Nuestra Señora de los Desamparados

Fue en la mañana del primer domingo de Cuaresma de 1409, cuando se dirigía a predicar en la homilía de la Misa mayor en la Catedral de Valencia, el religioso de la orden mercedaria, Fray Juan Gilabert Jofré, coetáneo y amigo de San Vicente Ferrer, observó, durante el trayecto, que un grupo de muchachos maltrataba cruelmente a un pobre loco. Intervino el buen fraile en socorro del desgraciado y tras detener y reprender a los jóvenes, prosiguió su camino vivamente impresionado por el suceso. Tanto fue así que modificó el contenido de su sermón, incluyendo en él una emotiva llamada a la caridad y a favor de los “ignoscentes” que abandonados a su miseria por las calles, eran sujeto de toda clase de abusos y, asimismo, proteger a los ciudadanos de sus inconscientes acciones.

No cayeron en vacío sus palabras pues sus encendidas razones calaron en el ánimo de los presentes, entre los cuales se encontraba un mercader llamado Lorenzo Salom, que se erigió en principal valedor y promotor efectivo de la idea, de tal manera que diecinueve días después el Consejo General de la Ciudad estudiaba la iniciativa y dos meses y medio más tarde comenzaban las obras de un hospital con esta finalidad. El documento de su fundación, firmado por el rey Martín V el Humano, el 15 de marzo de 1410, establece, y en esto radica la originalidad de la propuesta, que a la atención humanitaria dispensada a los allí acogidos, se les proporcionara además asistencia médica, lo cual significaba, cultural y científicamente, la fundación del primer hospital psiquiátrico del mundo. La institución recibió el nombre en valenciano de “Hospital dels Ignocens, Folls e Orats” que, según la moderna psiquiatría, corresponde a “oligofrénico, psicósico y demenciados”.

En principio, el Papa Benedicto XIII dio por titulares y patronos del nuevo hospital a los Santos Inocentes Mártires, por ser los únicos santos a quien la iglesia tributa culto sin haber alcanzado el uso de razón en su breve vida mortal. Sin embargo, llevado por el fervor de su espíritu mariano, el pueblo valenciano empezó a tomar la costumbre de denominar al nuevo hospital con el nombre de “Nostra Dona Sancta Maria dels Innocens”, es decir, Nuestra Señora de los Inocentes. Tal fue el arraigo que alcanzó el nombre que el propio pontífice aceptó el nombre en el privilegio de fundación de una Cofradía. De este curioso modo nació una advocación de la Virgen antes que su imagen representativa.

La citada Cofradía o hermandad surgió con la idea de apoyar al Hospital con mayores recursos materiales y humanos. Sus miembros se propusieron practicar las mismas obras de misericordia del hospital y además, asistir al entierro de los dementes y cofrades, sufragar gastos del Hospital y de actos religiosos. El celo y entusiasmo de esta Cofradía pronto quiso ampliar el campo de sus asistencias más allá del Hospital y, así, se establece entre sus normas la ayuda a los condenados a muerte, proporcionándoles consuelo espiritual y cristiana sepultura, también se establecieron socorros y ayudas para los propios cofrades en caso de enfermedades, viudedad o defunción. Pronto empezó a atender a náufragos, desamparados y prostitutas por expresa gracia de Doña María de Castilla, esposa de Alfonso el Magnánimo, Rey de la Corona de Aragón.

La Cofradía alcanzó gran expansión, creándose otro hospital donde tenían acogida y eran atendidos toda clase de marginados. Se estipularon ayudas para dotes de huérfanas, para los encarcelados y necesitados, para los expósitos, y cantidades destinadas al pago de rescate de cautivos en tierras de infieles.

En este contexto, se vio la necesidad de proporcionar una nueva imagen de la Virgen para representar el patrocinio sobre los dementes del Hospital y la piadosa Cofradía, por lo que, sin pretenderse, había surgido una nueva advocación la Santísima Virgen destinada a tener un alcance universal. Por decreto del Rey Fernando el Católico firmado en Barcelona el 3 de junio de 1493, la advocación recibió el título de Nuestra Señora de los Inocentes y de los Desamparados.

La imagen, que se diseñó en tamaño natural y con dorso plano con el propósito de poderse acomodar sobre el féretro de los cofrades fallecidos en posición yacente, aunque en fiestas y solemnidades aparecía en posición vertical y con un manto de sedas, origen del actual, para disimular esta circunstancia. En un principio la imagen se guardaba y veneraba en casa del Clavario de la Cofradía, pero tras doscientos años de pervivencia de esta costumbre, y ante los graves inconvenientes que ello presentaba, se destinó una pequeña capilla en la Plaza de la Seo, lugar donde se alzó más tarde, en 1652, la actual Basílica menor, dignidad otorgada por el Papa Pío XII, mediante la que se reconocía, más que su valor artístico, su valor espirtitual como centro y símbolo de la devoción mariana de Valencia y aliento de innumerables obras de misericordia. Ya en pleno siglo XX el Papa San Juan XXIII, declara “... a la BIENAVENTURADA VIRGEN MARÍA bajo el título de NUESTRA SEÑORA DE LOS DESAMPARADOS, Celestial PATRONA PRINCIPAL ante Dios DE TODA LA REGIÓN VALENCIANA...”

La onomástica de las “Amparos” se celebra el 8 de Mayo, aunque en la ciudad de Valencia se celebra con grandes solemnidades y festejos el segundo domingo de ese mes. La devoción a esta advocación de la Virgen ha llegado hasta L’Alguer (Sicilia), Manila (Filipinas), Iglesia de Santa Ana, Buenos Aires (Argentina) Basílica de San Nicolás; una población de Costa Rica lleva el nombre de “Desamparados”; también en Llobasco (El Salvador), varias poblaciones de Guatemala, Nicaragua y Venezuela; Méjico conserva vestigios en Puebla y le han dedicado la “Ciudad de los Muchachos” y la fructífera obra del Padre Álvarez en Monterrey. Asimismo, se le reza en diversas misiones de la India y África.


«Estaban junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a quien amaba, que estaba allí, le dijo a su madre: -Mujer, aquí tienes a tu hijo. Después le dice al discípulo: -Aquí tienes a tu madre. Y desde aquel momento el discípulo la recibió en su casa.» (Juan 19, 25-27)

1º. El Evangelio nos dice que María estuvo al pie de la Cruz: “Junto a la cruz de Jesús estaban su Madre, la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena” (Juan 19,25).

María contempló con el alma desgarrada de dolor los preparativos de la Crucifixión.

Vio cómo clavaban las manos y los pies de Cristo.

Contempló cómo se burlaban de Él los príncipes de los sacerdotes, los escribas y los fariseos.

Y cómo los soldados, ajenos a la grandeza de aquellos momentos, se jugaban a los dados la túnica de Jesús.

Oyó cómo Cristo pedía perdón para los que le crucificaban.

Y cómo prometía el Paraíso al Buen Ladrón.

Cristo quiso pasar por los más dolorosos tormentos de cuerpo y alma para llegar hasta el colmo del amor.

Por eso, también María sufrió tanto.

Hay un hondo misterio en estos padecimientos del Hijo y de la Madre.

Jesucristo, por infinito amor a Dios Padre y a los hombres, asumió todo el dolor y así se ofreció como víctima por nosotros a Dios Padre y nos reconcilió con Él.

María, su Madre, fue asociada íntimamente a este dolor y María también lo asumió con amor y por amor a Dios y a los hombres.

Así, a una con Cristo se ofreció a Dios Padre por la humanidad.

De esta manera, cooperó de modo único y excepcional, por gracia de Cristo y a una con Él, en la misma redención del género humano.

Por eso María es la Corredentora.

No es que Jesucristo tuviera necesidad de Ella. No. Cristo satisfizo sobreabundantemente a Dios Padre con su vida, pasión y muerte.

Es que Cristo quiso tener unida con Él a su Madre para que se ofreciera junto con Él a Dios.

Así “cooperó con él en forma del todo singular en la restauración de la vida sobrenatural de las almas Por tal motivo es nuestra Madre en orden de la gracia” (Vaticano II.-L. G.-61).          

El dolor, desde que fue asumido por Cristo y por María, es sobre todo redentor.

Y vale no por sí mismo sino por el amor con que lo aceptamos.

Pidámosle a María que sepamos ofrecerlo por nuestros pecados y por la salvación del mundo.

2º. Vio cómo su Hijo se dirigía a Ella y luego a San Juan con unas palabras que suponían una tremenda despedida llena de contenido.

“Mujer, ahí tienes a tu hijo”, le dijo a María refiriéndose a San Juan, y a San Juan le dijo: “He ahí a tu Madre” (Juan 19,25-27), refiriéndose a María.

En estas palabras hay algo de suma trascendencia que se refiere a María y a todos los hombres.

Porque en San Juan estaba representada toda la humanidad.

Lo que hace Cristo es proclamar solemnemente a la faz del mundo que María es Madre de todos los hombres y que todos los hombres somos hijos de María.

Pero la Maternidad de María sobre todos los hombres no empieza en este momento.

Cristo proclama abiertamente lo que es una realidad desde el momento de la Encarnación de Cristo.

Cuando el Hijo de Dios se hizo Hombre en el seno de la Santísima Virgen, Cristo asumió una naturaleza humana, su naturaleza de hombre.

Pero además quedó constituido en Cabeza espiritual de toda la humanidad.

Así, cuando María engendraba a Cristo corporalmente, engendraba espiritualmente a todos los miembros de aquella cabeza.

Cuando en Belén María daba a luz corporalmente a Cristo, daba a luz espiritualmente a todos los miembros de aquella cabeza, es decir, a Cristo con todos los hombres.

Y ahora viene otra afirmación importante. Los dolores de parto que no padeció María en Belén ni por Cristo ni por nosotros, los sufrió únicamente por nosotros en el Calvario.

Aquí se completó la Maternidad espiritual de María.

Por eso dicen los Padres de la Iglesia que la Maternidad espiritual de María se cumplió en dos momentos: En Nazaret con la Encarnación y en el Calvario con los dolores sufridos por todos nosotros.

María es así verdadera Madre nuestra en el orden del espíritu y de la gracia.

Y como Madre, nos quiere entrañablemente.

Nos quiere porque somos sus hijos.

Y como hace la madre buena, aunque quiere a todos los hijos por igual, se preocupa más y cuida con más solicitud del hijo que está enfermo.

Recurramos, pues, humildemente a su misericordia, porque en Ella encontraremos siempre el auxilio oportuno.

Cristo, cuando sufría por nosotros en la Cruz nos conocía, veía nuestros pecados y nuestros buenos deseos.

María no nos veía.

Pero sufrió y se ofreció por nosotros.

Hoy nos ve y nos conoce desde el cielo y está más pendiente de cada uno.

Ella, siempre como Madre buena.

Nosotros debemos ser buenos hijos de su corazón.