobernados no duden de su obligación de obedecer; podría decirse, pues, que más que un valor racional o jurídico poseen una virtud mágica. Y Max Weber ha explicado perfectamente este aspecto sociológico de la ineludibilidad de la legitimidad por el hecho, cargado de significación axiológica, de la auto-justificación. «El hecho de que el fundamento de la legitimidad no sea una mera cuestión de especulación teórica o filosófica, sino que da origen a diferencias reales entre las distintas estructuras empíricas de las formas de dominación, se debe a este otro hecho general inherente a toda forma de dominación e inclusive a toda probabilidad en la vida: la autojustificación. La más sencilla observación muestra que en todos los contrastes notables que se manifiestan en el destino y en la situación de dos hombres, tanto en lo que se refiere a su salud y a su situación económica o social como en cualquier otro respecto. y por evidente que sea el motivo puramente accidental de la diferencia, el que está mejor situado siente la urgente necesidad de considerar como legítima su posición privilegiada, de considerar su propia situación como resultado de un mérito y la ajena como producto de una culpa... La subsistencia de toda dominación, en el sentido técnico que damos aquí a este vocablo, se manifiesta del modo más preciso mediante la auto-justificación que apela a principios de legitimidad» [11].

La escisión entre las ideas de legalidad y legitimidad es un pro, dueto típico de lo que llamaba Gil Robles el «Derecho nuevo», o sea, el liberalismo. Muy concretamente, como recuerda Carl Schmitt [12], su origen se encuentra en la Francia monárquica de la Restauración, a partir de 1815, en la que se manifiesta de modo agudo la oposición entre la legitimidad histórica de la dinastía restaurada y la legalidad del Código napoleónico todavía vigente. De esta antítesis fue vocero consciente Lammenais y antes de la Revolución de 1848 se decía aquello de que la légalité, la legalidad mata; y, más tarde, Luis Napoleón hablaba de sortir de la légalité pour rentrer dans le Droit; en general, para el pensamiento revolucionario y liberal, la legalidad era la expresión del progreso y de la civilización, frente a la barbarie y el paternalismo de los regímenes despóticos. Eso también es lo que la legalidad  representaba para el liberalismo español  cuando  por  boca  del  señor  Cortina, interpretado por Donoso Cortés, condensaba sus  principios  en esto: «en la política  interior, la legalidad; todo por la legalidad, todo para la legalidad, la legalidad siempre, la legalidad en todas circunstancias, la legalidad en todas ocasiones», a lo que el gran tribuno que creía  «que  las  leyes  se  han  hecho  para  las  sociedades y no las sociedades para las leyes, contestaba en famoso discurso, afirmando la primacía de  la  sociedad,  que  «cuando  la  legalidad basta para salvar a la sociedad. la legalidad; cuando no basta, la dictadura» [13], con lo cual apuntaba a un nuevo principio de legitimidad distinto del monárquico, que para él podía considerarse periclitado, al menos en su eficacia sociológica, al pronunciar las conocidas  palabras:  "La  monarquía  de  derecho  divino  concluyó con Luis XVI en un cadalso;  la  monarquía  de  la  gloria  concluyó con Napoleón en una isla; la monarquía hereditaria concluyó con Carlos X en el destierro, y  con  Luis Felipe ha  concluido  la  última  de todas las monarquías posibles: la monarquía de la prudencia. ¡Triste y lamentabilísimo espectáculo el de una institución antiquísima, venerabilísima, gloriosísima, a quien de nada vale ni el derecho divino, ni la legitimidad, ni la prudencia, ni la gloria!»  [14].

Conviene señalar la importancia decisiva que este ambiente ha tenido en el desenvolvimiento de la ciencia jurídica moderna. El Derecho objeto de la ciencia jurídica moderna ha sido el Derecho positivo bajo especie normativa. La concepción normativa de la ciencia jurídica ha nacido de la desvalorización de la ciencia tradicional y la disolución de la dogmática jurídica en técnica del Derecho [15]: pues la dogmática había absorbido los valores del yus-naturalismo mundanizados por la ciencia, pero en virtud de la dignidad filosófica a ésta conferida, el estudio de las leyes se resolvió en estudio del Derecho. El racionalismo formal y constructivo del pensamiento jurídico moderno, cargado a veces de sombríos tintes ius-naturalistas, realizó, sin embargo, en gran parte el programa del Derecho natural. Si de un lado la parte general del Derecho de obligaciones y de todo el Derecho civil eran amplias generalizaciones de conceptos jurídicos provenientes de la romanística, estos conceptos habían sido admitidos también por el Derecho natural. Y lo que habían reconocido Bekker y, con ánimo polémico, Bergbohm, o sea la gran influencia del Derecho natural sobre la Escuela histórica, se comprueba en esta supervivencia de los tratados yus-naturalistas del siglo XVIII en la moderna ciencia jurídica dogmática que trabaja sobre conceptos del Derecho romano. Esta supervivencia del Derecho natural es lo que ha dado al, guna justificación y legitimidad al positivismo jurídico.  Este ha sido antes una actitud de fe dogmática que una doctrina filosófica crítica. La ciencia jurídica volvió a ser dogmática porque el legislador apareció investido de una justificación ideal. El Código de Napoleón usufructuó el prestigio imperial de que otrora disfrutara el Corpus iuris. En general, la ley positiva era aceptada en su positividad porque se la presuponía dotada de intrínseca. racionalidad. Frases que todavía hoy se usan en el lenguaje corriente, como la exigencia de una «libertad dentro de la ley», expresarían una banalidad tautológica (libertad para hacer lo que no se prohíbe hacer) si no se las refiere a esta situación histórica en que se presupone, de modo explícito o implícito, una armonía preestablecida entre la racionalidad y la justicia, de un lado, y la ley, de otro [16].

De ese modo, la ciencia jurídica positivista, en la medida en que oculta rescoldos de Derecho natural. disuelve la legitimidad en legalidad, porque cree en la legitimidad inmanente de la legalidad.

El legalismo en la ciencia jurídica celebra su apoteosis con el hecho de la codificación. Esta representa el triunfo y la culminación del movimiento legalista. En el Código se expresan al máximo las condiciones formales de racionalidad y logicidad que se presuponen en la ley. Pero esto impone a los juristas una actitud que, por exceso de legalismo, cae en lo puramente exegético.  Por eso ya Savigny había pensado que la obra codificadora habría de representar hasta cierto punto un descenso de la actividad científica de los juristas, porque el Código, culminación del intelectualismo jurídico, implica fatalmente un colapso de la fecundidad jurídica creadora y un predominio de la exégesis al margen de toda preocupación verdaderamente científica.

Ahora bien, cuando se arrumban los supuestos ideales en los que se apoya la fe en la legalidad, cuando se apagan los últimos rescoldos que. inadvertidamente se alojaban en la entraña del positivismo jurídico, la legalidad se convierte en un puro formalismo. Es una legalidad vacía, bajo la que se encubre la más variada y a veces averiada mercancía. El fenómeno de la «legislación motorizada», estudiado por Carl Schmitt [17], complica aún más las cosas, porque materias fundamentales que tradicionalmente eran objeto de legislación formal -y en el  Estado de  Derecho  tenían que serlo- son hoy objeto de «medidas» de organismos burocráticos dotados de poder irresistible y, de hecho, en la práctica política y constitucional, la distinción entre ley y medida aparece prácticamente borrada y, de otra parre, es menester suplantar o contrarrestar el principio de legalidad por otros principios de legitimidad por razón de materia, de supremacía o de necesidad (dicta, dura del Jefe del Estado prevista en la Constitución, legitimación plebiscitaria, etc.) [18].

Y de otro lado, los juristas han ido paulatinamente abandonando su fe en la legitimación inmanente de la legalidad, y su actitud se ha orientado unilateralmente a atenerse sólo a la legalidad. Surge así -dice Schmitt- la contraposición típica entre lo «constituyente» y lo «constituido», entre el ordo ordinans y el ordo ordinatus, entre el pouvoir constituant y el pouvoir constitué. Los juristas del Derecho positivo, esto es, constituido y estatuido, se han acostumbrado a tener en cuenta solamente este orden existente y los hechos que dentro de él acontecen, o sea el ámbito de lo ya constituido, y en particular el sistema de una legalidad estatal determinada. En consecuencia, rechazan como metajurídica la consideración de todos los acontecimientos que sirven para fundar y constituir ese orden y ese sistema. Refieren la legalidad a la constitución o a la voluntad del Estado construido como persona. Pero la cuestión de dónde proviene esta constitución, de cómo nace este Estado, la rechazan como puros «hechos» que escapan a la consideración del jurista. En tiempos de seguridad aproblemática, esto tiene cierto sentido práctico, sobre todo si se piensa que la moderna legalidad constituye, ante todo, el modo de funcionamiento de la burocracia estatal: pues ésta no se interesa por el derecho de su origen, sino tan sólo por la ley de su funcionamiento [19]. Y, en efecto, la concepción jurídica continental ha conducido a una concepción de la legalidad en la que ésta viene a significar el método de trabajo y funcionamiento de las diversas autoridades, dentro de un Estado moderno industrializado, super-organizado y altamente especializado. El modo de resolver los negocios, las costumbres y rutinas de los funcionarios, el funcionamiento previsible, la preocupación por mantener esta forma de existencia y la necesidad de cubrirse frente a toda responsabilidad, son cosas que pertenecen al complejo de una legalidad concebida al modo burocrático y funcional [20]. Este concepto de legalidad no será fácilmente entendido en Inglaterra, pero es perfectamente aplicable a países como Alemania, Francia, Italia o España.

El Derecho se configura como un sistema de legalidad porque la unidad del ordenamiento jurídico se basa en la existencia de una norma fundamental de la cual son una derivación todas las restantes normas; es, pues, el ordenamiento jurídico un sistema de «delegaciones de procedimientos», como explica Kelsen al hacer suya la doctrina de Merkl sobre la construcción escalonada del Derecho. En este sistema se regulan los procedimientos que aseguran la regularidad de la creación de las normas.  Toda regularidad, incluso la que obedece a exigencias de contenido, se reduce según Kelsen a una regularidad formal, esto es, referida al procedimiento de producción de la norma -que es, al propio tiempo-, aplicación de una norma superior [21]. Sin embargo, hay normas creadas irregularmente: leyes anticonstitucionales, reglamentos o decretos ilegales. ¿Qué ocurre con tales normas? Para Kelsen, puesto que ca, recen de validez, son la «nada jurídica», son inexistentes desde el punto de vista jurídico [22]. Sin embargo, hay esas normas, las cuales poseen validez al menos provisional. El mismo Kelsen, haciéndose cargo de este hecho, explica que si existe una ley inconstitucional es porque la Constitución admite que conserve su validez por lo menos mientras no sea anulada por un Tribunal constitucional. Si falta este organismo, todo lo que el órgano legislativa considere ley tendrá que ser aceptado como tal en el sentido que la Constitución da a la palabra; y entonces ninguna ley será inconstitucional. «Los preceptos de la Constitución relativos al procedimiento legislativo y al contenido de las leyes futuras, no significan que las leyes puedan ser creadas únicamente en la forma y con el alcance señalados por la Constitución. Esta faculta al legislador a crear leyes en otra forma, y también con otro contenido... Así como los Tribunales pueden estar autorizados, en ciertas circunstancias, a no aplicar el Derecho legislado o consuetudinario existente, sino actuar como legisladores y crear nuevo Derecho, del mismo modo el legislador ordinario puede encontrarse facultado en ciertas circunstancias a proceder como legislador constitucional... El legislador está facultado por la Constitución, bien para aplicar las normas establecidas directamente en la Constitución misma, bien para aplicar otras, sobre las que él mismo puede decidir. De otro modo, una ley cuya creación o contenido no correspondiesen a las prescripciones directamente establecidas en la Constitución no podría ser considerada válida [23]. El amplio formalismo kelseniano acoge de este modo lo que en rigor constituye una fuerte  limitación  a  la  idea  de  la  legalidad:  pues  la  Constitución no tiene interés en someter a control la regularidad del proceso  creador de las leyes cuando hay un fuerte interés político en reconocer la libertad del legislador, mientras que  cuando se ha  logrado un equilibrio duradero por medio de una institucionalización vigorosa, el interés  recae, por el contrario, en precaverse  contra las desviaciones que se oponen a un· sistema de continuidad y favorecen las tendencias del poder hacia la arbitrariedad [24]. Es típico a este efecto lo acontecido en España con la creación del Tribuna I de Garantías constitucionales en la época de la República. La actuación jurisdiccional del mismo fue pensada pro futuro y de una manera expresa quedaron exceptuadas de sus posibilidades de revisión las leyes dictadas con anterioridad por las Cortes Constituyentes. Teniendo en cuenta que las leyes no tienen, de ordinario, efecto retroactivo y, caso de tenerlo, es con carácter  excepcional y objeto de una especial  mención,  parecería innecesario decir que la ley sobre el Tribunal Constitucional no tenía tal efecto retroactivo; el  decirlo implica, pues, un interés político en excluir de la revisión a unas leyes determinadas, precisamente porque se tenía la conciencia de que pudieran ser declaradas  inconstitucionales: con lo cual, ipso facto, quedaron convertidas en leyes constitucionales que, de hecho, alteraron en parte la letra y el espíritu de la Constitución, o al menos. acentuaron ciertos rasgos sectarios y discriminatorios contenidos en la misma [25]. [Por lo demás, esta limitación política de la legalidad parece un hecho irremediable, radicado en la naturaleza misma de las cosas, y a ello obedece el carácter necesariamente problemático de la «Justicia constitucional», puesto de relieve en la  clásica discusión  entre  Kelsen  y Schmitt acerca del problema del «defensor de la constitución», y que todavía se patentiza en las discusiones  sobre  el actual  Tribunal constitucional establecido por la Ley  fundamental  de  Bonn,  pues sin perjuicio de reconocerse unánimemente el carácter jurisdiccional de la institución; se reconoce igualmente la  naturaleza política de los asuntos sometidos a su decisión  y se discute acerca del alcance que este elemento político posee en relación con el modo de actuar del Tribunal [26].

Ahora bien, todo esto pertenece al aspecto puramente formal de la legalidad, pero no satisface por sí solo a todo lo que la con, ciencia jurídica occidental exige y espera de la proclamación del principio de legalidad. La legitimidad y legitimación de las normas no trasciende ahí de la que le confiere la legalidad en cuanto auto-justificada, esto es, basada en sí misma. ¿Pero en qué instancia se legitima esta legalidad? ¿Requiere ésta, además de una estructura formal, la aceptación de determinados principios y contenidos que la legitimen y cuya aceptación por el pensamiento y la realidad jurídica occidental es lo que da un sentido a la legalidad y lo que constituye una base para entenderse con otros pensamientos y otros sistemas jurídicos que hablan también de legalidad? Pensamos, por ejemplo, en el régimen soviético y en las «democracias populares» que, indudablemente, poseen también su propia legalidad. ¿Pero se entiende ahí por «legalidad» exactamente lo mismo que entendemos los juristas occidentales?

Sabido es el carácter puramente instrumental que Lenin y el marxismo atribuyen a la legalidad, de la cual se sirven -tanto, como en caso necesario, de la subversión- como instrumento de lucha [27]. Pero, como ha subrayado el profesor John N. Hazard [28], después de la muerte de Stalin, la lectura de las revistas jurídicas rusas parece indicar que los juristas soviéticos no ven inconveniente en aceptar en su sistema principios que los juristas occidentales consideran esenciales al procedimiento de legalidad.  Los autores soviéticos, en efecto, están también de acuerdo con lo que los miembros de la Asociación internacional de ciencia jurídica consideran esencial a la legalidad, a saber, que es deseable que el gobierno no pueda perturbar a los ciudadanos más que de con, formidad con una ley general anterior, y que no pueda el gobierno emplear la fuerza o sanciones contra un ciudadano, incluso si es infractor de esa ley, más que siguiendo un procedimiento justo y organizado. Además, los autores soviéticos parecen también con, formes con sus colegas occidentales en el hecho de que deban existir instituciones por medio de las cuales puedan establecerse los elementos materiales y procesales. Ahora bien, el aspecto de garantía procesal no pasa de ser un formalismo, necesario pero insuficiente. Para Hazard la noción de legalidad implica también el elemento material de los derechos humanos edificados sobre el concepto de la dignidad del hombre, ya en el sentido del cristianismo, ya en el sentido racionalista y liberal. Estos derechos son a menudo desconocidos y negados en Occidente, pero aun sus negadores sienten la necesidad de justificarse y de apelar como excusa de su actuación a otros principios superiores de orden humano. Pero el problema está en que este concepto de la dignidad del individuo no existe en el marxismo. Cierto que a menudo se ha expresado en Rusia un gran interés por el individuo, pero cierto también que no se ve en él más que una unidad de producción y que su dignidad no es más que la dignidad de la máquina. Esto y, sobre todo, la estructura misma del régimen político ruso, basado en un dogmatismo absoluto, en la unidad absoluta e irresistible del poder y en la supremacía de este poder político concentrado al máximo sobre todas las manifestaciones de la vida espiritual, incluido el pensamiento jurídico, dificulta que la noción de legalidad, tal como el Occidente la acepta. tenga allí una real acogida. Y por eso, aun en países de marxismo mitigado corno Yugoeslavia, no se atribuye a la legalidad -en su forma de control constitucional de la legislación- otra función que la de ser un instrumento de la transformación de la sociedad en sentido socialista [29].

Se plantea así el problema de la «legitimidad de la legalidad», Es evidente que, en cierto plano, cabe conformarse con señalar que el principio de legalidad consiste en «atenerse a la regla de Derecho dictada por las autoridades competentes» [30], pero a condición de que la regla de Derecho cumpla su función de hacer que «las prerrogativas que todo ser humano merece por el hecho de serlo se vean protegidas» [31]. Quiere decirse con esto que no basta que un determinado sistema de legalidad posea "autojustificación» -pues ninguno carece de ella-, sino justificación «objetiva», esto es, válida no sólo para él, sino para los demás. Aquí hay una dificultad que radica en la justificabilidad de ese criterio ajeno. Se puede tener razón frente a los demás y aunque los demás no la reconozcan. ¿Cabe afirmar orgullosamente un determinado principio justificativo como único válido, sobre todo si ese principio tiene un «lastre histórico» que le impide reconocerlo como absoluto? De ese modo la cuestión se desplaza al plano del Derecho natural, el cual no puede servir para dogmatizar un sistema positivo determinado, excluyendo la validez de los demás. El Derecho natural permite mucho juego al Derecho positivo, y éste puede invocarlo desde perspectivas muy diversas y basarse en principios, incluso de apariencia antagónica, pero igualmente justificados. Sin embargo, habrá siempre un límite: que se reconozca y acoja lo que siempre y en toda y cualquier circunstancia tiene que valer como de Derecho natural, y esto son precisamente los derechos naturales del hombre.

Es verdad que éstos no se agotan en una lista que ha podido ser formulada al calor de una circunstancia histórica concreta, y tampoco el modo de su realización o protección se limita a los modos o técnicas condicionados por esa situación. En determinadas circunstancias, por ejemplo, convendrá cargar el acento más sobre exigencias comunitarias que individualistas y resaltar la importancia del "bien común».  Pero precisamente en nuestra situación se hace patente la necesidad de reafirmar los valores de la persona, sin vincularlos unilateralmente a las concepciones del «clásica» individualismo [32], sino ampliándolos en sentido social [33]. Ahora bien, no debe olvidarse en ningún caso que los derechos «sociales» son también derechos del individuo humano que de hecho no han sido suficientemente protegidos en la estructura de la sociedad burguesa en régimen jurídico de capitalismo liberal.

Esto implica la inserción de la legalidad en un orden superior iusnaturalista, realizado en la Constitución, pero por ésta reconocido como trascendente, y de ahí la posibilidad de hablar no ya sólo de inconstitucionalidad, sino de «anti-iusnaturalidad» de una disposición legal, como respecto de la Ley fundamental de Bonn se ha afirmado por alguno de sus intérpretes [34].

De esta manera, la legalidad responde a su razón fundamental e histórica de ser, la que le confiere verdadera legitimación: ser la forma y condición sine qua non de realizar los valores  de  la  per, sana humana, principalmente el respeto a la misma mediante la instauración de un arden seguro y estable que permita a todos «saber a qué atenerse» y que  delimite  con  precisión  las esferas de lo posible, lo lícito y lo obligatorio del  obrar, y justo en  cuanto que dé a la comunidad y al individuo lo suyo, esto es, los derechos  que por naturaleza le competen y la esfera de libertad  conveniente a su dignidad.

En este último sentido, el principio de legalidad tiene una permanente y renovada función práctica que cumplir, cuya realización puede servirle de principio activo de legitimación:  contribuir a la libertad real del hombre emancipándole de la presión del Estado omnipotente, pero también de las fuerzas sociales más poderosas que el mismo Estado cuando éste, frente a ellas, recae en un inexplicable laisser faire. La   acentuación unilateral de ciertas libertades puede ayudar a olvidar cómo bajo aspectos muy concretos la libertad real del hombre se ve cada vez más entorpecida y recortada, con independencia de la ideología propia del régimen político. El poder de los organismos burocráticos estatales crece sin cesar y es perfectamente posible pensar, por ejemplo, que una disposición o medida de un organismo rector de los servicios de abastos en una época de racionamiento puede significar de hecho, frente a un individuo determinado que no cumpla ciertos «requisitos», el disponer de su derecho a la vida. Otras veces son las empresas monopolísticas de servicios públicos las que ejercen -en formas jurídicas perfectamente conocidas- una auténtica   dicta, dura sobre el sector vital que rigen, que en la vida moderna puede revestir una importancia decisiva, pero dictadura insoportable cuando en su base hay esa concepción que Julián Marías ha llamado "vida como desprecio» y falta su consideración como ures, peto». Frente a todo esto, el principio de legalidad no puede agotarse en un estático formalismo; es, por el contrario, un principio activo y dinámico que en cada circunstancia concreta ha de legitimarse, recobrando e imponiendo la primacía de la norma general de la ley sobre el complejo y profuso sistema de disposiciones y medidas que usurpan su tradicional y esencial función de ser la definidora de la libertad y el derecho de cada uno.

Luis Legaz Lacambra en dialnet.unirioja.es

Notas:

1.     Véase la ponencia que presentamos a dicho Congreso, (Noción de la legalidad», recogida en el volumen de Ponencias españolas editado por el Instituto de Derecho comparado de Barcelona.

2.     LEGAZ:   Filosofía del Derecho.  Barcelona, Bosch, 1953:  pág. 193ó

3.     Der Formalismus in der Ethik und die materiale Wertethik, 2ª edición. Halle, 1921: págs. 48 y sigs.: es interesante esta observación: «Ein Apriorismus im Sinne Kants muss notwending dazu führen die apriorischen Satze und Begriffe mit den blossen Zeichen für sie zu verwechseln» (páginas 69-70). Esto llevaría al problema de la «formalización» en el sentido de la Logística: vid., por ejemplo, TARSKI: Introducción a la Lógica, ed. esp., España Calpe, 1951, págs. 144 y sigs.; F. B. FITCH: Symbolic Logic. New York, 19-52, págs. 12 y sigs.

4.     Vid. entre otras: Teoría de la constitución, ed. esp. Madrid, 1934, páginas 145 y sigs.; Legalitit und Legitimiüit, Berlín,Munich, Duncker & Humblot, 1932 (reimpreso ahor, en Verfassungsrechtliche Aufsatze, Berlín, Duncker  &  Humblot,   1958,   págs.  263 y sigs.).

5.     Tratado   de    Derecho    político.   Salamanca, 1899-1902, tomo 11, páginas 421.-22.

6.     Economía y Sociedad, ed. México, IV, pág. 23.

7.     Ob. cit., I, pág. 36.

8.     Sólo el dominio de Economía escapa a esta exigencia de una primacía de la ley positiva, porque allí ésta es presupuesta, contrariamente a como se la imagina en los restantes sectores de la vida perturbadora, y arbitraria. pues la ideología de la sociedad burguesa impone como evidente la exigencia de un Derecho natural que hace innecesario el Derecho positivo. Exponiendo ideas de LAVELEYE explicaba G. DE AZCÁRATE este hecho diciendo que, viendo los Gobiernos y las malas leyes empobrecer a los pueblos con impuestos inicuos, perturbar el trabajo con reglamentos absurdos y arruinar la agricultura con cargas abrumadoras, los que se ocupaban de cuestiones sociales llegaron necesariamente a reclamar la abolición de todas estas instituciones humanas para volver a un orden mejor.  que se llama el Derecho natural, la libertad natural, el código de la naturaleza» (Estudios económicos y sociales. Madrid, 1873, pág. 214).

9.     J. FUEYO: Legitimidad, validez; y eficacia, «Revista de Administración Pública», Madrid, 1951, núm. 6, págs. 49-50.

10.     Citado por López Amo:  El poder político y la libertad. Ed. Rialp, 1952. pág. 43·

11.     MAX WEBER, Ob. cit.. IV, págs. 22,23.

12.     Das Problem der Legalitiit, en Verfassungsrechtliche Aufsiitte, páginas 445-449·

13.     En el Discurso sobre la dictadura (1849; vid.  Obras Completas, B. A. C., 1946, t. 11, pág. 188).

14.     Loe. cit., pág. 191.

15.     A continuación se recoge algo de lo que se dice en nuestra Ponencia citada: Noción de la legalidad, loc. cit., págs. 10 y siguientes. Vid. A. GIULlANI: Ricerche in tema di sperienta giuridica. Milano, 1957, página 25; LEGAZ: El destino del normativismo en la ciencia jurídica contemporánea, en Derecho y Libertad. Buenos Aires, 1952, págs. 35 y siguientes.

16.     LEGAZ: El destino del normativismo, loe. cit., págs. 40-41.

17.     Die Lage der europaischen Rechtswissenschaft. Tübingen, 1950 (reimpreso en Verfassungsrechtl. Aufsätze, págs. 404 y sigs.).

18.     Legalitat und Legitimiät, loc. cit., págs. 293 y sigs.

19.     Cfr. C. SCHMITT: Der Nomo; der Erde ini Viilherrecht des ius publicum europaeum. Greven Verlag, Köln, 1950, págs. 50-51.

20.     C. SCHMITT: Das Problem der   Legalitat, loc. cit., pág.   444; cfr. MAX WEBER: Economía y sociedad, I, págs.  226   y sigs.; IV, págs. 85 y siguientes.

21.     Cfr.  KELSEN:  Allgemeine Staatslehre. Viena, 1925 (cd.  esp.   de LEGAZ. Barcelona, Labor, 1934), págs. 229 y sigs., 248-50; Compendio esquemático de una Teoría General del Estado, ed.  de   RECASÉNS   y Acirate, Barcelona. Núñez, 1927, págs. 99 y sigs.: La teoría pura del Derecho. Método y conceptos fundamentales, ed. de LEGAZ, Madrid, "Revista de Derecho Privado», 1933, págs. 47,56 (págs. 94,126 de la edición argentina de TEJERINA. Buenos Aires, Losada, 1941) sobre la base del manuscrito inédito y de la edición alemana de 1934 (Reine Rechtslehre Methode und   Grundbegriffe), respectivamente; Teoría General del Derecho y del Estado, ed. de GARCÍA MAYNEZ, México, 1950, págs. 128 y sigs.

22.     «La afirmación corriente de que una ley anticonstitucional es nula, carece de sentido, en cuanto una ley nula no es tal ley. Una norma no válida es una norma no existente, es la nada jurídica. La expresión ley inconstitucional aplicada a un precepto legal que se considera válido sólo puede serlo porque corresponde a la constitución; si es contrario a ésta, no puede ser válido»: Teoría General del Derecho y del Estado, pág. 162.

23.     KELSEN: Teoría General del Derecho y del Estado, págs.  161-63. MERKL había explicado esto por medio de una «norma de habilitación»: Die Lehre von der Rechtskraft, Viena, Springer, 1923, págs. 294-96.

24.     J. FUEYO: Legitimidad, validez y eficacia, pág. 88.

25.     Véase sobre esto LEGAZ: El Estado de Derecho en la actualidad, Madrid, 1934. cap. "La justicia constitucional.

26.     En el Jahrbuch des offentlichen Rechts (N. F., t. 6, 1957) se inserta una sugestiva colección de estudios e informes acerca del status del Tribunal de Justicia constitucional establecido por la Ley fundamental de Bonn. Llevan una introducción de G. LEIBHOLZ y contienen un amplio informe del propio Tribunal y unas observaciones del famoso constitucionalista Richard THOMA. Para nuestro punto de vista interesa, sobre todo, la discusión en torno a los elementos políticos que informan y actúan en la institución, acerca de lo cual vid. sobre todo, págs. 111-121 del escrito de LEIBHOLZ, 120 y sigs., del Informe, 144-145 de la Memoria, 170,73 de las observaciones de R. THOMA y 200--201 de la réplica del autor del Informe a estas observaciones.

27.     LENIN consideraba malos revolucionarios a los que no sabían servirse de todas las formas legales de lucha, tanto como de las ilegales. La cuestión ha sido tratada filosóficamente por G. LUKACS e Geschichte und Klassmbewusstsein, Berlín, 1923 (no hemos podido manejar esta obra).

28.     En su ponencia al V Congreso Internacional de Derecho Comparado: La Légalité: quelques poblemes fondamentaux en vue d'une  synthese possíble des concepts soviétique et occíqentaux».

29.     Así, Vojislac SIMOVIC: La notion de légalité dans la législation et doctrine yougoslaves (Ponencia al V Congreso Internacional de Derecho Comparado): «Tout Erat oú le principe du régne du droit est en vigueur doit comporter un systeme plus ou moins différencié de controle de la legalité. Cette verité est tout particuliéremente:  vraie d’une démocratie socialista, oú le developpeme:lt  de  r.1pports  socia1istes dans  les différentes   sphéres  de la vic  -et  de  la  gestion-  sociales  nécessite  l'élaboration et la mise au point. d'un mecanisme de l"egne du droit et de contróle de la légalité ... Tour d'abord la légalité est l’une des conditions de realización du systeme de démocratie socialiste»

30.     J. M. Pi SUÑER: La noción de legalidad en Derecho administrativo español, en el volumen de Ponencias españolas al Congreso de Derecho Comparado, pág. 23, con especial referencia a la ley de régimen jurídico de la administración, que representa una explícita afirmación del principio de legalidad de la administración.

31.     PI SUÑER: loc. cit., pág. 20.

32.     Queremos decir, al entrecomillar lo de clásico, que no es el ¡individualismo lo que ponemos entre paréntesis, sino la concepción del mismo vinculada a las situaciones de la sociedad burguesa.

33.     De ahí también la moderna transformación del Estado burgués liberal de Derecho en Estado social de Derecho, según la fórmula de la Ley fundamental de Bonn; cfr. P. LUCAS VERDÚ: Estado liberal de Derecho y Estado Social de Derecho, Salamanca, 1955.

34.     Vid., por ejemplo, O. BACH0F: Verfassun¡swidrige Verfassungs normen? Tübingen, Molor, 1951.

Bernardo Estrada

1.       Introducción

El capítulo VI de la Constitución Dei Verbum constituye el primer tratado orgánico sobre la relación vital que une la Escritura a todos y a cada uno de los fieles [1] y puede ser calificado como auténtica carta magna del encuentro de cada cristiano con la divina revelación, especialmente en lo que respecta a la palabra escrita [2]. Allí, en efecto, se manifestó un cambio de perspectiva en torno al papel y a la función de la Sagrada Escritura en la vida de la Iglesia, algo que ya estaba madurando en los últimos años precedentes a la Constitución.

No pocas actitudes que yacían implícitas en el seno de la Iglesia han sido traídas a la luz por la Dei Verbum: «La Iglesia ha venerado siempre las Sagradas Escrituras al igual que el mismo Cuerpo del Señor, no dejando de tomar de la mesa y de distribuir a los fieles el pan de vida, tanto de la palabra de Dios como del Cuerpo de Cristo; además las ha considerado siempre, junto con la sagrada Tradición, como la regla suprema de su fe» [3]. Subrayando, por ejemplo, el primado de la Escritura y su centralidad al afirmar que el Magisterio «no está sobre la palabra de Dios, sino que la sirve», o al decir que «es necesario (...) que toda la predicación eclesiástica, como la misma religión cristiana, se nutra de la Sagrada Escritura, y se rija por ella» [4], se fomenta una delicada y elegante simbiosis, un continuo intercambio entre el uso práctico de la Biblia en la Iglesia y su profundización científica en el campo de la exégesis y de la hermenéutica [5]. Ya en los primeros siglos del cristianismo y en el medioevo, la Sagrada Escritura era el libro fundamental para la formación de los fieles. El De doctrina christiana de san Agustín [6] es un buen ejemplo de cómo se instruía a los catecúmenos y a los fieles partiendo de la Biblia.

La lectura de la Escritura se hace hoy partiendo de la profunda conciencia de ser Iglesia, de formar parte del Cuerpo de Cristo en calidad de comunidad de creyentes. En ella todos reciben el mismo espíritu y participan de la misma fe, en medio de la diversidad de funciones. La Iglesia nutre la unión entre pastores y fieles, entre sacerdotes y seglares, entre exegetas de profesión y simples lectores de la Biblia, ayudando a aclarar los pasajes difíciles, a resolver las dudas, a escuchar en definitiva con humildad la Palabra de Dios allí contenida sin perderse en disputas humanas [7]. En el único cuerpo de la Iglesia las diversas funciones del Pastor, del mistagogo, del filólogo, del historiador y del hermeneuta se unen acumulativamente para acrecentar el conocimiento de la Palabra y, como consecuencia, la vida divina en la Iglesia.

La palabra suscita la fe y convoca la Iglesia. A su vez es la fe de la Iglesia la que acoge, custodia, interpreta y transmite la palabra. Es por eso que a partir del mismo misterio de la palabra se deducen los criterios de interpretación y de comprensión de la Sagrada Escritura [8], que se apoyan, por una parte, en la identidad a la vez divina y humana del libro sagrado, y por otra en su inserción vital en la totalidad de la fe de la Iglesia. La vida en el Espíritu dentro del Cuerpo místico de Cristo permite no pocas veces confrontar la propia interpretación del texto sagrado con aquella que surge, enriquecida, del sensus fidei. Se debe además tener en cuenta la profundización que proviene de las luces recibidas en el estudio atento de la Biblia [9].

En fin, se puede afirmar que «es tanta la eficacia que radica en la palabra de Dios, que es, en verdad, apoyo y vigor de la Iglesia, y fortaleza de la fe para sus hijos, alimento del alma, fuente pura y perenne de la vida espiritual» [10].

Para poder comprender la palabra de Dios y hacerla parte de la propia vida, es necesario seguir un cierto modus agendi, que sin excluir la legítima pluralidad metodológica que existe en la Iglesia, contiene sin embargo algunas normas de interpretación que comportan los siguientes aspectos [11]:

–        en primer lugar, contemplar el misterio de la Encarnación, del cual forma parte la palabra escrita, en su sobria esencialidad, mediante el uso del sentido literal-histórico, aquel que los diversos autores bíblicos han querido comunicar. Para ello se hace necesaria una correcta exégesis, que evite interpretaciones arbitrarias y tenga presente, al mismo tiempo, el misterio de Cristo y de la Iglesia;

–        poner el pasaje estudiado frente a otros textos de la Biblia de modo que cada parte sea leída en el todo, y en particular que el Primer Testamento sea leído a la luz del Segundo, donde encuentra su sentido pleno, y a su vez que el Nuevo Testamento sea leído a la luz del Antiguo en orden a reconocer la pedagogía divina que guía a la humanidad por el camino histórico de la Salvación;

–        leer el texto en el contexto ecclesial y sacramental que permite compartir y vivir la fe de la iglesia. Volviendo un poco atrás podemos decir que abriendo la Biblia encontramos a Dios Padre que nos habla en Cristo mediante la fuerza del Espíritu. Al mismo tiempo, la actitud de fidelidad a la palabra forma parte del misterio de la Iglesia, que se origina en el decreto salvador de Dios Padre, y que es el Cuerpo de Cristo y la Esposa del Espíritu;

–        buscar en el texto la respuesta a los grandes interrogantes de hoy; la Escritura es viva y eficaz [12] y por eso contemporánea a todos y a cada uno de los lectores, a los que llama, ilumina y conforta. Aunque generada en el pasado, la Palabra posee la fuerza del Espíritu que va dando respuesta a las inquietudes y problemas de nuestro tiempo;

–        por último, no se debe olvidar que Dios mismo ha querido intervenir en la historia humana con hechos y con su palabra vivificante, que desde ese momento forman parte de la vida de los hombres. La dimensión trascendente de la palabra de Dios se conjuga sin embargo con las exigencias del lenguaje y de la literatura, con la condición y las circunstancias de los destinatarios.

Mi intervención comprende, en primer lugar, el estudio de la lectio divina como lugar privilegiado de interpretación de la Escritura; seguidamente se fija la mirada en la figura de Cristo, objeto de la lectio y centro de la Escritura, para considerarlo después en los Evangelios y descubrirlo a partir de su lenguaje y predicación, de modo particular en las parábolas.

2.       La Lectio Divina

La Biblia no pertenece a la Iglesia solamente como testimonio escrito y soporte de su fe o como realidad que –junto al Cuerpo de Cristo– ilustra el misterio salvífico, que se transforma ulteriormente en experiencia de vida y en testimonio de servicio y de caridad. Ella es objeto de meditación y de anuncio, de interpretación, de reflexión espiritual y de comunicación. Todo esto se lleva a cabo en la lectio divina, donde se suscita un amor constante y efectivo por la palabra de Dios –fuente de vida espiritual y de fecundidad apostólica– y una mejor profundización y conocimiento del misterio revelado. ]El documento «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» habla de ella como de una lectura, individual o comunitaria, de un pasaje más o menos largo de la Escritura, acogido como Palabra de Dios, y que se desarrolla bajo la moción y el impulso del Espíritu Santo en meditación, oración y contemplación [13].

La lectio divina lleva a escuchar la palabra de Dios en contacto directo con la Sagrada Escritura. Ella es al mismo tiempo el lugar fundamental en el que la exégesis científica se funde con el uso práctico de la Escritura en la Iglesia. El Concilio Vaticano II la describe como el ejercicio mediante el cual se aprende «el sublime conocimiento de Jesucristo», con la lectura frecuente de las divinas Escrituras [14]. Es el momento en el que la lectura de una página bíblica llega a ser oración y transforma la vida. Es además un ejercicio metódico y ordenado, no casual, de escucha de la Palabra en el silencio del diálogo con Dios y que no excluye ninguna parte de la Biblia: toda ella lleva un mensaje salvífico.

En definitiva, la lectio es divina, no sólo porque se ejercita sobre la palabra de Dios escrita, con la que se mantiene una especial relación; es sobre todo divina porque pone en contacto el espíritu del lector, su mente y su corazón, con el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo. Ella nos coloca en una óptica trinitaria. Movidos por el Espíritu, buscamos a Cristo para contemplar al Padre [15].

a)       Un breve recorrido histórico

Nacida originalmente de la lectura de la Biblia hebrea, la lectio se consolidó en la primitiva comunidad cristiana y se difundió en la época medieval. En efecto, la preocupación de una lectura regular, más aun, cotidiana, de la Escritura, corresponde a una antigua práctica en la Iglesia. Como ejercicio colectivo está testimoniada en el siglo III, con Orígenes, quien hacía la homilía a partir de un texto de la Escritura leído continuamente durante la semana. Había entonces asambleas cotidianas consagradas a la lectura y a la explicación de la Escritura. La experiencia del maestro de Cesárea de Palestina se refleja en una carta a su discípulo, Gregorio Taumaturgo, donde dice: «Aplícate a la lectio divina; busca con confianza y lealtad firmes en Dios el sentido de las divinas Escrituras que en ellas ampliamente se cela. Pero no te contentes con llamar y buscar; para comprender las cosas de Dios es necesaria la oración. Es por eso que el Salvador no sólo ha dicho: “buscad y hallaréis”, “llamad y se os abrirá” sino que ha añadido “pedid y se os dará” (Mt 7, 7; Lc 11, 9)» [16]. Es aquí donde probablemente aparece por vez primera en el panorama de la Iglesia expresión lectio divina qeiva ajnavgnwsi~. No es improbable que de allí pasara la expresión a la Iglesia latina a través de san Ambrosio, que aconseja nutrirse del Verbo celestial mediante la lectio divina, de tal modo, que se llega a olvidar el hambre corporal [17].

Esta práctica, que fue posteriormente abandonada, no tenía siempre una gran acogida entre los cristianos [18]. Un recorrido a través de los modos de lectura de la Biblia en la Iglesia permite observar los distintos rostros de la lectio divina que al mismo tiempo caracterizan unos períodos determinados de la historia [19]. En primer lugar la «búsqueda de Dios». Para Gregorio de Nisa la ajkolouqiva es el hilo conductor que permitirá estar constantemente buscando al Señor a través de la Escritura. Bien consciente de la imposibilidad de conocer y penetrar en la esencia divina por medio de la razón, sabe sin embargo armonizar, en el ámbito de su meditación personal, los esfuerzos de razón y fe en su indagar paciente y perseverante para alcanzar la verdad. Se establece así una relación entre la realidad divina y la capacidad receptiva del hombre en la lectura bíblica. Agustín y Gregorio Magno seguirán sus pasos al afirmar el primero que la vida del verdadero cristiano es toda un «santo deseo» [20], mientras que el segundo hace ver que a veces ese deseo se queda sin realizar para estimular el ardor de la caridad y dilatar el corazón [21].

Una segunda faz de la lectio es la que llega a ser oración, buscada especialmente en el silencio del desierto. Para todos ellos, llámense Antonio, Juan Clímaco o Romualdo, la lectio divina significa un camino del espíritu que se ha de vivir con todas las fuerzas hasta alcanzar la unión con Dios. Juan Clímaco emplea el término sunousiva, palabra que generalmente indica la unión de dos personas y que no es del todo extraña a la experiencia de la intimidad amorosa; a esa meta debe guiar la lectura de la Biblia. Así la lectio y la oratio constituyen –como lo habían ya vivido Orígenes, Jerónimo y Cipriano– el aspecto fundamental de la unión mística, del diálogo con Dios.

Un tercer aspecto es presentado por la lectura asidua de los cenobitas, que añadían al aislamiento de la sociedad la característica de la vida común. Pacomio y Basilio han abierto un surco fecundo que han seguido después Juan Casiano y Paladio. Oración y lectura comunitaria, alternándose en la vida de estos antiguos estudiosos de la Escritura, purificarán y fortificarán sus almas, ya movidas por el deseo de Dios.

La insistencia en que se viva la lectio divina reaparece –y es una novedad– en la Dei Verbum donde se invita «a todos los fieles de Cristo» a adquirir «por una lectura frecuente de las Escrituras divinas, “la eminente ciencia de Jesucristo” (Flp 3, 8)» [22]. Diversos medios son propuestos. Junto a una lectura individual, se sugiere una lectura en grupo. El texto conciliar subraya que la oración debe acompañar la lectio, ya que ella es la respuesta a la Palabra que Dios nos entrega en el Espíritu. «En el pueblo cristiano han surgido numerosas iniciativas para una lectura comunitaria. No se puede sino animar este deseo de un mejor conocimiento de Dios y de su designio de salvación en Jesucristo, a través de las Escrituras» [23].

En la lectio divina, el tesoro acumulado de la exégesis confluye en la vida ordinaria del pueblo de Dios y es trámite de diversos modos de acercamiento: desde la aportación científica hasta los niveles de divulgación. La lectura del texto propiamente dicha es el punto de partida en la ascensión hacia una mejor comprensión del texto. Los tres niveles –lectio, meditatio, contemplatio– deben apoyarse en una auténtica exégesis [24], lógicamente dosificada según las circunstancias y la cultura de quien la lleva a cabo. La meditatio en cambio requiere una confrontación con la teología bíblica y la enseñanza de la Iglesia, a fin de que se recorra por el camino justo [25].

b)       Objeto de la «lectio»

La lectura bíblica conduce a Cristo. San Agustín, ha fijado con luminosa incisividad aquello que le movía hacia adelante en su largo camino intelectual y espiritual: «En los libros –dice– buscaba los tesoros de sapiencia y ciencia de Cristo» [26]. Con san Jerónimo se puede añadir que «el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo». La convicción que desde el inicio subyace en la Iglesia, después recogida en la exégesis medieval, es que toda la Escritura encuentra en Cristo su contenido, su verdad y su objetivo [27]. Ella toda, tanto la del Antiguo como la del Nuevo Testamento, mira hacia Cristo [28]. Lutero fijaba como criterio de inspiración y de canonicidad de los libros bíblicos el hecho que hagan ver a Cristo, que lo muestren, que empujen el lector hacia Cristo; was Christum treibt, eran sus palabras [29].

Las palabras iniciales del Evangelio según san Juan, «el Verbo estaba en Dios y el Verbo era Dios» [30], son un buen modo de contemplar la realidad cristológica en los libros sagrados. El texto sacro no contiene sólo las palabras pronunciadas por el Verbo encarnado, aun cuando se haga referencia al lenguaje que en los evangelios ha sido calificado como ipsissima vox Iesu [31]. La Escritura tiene un origen divino; para el cristiano su relación con ella –siempre adorante, fiel, amorosa– y su conocimiento constituyen una necesidad vital [32]. Por eso cuando leemos las sagradas Escrituras tenemos delante de los ojos, como en un espejo, al mismo Hijo de Dios [33]. San Ambrosio afirmaba: «Cuerpo (del Hijo de Dios) son la escrituras que se nos transmiten» [34]. La lectio permite entrar en contacto con el Verbo; es un encuentro inefable con la divinidad.

Ese hallarse en la esfera divina pone al lector en relación no sólo con el Verbo sino también con el Espíritu, que «ha dejado huellas de sabiduría en todas las escrituras, aun las más mínimas» [35]. Gregorio Magno afirma que ante la lectio divina que pide que se haga presente el Espíritu, Él mismo responde donando la sapiencia [36]. Además, esa sabiduría conduce a dar al lector la «mente» de Cristo, compartiendo sus mismos sentimientos y los deseos del Espíritu: «Cristo dona al hombre el Espíritu; el Espíritu a su vez comunica al hombre el espíritu de Cristo» [37]. Los textos nacen en el contexto de la autorrevelación de Dios, «nacen del Espíritu Santo, en virtud del cual tiene lugar la revelación y se hace comprensible; el Espíritu hace que el hombre tome conciencia de Cristo; hace que el hombre, creyendo, amando y viviendo en Cristo lo aferre, lo haga suyo, se convenza de Él, lo realice en su vida. La Escritura es obra del Pneuma de Cristo» [38].

La Encarnación del Verbo y el misterio pascual de Cristo muerto, resucitado y entronizado a la derecha del Padre como Señor y dador del Espíritu constituyen el punto culminante de la revelación, y en consecuencia, también de la lectio divina [39].

3.       Jesucristo, centro de la escritura

Toda la Biblia encuentra su punto de convergencia y de continuidad en la persona y en la vida de Jesucristo. Él mismo traza en el Evangelio el camino hacia la inteligencia de las Escrituras que conduce a su persona y su misión, explicando no pocas veces los textos oscuros. En otras ocasiones justifica su comportamiento haciendo ver que así se cumplen los oráculos proféticos; a propósito de su familiaridad con los publicanos y pecadores, dice: «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: “Misericordia quiero, que no sacrificio”» [40]. En no pocas ocasiones hace alusión a textos que encuentran significado en su vida y en su ministerio, invitándolos a buscar en la Escritura: «No habéis leído...?» [41]. A los discípulos reprocha su poca comprensión [42], o recordando –por ejemplo– la multiplicación de los panes [43], les pregunta: «No entendéis todavía?» Más difícil para ellos será penetrar en el significado de su pasión y muerte [44]. En el Evangelio según san Juan es aún más evidente su falta de sintonía con la palabra revelada, especialmente cuando Jesús les habla del Padre y de su relación con Él [45].

El encuentro de Jesús con los discípulos de Emaús, después de la resurrección, viene descrito por Lucas con estas palabras: «Y, empezando por Moisés y continuando por todos los profetas, les explicó lo que había sobre él en todas las Escrituras» [46]. Se trata de una auténtica lección de exégesis, a juzgar entre otras cosas por el verbo empleado, diermhneuvein, que no tiene paralelos en el griego clásico, que aparece una sola vez en la Septuaginta [47] y que, en el Nuevo Testamento, fuera de Lucas, es usado sólo en la Primera Corintios [48] para explicar el carisma de la interpretación de la Escritura y de las lenguas [49]. El Evangelista hace ver que Jesús empieza por Moisés (Torâh), continúa con los profetas (Nebiîm) y probablemente termina con los escritos (Ketubîm), mencionando así las tres secciones tradicionales que componen la Biblia hebrea. Substancialmente el mismo elenco aparece poco después en los labios de Jesús, en el cenáculo: «Estas son aquellas palabras mías que os hablé cuando todavía estaba con vosotros: “Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí”» [50]; en este caso los salmos están puestos en lugar de la colección de los Escritos, de los que son una parte significativa [51]. Estos textos lucanos reflejan la primerísima convicción cristiana de que la Escritura testimonia difusamente el misterio de Cristo y en particular el modo en que la vida del Mesías se ha desarrollado. Se trata de la preparatio evangelica del Antiguo Testamento, que Fitzmyer llama «lectura global cristiana» de la Biblia [52]. Más que una inducción detallada a partir del texto del Antiguo Testamento, esta convicción parece surgir en la primitiva comunidad cristiana cuando interpretaba los textos que en cierto modo anticipaban la misión de Jesús [53]. El discurso de Pablo en la sinagoga de Antioquía de Pisidia [54] ilustra el recorrido histórico-salvífico que parte de la tierra de Egipto y culmina en la pasión, muerte y resurrección de Jesucristo.

4.       Encontrar a Jesús en los evangelios

Ciertamente hay muchos modos de acercarse a la persona y a la figura de Jesús en la Biblia; todos, sin embargo, pasan a través de la lectura del Evangelio: «Nadie ignora que, entre todas las Escrituras, incluso del Nuevo Testamento, los Evangelios ocupan, con razón, el lugar preeminente, puesto que son el testimonio principal de la vida y doctrina del Verbo Encarnado, nuestro Salvador» [55]. De ahí que sea lógico que en la lectio divina se procure de este modo penetrar en el conocimiento y trato con Jesucristo [56], pasando enseguida a la meditdatio y a la contemplatio.

El Fundador y primer Gran Canciller de esta Universidad de Navarra invita no pocas veces en sus escritos a penetrar en el texto sagrado: «Para acercarse al Señor a través de las páginas del Santo Evangelio, recomiendo siempre que os esforcéis por meteros de tal modo en la escena, que participéis como un personaje más. Así –sé de tantas almas normales y corrientes que lo viven–, os ensimismaréis como María, pendiente de las palabras de Jesús o, como Marta, os atreveréis a manifestarle sinceramente vuestras inquietudes, hasta las más pequeñas (cfr. Lc 10, 39-40)» [57]. El esfuerzo por profundizar en la realidad de la vida de Jesús comporta una connaturalidad con la persona del Verbo encarnado no sólo en su carácter y modo de ser sino también en su realidad trascendente y divina. Dice san Josemaría Escrivá:

«Seguir a Cristo: éste es el secreto. Acompañarle tan de cerca, que vivamos con El, como aquellos primeros doce; tan de cerca, que con Él nos identifiquemos. No tardaremos en afirmar, cuando no hayamos puesto obstáculos a la gracia, que nos hemos revestido de Nuestro Señor Jesucristo (cfr. Rm 13, 14). Se refleja el Señor en nuestra conducta, como en un espejo» [58].

Permítaseme hacer un breve recorrido histórico de la investigación de la vida de Jesús que ha sido, desde hace más de doscientos años, el motor de la teología del Nuevo Testamento y ha constituido su centro [59]. Ella surgió cuando Lessing hizo públicos los escritos de Reimarus [60]. Se trata de la primera persona que se enfrenta al texto como si se tratara de una crónica de carácter histórico, llegando a conclusiones que no reflejaban del todo su contenido. A partir de ese momento se sucederán en la misma línea no pocos estudiosos como Paulus, Schleiermacher, Baur, Strauss, Renan, Weiss, para mencionar sólo algunos. Por su parte la argumentación católica, de matiz apologético, buscaba demostrar, empleando la misma metodología, el valor histórico de los evangelios y por tanto la posibilidad de acceder a Jesús a través de ellos [61]. A comienzos del siglo XX Wrede hace ver que el Evangelio de Marcos, más que un escrito de tipo histórico-biográfico es una narración con un claro y determinado objetivo teológico. Para Wrede el hilo conductor del segundo Evangelio será el secreto mesiánico, del que se habría servido el Evangelista para realizar su obra [62]. Sin embargo, quien puso verdaderamente la piedra tumbal sobre esa primera serie de investigaciones de tipo historiográfico-cronológico fue Schweitzer, en 1906, con su obra monumental Von Reimarus zu Wrede [63]. Además de proponer su propia perspectiva teológica, la escatología consecuente, como clave de interpretación de las narraciones evangélicas, da por terminada esa primera fase. No me resisto a citar la conclusión de su trabajo: «Extraño destino el de la investigación sobre la vida de Jesús. Partió para encontrar el Jesús histórico pensando poderlo colocar en nuestro tiempo así como es, como maestro y salvador; rompió las cadenas que lo tenían atado a las rocas de la doctrina eclesiástica (!), se alegró cuando la vida y el movimiento penetraron de nuevo en su figura, cuando vio al hombre histórico Jesús venir a su encuentro. Él sin embargo, no se detuvo; pasó delante de nuestra época, la ignoró y volvió a la suya. (...) Retornó con la misma necesidad con la que el péndulo liberado se mueve para volver al puesto original» [64].

A partir de ahí la búsqueda de Jesús se intenta hacer desde la teología. Es el momento de la escuela histórico-formal, de los postulados de Bultmann, Dibelius y Schmidt en los que, más que los hechos, lo que cuenta es la palabra que se hace realidad, la predicación como evento fundamental de los Evangelios. Aunque la crítica señala como grande precursor de la teología del kerygma a Kähler [65], pienso que no conseguimos hacernos cargo del alcance y de la influencia del pensamiento de Bultmann en los estudios neotestamentarios del siglo XX [66]. Su concepción de la fe post-pascual y de la capacidad creativa de la primitiva comunidad cristiana abren un foso que separa inevitablemente la vida de Jesús de la predicación de la Iglesia naciente. Aquello que afirmó por primera vez en 1926, en su libro sobre Jesús:

«De la vida y de la personalidad de Jesús no podemos saber nada» [67], aun cuando venga matizado por algunos como referente a su evolución interior en sentido psicológico [68], en contraste con las «vidas» del siglo XIX, es en realidad una radiografía de su pensamiento, de la convicción del kerygma como separado de Jesús y de la comunidad pre-pascual.

En su pre-comprensión –para usar un término predilecto suyo– hay una especie de imposibilidad metodológica para aceptar que la historia, los hechos reales, puedan formar parte de los evangelios, cuyo objetivo y mensaje son teológico-salvíficos. La única «historia» –Geschichte– que Bultmannn acoge en la narración evangélica es la que viene como consecuencia del acto de fe, la que viene como decisión personal que actualiza el hecho «mítico» ocurrido en la antigüedad y que por medio de mi afirmación adquiere nuevas categorías, se desmitifica y se hace presente en la historia humana [69].

Ya Jeremias hacía ver que vaciar el mensaje evangélico del Verbum caro factum est sería caer en el docetismo, del mismo modo que despojando la vida de Jesús del anuncio kerygmático se caería en el ebionismo; por eso historia y kerygma no se pueden separar, se sostienen mutuamente como la llamada y la respuesta. Jesús, con su vida y sus acciones, con su pasión y muerte, con su voz llena de autoridad que se atreve a llamar a Dios Abba, Jesús que invitó a los pecadores a su mesa, que como Siervo de Dios se alzó en la cruz, es la única llamada posible que exige una respuesta por parte de la Iglesia primitiva; y ella responde a Dios con agradecimiento y alabanza, responde al hombre y al mundo dando un testimonio que conduce a la revelación [70].

Los críticos concuerdan en fijar como momento del nacimiento de la «nueva investigación sobre el Jesús histórico» la conferencia de Käsemann en Marburgo en 1953. Era nueva, en efecto, porque buscaba eliminar la oposición kerygma-historia [71]. Es posible el acceso a Jesús a través de la predicación; de otro modo no se explica cómo la fe alcanza su máxima expresión precisamente en escritos eminentemente narrativos como los Evangelios. Sobre estos presupuestos se forjaron los parámetros que ulteriormente permitirían llegar a la persona de Jesús, con predominio del llamado criterio de discontinuidad: sería de Jesús todo aquello que no concuerda ni con el judaísmo de su tiempo, ni con el contenido de la predicación de la primitiva comunidad cristiana.

Por la misma época el método de la historia de la redacción, además de explicar cómo se pasó de la tradición al evangelio escrito, dirigía su atención hacia la actividad literaria del evangelista. Cada uno habría diseñado una imagen de Jesucristo que varía según sus destinatarios y sus circunstancias. La diversidad de testimonios aparece como índice de la riqueza de un mensaje que va en beneficio de una teología tout court [72]. Sin embargo, se insistía todavía en el aislamiento diacrónico de las unidades textuales y en la duda radical sobre el valor histórico de la predicación post-pascual, especialmente en lo que respecta a los milagros y a los dichos mesiánicos de Jesús: ellos tienen cabida en la proclamación por parte de la Iglesia, pero sólo como kerygma, no como conocimiento factual.

Los estudios de las últimas décadas sobre Jesús han conformado lo que se ha venido a llamar la «tercera investigación» [73]. La idea que predomina en ellos es la conciencia de saber que es posible conocer muchas cosas sobre la vida de Jesús y que vale la pena hacerlo. Uno de los motivos que ha animado este nuevo periodo es la gran cantidad de material hebreo que ha aparecido en los últimos años, no por último los documentos de Qumran. Aunque no se aplique a todos, se nota un deseo de colocar a Jesús en su contexto histórico, de ver la armonía y la continuidad de su vida y de su mensaje con el judaísmo del segundo templo, sin desconocer al mismo tiempo la originalidad de su mensaje [74]. Al mismo tiempo se nota una apertura a contextos más amplios y a nuevos métodos interdisciplinares, así como la no exaltación y corrección de los análisis críticos de la primera mitad del siglo [75].

La llamada Third Quest, tiene una cierta tendencia, o mejor deseo, a ser holística, es decir a tener en cuenta en su estudio tanto los eventos históricos como sus consecuencias teológicas en cuanto entrelazados en el texto evangélico y por tanto inseparables los unos de los otros. Del mismo modo considera la unión entre el anuncio y las actitudes de Jesús de sus gestos y milagros sin forzarlos bajo un solo punto de vista que excluya los otros.

Sin embargo, en medio al creciente número de publicaciones se encuentra un abanico multicolor de teorías y opiniones. Si ciertamente no existe un hilo conductor desde el punto de vista teológico, tanto menos en cuanto a la metodología, por no hablar de la diversidad de los resultados. Para Crossan [76] y Mack [77], por ejemplo, Jesús aparece como un filósofo cínico en el área del Mediterráneo, sin ninguna connotación sobrenatural. Se descubre un cierto énfasis en quitar valor a los Evangelios canónicos para darlo al evangelio de Tomás y a los otros apócrifos [78]. Vermes [79] y Sanders [80] subrayan en cambio el aspecto judaico de Jesús. Para el primero sería un predicador cuyos dichos y hechos habrían imitado los de los rabinos de su tiempo –en realidad, posteriores–, mientras que el segundo ve en la expulsión del templo el gesto que pone de relieve la dimensión escatológica de su misión y que determina su condena a muerte. Tanto en el uno como en el otro se descubre la tendencia a subrayar la poca originalidad de Jesús.

Meier [81] en cambio lo contempla como taumaturgo, maestro, profeta y restaurador de Israel; en definitiva, como anunciador de un reino escatológico. Esperando el cuarto volumen en el que hablará de la identidad de Jesús, o de los «enigmas» en torno a su figura –se esperaba que fuera el tercero, que ha sido en cambio dedicado a los discípulos y opositores–, se nota una cierta reserva hacia situaciones de la vida de Jesús que toquen el ámbito de la cristología [82]. Otros libros finalmente presentan imágenes de Jesús particularizadas, cuando no extravagantes [83].

Una mención especial merece el último libro de Dunn [84], en el que además se analizan no pocos de los estudios recientes sobre Jesús en los Evangelios. El autor es consciente de la pluralidad de tradiciones y de las diversas fuentes con las que se cuenta para remontarse a la persona de Jesús, así como del proceso de predicación de la Iglesia apostólica que ha permitido poner posteriormente por escrito esos recuerdos de los dichos y hechos del Nazareno. En la base de todo aquello se encontraría lo que Dunn llama el «impacto de Jesús» antes de la Pascua, la fuerza de su persona y de su enseñanza, el influjo extraordinario que ejerció sobre sus discípulos y sobre sus oyentes de modo que todo aquello quedó grabado en sus pensamientos y en su memoria: «Las tradiciones del Evangelios suministran un claro retrato del Jesús recordado (por los discípulos) y así ellas pueden mostrar con suficiente claridad, el impacto que Jesús ejerció sobre sus primeros seguidores» [85].

No se trata, sin embargo, de sostener en el conjunto de los pasajes evangélicos una fidelidad –reflejo de la enseñanza rabínica de los tiempos de Jesús– que tendría como consecuencia grabar casi textualmente las palabras en la mente y luego fijarlas por escrito. Estas hipótesis, tan apreciadas por la escuela escandinava [86], son útiles para considerar pasajes circunscritos y algunas frases y palabras de Jesús; sin embargo, no consiguen reflejar, en mi opinión, la globalidad de su predicación, para no hablar de las narraciones sobre su vida y su misión. Se trata, más bien, de ver cómo esos elementos esenciales que se refieren a los dichos y hechos del Maestro vienen conservados, gracias al impacto original e inmediato de Jesús, en la tradición sinóptica, o más ampliamente en la de los cuatro Evangelios, conservando una unidad sustancial de contenido junto a la peculiaridad teológica y a las características propias de cada evangelista.

La fuerza de la tradición oral permite, por una parte, mantener un contenido estable y sustancial, mientras que, por otra, la diversidad de esa misma tradición es garantía de su vitalidad. Se quiere buscar en la tradición de Jesús –y este es, a mi modo de ver, el mayor valor del libro– a Aquel cuya misión se recuerda por una serie de eventos, cada uno de ellos ilustrado por narraciones y enseñanzas. Esa tradición se desarrolló en los círculos de los discípulos y en las reuniones de la primitiva Iglesia, aunque no estuviera todavía «documentada literariamente» [87].

5.       Un ejemplo: las parábolas

Si se ha hablado de buscar en la Sagrada Escritura, y de modo especial en los Evangelios, a Jesucristo como su centro y ápice, vale la pena ahora penetrar en el texto para descubrir la figura de Jesús. Hay tantos modos de contemplarlo: como quien anuncia un mensaje escatológico que inaugura el Reino de Dios y vislumbra la restauración de Israel; como el carismático itinerante que realiza milagros para manifestar la presencia divina en Israel y confirmar su doctrina; como quien nunca dijo que era el Mesías, pero admitió serlo cuando lo interrogaron a ese propósito; como quien, en fin, sufrió la muerte en reparación de los pecados humanos, reflejando y personificando al Siervo de Yahweh.

Quisiera que nos detuviéramos especialmente en lo que constituye quizá el modo más típico y peculiar de enseñar de Jesús: el discurso en parábolas. Su modo de hablar es único. A veces se expresa por medio de comparaciones de la vida real como la del grano de mostaza, la levadura, el tesoro, los niños que cantan en la plaza; en otras ocasiones lo hace por medio de narraciones en las que aparecen características únicas e irrepetibles, rasgos extraordinarios o incluso inverosímiles; en otros casos presenta ejemplos para imitar [88].

Desde el inicio han sido transmitidas como lo que son: parábolas de Jesús. La comunidad cristiana las repitió, al quedar grabadas en la memoria de los oyentes, e incluso en algunos casos las conservó en su contexto histórico [89]. La estrecha unión entre ellas y el ministerio de Jesús no es fruto de una posterior historización. El interés por las narraciones refleja a su vez el interés por la persona de Jesús que narra.

El estudio de las parábolas conoce, con Jülicher, un momento en el que se cambian las coordenadas de su interpretación, a comienzos del siglo XX. Partiendo del ambiente cultural helenístico, quiere mostrar, apoyándose en la Retórica de Aristóteles, que las parábolas no poseían originalmente ningún rasgo alegórico. Éste habría sido obra de los evangelistas, que no habían captado a fondo el discurso de Jesús, considerado por ellos como enigmático y secreto, y por tanto necesitado de explicación. A partir de la primitiva comunidad cristiana y hasta nuestros días se habrían entendido en la Iglesia las parábolas como alegorías, con algunas excepciones que Jülicher pone justamente de relieve. En su misma línea se sitúan –aunque menos radicalmente, porque ellos al fin terminan por aceptar rasgos alegóricos secundarios en las narraciones parabólicas– Dodd y Jeremias [90], constituyendo así la trilogía de autores que ha llegado a conformar la interpretación moderna de las parábolas.

Dejando al margen el hecho de que no tuvo suficientemente en cuenta el ambiente judío en el que nace y se desarrolla el mashal bíblico [91], parece que el carácter dialógico-argumentativo que atribuye Jülicher a las parábolas está visto desde la óptica del protestantismo liberal. En ellas el punto focal –el «referente» del que hablará Ricoeur– es el Reino de Dios, pero entendido a la manera de Harnack, según el cual el cristianismo estaría estructurado sobre tres realidades: la paternidad divina, la fraternidad entre los hombres y el valor infinito de la persona humana [92]. Jeremías calificará este humanismo religioso, carente de visión escatológica, de «error fatal» [93].

El gran mérito de Jülicher es, sin embargo, su descubrimiento de la persona de Jesús a través de la creatividad y la riqueza del lenguaje parabólico. «Jesús nos dejó en sus parábolas obras maestras del discurso popular; nadie ha alcanzado en el arte de expresarse, un objetivo tan alto y tan completo. Todo lo que se podría esperar acerca de la naturaleza y fin de las parábolas, lo ha conseguido plenamente» [94]. Para él las parábolas poseen un valor que no tiene precio, porque no sólo nos permiten conocer a Jesús, sino también porque por ellas se llega a comprender el valor absoluto de su personalidad.

«Jesús posee –nos dice– la fuerza y el impulso de un poeta oriental profundo en sentimientos y rico en imágenes, y al mismo tiempo su pensamiento es lo más alto que se pueda concebir. Bajo su guía se aprende a conocer cielo y tierra; en sus parábolas la alegría oriental se plasma en figuras vivaces y la intuición occidental se concreta en ideas claras. No pertenece a una nación o a un pueblo; su gran originalidad se coloca sobre cualquier contraste: él es verdaderamente el Hijo del Hombre» [95]. Al mismo tiempo –y esto viene completado por Dodd [96]– las parábolas nos trazan un cuadro bastante completo de las diversas fases del ministerio público de Jesús. Ellas sirven de base para conocer su persona y su misión.

Estas afirmaciones ponen de relieve, por una parte, la gran fuerza de atracción que Jesús ejercía sobre los apóstoles, discípulos y oyentes, y, por otra, la elegante retórica de su discurso en parábolas. Sin embargo, la descripción de Jesús como predicador popular que se dirige a las multitudes con un mensaje puro y simple [97] es un poco plana, sin dimensión salvífica ni relieve sobrenatural. En efecto, esta grandiosa valoración de la persona de Jesús y de su enseñanza en parábolas no se eleva sobre el horizonte de la trascendencia; para Jülicher Jesús sería un hombre extraordinario con un mensaje religioso inigualable que sin embargo no toca la esfera del divino. A este punto podemos preguntarnos: las parábolas, ¿hacen ver sólo la figura humana de Jesús, sin abrirnos los ojos hacia la divinidad?

Dodd y Jeremías, por contraste, habían señalado el carácter escatológico de las parábolas, que colocan al oyente frente a la realidad del Reino de Dios. Para el primero se trata de la «escatología realizada» [98], para el segundo de la «escatología que se realiza» [99]. Uno y otro hacen referencia a los momentos del ministerio que manifiestan la venida del Reino, que alcanzará su consumación y desarrollo pleno en la era futura. En sus palabras y acciones Jesús invita a ver los signos que anuncian su proximidad. Los casos más representativos son sus exorcismos y milagros: «Si por el Espíritu de Dios expulso yo los demonios, es que ha llegado a vosotros el Reino de Dios» (Mt 12, 28, par. Lc 11, 20).

Wilder había señalado agudamente que «las parábolas no eran para Jesús sólo un instrumento didáctico o un medio para mantener la atención de sus interlocutores; existía algo en ellas, en la naturaleza misma del Evangelio, que exigía esa forma de expresarse: la idea de acción, como elemento constituyente y significativo» [100]. De hecho, se puede decir que las parábolas tienen que ver con una actuación, con un comportamiento: el de Dios, el de Jesús, el de los oyentes [101], a través de los cuales afloran no pocos rasgos cristológicos [102]. Dupont [103] hace ver a este propósito tres modelos de obrar en las parábolas de Jesús en los que se ponen en juego simultáneamente su conducta y la de Dios Padre. En un primer caso se muestra el amor de Dios a los pecadores y que el comportamiento de Jesús imita ese amor sin condiciones; en otros momentos se observa el tiempo de gracia excepcional que acompaña la venida del Reino y el amor de Dios por los pecadores que se realiza en la conducta de Jesús; en tercer lugar aparece una relación estrecha entre las dos conductas, aunque no contemplada como la unión de naturalezas que se profesará en Nicea o en Calcedonia ni tampoco como una identificación de sentimientos. Esta situación se puede observar, por ejemplo, en la parábola de la oveja perdida (cfr. Mt 18, 12-14; Lc 15, 4-7), cuya ambientación vital parece ser el comportamiento de Jesús respecto a los pecadores, mejor presentado en Lucas que en Mateo, donde se habla más bien de los deberes de quien dirige la comunidad. La ambientación del tercer Evangelio [104] resume en una expresión narrativa las diversas ocasiones en que esto había sucedido. Ciertamente la parábola podría también favorecer una interpretación psicológica en torno a la inquietud y preocupación del pastor por la oveja perdida, en la primera parte, y a la alegría de haberla encontrado, en la segunda. Pero su sentido va mucho más allá.

Salta a la vista inicialmente el reproche de los interlocutores de Jesús y su respuesta refiriéndose al comportamiento de Dios mismo. Y es que en este caso su conducta pone a los hombres frente al obrar de Dios. El comportamiento de Jesús es la forma concreta en que se hace ver la intervención salvadora de Dios, el inicio del Reino. La parábola invita a ver la actitud de Dios con los pecadores, que explica la conducta de Jesús. Es como si su modo de actuar no pudiera ser comprendido y apreciado en todo su sentido sino cuando se relaciona con el obrar de Dios [105].

Del mismo modo, aunque en tono menor, se explica la narración de la dracma perdida (cfr. Lc 15, 8-10). Las dos parábolas concluyen con una perífrasis del nombre divino (uso del pasivo) que se podría traducir: «así Dios se alegrará por un pecador que ha hecho penitencia» [106].

La tercera parábola del capítulo, la del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 11-32), subraya la situación que permite a los oyentes reconocer aún más claramente la acción salvífica de Dios en el comportamiento de Jesús: del mismo modo que el hijo mayor no puede reconocer a su padre como padre sin reconocer al mismo tiempo al hijo menor como hermano, así los interlocutores de Jesús no podrán aceptar el amor de Dios por los pecadores, manifestado en la conducta de Jesús con ellos, si no los aceptan como hermanos [107]. El razonamiento con el hijo mayor se hace en la línea del amor paterno, no en la lógica del dar y recibir. Y es ese mismo amor el que Jesús revela en su actuar [108]. Además, en las palabras con las que el hijo menor se presenta, arrepentido, delante de su padre: «he pecado contra el cielo y contra ti» se observa una relación de ofensa-perdón que no sólo engloba los vínculos de afecto y de sangre entre dos personas; se trata del perdón de los pecados, subrayado por la referencia al cielo, expresión perifrástica de la esfera divina. Y de ese perdón Jesús se muestra como modelo al defender su actitud de convivialidad con los publicanos y pecadores [109.]

Otra parábola que Dupont llama –como la anterior– «de misericordia» [110] es la de los obreros en la viña (Mt 20, 1-15): el trabajador de la primera hora llegará a comprender la bondad del patrono cuando se reconocerá solidario con aquel que trabajó solamente la última hora de la jornada. Igualmente verá con benevolencia el obrar de Jesús con los pecadores que refleja los sentimientos del Padre celeste. Similarmente las parábolas de los invitados al banquete y de los dos hijos enviados a trabajar a la viña hacen ver que la obediencia a la voluntad de Dios coincide con la respuesta efectiva al mensaje de Jesús. En definitiva, para indicar a los oyentes lo que se espera de ellos, las parábolas se remontan a describir la actitud de Dios, que se manifiesta en el actuar mesiánico de Jesús y que pone exigencias concretas.

Las parábolas delinean la figura de Jesús que cautiva y atrae con su discurso, rico de imágenes y ejemplos, llevando a sus oyentes a contemplar y amar el mensaje de la buena nueva; al mismo tiempo en ellas se auto-revela como aquel que tiene una especial intimidad con Dios, como quien obra en su lugar y se asume funciones y actitudes que tocan la esfera de lo divino o que incluso competen sólo a la Divinidad. Estas características colocan al lector del Evangelio frente a la persona de Jesucristo, lo invitan a realizar el salto de la fe y a contemplarlo en su ser de Dios y Hombre.

Aun cuando se tenga conciencia de la tensión que existe entre la autonomía de la crítica bíblica y la dependencia de la interpretación in sinu Ecclesiæ, esta tensión es sólo relativa y sirve para liberar el texto de una hermenéutica restringida y proyectarlo en la doble realidad en la que se integra en el lenguaje de la Biblia, la divina y la humana. La interpretación científica –o mejor, positiva– debe tener en cuenta la ciencia de la fe [111]. La exégesis, respetando su propia metodología, más que entrar en conflicto con la moral, el dogma o la espiritualidad se une dialécticamente con ellas en una relación armónica. La historia no tiene entre sus principios básicos el estar cerrada a lo sobrenatural [112].

Comenzando con la lectio se pasa sucesivamente a la meditatio y a la contemplatio. Los tres niveles de conocimiento y de profundización del texto se hacen posibles gracias a la dimensión teológica de la exégesis bíblica. El lector, contemplando la figura de Jesús que presentan los Evangelios, se coloca de frente al gran misterio de la Encarnación.

Bernardo Estrada en dadun.unav.edu/

Notas:

1.     Cfr. G. GHIBERTI, «Cento anni di esegesi biblica», en C.M. MARTINI, G. GHIBERTI, M. PESCE, Cento anni di cammino biblico, Vita e pensiero, Milano 1995, 24.

2.     Cfr. R.A. FERREIRA, La Sagrada Escritura en el Magisterio de la Iglesia según la Const. «Dei Verbum» n. 21, Tesis doctoral, Universidad de Navarra, Pamplona 1985 (pro manuscripto).

3.     DV 21.

4.     DV 10.

5.     Cfr. C.M. MARTINI, «La Bibbia nella vita del credente oggi», en C.M. MARTINI, G. GHIBERTI, M PESCE, Cento anni di cammino biblico, cit., 109.

6.     CCL 32, 1-167.

7.     Cfr. C.M. MARTINI, «La Sacra Scrittura, nutrimento e regola della predicazione e della religione», en S. LYONNET, K. HRUBY, M. ZERWICK et al., La Bibbia nella Chiesa dopo la Dei Verbum, Paoline, Roma 1969, 171.

8.     Cfr. «La Bibbia nella vita della Chiesa», en E. LORA (ed.), Enchiridion de la Conferenza Episcopale italiana, 5 (1991-1995), EDB, Bologna 1996, 2926.

9.     «Divina eloquia cum legente crescunt» (S. Gregorio Magno, Homiliae in Ezechielem 1, VII, 8, CCL 142, 87).

10.     DV 21.

11.     Cfr. «La Bibbia nella vita della Chiesa», cit., 2930-2932; CCC, 111-114.

12.     Cfr. Hb 4, 12.

13.     Cfr. IBI, IV.C.

14.     DV 25.

15.     Cfr. G. DE ROMA, «La lectio divina», VitaCon 25 (1989) 574.

16.     Lettre de Origène à Gregoire le Thaumaturge 4, SC 148, 192-194.

17.     «Quasi homo conmune sibi arcessit auxilium ut divinæ pabulo lectionis intentus famem corporis neclegat» (S. Ambrosio, Expositio in Luc. IV,20, CSEL 32, 149).

18.     Orígenes, Homélies sur la Genèse X,1, SC 7bis, 254.

19.     Cfr. M. MASINI, La «lectio divina», San Paolo, Cinisello Balsamo 1996, 105-157.

20.     Cfr. S. Agustín, Commento all’Epistola ai parti di San Giovanni IV,6, en Opere di Sant’Agostino, Città Nuova, Roma 1968, 1716.

21.     «Scriptura sacra videlicet, quem spiritaliter replet, amoris igne succendit» (S. Gregorio Magno, Commenatire sur le Cantique des Cantiques, Proemio 5, CCL 144, 7-8).

22.     DV 25.

23.     IBI, IV.C.2.

24.     Hugo de San Víctor, Six opuscules spirituels, SC 155, 46, consideraba originalmente cinco niveles: lectio, meditatio, oratio, operatio, contemplatio; según G. DE ROMA, «La lectio divina», cit., 570, la presentación de la lectio en cuatro momentos se debería a Guigo el Cartujo, y estos serían: lectio, meditatio, oratio, contemplatio. En realidad, la meditatio y la oratio, pueden ser considerados dos momentos de la oración.

25.     Cfr. C.M. MARTINI, «La Bibbia nella vita del credente oggi», cit., 112.

26.     S. Agustín, Confessiones XI,2,4, CCL 27, 196.

27.     «Omnis divina Scriptura unus liber est. Et ille unus liber Christus est, quia omnis divina Scriptura de Christo loquitur et omnis divina Scriptura in Christo impletur» (Hugo de S. Víctor, De archa Noe morali et mystica II,7, CCCM 176, 46).

28.     «Tota Sacra Scriptura, tam novi quam veteris testamenti, ad solum respicit Christum» (Godofredo de Admont, Homiliæ dominicales XV, PL 174, 108).

29.     M. LUTERO, Werke, WA 39,147. Vid. M. MASINI, La «lectio divina», cit., 80-83.

30.     Jn 1, 1.

31.     Cfr. J. JEREMIAS. La Última cena: palabras de Jesús, Cristiandad, Madrid 1980, 220s.

32.     Cfr. JUAN PABLO II. Litt. Ap. Patres Ecclesiae, EV 7, 39.

33.     «Cum igitur Scripturam sanctam legimus, Verbum Dei tractamus, Filium Dei per speculum et in ænigmate præ oculis habemus» (Ruperto de Deutz, De sancta Trinitate et operibus eius, XXXIV-XLII: De operibus Scpiritus Sancti I,6, CCCM 24, 1827). Vid. M. MASINI, La «lectio divina», cit., 171.

34.     «Corpus eius traditiones sunt scripturarum» (S. Ambrosio, Expositio in Luc VI,33, CSEL 32, 245).

35.     Cfr. Orígenes, Selecta in psalmos 4, PG 12, 1081.

36.     «Unde et sapientiæ mobilis describitur, ut per hoc quod nusquam deest, ubique nobis occurrere designetur» (S. Gregorio Magno, Moralia in Job XXIX,12,24, CCL 143B, 1450).

37.     Cfr. L. CERFAUX, Le Christ dans la théologie de saint Paul, Cerf, Paris 1954, 220.

38.     R. GUARDINI, «Sacra Scrittura e scienza della fede», en I. DE LA POTTERIE (ed.), L’esegesi cristiana Oggi, Piemme, Casale Monferrato 1991, 62.

39.     Cfr. M. MASINI, La «lectio divina», cit., 177.

40.     Mt 9, 13.

41.     Cfr. Mt 12, 3.5.7.

42.     Cfr. Mt 8, 17.21; 13, 13.

43.     Cfr. Mc 8, 21.

44.     Cfr. Lc 18, 34.

45.     Cfr. Io 3, 10; 7, 27; 8, 27s; 12, 16; 13, 12; 14, 9; 16, 3; 17, 23, etc.

46.     Cfr. Lc 24, 27.

47.     Cfr. 2 M 1, 36.

48.     Cfr. 1 Co 12, 30; 14, 5.13.27.

49.     De ordinario, cuando se refiere a la explicación de un texto, Lucas prefiere hablar de «apertura» usando el verbo dianoivgein, palabra casi exclusiva suya (7 veces sobre 8 en el Nuevo Testamento).

50.     Lc 24, 44.

51.     Se emplea aquí la figura retórica de la sinécdoque.

52.     Cfr. J.A. FITZMYER, «The Senses of Scripture Today», IThQ 62 (1996/97) 101.

53.     Cfr. J. NOLLAND, Luke 18:35-24:53, Word, Dallas 1993, 1205.

54.     Cfr. Hch 13, 16-42.

55.     DV 18.

56.     «Lectio Divina is a form of biblical spirituality in practice that over time can transform a person into the Image of Christ, encountered in Scripture» (S.M. SCHNEIDERS, «Biblical Spirituality», Int 56 (2002) 140).

57.     S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ DE BALAGUER, Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977, n. 223.

58.     Ibid. n. 299.

59.     Cfr. E. KÄSEMANN, «Das Problem des historischen Jesus», ZThK 51 (1954) 125.

60.     G.E. Lessing publica entre 1774 y 1778 los Wolfenbüttelsche Fragmente di H.S. REIMARUS, muerto seis años antes. Uno de los últimos publicados, Von dem Zwecke Jesu und seiner Jünger, fue el que desencadenó, primero un escándalo y después la nueva investigación sobre la vida de Jesús.

61.     Cfr. L. STEFANIAK, «De Novo Testamento ut christianismi basis historica», DT(P) 61 (1958) 113-130. Los tres argumentos empleados para subrayar la historicidad eran: authenticitas, integritas, veracitas. Vid. I. DE LA POTTERIE, «Come impostare oggi il problema del Gesù storico?», CivCatt 120/II (1969) 447-463.

62.     Cfr. W. WREDE, Das Messiasgeheimnis in den Evangelien. Zugleich ein Beitrag zum Verständnis des Markusevangeliums, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1901.

63.     A. SCHWEITZER, Von Reimarus zu Wrede. Eine Geschichte der Leben-Jesu-Forschung (Investigaciones sobre la vida de Jesús, Edicep, Valencia 1990). La misma obra apareció, ampliada y dotada de conclusiones en 1913, con el solo título de Geschichte der Leben-Jesu-Forschung. V. FUSCO, «La ricerca del Gesù storico. Bilancio e prospettive», en R. FABRIS (ed.), E la parola di Dio cresceva. In Onore di C.M. Martini, EDB, Bologna 1998, 489, recuerda a aquellos que, con un poco de ironía, decían que Schweitzer hubiera querido titular su obra Von Reimarus zu Schweitzer, visto que el libro concluye con su propia aportación a la vida de Jesús.

64.     A. SCHWEITZER, Geschichte der Leben-Jesu-Forschung, Mohr, Tübingen 91984, 620s. La traducción es nuestra.

65.     Cfr. M. KÄHLER, Der sogennante historische Jesus und der geschichtliche biblische Christus, Kaiser, München 31961 (primera edición, Leipzig 1892).

66.     Cfr. A. LINDEMANN, «Rudolf Bultmann e il suo influsso sulla teologia e sulla chiesa», RdT 44 (2003) 5-30.

67.     «Freilich bin ich der Meinung, dass wir vom Leben und von der Persönlichkeit Jesus so gut wie nichts mehr wissen können, da die christlichen Quellen sich dafür nicht interessiert haben, ausserdem sehr fragmentarisch und von der Legende überwuchert sind, und da andere Quellen über Jesus nicht existieren» (R. BULTMANN, Jesus, Mohr, Tübingen 1951, 11).

68.     Así W. SCHMITHALS, «75 Jahre: Bultmanns Jesus-Buch», ZThK 98 (2001) 39.

69.     Cfr. P. GRECH, «Il Problema del Gesù storico da Bultmann a Robinson», en Dei Verbum. Atti della XX Settimana Biblica Italiana, Paideia, Brescia 1970, 400s.

70.     J. JEREMIAS, «The Search of the Historical Jesus», en J. JEREMIAS, K.C. HANSON, Jesus and the Message of the New Testament, Fortress, Minneapolis 2002, 12s.

71.     De hecho no se ponía al Jesús histórico contra el kerygma, como había hecho la escuela liberal siguiendo a Reimarus, ni el kerygma contra el Jesús histórico como había hecho la escuela histórico-formal, sino que buscaba la continuidad entre uno y otro.

72.     Cfr. A. FEUILLET, «Évangiles synoptiques, Vue d’ensemble sur l’histoire de leur exégèse», EeV 86 (1976) 641-646.

73.     Cfr. S. NEILL, N.T. WRIGHT, The Interpretation of the New Testament 1861-1986, Oxford University Press, Oxford-N.Y. 1988, 379. Parece ser WRIGHT el primero que ha bautizado esta nueva serie de estudios como Third Quest.

74.     Esta es, en mi opinión, la esencia del criterio de plausibilidad que proponen G. THEISSEN, A. MERZ, El Jesús histórico: manual, Sígueme, Salamanca 1999, 139-143. Por una parte, la coherencia y plausibilidad de los efectos, por otra la individualidad de Jesús.

75.     Cfr. G. SEGALLA, «La terza ricerca del Gesù storico e il suo paradigma postmoderno», en R. GIBELLINI (ed.), Prospettive teologique per il XXI secolo, Queriniana, Brescia 2003, 229.

76.     Vid. J.D. CROSSAN, The Historical Jesus: The Life of a Mediterranean Jewish Peasant, Harper, San Francisco 1991.

77.     Vid. B.L. MACK, A Myth of Innocence. Mark and Christian Origins, Harper, San Francisco 1993. En la misma línea M. BORG, Jesus: A New Vision, Harper, San Francisco 1987 y F.G. DOWNING, Christ and the Cynics, Sheffield Academic Press, Sheffield 1988.

78.     De todos modos se reconoce en ellos aprecio y valoración de esos escritos. Cfr. R. AGUIRRE, «Estado actual de los estudios sobre el Jesús histórico después de Bultmann», EB 54 (1996) 459.

79.     Vid. G. VERMES, Jesus the Jew: A Historian’s Reading of the Gospel, MacMillan, New York 1983.

80.     Vid. E.P. SANDERS, Jesus and Judaism. The Historical Figure of Jesus, Fortress, Philadelphia 1985.

81.     Vid. cfr. J.P. MEIER, A Marginal Jew I, Doubleday, New York 1994; II, 1997; III, 2001.

82.     Ya el mismo Meier en su primer volumen decía que la perspectiva desde la que se estudiaría a Jesús sería la de un «conclave no papal» (I, 29) con un judío, un protestante, un anglicano, un católico, buscando en cada afirmación de ponerlos a todos de acuerdo. En el fondo termina separando estudio del Evangelio y fe, historia y kerygma.

83.     Cfr. D.A. HAGNER, «An Analysis of Recent “Historical Jesus” Studies», en D. COHN-SHERBOK, J.M. COURT, Religious Diversity in the Græco-Roman World: A Survey of Recent Scholarship, Sheffield Academic Press, Sheffield 2001, 100. Allí presenta diversos libros sobre Jesús como mago, rabí, zelote, fariseo, essenio de Qumran, etc.

84.     Vid. J.D.G. DUNN, Jesus Remembered, Eerdmans, Grand Rapids-Cambridge 2003.

85.     Ibid., 6.

86.     Vid. H. RIESENFELD, The Gospel Tradition, Blackwell, Oxford 1970; B. GERHARDSSON, The Gospel Tradition, CWK Gleerup, Lund 1986, y sobre todo su Memory and Manuscript: Oral Tradition and Written Transmission in Rabbinic Judaism and Early Christianity (1961), ahora editado con Tradition and Transmission in Early Christianity, Eerdmans, Grand Rapids 1998.

87.     Cfr. J.D.G. DUNN, Jesus Remembered, cit., 332.

88.     Esencialmente se consideran aquí los tres tipos de parábola de los que hablaba A. JÜLICHER, Die Gleichnisreden Jesu, 2 vols., Wissenschaftliche Buchgesellschaft, Darmstadt 1976 (Reimpresión de Tübingen 1910). Ellos eran la comparación, la parábola propiamente dicha, y la narración-ejemplo.

89.     Cfr. B. GERHARDSSON, «If We Do Not Cut the Parables Out of Their Frames», NTS 37 (1991) 321-335.

90.     Vid. C.H. DODD, The Parables of the Kingdom, Nisbet, London 1948; trad. Las Parábolas del Reino, Cristiandad, Madrid 1974. J. JEREMIAS, Die Gleichnisse Jesu, Vandenhoeck & Ruprecht, Göttingen 1947, 101984; trad. Las parábolas de Jesús, Verbo Divino, Estella 1981.

91.     J. GNILKA, Jesús de Nazaret: mensaje e historia, Herder, Barcelona 1995, ve el error de Jülicher en la idea que toma prestada de Aristóteles, del que Jesús se halla tan lejano: 115.

92.     Vid. A. HARNACK, Das Wesen des Christentums, J.C. Hinrichs, Leipzig 1901.

93.     Cfr. J. JEREMIAS, Las parábolas, cit., 23s. Con una cierta ironía critica Erlemann esta actitud de Jülicher diciendo que el retrato de Jesús que surgiría de las parábolas es el de un hombre simple, frugal, natural, realista, preciso, claro y unívoco. Cfr. K. ERLEMANN, Das Bild Gottes in den synoptischen Gleichnissen, Kohlhammer, Stuttgart 1988, 43.

94.     A. JÜLICHER, Gleichnisreden I, 182 (la traducción es nuestra).

95.     Ibid.

96.     Cfr. C.H. DODD, Las Parábolas del Reino, cit. En su libro, el autor delinea la vida pública de Jesús en base a las parábolas pronunciadas en los distintos momentos de su manifestación a Israel.

97.     Cfr. E. PÉREZ-COTAPOS LARRAÍN, Parábolas: Diálogo y experiencia. El método parabólico de Jesús según Dom Jacques Dupont, Pontificia Universidad Católica de Chile, Santiago 1991, 23.

98.     C.H. DODD, Las Parábolas del Reino, cit. 186.

99.     Cfr. J. JEREMIAS, Las parábolas, cit., 277.

100.      Cfr. A.N. WILDER, Early Christian Rhetoric. The language of the Gospel, SCM, London 1964, 79.

101.      Cfr. J. DUPONT, Il metodo parabolico di Gesù, Paideia, Brescia 21990, 19.

102.      E. FUCHS, «Bemerkungen zur Gleichnisauslegung», ThLZ 79 (1954) 345-348, insiste en que las parábolas contienen testimonios implícitos de Cristo sobre sí mismo.

103.      Cfr. J. DUPONT, «Les implications christologiques de la parabole de la brébis perdue», en J. DUPONT (ed.), Jésus aux origines de la christologie, Leuven University, Leuven 1989, 347-349.

104.      El verbo al imperfecto señala que se trata de una acción repetida y frecuente: «Se acercaban a Él...» (Lc 15, 1).

105.      Cfr. E. PÉREZ-COTAPOS LARRAÍN, Parábolas, cit., 129. Jeremías indica que Jesús, actualizando en su proceder el amor de Dios a los pecadores arrepentidos, más que una declaración cristológica explícita, contiene una afirmación velada de sus plenos poderes: «Jesús reclama para sí que Él obra en lugar de Dios, que es el representante de Dios» J. JEREMIAS, Las parábolas, cit., 163.

106.      Jeremías añade: «Jesús dice: mi oficio es arrebatar el botín a Satanás y recoger los perdidos. Una vez más: Jesús es el representante de Dios». Las parábolas, cit., 166s.

107.      Cfr. J. DUPONT, Método parabólico, cit., 27.

108.      Cfr. V. FUSCO, «Narrazione e dialogo in Lc 15,11-32» en G. GALLI (ed.), Interpretazione e Invenzione, Marietti, Genova 1987, 57.

109.      «Cualquiera que lea la parábola del hijo pródigo que describe la bondad inimaginable del perdón divino (...) se pone de nuevo frente a la pretensión de Jesús de ser visto como el enviado de Dios que actúa con su autoridad» (J. JEREMIAS, Parábolas, cit., 12). Cfr. E. FUCHS, «The Question of the Historical Jesus», en C.E. BRAATEN, R.A. HARRISVILLE, The Historical Jesus and the Kerygmatic Christ: Essays on the New Quest on the Historical Jesus, Abingdon, Nashville 1964, 20s.

110.      Cfr. J. DUPONT, Il metodo parabolico, cit., 26, n. 12. Allí el autor clasifica en tres grupos las parábolas en las que se hace ver el actuar de Dios a través del comportamiento de Jesús: de misericordia, de juicio y de la paciencia de Dios.

111.      Cfr. R. GUARDINI, «Sacra Scrittura e scienza della fede», cit., 80.

112.      Cfr. D.A. HAGNER, «An Analysis of Recent “Historical Jesus” Studies», cit., 105.

Teresa Cid

1.       Introducción

Para poder entender la relación entre el amor y la libertad hemos de ver cómo se vincula el amor con la personalidad humana. Es decir, como el amor es capaz de expresar a toda la persona en un acto libre. La dificultad que se encuentra para ello es la fragmentación de la misma personalidad humana en el modo actual de interpretar los propios actos. Es el motivo principal de la crisis moral actual. La no adecuada asunción de los propios actos como un modo de construir nuestra personalidad produce lo que algún autor denomina el «malestar de la modernidad». Cuyas características serían las siguientes: «Así pues, hay tres malestares sobre la modernidad que quiero destacar en este libro. El primero es sobre lo que podemos llamar un pérdida de sentido, el borrarse los horizontes morales. El segundo trata del eclipse de los fines, a favor de una imperante razón instrumental. Y el tercero es la pérdida de la libertad» [1].

Esta pérdida de libertad está en relación directa con los otros dos factores y es, en el fondo, «una consecuencia de la pérdida de la perspectiva del amor como luz de las acciones. Es una situación paradójica, la de un mundo que exalta la libertad como un absoluto, pero que luego llega a negarla en su realización práctica» [2]. No se trata de un planteamiento meramente teórico, sino que está en juego cómo el hombre se conoce a sí mismo en sus actos. Al convertirse la libertad en un absoluto el hombre ha quedado en un estado de indiferencia teórica ante los fines de su vida; el tema del sentido ha dejado entonces de ser objeto de iluminación racional para dejarlo en manos del mundo subjetivo de los sentimientos. Sin embargo, la realidad nos muestra cada día que la pretendida libertad absoluta del hombre es una libertad aparente, conflictiva y amenazada.

El amor es una experiencia originaria y se puede presentar con la radicalidad de un nuevo cogito que conforma la personalidad desde dentro: «El acto de amor es la certeza más fuerte del hombre, el cogito existencial irrefutable: Yo amo, entonces el ser existe y la vida vale la pena de ser vivida» [3].  Esta verdad inicial del amor es el modo como el hombre puede encontrar su propia personalidad y le permite dirigir la libertad desde dentro.  La libertad nace de un amor primero y tiende a un amor final que es la comunión de personas [4]. Es aquí donde podemos comprender la vocación al amor con tres elementos fundamentales: afecta a lo más íntimo de la personalidad humana, es algo en lo que Dios está presente desde un principio, y puede estar abierta a la santidad.

La luz tiene un significado especial para la persona humana ya que participa de ese valor de discernimiento por su propia racionalidad como guía interno de su existencia: «el hombre debe poder distinguir el bien del mal. Y esto sucede, ante todo, gracias a la luz de la razón natural, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios» [5]. En el hombre la capacidad de discernimiento del verdadero bien es una luz que participa de la misma sabiduría de Dios. De esta forma, nace para el hombre una necesidad especial de la luz para que su vida esté ordenada y se aleje del caos en el que todo es confusión.

La luz que se encuentra en la experiencia del amor no es sino el motivo primero que permite al hombre construir sus acciones y explica el valor moral de las mismas. Es lo propio del conocimiento afectivo que se puede con­siderar como lo propio de la «luz del amor» [6]. En verdad no vemos la luz directamente, sino en el reflejo que provoca en los objetos iluminados. Aquí, en la medida en que es un principio de luz en el interior del hombre, la luz obtiene un nuevo sentido, porque esa luz conforma todo un mundo de resonancias afectivas que tiene que ver con un orden interiorizado en el hombre. La luz nos permite hablar de que en el hombre existe una intimidad que también debe ser iluminada ahora en un orden del amor que procede de ser éste siempre un acto preferencial [7].

Es aquí donde el valor de la luz propio de la experiencia humana alcanza todas sus dimensiones. No solo es un principio de armonía entre las cosas, de unidad específica en las mismas que las reviste de una belleza que atrae, ahora es, al mismo tiempo, un principio interior de luz que habita en el propio hombre y que tiene que ver con su propia vida. Es el discernimiento del bien el que nos permite ser dueños de nuestra existencia y afrontar las contrariedades sin perder el camino, permanecer en el bien en medio de nuestras carencias y la fragilidad que nos envuelve.

El amor es una luz porque no solo ilumina una realidad actual, sino que tiene el significado único de ser una promesa y, por ello mismo, una guía para el futuro, un modo de construir una vida en común, nacida de un amor de entrega que nace con la pretensión de incondicionalidad, esto es, de precedencia respecto de cualquier condición posterior: «El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas y su más íntima pureza conlleva el que ahora aspire a lo definitivo, y esto en un doble sentido: en cuanto implica exclusividad -solo esta persona-, y en el sentido del para siempre» [8].

Una luz que ilumina en la oscuridad es siempre una invitación a acercarse a ella. Así, esa atracción interior que parece inspirarnos la luz es parte integrante de la verdad del amor de Dios. Éste se puede comparar a una luz por­ que nos indica siempre un camino, una llamada a «caminar en la luz» (1Jn 1, 7). Así aparece en el Himno de la caridad de la primera carta a los Corintios 13, nos indica como recuperar la luz, aunque sea desde un espejo peculiar (v. 12) que es la imagen de Dios en el hombre. Ahora la reflexión apunta directamente a los actos humanos.

La libertad viene a ser un camino que pide al hombre lo mejor de sí mismo. El amor ofrece a la libertad su origen y un contenido inicial: la comunicación de un bien que le trasciende. La libertad se nos presenta ahora dentro de una dinámica de intimidad y trascendencia que se desarrolla en una relación interpersonal sostenida por una comunicación en el bien. De esta manera el hombre es capaz de reconocerse en su amor: éste no es algo que «le pasa» simplemente, sino que lo vive como propio y puede decir con toda verdad que se trata de su amor. Es decir, el amor permite iluminar el primer momento de la libertad del hombre, precisamente en el momento en el que podría parecer que el hombre es arrebatado sin ella. El punto central de la libertad, entonces, pasa a ser el autodominio y no la mera capacidad de elegir entre cosas diversas.

En la experiencia del encuentro, la libertad se siente implicada en una forma original: porque es llamada a construir aquello que se la ha desvelado:

«Su subjetividad reacciona no solo asombrándose, sino implicándose: no se trata de una simple experiencia estética, sino de una experiencia directamente moral, porque mueve a la persona a actuar» [9]. El valor de esta revelación de la experiencia amorosa es decisivo, porque nos permite comprender el sentido de la libertad. Si somos es libres, es precisamente para poder amar: esto es, construir la promesa que se nos ha revelado, llegar a existir «para la otra persona». Lo que se le promete al hombre es, precisamente, la plenitud de una relación de amistad vivida en acciones que les permitan «vivir uno para el otro» en una comunión mutua.

Con ello se pone en evidencia el sentido dinámico del amor al que están llamadas las personas. Este es el momento en el que se entiende lo que significa la vida entendida en su globalidad, en su finalidad última. El amor se sitúa, así como la experiencia de una revelación, la revelación de una vocación: «Y suena así: el hombre no ha sido creado para la soledad, sino para la comunión. Es en la comunión donde alcanza la plenitud de su ser, la vida lograda, la vida feliz» [10].

Es importante entender la relación que existe entre amor y libertad porque sólo en la medida en la que el amor es libre puede entenderse como una vocación. Existe una llamada que exige responder con libertad. Responder a una llamada que unifica la vida, eso es la vocación: «La libertad de la persona es la libertad de descubrir por sí misma su vocación y de adoptar libremente los medios de realizarla. No es una libertad de abstención, sino una libertad de compromiso. Lejos de excluir toda coacción material, implica en el seno de su ejercicio las disciplinas que son la condición de su madurez» [11]. La verdad guía la libertad para que ésta construya una relación, una comunión de personas: ser amado para amar, es lo que constituye la vocación. La dinámica de la vocación se une a la dinámica del amor. Veamos, en primer lugar, qué significa entender el amor como pasión.

2.       Amor como pasión

El amor implica siempre una dimensión de receptividad radical, de pasividad: ninguna persona decide enamorarse. Las cosas suceden porque hemos sido hechos vulnerables ontológicamente, en una reciprocidad original, receptiva de la persona sexuada en forma diferente. Sucede, no porque lo queramos, sino porque Dios así lo ha querido al creamos con esta estructura ontológica. Por esto el amor se llama una pasión, porque se padece el influjo de algo sin que intervenga la voluntad. Es en el momento de la complacencia cuando la persona puede darse cuenta de lo que ha ocurrido y consentir a ello o, por el contrario, rechazarlo. La pasión, en cuanto reacción y respuesta al bien que seduce, escapa al control inmediato y directo de la voluntad: no es ella a causarlo, ni tampoco a impedir que se produzca.

Pero el amor no es solo una pasión, implica también una acción singular por parte del hombre:  amar. Ahora el protagonismo lo tiene el sujeto, la persona, que ama implicando su libertad, su subjetividad. Pero ¿qué quiere decir amar?, ¿cuál es la relación entre el «amor» y el «amar»? [12]. Veamos como «pasión» y «elección» están intrínsecamente interrelacionadas: todo amor, antes de ser un amor electivo, es un amor afectivo. En efecto, la dinámica afectiva (la unión afectiva) dispone para la entrega personal [13]. La entrega libre y amorosa al otro es el fin de todo el proceso afectivo, y lo supera, pues la entrega no está causada por la afectividad sino dispositivamente, solo la persona es la que puede causar la entrega de sí.

El hombre percibe en el amor una realidad que le excede, de tal fuerza que no puede pretender dominar, una dimensión que solo puede ser propia de algo divino, tal como lo recoge el mito del eros contenido en el Banquete platónico [14]. Pero al mismo tiempo, es una llamada poderosa que ha de responder y en esta respuesta está el principio de un dominio propio que parece crecer en la medida en que se ama. La presencia de otra persona es siempre percibida como una llamada a la libertad y una promoción de la misma; este hecho, en la medida en que se retrotrae al mismo amor originario divino, hace que sea el amor el que presente el espacio verdadero de libertad al que somos llamados por el amor. De otro modo, el amor pasa a ser una fuerza divina que se impondría al hombre y podría destruirlo.

Se nos muestra así la importancia de las pasiones, ¿cuál es el papel que juegan en el dinamismo humano?, ¿cuál es la verdad del amor? ¿Qué implica afirmar que el amor es una pasión? Un primer análisis del amor pone en evidencia su carácter objetivo. La pasión implica siempre algo que pone en marcha todo un proceso afectivo. No decidimos nosotros que ese algo nos afecte. El amor nunca comienza en nosotros: comienza siempre fuera de nosotros, con alguien, que, en sus valores, nos afecta, nos toca. En esta primera descripción de lo que es el amor como realidad nos damos cuenta de que en el amor se da un dinamismo singular que conlleva una cierta circularidad: termina donde empieza, fuera de nosotros, en el bien que nos atrae [15].

Son distintos los momentos o niveles de circularidad del amor. Entre estos momentos podemos apreciar la unión afectiva, el deseo y el gozo [16].

2.1.    Dinámica del enamoramiento

Ahora hemos de ver cómo el hombre se hace en efecto disponible para la entrega a través del proceso afectivo que es el enamoramiento: algo nos impacta de otra persona, algo que está fuera ejerce sobre nosotros un influjo. Es el primer momento del amor, el momento de la inmutatio. Es la aparición del objeto amado como atrayente, fascinante. Por ello, se da un cambio en el sujeto que recibe el impacto: un cambio en su interior [17]. Es el momento menos libre del amor, en el que se da una mayor pasividad afectiva. Por eso se vive como «sentirse poseído» y encuentra una relación con la magia, sentirse «encantado» [18].

Su importancia está centrada en los elementos afectivos más sensoriales, los sentidos externos, en especial la vista, también hay que contar con la memoria vinculada a imágenes y percepciones. Lo que está fuera, estos valores, entran dentro del sujeto a través del conocimiento, casi sin que se dé cuenta y, entrando, lo transforman. El bien que entra en el sujeto se adueña de su afecto y lo hace similar a sí. Este momento supera la mera impresión para pasar al conocimiento afectivo del objeto. Se produce por tanto un diálogo afectivo con el mismo que tiene dos momentos que se mueven en una circularidad:

La coaptatio, que es el descubrimiento de la armonía existente entre ambos [19]. Lo decisivo de esta transformación es que el bien que entra informa, co-adapta mi apetito, plasmando en él su forma. Nos encontramos en la dimensión objetiva del amor como pasión, esto es, el momento en que se da una transformación del sujeto que lo asimila en cierta manera al bien. Por eso esta dimensión del amor se llama coaptatio.

La complacentia, o aceptación y consentimiento del ser amado, que se puede expresar con la conocida fórmula, «¡Es bueno que tú existas, es bueno que estés en el mundo!» [20]. La importancia fundamental en este nivel la tienen los sentidos internos: la imaginación. La dinámica circular conduce a una profundización en la armonía afectiva con el objeto amado. Es un trabajo interior, desde aquí comienza a entenderse lo que es la rectitud en el amor, en la medida en que las respuestas afectivas alcanzan una mayor unidad, en dirección a su fin.

Esta transformación interior del sujeto supone una repercusión cognoscitiva que implica una alegría interior: esto es, una complacencia.  Me alegro de lo que me ha ocurrido porque supone un enriquecimiento en mi ser. Es la toma de conciencia de una armonía entre aquellos bienes que me tocan y uno mismo. Este momento, que implica una toma de conciencia de algo que ha ocurrido, corresponde a la dimensión subjetiva del amor. Es momento de la complacencia.

Inmutatio, coaptatio y complacentia, corresponden a un análisis estructural de lo que supone el amor como pasión. Lo importante es que muestra que algo ha acontecido en el hombre. Y ha acontecido sin que intervenga hasta ahora su voluntad, sin que decida todavía nada. Se trata de determinados bienes que estaban fuera de uno y que ahora pasan a formar parte del propio patrimonio. La pasión implica, por ello, un enriquecimiento, un cambio interior, pasando algo del bien amado a la persona amante. Estas tres dimensiones son dimensiones de la unión que se establece entre el bien y el sujeto: unión que recibe el nombre de unión afectiva, en cuanto que es una unión que se da en el afecto o interior del hombre, en aquella dimensión interior capaz de recibir el impacto del bien y de dirigirse hacia él.

Por ello, el deseo del bien sensible es visto en la perspectiva del bien de la persona en cuanto tal. Si la persona asume personalmente lo que ha ocurrido, puede transformar el deseo en una intención. Para ello se requiere un trabajo específico de la inteligencia y de la voluntad. El movimiento que implica el deseo -porque, indudablemente, supone un cambio en la estructura afectiva y un cambio intencional, ya que nos dirige hacia algo- tiene su origen ante la complacencia del bien. El deseo es la respuesta a la atracción que ejerce el bien.

Tenemos así los diversos elementos que implica la circularidad del amor: unión afectiva, deseo y comunión. Se trata de una dinámica que genera a su vez diversos movimientos afectivos, dirigidos todos ellos a proteger y a impulsar el don del amor que ha recibido. El amor genera un dinamismo afectivo capaz de afrontar dificultades, de no venirse abajo en su movimiento de búsqueda de la plenitud. Precisamente, porque no siempre es algo sencillo alcanzar lo que amamos. Y no es sencillo, porque en el camino hacia la unión real, la comunión con la persona, encontramos obstáculos, situaciones adversas. En ocasiones, amar es, ciertamente, arduo, difícil [21]. Y la dificultad aquí se centra no simplemente en que sea complejo amar y requiera la inteligencia para vencer las dificultades, sino en que se precisa una energía singular para mantener el amor y hacer frente a las contrariedades que conlleva. Pero esta energía no procede simplemente de la inteligencia: muchas veces no faltan buenas razones para proseguir en el camino y afrontar las adversidades, sino empuje y brío.

Acabamos de realizar una descripción estructural de la pasión del amor y del dinamismo que genera, más allá de la vivencia que cada persona pueda tener en los sentimientos que conlleva. Por ello es aplicable no solamente al amor entre el hombre y la mujer, el amor que implica un elemento sexual, sino a todo tipo de amor, en que se da una unión en el interior de la persona con un bien que la inmuta y la transforma.

2.2.    Una dirección para la afectividad: la purificación

Ahora hemos de entender de qué manera entra el logos en los afectos, lo cual permite al hombre discernir la verdad que le comunican y tiene que ver con la construcción de una vida lo grada [22]. Esta razón afectiva, que es portadora de un "conocimiento por connaturalidad", es el principio de purificación del amor, y podemos descubrir en él un guía real en la vida del hombre que permanece por encima del fluir de afectos pasajeros [23]. El amor necesita de esa purificación para poder madurar y llegar a ser plenamente humano [24].

Es importante advertir que la purificación no es una racionalización exterior al afecto, una especie de sujeción a unos límites que la razón le marcara desde fuera [25]; por el contrario, es una madurez que proviene del interior del afecto y que necesita de la razón, en cuanto potencia humana, para desarrollarse completamente. Esto conlleva, en cuanto purificación, un primer aviso de gran importancia: el camino moral no es «dejarse llevar» por el afecto, porque no es ésta la verdad propia del amor. La verdad no está en el impulso, sino en el hecho de contener una promesa de plenitud que el hombre ha de ir descubriendo. Así lo expresa Benedicto XVI: «Por eso, el eros ebrio e indisciplinado no es elevación, éxtasis hacia lo divino, sino caída, degradación del hombre. Resulta así evidente que el eros necesita disciplina y purificación para dar al hombre, no el placer de un instante, sino un modo de hacerle pregustar en cierta manera lo más alto de su existencia, esa felicidad a la que tiende todo nuestro ser» (DCE, 4).

Se trata de encontrar entre una multitud de afectos la verdad que los unifica en una plenitud, esto es, la auténtica integridad humana. Por eso mismo, se ha de aprender a dirigir los afectos, a renunciar a veces a lo inmediato, a lo aparente, para poder llegar a lo verdaderamente bueno. Solo así se llega a percibir y realizar su auténtica grandeza: «se constata que el camino para lograr esta meta no consiste simplemente en dejarse dominar por el instinto. Hace falta una purificación y maduración, que incluyen también la renuncia. Esto no es rechazar el eros ni "envenenarlo", sino sanearlo para que alcance su verdadera grandeza» (DCE, 5).

Hay que llamar la atención sobre un aspecto muy importante relativo a la purificación. Purificación es un término que tiene que ver con la conciencia y el corazón. Se refiere a un modo de amar con integridad en el que confluyan todas las capacidades humanas. Como observa el profesor J.J. Pérez­ Soba, hay que evitar el vincularlo al tema del amor desinteresado que, a partir del siglo XVII, dio lugar al debate acerca del amor puro [26]. La pureza o purificación del corazón no se refiere a un amor desinteresado, sino a la integración de los afectos en la verdad de un amor singular.

Por eso, Benedicto XVI para referirse al proceso de purificación, habla de la unidad entre el cuerpo y el alma y no de una elección puramente espiritual, que no tendría sentido. Esa unidad profunda que se da en la persona humana es el fundamento antropológico de la unidad intencional que puede dar lugar a la integración afectiva [27]. Ésta requiere, en cuanto integración, algún principio mayor que el afecto, es precisamente el papel que juega la razón. Éste es el papel de la virtud, el que nos permite comprender el objeto de la ascesis.

La purificación requiere por su propio dinamismo un proceso de conversión que incluye la vuelta intencional al amor originario. Es decir, saber reconocer que el principio del amor es anterior y mayor que nosotros mismos y que, por eso, el amor como motor de nuestros actos nos une a un dinamismo que nos excede y al cual el hombre, por medio de sus virtudes, permanece abierto. Este proceso de purificación que está vinculado a las virtudes tiene su inicio y su protagonismo en Dios, que actúa en el interior del hombre asumiéndolo en su intención salvadora: «También hemos visto sintéticamente que la fe bíblica no construye un mundo paralelo o contra­ puesto al fenómeno humano originario del amor, sino que asume a todo el hombre, interviniendo en su búsqueda de amor para purificarla, abriéndole al mismo tiempo nuevas dimensiones» [28].

El principio de unidad último es de sentido personal, una auténtica vocación, porque está vinculado a la misma identidad de la persona amante, se trata de ese amor por el cual una persona llega a «conocerse a sí misma», es decir, al amor singular del don de sí. Como veremos, esta donación actúa como fin de todo el proceso del amor en la medida que éste unifica y hace crecer al amante.

3.       Amar como elección

Amar quiere decir querer. Se trata de un acto de la voluntad que está precedido de un don, de un enriquecimiento, y que está configurado por la misma inteligencia. Este acto de amor se basa siempre en un movimiento afectivo, referido al amor como pasión: no arranca de la nada, sino del don recibido. Por ello, amar antes de ser un acto electivo, como acto de la voluntad que quiere un bien, es primeramente un amor afectivo: esto es, receptividad ante ese bien, capacidad de ser movido por él. ¿Pero qué es lo que queremos cuando amamos?, ¿a qué nos dirigimos?

3.1.    Dos formas de amor: de concupiscencia y de benevolencia

«Amar es querer para alguien un bien» [29]. Se trata de un único acto, querer, pero que se dirige a dos objetos: el amado y el bien para el amado. Dos objetos, pero unidos en un solo acto de la voluntad, querer, que es puesto por un sujeto con libertad, no movido por constricción alguna, aunque sí precedido de un amor. El hecho de que el amor tenga dos objetos implica que ha surgido en el hombre una tendencia doble que tiende de modo distinto ya sea a la persona amada ya sea al bien que se desea para ella. La tendencia que se dirige a la persona amada lo hace de un modo radical, esto es, tiende hacia ella por sí misma. Se quiere a la otra persona por sí misma, por lo que ella es y como ella es. Esta tendencia a un bien amado por sí mismo se denomina amor de amistad o de benevolencia [30]. Amor de amistad no es lo mismo que la amistad: la amistad implica una relación de reciprocidad. Aquí se habla del amor de amistad, un amor que queda calificado por el genitivo «de amistad» [31]. Con ello se quiere explicar que es un amor que se dirige a una persona, por sí misma. La aceptación de la originalidad e identidad de la persona amada es decisiva en el amor, so pena de no llegar a amarla por sí misma, sino por las cualidades que a uno le interesan.

Este querer a la persona por sí misma implica necesariamente que se elija la persona como fin del propio actuar: que la propia intencionalidad se determine en tal persona. Pero ¿qué significa querer a la persona por sí misma? [32]. Quererla quiere decir que se quiere a un ser dinámico, en tensión hacia una plenitud. Se quiere a la persona, se la quiere por lo que ella es, pero también, y sobre todo, en la plenitud a la que está llamada, porque esta plenitud es la verdad más profunda de la persona. Por esta razón, querer a la persona por sí misma quiere decir querer su plenitud, querer su felicidad, querer el bien de la persona [33]: un bien, en singular, de la persona, en genitivo explicativo, por cuanto significa su dinamización última. Querer la plenitud de la persona equivale a querer que logre su vocación personal.

Pero para que la persona sea ella misma, alcance su plenitud, logre su vocación personal, precisa una serie de bienes gracias a los cuales podrá lograr su vida. Se trata ahora de bienes para la persona [34], en plural y con un complemento indirecto, la persona a la que hacen referencia: bienes como la posibilidad de gestionar económicamente una vida, tener un hogar, formar una familia. Son bienes diversos y muy variados porque perfeccionan a la persona amada, le permiten alcanzar la plenitud que anhela, ser ella misma. Por ello, querer determinados bienes para la persona es un elemento intrínsecamente ligado a «querer a la persona». Esta tendencia al bien querido para la persona amada se dirige hacia el bien en cuanto tal bien es un bien para la persona [35].

La relación entre la persona y los bienes que quiero para ella es establecida por la razón práctica: la inteligencia, movida por el amor, es capaz de establecer la relación entre este bien y la persona en unas circunstancias concretas. Esta tendencia a un bien amado para otro es denominada por los clásicos amor de concupiscencia [36]. Concupiscencia no tiene aquí ningún sentido negativo, quiere decir deseo -cupio- relativo a un bien concreto: en cuanto en el acto de amor se quiere un bien concreto y parcial dirigido a una persona. tal amor a un bien parcial se llama amor de concupiscencia.

En definitiva, el camino del yo al otro pasa necesariamente por la mediación de los bienes concretos que promueven a la persona. Sin la mediación de estos bienes, el amor a la persona se convierte en un sentimiento vacío. De ahí que el amor de concupiscencia no agote la esencia del amor entre las personas, es un amor incompleto: no es suficiente desear a la persona como un bien para sí mismo; es necesario, además, y sobre todo, querer el bien para ella (amor de benevolencia) para que sea verdadero. El amor del hombre y de la mujer no puede dejar de ser un amor de concupiscencia, pero ha de tender a convertirse en una profunda benevolencia o amistad. Por ello, el amor-necesidad (amor de concupiscencia) y el amor-don (amor de amistad) deben ser considerados según la única categoría del amor [37].

Cuando una persona dice a otra «te amo», no quiere expresar solamente «siento algo por ti». Si solo expresara eso, no sería un verdadero acto de libertad, no implicaría ninguna elección, estaría simplemente diciendo un hecho, lo que siente. Para saber lo que quiere decir, es preciso preguntar qué bienes se quieren para la persona amada. Es en este momento en el que el amor puede verificarse y promover, verdaderamente, a la persona. El amor se convierte en un principio de conducta, desarrollando la creatividad de las personas.

3.2.    La construcción de la acción de amar

Todo acto de amor implica una construcción, una composición, que realiza la persona gracias a su razón práctica. Nuestras acciones no son un todo acabado que quedara en manos de la pura elección o decisión del hombre. Actuar moralmente no es elegir entre distintas opciones ya constituidas en razón de su capacidad de satisfacer las propias necesidades. Esto ocurre solo cuando uno va de compras [38]. La acción entendida así, como una decisión sobre algo ya constituido, sería independiente de mi intencionalidad y su valor se encontraría en su capacidad de satisfacer mis expectativas o en su concordancia con determinadas reglas.

Ahora bien, las acciones no solo se eligen, ni se deciden principalmente, sino que se construyen desde un mismo inventándolas [39]. Pero ¿cómo se construye la acción? La construcción de una acción parte siempre del fin personal al que se dirige toda acción: esto es, la persona amada, en cuanto que es ella el fin de la acción, como anteriormente hemos visto. La acción se dirige a la persona en sí misma, en cuanto que con la acción se entra en una comunión singular con ella. Se dirige, por tanto, a un modo de comunión con la persona que se actualiza en la mediación de la acción.

Surgen así los dos elementos decisivos de toda acción: la intención de un fin y la elección de unos medios, que son, por ello, la primera etapa en orden a un fin. Se trata de dos elementos intrínsecos del obrar mutuamente relacionados entre sí: porque, pretendiendo promover a una persona y entrar en comunión con ella, uno percibe que tal intención solo puede llevarse a cabo a través de la elección de unos bienes que le permitan promover a la persona y entrar en comunión con ella.

La originalidad de estos bienes que se quieren para la persona estriba en que se trata de bienes prácticos, esto es, de acciones. No son, por lo tanto, simples bienes ontológicos, corno la sexualidad, la vida o el dinero; sino que estos bienes ontológicos están incluidos en los bienes prácticos. Estos bienes prácticos se configuran como verdaderos bienes para la persona, por cuanto se aprecia su relación con la persona misma y su bien último: la vida lograda en una comunión [40].

¿Cómo podemos establecer el contenido de estas acciones, esto es, su objeto moral? La acción moral queda determinada no por la materialidad de lo que se ejecuta o el bien ontológico de que se trate. Nuestras acciones quedan especificadas no por lo que ejecutamos simplemente, sino por lo que buscamos inmediatamente cuando ejecutamos algo. ¿Para qué lo hago? Este «para qué» no hace referencia a fines ulteriores o principales. Los fines últimos, por sí solos, no definen ni especifican lo que hacemos.

El «para qué» que define nuestras acciones y las especifica se refiere al fin próximo e inmediato de la acción deliberada. Este «para qué» indica el contenido intencional básico de nuestras acciones, que es el contenido de lo que elegimos voluntariamente. Cuando la voluntad se dirige a este fin próximo, este acto de la voluntad se llama elección. Tal elección está animada por un fin más importante en el cual el fin próximo halla su sentido.  Este fin más importante, el fin principal o intermedio, es un fin pretendido por el sujeto, y por ello se da un acto de la voluntad propio, que se llama intención. Entre ambas dimensiones, intención-elección, existe una mutua inter-penetrabilidad, de tal manera que es imposible entender una sin la otra, y que los fines próximos que se eligen, se eligen para alcanzar el fin superior de la comunión y que es objeto de la intención. Con ello se aprecia cómo los fines próximos (objeto de la elección) son englobados siempre en los fines superiores y principales (objeto de la intención) [41].

Lo que constituye el sentido humano de nuestras acciones es precisamente la unidad intencional que existe entre todos los fines pretendidos según un orden concreto. Con el término «unidad intencional» se quiere expresar la proporción que se da entre los diversos niveles de la acción. Esta unidad y proporción es una unidad creada por la razón práctica y, por lo tanto, «ordenada» por ella. Esta unidad intencional adquiere su sentido último cuando se relaciona con una dimensión natural básica de todo el dinamismo intencional, como ya vimos en el análisis del deseo: se trata del deseo natural de felicidad. De esta forma, entre la ejecución, el fin próximo que especifica la acción, el fin principal o intermedio, que concreta los modos de comunión con las personas, y el fin último, que es la vida lograda vivida en comunión con Dios, se da una cierta unidad.

Aparece así que existe una verdad de nuestras acciones que hace referencia a la ordenabilidad o no de nuestros fines próximos [42] (que prácticamente son el contenido de las elecciones) a intenciones más profundas. Cuando existe esta unión intencional, entonces podemos afirmar que la acción es buena. Cuando no existe esta unión porque tal fin próximo no se puede ordenar a un fin bueno, entonces la acción es mala. La bondad moral de las acciones que hacen referencia a la relación hombre-mujer puede apreciarse en la unidad intencional que existe en sus diversos fines en modo que permita actualizar el ideal de la comunión con la persona y, así vivir una vida lograda, plena y en comunión.

4.       Amor y dinámica del don

En el encuentro entre el hombre y la mujer, el sentimiento ha permitido reconocer al otro como alguien valioso, que ofrecía una complementariedad al sujeto; la amistad pide, además, la vinculación de la voluntad. Este acto de la voluntad, por el que se quiere a la persona con una voluntad buena, y se quiere para la persona determinados bienes, es un momento intrínseco de la amistad, y sin él no hay tal.

Porque el amor no funde, sino que une en la diferencia, por tanto, abre un espacio a la justicia: considerado el bien de la otra persona en cuanto «suyo» y no solamente en cuanto «mío», ya que se trata de un bien «para ella» con un claro sentido intencional. Así, la amistad implica dos dimensiones intrínsecas: por un lado, la mutua unión, gracias a la cual es posible una mutua transformación; por otro, la alteridad y distinción, necesaria en toda amistad, que abre un espacio a la justicia, por lo que nos permite dirigir el bien descubierto hacía la otra persona.

De ahí que el contexto que nos permite entender lo que es un bien para la persona amada es el contexto de la amistad. No se trata de deducir qué le conviene a la persona en razón de su naturaleza o qué le podría ayudar sin más. Las acciones de los enamorados no nacen de una racionalidad calculadora, sino de su propia interioridad: están profundamente radicadas en su deseo interior y, por ello, tiene una huella personal precisa. Sin esa unión transformante que supone la amistad es muy difícil entender qué es un bien para la persona amada y transmitírselo de una forma personal y significativa.

4.1.    Amistad y reciprocidad

El amor de benevolencia propio de la amistad, y especialmente entre un hombre y una mujer, radica no en algo extrínseco, sino en su propio interior. Más aún, es una complacencia interiormente radicada en el sujeto, esto es, en su intimidad. Una presencia interior que no es solamente sentida, sino que también transforma al sujeto. La amistad precisa. entonces, la benevolencia, la intimidad, pero también la comunicación de un bien. Este bien, en la relación hombre-mujer, es el bien de la conyugalidad, que implica en ambos un modo de amarse participando la propia intimidad: esto es, un modo de presencia interior entre ambos que pone en juego la complementariedad de sus personas y abre un espacio mutuo de reciprocidad.

Solo cuando la benevolencia es recíproca es posible la amistad. El otro deja de ser, simplemente, alguien que aprueba y acoge para pasar a ser verdadero coprotagonista de una vida común. Así, la reciprocidad a la que se refiere la amistad adquiere su sentido pleno en la actuación: es en ella donde se aprecia la reciprocidad al querer ambos, respectivamente, para la otra persona los mismos bienes. Se trata de un actuar común entre dos personas. En efecto, con nuestras acciones nos dirigimos a la persona amada, que es libre en sí misma, por lo que, dirigiéndonos a ella, nos dirigimos también a su libertad, para que reaccione, a su vez, acogiendo nuestra acción. Cuando construimos nuestra acción, indudablemente pretendemos que sea acogida por la otra persona, que genere una respuesta. Podemos así entender que la acción del hombre no es nunca solo «su» acción, sino una «co-implicación» de acciones. La otra persona no es un mero receptor de actividades, sino parte intrínseca de una comunicación, que aporta de su propia genialidad. Se nos descubre así una intencionalidad oculta en nuestras acciones, ya que la voluntad se propone, necesariamente, en toda intención de un fin también una comunidad de acción [43].

El amor, cuando es unilateral, carece de esa plenitud objetiva que le confiere la reciprocidad: «El amor sin reciprocidad está condenado a vegetar y más tarde a morir y, muchas veces, al desaparecer, hace que se extinga la misma facultad de amor» [44]. El amor, por su misma naturaleza, no es unilateral, sino que, al contrario, es interpersonal, se da recíprocamente entre personas, es social: «Su ser, en su plenitud, es interpersonal y no individual. Es una fuerza que liga y que une, su naturaleza es contraria a la división y al aislamiento» [45]. Un amor recíproco crea la base más inmediata a partir de la cual un único nosotros nacemos de dos yo. La reciprocidad es la que decide el nacimiento del nosotros. Y ella demuestra que el amor ha madurado, que ha llegado a ser algo entre las personas, que ha creado una comunidad. Así es como se realiza plenamente.

Hemos constatado más arriba que la benevolencia pertenecía a la naturaleza del amor, así como el atractivo y la concupiscencia. Y que el amor de concupiscencia y el de benevolencia. aunque difieren entre sí, no se excluyen, sino que se complementan. La verdad acerca de la reciprocidad da de ello una nueva explicación: cuando se desea a alguien, en cuanto es un bien para sí mismo, se desea también. en retorno, el amor de la otra persona; se desea, por consiguiente, a la otra persona, en cuanto concreadora del amor, y no como mero objeto de concupiscencia.

La reciprocidad depende esencialmente de aquello que las personas ponen en ella. Ello explica la confianza que se tiene en la otra persona cuando la reciprocidad se funda en el verdadero bien. Poder creer en el otro y poder pensar en él como en un amigo que no puede decepcionar es para el que arna una fuente de paz y de gozo. Si por el contrario, lo que las personas aportan al amor es únicamente, o, sobre todo, la concupiscencia que busca el placer, entonces la misma reciprocidad estará desprovista de las características que acabarnos de señalar [46].

La reciprocidad verdadera no puede nacer de dos egoísmos: no puede resultar más que una ilusión de reciprocidad, ilusión momentánea, o todo lo más de corta duración. Es indispensable que el amor sea verdadero, es decir, que se dirija hacia un bien auténtico y de una manera conforme a la naturaleza de ese bien: «el amor es verdadero cuando crea el bien de las personas y de las comunidades, lo crea y lo da a los demás» [47]. El amor falso, por el contrario, se dirige hacia un bien aparente o -caso más frecuente- hacia un bien verdadero, pero de una manera no conforme a la naturaleza de ese bien. Por eso un amor falso es también un amor malo [48].

Por tanto, es preciso verificar el amor antes de declararlo a la persona amada, y sobre todo antes de reconocer ese amor como la propia vocación y de comenzar a construir la vida sobre él. Es preciso saber sobre qué descansa la reciprocidad y si ella no es tan solo apariencia [49].

4.2.    El don de sí como acto de amor

Llegarnos así al vértice de todo el proceso seguido hasta aquí, se puede comprender todo él como una auténtica revelación del amor. La verdad última del amor se revela a sí misma en cuanto actúa como fin del entero dinamismo amoroso es, por tanto, un amor de entrega [50]. Cuando se habla de este amor, se entiende que aquello que se entrega no es una cosa, sino la propia intimidad, en donde el amor surge porque solo así se puede constituir ese valor único del amor recíproco que enriquece doblemente a los que lo viven.

En la estructura del don es posible destacar tres características esenciales. Primera, el don es libre: implica siempre un ejercicio de la libertad. Segunda, la razón del don no puede ser sino el amor; otro motivo convertiría el don en un comercio. Tercera, el destinatario del don sólo puede ser una persona, capaz de recibirlo [51]. Esta estructura interpersonal está relacionada directamente con el amor y nos obliga a analizar la estructura de la donación en referencia a la del amor que ya hemos estudiado.

La dinámica del don se integra en la dinámica del amor porque tiene su misma estructura de dos objetos: el amante (dador) quiere (da) el bien (el don) al amado (receptor) [52]. El hablar de «don» explicita algunas características que no aparecen de por sí en la estructura del amor. La primera es la alteridad: el que da y el que recibe deben ser distintos. En cambio, no es necesario que sean distintos el amante y el amado ya que uno puede amarse a sí mismo. La estructura de la donación es estrictamente interpersonal. La segunda es la gratuidad: la gratuidad no puede olvidar ni la naturaleza ni la justicia [53] pero las ha de superar. Por eso en la tradición medieval no se contrapone gratuito a interesado sino a «lo debido».

Aunque nuestro amor sea respuesta a un amor primero, esconde una razón de gratuidad por el hecho de que es una donación libre. Así, se puede decir: «Tenemos pues aquí como una definición: la entrega es la respuesta al amor de una persona» [54]. En efecto, al hablar de gratuidad se está pensando en la actuación del donante, pero en la donación hay que contar también con la actuación del receptor. Por eso la inter-personalidad de la donación es total (incluye la alteridad) y es dialógica (implica una respuesta).  Esta dialogicidad se expresa no sólo en el concepto de dar sino en su relación con el concepto de recibir, según el conocido axioma medieval: «todo lo que se recibe en alguna cosa, se recibe al modo del recipiente» (cf. STh., l, q. 75, a. 5). El modo huma­ no de recibir el don determina el don mismo. La recepción de una persona no es meramente pasiva, sino que debe incluir la libertad.

Quien da algo gratuitamente lo da esperando que el otro lo reciba, lo da para que lo reciba. He aquí la grandeza del amor: llegar a amar primero, antes de que la otra persona nos haya dado algo. En la coacción, ambos, amante y amado, se comunican un bien, en una reciprocidad de intenciones que colma de gozo. Pero ¿qué es lo que últimamente se comunican? Lo que se comparte y el otro está llamado a participar, a su vez, es, principalmente, este modo de presencia interior: esto es, se comunica el propio amor a la otra persona en la medida en que el bien que se le ofrece es capaz de encarnarlo: una conversación, un trabajo común, la entrega del propio cuerpo... El amor es, por ello, el primer don y el alma de la acción.

Por tanto, todo acto de donación incluye no sólo la gratuidad sino la idea de reciprocidad: «a pesar de la gratuidad absoluta inherente al don como ofrecimiento, la reciprocidad es apropiada al don. Un don pide ser correspondido. Sin embargo, la reciprocidad fundamental que pide no es la de que se le devuelva otro don. Sino más bien llevar a plenitud el don que se da. Así, para la plenitud del don no sólo se debe ofrecer; sino también ser recibido. Por eso tal recepción es la reciprocidad original que se intenta desde el verdadero significado y realidad del don» [55].

La reflexión anterior nos permite afrontar una de las grandes dificultades que han oscurecido la originalidad del amor conyugal. Se trata de la pretensión, a la que ya nos hemos referido anteriormente al tratar el tema de la purificación, de un amor desinteresado, de un amor puro. Tal pretensión buscaría un amor tan centrado y volcado en la otra persona, que todo interés propio sería visto como una mancha. Así, el ideal del amor sería buscar el bien del amado hasta el punto de no interesarse por la reciprocidad, de no buscarla siquiera, ya que ello supondría contaminar el amor con el propio egoísmo, buscándose a sí mismo, en último término. Amar hasta el punto de llegar a no esperar nada a cambio: he ahí la pretendida pureza del amor.

Como observa el profesor J. Noriega [56], pretender el bien de la persona amada, necesariamente, implica pretender el propio bien, ya que el bien que se pretende es el bien de una comunidad de acción en la que uno mismo está involucrado. Quien ama está, verdaderamente, interesado en esta comunidad de acción. Y es que, el desinterés del amor confunde dos palabras difíciles de aquilatar: desinterés con gratuidad. Todo amor es siempre enormemente interesado, y especialmente el amor entre el hombre y la mujer: entraña un deseo de despertar el interés por uno mismo en el otro. Suprimir el deseo de interesar a la otra persona sería suprimir la posibilidad del amor conyugal. Ahora bien, desinterés no es lo mismo que gratuidad.

Toda acción nace de la libertad y expresa, en cierto modo, la interioridad del sujeto: es un auténtico acto de la persona. Por ello, en toda acción se da una cierta dimensión de donación, ya que la donación del amor entre el hombre y la mujer conlleva una cierta gratuidad. Son acciones en las que sus protagonistas dan mucho más del mero bien en juego: se dan a sí mismos en la medida en que lo consiente el bien que comunican. Y en el darse a sí mismo en el bien, la otra persona es llamada a acogerlo en la mediación del bien en una reciprocidad de donación. El bien que se comunica será siempre un signo, y una mediación, del amor que se quiere donar.

Pero la plenitud de la acción no es todavía el don de sí que realiza el sujeto. Porque el don de sí está dirigido a una reciprocidad de donación. Se aprecia la paradoja que encierra el amor humano: se ofrece a una persona para generar la reciprocidad, pero no puede causarla por sí mismo, ni pretende siquiera forzarla, será siempre fruto de la libertad de la otra persona. Al donarse espera la reciprocidad del otro como un verdadero don. Surge así una distancia entre el don que se realiza y la reciprocidad que se genera. La plenitud de la acción es, precisamente, la reciprocidad del don de sí.

Vemos como la lógica del don de sí va a requerir la reciprocidad como uno de sus elementos clave. El querer la correspondencia del amado hace al amor mayor y permite comprender como la comunión no es un elemento añadido a la vocación originaria del amor, sino el que lo ilumina por dentro. Esto es así hasta el punto que Juan Pablo II, en la encíclica Evangelium vitae, habla de la «ley de la reciprocidad» en el sentido de que todo dar pide un recibir: «El Dios de la Alianza ha confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la reciprocidad del dar y recibir, del don de sí mismo y de la acogida del otro» (Evangelium vitae 76).

Hemos de recordar que la racionalidad de cualquier don está en la intención del donante y que, en este caso, está envuelta en el misterio de Dios: «En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encamándose y dando su vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al hombre (EV 76 §2).

Se puede comprender esta dinámica a partir de una asimilación divina, en la medida en que el hombre se asemeja más a Dios en cuanto es capaz de darse a sí mismo. En este dinamismo que nace del don de la vida, se integra este don inicial en un sentido mucho mayor que el hombre solo descubre por medio del don de sí. Así se puede decir: «Se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse» (EV 49 §2) [57].

Amar es una actividad compleja, sin embargo, implica un acto sintético, parte siempre de una intuición: el amante compone sus acciones desde una intuición, el amor a la persona que ha recibido como un don. Un don que le ha enriquecido, que le ha transformado. Un don que es una presencia, una unión afectiva. La construcción parte siempre de este amor recibido. Porque todo acto electivo es antes un amor afectivo.

Construir partiendo de una intuición, usando diferentes elementos. Poniendo en armonía elementos que de otro modo no se reconocerían. La armonía fundamental que el acto de amor establece puede apreciarse en dos aspectos de la experiencia de amor: por un lado, la relación que establece entre la dimensión intersubjetiva, esto es, el amor a la persona, y la dimensión objetiva, esto es, el amor al bien para la persona. La armonía de ambas dimensiones constituye el acto de amor. No todo en el amor es subjetivo. Podemos entender qué significa decir o que una persona nos diga: «te amo». No se trata de reflejar simplemente un sentimiento, sino un camino de construcción, la construcción de una comunión mediante la realización de acciones que son un bien para la persona. Se trata de una construcción recíproca. Un co-actuar mutuo, en el que el elemento intencional que se dirige al fin y el elemento de elección de aquello que es para el fin son vistos por ambos co-autores en una mutua concordia.

Aprender a amar tiene como primer paso caer en la cuenta de que construir una comunión de personas es un acto complejo, pero que parte de un principio sintético para ambos protagonistas: su amor. Éste deja de ser un mero sentimiento que recluye a las personas en su propia vivencia emotiva para pasar a ser un elemento dinámico que permite construir una vida. Así pues, amar no es una actividad simple, implica una composición, una construcción: la construcción del amor. Hablar de «construcción» trae a la mente una intuición, un proyecto, un proceso, materiales diversos...

El primer paso consiste en damos cuenta del amor como cimiento de nuestra vida [58]. Esto es, el amor «edifica» (cf. 1Co 8, 2), edificar «significa construir algo desde los fundamentos [...] el amor es el origen de todo y, en sentido espiritual, el amor es el fundamento más profundo de la vida del espíritu» [59]. No son los resultados los que edifican el amor, sino, una luz interior. Ningún acto exterior es de por sí amor; el amor, en cambio, va a ser fuente de muchísimas acciones.

La revelación del amor no consiste en alcanzar una «idea» del amor, sino en introducimos en una historia de amor de la que somos invitados a ser protagonistas: «Porque, ¿qué significa amar en serio? La seriedad del amor aparece solo cuando [...] el amor se hace destino del que ama. [...] Cuando el hombre y la mujer están unidos en auténtico amor, cada cual toma al otro consigo. Lo que le ocurre al otro se convierte en destino propio para el que ama [...] Y entonces dice san Juan, expresando así lo más hondo de la Revelación: Eso ha ocurrido en Dios. Con divina seriedad Él ama al mundo, al hombre y cada cual diga a mí» [60].

Dios nos introduce en una historia de amor, de amor en serio, que se ha de realizar de modo personal, es decir, libre. El amor no es entonces un mero impulso cósmico o una actitud hacia otro, sino una luz que nos permite interpretar nuestra vida en las circunstancias más diversas. Esto es, el amor cuenta con su propia revelación a modo de luz que ilumina un camino para el hombre. De esta manera, el amor no es el riesgo de una iniciativa -Dios nos ha amado primero-, sino la respuesta a una llamada que configura una vocación (VS 24). Se da así el ámbito donde reconocer una original vocación persona/, que se manifiesta a través de las circunstancias y particularidades de la vida. La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente la vocación de la persona humana al amor: el matrimonio y la virginidad [61].

La vocación, antes de ser una característica de la experiencia cristiana, se ha de reconocer corno una estructura de la existencia humana en cuanto tal [62]. La libertad del hombre de hecho está siempre provocada por la realidad que le impacta y le empuja a la acción. La realidad, sobre todo, la que cuenta con el rostro personal de encuentros, vínculos, relaciones, tiene el carácter de un evento que sucede e interpela, pues llama a una decisión. En la raíz de nuestra vida hay un don que es también una llamada. Por ello, la vida no es, en primer lugar, un proyecto mío, sino mi respuesta a la llamada de Otro [63]. El significado de la humanidad del hombre más que una propiedad es una vocación [64]. La llamada exige una respuesta, la vocación nos revela, además, una intención de amor. Una intención de amor que solo descubrimos a través de un acontecimiento: el encuentro personal.

La vocación al amor no es algo externo al amor humano, es el mismo amor el que revela al hombre la grandiosidad de su vocación. De esta manera, la vocación al amor permite superar el extrinsecismo entre fe y razón, pues siendo humana es vocación a la caridad. Supera también la separación entre individuo y comunidad en cuanto es llamada a formar una comunión de personas en base al don de una primera comunión con Dios Trino en la lglesia [65]

La vocación al amor implica a toda la persona en la construcción de su historia, y tiene como fin el don sincero de sí por el que el hombre encuentra su propia identidad. Se trata de la libre entrega a otra persona para formar con ella una auténtica comunión de personas. La comunión que nos aparece como la plenitud de la vida humana obliga a interpretar la inter-personalidad también como una tarea a construir: «Los esfuerzos de los hombres en su proceso de personalización solo son verdaderos en la media en que sepan dirigirse de modo efectivo hacia tal comunión de vida» [66].

Teresa Cid en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      CH. TAYLOR, 1ñe Ethics of Authenticity, Harvard University Press (Cambrigde, Massachusetts 1992) 10.

2      J.J. PÉREZ-SOBA, «Amor conyugal y vocación a la santidad», Rev. electrónica www.e-aquinas.net, Juan Pablo II, Veritatis splendor 33: «Paralelamente a la exaltación de la Libertad, y paradójicamente en contraste con ella, la cultura moderna pone radicalmente en duda esta misma libertad».

3      E. MOUNIER, le personnalisme, Presses Universitaires de France (París 1952) 41.

4      Así lo expresa Juan Pablo ll: «La libertad, pues, tiene sus raíces en la verdad del hombre y tiende a la comunión» (Veritatis splendor 86).

5      Ibidem. n. 42.

6      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La caridad: luz que ilumina a todo hombre», en Cuadernos de pensamiento 18, Fundación Universitaria Española (Madrid 2007) 16.

7      Cf. J. NORIEGA, «Ordo amoris e ordo rationis». en L. MELINA- D. GRANADA (eds.), limitialía responsabilita? Amore e giustizia, Lateran University Press (Roma 2005) 187-205.

8      BENEDICTO XVI, Deus caritas est 6.

9      J. NORIEGA, El destino del eros. Perspectivas de moral sexual, Ed. Palabra (Madrid 2005) 60.

10      ibidem, 89.

11      E. MOUNIER, «Manifiesto al servicio del personalismo», en M. GARCÍA-BARÓ (Dir.), El personalismo. Antología esencial, o.c., 419.

12      Cf. Ibidem. 109-113.

13      Cf. A. SCOLA, Identidad y diferencia. La relación hombre y mujer, Ed. Encuentro (Madrid 1989).

14      Diálogo citado en Deus caritas est 11.

15      Cf. P. WADELL, La primacía del amor. Una introducción a la ética de Tomás de Aquino, Ed. Palabra (Madrid 2002) 145-166.

16      Cf. L. MELINA, «Amor, deseo y acción», en L. Melina – J. Noriega - J.J. Pérez-Soba, La plenitud del obrar cristiano. Dinámica de la acción y perspectiva teológica de la moral, Ed. Palabra, (Madrid 2001) 319-344.

17      Véase la descripción de la pasión de amor que hace A. SCOLA en: Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 91-102; 395-414.

18      Cf. J. PIEPER, «El amor», en ID., La virtudes fundamentales, Rialp (Madrid 1980) 520: «Es una especie de arrebato o encantamiento, esta última palabra significa literalmente "ser arrastrado con violencia" fuera del estado en que normalmente uno se encuentra. Y la frase corriente con que suele designarse el fenómeno: "está fuera de sí", no es mala para expresar el mismo contenido».

19      Ibidem, 436; cf. A. SCOLA, Hombre-mujer.  El misterio nupcial, Ed. Encuentro (Madrid 2001) 99: «El segundo estadio del que habla el Aquinate es la coaptatio. Consiste en el reconocimiento de la existencia de una especie de armonía entre el sujeto que sufre la passio afectiva y el objeto apetecible. No se trata de una correspondencia casual sino de una verdadera y propia armonía preestablecida, por robarle la expresión a Leibniz, una afinidad y una correspondencia de sentidos amorosos entre el amante y el amado».

20      Cf.   A. SCOLA, o.c., 99: «El tercer estado de la respuesta afectiva, que es el principal, es la complacentia. Este término deberla traducirse con la palabra española, lamentablemente tan manida, deseo, que indica, sin ninguna duda, la característica emergente del afecto, hasta tal punto que Tomás se servirá de ella para definir el tipo más sencillo y elemental de respuesta afectiva, lo que él llama amor naturalis»; cf. (SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 2.

21      Cf. BENEDICTO XVI, Cana a los lectores de Famiglia Cristiano, núm. 6 (5-2-2006), en ID., Deus caritas est, Ed. San Pablo (Madrid 2006) 5-10

22      Cf. A. PRIETO LUCENA, «Eros y ápage: la dinámica única del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor. Reflexiones sobre la Encíclica Deus caritas est de Benedicto XVI, Ed. Monte Carmelo-Pontificio Instituto Juan Pablo 11 (Burgos 2006) 193-206.

23      Cf. J.J. PEREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», en Cuadernos de pensamiento 20, Fundación Universitaria Española (Madrid 2008) 20.

24      Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 17: «Los sentimientos van y vienen. Pueden ser una maravillosa chispa inicial, pero no son la totalidad del amor. Al principio hemos hablado del proceso de purificación y maduración mediante el cual el eros llega a ser totalmente él mismo y se convierte en amor en el pleno sentido de la palabra.  Es propio de la madurez del amor que abarque todas las potencialidades del hombre e incluya, por así decir, al hombre en su integridad».

25      Para una descripción de esta dinámica: cf. J. NORIEGA, «La chispa sentimiento y la totalidad del amor», en L. MELINA-C.A. ANDERSON (eds.), la vía del amor, o.c., 193-206.

26      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La esencia del amor: un análisis ético», o.c., 25: «La afirmación clave de esta corriente es que el amor seria puro cuando careciera de cualquier contacto con el interés, llegando al extremo de no desear el cielo. Como es obvio, nos hallamos ante una forma espiritualista de considerar el amor, en la cual, sin consideración alguna de su fundamento afectivo anterior, se pretende apartar por un acto de voluntad (a modo de elección interna) el hecho de fijar la intención (como si el momento de la intención del acto humano fuera producto de la elección) solo en el puro acto de amar, sin ninguna referencia a un contenido distinto. Se convierte así el amor en una construcción intelectual, separada de la dinámica afectiva, precisamente del deseo del cual se pretende purificar al amor. Con ello, la pureza se convierte en una simple cuestión de elección de contenidos, y no en lo que es de verdad una integración de afectos en la verdad de un amor singular». lo., «Introducción», en P. ROUSSELOT, El problema del amor en la Edad Media, Ediciones Cristiandad (Madrid 2004) 11-39.

27      Cf. Deus caritas est 5: «El hombre es realmente él mismo cuando cuerpo y alma forman una unidad intima; el desafío del eros puede considerarse superado cuando se logra esta unificación. [...] Ciertamente, el eros quiere remontamos en éxtasis hacia lo divino, llevarnos más allá de nosotros mismos, pero precisamente por eso necesita seguir un camino de ascesis, renuncia, purificación y recuperación».

28      BENEDICTO XVI, Deus caritas est 8.

29      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa contra Gentiles. l. 3, c. 90, (n. 2657); ID., STh., 1-H, q. 26, a. 4. Citada en: CCE, n. 1766. Esta definición de origen aristotélico (cf. ARISTÓTELES, Rethorica, l. 2, c. 4 (1380 b 35-36), encuentra en santo Tomás de Aquino un desarrollo excepcional a la luz de la nueva perspectiva ofrecida por el Pseudo-Dionisio; cf. L. MELINA, «Amor, deseo, y acción», en o.c., 329; J.J. PÉREZ-SOBA, «La irreductibilidad de la relación interpersonal: su estudio en santo Tomás», en Anthropotes 13 (1997) 175-200; ID., «Presencia, encuentro, y comunión», o.c., 357.

30      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, STh., 1-11, q. 26, a. 4. Cf. L. MELINA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORJEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 385; ID., «Amor, deseo, y acción», en o.c., 330; J. NORIEGA, «La racionalidad de la teología moral», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉRF.Z-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 87-90. El amor de amistad tiene como término otra persona, es amor en sentido propio y principal (simpliciter), mientras que el amor de concupiscencia tiene un carácter secundario y derivado (secundum quid): el objeto que se ama es deseado en relación a otro.

31      En el amor de amistad se ve lo que el deseo busca verdaderamente: no busca solo el sentirse satisfecho, sino que busca la persona del otro, a la cual unirse y darse en la memoria del don originario, totalmente tendente a la reali7..ación de una comunión perfecta. Por tanto, no busca solo el placer sino el gaudium en el encuentro con el amado. Cf. K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 83-88; A. SCÜLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 171; L. MELINA. «Amor, deseo y acción», o.c., 331.

32      Cf. F. GUERRERO, El misterio del amor según las enseñanza de Karol Wojtyla, Ed. Ciudad Nueva (Madrid 20012) 44; J. NORIEGA. El destino del eros, o.c., 110.

33      Cf. JUAN PABLO II. Veritatis splendor 78: «El acto es bueno si su objeto es conforme con el bien de la persona en el respeto de los bienes moralmente relevantes para ella». Otros textos: nn. 13, 48-50, 72, 73, 79, 81; cf. J.J. PÉREZ-SOBA, («La persona y el bien», en L. MELINA· J. NORIIJGA- J.J. PÉREZ-SOBA. La plenitud del obrar cristiano, o.c., 303-304. El bien de la persona, en sentido propiamente moral es, de hecho, el bien que es la persona misma al realizarse en su acción. Véase: L. MELINA- J. N0RIEGA· J.J. PÉREZ SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 301-309; L. MELINA-U. PÉREZ-S0BA (eds.), JI bene e la persona nell'agire, LUP (Roma 2002).

34      Cf. Veritatis splendor 79. En la encíclica Veritatis splendor se propone una interpretación personalista de la doctrina clásica de la ley natural, basada en la distinción entre el «bien de la persona» y los «bienes para la persona». La distinción se encuentra en: K. W0JTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 36-41. Véase: L. MELINA, Paticipar en las virtudes de Cristo. Por una renovación de la teología moral a la luz de la Veritatis splendor, Ed. Cristiandad (Madrid 2004) 102-114; J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien en el acto moral», en C.A. SCARPONI (ed.), La verdad os hará libres. Congreso Internacional sobre la encíclica 'Veritatis splendor ', Pontificia Universidad Católica Argentina. Cátedra Juan Pablo U, Ed. Paulinas, Buenos Aires (Argentina 2005) 165-178.

35      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, «La persona y el bien», o.e., 306: «El hombre no se encuentra con un bien puramente dado, sino ante una serie de dinamismos en los que el bien es siempre relevante. Por eso no le sirve al hombre un bien cualquiera, la misma calificación de bien tiene que ver con la percepción de una vida en plenitud. El bien humano y la plenitud de la vida humana son términos recíprocamente implicados.  La relación entre los bienes para la persona y esa vida en plenitud nos revela que existe un modo moral de integrarlos y de que se conviertan en principios directores de las propias actuaciones».

36      Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, 1, q. 4, a. 3: «El amor de concupiscencia es aquel por el que se dice que amarnos lo que queremos usar o gozar[...] el amor de amistad es aquel por el que se dice que amamos al amigo, al cual queremos el bien»; ID., In de divinis Nominibus, IV, lec. 10: n. 430. cf. J.J. PÉREZ-SOBA. «Amor es nombre de persona» (I, q. 37, a. 1). Estudio sobre la inter-personalidad en el amor en Santo Tomás de Aquino, Mursia (Roma 2001) 197: «para poder entender el pensamiento del Aquinate no podemos nunca calificar el amor de concupiscencia como un amor no moral, y el amor de amistad como el único verdadero. En esta división no se ponen los dos amores en paralelo, solo se oponen a modo de elecciones distintas, pero no necesariamente excluyentes»; lo., «Presencia. encuentro y comunión», o.c., 355.

37      Cf A. SCOLA, Hombre-mujer. El misterio nupcial, o.c., 170: «En efecto, el deseo, como amor naturalis, responde a la llamada fascinante de la realidad, eligiendo (libre albedrío) entregarse y realizando de esta forma el amor concupiscentiae en el amor amiciliae».

38      La imagen la utiliza l. MUROOCH, The sovereignty of Good, Routledge (London-New York 1989) 8.

39      Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 116.

40      Cf. L. MEUNA, «Actuar por el bien de la comunión», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ­ A. SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 379-401.

41      Cf. RHONHEIMER, M., La perspectiva de la moral: fundamentos de la ética filosófica, Ed. Rialp (Madrid 2000) 50-53, 104-109; J. NORIEGA, «El camino al Padre», en L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ-SOBA, La plenitud del obrar cristiano, o.c., 171-172.

42      «El objeto moral de una acción queda así constituido por la intención primera o próxima del sujeto que actúa» (JUAN PABLO II, Veritatis splendor 78).

43      Cf. M. BWNDEL, La acción (1893). Ensayo de una crítica de la vida y de una ciencia de Ja práctica, BAC (Madrid 1996) 260.

44      K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 89. Se refiere al amor en el plano humano, no a la caridad que ama que siempre es correspondida por Dios.

45      Cf. Ibidem, 89.

46      Cf. Ibidem, 91.

47      JUAN PABLO 11, Carta a las familias 14.

48      Cf. K. WOJTYLA, Amor y responsabilidad. Estudio de moral sexual. Ed. Razón Y fe (Madrid 1978) 86.

49      Cf. ibidem, 93.

50      Cf. BENEDICTO XVI, Deus caritas est 7: «Si bien el eros inicialmente es, sobre todo, vehemente, ascendente -fascinación por la gran promesa de felicidad-, al aproximarse al otro se planteará cada vez menos cuestiones sobre sí misma, para buscar cada vez más la felicidad del otro, se preocupará de él, se entregará y deseará "ser para" el otro».

51      Cf. R.T. CALDERA, «El don de si», en A. ARANDA (ed.), Trinidad y Salvación. Estudios sobre la trilogía trinitaria de Juan Pablo II, EUNSA (Pamplona 1990) 278: «señalar a la libertad y, con la libertad, a la conciencia, como primero de los presupuestos del don. [...] Auto-determinación extrema de la persona. el don de si sólo se comprende -en segundo lugar- como acto de amor. Es el amor lo que en definitiva puede mover a la libertad: quiero porque amo. Sobre todo, lo que se cumple en la entrega es precisamente una donación, un don gratuito, la efusión de la persona., que se vierte -digamos así- en el otro para el otro. Para que el otro alcance lo que solamente mediante este don puede tener: en sentido radical, el ser amado. Y, con ello, el pleno valor de su existir[...] En tercer lugar, la estructura misma del don como realidad exige un destinatario personal, alguien a quien pueda hacerse el don. Es decir, de la misma manera que el don como acto, como donación, exige un sujeto personal, capaz -en sentido estricto- de tener y de dar, sobre todo, de ser dueño de sí y de darse en la efusión de amor; asimismo requiere un sujeto personal que lo reciba, esto es, que sea capaz de recibirlo y que de hecho lo acepte».

52      Cf. K.L. SCHMITZ, The Gift: Creation, Marquette University Press (Milwaukee 1982) 57: «En su acepción más sencilla la simple situación en la que un don es dado y recibido contiene tres elementos ontológicos, -el dador, el don y el receptor: d-ad-r. Algo es dado (ad) por alguien (d) a algún otro (r). El don suele entenderse meramente como algo que pasa de la propiedad de una persona a la posesión de otra»; L. MELINA- J. NORIEGA- J.J. PÉREZ­ SOSA, Caminar a la luz del amor, o.c., 658-660.

53      Nuestra naturaleza es fuente de deseos e intereses que son morales, el buscar realizarlo para nosotros mismos es una acción moralmente buena, aunque no entre en la categoría del don. Si la satisfacción de las necesidades naturales obliga a acciones que repercutan en beneficio propio, la primacía del don nos señala que el beneficio no puede ser el elemento más fundamental de la moral. La justicia está fundada en el «do ut des» y su respeto es un elemento fundamental de la moral que no se puede olvidar nunca; cf. L. MELINA-J.  NORIEGA-J.J. PÉREZ-SOBA, Caminar a la luz del amor, o.c., 660.

54      R.T. CALDERA, «EI don de si», o.c., 280.

55      K.L. SCHMITZ., The Gift: Creation, o.c., 47.

56      Cf. J. NORIEGA, El destino del eros, o.c., 127.

57      Es expresión de la más genuina dinámica amorosa: JUAN PABLO II, Mulieris dignitatem 29 §7: «Cuando afirmamos que la mujer es la que recibe amor para amar a su vez, no expresamos solo o sobre todo la específica relación esponsal del matrimonio. Expresamos algo más universal, basado sobre el hecho mismo de ser mujer en el conjunto de las relaciones interpersonales, que de modo diverso estructuran la convivencia y la colaboración entre las personas, hombres y mujeres».

58      Cf. S. KlERKEGAARD, Gliatti del'amore. Rusconi (Milano 1983) 157: «Non vi e alcun atto, neppure uno, neppure il migliore, di cui possiamo dire absolutamente: colui che fa questo, dimostra absolutamente con ció l'amore. Ció dipende dal come l'atto si compie».

59      Cf. ibidem, 393.

60      R. GUARDINI, «Amor y luz sobre las parábolas de la primera epístola de San Juan», en Verdad y orden m, Ed. Guadarrama (Madrid 1960) 84.

61      Cf. K. WOITYLA, Amor y responsabilidad, o.c., 292-293.

62      Es una idea desarrollada por A. SCOLA: La experiencia humana elemental. La veta profunda del magisterio de Juan Pablo II, Ed. Encuentro (Madrid 2005).

63      Toda la historia sagrada nos propone una y otra vez la misma dinámica: desde Abraham hasta María, desde David a Mateo, de Moisés a Pablo; cf. A. SCOLA, «La cuestión decisiva del amor»: hombre-mujer, Ed. Encuentro (Madrid 2002) 38.

64      Cf. J. LAFFIITE- L. MELINA, Amor conyugal y vocación a la santidad, Ediciones Universidad Católica de Chile (Chile 1996) 15.

65      Cf. J.J. PÉREZ-SOBA, El corazón de la familia, Publicaciones Facultad de Teología «San Dámaso» (Madrid 2006) 315-316.

66      Cf. lb., La pregunta por la persona. La respuesta de la inter-personalidad, Ediciones de la Facultad de «San Dámaso» (Madrid 2004) 252.

Ignacio Andereggen

I.       Consideración introductoria acerca del ser y la naturaleza

Este artículo parte de la constatación de que todo el orden natural y su ser culminan en la perfección de la naturaleza dada por la gracia, y a la vez, en la perfección de la gracia que encontramos en la naturaleza humana de la Persona divina de Jesucristo, el Verbo Encarnado.

Algún observador heideggeriano podría señalar que un indicio de que la metafísica occidental ha olvidado el ser es la insistencia en la naturaleza aun cuando la discusión que nos ocupa se plantea en términos de relación entre ser y naturaleza. En el siglo XX se ha hecho una gran reflexión acerca de la distinción entre el ser y la esencia, entre ser y naturaleza. Por parte de numerosos tomistas, en el campo de la metafísica del mismo siglo xx, se ha producido una respuesta a la solicitud de la filosofía de Heidegger sobre el tema de la distinción entre el ser y la naturaleza. Heidegger, dependiendo de Hegel, subraya fuertemente la distinción —casi como una oposición— entre el ser y la naturaleza, entre el ser y la esencia. Santo Tomás, en cambio, tiene una posición profundamente equilibrada, que no puede descubrirse adecuadamente en el campo de la metafísica, sin apelar a una razón superior, es decir al horizonte teológico, como intentaremos mostrar.

II.      Iluminación teológica de la relación entre ser y naturaleza

El tema fundamental de la “participación”, que se cumple del modo más elevado en la participación de la naturaleza divina por medio de la gracia, no puede entenderse profundamente sin una visión personal, es decir sin considerar la unión en la Persona, en la única persona del Verbo de Dios, de dos naturalezas: la naturaleza humana y la naturaleza divina de Cristo.

Efectivamente, la Cristología que encontramos desarrollada en la Tercera Parte de la Suma es uno de los puntos en los cuales no sólo la Teología, sino también la metafísica de Santo Tomás de Aquino encuentra su expresión más excelente.

El Doctor Común debe justificar cómo se distingue, en la Persona divina de Cristo —que se identifica con el Ser, el Esse divino— otra naturaleza, otra esencia, que no es la Esencia divina idéntica con el Ser divino. En la Persona de Cristo encontramos, de la manera más profunda, la fuente de la distinción tomista entre el ser y la esencia. Esta visión se completa con lo que el Angélico dice en la Primera Parte de la Suma de Teología acerca de la distinción entre las Personas Divinas; cada una de las Personas Divinas, a su vez, es idéntica con la única Esencia que hay en Dios. Y la Persona, como dice allí mismo, es lo más excelente que hay en la naturaleza [1]. Pero este pensamiento no puede entenderse si no es apelando a la dimensión del Ser [Esse] divino, aquella que “constituye”, usando una palabra propiamente tomista, la naturaleza —“constituir” es una metáfora, claro está [2]—.

Vemos esto como aplicado al tema cristológico, especialmente, y a la conexión entre este tema con la perfección de la naturaleza humana que se realiza por la gracia, y que tiene su ápice, su plenitud, en la naturaleza humana de Cristo, entendida no sólo como (a) naturaleza perfecta en el individuo que Cristo es, sino también como (b) naturaleza que da la perfección a la naturaleza individual de cada persona humana, y como (c) naturaleza en la que se encuentra la perfección “común” de toda la humanidad.

Cristo es Cabeza no sólo de la Iglesia, sino, como dice el Aquinate, también de todos los hombres. En la visión de Santo Tomás todos los hombres están en la Iglesia, aunque de diferente manera que, por supuesto, hay que precisar, y que él distingue muy cuidadosamente.

III.    La Expositio sobre la Carta a los Efesios y la Cristología

Vayamos entonces por orden, introduciéndonos en en las tesis fundamentales. El punto de partida es la Exposición que Santo Tomás hace de la Sagrada Escritura; especialmente de la Carta a los Efesios, en la cual se explaya sobre el cristiano perfeccionado por su unión con Cristo.

Tal unión significa fundamentalmente cuatro cosas, acerca de las cuales el Doctor Angélico reflexiona con agudeza.

1)       En primer lugar: Cristo es íntegramente hombre según su humanidad. Es el primer significado que surge de la Sagrada Escritura —no sólo en este texto, por supuesto—, que luego de todas las disputas cristológicas fue aclarado definitivamente en el Concilio de Calcedonia. Cristo es hombre íntegro, Cristo es hombre verdadero; no aparente. Cristo tiene alma singular, tiene cuerpo singular y una unión entre alma y cuerpo también particular.

2)       El segundo tema que aparece a partir de la consideración escriturística, es el de Cristo como hombre perfecto porque en Ella la humanidad está perfeccionada. En otros términos: la humanidad, en su nivel natural, está llevada a una plenitud que no existe en los otros individuos humanos. Aquí la reflexión que culmina en el Concilio de Calcedonia está continuada por otros grandes autores patrísticos, como Dionisio Areopagita, Máximo el Confesor y San Juan Damasceno, que influyen inmediatamente en la visión de Santo Tomás. Efectivamente, la principal oportunidad en que Santo Tomás habla de “hombre perfecto”, homo perfectus, referido a Cristo, en la Tercera parte de la Suma, es citando el texto guía de San Juan Damasceno [3]; en la q.2 [4].

3)       Pero la reflexión de Santo Tomás no acaba aquí. Cristo es hombre perfecto en la condición completa de su cuerpo, que después de San Pablo sería denominado “Cuerpo místico”, o como dice San Agustín, “Cristo Total”. En San Pablo es simplemente “Cuerpo de Cristo”.

Santo Tomás en este punto es fiel discípulo de San Agustín, como en todos los temas principales de la Teología. El Angélico como teólogo cita fundamentalmente a San Agustín para inspirarse en la contemplación de los grandes temas. Pero lo hace especialmente en esta cuestión 2 de la Tercera Parte de la Suma. El hombre perfecto que Cristo es, es el Christus Totus al que se refiere el Hiponense. Es decir, el Cristo que abarca toda la humanidad, el Cristo que abraza toda la Iglesia.

Esta visión es especialmente importante, porque será asimilada por el Magisterio de la Iglesia, culminando en el Concilio Vaticano II, el cual se refiere explícitamente a Cristo como “hombre perfecto” y como Aquel en el cual toda la humanidad, de alguna manera, está incorporada. En la Lumen Gentium se trata la ordenación de todos los hombres a Cristo. La Gaudium et Spes [5], por su parte, se refiere a la unión de Cristo con todo hombre. Esta visión que ha sido criticada por algunos como propia de “innovadores” es, sin embargo, profundamente tradicional, profundamente tomista y además agustiniana, como veremos inmediatamente.

1)       Por último, aparece un nivel importante, subrayado en el Comentario del Santo Doctor a la Carta a los Efesios, en la que San Pablo habla del hombre o varón perfecto, Cristo resucitado, con el Cuerpo místico de los resucitados, en su estado definitivo. Cristo es el hombre perfecto como fruto de un proceso, casi diríamos —si no tuviese tantas connotaciones negativas— de una “evolución” que culmina en este estado último de Cristo resucitado, unido con el Cuerpo de todos los resucitados, que forman un solo Cuerpo, sin olvidar a los ángeles, que también están unidos en el Cuerpo místico.

IV.     La Expositio sobre la Carta a los Efesios y la Eclesiología

Pasemos a considerar el texto clave en San Pablo en la Carta a los Efesios.

El Apóstol afirma:

Y dio sus dones, unos son apóstoles, otros profetas, otros evangelistas, otros pastores y maestros. Así prepara a los suyos para las obras del ministerio en vista de la construcción del Cuerpo de Cristo, hasta que todos alcancemos la unidad en la fe y el conocimiento del Hijo de Dios y lleguemos a ser el hombre perfecto con esa madurez que no es otra cosa que la plenitud de Cristo [6].

Es muy iluminador e interesante utilizar el texto griego. Por supuesto, hay tantas posibilidades de traducción, pero subrayamos específicamente las que se refieren al hombre perfecto aludido en el texto. San Pablo usa una expresión muy dinámica: ες νδρα τέλειον.

Se trata de un proceso que lleva hacia la perfección entendida en esos cuatro niveles que habíamos distinguido con la ayuda de Santo Tomás. Hay que decir, sin embargo, que la interpretación literal que hace el Aquinate de este pasaje es, en cierta manera, restrictiva. Santo Tomás entiende la expresión de San Pablo “el varón verdadero o el hombre perfecto” en el sentido del cristiano que ha llegado a su desarrollo espiritual, que no es más un niño espiritual, sino una persona desarrollada desde el punto de vista espiritual. Ahora, en realidad, el Angélico, en toda su reflexión, recupera el sentido dinámico de esta expresión tan eficaz de San Pablo, e incorpora los otros sentidos de los cuales hemos hablado anteriormente distinguiendo cuatro significados.

Consideremos algunos aspectos del Comentario de Santo Tomás a este pasaje de la Carta a los Efesios.

Muestra el fruto de los dones y oficios en la Iglesia, y apunta al último fruto, respecto de los mismos que están constituidos en oficios, y respecto de la perfección de los que ya creen; al decir “para la consumación”, se refiere San Pablo, según el Angélico, a la perfección de los santos, es a saber, de los que ya han sido santificados ya por la fe de Cristo, y que por eso son más perfectos, como dice Dionisio en su libro de la Jerarquía Eclesiástica [7]. Muestra también el Apóstol el fruto de los dones y oficios en la Iglesia respecto de la conversión de los infieles, y en cuanto a esto dice: “para la edificación del Cuerpo de Cristo”.

“Hasta que lleguemos todos”, indica, según la interpretación del Aquinate, el último fruto, que puede entenderse de dos modos: de uno, si se refiere al fruto simplemente último, en cuanto a la resurrección de los muertos; de otro modo, el predicho fruto cuanto a la perfección de los resucitados. Y pone primero la misma perfección al decir: “al estado de hombre perfecto”. Dice San Pablo, pues: “hombre perfecto” para indicar lo mismo: la perfección de aquel estado, afirma el Santo Doctor [8].

En este sentido, la palabra hombre se emplea más propiamente para contraponerla a niño. Aquí habría que hacer distinciones. Santo Tomás expresa que este perfeccionamiento que produce Cristo por ser hombre perfecto, y por tener ya toda la plenitud del pleroma, se explicita de muchas maneras; entre otras, en la perfección de los prelados, que deben ser perfectos. Los obispos, los sacerdotes, para poder perfeccionar a otros, como dice Dionisio [9], deben poseer perfección espiritual. Pero también en el sentido de los cristianos del Pueblo de Dios, en cuanto cada uno está llamado a la perfección espiritual que se cumple perfectamente en la Resurrección. En este sentido, especialmente, entiende la palabra griega νδρα que él conocía en latín como “vir”, vir perfectus, es decir, varón perfecto, que no hay que entender tanto en el sentido de contrapuesto a mujer, como en el sentido de contrapuesto a niño, explica el Aquinate. Quiere decir entonces: aquel que ha llegado a la perfección de su desarrollo espiritual.

V.       El magisterio de la Iglesia y la Cristología

Vayamos más adelante encontrándonos con un texto conocido del Concilio de Calcedonia en el que se habla de la integridad de la naturaleza humana de Cristo [10]. Los autores sucesivos aplican esto al hombre perfecto, es decir, a Cristo, que tiene todo lo que corresponde a la humanidad. Pero es solamente una base de una reflexión posterior, que se explicita durante siglos, y que en cierta manera culmina dogmáticamente en una encíclica olvidada del Papa Pío XII, titulada Sempiternus Rex, y que versa “sobre el Concilio ecuménico de Calcedonia celebrado hace quince siglos”. Esta es, probablemente, la Encíclica más importante del siglo XX en cuanto al tema, aunque por supuesto hay otras más conocidas. Es la más importante porque trata acerca del sujeto capital, y constituye una obra maestra de la Cristología. Para entender con precisión el tema que discute la Cristología, es necesario referirse a este texto. Mas no es solamente importante por esto, sino porque el Magisterio de Pío XII es base fundamental del Magisterio que encontramos desarrollado en el Concilio Vaticano II, el cual resulta ininteligible si no se consideran la filosofía y la teología de Santo Tomás, ya asumidas plenamente por el Magisterio del Papa Pacelli, y el desarrollo teológico propio de este.

El Pontífice se refiere al significado de la definición de Calcedonia. Afirma claramente que las dos naturalezas de nuestro Redentor convienen en una sola Persona y Subsistencia. Esta palabra, “subsistencia”, naturalmente, está asumida por Santo Tomás, y el Papa la utiliza también en el sentido del Aquinate, como se verá inmediatamente; y es señaladamente importante porque se refiere al ser. Lo que subsiste es lo que tiene ser principalmente; es decir: la substancia, que en su grado más perfecto es la persona.

Vemos aquí cómo el Papa cita al Aquinate, justamente, refiriéndose a la Carta a los Efesios que hemos analizado. Es un tema que atraviesa toda la Cristología tomista: “El mismo que desciende es el que asciende” [11]. Por eso, la cristología del Doctor Angélico se puede denominar cristología desde lo alto. No es principalmente cristología desde lo bajo como querrían algunos modernos como Karl Rahner. Santo Tomás dice explícitamente que el estudio de Cristo se hace desde arriba hacia abajo, porque es el Verbo el que se encarna. “En el misterio de la encarnación se atiende más al descenso de la plenitud divina sobre la naturaleza humana que al progreso de la naturaleza humana, como preexistente, hacia Dios” [12].

No es, como da a pensar Rahner, que, analizando primero la humanidad, recién después podemos descubrir quién es el Verbo, o quién es Cristo como Verbo encarnado.

El que desciende es el mismo que asciende. En esto se indica la unidad de la persona del Dios-hombre.

“Desciende, en efecto, asumiendo la naturaleza humana, pero es el mismo [...] el Hijo de Dios que baja y el Hijo del hombre que sube” [13].

Se refiere a continuación a San León Magno, y el análisis concluye, por supuesto, en la única persona del Verbo Divino que subsiste, que es, según dos naturalezas: la naturaleza divina y la naturaleza humana [14].

Hacemos ahora brevemente una referencia a San Agustín, importante por el tema de la extensión de la consideración de la naturaleza humana de Cristo, que abarca toda la humanidad. Como se veía en Santo Tomás: Cristo es el hombre perfecto de una manera única. Ningún individuo humano realiza toda la perfección humana, porque las cosas compuestas de forma y materia son todas imperfectas en razón de la materia. Sin embargo, en Cristo, sí se da toda la perfección de la naturaleza humana. No en razón de la materia que limita el ser —porque limita la forma que da el ser en las cosas materiales—, sino en razón de que la Persona divina de Cristo existe no por el ser humano, sino por el Ser divino. Es decir, por el Ipsum esse subsistens. La persona de Cristo es Persona con el Ser divino. Dejo de lado las discusiones acerca de qué es lo que constituye la persona. En Santo Tomás es muy claro que la persona está dada por el ser, y Cristo, en especial, es el mismo Ser de Dios: Ipsum esse subsistens.

Por eso la naturaleza humana de Cristo no es, en cierta manera, imperfecta como la nuestra —recibimos el ser de Dios cuando nos da nuestra alma, pero a su vez el alma recibe un elemento constitutivo que la limita por parte de la materia—. En cambio, en Cristo, todo el ser de la humanidad viene del Verbo, del Ser perfecto del Verbo. Por eso, la naturaleza humana de Cristo es la naturaleza del hombre perfecto. Consecuentemente, cualquier individuo humano está adherido a Cristo, pero además cualquier individuo humano se hace perfecto no sólo en el orden de la gracia, que supera la naturaleza, sino también en el orden de la naturaleza que está unida a Cristo, hombre perfecto.

En San Agustín aparece el tema clásico [15]: Cristo tiene alma y cuerpo, todo lo que pertenece al hombre. En el Comentario a los Salmos, después, el Hiponense se refiere a Cristo que asume toda la humanidad, en el sentido de su humanidad individual que es perfecta, pero también en el sentido de toda humanidad, se une a esta humanidad [16]. En San Agustín aparece ya, pues, este pensamiento que es clave para entender la Cristología y la Eclesiología, según veremos, y para entender también la doctrina de la gracia de Santo Tomás.

VI.     La Suma de Teología y la Cristología

Ahora llegamos a la Suma de Teología. Por supuesto no podemos ver todos los temas, ni siquiera lo que se refiere a la gracia de Cristo. Elegimos algunos puntos principales, para interpretarlos a la luz del conjunto de la cristología de Santo Tomás. El más importante es este:

La personalidad pertenece necesariamente a la dignidad y perfección de una cosa en tanto en cuanto corresponde a la dignidad de tal cosa existir por sí misma, que es lo que se entiende por el término de persona. Y es más digno para un sujeto existir en otro más honorable que él, que tener existencia propia. Por eso precisamente la naturaleza humana tiene mayor dignidad en Cristo que en nosotros, ya que, en nosotros, al poseer existencia propia, tiene también su personalidad peculiar, mientras que en Cristo existe en la persona del Verbo. Como también pertenece a la dignidad de la forma el dar la especie; y, sin embargo, lo sensitivo es más noble en el hombre, por estar unido a una forma superior, que en el animal, aunque a éste le dé la especie [17].

Cristo es hombre perfecto porque es la Persona divina. Es decir, la perfección de la naturaleza humana viene de algo que excede la naturaleza; surge de la Persona. Es la unidad metafísica, que acompaña al ser metafísico en el sentido pleno. Santo Tomás de muchas maneras saca las conclusiones de esta visión teológica y metafísica fundamental. Entre estas encontramos las que se refieren a la propia humanidad de Cristo considerada singularmente, y las que se refieren al conjunto de la Iglesia. Esta perspectiva, como dijimos ya, fue asumida profundamente por el magisterio posterior, llegando hasta el Concilio Vaticano II. Y es a su vez fundamental para tratar rectamente el sentido de este propio magisterio, y para entender sus consecuencias prácticas.

En el texto siguiente encontramos un elemento importante referido a la distinción entre lo participativo y lo personal. Justamente hasta aquí nos hemos referido a la gracia como participación de la naturaleza divina. Santo Tomás lo dice muchas veces siguiendo el texto de la segunda carta de Pedro: “comunicantes” o sea lo que tenemos en común de la divina naturaleza; tal vez “comunicantes” es mejor traducción que participantes, porque, si es verdad que Santo Tomás muchas veces dice que la gracia es participatio divina naturae, sin embargo, no es suficiente —para dar una noción cabal, aunque lejana de lo que la gracia es—, decir que es participación. No es suficiente porque la participación es una concepción analógica que no aclara suficientemente la conexión con Dios en el orden del ser en cuanto ser.

Fue lo más conveniente que se encarnase la persona del Hijo. En primer lugar, por parte de la unión, pues las cosas que son semejantes se unen apropiadamente. Y la persona del Hijo, que es el Verbo de Dios, guarda una semejanza común, por un lado, con todo lo creado. El verbo del artista, es decir, su idea, es la semejanza ejemplar de sus obras. Por eso, el Verbo de Dios, que es su idea eterna, es la idea ejemplar de toda criatura. Por eso, así como por la participación en ese arquetipo se constituyen las criaturas en sus propias especies, aunque de manera variable, así también fue conveniente que, por la unión personal, no participativa, del Verbo con la criatura, ésta fuera restituida en orden a una perfección eterna e inmutable, pues también el artista restaura sus obras, en caso de que se deterioren, de acuerdo con la idea que le inspiró esas mismas obras. Por otro lado, el Verbo tiene una conformidad especial con la naturaleza humana, porque El es la idea de la sabiduría eterna, de la que procede toda la sabiduría humana. Y ésta es la causa de que el progreso del hombre en la sabiduría, que es su perfección específica en cuanto ser racional, se produzca por participar del Verbo de Dios, al modo en que el discípulo se instruye por la recepción de la palabra del maestro. Por eso se dice en Si 1, 5: La fuente de la sabiduría es el Verbo de Dios en los cielos. Luego, con miras a la total perfección del hombre, fue conveniente que el propio Verbo de Dios se uniese personalmente a la naturaleza humana [18].

El Verbo expresa dice una semejanza particular con el hombre que se realiza por la perfección de la razón y la sabiduría; Cristo es la Sabiduría de Dios.

A continuación, se refiere a otro aspecto relevante místicamente.

En segundo lugar, puede descubrirse un argumento de esta conveniencia en el fin de la unión, que es el cumplimiento de la predestinación, es a saber: de aquellos que han sido destinados de antemano a la herencia celestial, que sólo es debida a los hijos, de acuerdo con Rm 8, 17: Hijos y herederos. Y por eso fue conveniente que los hombres participasen de la filiación divina adoptiva por medio del que es Hijo natural, como dice el mismo Apóstol en Rm 8, 29: A los que de antemano conoció, también los predestinó a hacerse conformes con la imagen de su Hijo. Finalmente, otro motivo de esta conveniencia puede tomarse del pecado del primer hombre, al que se suministra remedio por medio de la Encarnación. Pues el primer hombre pecó codiciando la ciencia, como es manifiesto por las palabras de la serpiente, que prometía al hombre la ciencia del bien y del mal (Gn 3, 5). Por eso resultó conveniente que el hombre, que se había apartado de Dios mediante un apetito desordenado de saber, fuese reconducido a Él por el Verbo de la verdadera sabiduría [19].

La participación no es suficiente para explicar la unión del Verbo Encarnado, porque todavía no hay una conexión íntima en el ser, que se alcanza justamente en la unidad de la Persona de Cristo. No se trata solamente de que la humanidad participe de la naturaleza divina, sino de que la humanidad tenga el ser divino, o que el Ser divino sea hombre, o de que el hombre sea Dios [20], es decir, que exista o sea como Dios.

La restauración última de la humanidad se logra cuando esta alcanza la inmutabilidad de Dios, que radica en su propio ser, en el Ipsum esse subsistens. Y por eso, como se verá en los textos sucesivos, la gracia no es solamente “gracia del Espíritu Santo”, es decir la gracia habitual, sino que es la gracia que conecta la humanidad personalmente con la Persona del Verbo de Dios, la gracia que es el término de las misiones de las Personas divinas: de la misión del Hijo y de la misión del Espíritu Santo.

VII.    La humanidad de Cristo y nuestra gracia como vida trinitaria

Así, pues, también en nosotros está la gracia habitual en la humanidad del Verbo, que corresponde a la misión del Espíritu Santo, pero además está la gracia que corresponde a la otra misión. No podemos tener la misión del Espíritu Santo, es decir, recibir la gracia habitual, si no poseemos la misión del Hijo, si no estamos incorporados al Hijo, y esto se realiza por la Unión personal, que continúa en nosotros y en toda la Iglesia, la Unión personal de la humanidad de Cristo con la Persona Divina del Verbo de Dios. Este es el fundamento último no sólo de la caridad que nos une con Cristo, y a través de Cristo con las Personas divinas, sino también de la caridad que nos une entre nosotros.

Por eso, la vida de la gracia, finalmente, se entiende como vida trinitaria. Es la participación de la vida personal de Dios. No es una doble naturaleza o sea una participación de la naturaleza que se agrega a otra participación de la naturaleza, es decir la del orden natural. Algunos escolásticos han hablado de una doble ley natural, como Francisco Suárez, porque se desdoblaba la naturaleza [21]. No se trata de eso. Se trata en cambio de captar, sea la naturaleza, sea la persona; y ambas como alcanzadas por toda la misión de las Personas divinas que finalmente nos refieren a aquella Persona que no tiene misión, es decir, la persona del Padre.

Veamos más adelante otro texto de la cuestión 7. ¿Por qué hay gracia habitual en Cristo? Porque la humanidad de Cristo está inmediatamente unida con la Persona divina y —como explica en esta misma cuestión Santo Tomás— la gracia radical es la “gracia de Unión” y esta es la Unión misma [22].

Es necesario que la gracia habitual se dé en Cristo por tres motivos. Primero, por razón de la unión de su alma con el Verbo de Dios, pues cuanto un ser que recibe se encuentra más cerca de la causa que influye, tanto más participa de esa influencia. Ahora bien, el influjo de la gracia proviene de Dios, según Sal 83, 12: El Señor dará la gracia y la gloria. Y por tanto fue conveniente en grado máximo que aquella alma recibiese el influjo de la gracia divina. Segundo, por la nobleza de su alma, cuyas operaciones era necesario que contactasen con Dios de la forma más próxima mediante el conocimiento y el amor. Para conseguir esto, la naturaleza humana tiene que ser elevada por la gracia. Tercero, por la relación del propio Cristo con el género humano. Él es efectivamente, en cuanto hombre, mediador entre Dios y los hombres, como se dice en 1Tm 2, 5. Y por eso era preciso que tuviera también la gracia que redundase en los demás, conforme a Jn 1, 16: De su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia [23].

La fuente de toda gracia es personal. Es la unión hipostática a la cual sigue la gracia habitual, que es gracia del Espíritu Santo. Porque en el orden de las Personas divinas, en las procesiones trinitarias, la Persona del Espíritu Santo sigue a la Persona del Hijo, y por eso a la humanidad. La presencia del Espíritu Santo sigue siempre a la Persona de Cristo. En este sentido habla San Pedro del Espíritu de Cristo o San Juan del Espíritu de la Verdad [24].

Da, pues, diferentes razones por las cuales en Cristo hay unidad de la gracia habitual. La más fundamental es el contacto inmediato. Y termina con esta consideración de importancia capital acerca del orden de la gracia:

La unión de la naturaleza humana de la persona divina que antes aclaramos que era la misma gracia de unión precede en Cristo a la gracia N27habitual, no en el orden del tiempo sino en el de la naturaleza y el de la razón” [25]. Es así por diferentes motivos, y el más importante está expresado así: “La misión del Hijo según el orden de la naturaleza es anterior a la misión del Espíritu Santo, lo mismo que en el orden de la naturaleza el Espíritu Santo. que es el Amor, procede del Padre y del Hijo” [26].

VIII.  La gracia de Cristo y la Iglesia

Los textos que siguen se refieren a todos los hombres que están unidos a Cristo [27]. Cristo es la Cabeza de todos ellos. Podría decirse que Santo Tomás es más amplio que en Concilio Vaticano II respecto de este punto. Todos están en la Iglesia; aunque en diferentes grados, y no todos están en acto. Que todos los hombres de algún modo pertenezcan al Cuerpo de Cristo no significa que todos se salvarán. Están en la Iglesia aquí, en esta condición temporal, y pueden dejar de estarlo.

En el Concilio Vaticano II este gran texto es fundamental; y se entiende perfectamente a la luz de los que hemos dicho acerca de la gracia de Cristo, y de la derivación de nuestra gracia desde la gracia de Cristo:

En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1, 15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado [28].

IX.     Observaciones conclusivas

Hemos iniciado constatando que todo el orden natural y su ser culminan en la perfección de la naturaleza dada por la gracia. Esta gracia concretamente la encontramos en la naturaleza humana de la Persona divina del Verbo Encarnado. El estudio teológico de Cristo realizado por el Aquinate responde radicalmente a la objeción heideggeriana de que la metafísica occidental ha olvidado el ser, considerando la relación entre ser y naturaleza desde su fuente Increada divina, que permite captar en plenitud el significado del mismo ser.

En efecto, la Cristología de la Tercera Parte de la Suma es uno de los puntos supremos de la Teología, y de la metafísica de Santo Tomás de Aquino. Esta, a su vez, se comprende desde el supuesto escriturístico, fundamental en la concepción tomista. Por eso reflexionamos acerca de la Exposición de la Carta a los Efesios, en la cual el Angélico explica el significado del hombre perfeccionado por su unión con Cristo. La palabra hombre, en esa Carta, se emplea según el Aquinate para contraponerla a niño.

Santo Tomás expresa que el perfeccionamiento que produce Cristo por ser hombre perfecto, se explicita de muchas maneras, como en la perfección de los prelados. Pero también en el sentido de los cristianos del Pueblo de Dios, en cuanto cada uno está llamado a la perfección espiritual que se cumple perfectamente en la Resurrección. Así, especialmente, entiende la palabra griega νδρα que corresponde a “vir”.

La reflexión acerca de Cristo del Doctor Angélico se puede denominar cristología desde lo alto. No desde lo bajo como querrían algunos modernos. El estudio del Cristo se hace desde arriba hacia abajo, porque es el Verbo el que se encarna. Si ningún individuo humano realiza toda la perfección humana, porque las cosas compuestas de forma y materia son imperfectas en razón de la materia, en Cristo se da toda la perfección de la naturaleza humana, en razón de que la Persona divina de Cristo existe no por el ser humano, sino por el Ser divino.

Hemos elegido algunos puntos de la Suma de Teología, para interpretarlos a la luz del conjunto de la Cristología de Santo Tomás. El más importante se refiere a que “la naturaleza humana tiene mayor dignidad en Cristo que en nosotros, ya que en nosotros, al poseer existencia propia, tiene también su personalidad peculiar, mientras que en Cristo existe en la persona del Verbo” [29].

Cristo es hombre perfecto porque es Persona divina, la perfección de la naturaleza humana proviene de algo que excede la naturaleza; surge de la Persona. Se trata de la “unidad” metafísica, que acompaña al “ser” metafísico. Santo Tomás concluye desde esta visión teológica y metafísica respecto de la humanidad de Cristo considerada singularmente, y también como Cabeza de la Iglesia. Esta perspectiva fue asumida profundamente por el magisterio posterior y por el Concilio Vaticano II, y es fundamental para entender rectamente el sentido de este propio magisterio y de sus consecuencias.

Desde el punto de vista metafísico es necesario subrayar que la “participación” no es suficiente para explicar la unión del Verbo Encarnado, porque todavía con ella no se da conexión íntima en el ser, que se alcanza, en cambio, en la unidad de la Persona. No se trata, entonces, solamente de que la humanidad participe de la naturaleza divina, sino de que tenga el esse divino.

De esta manera, la restauración, redención y perfeccionamiento de la humanidad se logra cuando esta alcanza la inmutabilidad de Dios, el Ipsum esse subsistens, que es la Trinidad revelada por el mismo Cristo. La gracia, pues, no es solamente “gracia del Espíritu Santo”, sino gracia que conecta la humanidad personalmente con la Persona del Verbo de Dios. La gracia es término de las misiones del Hijo y del Espíritu Santo. En nosotros está la gracia habitual de la humanidad del Verbo, que corresponde a la misión del Espíritu Santo, y la gracia que corresponde a la misión del Hijo. No podemos tener la misión del Espíritu Santo si no estamos incorporados al Hijo, y esto se realiza por la Unión personal, que continúa en nosotros y en toda la Iglesia: la Unión personal de la humanidad de Cristo con la Persona Divina del Verbo de Dios.

La vida de la gracia es la participación de la vida personal de Dios. Se trata de percibir la naturaleza y la persona como alcanzadas por la misión de las Personas divinas que refieren a la Persona que no tiene misión, la del Padre. Cristo es así la Cabeza de todos los hombres. Santo Tomás es incluso más amplio que el Concilio Vaticano II respecto de que todos están en la Iglesia, aunque en diferentes grados, lo cual no significa que todos se salvarán. Están en la Iglesia en la condición temporal, y pueden dejar de estarlo. El gran texto de la Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II, referido a que “el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado”. se entiende desde lo que hemos dicho acerca de la gracia de la humanidad de Cristo y el único Ser-Esse de su Persona divina.

Ignacio Andereggen en dialnet.unirioja.es

Notas:

1      Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.29, a.3, co.

2      Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae I, q.1, a.10, co.

3      Cf. I. Andereggen, La presencia de Dionisio Areopagita y de San Juan Damasceno en la concepción de la persona de Santo Tomás de Aquino, 25-42.

4      Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.5, ad-2.

5     Concilio Vaticano II, Gaudium et Spes, 22: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor, Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación. Nada extraño, pues, que todas las verdades hasta aquí expuestas encuentren en Cristo su fuente y su corona. El que es imagen de Dios invisible (Col 1,15) es también el hombre perfecto, que ha devuelto a la descendencia de Adán la semejanza divina, deformada por el primer pecado. En él, la naturaleza humana asumida, no absorbida, ha sido elevada también en nosotros a dignidad sin igual. El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado”.

6      Ef. 4, 11-13: κα ατς “δωκεν” τος μν ποστόλους, τος δ προφήτας, τος δ εαγγελιστάς, τος δ ποιμένας κα διδασκάλους, πρς τν καταρτισμν τν γίων ες ργον διακονίας, ες οκοδομν το σώματος το χριστο, μέχρι καταντήσωμεν ο πάντες ες τν νότητα τς πίστεως κα τς πιγνώσεως το υο το θεο, ες νδρα τέλειον, ες μέτρον λικίας το πληρώματος το χριστο.

7      Cf. Dionisio Areopagita, Gerarchia Ecclesiastica, 275; c.V n.7, PG III, 508 C.

8      Cf. Tomás de Aquino, In Ephesios c.4 l.4: “Deinde cum dicit ad consummationem sanctorum, etc., ostendit fructum praedictorum donorum seu officiorum. Et circa hoc duo facit, quia primo assignat fructum; secundo ostendit qualiter fideles ad hunc fructum possent advenire, ibi ut iam non simus parvuli, etc... Prima iterum in duas. Primo proponit effectum proximum; secundo ostendit fructum ultimum, ibi donec occurramus omnes, etc. Effectus autem proximus praedictorum donorum seu officiorum, potest attendi quantum ad tria. Uno modo quantum ad ipsos qui sunt in officiis constituti, quibus ad hoc sunt collata dona spiritualia, ut ministrarent Deo et proximis. Et quantum ad hoc dicit: in opus ministerii, per quod scilicet procuratur honor Dei, et salus proximorum. I Cor. IV, 1: sic nos existimet homo ut ministros Christi, etc. Is. Lxi, 6: ministri Dei, dicetur vobis. Alio modo quantum ad perfectionem iam credentium, cum dicit ad consummationem, id est perfectionem, sanctorum, id est eorum qui iam sunt sanctificati per fidem Christi. Etenim specialiter debent intendere praelati ad subditos suos, ut eos ad statum perfectionis perducant; unde et ipsi perfectiores sunt, ut dicit Dionysius in Ecclesiastica Hierarchia. Hebr. VI, 1: ad perfectionem feramur, etc.. Is. X, 22-23: consummatio abbreviata inundabit iustitiam. Consummationem enim, et abbreviationem Dominus Deus exercituum faciet, etc.. Tertio quantum ad conversionem infidelium; et quantum ad hoc dicit in aedificationem corporis Christi, id est ut convertantur infideles, ex quibus aedificatur Ecclesia Christi, quae est Corpus eius. I Cor. XIV, 3: ad aedificationem, et exhortationem, et consolationem. Et sequitur ibidem: nam maior est qui prophetat quam qui linguis loquitur, nisi forte interpretetur, ut Ecclesia aedificationem accipiat, et ibidem, omnia ad aedificationem fiant. Deinde cum dicit donec occurramus, etc., assignat fructum ultimum, et potest intelligi dupliciter. Uno modo de fructu simpliciter ultimo, qui erit in resurrectione sanctorum. Et, secundum hoc, duo declarantur. Primo quidem congregatio resurgentium et corporalis et spiritualis. Corporalis quidem erit congregatio in hoc, quod omnes sancti congregabuntur ad Christum. Matth. XXIV, 28: ubicumque fuerit corpus, illuc congregabuntur et aquilae. Et quantum ad hoc dicit donec occurramus omnes, etc., quasi dicat: usque ad hoc extenditur praedictum ministerium et consummatio sanctorum et aedificatio Ecclesiae, donec in resurrectione occurramus Christo. Matth. XXV, 6: ecce Sponsus venit, exite obviam ei. Amos IV, 12: praeparare in occursum Dei tui, Israel, etc.. Et etiam occurramus nobis invicem. I Thess. IV, 17: simul rapiemur cum illis in nubibus obviam Christo in aera. Phil. III, 11: si quo modo occurram ad resurrectionem, quae est ex mortuis. Spiritualis autem congregatio attenditur quantum ad meritum, quod est secundum eamdem fidem, et quantum ad hoc dicit in unitatem fidei. Supra eodem: unus Dominus, una fides. Item supra in eodem: solliciti servare unitatem Spiritus, etc.. Et quantum ad praemium, quod est secundum dei perfectam visionem et cognitionem, de qua I Cor. XIII, 12: tunc cognoscam sicut et cognitus sum. Et quantum ad hoc dicit et agnitionis Filii Dei. Ier. XXXI, 34: omnes enim cognoscent me. Secundo declarat praedictum fructum quantum ad perfectionem resurgentium. Et primo ponit ipsam perfectionem, cum dicit in virum perfectum. Ubi non est intelligendum, sicut quidam intellexerunt, quod scilicet foeminae mutentur in sexum virilem in resurrectione, quia uterque sexus permanebit non quidem ad commixtionem sexuum, quae tunc de caetero non erit, secundum illud Matth. XXII, 30: in resurrectione enim non nubent, neque nubentur, sed sunt sicut Angeli, sed ad perfectionem naturae et gloriae Dei, qui talem naturam condidit. Dicit ergo virum perfectum, ad designandum omnimodam perfectionem illius status. I Cor. XIII, 10: cum venerit quod perfectum est, evacuabitur quod ex parte Est. Et propter hoc vir magis sumitur secundum quod dividitur contra puerum, quam secundum quod dividitur contra foeminam. Secundo ostendit exemplar huius perfectionis, cum dicit in mensuram aetatis plenitudinis Christi. Ubi considerandum est, quod Corpus Christi verum est exemplar Corporis Mystici: utrumque enim constat ex pluribus membris in unum collectis. Corpus autem Christi fuit perductum ad plenam aetatem virilem, scilicet triginta trium annorum, in qua mortuus fuit. Huiusmodi ergo aetatis plenitudini conformabitur aetas sanctorum resurgentium, in quibus nulla erit imperfectio, nec defectus senectutis. Phil. III, 21: reformabit corpus humilitatis nostrae, configuratum corpori claritatis suae. Alio modo potest intelligi de fructu ultimo praesentis vitae, in qua quidem sibi occurrent omnes fideles ad unam fidem et agnitionem veritatis. Io. X, 16: alias oves habeo, quae non sunt de hoc ovili, etc.. In qua perficitur etiam Corpus Christi Mysticum spirituali perfectione, ad similitudinem Corporis Christi veri. Et secundum hoc totum Corpus Ecclesiae dicitur corpus virile, secundum illam similitudinem qua utitur apostolus Gal. IV, 1: quanto tempore haeres parvulus est, nihil differt a servo, etc.”

9      Cf. Dionisio Areopagita, Gerarchia Ecclesiastica, 269; c.V n.2, PG III, 501 D.

10    Cf.  Catecismo de la Iglesia Católica, n. 467: “Los monofisitas afirmaban que la naturaleza humana había dejado de existir como tal en Cristo al ser asumida por su persona divina de Hijo de Dios. Enfrentado a esta herejía, el cuarto Concilio Ecuménico, en Calcedonia, confesó en el año 451: ‘Siguiendo, pues, a los Santos Padres, enseñamos unánimemente que hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y verdaderamente hombre compuesto de alma racional y cuerpo; consubstancial con el Padre según la divinidad, y consubstancial con nosotros según la humanidad’, “en todo semejante a nosotros, excepto en el pecado” (Hb 4, 15); nacido del Padre antes de todos los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola persona’ (Concilio de Calcedonia; DS, 301-302)”.

11      Ef. 4,10; Tomás de Aquino, In Ephesios, c.4 l.3: “Deinde cum dicit quod autem ascendit, etc., exponit propositam auctoritatem, et primo quantum ad ascensionem; secundo quantum ad materiam donationis, ibi et ipse dedit, etc. Circa primum duo facit. Primo ostendit quomodo descendit, ibi qui descendit; secundo quomodo ascendit, ibi qui ascendit, etc.. Circa primum considerandum, quod cum Christus vere sit Deus, inconveniens videbatur quod sibi conveniret descendere, quia nihil est Deo sublimius. Et ideo ad hanc dubitationem excludendam subdit apostolus quod autem ascendit quid est, nisi quia et descendit primum, etc.. Ac si diceret: ideo postea dixi quod ascendit, quia ipse primo descenderat, ut ascenderet: aliter enim ascendere non potuisset… Descendit enim, sicut dictum est, Filius Dei assumendo humanam naturam, ascendit autem Filius hominis secundum humanam naturam ad vitae immortalis sublimitatem. Et sic est idem Filius Dei qui descendit et Filius hominis qui ascendit. Io. 3,13: nemo ascendit in caelum, nisi qui descendit de caelo Filius hominis, qui est in caelo. Ubi notatur quod humiles, qui voluntarie descendunt, spiritualiter Deo sublimante ascendunt, quia qui se humiliat, exaltabitur, Lc. 14,11”.

12      Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.34, a.1, ad 1.

13      Tomás de Aquino, In Ephesios, c.4 l.3.

14      Cf. S.S. Pio XII, Carta Encíclica Sempiternus rex Christus, sobre el Concilio ecuménico de Calcedonia celebrado hace quince siglos, II.

15      Cf.  San Agustín, Cartas, 187, 2.4: “Ubi ego quaero, vel potius agnosco quemadmodum accipias hominem Christum. Non utique sicut quidam haeretici, Verbum Dei et carnem, hoc est sine anima humana; ut Verbum esset carni pro anima: vel Verbum Dei et animam et carnem, sed sine mente humana; ut verbum Dei esset animae prmente humana. Non utique sic accipis hominem Christum, sed sicut superius locutus es, ubi aisti Christum omnipotentem Deum ea te ratione credulitatis accipere, ut Deum non crederes, nisi perfectum etiam hominem credidisses. Profecto cum dicis hominem perfectum, totam illic naturam humanam vis intellegi: non est autem homo perfectus, si vel anima carni, vel animae ipsi mens humana defuerit. Quid sibi vellet: Mecum eris in paradiso”.

16     Cf. San Agustín, Comentarios a los Salmos, 29, 3-5: “Non defuerunt etiam alii quidam ex ipso errore venientes, qui non solum mentem dicerent non habuisse illum hominem, mediatorem Christum inter Deum et homines, sed nec animam: sed tantum dixerunt: Verbum et caro erat, et anima ibi non erat humana, mens ibi non erat humana. Hoc dixerunt. ¿Sed quid erat? Verbum et caro. Et istos respuit Ecclesia catholica, et expellit eos ab ovibus, et a simplici et vera fide: et confirmatum est, quemadmodum dixi, hominem illum mediatorem habuisse omnia hominis, praeter peccatum. Si enim multa gessit secundum corpus, ex quo intellegamus quia habuit corpus non in mendacio, sed in veritate: ut puta, ¿quomodo intellegimus quia habuit corpus? Ambulavit, sedit, dormivit, comprehensus est, flagellatus est, colaphizatus est, crucifixus est, mortuus est. Tolle corpus, nihil horum fieri potuit. Quomodo ergo ex his indiciis cognoscimus in Evangelio quia verum corpus habuit, sicut et ipse etiam post resurrectionem dixit: Palpate, et videte, quia spiritus carnem et ossa non habet, sicut me videtis habere 12: quomodo ex his rebus, ex his operibus credimus et intellegimus et novimus quia corpus habuit Dominus Iesus, sic et ex quibusdam aliis officiis naturalibus quia habuit animam. Esurire, sitire, animae sunt ista: tolle animam, corpus haec exanime non poterit. Sed si falsa dicunt ista fuisse, falsa erunt et illa quae de corpore creduntur: si autem ex eo verum corpus, quia vera officia corporis; ex eo vera anima, quia vera officia animae. ¿Quid ergo? Quoniam Dominus factus est infirmus propter te, o homo qui audis; non tibi compares Deum Etenim creatura es, ille creator tuus. Nec illum hominem tibi conferas, quia propter te homo Deus tuus, et Verbum Filius Dei: sed illum hominem tibi praeferas, tamquam mediatorem, Deum autem supra omnem creaturam: et sic intellegas, quia qui homo factus est propter te, non incongrue orat pro te. Si ergo non incongrue orat pro te, non incongrue potuit et ista verba dicere propter te: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me. Sed ista verba, si non intellegamus inimicos, falsa erunt, ipsum Dominum Iesum Christum cogitantes. Quomodo enim verum est, si Christus Dominus loquitur: Exaltabo te, ¿Domine, quoniam suscepisti me? Ex persona hominis, ex persona infirmitatis, ex persona carnis, quomodo verum est: quandoquidem iucundati sunt inimici eius super eum, quando illum crucifixerunt, tenuerunt eum, et flagellaverunt, et colaphizaverunt, dicentes: Prophetiza nobis, ¿Christe 13? Ista iucunditas eorum quasi cogit nos putare falsum esse quod dictum est: Nec iucundasti inimicos meos super me. Deinde cum in cruce penderet, et transibant vel stabant, et attendebant, et caput movebant, et dicebant: Ecce Filius Dei, alios salvos fecit, seipsum non potest, descendat de cruce, et credimus in eum 14; dicentes ista nonne iucundabantur super eum? Ubi est ergo ista vox: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me?Omnis homo in Christo unus homo est. Fortasse non est ista vox Domini nostri Iesu Christi, sed ipsius hominis, sed universae Ecclesiae populi christiani: quia omnis homo in Christo unus homo est, et unitas Christianorum unus homo. Fortasse ipse homo, id est, unitas Christianorum ipsa dicit: Exaltabo te, Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me. Quomodo et hoc verum est de illis? Non sunt comprehensi Apostoli, non sunt caesi, non sunt flagellati, non sunt occisi, non sunt crucifixi, non sunt incensi vivi, non ad bestias pugnaverunt, ¿quorum memorias celebramus? Quando autem ista illis faciebant homines, nonne iucundabantur super eos? Quomodo ergo potest et populus christianus dicere: Exaltabo te, ¿Domine, quoniam suscepisti me, nec iucundasti inimicos meos super me?”.

17      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.3, ad-2.

18      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.8, co.

19      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.8, co.

20      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.16, a.1, co; q.16 a.2 co.

21      Cf. I. Andereggen, El bien metafísico fundamento de la ley según Francisco Suárez, 257-274.

22      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.

23      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.1, co.

24      I Pe 1,11; Jn 14,17; Jn 15,26; Jn 16,13.

25    Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.

26    Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.13, co.

27      Cf. Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.7, a.3, co.: “La unión de la naturaleza humana con la persona divina, que antes (q.2 a.10; q.6 a.6) aclaramos que era la misma gracia de unión, precede en Cristo a la gracia habitual, no en el orden del tiempo, sino en el de la naturaleza y en el de la razón. Y esto por tres motivos. Primero, de acuerdo con los principios de una y otra gracia. Efectivamente, el principio de la unión es la persona del Hijo que asume la naturaleza humana, de la que se dice que fue enviada al mundo (Jn 3, 17), porque asumió la naturaleza humana. En cambio, el principio de la gracia habitual, que es dada con la caridad, es el Espíritu Santo, del que se dice, en este aspecto, que es enviado porque habita en el alma por la caridad (Rom 5,5; 8,9.11; Gal 4,6). Ahora bien, la misión del Hijo, según el orden de la naturaleza, es anterior a la misión del Espíritu Santo; lo mismo que, en el orden de la naturaleza, el Espíritu Santo, que es el amor, procede del Padre y del Hijo. Por lo que también la unión personal, según la cual se entiende la misión del Hijo, es anterior, en el orden de naturaleza, a la gracia habitual según la cual se considera la misión del Espíritu Santo. Segundo, la razón de tal orden se toma de la relación entre la gracia y su causa. La gracia es causada en el hombre por la presencia de la divinidad, como lo es la luz en el aire por la presencia del sol. Por eso se dice en Ez 43,2: La gloria de Dios entraba por el oriente, y la tierra resplandecía por su gloria. Pero la presencia de Dios en Cristo se entiende por la unión de la naturaleza humana con la persona divina. Por tanto, la gracia habitual de Cristo se considera como consecuencia de esa unión, lo mismo que la luz es consecuencia del sol. El tercer motivo de tal orden puede tomarse del fin de la gracia. Esta se ordena a obrar rectamente. Y las acciones son de los supuestos y de los individuos. Por lo que la acción, y, en consecuencia, la gracia, que a ella se ordena, presupone la hipóstasis que obra. Pero la hipóstasis no es algo que se suponga anterior a la unión en la naturaleza humana, como queda claro por lo dicho anteriormente (q.4 a.3). Y, por consiguiente, la gracia de unión precede conceptualmente a la gracia habitual”; S. Th. III q.8 a.3 co.: “La diferencia entre el cuerpo natural del hombre y el cuerpo místico de la Iglesia está en que los miembros del cuerpo humano existen todos a la vez, mientras que los del cuerpo místico no coexisten todos: ni en el orden de la naturaleza, porque el cuerpo de la Iglesia está constituido por los hombres que han existido desde el principio hasta el fin del mundo; ni tampoco en cuanto al orden de la gracia, porque, entre los que viven en una misma época, unos carecen de la gracia, habiendo de poseerla más tarde, mientras que otros la tienen. Así pues, se consideran como miembros del cuerpo místico no sólo los que lo son en acto, sino también los que lo son en potencia. De éstos, algunos nunca serán miembros en acto; otros, en cambio, lo serán en algún tiempo, de acuerdo con un triple grado: primero, por la fe; segundo, por la caridad en esta vida; tercero, por la bienaventuranza en el cielo. Así pues, hay que sostener que, teniendo en cuenta todas las épocas del mundo de forma global, Cristo es cabeza de todos los hombres, pero en diversos grados. En primer lugar y principalmente, es cabeza de los que están unidos a él en acto por la gloria. En segundo lugar, de aquellos que le están unidos en acto por la caridad. En tercer lugar, de aquellos que le están vinculados por la fe. En cuarto lugar, de aquellos que están unidos a él sólo en potencia todavía no actualizada, pero que se convertirá en acto de acuerdo con la divina predestinación. Por último, es cabeza de aquellos que le están unidos en potencia que nunca se convertirá en acto; tal acontece con los hombres que, viviendo en este mundo, no están predestinados. Estos, una vez que salen de este mundo, dejan totalmente de ser miembros de Cristo, porque ya no están en potencia para unirse a Cristo”.

28     Concilio Vaticano II, Gaudium et spes, 22

29      Tomás de Aquino, Summa Theologiae III, q.2, a.3, ad-2.

Amparo Alvarado Palacios

Introducción

Se podría señalar que Francisco ha irrumpido en nuestro tiempo con una mochila de nuevos paradigmas. La novedad no estriba tanto en los contenidos que transmite sino en el modo de hacerlo. Como es de notar, su pontificado tiene en su esencia el pensamiento del Concilio Vaticano II dicho y vivido de una manera de por sí revolucionaria. De todo ese bagaje de cambios que este papa está haciendo en la Iglesia, se va a tratar de un detalle de gran trascendencia y de múltiples alcances: su constante insistencia en la ternura.

Indica Francisco (2014): “El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la ternura” (n. 88). Está hablando de una empresa desafiante que brota del misterio de la Encarnación del Verbo. En esta comunicación, se quiere desvelar el contenido profundo de esta expresión que, sin duda, su Santidad está intentando mostrar a la Iglesia y al mundo. Se quiere presentar este nuevo paradigma de reflexión y práctica eclesial desde tres dimensiones: una nueva visión de humanidad y de mundo, una nueva visión-misión de Iglesia y una visión y práctica de una nueva espiritualidad creyente.

Se abordará esta triple dimensión del pensamiento papal haciendo una lectura transversal de los gestos (cfr. Torralba, 2014) y palabras del papa que tienen en la ternura una sustancial argumentación y exhortación cristiana constantes. Entendiendo esta palabra en el sentido que le da Rocchetta (2001), “la ternura es la fuerza más humilde; pero es la que tiene mayor poder para cambiar el mundo” (p. 13). Por tanto, la ternura abarca una dimensión interior y exterior, actitud y acción, argumento y práctica, motivo por el que se termina con una reflexión sobre la mística de la ternura.

1.       Nueva visión de humanidad y de mundo: cultura del diálogo y la ternura

Para entender la antropología y la cosmovisión de Francisco (2014), se debe considerar cómo encuentra el papa a esta humanidad y a este mundo. De una o de otra forma descubre en general una cultura de anti-ternura, manifestada en diferentes formas: miedo, desesperación, falta de respeto, violencia, inequidad, vida con poca dignidad (nn. 52, 60). La consideración de excluidos como desechos (n. 53), producto, sin duda, de un sistema económico injusto (n. 59), donde prima el consumismo y la inequidad que daña el tejido social, donde los pobres sobreviven en grandes dolores (nn. 60, 63; Francisco, 2015, n. 51). Sistema lleno de individualismos que debilitan los vínculos entre personas (n. 67), cambios que deterioran el mundo y la calidad de vida de la humanidad (Francisco, 2015, n. 18).

Francisco (2015) denuncia una cultura del descarte ligada a problemas sociales y ecológicos (nn. 22, 43; Francisco, 2014, n. 53) y evidencia síntomas de degradación social, ruptura de lazos de integración y comunión social (n. 46), así como nuevas guerras disfrazadas de nobles reivindicaciones (n. 57), para justificar que lo que sucede es que se ha dejado de pensar en los fines de la acción humana (n. 61). Se tolera que unos se consideren más dignos, más humanos, con más derechos que otros (n. 90), no se ve que la libertad humana está enferma por necesidades inmediatas, el egoísmo y la violencia (n. 105), relativismos que finalmente empujan a maltratar a las personas (n. 123).

Con lo anterior Francisco (2014) hace tomar conciencia de que la anticultura de la violencia, de la inequidad, del individualismo y del relativismo está haciendo del mundo una realidad que destruye al ser humano y niega su primacía (n. 55) y su entorno. Situación dramática que invita a cambiar con la ternura.

Francisco (2015) pide revisar la antropología cristiana actual, quiere una “adecuada antropología” (n. 118) que teniendo al ser humano en alto valor esté atenta a antropocentrismos desviados (n. 119). Propone, por tanto, unir la antropología a la ética porque la “degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas” (n. 56). En Evangelii gaudium (Francisco, 2014), pide unir la antropología no solo a la ética sino a lo social para “crear un equilibrio y un orden social más humano” (n. 57). Por eso, llama al ser humano “administrador responsable” (nn. 116, 118) y así recupera lo propio del ser humano, puesto que un antropocentrismo desviado lleva a un estilo de vida también desviado.

Para superar el antropocentrismo desviado, Francisco (2015) incluye, pues, su visión del mundo. Esta la manifiesta claramente en la encíclica Laudato si’, donde nos habla de una “ecología integral”, puesto que él entiende la relación con la naturaleza en el mismo nivel de relación entre los humanos (n. 137), y   así une el problema ambiental al económico y al social: “nos impide entender la naturaleza como algo separado de nosotros o como un mero marco de nuestra vida” […] “estamos incluidos en ella, somos parte de ella y estamos inter-penetrados” […] “no hay dos crisis separadas, una ambiental y otra social, sino una sola y compleja crisis socio-ambiental” (n. 139). Una visión que permite aceptar que “las distintas criaturas se relacionan conformando esas unidades mayores que hoy llamamos ‘ecosistemas’. […] Aunque no tengamos conciencia de ello, dependemos de ese conjunto para nuestra propia existencia” (n. 140).

Por tanto, Francisco (2015) propone denunciar “el crecimiento económico que tiende a producir automatismos y a homogeneizar, en aras de simplificar procedimientos y a reducir costos” y proponer “considerar una realidad más amplia […] una mirada más integral e integradora” (n. 141). También Francisco advierte, refiriéndose a las instituciones sociales, que “todo lo que las dañe entraña efectos nocivos, como la pérdida de la libertad, la injusticia y la violencia”, y así afecta nuestra “ecología social”. Se refiere del mismo modo a salvaguardar una “ecología cultural”: “Junto con el patrimonio natural, hay un patrimonio histórico, artístico y cultural, igualmente amenazado. Es parte de la identidad común de un lugar y una base para construir una ciudad habitable” (n. 143).

Francisco nos invita, pues, a reconocer la dignidad de la naturaleza en su amplia dimensión, la dignidad humana y sus derechos naturales, sociales, económicos, culturales y políticos como una forma de convivencia digna. No sacralizando las realidades temporales, sino respetando su autonomía. Con ello la Iglesia se pronuncia, con validez eterna, allí donde termina la sabiduría de este mundo. El mensaje es de optimismo en el mismo sentido de Gaudium et spes. En suma, lo ético hay que verlo en lo social, en lo económico y en lo cultural. Esa es su visión del ser humano y del mundo, atravesado por su insistencia en el diálogo y la ternura.

En Evangelii gaudium, Francisco (2014) usa 56 veces la palabra diálogo, mientras que en Laudato si’ (2015) la emplea 27 veces y la define con claridad:

Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas mismas que mutuamente se dan en el diálogo. (n. 142)

Definición que enuncia su pensamiento respecto del ser humano y de todo lo que conlleva el diálogo. La antropología de Francisco es relacional, concibe una humanidad hecha para el encuentro con todos los seres creados y con su Creador. En el diálogo entre Dios y el ser humano, según Francisco, hay que dejar claro el lugar de cada sujeto interlocutor. Habla el papa de primerear: “La comunidad evangelizadora experimenta que el Señor tomó la iniciativa, la ha primereado en el amor (cf. 1Jn 4, 10)” (n. 24), con lo que está sentando la base fundamental de la fe sobre quien es posible dialogar: Dios es el primero, no solo como convicción sino como experiencia, así como reconocer que esta experiencia y conocimiento es un acto provocado por Dios en su voluntad salvífica. Por tanto, conocer y experimentar pasa a ser una sola realidad de gracia, más de las veces posteriormente explicitada en lenguaje teológico.

Deja claro que en este espacio de interlocución hay que distinguir la naturaleza de cada interlocutor. Es propio de Dios la iniciación del diálogo, pronunciando su palabra: “Escucha, Israel: Yahvé, nuestro Dios, es Yahvé-único” (Dt 6, 4), y del ser humano es propio escuchar y responder a esa Palabra según el pensamiento de Dios. En el encuentro entre Dios y el ser humano, aquel es preeminente y este, desde abajo, lo escucha y lo acoge. El ser humano sigue siendo tal también cuando es Dios quien le habla. La capacitas humana en orden a la gracia y a la Palabra de Dios es siempre una capacitas finita.

Francisco es fiel al Dios bíblico, que es comunicación originaria, es el que tiene la iniciativa de dialogar con el ser humano; este es por gracia receptividad histórica (Pikaza, 2006, p. 15). “La persona humana es siempre y desde el principio relación total a Dios” (Andrade, 1999, p. 103). Una relación ascendente por esencia: el ser humano busca a Dios como al que es siempre antes y más que él, ante quien le queda escuchar, acoger y responder en obediencia.

“Comunicarse entre los que se aman” supone, pues, reconocer su dimensión interpersonal (yo-tú/nosotros), su dimensión interpelante que compromete con el otro (dimensión ética del diálogo) y su dimensión creadora (todo diálogo construye algo nuevo). Es desde esta dimensión teológica del diálogo que se puede descubrir la profundidad de la ternura, puesto que la ternura muestra la irreductibilidad del otro. “Una persona se me revela y me interpela para un diálogo de igual a igual; […] El asombro que siento por mí mismo me remite al asombro que debería sentir por todos los demás que me rodean” (Rocchetta, 2001, p. 70), así como muestra la razón de ser del diálogo: la caridad. La caridad es el fundamento de la ternura, y esta impide a la caridad reducirse a una moral del deber o de mínimo necesario, y le ofrece, por así decirlo, el corazón, un corazón palpitante, acogedor, que sabe dar y compartir, capaz de compasión, de benevolencia afable y de amistad gratuita (p. 17).

En resumen, el papa tiene una visión del ser humano y del mundo comunional. Una comunión que no se construye con palabras sino con gestos de cariño, de generosidad, de humilde disponibilidad para el otro y, en especial, para los pobres. Puesto que “la ternura […], pertenece a nuestro mismo ser: su ausencia es signo de una naturaleza incompleta” (Canciani, 2001, citado por Rocchetta, 2001, p. 15).

2.       Nueva visión de Iglesia: sacramento de la lectura

¿Qué hay detrás de estas palabras de Francisco (2014) que han dado mucho de qué hablar?

Prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades. No quiero una Iglesia preocupada por ser el centro y que termine clausurada en una maraña de obsesiones y procedimientos. (n. 49)

Si antes hablaba de un antropocentrismo desviado, ahora hablará de una eclesio-centrismo enfermo: Iglesia encerrada en sí misma que crea desigualdades y distancias entre fieles y pastores, doctrinaria y rígida. Francisco (2014) denuncia:

Es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco acogedores […] una actitud burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida de nuestros pueblos. (n. 63)

La falta de espacios de diálogo familiar, […] la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural. (n. 70)

Francisco insiste en las bases eclesiológicas del Concilio: Iglesia Pueblo de Dios, Iglesia comunión e Iglesia en diálogo con el mundo. La constitución dogmática Lumen gentium (Pablo, 1964) la presenta “como un sacramento, o sea, signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (n. 1). El misterio de comunión de la Iglesia tiene su fuente en Dios mismo, que se revela como una comunión interpersonal de amor y llama a la salvación a todos los hombres, ampliamente expuesta antes. Salvación de la humanidad deseada desde el seno de la Trinidad. En el lenguaje papal, quiere una Iglesia “sacramento de la ternura”.

Francisco (2014) ha vivido primero su ser parte de la Iglesia pueblo, en gestos de sencillez, como estar confundido en medio de la gente, su preferencia de visitar las cárceles, no aceptar vestimentas que denoten privilegios, etc. De ahí que planteara también, en consonancia con el Dios que primerea, que la Iglesia debe hacerlo: “La Iglesia en salida es la comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan” (n. 24).

Concibe a la Iglesia como Pueblo de Dios, afirmada como sujeto social e histórico insertado en el peregrinar del conjunto de los pueblos. Por ello, no puede considerar ajena ninguna preocupación o dimensión de la existencia colectiva de los pueblos, como lo subraya Gaudium et spes. En medio de ellos, en cuanto testigo de una reconciliación que supera las divisiones, ha de prestar su servicio y testimonio sacerdotal y profético. Francisco señala:

La comunidad evangelizadora se mete con obras y gestos en la vida cotidiana de los demás, achica distancias, se abaja hasta la humillación si es necesario, y asume la vida humana, tocando la carne sufriente de Cristo en el pueblo. Los evangelizadores tienen así “olor a oveja” y estas escuchan su voz. (n. 24)

Francisco, en concordancia con el Concilio, describe, pues, una eclesiología circular que se extiende e incluye sin excepción de nadie, y no escatima esfuerzos variados y en todos los campos de la vida humana para alcanzar su fin: la comunión. Recuerda que esta comunión no es un aspecto de la Iglesia, sino que es una dimensión constitutiva de ella: “La comunión encarna y manifiesta la esencia misma del misterio de la Iglesia” (Pablo 1964, n. 11); es el núcleo profundo del misterio de la Iglesia. Esta participación crea la koinonía en la Iglesia y la impulsa a dilatarla a toda la humanidad. Como Juan Pablo II (1989) afirmaría:

La comunión de los cristianos con Jesús tiene como modelo, fuente y meta la misma comunión del Hijo con el Padre en el don del Espíritu Santo: los cristianos se unen al Padre al unirse al Hijo en el vínculo amoroso del Espíritu […] La comunión de los cristianos entre sí nace de su comunión con Cristo […] esta comunión fraterna es el reflejo maravilloso y la misteriosa participación en la vida íntima de amor del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. (n. 18)

De lo contrario, desdice su ser. No es posible hablar de una comunión sin el Espíritu Santo:

El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el vínculo de amor entre el Padre y el Hijo. Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que atrae. (n. 117)

Francisco (2014) pedirá una Iglesia cuya comunión atraiga “a los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva atractivo y resplandeciente” (n. 99).

Propone una comprensión de la Iglesia como “comunión misionera”, con lo que recoge de Lumen gentium (1964) y de Aparecida, reforzando el hecho de que la comunión se verifica en la misión, en la evangelización. Al respecto, afirma: “En un dinamismo evangelizador que actúa por atracción […] Solo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la unidad” (n. 131).

El nuevo paradigma de Francisco estriba en que todas estas verdades ya sabidas y difundidas sobre el ser de la Iglesia se resume en que ella está llamada a ser sacramento de la ternura de Dios. Rocchetta (2001), aunque escribe antes del pontificado de Francisco, expresa muy bien lo que la persona y el pensamiento papal transmiten:

Se quiere que la Iglesia se presente ante el mundo como el sacramento de la ternura de Dios, de un Dios de bondad y de gracia, y no de castigo y de miedo. La verificación teológica sobre la ternura lleva consigo notables implicaciones de orden eclesiológico. […] La teología de la ternura supone, de hecho, la praxis de la ternura; pone en crisis todo un modo de ser cristianos que se queda en la superficie o se contenta con un cristianismo mediocre, […]. Fuera del evangelio de la ternura, es fuerte la tentación de ser o de volver a ser una Iglesia del dominio y de la exclusividad. […] sin ese secreto de armonía interior, de gozo de creer, de esperar y de amar, la comunidad de los cristianos corre el riesgo de transformarse en una Iglesia enrocada en sí misma, rígida, ligada solo a las instituciones y privada de espíritu de profecía, incapaz de anunciar de forma creíble la novedad salvífica de la pascua. (pp. 20-21)

Francisco actualiza “la Iglesia que quiso el Concilio que no es la Iglesia encerrada en sí misma, en sus problemas, en su organización, en sus intereses   y en sus normas, sino la Iglesia que dialoga con el mundo, con la sociedad y con la cultura de nuestro tiempo” (Castillo, 2002, p. 26). Ser “Iglesia en salida” (Francisco, 2014, nn. 17, 20-24, 26) es, pues, dar testimonio de ser “sacramento de la ternura”: que los creyentes sin distingos de nada den un paso para salir a la calle, al mundo, para transformar rescatando a la humanidad y al cosmos, con gestos de compasión y ternura. Haciendo de la solidaridad señal de fraternidad verdadera. Que en las comunidades cristianas se den experiencias de sencillez, acogida, ternura, en vez de adoctrinamientos fríos y sin calidez humana. Que la tarea evangelizadora sea realizada con testimonios de amor incondicional traducido en métodos que combinen lo profundo con lo sencillo y lo afectuoso. Que sea una Iglesia que no se limite a hablar de los pobres, sino ser pobre y para los pobres, y deje de lado cualquier honor y privilegios que distancian a la fraternidad y sororidad, ya que “la evangelización se hace de rodillas”, puesto que “lo esencial, según el evangelio, es la misericordia” (Francisco, 2014a).

La Iglesia necesita la mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas veces sea necesario. […]. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos —sacerdotes, religiosos y laicos— en este “arte del acompañamiento”, para que todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro (cf. Ex 3, 5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de proximidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana. (Francisco, 2014, n. 169)

Una nueva eclesiología que supere realidades eclesiales cerradas, elitistas, separadas de la vida cotidiana, para proyectar una nueva manera de evangelizar, cambiar los métodos pastorales. Francisco quiere que la ternura sea ese nuevo método. No resulta difícil interpretar cuáles podrían ser las estrategias de ese método. Sin duda, serían la escucha, el diálogo y el compromiso amoroso, que darán como resultado “algo nuevo”, que el Reino de Dios se propagará activamente por los confines de la tierra a través de una reparadora conversión.

3.       Nueva espiritualidad: “Testigos de la misericordia y de la ternura del Señor”

Francisco (2014) ve con dolor no solo un antropocentrismo desviado y un eclesio-centrismo enfermo, sino que también constata una vida cristiana mediocre y débil. Por eso, de una visión de ser humano relacional y comunional, y de una visión de una Iglesia misionera y dialogante, ya se puede concluir la espiritualidad que sustenta Francisco. Lejos de ser inhumana, intimista e individual (n. 183), nos presenta una espiritualidad encarnada y relacional. Al hacer un llamado en Evangelii gaudium a buscar lo esencial del cristianismo: Jesucristo está recordando las consecuencias de la Encarnación en la vida cristiana, en la vida y en la misión de los creyentes:

Confesar que el Hijo de Dios asumió nuestra carne humana significa que cada persona humana ha sido elevada al corazón mismo de Dios. Confesar que Jesús dio su sangre por nosotros nos impide conservar alguna duda acerca del amor sin límites que ennoblece a todo ser humano. (n. 178)

Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo superior. La misión es una pasión por Jesús, pero, al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. (n. 268)

Francisco (2014) habla así de un cristianismo verdadero, del que no tiene más meta que la total identificación con Cristo, como invita Aparecida: “Llegar a la estatura de la vida nueva en Cristo, identificándose profundamente con Él y su misión” (n. 281). Ante “el desafío de revitalizar nuestro modo de ser católico y nuestras opciones personales por el Señor, para que la fe cristiana arraigue más profundamente en el corazón de las personas y los pueblos latinoamericanos” (n. 13), resta la firme convicción de cambiar el modo de dar testimonio cristiano. Francisco (2014) afirmará: “Todo cristiano es misionero en la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no decimos que somos ‘discípulos‘ y ‘misioneros‘, sino que somos siempre ‘discípulos misioneros’” (n. 120).

De la centralidad de Jesucristo como “gusto espiritual”, Francisco (2014) extiende las implicaciones en el modo de vivir la relación con Dios, con los semejantes y con el cosmos. Desarrolla la fraternidad ampliamente, y lo novedoso es que, siguiendo a san Francisco de Asís, le da uno tono místico:

Sentimos el desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. (n. 87)

De ahí se extiende que para el discípulo de Jesús no es secundaria la opción por los pobres; siendo esencia de la espiritualidad del Maestro, lo es también para ellos. Francisco (2014) manifiesta que “la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica”, porque “Dios les otorga su primera misericordia” (n. 198). Jesús de Nazaret, un “hombre del Espíritu”, eligió nacer en la pobreza, vivir ignorado y morir injustamente condenado. La espiritualidad cristiana para Francisco (2015) está en consonancia con Aparecida, “es una espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos, que, no por eso, es menos espiritual, sino que lo es de otra manera” (n. 263), ya que el estilo de vida cristiana como camino de identificación con Cristo no puede menos que considerar:

Sin la opción preferencial por los más pobres, “el anuncio del Evangelio, aun siendo la primera caridad, corre el riesgo de ser incomprendido o de ahogarse en el mar de palabras al que la actual sociedad de la comunicación nos somete cada día”. (Francisco, 2014, n. 198)

Francisco lo afirma con la novedad de que esa opción es con corazón: se trata de una acción amante, de dejarse movilizar por el Espíritu, preocupación por su persona, ya que “el verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia, […]” (Francisco, 2014, n. 198). Invita a “colocar a los excluidos en el centro del propio camino” (Francisco, 2016).

A una espiritualidad que también asume el compromiso de cuidar la creación, Francisco (2015) la llama “evangelio de la creación” (nn. 62-100). Si el cuerpo es un sujeto, un tú, también lo es la naturaleza toda, que está clamando, llamando a considerarla para cambiar los estilos de vida de los cristianos, como bien invita: “Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser buenos y honestos” (n. 229); “La conversión ecológica que se requiere para crear un dinamismo de cambio duradero es también una conversión comunitaria” (n. 219). Espiritualidad, sin duda, que lleva a devolver la dignidad del mundo, un estilo de vida, portadora de vida, estilo que da el seguimiento de Jesús, que conoció y trató su entorno como realidades vivas y para dar vida. Estilo que no parte del poder y dominio por interés instrumental, sino de gratuidad e inclusión, puesto que “el gemido de la hermana Tierra se une al gemido de los abandonados del mundo” (n. 53).

El papa insiste, pues, en la fraternidad, en la opción por los pobres, en el cuidado del cosmos, pero, su novedad está en que lejos de quedarse en prácticas sociales, de valor sí, ha de manifestarse en gestos de ternura y misericordia: “Nos conmueve la actitud de Jesús: no escuchamos palabras de desprecio, no escuchamos palabras de condena, sino solo palabras de amor, de misericordia, que invitan a la conversión” (Francisco, 2014a). Al referirse a la conversión ecológica indica: “Esta conversión supone diversas actitudes que se conjugan para movilizar un cuidado generoso y lleno de ternura” (n. 220).

Para Francisco (2014a), la misericordia tiene que ver con la calidez de la vida cristiana y con su coherente compromiso social: “Un poco de misericordia hace el mundo menos frío y más justo” (n. 220), con lo que quiere místicos, ya que solo se puede alcanzar ser tiernos y misericordiosos estando llenos de una gracia que Dios da a los humildes y que posibilita “la alegría de redescubrir y hacer fecunda la misericordia de Dios” (n. 220).

Lo que Francisco pretende es mostrar un camino de plenitud humano-cristiana, que se logra al identificar también la experiencia de diálogo de ternura y misericordia con el Dios vivo, presente en cada ser humano, en sus diferentes interrelaciones y en el universo entero, como una experiencia mística, ya que “la experiencia mística es esencialmente vínculo, relación, contacto amoroso con una realidad inmensamente valorada y concebida como el centro secreto más íntimo de la existencia y como fuente permanente de la misma” (Domínguez, 2003, p. 6). Por eso, la consecuencia principal de la experiencia mística es abrir cauces a una evangelización que demanda una mayor práctica de la fraternidad. Cuanto mayor es la experiencia mística, mayor es la misericordia, la comunión y el compromiso personal y comunitario.

Para vivir como comunidad, hay que pasar del “querer estar juntos”, que transforma la “masa” en “pueblo”, al querer estar juntos en Cristo, que hace Pueblo de Dios. Querer amar como Cristo pondrá a la comunidad en la dinámica de un “mismo sentir”, pues Jesús,

en su predicación mandó claramente a los hijos de Dios que se trataran como hermanos. Pidió en su oración que todos sus discípulos fuesen uno. Más todavía, se ofreció hasta la muerte por todos, como Redentor de todos. Nadie tiene mayor amor que este de dar uno la vida por sus amigos (Jn 15, 13). Y ordenó a los Apóstoles predicar a todas las gentes la nueva angélica, para que la humanidad se hiciera familia de Dios, en la que la plenitud de la ley sea el amor. (Pablo, 1965, n. 32)

Ser agentes de comunión y participación exige cambiar la lógica del sistema actual de organización económica, política y social, de consumo, e individualista, en beneficio de la lógica cristiana del servicio humilde hasta el martirio. El sistema anti-comunión, por otro lado, está presente no solo en la sociedad sino también en la Iglesia. Por ello, Francisco insiste en la ternura que hará posible una Iglesia cercana y servidora en todas las dimensiones de la sociedad:

La ternura […] necesita del pensamiento de la alteridad, con la que debe confrontarse continuamente para evitar el peligro —siempre posible— de reducirse a una compensación intimista o a una condescendencia con los vacíos del corazón humano, […] Solo gracias a la ternura el pensamiento de la alteridad entra en el corazón de los individuos y de la sociedad y transforma la cultura de la identidad o del individualismo en una cultura de la solidaridad y del amor. En este nivel se coloca el valor “político” de la ternura. (Rocchetta, 2001, p 73)

La ternura, para Francisco (2014), es, pues, fruto del esfuerzo humano y de la gracia divina que hace de los creyentes instrumentos de Dios: “Hagámonos instrumentos de esta misericordia, cauces a través de los cuales Dios pueda regar la tierra, custodiar toda la creación y hacer florecer la justicia y la paz”. Si Arquímedes afirmaba “dame un punto de apoyo y moveré el mundo”, Francisco manifestaría: dame misericordia y transformaré el mundo, puesto que “la ternura es la fuerza más humilde; pero es la que tiene mayor poder para cambiar el mundo” (Rocchetta, 2001, p. 13). La espiritualidad de la ternura a la que lanza Francisco tiene que ver con una gran dosis de humildad en el sentido expresado por Dostoievski: “La humildad amorosa es una fuerza terrible, la más fuerte de todas, no hay nada que se le parezca” (2000, p. 463). Solo así se entiende que

la adquisición de la ternura, […] supone el coraje de comprometerse con alguien, el coraje de abrirse al prójimo con gestos concretos, más allá de las respuestas negativas que se pueden recibir, el coraje de arriesgarse uno mismo por amor, con afecto sincero y discreto. […] Ser tiernos con fortaleza y fuertes con ternura, este es uno de los grados más elevados de perfección moral. (Rocchetta, 2001, p. 46)

Bien se puede concluir que Francisco nos quiere proponer vivir la ternura como mística, que supone el modo de ver al ser humano, al mundo, a la Iglesia y a la espiritualidad que se ha descrito antes.

4.       Una propuesta integradora y plenificadora: la mística de la ternura

Se sabe que la palabra mística tiene raíces griegas (Pabón, 1991) (mystikós: misterio, derivado de mystes: iniciado). Dice de prácticas religiosas cerradas, reservadas para iniciados. Hace relación con el hecho de cerrar los ojos (myein) y mirar al interior. El cristianismo tomó del griego esta palabra para expresar su experiencia de Dios, pero alteró radicalmente el concepto. En el Nuovo dizionari di spiritualita, se lee sobre mística: con este término pretendemos referirnos a ese momento o nivel o expresión de la experiencia religiosa en la que un mundo religioso determinado se experimenta como una experiencia de interioridad e inmediatez. También se podría, y quizá mejor, hablar de una experiencia religiosa particular de unidad-comunión-presencia, donde lo que se “conoce” es precisamente la realidad, lo que se da de esta unidad-comunión-presencia; no una reflexión, una conceptualización, una representación de los datos religiosos vividos (Moioli, 1983, p. 985).

Por tanto, la mística cristiana es una experiencia de “unidad-comunión-presencia”. Experiencia posibilitada por la fe en el Dios de la Alianza. Es Dios quien obra dicha unidad, comunión con el creyente, quien reconoce y acoge tal presencia como pecador, humildemente y desde su fragilidad humana. Esta experiencia plenificada en el encuentro vivo con Jesucristo y en su progresiva identificación con Él se hace comunión-unidad con Cristo. En este sentido, la mística es un encuentro tierno con Cristo. Por eso, la experiencia mística cristiana se hermana con la perfección cristiana en la caridad. No es posible ser místico y no vivir la caridad. Por ello, la figura nupcial de la mística explica muy bien su verdadero sentido: el símbolo nupcial se entiende como capaz de expresar la experiencia no necesariamente de ser uno, sino del ser unido de comunión en transformación, de la presencia que llama la atención, del amor recibido que hace el amor en uno; una nueva forma inédita (Moioli, 1983, pp. 989-990).

Se trata de un nuevo modo de amar en Dios, al mundo y a los demás. Es mística la experiencia gratuita iniciada por Dios en un gesto de su mayor ternura en el creyente, que hace posible en el sujeto, que acoge con ternura, una experiencia cumbre, de plenitud humano-espiritual de unidad-comunión presencia. En palabras de Francisco (2017), sería “el diálogo entre el poder de Dios y el barro”. Como toda experiencia es incomunicable pero no imparticipable, no es privilegio de unos pocos, ni es algo espectacular, sino de cualquier creyente que se ha dejado permear en su vida total por la acción del Espíritu Santo y ha dejado crecer la gracia recibida en el bautismo hasta que Cristo viva en él (Ga 2, 20). Tampoco es una experiencia que aparta del mundo, sino que es a partir de ella que se tiene una especial “novedad” para mirar, relacionarse y transformar el mundo y la sociedad con los mismos sentimientos de Jesús hasta que se realice el Reino.

Hoy más que nunca la humanidad necesita una mística de la ternura en vez de intentos individuales e intimistas. Es urgente redefinir los fines y objetivos de la convivencia humana y los caminos para lograrlos, ya que se está en un mundo globalizado que transforma la interdependencia en dominio de unos pocos sobre el conjunto. Solo con la mística comunitaria basada en la ternura será posible converger, cooperar y dialogar con autenticidad. Se trata de una adhesión al Reino, a la nueva manera de ser, de vivir juntos, que inaugura el Evangelio. Tal adhesión, que no puede quedarse en algo abstracto y desencarnado, se revela concretamente por medio de una entrada visible, en una comunidad de fieles. Así pues, aquellos cuya vida se ha transformado entran en una comunidad que es en sí misma signo de la transformación, signo de la novedad de vida. (Pablo VI, 1975, n. 23)

Urge superar los errores de la posmodernidad: el individualismo y el “capitalismo salvaje”. Hoy los medios no “comunican”, el uso de internet por sí mismo no une al mundo. Solo informan o masifican y agigantan las desigualdades, la brecha entre ricos y pobres se hace más inconciliable. Hay que creer que la Iglesia ofrece una respuesta: rehacer el tejido social roto por el individualismo y la insolidaridad. Esto solo es posible desde una espiritualidad basada en nuevas relaciones de diálogo, de ternura. Relaciones llamadas a crecer por amor, hasta llegar a una verdadera comunión.

La mística de la ternura se basa en la comunión con Cristo, se demuestra y celebra en la comunión fraterna y ecológica. Vivir la mística de la fraternidad/ sororidad será posible desde una Iglesia de la misericordia, cuya principal “obsesión” será abolir las diferencias que el pecado del mundo consagra siempre en las relaciones humanas. En la Iglesia misericordiosa, “no habrá varón ni mujer” (Ga 3, 28), ni rico ni pobre, ni blanco ni negro, ni occidental u oriental, sino solo personas nuevas. En palabras de Francisco: “¡Cómo me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres! (Hernández, 2013). Y esa Iglesia buscará hacer todo lo posible para no dar ocasión de pensar que ella mantiene esas diferencias abolidas por Cristo.

Desde América Latina, la mística de la ternura tiene una incidencia especial en la transformación de las relaciones sociales de modo que sean igualitarias e inclusivas. No podrá ser mística de ternura si los pobres no se sienten parte de la comunidad eclesial, si no intervienen en toda la dinámica eclesial y si no van dejando de ser pobres, gracias a que se han encontrado con ellos caminos solidarios de justicia social. Ya Medellín denunciaba: “La pobreza de tantos hermanos clama justicia, solidaridad, testimonio, compromiso, esfuerzo y superación para el cumplimiento pleno de la misión salvífica encomendada por Cristo” (Consejo Episcopal Latinoamericano [Celam], 2014, n. 7). “En esta perspectiva, para un cristiano, el compromiso con los pobres no está motivado, en primer lugar, por razones de orden social —por importantes que ellas sean— sino por la fe en un Dios amor ante quien debemos reconocernos como hijas e hijos y por lo tanto como hermanos entre nosotros” (Gutiérrez, 2006, p. 32). Esta dinámica de intercambio de bienes diversos como parte de una auténtica comunión ha sido reforzada por todas las conferencias episcopales latinoamericanas.

En Puebla, se hace un llamado a la conversión hacia una verdadera justicia social (Celam, 2014, n. 30), invitando a un “amor que abraza a todos los hombres. Amor que privilegia a los pequeños, los débiles, los pobres. Amor que congrega e integra a todos en una fraternidad capaz de abrir la ruta de una nueva historia” (n. 192). El documento también pone un criterio de la autenticidad de la evangelización: “el amor preferencial y la solicitud por los pobres y necesitados” (n. 382); pide que se revise la unidad eclesial con la comunión y participación con los pobres y sencillos (n. 974), así como incita a que se revise la medida del seguimiento a Cristo con el servicio a los pobres (n. 1145), y más aún señala que, gracias al potencial evangelizador de los pobres en las comunidades eclesiales de base (CEB), la Iglesia toda se siente interpelada a una vida de valores de comunión (n. 1147). Por esta razón, Puebla imprime rasgos de una mística de la ternura centrada en la opción preferencial por los pobres en medio de una sociedad plural como testimonio de anuncio de la Iglesia.

Santo Domingo, por su parte, ve en el ejemplo de Cristo una interpelación para “dar un testimonio auténtico de pobreza evangélica en nuestro estilo de vida y en nuestras estructuras eclesiales, tal cual como Él lo dio” (Celam, 2014,

n. 178), en pro de “promover un nuevo orden económico, social y político, conforme a la dignidad de todas y cada una de las personas, impulsando la justicia y la solidaridad y abriendo para todas ellas horizontes de eternidad” (n. 296). Aparecida relee la realidad actual latinoamericana donde “conviven diferentes categorías sociales tales como las élites económicas, sociales y políticas; la clase media con sus diferentes niveles y la gran multitud de los pobres” (n. 512) y donde “ya no se trata simplemente del fenómeno de la explotación y opresión, sino de algo nuevo: la exclusión social” (nn. 65, 89, 42, 503). Allí se reconocen desde la fe tales escenarios como una sombra eclesial (n. 514) y se responsabiliza a la Iglesia de tal situación: “Si muchas de las estructuras actuales generan pobreza, en parte se ha debido a la falta de fidelidad a sus compromisos evangélicos de muchos cristianos con especiales responsabilidades políticas, económicas y culturales” (n. 501). Asimismo, se alegra de que el pueblo latinoamericano, no obstante sus limitaciones eclesiales, goce “de un alto índice de confianza y de credibilidad por parte del pueblo. Es morada de pueblos hermanos y casa de los pobres” (n. 8). Pueblo sufriente y afligido que da testimonio de evangelización (n. 257). Para Aparecida, los pobres, pues, “interpelan el núcleo del obrar de la Iglesia, de la pastoral y de nuestras actitudes cristianas” (n. 393).

La mística de la ternura, por tanto, es una experiencia que hace posible y visible la llegada de Reino en el mundo, cuyo fruto será un testimonio de continua conversión que irá creando nuevas y cada vez más profundas relaciones con Dios, con los demás y con la naturaleza. Comunión, por ello, vital, donde se une lo divino, lo humano y lo cósmico en un canto de alabanza a Dios a través de las obras diarias y en el mundo. Así, la mística de la ternura es la experiencia de vida plena en el Espíritu. Vida posibilitada por el encuentro personal con Dios, encuentro interpelante con los demás seres creados y encuentro creativo. Vida que no tiene más remedio que ser alegre.

Conclusión

El pontificado de Francisco está irrumpiendo en la Iglesia y el mundo con la intención clara de salir de un cristianismo mediocre, que yendo a lo esencial, se cambie por uno verdadero. Mirar a Cristo y la vida de los primeros cristianos para ser “signos de contradicción” en este mundo antihumano (insolidario, excluyente y perverso), y mostrar que todavía se puede ser minoría profética desde la convicción de que se cree en un Dios kenótico, pobre y misericordioso. Si en la Biblia la misericordia tiene siempre la última palabra (sobre la venganza y la justicia), sus discípulos no pueden querer lo contrario.

La “revolución de la ternura”, por tanto, es una invitación a la radicalidad de vivir el evangelio de la ternura, a ser sacramento de la ternura, siendo místicos de la ternura, llegar a ser, finalmente, mártires de la ternura. Revolución que en nuestros tiempos es urgente frente a la dureza y cerrazón de la comunidad cristiana ante los seres humanos y ante el cosmos. Esto supone arriesgarse, gastarse, entregarse para primerear y fecundar en el mundo a través de gestos concretos, de vulnerabilidad y convicciones, humildad y valentía, “para que todos podamos redescubrir la alegría de la ternura de Dios” (Francisco, 2015).

Amparo Alvarado Palacios en dialnet.unirioja.es