El camino cristiano termina con nuestra resurrección

Homilía del Papa Francisco en Santa Marta

Hemos escuchado en la Primera Carta a los Corintios que los cristianos parecen tener dificultad para creer en la trasformación del cuerpo después de la muerte. San Pablo se esfuerza en explicarles algo muy difícil: la Resurrección. El Apóstol de las Gentes se dirige a los cristianos de Corinto, que ya creían que Cristo resucitó y nos ayuda desde el Cielo, pero no tenían claro que también ellos resucitarían. Pensaban de otro modo: sí, los muertos son justificados, no irán al infierno —¡muy bonito! —, pero irán al cosmos, al aire, por ahí, con el alma ante Dios, pero solo el alma. También San Pedro, la mañana de la Resurrección fue corriendo al Sepulcro, y pensaba que lo habían robado. Y lo mismo María Magdalena. No entraba en su cabeza una resurrección real. No logran entender que vayamos a pasar de la muerte a la vida, a través de la Resurrección. Al final, aceptan la de Jesús, porque lo vieron, pero la de los cristianos no la entendían. Y cuando San Pablo va a Atenas y empieza a hablar de la Resurrección de Cristo, los sabios y los filósofos griegos se espantan. La resurrección de los cristianos es un escándalo, no pueden comprenderlo. Por eso Pablo hace este razonamiento tan claro: Si Cristo ha resucitado, ¿cómo pueden decir algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos? Si Cristo ha resucitado,  también los muertos resucitarán (1Cor 15,12.20).

Es la resistencia a la trasformación, a que la obra del Espíritu que recibimos en el Bautismo nos trasforme hasta el final, hasta la Resurrección. Y cuando hablamos de esto, nuestro lenguaje dice: Sí, yo quiero ir al  Cielo, no quiero ir al Infierno, y nos quedamos ahí. Ninguno dice: Yo resucitaré como Cristo: ¡no! También para nosotros es difícil de entender. Es más fácil pensar en un panteísmo cósmico, porque hay resistencia a ser trasformados, que es la palabra que usa Pablo: Seremos trasformados. Nuestro cuerpo será trasformado (cfr 1Cor, 15,51). Cuando un hombre o una mujer deber sufrir una intervención quirúrgica, tienen mucho miedo porque o le quitarán algo o le meterán otra cosa…; será trasformado, por así decir. Pues, con la Resurrección, todos seremos trasformados. Ese es el futuro que nos espera y lo que nos lleva a poner tanta resistencia a la trasformación de nuestro cuerpo. Y resistencia a la identidad cristiana. Diré más: quizá no tenemos tanto miedo al Apocalipsis del Maligno, al Anticristo que vendrá antes; quizá no tengamos tanto miedo a la voz del Arcángel o al sonido de la trompeta: porque será la victoria del Señor. Pero sí miedo a nuestra resurrección. Todos seremos trasformados. Será el fin de nuestro recorrido cristiano, esa trasformación.

La tentación de no creer en la Resurrección de los muertos nació en los primeros días de la Iglesia. Y cuando Pablo quiso explicarlo a los Tesalonicenses, al final, para consolarles, para animarles, dice una de las frases más llenas de esperanza que hay en el Nuevo Testamento: Al final, estaremos con Él (cfr 1Col 4,17). Esa es la identidad cristiana: estar con el Señor. Así, con nuestro cuerpo y con nuestra alma. Resucitaremos para estar con el Señor, y la Resurrección comienza aquí, como discípulos, si estamos con el Señor, si caminamos con el Señor. Ese es el camino a la Resurrección. Y si estamos habitualmente con el Señor, el miedo a la trasformación de nuestro cuerpo se va.

La Resurrección será como un despertar. Job nos dice: Yo mismo lo veré con mis ojos (cfr Jb 19,27). No espiritualmente, sino con mi cuerpo, con mis ojos trasformados. La identidad cristiana no acaba con un triunfo temporal, no termina con una bonita misión; la identidad cristiana se cumple con la Resurrección de nuestros cuerpos, con nuestra Resurrección. Ahí está el final, para saciarnos con la imagen del Señor. La identidad cristiana es un camino donde se está con el Señor; como aquellos dos discípulos que se quedaron con el Señor toda la tarde (Jn 1,39), y toda nuestra vida está llamada a estar con el Señor para —al final, después de la voz del Arcángel y del sonido de la trompeta— quedarnos, estar con el Señor.