El corazón firme en el Espíritu Santo

En la primera lectura, de los Hechos de los Apóstoles, podemos admirar el compromiso de San Pablo por evangelizar, con un corazón tranquilo pero en continuo movimiento. El Apóstol de las Gentes viene de Iconio donde han intentado matarle, pero no se queja de eso. Sigue adelante a evangelizar en la zona de Licaonia y, en el nombre del Señor, cura a un paralítico. Entonces los paganos, al ver el milagro, piensan que Pablo y Bernabé, que le acompaña, sean dioses que han bajado a la tierra, Zeus y Hermes. A Pablo le costó convencerlos de que eran hombres. Esas son las cosas humanas en las que Pablo vivía. Y nosotros estamos entre tantas cosas que nos mueven de una parte a otra. Pero hemos pedido la gracia de tener el corazón fijo, como lo tenía Pablo: para no quejarse de la persecución fue a buscar a otra ciudad; comienza a predicar allí; cura a un enfermo; se da cuenta de que ese hombre tenía la fe suficiente para ser curado; y calma a esa gente entusiasta que querían hacerles un sacrificio; y también proclama que hay un solo Dios, con el lenguaje cultural de ellos. Así, una cosa tras otra. Y eso solo viene de un corazón afianzado.

¿Dónde tenía el corazón Pablo para hacer tantos cambios en poco tiempo e ir al encuentro de las situaciones del modo adecuado? En el evangelio de  hoy, Jesús nos dice que el Espíritu Santo, enviado por el Padre, nos enseñará todo y nos recordará todo lo que Él había dicho. El corazón de San Pablo está fijo en el Espíritu Santo, el don que Jesús nos ha enviado. Y nosotros, si queremos encontrar firmeza en nuestra vida, tenemos que ir a Él. Está en nuestro corazón, lo recibimos en el Bautismo. El Espíritu Santo nos da fuerza, nos da firmeza para ir adelante en la vida, entre tantas cosas. Jesús nos dice dos cosas del Espíritu Santo: “Os enseñará todo y os recordará todo lo que he dicho”. Eso es precisamente lo que le pasa a San Pablo: le enseña y le recuerda el mensaje de salvación. El Espíritu Santo el que da firmeza a su corazón.

Con este ejemplo, podemos preguntarnos: ¿Cómo está mi corazón? ¿Es un corazón bailarín, que va de una parte a otra, como una mariposa, que hoy les gusta esto y mañana lo otro, siempre en movimiento? ¿Es un corazón que se asusta de las cosas de la vida y se esconde y tiene miedo de dar testimonio de Jesucristo? ¿Es un corazón valiente, o tiene tanto miedo que busca siempre esconderse? ¿De qué se preocupa nuestro corazón? ¿Cuál es el tesoro al que está apagado? ¿Es un corazón asentado en las criaturas, en los problemas que todos tenemos? ¿Es un corazón asentado en los ‘dioses’ de todos los días, o es un corazón fijo en el Espíritu Santo?

Nos vendrá bien preguntarnos dónde está la firmeza de nuestro corazón. Y también recordar tantas cosas que nos pasan cada día: en casa, en el trabajo, con los hijos, con la gente que vive con nosotros, con los compañeros de trabajo, con todos. ¿Me dejo llevar por cada cosa, o voy con el corazón fijo, sabiendo dónde está? El único que da firmeza a nuestro corazón es el Espíritu Santo. Nos hará bien pensar que tenemos un don, que nos dejó Jesús: el Espíritu de fortaleza, de consejo, que nos ayuda a ir adelante en medio de las cosas cada día. Hagamos hoy ese ejercicio de preguntarnos cómo es nuestro corazón: ¿está tranquilo o no? Y si está tranquilo, ¿dónde se apoya? ¿En las cosas o en el Espíritu Santo? Nos hará bien.