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Una crítica a Leonardo Boff

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El pensamiento de Boff no dice nada que no haya ya formulado ese substituto histórico de la izquierda

Almudí.org - Josep Miró i ArdèvolGaceta de los Negocios

Leonardo Boff ha visitado España con gran relieve mediático. De la lectura de sus declaraciones se desprende, con tremenda fuerza, una idea: el orgullo. Su ego es grandioso. Por ejemplo, cuando explica refiriéndose a su dificultad inicial para comunicarse con los cristianos y sacerdotes de la Amazonia una vez regresado de estudiar teología en Alemania: “Así me doy cuenta que debo ser humilde y aceptar que debo reinventar la teología desde ellos”. Curiosa humildad ésta que se atribuye nada más y nada menos, que la capacidad para reinventar el pensamiento teológico. Si lo dice otro sin su bula mediática, ¿no le llamarían pedante? A continuación añade: “En la siguiente escena estoy en Roma sentado en la misma silla donde estuvieron Galileo Galilei y Giordano Bruno”. Se refiere a la reunión con el entonces cardenal Ratzinger para discutir el contenido de sus obras. Obviamente ni Galileo, ni Bruno, han estado nunca sentados en aquella silla, esto es una comprensible licencia literaria, pero a la vez es muy significativa del marco de referencia con que trabaja Boff. Simplemente se compara con aquellos dos relevantes personajes históricos. Boff nos dice que él hace historia como la hicieron Galileo y Giordano.

Afirma que no siguió lo que le pedía el Vaticano, el silencio y la reflexión en un convento, porque aceptarlo no era ser humilde, sino humillante. Esta forma de razonar es propia de un pensamiento que no admite la crítica y se sitúa como juez de la propia Iglesia. “Ésta es válida mientras está de acuerdo con lo que digo, pero si difiere, ya no vale nada”. No ya la Iglesia sino cualquier comunidad no puede funcionar bajo criterios de este tipo.

En los hombres de Iglesia, la soberbia y el pecado de orgullo intelectual son una tentación, quizás porque las otras, muy comunes entre los laicos, la del sexo y la del dinero, no les son tan próximas. Por eso el mérito debe buscarse en la capacidad de resistir a ella y no en lo contrario. Boff se proclama capaz de juzgar a toda la Iglesia. Eso hoy no tiene mérito alguno. Es el comportamiento vulgar del hombre desvinculado. Y es que el pensamiento de Boff ha terminado siendo vulgar, no dice nada que no haya ya formulado ese substituto histórico de la izquierda, la progresía.

Y este deslizarse hacia la vulgaridad le sucede por una razón estructural: el teólogo está al servicio de la verdad revelada, necesita asumir la existencia de esa verdad, y a continuación vivir el gran sentido del misterio que acompaña a aquella constatación. Misterio entendido como apertura a algo que es inefable, indescriptible, esto es a Dios. Si se reduce la verdad revelada a términos racionalistas queda como una concepción reduccionista porque simplifica lo inconmensurable; es desnaturalizada, porque se convierte en una ideología, como decía Juan Pablo II en su discurso con motivo de la entrega del Premio Internacional Pablo VI, a Hans Urs Von Balthasar.

Esto es lo que les ha sucedido a muchos de los que postulan la teología de la liberación, Boff en primer término. En ellos, el misterio no tiene cabida, todo es tan “racional” y simple como la vieja mecánica de la lucha de clases. El cristianismo solamente sirve en la medida que empuja a una determinada y exclusiva transformación política. Pero evidentemente esto no es cierto, es un forzamiento brutal de los Evangelios, la ruptura con la tradición, y quizás, lo peor de todo, el negar al hombre lo que para él es más difícil y necesario hoy en día: su apertura al misterio.

El buen teólogo, por el contrario, mantiene viva la conciencia de la infinita distancia entre Dios y nosotros, y por lo tanto, “de la infinita y misericordiosa condescendencia que Dios ha tenido hacia nosotros cuando en la plenitud de los tiempos el Verbo se hizo carne”. Para hacer teología, la persona debe admirarse ante las maravillas de Dios, sentir el estupor, como afirmaba Giussani.

Balthasar acuñó una expresión que expresa bien la actitud del teólogo: “Kniende Theologie” (teología postrada, arrodillada). Él sabía que la teología descansa en la profundidad de la obediencia y del amor humilde, y que solamente se puede practicar en el contacto con el Dios viviente que nace de la oración.

Todo esto lleva a reflexionar sobre el lugar que le corresponde a la investigación en la teología. Su exigencia de carácter científico no se sacrifica cuando se pone la escucha religiosa al servicio de la palabra de Dios, porque sin esta escucha el teólogo no existe. En todo caso hay otra cosa, filosofía más o menos buena, ciencia política, sociología, pero no teología. Es el caso de Boff.

La espiritualidad no atenúa el valor científico, al contrario, es un requisito imprescindible de esta dimensión concreta de la ciencia, porque cada ámbito científico especializado tiene sus requerimientos propios. Es imposible hacer arqueología de investigación y descubrimiento desde el despacho, sin trabajo de campo, y lo mismo sucede con muchas de las actividades científicas.

¿Cómo investigar sobre volcanes sin acercarse a ellos? ¿Cómo practicar hoy en día la economía sin nociones o fundamentos econométricos? Todos aquellos que investigan en primera línea han de cumplir determinadas exigencias que son propias de aquella materia. En el caso de la teología, la exigencia es la relación con Dios y ésta exige del silencio, de la oración, de la humildad y de la obediencia. Pretender lo contrario es simplemente dar gato por liebre. Es el caso de Leonardo Boff.

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