Domingo de la Sagrada Familia; ciclo B

Homilía I: textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II
Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva
Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

(Sir 3,3-7.14-17) "Quien honra a su padre, vivirá vida más larga"
(Col 3,12-21) "Revestios de entrañas de misericordia"
(Lc 2,22-40) "Él bajó con ellos y siguió bajo su autoridad"

Homilía I: textos de homilías pronunciadas por S.S. Juan Pablo II

Homilía en la parroquia romana de San Marcos (29-XII-1985)

--- Familia de Belén y familia cristiana

--- Santidad de la familia

--- Comunidad de vida y de amor

--- Familia de Belén y familia cristiana

“Christus natus est nobis, venite adoremus”

La Iglesia entera está aún todavía invadida por la alegría de la Navidad. La alegría de la que participan los corazones de los hombres, reanima las comunidades humanas, se manifiesta en las tradiciones, en las costumbres, en el canto y en la cultura entera.

Un día, en los campos de Belén, los pastores que guardaban sus rebaños fueron atraídos por este anuncio, que hoy repite la Iglesia entera. Todos lo transmiten por así decir, de boca en boca de corazón a corazón. “Christus natus est nobis, venite adoremus”.

La Iglesia vive hoy la alegría de la Navidad del Señor, del Hijo de Dios, en Belén: como misterio de la Familia, de la Santa Familia.

Es una verdad profundamente humana: por el nacimiento de un niño la comunidad conyugal del hombre y de la mujer, del marido y de la esposa, se hace más perfectamente familia. Al mismo tiempo, éste es un gran misterio de Dios, que se revela a los hombres: el misterio escondido en la fe y en el corazón de aquellos Esposos, de aquellos Cónyuges María y José, de Nazaret. Al comienzo sólo ellos fueron testigos de que el Niño que nació en Belén es “Hijo del Altísimo”, venido al mundo por obra del Espíritu Santo.

A ellos dos, a María y José, les fue dado a conocer el misterio de aquella Familia que el Padre celestial, con el nacimiento de Jesús, formó con ellos y entre ellos.

--- Santidad de la familia

En la medida en que este misterio se revela a los ojos de la fe de los otros hombres, la Iglesia entera ve en la Santa Familia una particular expresión de la cercanía de Dios y al mismo tiempo un signo particular de elevación de toda familia humana, de su dignidad, según el proyecto del Creador.

Esta dignidad se confirma de nuevo con el sacramento del matrimonio, con ese sacramento que es grande -como dice San Pablo- “en Cristo y en la Iglesia” (cfr. Ef 5,32).

Orientando los ojos de nuestra fe hacia la Santa Familia, la liturgia de este domingo trata de poner de relieve lo que es decisivo para la santidad y la dignidad de la familia. Hablan de ello todas las lecturas: tanto el libro del Sirácida como la Carta de San Pablo a los Colosenses, como, finalmente, el Evangelio según Lucas.

En el Salmo responsorial se pone de relieve la singular presencia de Dios en la familia, en la comunión matrimonial del marido y de la mujer, en la comunión que lleva al amor y a la vida. Dios está presente en esta comunión como Creador y Padre, dador de la vida humana y de la vida sobrenatural, de la vida divina. De su bendición participan los cónyuges, los hijos, su trabajo, sus alegrías, sus preocupaciones.

“Dichoso el que teme al Señor... serás dichoso, te irá bien... tu mujer, como parra fecunda... tus hijos, como renuevos de olivo... que veas la prosperidad de Jerusalén, todos los días de tu vida” (Sal 127/128).

--- Comunidad de vida y de amor

San Pablo, en la Carta a los Colosenses, trata de poner de relieve el clima de la familia cristiana: el clima espiritual, el clima afectivo, el clima moral.

Escribe: “Como pueblo elegido de Dios, pueblo sacro y amado, sea vuestro uniforme: la misericordia entrañable, la bondad, la humildad, la dulzura, la comprensión. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo mismo. Y por encima de todo esto, el amor, que es el ceñidor de la unidad consumada” (Col 3,12-14).

Hay que leer con atención y meditar todo el pasaje de la Carta a los Colosenses, en el que el Apóstol formula los buenos deseos para los cónyuges y las familias cristianas sobre todo aquello que determina el verdadero bien de la comunidad humana, especialmente de aquella que en síntesis se puede llamar “communio personarum”, “íntima comunidad de vida y de amor” (cfr. Gaudium et Spes, 49).

No existe otra comunidad interhumana tan unificante, tan profunda y universal como la familia. Y al mismo tiempo, tan capaz de hacer felices, y tan exigente, porque es muy vulnerable, dado que está expuesta a diversas “heridas”.

Por ello los buenos deseos del Apóstol se refieren a los problemas más esenciales de la familia cuando escribe:

- revestíos de “amor, que es el ceñidor de la unidad consumada...”;

- “la paz de Cristo actúe de árbitro en vuestro corazón...”;

- “la palabra de Cristo habite entre vosotros en toda su riqueza”.

Así se forma la familia humana en toda su dignidad y nobleza, en su entera belleza espiritual (que es incomparablemente más importante que todas las riquezas “reales” y materiales), ¡por la Palabra de Dios!, ¡por la palabra de Cristo!

En esta Palabra se encierran las indicaciones y los mandamientos que determinan la solidez moral de aquella fundamental comunidad humana, de aquella “communio personarum”.

Por ello se puede decir que toda la primera lectura de la liturgia de hoy es un amplio comentario al IV mandamiento del Decálogo:

¡”Honra a tu padre y a tu madre”!

Hay que leer con atención este texto y meditarlo, teniendo siempre ante los ojos aquel “amor, que es el ceñidor de la unidad consumada”.

Efectivamente, el amor crea el honor, la estima recíproca, la solicitud premurosa, tanto en la relación de los hijos hacia los padres, como en la de los padres hacia los hijos, y sobre todo en la relación recíproca entre los cónyuges.

De este modo el matrimonio y la familia se convierten en aquel ambiente educativo que es absolutamente insustituible: el primero y fundamental y más consistente ambiente humano, que se convierte luego la “iglesia doméstica”. Se puede decir que en la familia también la educación se hace, a menudo inadvertidamente, una autoeducación, porque una sana comunidad familiar permite de por sí el desarrollo normal de toda persona que la compone.

Una especial confirmación de esta realidad son las palabras del Evangelio de San Lucas sobre Jesús cuando tenía doce años:

“Él bajó con ellos (es decir, con María y José)... y siguió bajo su autoridad. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y los hombres” (Lc 2,51-52).

El testimonio sobre la vida de la Santa Familia de Nazaret, como oís, es muy conciso, y al mismo tiempo rico de contenido.

En esta perspectiva y en este contexto fueron pronunciadas las palabras de Jesús cuando tenía doce años, palabras que se proyectan en su futuro:

“¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?” (Lc 2,49).

Precisamente estas palabras que se proyectan en el futuro -las palabras que María y José en aquel momento todavía no comprendían- constituyen una especial comprobación de la santidad de la Familia de Nazaret.

Palabras como éstas, que miran al futuro de los hijos, son fruto de la intensa madurez espiritual de toda familia cristiana.

En efecto, junto a los padres deben madurar los jóvenes, hijos e hijas, para una específica vocación que cada uno de ellos recibe de Dios.

Hagamos siempre nuestras las palabras de esta oración:

“Dios, Padre nuestro, que has propuesto la Sagrada Familia como maravilloso ejemplo a los ojos de tu pueblo: concédenos, te rogamos, que, imitando sus virtudes domésticas y su unión en el amor, lleguemos a gozar de los premios eternos en el hogar del cielo”.

DP-322 1985

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Homilía II: a cargo de D. Justo Luis Rodríguez Sánchez de Alva

“El Niño iba creciendo...” La mayor parte de su vida terrena la pasó Jesús en el hogar de Nazaret y en el taller de José. Tras los sucesos extraordinarios que acompañaron su llegada a la tierra, vino una calma prodigiosa. El anuncio del ángel, la aparición a los pastores de un coro celestial, la estrella que guió a los Magos, la irracional saña de Herodes... todo eso quedó lejos en el tiempo para dar paso a una existencia similar a la que llevamos casi todos. Y así un año y otro, hasta treinta.

Jesucristo, al quedarse treinta años en Nazaret, nos obligó a reparar en la grandeza de la vida ordinaria. Cuando se piensa que tan sólo una pared separaba la casa de la Sagrada Familia de la de sus vecinos o que Jesús, María y José no se ocupaban de cosas distintas a las de sus paisanos, empezamos a intuir la importancia que Dios concede a la fatiga cotidiana.

Necesitamos una fe robusta, madura, porque “cuando la fe flojea el hombre tiende a figurarse a Dios como si estuviera lejano, sin que apenas se ocupe de sus hijos. Piensa en la religión como algo yuxtapuesto, para cuando no queda otro remedio; espera, no se sabe con qué fundamento, manifestaciones aparatosas, sucesos insólitos... Me gusta hablar de camino, porque somos viadores, nos dirigimos a la Casa del Cielo, a nuestra patria. Pero mirad que un camino, aunque puede presentar trechos de especiales dificultades, aunque nos haga vadear alguna vez un río o cruzar un pequeño bosque casi impenetrable, habitualmente es algo corriente, sin sorpresas. El peligro es la rutina: imaginar que en esto, en lo de cada instante, no está Dios, porque ¡es tan sencillo, tan ordinario!” (San Josemaría Escrivá).

¡Cuánto bien nos puede hacer contemplar a la familia de Nazaret ocupada en un quehacer aparentemente sin relieve! Ese trabajo diario que se nos antoja excesivo y cuya finalidad se nos escapa; o el de las madres de familia que cada mañana se levantan más agotadas que cuando se acostaron para realizar la tarea de siempre: limpiar el polvo, hacer la comida..., todo eso recupera su sentido humano y divino cuando miramos a Nazaret. Las mismas cosas realizadas bajo la luz de Dios son capaces de transformar la vida de una persona, una familia, una sociedad.

“Jesucristo, a quien el universo está sujeto, estaba sujeto a los suyos”, dice S. Agustín. Pidamos al Señor en esta celebración por la mediación de María y José, que nos aumente la fe para que descubramos el valor que delante de Dios tiene la vida hogareña, el quehacer diario, los apuros económicos, el cansancio, una sonrisa, un favor, una caricia, el dolor, los contratiempos..., en una palabra, la vida de cada día con sus sinsabores y sus alegrías.

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Homilía III: basada en el Catecismo de la Iglesia Católica

"Como Hijo, puso su casa entre nosotros; como Hermano mayor, está a la cabeza de la Familia"

Eclo 3,2-6.12-14: "El que teme al Señor honra a sus padres"
Sal 127,1-2.3.4-5: "Dichosos los que temen al Señor y siguen sus caminos"
Col 3,12-21: "La vida de familia vivida en el Señor"
Lc 2,22-40: "El niño iba creciendo y se llenaba de sabiduría"

El Sirácida recuerda que, entre los deberes más importantes para con Yavé, está el deber del amor y respeto a los padres. Partiendo de Ex 20,12 ("Honra a tu padre y a tu madre") insiste en la vida de amor familiar como fuente de la bendición divina.

Si la Ley era el apoyo para la recomendación anterior, para san Pablo la referencia a Cristo será el fundamento. Para el creyente las relaciones familiares pasan a depender de la coherencia con su fe.

La intención del relato de san Lucas es mostrar cómo la misión de Cristo es llevada a término asumiendo plenamente la condición humana. Si la vida del hombre se desarrolla, crece y madura en el seno familiar, la intención de "el niño iba creciendo y robusteciéndose, y se llenaba de sabiduría" tiene claras alusiones a la identificación del Hijo de Dios con la humanidad.

Es verdad que a veces, se viene tachando a la familia de costumbre superada. Pero hoy se va reconociendo su importancia y resulta curioso —aunque no demasiado sorprendente conociendo la historia— que hoy se vuelven a valorar las condiciones familiares. Este reencuentro con la realidad familiar indica que el hombre no quiere renunciar a ella.

— "La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana: Nazaret es la escuela donde se comienza a entender la vida de Jesús... Una lección de vida familiar" (Pablo VI, discurso 5 Enero 1964) (533).

— "Con la sumisión a su madre y a su padre legal, Jesús cumple con perfección el cuarto mandamiento. Es la imagen temporal de su obediencia filial a su Padre celestial. La sumisión cotidiana de Jesús a José y María anunciaba y anticipaba la sumisión del Jueves Santo:  «No se haga mi voluntad...» La obediencia de Cristo en lo cotidiano de la vida oculta inauguraba ya la obra de restauración de lo que la desobediencia de Adán había destruido" (532).

— "La familia cristiana es una comunidad de fe, esperanza y caridad, posee en la Iglesia una importancia singular como aparece en el Nuevo Testamento" (2204; cf. 2213-2233).

— "La familia es la  «célula original de la vida social». La autoridad, la estabilidad y la vida de relación en el seno de la familia constituyen los fundamentos de la libertad, de la seguridad, de la fraternidad en el seno de la sociedad. La familia es la comunidad en la que, desde la infancia, se pueden aprender los valores morales, se comienza a honrar a Dios y a usar bien de la libertad. La vida de familia es iniciación a la vida en sociedad" (2207).

— "Eres maestro y doctor en toda tu casa. Aprende de Job (1,5), que ofrecía sacrificios por los pecados de pensamiento que hubieran podido cometer sus hijos. Aprende de Abraham, que los incitaba a guardar los caminos del Señor (Gn 18,19). Lee los consejos que David daba a sus hijos antes de morir (2Re 2,2-4). Tienes tu casa adornada con estatuas de oro. Son tus hijos. Límpialas, adórnalas, cuídalas. Enséñales el temor de Dios superior a toda riqueza. Si los educas bien aprenderán a hacer ellos lo mismo con sus hijos y se formará una serie ininterrumpida de santos felices, de la que tú serás la raíz y recibirás el premio" (San Juan Crisóstomo)".

Cristo creció en una familia. Nosotros nacemos en la familia para crecer como personas.

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