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Idilio con Valencia

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Amar (...). Es crear espacios de convivencia, en los que se favorezca la comprensión, el acercamiento de posiciones diversas, es hacer posible la oferta de Dios para que el hombre se conozca a sí mismo Almudí.org - Pablo Cabellos Llorente

Las Provincias

Idilio es coloquio amoroso, relación entre enamorados. En su nivel más trascendental ese coloquio acontece en el seno de la Trinidad Santísima, que no es quietud, sino explosión de amor, verdad y belleza eternas entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Pues al hombre le ha sido dado entrar en ese ámbito porque es el único ser que Dios ha querido por sí mismo. Sólo se le pide que no deje de amar. El amor lo mueve todo y todo es fruto del amor. Pero hay amores torcidos, señuelos de amor que engañan hasta con una aparente y triste productividad.

Lo expresó magistralmente Agustín de Hipona al afirmar que dos amores construyeron dos ciudades: el amor de Dios hasta el desprecio de sí, la celestial; y el amor de sí hasta el desprecio de Dios, la terrena. Es obvio que la ciudad terrena contrapuesta así con la celestial no es el mundo creado por Dios, sino el feamente deformado por el egoísmo del hombre.

Aquí comienza –ya sucedió en la creación– el idilio con nuestra ciudad, aquella en la que hemos nacido o en la que hemos sido acogidos hasta hacerla más nuestra que el lugar de nacimiento. La relación de enamorado con la propia ciudad, y el diálogo subsiguiente, goza del eco de la sabiduría, bondad y belleza que tienen su plenitud en Dios.

Quizá ese amor comienza con lo más hondo de la ciudad: sus gentes, su historia, lengua, cultura, tradiciones, costumbres. Siempre abiertas a otras porque el amor verdadero evita el empequeñecimiento aldeano. Los verdaderos valores de una ciudad, los que sólo capta el alma, jamás pueden ser reductores. Precisamente por lo que veníamos diciendo: manifiestan un algo de la infinitud de Dios.

Cuando se ama a la ciudad, se establece un coloquio con sus calles, sus monumentos, sus árboles y pájaros. Aprecia la sonrisa de un parque, valora esas gentes que visten la ciudad en lugar de malvestirla o desnudarla con su propia indumentaria. Un verdadero coloquio con calles y avenidas, se hace admiración, busca posibles mejoras, ve gentes que necesitan pan o una mirada amiga. Una relación de amor con nuestro hábitat exige cuidar su ecología, también la del cuerpo, la del no nacido, la de la belleza en el ambiente. Todo eso es amor que nos concierne y no un lote residual para el que lo desea distinto, porque vivimos y morimos en comunidad, no siéndonos ajeno nada de lo que sucede a los demás.

Amar la ciudad es crear trabajo y posibilidades educativas en libertad, sin rebajar la generosidad constitucional –acorde con el ser del hombre, no se regaló nada– a base de una y otra triquiñuela. Es crear espacios de convivencia, en los que se favorezca la comprensión, el acercamiento de posiciones diversas, es hacer posible la oferta de Dios para que el hombre se conozca a sí mismo.

Hace dieciséis años comencé un diálogo de amor con Valencia, al llegar a la que ahora es mi ciudad, para ser vicario de la Delegación de la Prelatura del Opus Dei. En estos años, me he visto amablemente empujado a ser un valenciano más. Yo no he hecho nada. Han sido miles de valencianos –muchos no pertenecientes a la Prelatura– los que han impulsado multitud de iniciativas en servicio de Dios y de los hombres y mujeres de esta tierra. Unas personales, otras colectivas, siempre animadas por el espíritu que el Señor hizo ver a San Josemaría para trabajar por la Iglesia y el mundo.

Tendría que citar innumerables personas de toda condición que han impulsado ese trabajo, desde varios presidentes de la Generalitat, consellers, hombres de la oposición, intelectuales, gente sencilla, inmigrantes. Hay centenares por citar. Lo haré sólo con algunos y el resto sabrá disculparme. No tengo ninguna duda de que el primer lugar lo ocupa Maruja Carpi, toda una señora. Tendría que hablar de Rita Barberá, que me acogió con su proverbial simpatía, de Joan Lerma, Eduardo Zaplana, José Luis Olivas y el presidente Camps, que conocí recién elegido concejal. Igual tendría que decir de Juan Cotino o de Quique Pérez Boada. José María Jiménez de la Iglesia, Rafael Ferrando, Rafa Rubio, Carmen Alborch, etc. Me recibió afectuosamente don Miguel Roca y luego don Agustín, sus obispos auxiliares y vicarios, con quienes mantengo una relación fraternal. Es imposible seguir. Sólo dos hombres más: un cubano que da clase de soldadura en Xabec –aún no bautizado– y Garva, un musulmán que también anda por allí. Y el taxista Bordería y mi peluquero Javier. No pararía

Doy gracias a Dios, a su Madre Santa por haber metido en mi alma esa relación de enamorado con ella. De ahí ha nacido todo lo realizado por servir a Dios y a la bona gent, que viene a ser lo mismo. Doy gracias, además, porque continuaré en Valencia, seguiré mi idilio con esta ciudad, deseando sentirme incluido cuando aclamemos a la Mareta como Mare dels bons valencians.

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