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Estrategias de repetición (para la adquisición de valores)

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Almudi.org. Para adquirir valores (J.R. Ayllón, Desfile de modelos, Rialp, 193)   Todo niño es un ser hermosamente torpe: le cuesta mucho echar a andar, aprender a vestirse, atarse los zapatos y coger al vuelo una pelota. Pero sus imprecisos ensayos y tanteos quedan grabados en su memoria muscular, y cada nuevo movimiento es corregido y afinado desde la última posición ganada. Diez años más tarde, esa patosa criatura puede dominar varios idiomas y ganar -... Almudi.org. Para adquirir valores

(J.R. Ayllón, Desfile de modelos, Rialp, 193)

 

Todo niño es un ser hermosamente torpe: le cuesta mucho echar a andar, aprender a vestirse, atarse los zapatos y coger al vuelo una pelota. Pero sus imprecisos ensayos y tanteos quedan grabados en su memoria muscular, y cada nuevo movimiento es corregido y afinado desde la última posición ganada. Diez años más tarde, esa patosa criatura puede dominar varios idiomas y ganar -si es niña- una medalla olímpica en gimnasia deportiva. Su juvenil destreza -leo en Marina- es el resultado de repeticiones que ha olvidado, pero que conservan la oculta permanencia de los sumandos que borro de la pizarra tras hacer la suma, y que están implícitos en el total.

En el jugador de baloncesto, la carrera, el salto, la finta, la suspensión, el giro, el cambio de balón de una mano a otra, el lanzamiento a canasta, son una larga frase muscular en la que se da una curiosa mezcolanza de automatismos y libertades. El entrenamiento permanece en la memoria. Es la permanencia de lo olvidado. Es imposible que el jugador recuerde cada uno de los ejercicios realizados en sus largos años de entrenamiento, pero sus músculos los recuerdan. Y cuando el futbolista dispara a gol, su bota es dirigida por una compleja dotación de hábitos, es decir, de habilidades. Hablar de «olfato de gol», «sentido de la jugada» o «capacidad de anticipación» es hablar de eficacia en el manejo de grandes bloques de información muscular memorizada. De ellos se sirve el jugador para evaluar la situación cuando no hay tiempo para hacerlo de forma explícita (JA. Marina, Teoría de La inteligencia creadora).

Gracias a los hábitos, la tarea del hombre no es la de Sísifo. Ascendemos, paramos y podemos reanudar la ascensión desde la última cota conquistada. El hábito conserva la posición ganada con el sudor de los actos precedentes. Por eso, cuando la repetición cristaliza en hábito, la ética se convierte en una gratificante tarea de mantenimiento. Sin ellos, la vida seria imposible: gastaríamos nuestros días intentando hablar, leer, andar..., y moriríamos por agotamiento y aburrimiento. Los experimentamos como una conquista fantástica. Para valorar nuestra capacidad de hablar castellano bastaría considerar el esfuerzo que nos supondría aprender ruso ahora, y dominarlo con la misma fluidez.

El descubrimiento de los hábitos de conducta no es reciente. Toda la invitación estoica a la vida esforzada no pasaría de bellas palabras que lleva el viento si Aristóteles no hubiera dicho que «sería inútil saber lo que está bien y no saber cómo conseguirlo». De la misma manera -agrega- que no nos conformamos con saber en qué consiste la salud, sino que queremos estar sanos. ¿Y cómo se consolida una conducta? En la Ética a Nicómaco encontramos una respuesta de precisión: «por los hábitos (...). Y los hábitos no son innatos sino que se adquieren por repetición de actos (cosa que no vemos en los seres inanimados, pues si lanzas hacia arriba una piedra diez mil veces, jamás volverá a subir si no es lanzada de nuevo)».

Todo lo que ocurre en la interioridad humana es una mezcla de movimientos involuntarios y acciones libres que cristalizan en hábitos. Y los hábitos son modos de ser adquiridos, una segunda naturaleza: si practicamos la justicia nos hacemos justos, y si nos pasamos la vida bebiendo nos haremos borrachos. A través de los actos que pasan, se decanta en nosotros una forma de ser que permanece. La realidad nos brinda posibilidades que nos apropiamos de forma perfectiva o chapucera. Aristóteles llama virtudes a los modos de ser perfectivos, los analiza a fondo y los reconoce como poderes excelentes. Ningún profesional de la enseñanza desconoce la incidencia educativa de esta estrategia de repetición. Al igual que una golondrina no hace verano, un acto aislado no constituye un carácter. Sabemos que para consolidar una conducta es imprescindible la repetición de los mismos actos, pues «nadie tiene la menor probabilidad de llegar a ser bueno si no realiza muchos actos buenos». Por eso se ha dicho que el que siembra actos recoge hábitos, y el que siembra hábitos cosecha su propio carácter. En consecuencia, «adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos no tiene poca o mucha importancia: tiene una importancia absoluta». Es la conclusión de Aristóteles y de todos los que tienen que combatir las actuales epidemias de droga, SIDA, suicidios, asesinatos, abortos y embarazos no deseados. Lo expresó en USA, William Bennett, cuando era Secretario de Educación, Presidente del Partido Republicano y responsable del plan nacional contra la droga: «Es un grave error no enseñar virtudes fuertes como la disciplina y el dominio de sí, la responsabilidad, la constancia y el trabajo». Gadamer había escrito que «es de extraordinaria importancia para la praxis eso que Aristóteles llama ethos. Porque quien no sabe dominar sus afectos, no es capaz de escuchar al logos».

Si los hábitos perfectivos no arraigan pronto, la personalidad del niño queda a merced de sus deseos. Se aficionó Lázaro de Tormes al vino, y el ciego a quien servía sospechó y vigiló el jarro en las comidas. Pero el deseo ya había ganado la batalla a la voluntad del chiquillo:

-Yo, como estaba hecho al vino, moría por él. Cuando un hábito peligroso cristaliza, puede resultar imposible erradicarlo. Pero su dueño es responsable de esa impotencia, porque «ha llegado a ser injusto o depravado a base de cometer injusticias o de pasarse la vida bebiendo y en cosas semejantes..., y en su mano estaba no haber llegado a lo que ahora es». En una de sus novelas, Claudio Magris señala que «las acciones tienen un peso propio, independiente de nuestro gusto, independiente de la fácil retórica de la excusa. Por eso, son los primeros pasos en el mal aquellos de los que debemos guardarnos». Cuando se puede caer en una conducta adictiva, seguir este consejo puede ser cuestión de vida o muerte. Antes de morir, Kurt Cobain declaraba:

-No quiero ser adicto, no quiero autodestruirme, pero la heroína es tan poderosa como el diablo, es lo más adictivo que he probado nunca. No quiero volver a probarla, pero no puedo evitarlo. Me vuelvo loco.

La palabra virtud está devaluada. Huele demasiado a cosa rancia. Pero nació en la Roma de los emperadores y las legiones. Y significaba fortaleza, el esfuerzo propio del vir, del varón: la virilidad. Así que los romanos, pueblo de conquista, llamaron virtus a la conducta propia del hombre, que debe ser esforzada, no perezosa y abandonada. A su vez, virtus es la versión latina de la areté griega. Aunque el griego, mucho más sutil, no busca la dureza de carácter sino la calidad total: el griego entiende por virtud la excelencia. La definición más acreditada la encontramos en Aristóteles: virtud es un hábito de elegir y realizar prudentemente lo mejor. Se trata de una conquista no automática sino libre, y siempre guiada por la razón. Esa racionalidad es conformidad con un canon muy difícil de definir, tan difícil que Aristóteles parece decir que el hombre virtuoso encuentra en sí mismo el canon y la medida de todas las cosas. Ello es así porque la perfección de la conducta es muy relativa a cada hombre.

Como regla general, «se puede afirmar que una conducta es mala tanto por exceso como por defecto, igual que es malo para la salud tanto la falta de ejercicio como su exceso, y también la comida insuficiente o excesiva». Ya había dicho Homero que quien recibe a un huésped y lo ama en exceso, o en exceso lo aborrece, resulta irritante. Así, pues, «el exceso y el defecto destruyen la virtud, y el término medio la conserva». Pero el término medio no es el mismo para todos, sino relativo a cada persona. No aparece prefijado e inmutable, sino «relativo a nosotros, pues si para uno es mucho comer diez, y poco comer dos, lo correcto será que coma seis, pero seis será poco para el atleta Milón, y mucho para el que se inicia en los ejercicios corporales. Por tanto, todo conocedor evita el exceso y el defecto, y busca el término medio y lo prefiere; pero no el término medio de la cosa, sino el relativo a nosotros» (Ética a Nicómaco). De ahí que el hombre deba encontrar el criterio para su conducta en su propia prudencia. El logos se convierte, así, en la forma suprema de término medio. Su misma estructura intersubjetiva expresada en el diálogo sirve para ir creando ese criterio ético fundamental que denominamos racionalidad. Y la racionalidad es término medio porque todas las racionalidades individuales que integran una sociedad viven en ese ámbito que tiende a homogeneizar los excesos y los defectos de cada individuo. No está de más añadir que la expresión in medio virtus ha rebajado a mediocridad lo que en Aristóteles era dificultad y excelencia.

«Los sistemas éticos clásicos difieren por poner el sumo bien en el placer, la virtud, la contemplación o Dios. Pero todos ellos convienen en ser sistemas de las virtudes. El libro de moral más importante de la antigüedad, la Ética nicomaquea, y el libro de moral más importante de la Edad Media, la segunda parte de la Summa Theológica, constituyen sistemas de virtudes» (Aranguren, Ética). Y todas las virtudes se pueden reducir a cuatro, que proceden directamente de Platón y los estoicos. Ellas realizan perfectamente los cuatro modos generales del obrar humano: la determinación práctica del bien (prudencia), su realización (justicia), la firmeza para defenderlo o conquistarlo (fortaleza) y la moderación para no confundirlo con el placer (templanza). Frente a la moral de virtudes, Kant erige una moral del deber. Pero cuando llega el momento de desarrollar prácticamente su ética, reconoce la necesidad de las virtudes, cuyos fundamentos expone en la segunda parte de la Metafisica de las costumbres.

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