“Jesús llora porque no abrimos las puertas de nuestro corazón”

Homilía de la Misa en Santa Marta

Jesús llora sobre Jerusalén porque no ha reconocido al que trae la paz. Lo acabamos de leer en el Evangelio de hoy (cfr. Lc 19,41-44). El Señor llora por la cerrazón del corazón de la ciudad santa, del pueblo elegido. ¡Jerusalén no tenía tiempo para abrirle la puerta! ¡Estaba tan ocupada, tan satisfecha de sí misma! Pero Jesús sigue llamando a las puertas, como tocó a la puerta del corazón de Jerusalén: a las puertas de sus hermanos y hermanas; a nuestras puertas —a las puertas de nuestro corazón—, a las puertas de su Iglesia. Jerusalén se sentía contenta, tranquila con su vida, y no necesitaba al Señor: ¡no se daba cuenta de que tenía necesitaba la salvación! Y cerró su corazón al Señor. El llanto de Jesús sobre Jerusalén es hoy el llanto sobre su Iglesia y sobre nosotros.

¿Por qué Jerusalén no recibió al Señor? Porque estaba tranquila con lo que tenía, y no quería problemas. Y también —lo dice el Señor en el Evangelio— ¡Si al menos tú comprendieras en este día lo que conduce a la paz! Pero no, porque no reconociste el momento de mi venida (Lc 19,42-43) Tenía miedo de ser visitada por el Señor; tenía miedo de la gratuidad de la visita del Señor. Estaba segura en las cosas que podía gestionar. También nosotros estamos seguros en lo que podemos manejar. Pero la visita del Señor, sus sorpresas, no las podemos controlar. Pues de eso tenía miedo Jerusalén: de ser salvada por el camino de las sorpresas del Señor. ¡Tenía miedo del Señor, de su Esposo, de su Amado! Y por eso llora Jesús.

Cuando el Señor visita a su pueblo, nos trae la alegría, nos trae la conversión. Y todos tenemos miedo no de la alegría —¡no!—, pero sí de la alegría que trae el Señor, porque no podemos controlarla. Tenemos miedo de la conversión, porque convertirse significa dejar que el Señor nos conduzca. Jerusalén estaba tranquila y contenta mientras las cosas funcionasen: los sacerdotes hacían los sacrificios, la gente venía en peregrinación, los doctores de la ley lo tenían todo controlado… Todo claro: todos los mandamientos claros… Y con todo eso Jerusalén tenía la puerta cerrada.

La cruz, precio de ese rechazo, nos muestra el amor de Jesús, que le lleva a llorar, hoy también, —muchas veces— por su Iglesia. Yo me pregunto: hoy, los cristianos que conocemos la fe y el catecismo, que vamos a Misa todos los domingos…, cristianos y pastores ¿estamos contentos de nosotros? ¿Porque lo tenemos todo controlado y no necesitamos nuevas visitas del Señor? El Señor sigue llamando a la puerta de cada uno de nosotros y de su Iglesia, de los pastores de la Iglesia. Pero la puerta de nuestro corazón, de la Iglesia, de los pastores no se abre: y el Señor llora hoy también. Hagamos examen de conciencia. Pensemos en nosotros: ¿cómo estamos en este momento delante de Dios?