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Las relaciones Iglesia-Estado y el mito de Penélope. Joaquín L. Ortega

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Alguien, y no precisamente un analfabeto, trataba el otro día de explicarme la situación presente, cómo está en estos momentos el cotarro nacional. Y lo hacía echando mano del mito de Penélope, la mujer de Ulises. Mientras el héroe andaba empeñado en la guerra de Troya, su mujer tejía de día y destejía de noche el manto que tenía en su telar. El cuento de nunca acabar, acotaba mi amigo. Él relacionaba el momento actual con aquellos tiempos de la transición, total hace solo veinticinco años. Y c...

Alguien, y no precisamente un analfabeto, trataba el otro día de explicarme la situación presente, cómo está en estos momentos el cotarro nacional. Y lo hacía echando mano del mito de Penélope, la mujer de Ulises. Mientras el héroe andaba empeñado en la guerra de Troya, su mujer tejía de día y destejía de noche el manto que tenía en su telar. El cuento de nunca acabar, acotaba mi amigo.

Él relacionaba el momento actual con aquellos tiempos de la transición, total hace solo veinticinco años. Y concluía, más o menos, con esta lamentación: «Entonces todo nos parecía posible con tal de sortear las dificultades entre los partidos políticos y de tender puentes para la reconciliación entre los españoles. Así fue posible la Constitución del 78. Ahora todo es al revés. Se rompen los puentes, se crispa la vida política y se ponen patas arriba puntos sustanciales de la Constitución. Se ha pasado del diálogo a la bronca con demasiada facilidad. Se ha perdido el espíritu, el talante que hizo posibles la transición y la Constitución como encauzamiento para la difícil salida del franquismo».

He de aclarar que mi amigo no era ni es un político; pero sí que era y es un diplomático, ya que los embajadores de España conservan de por vida su título y su rango. Como tal hubo de participar activamente en una de las parcelas más delicadas del rompecabezas constitucional: las relaciones Iglesia-Estado. Por cierto que él sigue otorgando una nota alta a la actitud de la Iglesia en todo el proceso de la transición a la democracia. Es más, añora aquellas calendas y deplora que, en tan corto tiempo, se haya volatilizado aquel estado de gracia para los españoles de cualquier tendencia que impulsó la transición hasta su desembocadura en el texto constitucional.

Mi amigo, como cabe inferir del anterior análisis, está en plena lucidez de facultades. Pero pasa holgadamente de los ochenta años. ¿Habrá que colgarle sin remedio aquella etiqueta de laudator temporis acti, es decir, de simple ensalzador del pasado, que se inventó Horacio para los ancianos?

Pero ¿es que mirar hacia atrás equivale siempre a involucionar o a fosilizarse? Un par de argumentos de autoridad a este propósito. San Bernardo recordaba a la Iglesia que debe comportarse como si tuviera dos caras en su cabeza, ante et retro oculata. Unos ojos para avizorar el futuro y otros para tenerlos fijos en el pasado. A muchos siglos de distancia, Bertold Brecht, desde una perspectiva ideológica muy alejada del abad de Claraval, hacía la siguiente reflexión: «El que quiere dar un salto hacia delante, retrocede primero unos pasos, antes de saltar. El hoy, alimentado por el ayer, desemboca en el mañana». Ambos juicios coinciden ampliamente en esa ponderación que armoniza los tiempos y las circunstancias, evitando, así, las fracturas y los desgarros precipitados. Esa tendencia a inventar cada día la historia, o a destejer desde hoy lo que se había tejido hasta ayer.

 

Cómo está el patio nacional

 

Hoy se percibe en el cotarro español una deriva hacia el borrón y cuenta nueva, que empieza ya a alarmar a no pocos. La vida política está crispada, por encima de lo que reclama la pluralidad de opiniones o de partidos. Conceptos constitucionalmente tan troncales como la unidad del mapa patrio, o la unicidad de la nación, se manejan con peligrosa frivolidad. Leyes o iniciativas legislativas sobre valores o instituciones vertebrales (la vida, la familia, la religión, etc.) modifican o lesionan precipitadamente el patrimonio moral de gran parte de la ciudadanía. Una especie de cruzada ideológica para renovar la entraña de la sociedad española, caminando compulsivamente hacia el laicismo a ultranza, más allá de la aconfesionalidad constitucional y de la tradición secular mayoritaria, se diseña como el horizonte necesario e inmediato. Con todo ello se tiene la impresión de que España entera está patas arriba, atravesada de zanjas, como lo está ahora Madrid en la perspectiva del 2012.

A la sombra de este descalabrado alboroto, las relaciones Iglesia-Estado pasan también su particular noche oscura. Sobre los ciudadanos católicos y sus obispos han llovido ya a cántaros recortes, bravatas, amenazas y hostigamientos gratuitos. Calificativos tan lindos como inmovilistas, oscurantistas, casposos o tenebrosos han salido de las bocas más autorizadas del Gobierno. Se tiene la impresión de que, deliberadamente, al islamismo se le trata con guante de seda y al cristianismo con manopla de acero. En tan ingrata situación, se alternan desarticuladamente las promesas de diálogo con las hostilidades calculadas. Hay buenas palabras y abundancia de puyazos. Todo, alternando las rectificaciones con las reincidencias.

Así las cosas, la indispensable negociación entre la Iglesia y el Estado que reclaman la situación actual y los cuatro Acuerdos vigentes no resulta viable. En algún momento –ojalá que cuanto antes– tendrá que cesar ese juego aéreo de las declaraciones y las notas de una y otra parte. Habrá que bajar el balón al césped y abordar ahí el diálogo y la negociación.

Y es el caso que semejante estrategia de juego fue posible y rentable a renglón seguido de la transición. También con el primer Gobierno socialista. Entonces la fórmula fue una comisión mixta e institucional. Ministros y obispos, con el necesario concurso de expertos en cada tema a tratar, se reunían con periodicidad reglada en sesiones dotadas de orden del día y acta levantada. El experimento funcionó aceptablemente hasta que, ya en los últimos tiempos, se prescindió, sin que se sepa el por qué, de sus servicios.

¿No sería hoy posible regresar a aquella fórmula avalada por sus buenos resultados, aunque para ello haya que volver la vista al pasado? Sería más cuerdo, a mi entender, que refugiarnos una vez más en el mito de Penélope: el cuento de nunca acabar. Con la desventaja de que Penélope tejía y destejía afanosamente su manto para preservar la amenazada fidelidad a su marido, el esforzado y ausente Aquiles.

¿Existe ahora un motivo tan ejemplar para seguir tejiendo y destejiendo sine die?

 

Joaquín L. Ortega (Alfa y Omega)

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